Capítulo X

PETER Bevison ya se veía en el fondo de la zanja.

Pero no sucedió tal cosa.

La motocicleta cayó sobre el madero y Roque Gutiérrez, con gran habilidad, evitó que las ruedas se saliesen del mismo.

La máquina acabó de cruzar limpiamente el tablón.

—¡Eres el mejor piloto del mundo, Roque! —exclamó eufóricamente Peter.

El mexicano rió con fuerza.

—¡Ellos sí que no podrán pasar, Bevison!

En efecto, los dos coches frenaron bruscamente a escasos metros de la excavación.

Frank Duggan y sus matones se habían quedado atónitos.

—Si no lo veo no lo creo —musitó Fellows.

—Parece imposible que hayan logrado pasar por el tablón —murmuró Coward.

Frank Duggan escupió un improperio.

—Mientras damos la vuelta y tomamos una calle paralela, Bevison y su compañero se habrán alejado demasiado. Cualquiera los encuentra ahora.

Fellows carraspeó.

—Bueno, no todo está perdido, señor Duggan. Sabemos que Peter Bevison debe entregar la fórmula en el hotel Nevada de Las Vegas, habitación 399.

—Y podemos llegar allí antes que él —añadió Coward.

—¿Quién nos asegura que Bevison no mintió al decir eso? —replicó Duggan—. Ese camarero está resultando mucho más inteligente de lo que creíamos.

Fellows y Coward se quedaron callados.

Stack y Turner, que ya habían salido del sedán, se aproximaron al «Chevrolet». El primero asomó la testa por la ventanilla.

—Señor Duggan…

La bofetada que le soltó Frank Duggan resonó como un latigazo.

—¡No me hables, Stack, o soy capaz de volarte la tapa de los sesos! ¡Tú y Turner tenéis la culpa de que Bevison se nos haya escabullido! ¿Cómo lo dejasteis escapar?

—El tipo grandote que conducía la motocicleta nos dejó sin sentido…

—¡Sois un par de besugos!

—Cálmese, señor Duggan. Sabemos adónde se dirige Bevison.

—¡No, no lo sabemos, Stack! ¡Suponemos que se dirige a Las Vegas, pero…!

—¡Oh, no, señor Duggan! —le interrumpió el matón—. ¡Peter Bevison no se dirige a Las Vegas, sino a San Francisco!

—¿A San Francisco…? —repitió Duggan, desconcertado—. ¿Cómo lo sabéis?

—El golpe que recibí me hizo caer al suelo y quedar inmóvil, pero no llegué a perder el sentido totalmente. Oí, como en un sueño, lo que hablaron Bevison y Roque, que así se llama el grandullón. Por eso sé que Bevison debe entregar la fórmula pasado mañana por la noche en San Francisco, hotel Bahía, habitación 480. Un tipo, lo más probable un agente secreto, acudirá a recogerla.

—Esto cambia las cosas, Stack —sonrió Frank Duggan.

—Y también sé por qué Bevison no llevaba la fórmula encima cuando se disponía a dejar su apartamento.

—¿Dónde la tenía, Stack?

—¿Recuerda aquel hermoso «Ferrari» rojo que estaba aparcado frente al apartamento de Bevison? Él lo alquiló para trasladarse a San Francisco. Seguro que la fórmula estaba en el coche.

Frank Duggan dio un respingo.

—¡Entonces ahora se dirige hacia su casa, a coger el «Ferrari»!

—Sin lugar a dudas.

—¡Rápido, a vuestro coche! ¡Esa motocicleta no corre mucho! ¡Tal vez lleguemos antes que ellos al «Ferrari» y nos ahorremos el viaje a San Francisco!

* * *

—¡Allí está el «Ferrari», Roque!

—¡Sí, ya lo veo, Bevison!

El mexicano detuvo la motocicleta detrás del automóvil.

—¡Rápido, Roque, subamos al coche!

—Tranquilo, Bevison, que ahora no nos sigue nadie. Ya hace rato que perdimos de vista a los coches de los matones.

—Aun así, no me fío un pelo.

—Estarán camino de Las Vegas, no te preocupes.

—Ojalá.

Peter y Roque entraron en el «Ferrari».

—Eh, ¿no te olvidas de algo, Bevison?

—¿De qué?

—En el hotel dijiste que tenías escondida la fórmula en un lugar seguro, pero no nos hemos detenido en ningún sitio a recogerla…

Peter sonrió con astucia.

—La fórmula está aquí, Roque, en el coche.

El mexicano arqueó las cejas.

—Diablos, pues no me parece un lugar muy seguro.

—El más seguro del mundo, lo que yo te diga. La fórmula está tan bien escondida que nadie sería capaz de encontrarla.

—Tú nos ayudarás a dar con ella, Bevison —dijo Stack, apareciendo por la ventanilla de la izquierda.

