CAPITULO V
La hija de Arthur Lynch alcanzó el piso alto y fue resueltamente hacia la habitación número diez.
Dio unos golpes en la puerta, con la fusta.
Segundos después, una voz masculina autorizaba:
—Adelante; está abierto.
La joven atrapó el pomo y lo hizo girar con suavidad, empujando seguidamente la puerta.
Vio a Rock Dixon.
Se estaba bañando, efectivamente.
En su mano izquierda, una gruesa pastilla de jabón.
En su boca, un humeante «cigarro.
En su mano derecha, un «Colt» 45, con el percutor levantado. Apuntándola a ella.
Era así de precavido.
La muchacha sonrió irónicamente.
—¿Suele recibir así a todo el mundo, señor Dixon...?
Rock Dixon no respondió.
La sorpresa le impedía hablar
Primero, porque no esperaba la visita de una mujer.
Segundo, porque mujeres tan bonitas y tan bien formadas no abundaban.
La joven, sin borrar la irónica sonrisa de sus incitantes labios, dijo:
—¿Qué, se decide a pegarme un tiro, o prefiere que charlemos?
Rock Dixon reaccionó, por fin.
Lo primero que hizo fue bajar suavemente el percutor y dejar el arma en la pistolera, que colgaba de la silla que había junto a la bañera, a su derecha.
Después, se quitó el cigarro de la boca y sonrió.
—Será un placer charlar con una muchacha tan encantadora.
—Gracias.
—¿Cómo se llama?
—Diana; Diana Lynch.
—Adelante, Diana. Puedo llamarla así, ¿verdad?
—Desde luego —asintió la joven, entrando en la habitación, cuya puerta cerró.
—Perdone que la reciba en la bañera, pero es que...
—No tiene importancia. Mientras no se le ocurra salir de ella, claro —sonrió pícaramente Diana Lynch.
—Puede estar segura de que no lo haré.
—¿Me acerco, o le hablo desde aquí?
—Mejor que se quede ahí, el agua está bastante clara, todavía —carraspeó Rock, mirando hacia abajo.
—Oh, en ese caso no doy un paso más —rió la joven.
Rock se puso nuevamente el cigarro en la boca y empezó a frotarse el cuerpo con el jabón.
Un cuerpo fuerte y fibroso, sin un gramo de grasa, cuyo tórax estaba cubierto de vello negro.
—¿A qué debo el honor de su visita, Diana?
—Presencié la carrera.
—¿De veras?
—Sí y me maravilló la forma de correr de su caballo.
—Lo supongo.
—¿Cuánto quiere por él?
Rock interrumpió sus movimientos.
—¿Desea comprar a «Matusalén»...?
—Sí.
—Es un caballo muy viejo...
—Pero corre más que los jóvenes.
—ES día menos pensado, se muere.
—Sí se muere, lo enterraremos.
—Quiero decir que no sería una buena inversión para usted, Diana.
—Eso es cosa mía.
—¿Tanto dinero tiene, que no le importa arriesgarlo?
—Le ofrezco tres mil dólares por él.
Rock movió la cabeza en sentido negativo.
—No, Diana.
—Cuatro mil.
—No.
—Cinco mil. Y es mi última oferta —hizo saber la joven.
—No deseo desprenderme de «Matusalén», Diana. Le tengo mucho cariño y...
—Yo lo cuidaría bien Mejor que usted.
—Yo no lo cuido mal, Diana.
—Si lo cuidara como es debido, no estaría tan flaco.
—Está flaco porque le gustan mucho las yeguas, no porque no coma lo suficiente.
—Pues impídale que se acerque a ellas.
—Lo he intentado, pero se pone muy triste y entonces corre con tanta desgana que hasta un asno le adelantaría. Lo mismo ocurre con el whisky. Si no se atiza un trago de vez en cuando...
—Estoy segura de que yo lograría quitarle esa costumbre.
—Lo mataría, créame.
La hija de Arthur Lynch cruzó los brazos sobre su busto, pleno y altivo.
—Mí oferta sigue en pie, Rock. Cinco mil dólares. Es una suma importante.
