Capítulo VI
LA habitación era vieja y estaba desprovista de muebles.
Tan sólo una silla, en el mismo centro.
Un hombre la ocupaba.
Tenía las piernas atadas a las patas delanteras y los brazos al respaldo.
Dos individuos le flanqueaban y un tercero se hallaba ante él.
Ya le habían recetado media docena de golpes en el rostro.
Sangraba por la boca, por la nariz, por el pómulo derecho…
—¿Sueltas la lengua ya, agente? —le preguntó el tipo que se encontraba frente a él.
El agente KR-3 no despegó los labios.
El puño derecho del fulano que se hallaba a su izquierda se estrelló en su cara.
El miembro del Servicio Secreto lanzó un grito ahogado, viéndose obligado a ladear la cabeza por la contundencia del golpe.
El tipo de la derecha le disparó la zurda.
KR-3 emitió otro quejido apagado.
El sujeto que tenía ante él le atizó en la mandíbula, obligándole a echar la cabeza hacia atrás.
El individuo que le pegaba desde la derecha le cogió el pelo y se lo estiró hacia abajo.
KR-3 tensó el cuello todo lo que pudo, doblando la cabeza tanto que sus ojos alcanzaban a ver la pared que tenía a sus espaldas.
Su torso formaba un pronunciado arco, quedando mucho espacio entre su espalda y el respaldo de la silla.
—¡Ahora lo tienes bien, Stack! —exclamó el fulano que obligaba al agente secreto a permanecer en tan incómoda postura.
El sujeto que se hallaba ante KR-3 sonrió jactanciosamente.
—No lo sueltes, Turner, que esta vez le va a doler de verdad.
Acto seguido le hundió el puño diestro en la boca del estómago.
El agente KR-3 soltó un grito y se encogió lo poco que le permitía el individuo que lo tenía atrapado por el cabello.
Su contraído rostro adquirió un tinte violáceo.
—¡Buen golpe, Stack! —'exclamó el tipo que se encontraba a la izquierda del agente.
—Gracias, McLeod.
—¡Que se repita! —pidió Turner.
—Con mucho gusto —sonrió Stack.
KR-3 recibió otro tremendo puñetazo en el mismo sitio.
Fue tan intenso el dolor que le produjeron aquellos dos golpes, que se desvaneció.
—Vaya, hombre, ahora va y se nos desmaya —rezongó Turner, soltándole el pelo.
—Era lógico, ¿no? —dijo McLeod—. Después de todo lo que le habíamos dado, los dos hachazos de Stack tenían por fuerza que acabar con su resistencia.
—Ve a la otra habitación y tráete un jarro de agua, McLeod —indicó Stack—. Hay que reanimarlo para seguir «trabajándole».
El llamado McLeod salió de la estancia.
—¿Tú crees que hablará, Stack? —preguntó Turner.
—Hombre, por nosotros no quedará.
—Estos tipos son muy duros.
—Sí, lo sé.
McLeod regresó con el jarro de agua y lo vació sobre la cabeza del agente secreto.
Stack lo atrapó por la camisa y lo zarandeó.
—Vamos, amigo, despierta, que la fiesta no ha hecho más que empezar.
KR-3 dio nuevamente señales de vida.
—Buen chico, sí señor —dijo con ironía Turner—. Sabe que la fiesta no puede continuar sin él y se apresura a colaborar.
—¿Reanudamos la sesión, Stack? —inquirió McLeod.
—Primero le haremos la pregunta de rigor. ¿Estás dispuesto a hablar, agente?
KR-3, mirándoles con desprecio, contestó:
—Podéis continuar golpeándome, ratas malolientes, pero no me arrancaréis una sola palabra.
Stack endureció los músculos del rostro.
—Tú lo has querido, amigo —masculló, levantando un puño.
Se disponía a descargarlo sobre la cara del agente, cuando un tipo de unos cuarenta y dos años, bien vestido, entró en la habitación.
Era Frank Duggan, el jefe de aquella pandilla de asesinos que con tanto ahínco trataban de apoderarse de la fórmula del gas paralizante.
—¿Ha cantado, muchachos? —inquirió con seriedad.
