CAPÍTULO PRIMERO
LA Operación Camaleón había llegado a su punto culminante.
El objetivo de la misma era recuperar un maletín que, conteniendo importantes documentos secretos, había sido robado de una de las cajas de seguridad del Gobierno de los Estados Unidos.
El agente XYZ-32, más conocido por Bruno el Conquistador, orgullo del Servicio Secreto norteamericano, había logrado averiguar el paradero de los documentos robados.
Estaban en poder de Chiang-Tung, un chino que poseía una suntuosa villa a pocos kilómetros de Palm Beach, Florida.
Bruno el Conquistador había conseguido introducirse en ella sin ser visto por la media docena de orientales que, armados con sendas metralletas, vigilaban distribuidos por el amplio jardín que la rodeaba.
El agente XYZ-32 tenía un plan: colarse silenciosamente en el dormitorio de Chiang-Tung, atrapar al chino por el gaznate y obligarle a confesar el lugar donde guardaba el maletín birlado.
Pero sucedió que Bruno se equivocó, y en vez de colarse en el dormitorio del chino, se coló en el dormitorio de la china.
Y qué china…
Estaba de pie junto a la puerta del cuarto de baño, cuya luz permitía distinguir la silueta de su excepcional cuerpo a través del transparente camisón.
La belleza oriental miraba con ojos agrandados al agente, quieta como un semáforo.
Bruno, que empuñaba su pistola automática, una «Luger» de mucho respeto, dijo esbozando una sonrisa:
—No temas, preciosa; no voy a causarte ningún daño. Pero sé buena chica y no grites, ¿eh? Quiero darle una sorpresa al de la coleta.
La belleza pestañeó.
—¿Se refiere usted a Chiang-Tung…?
—Al mismo, primor. ¿Acaso no lleva coleta?
—Sí…
—Pues yo haré que coja unas tijeras y se la corte, como los toreros tras su última faena, porque el sinvergüenza de Chiang-Tung ya no tendrá ocasión de realizar más «faenas».
La china abrió la boca al oír aquello.
Bruno se aproximó y la enlazó por el talle con el brazo izquierdo.
Ella no dijo nada.
—¿Cómo te llamas, preciosa?
—Flor del Campo…
—Pues la semilla para sembrar flores como tú debe costar un pico.
La joya oriental no pudo reprimir una sonrisa.
Así, sonriendo, todavía resultaba más tentadora.
Bruno, sintiéndose más conquistador que nunca, la besó en los labios, sin que ella pusiera impedimento alguno.
—¿Sabes una cosa, chinita…? Deberías llamarte Dulce Panal.
—¿Por qué?
—Porque tus labios saben a miel.
—Es usted un hombre simpático, pero muy atrevido —repuso ella, con algo de picardía.
—Y tú un portento, Rosa del Jardín.
—Flor del Campo… —rectificó la belleza, sonriendo divertida.
—Ah, sí, eso —dijo Bruno, besándola de nuevo. Después, preguntó—: ¿Cuál es el dormitorio de Chiang-Tung, encanto?
—La primera puerta a la izquierda.
—Voy a darle el susto del año.
—¿Piensa matarlo…?
—Espero que no me obligue a ello. ¿Lo sentirías mucho?
Los bellos ojos de la china despidieron un chispeo de rencor.
—¿Sentirlo…? En absoluto. Chiang-Tung es un tipo repulsivo. Me tiene aquí a la fuerza, encerrada en la villa como si fuera un perro. Mi vida, por su culpa, es un continuo tormento.
—Si puedo hacer algo por ti…
La esperanza se reflejó en el rostro de Flor del Campo.
—Sí, claro que puede: sacarme de aquí. Y yo, a cambio, le facilitaré su trabajo.
—¿Mi trabajo…? ¿Qué sabes tú de mi trabajo?
—Creo saber lo que ha venido a buscar: los documentos secretos robados a su Gobierno por los hombres de Chiang-Tung. ¿Me equivoco?
Bruno dio un respingo de sorpresa.
—Diablos, diste en el clavo, chinita.
—El maletín está en el despacho, de Chiang-Tung, en la caja fuerte.
—¿Dónde está el despacho?
—Abajo, en el corredor de la derecha, casi al final.
