CAPÍTULO XII
Francis Murray se puso a aplaudir.
—Magnífico, señor O’Brien. Ha conseguido vencer limpiamente a Yurika, de lo cual muy pocos hombres pueden alardear, por lo que le felicito muy sinceramente.
—Gracias, señor Murray —respondió el agente secreto, irguiéndose.
Después, ayudó a la japonesa a levantarse.
—Estás bien, ¿verdad?
—Sí, señor O’Brien.
—Eres una gran luchadora, Yurika.
—Usted también es un gran luchador, señor O’Brien.
—Siento lo de los pellizcos, de veras.
La japonesa sonrió y se llevó las manos a la grupa.
—De no haber sido tan fuertes, creo que me habrían gustado —confesó, en tono bajo.
—La próxima vez serán más suaves, te lo prometo —respondió Milton, en el mismo tono.
Francis Murray se acercó, sonriente.
—¿No besas a tu vencedor, Yurika? —sugirió.
—Sí, señor Murray —respondió la japonesa, alzando sus manos y posándolas en los hombros del agente secreto.
Después, le dio un beso de película.
Y no de película cualquiera, sino de las clasificadas «X».
Sabrina Clayton estuvo a punto de arrearle con la cámara fotográfica a Milton O’Brien, en toda la cabeza, por dejarse besar de aquella manera delante de todos.
El agente, sin embargo, no estaba gozando demasiado con el beso de la japonesa, porque no se fiaba un pelo de ella ni del millonario, y temía que Yurika le atizara un rodillazo en los genitales o algo parecido.
Afortunadamente, no ocurrió nada, ya que la belleza oriental se limitó a besarle y luego se separó de él, con los ojos brillantes, encendidos de pasión.
—¿Le gusta cómo besa Yurika, señor O’Brien? —preguntó Francis Murray, con ironía.
—Ya lo creo, señor Murray —carraspeó el agente.
—Si desea estar a solas con ella, tiene mi permiso.
—Muy amable, señor Murray, pero…
—¿Prefiere a Mayra, Inge, o Britt?
Milton tosió.
—Por favor, señor Murray…
—Las cuatro están a mis órdenes. Y le complacerían muy gustosamente, se lo aseguro.
—Se lo agradezco de veras, pero…
Sabrina Clayton no pudo contenerse por más tiempo e intervino:
—El señor O’Brien no ha venido para hacer el amor con sus chicas, señor Murray.
El millonario la miró.
—¿Para qué ha venido, señorita Clayton? ¿Lo sabe usted? —preguntó, con cínica sonrisa.
—Naturalmente que lo sé.
—Dígamelo, señorita Clayton.
—Sentía deseos de conocerle a usted. Y su hermosa mansión.
El millonario volvió a mirar al agente secreto.
—¿Piensa hacer algún reportaje sobre mí y sobre mi mansión, señor O’Brien?
—Es posible, señor Murray.
—¿O lo que quiere es estudiar todo esto por dentro, para ver la forma de entrar esta noche sin ser descubierto?
Milton sonrió tranquilamente.
—¿Por qué iba a hacer yo una cosa así, señor Murray?
—Porque es un agente del Servicio Secreto norteamericano.
—Oh, vamos, ¿otra vez con eso?
—Usted sabe que es verdad.
—Soy reportero, señor Murray.
—¿No lucha demasiado bien, para ser sólo un simple reportero?
—Hice unos cursillos de defensa personal, ya se lo dije.
—¿Y cuántos años han durado?
—¿Cómo?
—Basta ya de farsa, O’Brien —se puso serio el millonario—. Sé que trabaja usted para el gobierno de los Estados Unidos y que ha venido a Acapulco a realizar una misión. Y sé también qué misión es ésa.
—¿De veras?
—Introducirse en mi mansión.
—¿Buscando qué, señor Murray?
—Los dos lo sabemos.
—Dígamelo, por si acaso lo he olvidado.
El millonario sonrió sarcásticamente.
—No esperará que cometa semejante torpeza, O’Brien. Mencionar lo que busca, seria admitir que lo tengo en mi poder.
—¿Y no es así?
—Averígüelo usted, si puede.
—Tal vez lo intente, porque soy un reportero muy curioso. Y muy atrevido. Eso es lo que me ha dado fama y dinero.
