CAPÍTULO VIII
Milton O’Brien se acordó de los cuatro hombres que aquella mañana le atacaran en el jardín de su casa de Miami, siguiendo instrucciones de Anthony Farlow.
Estos de ahora eran igual de altos.
Igual de fornidos.
Igual de musculosos.
Milton se dijo que el jefe del Servicio Secreto hizo bien en ponerle a prueba, para saber si estaba en plena forma física, porque ahora podría repetir con estos cuatro tipos lo que por la mañana hiciera con aquellos cuatro hombres.
O sea, zurrarles la badana.
Si no echaban mano de sus armas, claro.
Ésta era la diferencia.
Los hombres enviados por Anthony Farlow, iban desarmados, mientras que éstos de ahora, con toda seguridad hombres de Francis Murray, debían llevar sendas pistolas automáticas bajo sus respectivas axilas zurdas.
Ello, sin embargo, no asustaba al agente secreto.
Si los tipos sacaban a relucir sus armas, peor para ellos.
—Discúlpame un momento, cariño —dijo Milton, apartando a Sabrina Clayton.
La joven, que todavía no había descubierto a los cuatro individuos, se volvió y entonces supo por qué el agente no había llegado a besarla.
—¡Milton! —exclamó, respingando.
—Tranquila, nena.
—¡Vienen por nosotros!
—Se van a arrepentir, ya lo verás.
Los tipos rodearon a Milton y Sabrina.
—Igual que esta mañana —dijo el agente.
—¿Qué? —murmuró la muchacha.
—Nada, cosas mías.
El individuo que se había situado frente al agente secreto, se dejó oír:
—Vais a venir con nosotros, O’Brien.
—¿Adónde?
—Lo sabréis cuando lleguemos.
—No nos gustan los viajes misteriosos.
—Si te resistes, será peor.
—¿Para mí o para vosotros?
—Somos cuatro. ¿Es que no sabes contar?
—Sí, aunque con los dedos.
—Muy gracioso.
—Tú tampoco eres el rey del chiste, precisamente.
El tipo apretó las mandíbulas.
—Te lo preguntaré por última vez, O’Brien. ¿Preferís venir con nosotros por las buenas o por las malas?
—De ninguna de las maneras, porque hace una noche preciosa y deseamos continuar aquí, en la playa, besándonos a la luz de la luna.
—Muy bien, vosotros lo habéis querido —masculló el fulano—. ¡A ellos, muchachos!
Los cuatro hombres se lanzaron sobre Milton y Sabrina.
El agente secreto disparó la pierna derecha, elevando el pie hasta la barbilla del tipo que había llevado la voz cantante. Se escuchó un chasquido y el sujeto cayó al suelo, rodando por la arena.
Casi al mismo tiempo, Milton proyectaba su mano izquierda, abierta y con los dedos muy juntos, formando una especie de cuña, que se incrustó en el hígado de otro de los atacantes.
El tipo creyó que le partían el hígado en dos mitades y lanzó un bramido desgarrador, al tiempo que se doblaba y caía de rodillas sobre la arena.
Mientras tanto, Sabrina Clayton, poniendo en práctica sus conocimientos de judo, había aferrado el brazo de otro de los individuos y lo había volteado espectacularmente, estrellándolo contra la arena.
El cuarto elemento agarró por detrás a la muchacha.
—¡Quieta, fiera!
Sabrina le clavó el fino tacón de su zapato en el pie derecho, triturándole un par de dedos.
El tipo aulló como si lo estuvieran asando a fuego lento y soltó a la muchacha.
Sabrina se revolvió con rapidez, lo agarró de las orejas, y lo obligó a bajar la cabeza. Entonces, disparó su rodilla derecha y la estrelló contra la cara del fulano.
El individuo aulló de nuevo y se derrumbó.
Milton le dedicó unos aplausos a la muchacha.
—¡Bravo, Sabrina!
—¡No te distraigas, Milton, que aún queda tarea! —recordó la joven.
Y tenía razón.
El tipo que recibiera la patada en la barbilla, se estaba levantando ya, así como el sujeto que resultara golpeado en el hígado por las puntas de los dedos de la mano izquierda del agente secreto, que en aquel momento parecían barritas de acero.
