CAPITULO IX
Diana y Ruth frenaron su impulso y volvieron sus cabezas hacia el lugar de procedencia del disparo.
Lo había efectuado Rock Dixon, de cuya llegada no se habían percatado ninguna de las dos muchachas, demasiado enfrascadas en la pelea.
Rock devolvió su «Colt» a la funda y desmontó, acercándose a ellas.
—¿Qué demonios pasa aquí? ¿Por qué se están peleando como dos fieras salvajes?
—Usted tiene la culpa, Rock —masculló Diana Lynch.
—¿Yo...?
—No debió entrar en negociaciones con Ruth Saunders, mientras no acabase de negociar conmigo.
—¿Y por qué no, vamos a ver? —exclamó Ruth.
—No es correcto.
—¡No le haga caso, Rock! ¡Diana está furiosa porque yo le ofrecí mil dólares más que ella por «Matusalén» y sabe que va a ser para mí!
Diana la arañó con la mirada.
—Cierra la boca o te la cierro yo de un revés —amenazó.
Ruth saltó como una pantera sobre ella y la tiró de espaldas.
—¡Te voy a dejar sin pelo, alimaña! —dijo, agarrándoselo.
—¡Antes te pelaré yo a ti, serpiente de cascabel! —replicó Diana, agarrando el pelo de Ruth.
Si.
Esta vez no iban a arreglar sus diferencias con los puños, como los hombres, sino como las arreglan las mujeres: a furiosos tirones de pelo,
—¡Quietas! —rugió Rock Dixon, apresurándose a intervenir.
No le fue fácil separarlas, porque Ruth Saunders, no quería soltar la rubia cabellera de Diana Lynch de ninguna de las maneras, ni ésta la negra melena de aquélla.
Menos mal que a Rock se le ocurrió hacerles cosquillas a las dos, lo cual resultó muy efectivo, pues tanto Ruth como Diana se llevaron rápidamente las manos a las zonas donde el joven presionaba con sus dedos.
Rock pudo apartar así a Ruth de encima de Diana y la dejó un par de yardas más allá.
Diana Lynch se apresuró a bajarse la falda, pues se le había ido muy para arriba en la caída, y mostraba totalmente sus esbeltos muslos.
Pero, cuando lo hizo, Rock ya le había dado la mirada que unos remos tan perfectos y tentadores como aquéllos se merecían.
Diana lo supo, pues le sorprendió con los ojos clavados en las piernas de ella.
Dudó entre enfurecerse o alegrarse,
Pero acabó alegrándose, pues descubrió que Ruth también se había dado cuenta de que Rock le contemplaba las piernas con evidente admiración y eso molestó bastante a la morena, porque ésta, como llevaba pantalones, no podía enseñar las suyas y competir con las de Diana.
De haberse dado cuenta antes, seguro que Diana Lynch hubiese tardado un poco más en bajarse la falda, para chinchar a Ruth Saunders,
Rock Dixon, situado entre las dos muchachas, advirtió:
—A la primera que intente golpear a la otra, la tiendo en el suelo, boca abajo y le doy de azotes en el trasero hasta que me duela la mano.
Diana y Ruth apretaron los dientes, pero no dijeron nada.
—En pie —ordenó Rock,
Diana y Ruth obedecieron.
Rock las miró a las dos.
—Tengo que darles una mala noticia, agresivas señoritas.
—Que no desea vender a «Matusalén» a ningún precio, ¿verdad? —dijo Diana.
—No, no es eso.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Ruth.
—«Matusalén» ha sido raptado.
Diana y Ruth respingaron a dúo,
—¿Qué...? —exclamó la primera.
—¿«Matusalén», raptado...? —repitió la segunda.
Rock les refirió lo que e¡ viejo Jonathan le había contado, muy atento a los gestos de ambas muchachas, tratando de averiguar si eran sinceras o no.
Estudió, especialmente, los de Ruth Saunders, por aquello de que uno de los tipos que se llevaron a «Matusalén» era rubio, alto y fuerte, como Terry Haynes.
Pero la sorpresa que reflejaba el rostro de la bella morena parecía absolutamente sincera.
Quizá Terry Haynes no tenía nada que ver en la desaparición de «Matusalén».
Oh, si lo tenía, Ruth no lo sabía.
Diana Lynch murmuró:
—¿Quiénes serían esos individuos. Rock?
—No lo sé. Pero muy pronto lo averiguaré. Estoy siguiendo las huellas dejadas por las herraduras de «Matusalén» y me llevan en aquella dirección.
Diana y Ruth miraron hacia donde señalaba el brazo de Rock.
—Por allí se va a tu rancho, Ruth... —observó Diana.
Ruth se volvió hacia ella como mordida por una serpiente.
—¿Qué estás insinuando, Diana?
—Nada. Pero es posible que tu padre, con el fin de ahorrarse los seis mil dólares, ordenara a Terry Haynes que robara a «Matusalén». Terry tiene el pelo rubio, es robusto, y de elevada estatura. . —recordó Diana.
Los ojos de Ruth Saunders despidieron fuego.
—¡Voy a hacerte tragar eso, arpía!
—¡Quieta, Ruth! —ordenó Rock, sujetándola.
—¡Suélteme, Rock! ¡Quiero sacarle los ojos a esa perra! —rugió la joven, forcejeando furiosamente con él.