Stack sacudió la cabeza negativamente.
—No ha dicho nada, señor Duggan.
—Pues se ve muy deteriorado…
—Es que le hemos dado de firme —intervino Turner.
—Un tipo resistente, ¿eh?
—Sí, señor Duggan —confirmó McLeod—. Pero toda resistencia humana tiene un límite. Acabará por hablar.
—Lo mismo dijisteis del profesor Listorronsky, pero se fue a la tumba sin decir esta boca es mía.
Stack carraspeó ligeramente.
—Aquel viejo estaba tocado, señor Duggan. Prefirió dejarse matar a puñetazos antes que revelamos la fórmula del gas paralizante. ¿Y de qué le sirvió…? De nada, porque nosotros se la birlamos al Gobierno.
—¿Y de qué nos sirvió birlársela al Gobierno…? De nada, porque vosotros os la dejasteis birlar casi enseguida por aquel agente del Servicio Secreto, Ni siquiera llegó a mis manos.
—Sí, es verdad, el agente nos la arrebató. Por eso nos lo cargamos.
—¿Y qué? El ya no tenía la fórmula.
—Porque se la había pasado a éste.
—Pero ahora resulta que éste tampoco la tiene.
—Debe haberla escondido en algún lugar de la habitación. No pudo entregársela al agente que acudió a recogerla, porque también nos lo cargamos, así que…
—¿Seguro que os lo cargasteis, Stack?
—¡Y tan seguro! Le disparé tres veces y no fallé ninguna.
Hubo un silencio.
Frank Duggan miró duramente a KR-3.
—¿Dónde escondiste la fórmula?
—Por nada del mundo lo revelaría —respondió el agente.
—Te conviene hacerlo.
El agente sonrió con sarcasmo.
—¿Me conviene…? Vamos, Duggan, no diga estupideces. En cuanto confesase dónde escondí la fórmula, me alojarían un par de balas en el corazón. Bueno, enseguida no. Esperarían a comprobar si les dije la verdad o les mentí: Mientras no tengan la fórmula, no me matarán. Por lo tanto, mi seguro de vida es mantener la boca cerrada. Y eso es lo que voy a hacer, Duggan: mantener la boca cerrada.
Frank Duggan apretó los maxilares con rabia.
—Tu obstinación va a proporcionarte muy malos ratos.
—¡Bah!, sus hombres no pegan tan duro como ellos creen.
Stack, Turner y McLeod miraron fieramente a KR-3.
—Prepárate a recibir en cantidad —masculló el primero.
—¡Quietos! —ordenó Duggan—, ¿No os dais cuenta de lo que pretende? Quiere enfureceros para que le golpeéis con todas vuestras fuerzas y acabáis con él cuanto antes, con lo cual se ahorraría mayores sufrimientos. Y vosotros, estúpidos, estabais dispuestos a complacerle. ¿De qué nos serviría este hombre muerto?
Los matones se miraron entre sí.
—Tiene usted razón, señor Duggan —convino Stack—. Le golpearemos, pero con moderación, para que no se nos vaya como el profesor Listorronsky.
—Así no soltará la lengua —rechazó Frank Duggan.
—¿Entonces…?
—Turner, tumba la silla.
El matón obedeció.
—Entiendo, señor Duggan —sonrió Stack—, En esa posición se está aplastando los brazos con su propio peso. Dentro de poco le dolerán horrores y hablará.
—No, Stack, la cosa no va por ahí. McLeod, quítale los zapatos y los calcetines.
McLeod lo hizo, muy intrigado.
También lo estaban Stack y Turner.
El agente KR-3 apretó los dientes, porque los brazos empezaban a dolerle. El corazón le latió más deprisa cuando oyó decir a Frank Duggan:
—Stack, Turner, sacad vuestros encendedores y calentadle los pies. Veremos si también resiste eso.
El agente sintió un escalofrío al ver que Stack y Turner echaban mano de sus respectivos encendedores.
A una indicación de Frank Duggan, los matones iniciaron su tarea.
Los gritos de KR-3 fueron desgarradores.
Sin embargo, se desvaneció sin darles la información que deseaban.