También se estaba incorporando el sujeto volteado por Sabrina, agarrándose los riñones y mascullando tacos.
La pelea se reanudó.
Milton esquivó el puño de uno de los tipos y le estrelló el suyo en un pómulo, derribándolo nuevamente.
El individuo que se quejaba del hígado intentó golpear al agente secreto en el cuello, pero falló y fue él quien resultó cazado en el cuello por el filo de la mano de Milton.
El tipo creyó que lo decapitaban y besó de nuevo la arena.
Sabrina, por su parte, no esperó a que el individuo volteado por ella se irguiera totalmente. Dio un salto hacia él, lo agarró de la cabeza, le puso la cadera delante, y le hizo dar otra voltereta, dejándolo tendido de espaldas.
Entonces, agarró sendos puñados de arena y se lo arrojó a la cara.
Le cayó en los ojos y lo cegó totalmente.
También le entró arena en la boca, porque en ese momento la tenía abierta, y el tipo se puso a toser como un caballo.
¡Se ahogaba, el pobre!
Sabrina se desentendió de él y se ocupó del otro tipo, el que recibiera el rodillazo en pleno rostro y tenía dos de los dedos del pie medio machacados.
El individuo se estaba levantando, pero Sabrina le dio una patada en la cara y lo tumbó de espaldas. Acto seguido, le hizo lo mismo que al otro.
Arena sobre la cara.
En los ojos, para cegarle.
En la boca, para obligarle a toser como un camello con gripe.
Milton le dedicó nuevos aplausos.
—¡Eres genial, Sabrina!
—¡Acaba con los tuyos y larguémonos, Milton! —aconsejó la muchacha.
—¡A la orden!
—¡Cuidado, ése saca una pistola! —advirtió Sabrina.
Era el tipo que ordenara atacar a Milton y Sabrina.
Veía que la pelea iba mal y había decidido extraer su arma.
Milton no había dejado de vigilar a los dos elementos con los que le había correspondido pelear, así que la advertencia de Sabrina coincidió prácticamente con la patada que el agente secreto le daba al tipo en la mano derecha, obligándole a soltar la pistola.
De un segundo patadón, ahora en la mandíbula, Milton durmió al fulano.
El otro individuo intentó también sacar su pistola, pero Sabrina le arrojó un puñado de arena en los ojos.
—¡Maldita! —rugió, llevándose las manos a la cara.
Milton le incrustó la punta de su zapato en la sien y lo dejó también sin sentido.
Como los otros dos tipos seguían cegados por la arena que les arrojara Sabrina, y continuaban tosiendo como mulas acatarradas, la muchacha cogió de la mano al agente secreto.
—¡Corramos, Milton!
El agente le hubiera hecho caso de no haber visto lo que vio.
Y lo que vio, fueron dos tipos.
¡Armados con metralletas!
* * *
Las metralletas se pusieron a ladrar.
Por fortuna, Milton O’Brien había empujado ya a Sabrina Clayton, cayendo los dos al suelo. Cayeron, además, detrás de los cuatro hombres que les atacaran.
Y no fue por casualidad.
Milton quería que los tipos los protegieran con sus cuerpos, porque era la única protección que podían encontrar allí, en aquel pedazo de solitaria playa.
—¡Pégate a la arena, Sabrina! —gritó el agente secreto, mientras extraía la pistola automática que llevaba bajo la axila.
Sabrina se enterró literalmente en la arena, mientras las balas que escupían las metralletas picoteaban muy cerca de ella y de Milton.
Y no sólo picotearon arena.
También picotearon carne.
La de los tipos que atacaran a Milton y Sabrina.
Los cuatro encontraron la muerte.
Una muerte involuntaria, pero…
Milton ya estaba disparando contra los tipos de las metralletas.
¡Y cómo disparaba!
En realidad, la pistola que manejaba el agente secreto era una especie de metralleta en miniatura, porque vomitaba balas como si estuviera empachada de una semana.
Era un arma magnífica.
El último grito.
Los fulanos de las metralletas resultaron alcanzados por los disparos de Milton y se vinieron abajo, entre alaridos de muerte.
El agente se irguió con prontitud y ayudó a Sabrina a levantarse.
—¿Estás bien, nena?
—Sí.
—Larguémonos cuanto antes de aquí. Hemos armado mucho ruido.