—¿Conoces la combinación de la caja?
—No.
—Bueno, no importa; ya me las arreglaré yo para abrirla. Las cajas fuertes, para mí, son como las mujeres: no existe ninguna que se me resista más de cinco minutos.
Como tras una frase como ésta resulta muy apropiado un besito, Bruno se lo dio.
Ella colaboró con ganas.
—¿Me sacará de aquí?
—Al menos lo intentaré, preciosa. Ahora voy a hacerme con el maletín. Cuando esté en mi poder, subiré por ti y procuraremos largamos de la villa sin ser vistos.
—¿Me da su palabra de que no se irá sin mí?
—Puedes estar segura. Tú y yo hemos de pasar ratos muy buenos, chinita.
—Todos los que usted quiera —le sonrió ella.
Bruno le pellizcó la naricilla.
—Espérame aquí, Flor del Balcón.
—Del Campo…
El miembro del Servicio Secreto se golpeó la frente.
—Demonios, a ver si consigo aprendérmelo de una vez.
La belleza sonrió más ampliamente.
Bruno el Conquistador salió del dormitorio.
Logró llegar al despacho de Chiang-Tung sin ser descubierto, pero cuando se disponía a entrar en él, un chino de más de dos metros de altura y unos cien kilos de peso, con un pechazo descomunal, surgió por la izquierda.
Llevaba la cabeza rapada y un enorme bigotazo le caía por las comisuras de la boca, llenándosela de pelos.
El gigante oriental se quedó de muestra al ver al agente.
Este se dijo que lo más sensato sería meterle un plomo en la cabezota, pero como el chino iba desarmado, no fue capaz de utilizar su «Luger».
El grandullón, que sólo se cubría con un taparrabos de piel de tigre, tensó sus poderosos músculos y trotó hacia el agente, enseñando su dentadura de caballo.
Bruno le esperó impertérrito, y cuando lo consideró oportuno, se elevó del suelo con asombrosa agilidad, llevando la pierna derecha por delante.
La apisonadora humana lanzó un bramido al recibir la patada en la frente y se tambaleó.
El agente, desde el suelo, le disparó la otra pierna, la izquierda, alcanzándole en pleno vientre.
El chino emitió un alarido desgarrador al sentir aquel hachazo en zona tan dolorosa y se dobló en el acto, con la cara más arrugada que una pasa.
Bruno brincó del suelo con pasmosa rapidez y le atizó, con el filo de la mano, un colosal golpe en las vértebras cervicales.
El mastodonte se estrelló de bruces contra el suelo, con el cuello roto.
—Bien, ya está la alarma dada —rezongó el agente XYZ-32—. Ahora el tiempo es oro.
Se desprendió una de las dos granadas que llevaba sujetas al cinturón, tiró de la anilla y la arrojó al pie de la caja fuerte, retirándose rápidamente de la entrada del despacho.
La explosión resultó ensordecedora.
El despacho quedó hecho una pena.
Bruno entró en él.
La caja fuerte estaba prácticamente destrozada.
El agente se apoderó del maletín y salió del despacho.
Escuchó carreras alocadas y ladridos en chino.
Procedían del extremo derecho del corredor.
Bruno atrapó la otra granada y se llevó la anilla a la boca.
Esperó unos segundos y tiró de ella con los dientes, arrojándola a continuación hacia la entrada del corredor.
La granada estalló en el preciso instante en que cuatro chinos, metralleta en mano, entraban en él.
Chinos, metralletas y trozos de pared saltaron por los aires.
Bruno, que se había colado en el destrozado despacho para protegerse de la explosión, salió de nuevo y corrió hacia el montón de ruinas y cadáveres.
Otros dos chinos se dejaron ver, prestos a disparar.
Bruno se les anticipó, accionando el gatillo de su «Luger».
Los dos orientales se contorsionaron al recibir los impactos y cayeron sin vida sobre los cuerpos de sus compañeros.
El agente pasó corriendo por encima de los fiambres.
En el amplio salón no se veía a nadie.
Bruno lo cruzó y ascendió por la ancha escalinata de mármol.
Ya había dejado atrás la mitad de los peldaños, cuando oyó gritar a Flor del Campo:
—¡Cuidado!
Bruno se arrojó sobre los peldaños.