—Lo sé, pero no puedo aceptar, Diana. Ya le he explicado los motivos. Y no le he dicho lo más importante: dudo que «Matusalén» corriera así de rápido con otro jinete que no fuera yo.
—No sea presuntuoso, Rock. Errol Butts es tan buen jinete como usted.
Rock Dixon entrecerró los ojos.
—¿Ha dicho Butts...?
—Es el capataz de nuestro rancho. Montaba a «Intrépido», el caballo que llegó tercero.
—De modo que usted es la propietaria de «Intrépido», el ganador de la última prueba..
—Bueno, mi padre.
—¿Y sabe su padre que usted desea comprar mi caballo, Diana?
—No.
—Lo suponía.
—Sé lo que está pensando, Rock, pero se equivoca. Mi padre aprueba todo lo que yo hago.
—No lo dudo, pero pagar cinco mil dólares por un caballo tan viejo como «Matusalén»..,
—Los pagaría, se lo aseguro.
—Ya le dije antes que no deseo desprenderme de «Matusalén» y menos ahora, que sé que Butts lo montaría.
Diana Lynch apretó los labios.
—¿Qué tiene contra Butts?
—No me cae simpático.
—¿Por qué?
—Se mofó hasta hartarse de «Matusalén».
—Ah, es por eso...
—Sí.
—Bien, voy a hacerle una oferta distinta, Rock. Además de comprarle a «Matusalén», por cinco mil dólares, le ofrezco un empleo en nuestro rancho. Un empleo cómodo, pues su única ocupación será atender a «Matusalén» y montarlo, cuando lo inscribamos en alguna prueba. Recibirá cincuenta dólares al mes y el diez por ciento de los premios que consiga «Matusalén».
Rock Dixon pareció meditar la proposición.
—¿Acepta, Rock?
—Tengo que pensarlo, Diana.
—¿Cuándo me dará su respuesta?
—Mañana.
—Muy bien —sonrió Diana Lynch y salió de la habitación.
* * *
Apenas cinco minutos después de que Diana Lynch hubiese salido del West Hotel, otra bella muchacha, de parecida edad, entraba en él, casi corriendo.
Tenía el pelo negro, largo y brillante, y vestía pantalones tejanos y una blusa amarilla, que ceñía muy sugestivamente sus jóvenes y agresivos senos.
El sombrero, color crema, le caía sobre la espalda.
—¡Herman! —exclamó la joven, parándose delante del mostrador.
—¿Qué ocurre, señorita Saunders...? —se alarmó el recepcionista, porque la muchacha parecía muy excitada.
—¡Acabo de ver salir del hotel a Diana Lynch!
—Sí, ha estado aquí.
—Vino a hablar con Rock Dixon, ¿verdad?
—Pues, sí.
—La muy zorra... —masculló la hija de Clark Saunders, los ojos brillantes de ira—. ¡Seguro que vino a comprarle a «Matusalén»! —adivinó.
—¿Comprar a «Matusalén»...? —repitió Herman, pestañeando varias veces.
—¿Cuál es la habitación de Rock Dixon?
—La número diez, pero...
—¡Gracias, Herman! —dijo la muchacha y corrió hacia la escalera.
—¡Señorita Saunders! —respingó el empleado—. ¡El señor Dixon se está bañando!
—¿Ah, sí...? ¡Pues como le haya vendido su caballo a Diana Lynch, le voy a hacer tragar la pastilla de jabón!
—¡Cielos! —exclamó Herman, cogiéndose la cabeza.
La hija de Clark Saunders alcanzó la planta superior y corrió hacia la habitación número diez.
También ella, como Diana Lynch, llevaba una fusta en las manos y la utilizó para llamar a la puerta.
A los pocos segundos, Rock Dixon autorizaba:
—Adelante.
La joven abrió decididamente la puerta y se coló en la habitación, sin impresionarse lo más mínimo por el hecho de que el propietario de «Matusalén» le estuviese apuntando con un revólver.
Después de cerrar la puerta, se apoyó las manos en las caderas, redondas y firmes y miró fijamente a Rock Dixon.