Por la opuesta se dejó ver Coward.

La «Magnum» de Stack apuntaba a Peter, y el arma de Coward, una «Super-Star», casi rozaba la sien derecha del mexicano.

Peter y Roque se habían quedado mudos a causa de la sorpresa.

Stack sonrió sarcásticamente.

—El agente que acuda pasado mañana por la noche a la habitación 480 del hotel Bahía, en San Francisco, se llevará una buena sorpresa, porque la encontrará vacía.

Peter abrió mucho los ojos.

—¿Cómo sabíais…?

—Cuando tu amigo hizo chocar mi cabeza contra la de Turner no quedé totalmente inconsciente. Lo escuché todo, Bevison.

Peter miró al mexicano.

—¿Por qué no les diste más fuerte, Roque?

—Figúrate qué idiotez: por temor a matarlos.

—No se hubiera perdido gran cosa.

—Estamos de acuerdo, Bevison. Si la ocasión se me presenta de nuevo… —repuso el mexicano, atirantando los músculos faciales.

Stack masculló:

—Basta de charla. Y escuchad esto: Coward y yo vamos a entrar en el coche sin dejar de apuntaros ni un solo instante. Como intentéis algo, os llenaremos las cabezas de plomo.

Los matones ocuparon el asiento trasero del vehículo.

Stack ordenó a Peter que lo pusiera en marcha y éste obedeció.

Tan pronto como el «Ferrari» arrancó, el sedán negro y el «Chevrolet» azul se dejaron ver, dándole escolta.

Media hora después, los tres vehículos se detenían ante un viejo caserón situado en las afueras de Los Angeles.

Del «Chevrolet» descendió Frank Duggan.

Fellows y Turner hicieron lo propio del sedán, metralleta en mano.

—¡Toma! —exclamó quedamente Peter, al descubrir las metralletas—, igual que los chinos de Chiang-Tung. Si al menos tuviéramos un par de granadas, como mi amigo Bruno…

—Abajo —ordenó hoscamente Stack.

Peter y Roque salieron del «Ferrari», siendo imitados por Stack y Coward.

El mexicano no apartaba los ojos de las metralletas de Fellows y Coward.

Frank Duggan, sonriendo irónicamente, dijo:

—Volvemos a vernos, Bevison.

—Ya dijo alguien que el mundo es un pañuelo.

—Bien, vayamos directamente al grano.

—Yo pongo la pomada.

Frank Duggan rió el chiste de Peter.

—Buen humor el tuyo, Bevison.

—Mi abuelo solía decir que al mal tiempo buena cara.

—¿Dónde tienes la fórmula, muchacho…?

—Me la he comido. ¿Verdad que me la he comido, Roque?

El mexicano no despegó los labios.

—Sabemos que la ocultaste en el coche… —dijo Duggan.

—Fríos, fríos…

—Stack, Coward, registrad el coche —indicó Frank Duggan, muy sonriente, porque estaba seguro de que pronto tendría, la fórmula del gas paralizante en sus manos.

Los dos matones se apresuraron a cumplir las órdenes de su jefe.

Tras la búsqueda, tan concienzuda como infructuosa, Stack dijo:

—No aparece por ningún lado, señor Duggan.

Este ya no sonreía. Mirando aceradamente a Peter, interrogó:

—¿Dónde la ocultaste, Bevison?

—Ya se lo dije antes: me la comí.

—Si te obstinas en no revelarlo, ordenaré a mis hombres que te «trabajen».

—A pesar de ello, mi boca será una tumba. No le temo al dolor físico, ¿sabe? Lo resisto muy bien. De pequeño me pegaron una pedrada y no lloré.

Frank Duggan hizo un gesto con la mano y sus hombres empujaron a Peter y a Roque hacia el interior de] caserón.

Poco después entraban en la habitación donde, vigilado por Lowery y McLeod, se hallaba el agente KR-3, atado a la silla.

Al ver a Peter el miembro del Servicio Secreto exclamó:

—¡Bevison!

—Hola —sonrió Peter—. Me alegro de verte vivo.

—Lo siento, muchacho —repuso con amargura KR-3—. Ahora comprendo que no debí mezclarte en esto.

—Oh, no te lamentes. Mi abuelo solía decir que a lo hecho…

—Pecho —intervino Stack, dándoselas de listo.

—En efecto, cara de berberecho.

A Stack le cayó muy mal el insulto de Peter.

Quiso golpearle, pero Frank Duggan se lo impidió con un ademán autoritario.

El agente inquirió:

—¿Cómo te cazaron, Bevison? Yo no les dije nada, te lo juro.

—Lo sé. Pero estos individuos son muy listos.

—¿Te han quitado la fórmula?

