CAPITULO XIII

La retirada de los veintitantos apaches llenó de júbilo a los militares y las coristas, porque pensaban que ya no volverían, a la vista del rotundo fracaso de su ataque.

—¡Viva! —exclamó el sargento Pardy.

—¡Les hemos dado su merecido! —dijo el soldado Leo, que seguía con la flecha clavada en su clavícula derecha, pero que tenía su revólver en la mano izquierda.

—¡Huyen como conejos, tal como dijo Max Turner! —dijo otro soldado, riendo.

Las coristas lanzaban frases similares.

Caroline London y la pelirroja Jenny se habían abrazado y ahora abrazaban también el soldado Andy.

—¡Cuidado con mi hombro, que todavía no está bien! —recordó Andy, lo cual no le impidió besar a las dos coristas.

Max Turner se sentía satisfecho por la retirada de los apaches, pero no compartía el júbilo de los militares y las coristas, porque sabía que los pieles rojas volverían a la carga.

Y si antes tuvo que pronunciar unas palabras para levantar el ánimo de los soldados y las mujeres, ahora estaba obligado a pronunciar otras para que no creyese nadie que ya se hallaban a salvo.

—¡Que nadie abandone su puesto! ¡Los apaches atacarán de nuevo, y aún quedan veinticinco o treinta! ¡La lucha no ha terminado! ¡Debemos seguir alerta!

La alegría de los militares y las coristas se enfrió al instante.

El teniente Durren, extrañado, fue hacia el guía de la caravana.

—¡Los apaches han huido, Turner!

—¡No han huido, teniente! ¡Sólo se han retirado, pero volverán a la carga! ¡Están detrás de aquella colina, discutiendo la estrategia del nuevo ataque! ¡Y o mucho me equivoco, o atacarán en forma de cuña!

—¿En forma de cuña?

—¡Sí, se lanzarán todos hacia un mismo punto de nuestro campamento, con el fin de penetrar en él y provocar la lucha cuerpo a cuerpo! ¡Si es ésa la táctica que emplean, debemos defender todos la parte del campamento que los apaches elijan para penetrar en él!

En el campamento volvió a reinar el silencio más absoluto.

Ni siquiera los heridos se quejaban.

Max Turner añadió:

—¡Que nadie se alarme! ¡Venceremos a los apaches y proseguiremos nuestro viaje hacia Missouri! ¡Veinticinco o treinta apaches son muy pocos para acabar con un puñado de soldados tan bravos y con una docena de coristas tan guapas como valerosas!

La moral de los militares y las mujeres subió de nuevo.

—¡Viva Max Turner! —exclamó el sargento Pardy.

—¡Viva!

Todavía no se había extinguido el eco de las voces de los soldados y de las chicas, cuando los veintitantos apaches aparecieron por un lado de la colina, aullando como coyotes.

 

* * *

 

Una vez más, Max Turner había acertado.

Los apaches volvían a la carga.

Y habían decidido atacar la caravana lanzándose todos hacia un mismo punto, en forma de cuña.

Una cuña que iba a ser muy difícil detener, porque los salvajes habían lanzado sus caballos a un galope desenfrenado, y en sólo unos segundos habrían alcanzado el campamento.

—¡Todos aquí! —ordenó Max Turner, corriendo hacia la parte de la caravana por la que querían penetrar los apaches.

El teniente Durren corrió también hacia allí.

El sargento Pardy y los soldados que no cubrían aquel sector del campamento abandonaron sus posiciones y fueron también hacia allí.

Las coristas, por su parte, se asomaron a los pescantes y se aprestaron a disparar desde allí sobre los indios que lograsen penetrar en el círculo que formaban los carros.

Porque nadie dudaba que algunos apaches lo conseguirían y buscarían la lucha cuerpo a cuerpo, en la que indudablemente tenían ventaja, dada su fortaleza y su habilidad con el cuchillo o el tomahawk.

—¡Fuego! —ordenó Max Turner, haciendo ladrar ya su Winchester.

El teniente Durren, el sargento Pardy y los soldados dispararon también, así como las coristas que ocupaban el par de carros por entre los cuales querían penetrar los pieles rojas.

Las otras esperaron asomadas a los pescantes, y cuando los salvajes penetrasen en el campamento, dispararían contra ellos.

La lluvia de balas abatió un buen número de apaches, pero no hubo tiempo para abatir más, y casi la mitad de ellos lograron introducirse en el campamento.

Las coristas dispararon desde los pescantes, tumbando algunos apaches más, pero los otros saltaron de sus caballos y se llegó inevitablemente a la lucha cuerpo a cuerpo.

Max Durren le disparó a bocajarro a un piel roja y luego derribó a otro de un culatazo en pleno rostro. Y antes de que se levantara le incrustó un plomo en la frente.

El teniente Durren pudo liquidar a un piel roja, disparándole también a quemarropa, pero otro salvaje cayó sobre él y lo tiró al suelo, rodando ambos por él.

El sargento Pardy también rodaba por la tierra, luchando a brazo partido con un apache.

Mientras tanto, algunos salvajes intentaban subir a los carros para atrapar a las mujeres.

Por fortuna, las coristas no se dejaron vencer por el terror y dispararon con pulso firme, abatiendo a los indios que intentaban capturarlas.

Max Turner ya no utilizaba su Winchester, sino su Colt y su cuchillo Bowie, y lo mismo liquidaba a un apache de un disparo que de una cuchillada al vientre.