—Le estaremos esperando, O’Brien.
—A lo mejor no vuelvo, señor Murray.
—Sí, claro que volverá. Y ya no saldrá de aquí, O’Brien. Vivo, al menos.
—Seguro que no vengo, pues. Amo demasiado la vida.
—Entonces, regrese a Estados Unidos y dígale a su jefe que no tengo lo que buscan. Tal vez así llegue a viejo, O’Brien.
—Estoy tan seguro de llegar, que ya me he comprado un bastón.
El millonario no pudo reprimir la carcajada.
—Es usted un tipo simpático, O’Brien, tengo que reconocerlo.
—Gracias, señor Murray. Usted tampoco me cae mal a mí, a pesar de sus amenazas —aseguró Milton.
—Pienso cumplirlas, no lo olvide.
—Lo tendré presente.
El millonario le tendió la mano.
—Adiós, O’Brien.
—Adiós, señor Murray.
Francis ofreció también su mano a Sabrina.
—Hasta la vista, señorita Clayton.
—Adiós, señor Murray.
—Usted sí que puede volver cuando guste. Siempre será bien recibida.
—Gracias.
—Acompañadlos, muchachos —indicó el millonario a los cuatro hombres que condujeran a Milton y Sabrina a su presencia.
El agente secreto y la periodista echaron a andar.
Poco después, entraban en el coche de Sabrina.
La joven lo puso en movimiento, enfilando hacia la verja de salida.
—¿Crees que nos dejarán salir, Milton? —murmuró.
—Seguro —respondió el agente.
—¿Y los del Chevrolet marrón?
—Con ésos sí que es fácil que tengamos problemas. Pero no te preocupes, los solucionaremos.
—Eso espero.
* * *
Ya estaban llegando a la verja.
Los cuatro hombres que la custodiaban miraron a Milton y Sabrina.
Ésta tuvo que detener su Ford, porque la verja estaba cerrada y los tipos no se movieron para abrirla.
El agente secreto, que de nuevo llevaba su cámara fotográfica colgada del cuello, sonrió y dijo:
—¿Les importaría abrir la verja, muchachos?
—¿Y si no la abrimos? —repuso el individuo que hablara con ellos cuando llegaron.
Sabrina sintió que el corazón le latía muy de prisa.
Milton, más sereno, preguntó:
—¿Lo ha ordenado el señor Murray?
—No.
—Entonces, abran la verja o el señor Murray se molestará.
El tipo esbozó una sonrisa.
—¿Está seguro que el señor Murray se molestaría, O’Brien?
—No tengo la menor duda, porque hemos simpatizado y ya somos buenos amigos.
—¿Piensa volver?
—Tal vez.
—En ese caso, le dejaremos salir. Ya le atraparemos cuando regrese.
—Qué manía tiene todo el mundo por atraparme. ¿Por qué será, Sabrina?
—Ni idea —respondió la muchacha, que apretaba con fuerza el volante de su Ford.
El individuo que hablaba con el agente secreto rió e indicó:
—Abrid la puerta, muchachos.
La verja fue abierta.
Sabrina puso inmediatamente en movimiento su coche.
Milton levantó la mano.
—Hasta la vista, simpáticos —dijo, con irónica sonrisa.
El Ford rojo se acercó al Chevrolet marrón.
Cuando pasó junto a él, Milton y Sabrina pudieron ver que había cuatro hombres en su interior.
El agente los saludó también con la mano.
—¡Adiós, amigos!
El tipo que estaba sentado al volante, puso el coche en marcha y le hizo dar la vuelta.
—¡Nos siguen, Milton! —exclamó Sabrina.
—Ya contaba con ello, cariño —respondió el agente, y abrió su cámara fotográfica.
—¿Qué llevas ahí?
—Ahora lo verás.
Milton extrajo una bola oscura, ligeramente mayor que una pelota de ping-pong.
El Chevrolet marrón se estaba acercando peligrosamente.
De pronto, el tipo que iba al lado del conductor sacó una metralleta por la ventanilla.
—¡Nos van a ametrallar, Milton! —chilló Sabrina, encogiéndose.
El agente secreto se volvió con rapidez y arrojó la bola oscura que extrajera de su cámara fotográfica. La bola cayó junto al morro del Chevrolet, estalló como una bomba, y el vehículo saltó por los aires en pedazos.