—De eso, nada. Sigue estando en mi poder, no te preocupes. Y no les diré dónde la tengo guardada ni aunque me amenacen con freírme vivo.

—Tú no estás obligado a dejarte torturar, Bevison…

—No te preocupes por mí.

Frank Duggan ordenó:

—McLeod, tráete un par de sillas.

—Oh, no se moleste, señor Duggan, no estamos cansados —repuso Peter—. ¿Verdad que no, Roque?

El mexicano no salió de su mutismo. Miraba fijamente a Fellows y a Turner, como si esperase una oportunidad para saltar sobre alguno de ellos y hacerse con una metralleta.

Pero Turner y Fellows se hallaban a prudente distancia, muy atentos al mexicano, porque le consideraban mucho más peligroso que Peter Bevison.

McLeod regresó con el par de sillas y unas cuerdas.

Entre él y Lowery ataron al mexicano, sin que éste, siempre apuntado por las metralletas de Turner y Fellows, pudiera hacer nada por impedirlo.

Estos, al ver bien sujeto a Roque, se mostraron más confiados.

Dejaron las metralletas en el suelo, apoyadas contra la pared.

—Vamos, atad también a Bevison —ordenó Duggan, cada vez más impaciente.

Stack y Coward se acercaron a Peter y el primero le dio un empujón, enviándolo hacia la silla que quedaba libre.

—¡Eh!, ¿qué modales son éstos, cara de berberecho? —protestó Peter.

Stack le miro con fiereza.

—Señor Duggan, quiero soltarle Un puñetazo en la boca a Bevison. Es la segunda vez que me llama eso.

—Cuando esté atado a la silla, Stack —dijo Duggan.

—Ya lo has oído, cara de berberecho; me pegarás cuando esté atado a la silla.

Stack, frenético, no quiso esperar a que Peter estuviese atado. Avanzó dos pasos y dejó ir su puño derecho.

Peter, que no hizo nada por esquivar el golpe, recibió el puñetazo en el mentón y rodó aparatosamente por el suelo, entre las carcajadas de los matones.

Como por casualidad, fue a parar sobre una de las metralletas.

El primero en advertir la treta de Peter fue Frank Duggan.

—¡Cuidado!

Al mismo tiempo que Duggan gritaba, Peter Bevison se revolvía con la metralleta de Fellows en las manos.

—¡Quieto todo el mundo o empiezo a soltar píldoras calentitas!

Los matones, todos a una, movieron las manos en busca de sus automáticas.

Peter soltó la primera ráfaga, haciendo estremecer las paredes de la habitación con el atronador canto de la metralleta.

McLeod, Lowery y Coward cayeron fulminados.

Los otros tres matones se quedaron paralizados, sin atreverse a sacar sus armas.

Frank Duggan tenía el rostro demudado.

—¿Alguien más desea echar mano de su pistola? —interrogó duramente Peter. Al ver que nadie se movía, se puso en pie y ordenó—: Stack, suelta inmediatamente al agente y a Roque.

El matón miró a su jefe.

Frank Duggan asintió con una cabezada.

Stack se acercó al agente y empezó a quitarle las cuerdas.

Fellows y Turner no le quitaban el ojo a Peter Bevison, por si éste tenía un descuido.

Pero Peter los controlaba bien a los dos.

También a Stack.

Sin embargo, no le prestaba la misma atención a Frank Duggan.

Y Duggan, que también iba armado, aprovechó la circunstancia para mover la mano con rapidez y sacar su «Smith & Wesson».

—¡Cuidado, Bevison! —gritó KR-3, percatándose del hecho antes que Peter.

Este volvió su metralleta hacia Duggan y accionó el disparador, abatiendo al jefe de la banda de malhechores antes de que lograra utilizar su pistola.

Stack, Turner y Fellows sacaron velozmente sus armas.

Peter, que esperaba algo así, se dejó caer de rodillas y le dio de nuevo al disparador de la metralleta.

Los tres matones se derrumbaron, rotos por las balas.

Tras el estruendo de los disparos, la habitación quedó silenciosa.

El agente KR-3 y Roque Gutiérrez miraban perplejos a Peter, porque les costaba dar crédito a lo que habían presenciado.

Peter, con los ojos fijos en los siete cadáveres ensangrentados, dejó caer la metralleta y musitó:

—Yo, los he matado yo… He matado a siete hombres…

El agente, a medio desatar todavía, dijo:

—Era su vida o la tuya, Bevison. Mejor dicho: la de nosotros tres. Pensaban matarnos a sangre fría tan pronto como obtuvieran la fórmula del gas paralizante. Has hecho lo que debías, muchacho.

Peter, con el rostro blanquecino, murmuró:

—Creo…, creo que no me encuentro bien… Voy a…, voy a…

No pudo seguir hablando, porque se desmayó.