El teniente Durren había recibido una herida en el costado, aunque no grave, por lo que todavía pudo eliminar al indio con el que luchaba.

El sargento Pardy tenía sobre él a un apache y lo estaba pasando bastante mal, por lo que Max Turner puso en marcha una bala y se la incrustó en la espalda al salvaje.

Hoss Pardy se quitó de encima al indio y se irguió de un salto, diciendo:

—¡Gracias, Turner!

—¡De nada, sargento! —respondió el guía, y accionó de nuevo el gatillo de su revólver, eliminando a otro apache.

Ya casi no quedaban indios con vida.

Apenas tres o cuatro.

Y cayeron también.

La gente de la caravana había ganado la lucha.

Casi todos los soldados estaban heridos, pero seguían con vida, que era lo importante. Y como tampoco había muerto ninguna de las coristas, la alegría de todos no podía ser mayor.

¡Habían vencido a los apaches!

¡A ochenta apaches!

¡Y sin sufrir ninguna baja!

Era, desde luego, como para volverse locos de contento.

 

* * *

Terminada la lucha, Max Turner se dedicó a extraer flechas y Caroline London a limpiar y desinfectar las heridas.

Mientras tanto, los soldados que no estaban heridos, con la ayuda de algunas coristas, retiraron los cadáveres de los apaches, sacándolos del campamento.

Por la mañana, cuando la caravana reanudó la marcha, casi todos los militares iban en los carros, porque no estaban en condiciones de viajar sobre sus caballos.

Esto, naturalmente, ayudó a que los soldados intimaran con las coristas, empezando la cosa con unos besos, continuando con caricias, cada vez más atrevidas y excitantes, y terminando con...

Bueno, como tenía que terminar.

Era inevitable.

Los soldados eran hombres.

Y las coristas, unas mujeres muy deseables.

El único que no intimó con ninguna de ellas fue Max Turner.

Y eso que la pelirroja Jenny le dio toda clase de facilidades.

Estaba empeñada en hacer el amor con él, pero el guía la rechazó una y otra vez, por lo que finalmente Jenny decidió ofrecerse al teniente Durren.

Y el oficial no la rechazó.

Caroline London sabía que Max Turner había rechazado repetidamente a la fogosa Jenny, y que tampoco había intimado con las demás coristas, por lo que decidió hablar con él a solas.

Caroline se acercó al guía.

—¿Damos un paseo, Max?

Como no había peligro, Turner respondió:

—Encantado.

Salieron del campamento y se distanciaron un poco, lo suficiente para quedar a cubierto de miradas indiscretas. Entonces la corista se detuvo y lo miró a los ojos.

—No me ha vuelto a besar, Max.

—Es cierto.

—¿He dejado de gustarle?

—Tú sabes que no.

—¿Entonces?

—Dije que no intentaría hacer el amor contigo. Y para no intentarlo, lo mejor es no volverte a besar como aquella noche, no tenerte entre mis brazos, no sentir el calor de tu cuerpo, la firmeza de tus senos... Compréndelo, Caroline. Soy un hombre y...

—Y yo una mujer, Max —le interrumpió la corista, alzando sus brazos y ciñéndole el cuello.

Su cuerpo quedó pegado al de él.

Transmitiéndole su calor.

Haciéndole notar la firmeza de sus pechos.

Todo lo que el guía había tratado de evitar, para no sentir nuevamente el deseo de hacer el amor con ella.

—Caroline...

—¿Qué?

—Es peligroso que estés tan cerca de mí.

—¿Qué puede pasar?

—Lo sabes muy bien.

—Bueno, pues que pase.

—¿Ya no te importa perder tu virginidad?

—No.

—¿Por qué?

—Creo que una mujer se la debe entregar al hombre que ama. Y yo le amo, Max.

—¿Estás segura?

—Sí, le quiero, Max.

El guía la estrechó contra sí.

—Yo también te quiero, Caroline.

—Lo sé. Por eso no me importa entregarme a ti, Max. Quiero ser tuya. Sentirme mujer en tus brazos. En los brazos del hombre que amo y al que nunca olvidaré, por muchos años que viva.

Turner fue a decir algo, pero la corista no le dejó. Ya le estaba besando.

Con mucha pasión.

Max la besó a su vez.

Poco después, se dejaban caer al suelo y...

Bueno, el guía pudo comprobar que era cierto. Caroline no había sido de ningún hombre.

El fue el primero.

Ella lo había querido así.

 

 

EPILOGO

La caravana llegó felizmente a Missouri.

Gaines City era un pueblo grande, bonito, animado.

Las coristas, lógicamente, fueron recibidas con entusiasmo por los hombres y con el ceño fruncido por las mujeres del pueblo, que las encontraban demasiado tentadoras.

Max Turner cogió del brazo a Caroline London.

—Ven conmigo, Caroline.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—A comprarte ropa.

—¿Ropa?

—Sí, no me gusta la que llevas. Está bien para una corista, pero no para ti.

—Yo soy corista, Max.

—Ya no.

Caroline se detuvo.

—¿Qué quieres decir, Max?

—No vas a quedarte en Gaines City, Caroline. Vas a volver conmigo a Texas.

—¿Volver a...?

—Nos casaremos en Palo Seco. Es donde tengo mi casa. Y será la tuya también.

—¡Oh, Max! —exclamó la corista, abrazándole. El guía la levantó, riendo.

—Te dije que encontrarías al hombre, ¿recuerdas?

—¡Al mejor de todos! —respondió ella, y le besó con todo el ardor de que era capaz.

F I N

 

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