—Basta, muchachos —ordenó Duggan—. Se ha desmayado.
—Le reanimaremos —dijo Stack.
Pero no lo consiguieron.
—Parece que tiene para rato, señor Duggan —observó McLeod.
—Sí, ya lo estoy viendo —gruñó Frank Duggan.
—Tendremos que esperar —dijo Turner.
—Empiezo a creer que tampoco lograremos nada tostándole los pies —manifestó Duggan—. Y eso sería catastrófico para nosotros, porque nos quedaríamos sin la fórmula del gas paralizante y se irían al traste todos los proyectos que tenemos para hacemos inmensamente ricos en muy poco tiempo
—Sí, sería lamentable, señor Duggan —convino Stack—, porque una oportunidad como ésta no suele presentarse dos veces en la vida. Usted era muy amigo del profesor Listorronsky; tanto, que fue al único a quien mencionó su descubrimiento.
—Éramos grandes amigos, es cierto, pero a pesar de ello sólo me confió que estaba trabajando en la elaboración de un gas de efectos increíbles. Cuando le pregunté qué clase de efectos eran ésos, se negó rotundamente a darme más detalles, alegando que no debía hablar de ello hasta no estar completamente seguro de que su fórmula no tenía fallo alguno. Muchos le creían un chiflado, un viejo lleno de fantasía… Yo no, yo siempre sospeché que el profesor Listorronsky tenía ingenio, talento, un— cerebro poco común. Por eso decidí colarme silenciosamente una noche en su casa, con el fin de descubrir cuáles eran los efectos de aquel misterioso gas de que me había hablado. El profesor se encontraba en su laboratorio, probándolo con algunos animales. Me quedé tan asombrado al ver cómo los paralizaba instantáneamente, que aquella misma noche tomé la decisión de apoderarme del maravilloso descubrimiento del profesor Listorronsky.
—Y vino a hablarnos del asunto —recordó Stack.
—En efecto, necesitaba un grupo de hombres decididos a todo y por eso acudí a vosotros. Mi plan era bueno: robarle la fórmula al profesor y acabar con él, para que no pudiera revelar a nadie su descubrimiento. Yo también soy científico, como ya sabéis. Puedo elaborar el gas paralizante si dispongo de la fórmula. Pero llegamos tarde, porque el profesor ya la había entregado al Gobierno. Para colmo, se negó a revelarla. Y aunque luego nos hicimos con ella, empezaron los problemas, puesto que el Servicio Secreto entró en acción inmediatamente. Y el Servicio Secreto no es grano de anís.
—Con el Servicio Secreto también hemos podido, señor Duggan —dijo Turner—. Hemos liquidado a dos de sus agentes y liquidaremos a éste cuando tengamos la fórmula en nuestro poder.
—¿Y cuándo será eso, Turner…? —inquirió con ironía Duggan—. Nuestro amigo parece dispuesto a quedarse como un carbón antes que decirnos nada.
—Coward, Fellows y Lowery están en la otra habitación, jugando a las cartas —dijo Stack.
—Sí, los he visto al entrar.
—¿Por qué no los manda al hotel Pacífico? Que registren a fondo la habitación 816. Tal vez tengan suerte y encuentren la fórmula.
Frank Duggan se acarició la barbilla.
Estuvo casi un minuto sin decir nada, en actitud pensativa.
—¿Sabéis una cosa, muchachos…? No creo que la fórmula esté en la habitación que ocupaba el agente. Tampoco escondida en ningún otro lugar. Recuerdo que el agente dijo: «En cuanto confesase dónde escondí la fórmula, me alojarían un par de balas en el corazón.» Es decir, que admitió haberla escondido en algún sitio. ¿Os dais cuenta del detalle…?
Stack, Turner y McLeod se miraron, pero ninguno de ellos habló.
Frank Duggan sonrió con suficiencia.
—Ya veo que no, zoquetes. Bien, os lo explicaré. El agente no hubiera admitido nunca haber escondido la fórmula si, realmente, lo hubiese hecho. ¿Por qué lo dijo entonces…? Está claro, muchachos: para hacernos perder el tiempo con él, mientras la persona a quien entregó la fórmula la lleva a su destino.