—Guarde su revólver, señor Dixon.
Rock, tan perplejo ahora por la visita de la hermosa muchacha morena, como un rato antes por la visita de la no menos bella Diana Lynch, desamartilló el «Colt» y lo devolvió lentamente a la funda.
—Así está mejor, señor Dixon —sonrió la joven.
Rock se quitó el cigarro de la boca y preguntó:
—¿Quién es usted, preciosa?
—Me llamo Ruth; Ruth Saunders.
—¿Y qué es lo que quiere, Ruth?
—Lo mismo que Diana Lynch.
—¿Diana Lynch...?
—No finja que no la conoce, porque sé que estuvo aquí, hablando con usted, hace tan sólo unos minutos. Y también sé por qué vino: desea adquirir a «Matusalén».
Rock carraspeó.
—Bueno, yo no trataba de fingir que...
—¿Cuánto le ofreció?
—Cinco mil dólares.
A Ruth Saunders casi se le escapa un silbido.
No obstante y por aquello de la rivalidad existente entre su rancho y el de Diana Lynch, dijo:
—Yo le ofrezco seis mil.
—Ruth...
—¿Qué pasa? —frunció el ceño la joven—. ¿Acaso cerró el trato ya con Diana?
—No, pero...
—Oh, entonces no hay problema —se alegró Ruth—. Como yo le ofrezco más que ella, «Matusalén» es para mí. Extienda un recibo, que se lo firmo en seguida.
—No se precipite, Ruth —repuso Rock, colocándose de nuevo el cigarro entre los dientes.
—Sólo quiero asegurarme de que no se volverá atrás en el trato, señor Dixon.
—¿Qué trato?
—El que acaba de hacer conmigo.
—Usted y yo no hemos hecho ningún trato, Ruth.
—¿Cómo que no? —exclamó la joven, arrugando nuevamente el ceño—. Le he ofrecido mil dólares más que Diana Lynch, ¿es que no lo ha oído?
—Le dije a Diana Lynch que meditaría su oferta y a usted le digo lo mismo, Ruth.
—¡Pero si no hay nada que meditar, hombre! Esto es como una subasta, señor Dixon. Diana y yo hemos pujado por «Matusalén» y como yo he pujado más alto, el caballo es para mí.
—Yo decidiré para quién de las dos es, Ruth.
Ruth Saunders apretó los labios.
—Usted es tonto, señor Dixon.
—Muchas gracias. Y llámeme Rock, por favor.
—Véndame a «Matusalén», y le llamo lo que quiera.
—Diana Lynch, además de los cinco mil dólares, me ofreció un empleo en su rancho. Me pagará cincuenta dólares al mes sólo por cuidar de «Matusalén» y montarlo en las carreras en que participe. Si gana algún premio, el diez por ciento será para mí —informó Rock.
—Muy astuta... —rezongó Ruth—. Bien, yo también le ofrezco todo eso, además de los seis mil dólares. Sé que a Terry Haynes no le va a gustar, pero...
Rock Dixon entornó los ojos.
—¿Terry Haynes...?
—Es el capataz de nuestro rancho y monta siempre a «Temerario», el caballo que hubiera ganado hoy, de no participar usted con «Matusalén».
—Muy interesante.
—Si me vende usted a «Matusalén», es lógico que Terry desee montarlo en las pruebas, pero yo arreglaré eso, no se preocupe.
—Lo pensaré, Ruth.
—¿Cuándo me dará su respuesta?
—Mañana.
—Confío en que sea afirmativa. Y no se arrepentirá, si es así. En nuestro rancho se sentirá usted muy a gusto, Rock. Yo me ocuparé de ello —sonrió turbadoramente Ruth Saunders.
Era toda una promesa, desde luego.
Y muy tentadora.
Porque tentador era el cuerpo de Ruth Saunders.
Desde la cabeza a los pies.
Claro, que también era” sumamente tentador el cuerpo de Diana Lynch...
En todo ello pensaba Rock Dixon, cuando la puerta se abrió de golpe, como coceada por una mula y alguien irrumpió en la habitación, revólver en mano.