Varias balas silbaron muy cerca de él.
Se las enviaba Chiang-Tung, desde la punta izquierda de la barandilla del corredor al cual daban las habitaciones de Flor del Campo y del chino.
El agente respondió al fuego de Chiang-Tung.
Y muy certeramente por cierto.
El propietario de la villa lanzó un aullido impresionante, porque una bala le había entrado por el ojo zurdo.
Chiang-Tung se venció hacia adelante, por encima de la barandilla, cayendo de cabeza al salón, donde quedó desmadejado.
Bruno se puso en pie y alcanzó el corredor.
Flor del Campo, pálida aún, echó a correr hacia el agente y se refugió en su pecho.
—Serénate, preciosa, que ya pasó el peligro. Todos los paisanos tuyos que estaban al servicio de Chiang-Tung están tan muertos como él.
—He pasado un miedo espantoso… ¿Qué fueron esas explosiones?
—Nada, que hemos jugado un rato a la guerra.
—Por un momento temí que hubiesen acabado con usted…
—No es fácil acabar conmigo, chinita. Y pongo en tu conocimiento que me llamo Bruno y que debes tutearme, porque vamos a ser buenos amigos.
Ella le miró con ojos resplandecientes.
—Eres un hombre encantador, Bruno.
—Tú sí que eres encantadora, chinita. Anda, vístete, que nos vamos.
—¿Adónde? —inquirió maliciosamente Flor del Campo.
Bruno le guiñó el ojo.
—Estoy seguro de que mis superiores, como premio al éxito de la misión que me habían encomendado, me darán un par de semanas de vacaciones. Siempre que dispongo de unos días me largo a Acapulco. ¿Quieres venir conmigo, Lirio del Valle?
Ella le echó los brazos al cuello y le besó en los labios.
—Será un placer, Bruno. Y te recuerdo, una vez más, que me llamo Flor del Campo.
—Está visto que no me entra el nombrecito, preciosa. Mira, para evitar confusiones, te llamaré siempre chinita, ¿de acuerdo?
—Siempre estaré de acuerdo en todo contigo, Bruno.
—Te advierto que soy muy exigente…
—Y yo muy complaciente…
Flor del Campo volvió a besarle.
Bruno el Conquistador dejó caer el maletín al suelo y se guardó la «Luger» en un bolsillo.
Necesitaba las dos manos para estrechar contra sí el espléndido cuerpo de aquella belleza oriental que pensaba llevarse a Acapulco.
Fue entonces, mientras los dos se besaban y se abrazaban tan apasionadamente, cuando en la pantalla apareció el clásico letrerito: «The End».
Las luces de la sala cinematográfica se encendieron.
Los espectadores se levantaron de sus butacas y empezaron a desfilar hacia las puertas de salida.
Bueno, todos no, hubo una excepción: Peter Bevison continuó sentado en la suya, con los ojos fijos en la pantalla, como si no hubiese finalizado la proyección de la película.
Peter era un joven moreno, alto, más bien delgado, de rostro alegre y simpático. Tenía veintisiete años y trabajaba de camarero en el hotel Pacífico, uno de los más importantes de la ciudad de Los Angeles.
Era martes, el día libre de Peter Bevison.
Hasta las diez de la noche no tenía que presentarse en el hotel.
Todos los martes, sin excepción, Peter acudía a una sala cinematográfica donde se proyectase una buena película de agentes secretos.
Era su distracción favorita, su pasión, su hobby.
Desde hacía años había sentido una profunda admiración por James Bond. Sin embargo, después de presenciar la película Operación Camaleón, de maravillarse con las increíbles aventuras vividas por el agente YXZ-32, éste iba a ser su nuevo ídolo.
En su opinión, Bruno el Conquistador era muy superior en todo al agente 007.
Peleaba mejor, disparaba mejor y besaba mejor que James Bond.
¡Con qué facilidad se había deshecho del gigante del taparrabos!
¡Con qué facilidad se había cargado a la media docena de chinos armados con metralletas y al traicionero Chiang-Tung!
¡Con qué facilidad se había hecho con Flor del Campo!
Menudas vacaciones se iba a pasar en Acapulco con la chinita…
Lo que daría él Por ser un agente secreto de la talla de Bruno el Conquistador…
Y por tener una china cómo aquélla…
Un carraspeo interrumpió sus pensamientos.
