CAPITULO IV
Rock Dixon fue directamente al West Hotel, ubicado en la calle Mayor, al lado mismo del saloon La Costilla de Adán.
Ambos establecimientos se comunicaban entre sí, debido a que pertenecían a un mismo dueño: Max Falkland.
Rock ató a «Matusalén» a la barra del hotel, cogió sus alforjas, se las colgó del hombro izquierdo y penetró en el establecimiento.
El recepcionista, un sujeto delgado, más bien bajo, de cuarenta y tantos años de edad, le recibió con una amable sonrisa.
—Buenas tardes, señor...
—Dixon; Rock Dixon.
—¿Desea una habitación, señor Dixon?
—¿Cómo lo adivinó? —sonrió Rock.
El recepcionista soltó una risita nerviosa.
—Qué pregunta más tonta acabo de hacer, ¿verdad?
—Bueno, no tan tonta... Podía haber venido a visitar a alguien que se hospedase en este hotel.
—Hubiera perdido el tiempo, porque todo el mundo fue al hipódromo, a presenciar la carrera. De allí vengo yo, también.
El empleado dio un respingo.
—¿De veras...?
—Sí.
—¿Puede decirme qué caballo ha ganado, señor Dixon?
—¿Apostó usted por alguno, señor...?
—Herman; mi nombre es Herman. Y aposté cincuenta dólares por «Intrépido», el ganador de la última prueba.
Rock compuso una mueca.
—Lo siento, Herman, pero «Intrépido» no ganó esta vez.
El recepcionista se llevó una gran desilusión.
—Qué pena... Ganó «Temerario», ¿verdad? Estuve a punto de apostar por él, pues era presumible su desquite, pero...
Rock movió negativamente la cabeza.
—Tampoco ganó «Temerario», Herman.
—¿Qué...? —se desconcertó el tipo—. ¿Quién ganó, entonces?
—Mi caballo.
El recepcionista brincó detrás del mostrador.
—¿Está hablando en serio, señor Dixon?
—Desde luego. Mire, en este sobre están los mil dólares del premio —Rock le mostró el dinero.
—¡Por las barbas de Ulises S. Grant! —exclamó el empleado, riendo—. ¡Déjeme que le felicite, señor Dixon! —le tendió la mano.
Rock se la estrechó.
—Gracias, Herman.
—¿Cómo se llama su campeón?
—«Matusalén».
El recepcionista rió como si le estuvieran haciendo cosquillas en las plantas de los pies.
—Oh, vamos, déjese de bromas, señor Dixon.
—¿Quién bromea?
—¿De veras se llama «Matusalén»...? —pestañeó Herman.
—Claro.
—¿Y por qué le puso así...?
—Ya tenía ese nombre, cuando lo adquirí.
—¡Pues habérselo cambiado, hombre!
—¿Por qué, si le va estupendamente?
—¿Tan viejo es...?
—Ya no es ningún potrillo, desde luego. Si quiere darle un vistazo, lo tengo ahí afuera, atado a la barra.
—Con su permiso, señor Dixon —dijo el recepcionista, saliendo de detrás del mostrador.
Cuando se asomó a la calle y descubrió al ridículo jamelgo, exclamó:
—¡De prisa, señor Dixon! ¡Alguien le ha robado su caballo y ha dejado un ruinoso penco en su lugar!
Rock se echó a reír.
—Ese «ruinoso penco», como usted lo llama, es «Matusalén», Herman.
—¡No es posible!
—Le juro que sí.
El recepcionista se volvió lentamente, con una cara que invitaba a reírse.
—¿Con ese animal ha ganado usted la carrera, señor Dixon...? —murmuró, lleno de incredulidad.
—Así es —asintió Rock.
—¿Qué pasó, que se cayeron todos los demás y llegó usted solo a la meta?
—Bueno, se cayeron unos cuantos, sí, pero llegamos nueve a la meta.
El empleado giró la cabeza y dio otra mirada a «Matusalén», que dormitaba de pie, preso de la modorra que le producía el whisky ingerido.
—Si debió llegar a América en el barco de Cristóbal Colón... —murmuró, al calcular la edad que podía tener el animal.