—¡No, no habrá más peleas!
—¡Seguro que fue su padre quien ordenó el rapto de «Matusalén»! ¡Entre sus vaqueros también hay hombres altos, fuertes, y de pelo rubio! ¡Puedo darle sus nombres, si quiere!
—¡Mi padre no es un ladrón! —gritó Diana Lynch.
—¡Ni el mío tampoco!
—¡Pero las huellas de «Matusalén» conducen a tu rancho!
—¡También pueden conducir a otros muchos sitios!
Rock iba a suplicar a las dos muchachas que se callasen, cuando se produjo un estampido y su sombrero voló por los aires, limpiamente arrancado de su cabeza por la bala.
* * *
Rock Dixon se revolvió, al tiempo que su diestra descendía veloz en busca de su «Colt».
Sin embargo, no llegó a tirar de él, porque descubrió que el autor del disparo era Errol Butts, el capataz de Arthur Lynch.
Errol, evidentemente, no deseaba matarle, sino simplemente darle una paliza.
Junto a él, había otros dos tipos.
Vaqueros del rancho, dedujo Rock.
Y uno de ellos tenía el pelo rubio.
Y era alto.
Y fuerte.
Rock, Diana y Ruth parecían estar pensando lo mismo, aunque ninguno de los tres despegó los labios.
Fue Errol Butts quien, sin enfundar su «Colt», habló desde lo alto de su caballo:
—¿Te gusta pelear con las mujeres, Dixon?
—Me parece que en el hipódromo, al finalizar la prueba, ya demostré que prefiero pelear con los hombres —repuso Rock.
—El tipo aquel, al que tú llamabas Cara de Castaña, era muy torpe con los puños.
—Tú eres más diestro, ¿verdad?
—Muchísimo más. Y lo vas a comprobar en seguida —sonrió fríamente Butts, enfundando su revólver y saltando al suelo.
Fue hacia Rock Dixon.
Este se dispuso a recibirle como requería el caso.
De pronto, Diana Lynch se interpuso entre los dos hombres.
—¡Quietos!
—Apártate, Diana —ordenó Butts.
—No quiero que peleéis, Errol.
—¿Y qué importa que tú no quieras, si Rock Dixon y yo sí queremos? ¿Verdad que queremos, Dixon?
—Desde luego —respondió Rock—. Apártese, Diana, por favor —rogó, tomándola por los hombros y empujándola suavemente.
La joven no tuvo más remedio que hacerse a un lado.
Todavía se estaba apartando, cuando Errol Butts desplegó su brazo derecho con rapidez, buscando la cara de Rock Dixon con su puño.
Rock, que se había distraído un momento con Diana Lynch, resultó cazado en la mandíbula y cayó al suelo, porque Butts pegaba duro.
—¡Bravo, Errol! —exclamó el tipo del pelo rubio.
—¡Así se golpea, Butts! —dijo el otro vaquero.
Errol Butts sonrió de forma jactanciosa.
—¿Te levantas, Dixon, o te levanto yo?
—Gracias, puedo yo solo —respondió Rock, poniéndose en pie.
Antes de que se irguiera totalmente, Butts, que era bastante sucio peleando, le atacó de nuevo.
Pero, en esta ocasión, Rock no estaba distraído y pudo burlar la maza del capataz de Lynch, respondiendo con un seco golpe al plexo solar.
Butts acusó el mazazo.
Pero aún acusó más los otros dos golpes que le propinó Rock a continuación, uno en el rostro y otro en el hígado; especialmente, este último, que le obligó a doblarse hacia adelante.
Cualquiera que hubiera visto pelear anteriormente a Rock Dixon, sabría que ahora venía el gancho de derecha.
Y vino.
Errol Butts se fue.
Para arriba, claro.
Tras el gancho de derecha, vino un trallazo de izquierda.
Butts volvió a irse.
Esta vez, para atrás.
Y con mucha prisa.
Tanta, que perdió el equilibrio y dio con sus posaderas en el suelo.
Rock miró un instante al tipo rubio y al otro.
Sus rostros reflejaban una sorda rabia.
Evidentemente, no se esperaban una reacción tan fulminante por parte del propietario de «Matusalén».
Rock desvió la mirada hacia Diana Lynch.
Le sorprendió ver que la muchacha parecía alegrarse del cambio de rumbo que había tomado la pelea.
Era, no obstante, una alegría contenida.
La de Ruth Saunders, por el contrario, era desbordante.
Incluso se puso a aplaudir.
—¡Magnífico, Rock! ¡Eres único con los puños! —le tuteó y todo.
Rock le dedicó una sonrisa y volvió a prestar atención a Errol Butts.
Hizo bien, porque éste ya se había incorporado y volvía a la carga, lleno de furia.
Furia que se encargó de aplacar Rock Dixon, con una serie de golpes, tan certeros como contundentes, que enviaron nuevamente al suelo al capataz de Arthur Lynch.
Butts trató de levantarse, pero no tenía tuerzas suficientes.
La pelea había terminado.
Con la victoria de Rock Dixon.
Limpia y clara.
Pero Errol Butts no supo encajar noblemente su derrota y, aprovechando que Ruth Saunders se lanzaba sobre Rock Dixon y lo abrazaba efusivamente, alborozada por su triunfo, extrajo su revólver y disparó contra el propietario de «Matusalén».