Ladeó la cabeza y se encontró con uno de los acomodadores.
El hombre, mirándole con extrañeza, inquirió:
—¿Se encuentra bien, señor…?
—Oh, sí, perfectamente ¿Por qué lo pregunta?
—La proyección terminó hace rato, todos se han ido ya…
Peter Bevison respingó exageradamente.
—¡Cielos, es verdad! —exclamó con asombro, observando la sala vacía y silenciosa—. Perdone usted, me había metido tan de lleno en la película que ya me veía haciendo las maletas y largándome a Acapulco con Flor del Campo.
El acomodador sonrió amablemente y comentó:
—Realmente, la chinita estaba de muy buen ver…
—Y eso que nosotros no la hemos visto bien. Bruno el Conquistador sí que la verá bien vista, sí. ¡Y durante dos semanas!
—Ventajas de ser un agente secreto valiente, simpático y guapetón…
—Y que lo diga usted—suspiró lánguidamente Peter, levantándose de su butaca—. En fin, perdone si les he causado alguna molestia con mi distracción.
—En absoluto, señor —repuso afablemente el acomodador.
Peter se despidió con un ademán y abandonó la sala.
Tomó un taxi.
Minutos después se encontraba en el hotel Pacífico, planta sexta, colocándose el uniforme de trabajo.
Al salir del cuarto de servicio, donde cada uno de los empleados que prestaban su servicio en aquella planta tenía un pequeño armario para guardarse sus cosas, se tropezó con Elsa Gilford, una morenita que era una auténtica preciosidad. Tenía veintidós años y unas formas realmente sugestivas.
Llevaba apenas tres meses trabajando de camarera en el hotel, en la sexta planta, como Peter.
La encantadora morenita se detuvo al verle y le sonrió.
—Hola, Peter. ¿Qué tal tu película de hoy de agentes secretos?
—Sensacional, Elsa. El protagonista, el agente XYZ-32, es algo fuera de serie. Figúrate que…
Ella le interrumpió, dando un manotazo al aire:
—Oh, no, Peter, no es necesario que entres en detalles; todos los agentes secretos son iguales. Pegan un puñetazo y tumban a media docena de individuos. En cuanto a las chicas, las conquistan con sólo una mirada.
Peter movió la cabeza.
—Te aseguro que Bruno es distinto a todos, Elsa. Tiene personalidad.
—¿Quién es Bruno? —parpadeó Elsa Gilford.
—El agente XYZ-32, mujer. Apenas conoce a Flor del Campo, que es una china que está como el Capitolio, la toma por la cintura así —Peter tomó a la morenita—, con su brazo izquierdo, y de esta forma tan particular la atrae hacia sí —se atrajo a Elsa—, y la besa en los labios como un verdadero maestro.
Peter no la besó como un maestro, pero poco le faltó.
La camarera, pegada, todavía a Peter Bevison, murmuró:
—No debiste besarme, Peter.
—¿Por qué? —repuso él, sin soltarla.
—Si Roque llegara a saberlo, se pondría muy furioso. Peter Bevison enarcó las cejas.
—¿Te refieres al mexicano…?
—Sí. Me ha pedido que sea su novia, ¿sabes?
—No cometas la tontería de aceptar —aconsejó Peter—. Tú estás excelsa, Elsa, pero Roque es un alcornoque.
La morenita hizo un mohín malicioso.
—Bueno, tal vez no sea un tipo muy inteligente, pero es recio, fuerte, viril…
—Y tiene cara de mandril.
—A mí me gusta —dijo ella, con un solo fin: picar a Peter.
Este arrugó el ceño.
—Roque es un pedazo de bestia, Elsa. ¿Cómo puede gustarte?
Elsa Gilford empezó a ponerse pálida.
—Suéltame, Peter —murmuró, forcejeando.
—Cuando nos demos un par de besitos más.
—A Roque…
—A Roque lo mandamos a la porra y en paz.
—Peter… —susurró débilmente ella.
—Te has quedado sin color en las mejillas, Elsa. ¿Qué te sucede?
—Roque…
—¡Bah!, olvídate de ese cacho de mulo.
—No puedo, Peter… Está detrás de ti…