—¿Decía usted, Herman...?
—No, nada —carraspeó el recepcionista, regresando detrás del mostrador.
—¿Verdad que le va bien el nombre de «Matusalén»? —sonrió Rock.
—Como anillo al dedo —cabeceó Herman.
—Ya se lo decía yo. Bien, ¿qué hay de esa habitación que necesito, Herman?
—Le daré la número diez, una de las mejores.
—Muchas gracias.
—Tenga la bondad de firmar en el registro, señor Dixon.
Rock lo hizo.
El empleado tomó del tablero de llaves la número diez y se la entregó.
—Que alguien se ocupe de «Matusalén», Herman —indicó Rock.
—Descuide, señor Dixon. Ahora mismo ordeno que lo lleven a la caballeriza del hotel, donde se le atenderá como merece un campeón.
—Otra cosa, Herman. Me gustaría tomar un baño antes de cenar.
—Ordenaré que se lo preparen.
—Gracias, Herman.
—A usted, señor Dixon.
Rock Dixon caminó hacia la escalera y empezó a subir los peldaños.
* * *
Algunos minutos después, una preciosa joven entraba en el West Hotel, con paso decidido.
Tenía el cabello largo, muy rubio y vestía una falda marrón, blusa blanca y chaleco de cuero, del mismo color que la falda. El sombrero, de alas dobladas, era blanco, como las botas, de media caña, adornadas con relucientes espuelas.
La bella muchacha, que aparentaba unos veintidós años y llevaba una fusta en las manos, se detuvo delante del mostrador.
—Hola, Herman.
—¿Qué tal, señorita Lynch? —sonrió nerviosamente el recepcionista.
—¿Qué habitación le ha dado al dueño del nuevo campeón?
El empleado, antes de responder a la pregunta de la hija de Arthur Lynch, carraspeó y dijo:
—Siento mucho la derrota de «Intrépido», señorita Lynch. Yo había apostado por él...
La joven sonrió con suavidad.
—Gracias, Herman. Yo también confiaba en el triunfo de «Intrépido», pero no sólo no ganó, sino que llegó tercero. «Temerario» corrió mejor en esta ocasión, es justo reconocerlo. Y si es «Matusalén», no digamos. Ese vejestorio no corre. ¡Vuela!
El recepcionista hizo una mueca.
—Cuando lo vi me quedé de piedra, créame.
—Sí, claro que le creo.
—¿Cómo es posible que ese conglomerado de huesos y piel haya podido...?
La hija de Arthur Lynch encogió los hombros.
—Nadie se lo explica, Herman, pero el caso es que llegó el primero, pese a que salió el último.
—Increíble.
—¿Me dice en qué habitación se aloja Rock Dixon? —preguntó de nuevo la joven.
—La número diez —respondió el empleado del hotel.
—Gracias, Herman.
Al ver que la muchacha iba hacia la escalera, Herman tosió.
—Señorita Lynch...
Ella se detuvo, al pie ya de la escalera.
—¿Sí, Herman...?
—¿Va a visitar al señor Dixon?
—En efecto —asintió la joven.
—Verá, no creo que sea el mejor momento —carraspeó Herman.
—¿Por qué?
—Se está bañando.
—¿Solo?
—¿Cómo?
—Que si alguna de las girls del saloon le está frotando la espalda, quiero decir.
—Oh, no —tosió el recepcionista—. El señor Dixon no solicitó compañía femenina para su baño.
—Bueno, pues mira por dónde la va a tener —sonrió de forma picara la joven y se fue escaleras arriba.
—¡Señorita Lynch! —exclamó el empleado.
—Tranquilo, Herman, que no me voy a desmayar por ver a un hombre bañándose —rió ella.
—¡Estará desnudo!
—Así venimos todos al mundo, ¿no?
—¡Sí, pero con todo mucho más pequeño!
La atrevida hija de Arthur Lynch dejó oír de nuevo la frescura de su risa, pero no se detuvo.
—Dios mío, qué va a pasar ahí arriba... —musitó Herman, sacando su pañuelo del bolsillo y pasándoselo por la frente, donde había hecho su aparición el sudor.