Stack se rascó la cabeza.
—Eso que usted dice no es posible, señor Duggan…
—¿Por qué no, Stack?
—Demonios, porque nos cargamos al agente que debía recibir la fórmula…
—Evidentemente, se la debió entregar a otra persona.
—No pudo hacerlo, señor Duggan —aseguró Stack—. Cuando le vimos entrar en la habitación 816, Turner y yo ocupamos la 811 y vigilamos constantemente. No salió para nada. Y sólo el tipo que nos cargamos acudió a hablar con él. Estará usted de acuerdo con nosotros en que, cuando el agente ocupó la habitación 816, llevaba la fórmula…
—Por supuesto, Stack.
—Pues bien, tan pronto como salió de ella, Turner y yo fuimos tras él. No se detuvo a hablar con nadie. Y cuando salió del hotel, Coward, Lowery, Fellows y McLeod cayeron sobre él sin darle opción a defenderse. Le registramos inmediatamente, pero no llevaba el sobre lacrado ni el pulverizador metálico. Tuvo que haberlos dejado escondidos en su habitación, señor Duggan, no le dé más vueltas.
Hubo una breve pausa.
—¿Seguro que no acudió nadie más a su habitación, Stack?
—Totalmente, señor Duggan.
—Bueno, para ser exactos —carraspeó Turner—, entró un camarero…
Stack hizo un gesto despectivo.
—No seas mequetrefe, Turner. ¿Qué tiene que ver el camarero en esto?
Turner se encogió de hombros.
—Hombre, yo…
Frank Duggan había entrecerrado los ojos.
—¿Decís que entró un camarero en la habitación del agente…?
Stack cabeceó en sentido afirmativo.
—Sí, señor Duggan, pero…
—Sois un par de majaderos, Stack.
—¿Cómo?
—Ese camarero es nuestro hombre.
Los tres matones se llenaron de asombro.
De pronto, Stack se echó a reír.
—Oh, no, señor Duggan, se equivoca usted. Aquel camarero tenía facha de todo menos de agente del Servicio Secreto, ¿verdad, Turner?
—Yo no he dicho que fuera un agente del Servicio Secreto, estúpido —repuso con severidad Frank Duggan—. Es más, estoy seguro de que no lo es.
Stack dejó de reír.
—Pero, señor Duggan, ¿cómo iba el agente a entregarle algo tan importante a un vulgar camarero del hotel…?
Los ojos de Frank Duggan se convirtieron ahora en rendijas.
—¿Ya os habíais cargado al otro cuando el camarero entró en la habitación?
—No…
La respuesta de Stack pareció desconcertar a Duggan.
—Pero continuaba dentro cuando sucedió… —comunicó Turner.
Frank Duggan rezongó una imprecación.
—Sois los tipos más inútiles que conozco.
Stack tosió ligeramente.
—¿Cree usted que el camarero…?
—Apostaría la vida. El agente, al ver caer muerto a su compañero, y sabiendo que le resultaría muy difícil no caer en nuestras manos, aprovechó la circunstancia de que el camarero se encontrara en su habitación, entregándole la fórmula con las instrucciones correspondientes.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señor Duggan? —quiso saber McLeod.
—Tratar por todos los medios de localizar a ese camarero. Tú y Lowery os quedaréis aquí con el agente. No le torturéis más, por el momento no es necesario. Si no damos con el camarero, volveremos a quemarle los pies. Stack, Turner, en marcha.
Frank Duggan salió de la habitación, seguido por Stack y Turner.
Los otros tres matones que completaban la pandilla continuaban jugando a las cartas.
—Tú abres, Coward —decía uno.
—Ya abrirá otro día —dijo Duggan, quitándole las cartas de las manos al que había hablado.
—¿Sucede algo, señor Duggan…? —se extrañó el tipo.
—Nos vamos, Lowery. Tú quédate con McLeod, vigilando al agente. Coward, Fellows, seguidme.
El llamado Fellows preguntó:
—¿Adónde vamos, señor Duggan?
—Al hotel Pacífico.