CAPITULO III

Los cuatro soldados intentaron colarse en la habitación, más que para reducir a Max Turner, para poder contemplar de cerca las maravillosas piernas de Rosita la Perfumada.

Al tratar de introducirse todos a la vez, se encajaron unos a otros y se atascaron en la puerta del cuarto, por lo que ninguno llegó a cruzarla.

Max Turner no pudo contener la risa.

—¡Vaya tapón que habéis formado, muchachos!

El sargento Pardy se mordió los puños con rabia.

—¡Inútiles! —rugió—. ¡No sabéis ni entrar en una habitación!

—Les ayudaré a desatascarse, sargento —dijo Max, y estrelló un puño en la mandíbula de uno de los soldados.

Se escuchó un sonoro chasquido y el tipo salió despedido, yendo a caer sobre el sargento Pardy, al que derribó involuntariamente.

—¡Maldita sea la...! —barbotó Pardy, rojo de cólera.

Max soltó el otro puño, coceó el mentón de otro soldado y lo mandó al suelo también.

Los otros dos soldados, al disponer de un hueco mayor, consiguieron penetrar en el cuarto de Rosita la Perfumada.

Max no hizo nada por frenarles.

Es más, se apartó con rapidez, para dejarles el paso libre.

Pero puso la pierna, con muy mala idea.

Los soldados tropezaron en ella y se precipitaron contra el suelo, rodando por él como bolas de espino empujadas por el vi D.

El explorador volvió a reír.

—¿Adónde van ésos, sargento?

Pardy escupió una maldición en el corredor y se irguió con prontitud.

—¡Arriba, estúpidos! —ladró, incrustando la punta de su bota en el trasero de uno de los soldados que habían probado la dureza de los puños del guía de caravanas.

El tipo se puso rápidamente en pie.

El otro soldado también recibió un puntapié en sus posaderas y se apresuró a imitar a su compañero.

—¡Vamos, atrapadle! —ordenó Pardy.

Los dos soldados entraron en la habitación de Rosita la Perfumada, pero más pareció que entraban en un establo, porque recibieron sendas coces en la cara y volvieron a salir al corredor, dando nuevamente con sus huesos en el suelo.

Esta vez no arrollaron al sargento Pardy, porque éste se apartó a tiempo.

—¡Pareja de mequetrefes! —relinchó, iracundo.

Los dos soldados que rodaron por el suelo de la habitación al ser zancadilleados por el explorador, se estaban incorporando ya. Pero en vez de mirar al guía miraron a Rosita.

La mexicana vio que Max venía hacia ellos y decidió distraerlos aún más con sus encantos. Se bajó un poco la sábana y les mostró sus soberbios pechos.

Los soldados dilataron los ojos al máximo y abrieron la boca como un par de idiotas.

—¡No seas descarada, Rosita! —rezongó Max, al tiempo que le planchaba la oreja a uno de los tipos de un poderoso derechazo.

El soldado se vino abajo en el acto.

El otro ni se enteró de que su compañero se derrumbaba.

Seguía con los ojos clavados en el sensacional busto de Rosita.

El guía le sacudió con el puño zurdo y lo tumbó también.

Después, miró a la mexicana y exclamó:

—¿Quieres cubrirte de una vez, desvergonzada?

Rosita se subió la sábana, riendo.

—¡Lo he hecho para ayudarte, Max!

El explorador soltó un gruñido y fue hacia el sargento Pardy, que había entrado en el cuarto dispuesto a atacar a Max Turner, pero se había quedado clavado al ver a Rosita con los pechos al aire.

—Qué par de zambombas... —murmuró, con unos ojos como huevos de gallina.

Max adivinó la causa de la total inmovilidad de Hoss Pardy.

—Eso le pasa por mirar donde no debe, sargento —dijo, y le soltó un trallazo al mentón.

Pardy echó a correr hacia atrás, cruzó la puerta y se estrelló contra la pared del corredor. Tuvo la desgracia de darse un fuerte golpe en la cabeza y perdió el conocimiento instantáneamente, quedando tendido en el corredor, junto a los dos soldados, que también yacían sin sentido.

Los dos soldados que estaban dentro de la habitación, se hallaban igualmente inconscientes, por lo que Rosita la Perfumada soltó la sábana y empezó a aplaudir, con los senos al aire.

—¡Ya podemos continuar, Max!

El guía se volvió hacia ella y sonrió.

—Todavía no, preciosa. Antes tengo que sacar a estos dos tipos de la habitación y decirle un par de cosas al teniente Durren.

 

* * *

Gary Durren aguardaba con impaciencia el regreso del sargento Pardy y los cuatro soldados que subieran con él a la habitación de Rosita la Perfumada.

—¿No tardan demasiado, teniente? —dijo uno de los soldados que habían quedado con él.

—Sí, creo que sí —rezongó Durren.

—Max Turner debe de haber ofrecido resistencia, señor —adivinó el otro soldado.

—Aun así, son cinco hombres y ya tenían que haberlo reducido —gruñó Durren.

Orlando Lamata emitió una risita y dijo:

—Cinco hombres son pocos para Max Turner, teniente. Especialmente si está furioso. Y tiene que estarlo, porque ya le dije que acababa de subir con Rosita y...

El dueño de la cantina se interrumpió al ver que alguien caía rodando por la escalera.

Era un soldado.

Todavía no había llegado abajo, cuando otro soldado caía también rodando.

Y en seguida otro.

Y otro más.

Después cayó el sargento Pardy.

Los cinco hombres quedaron amontonados al pie de la escalera, inconscientes.

El teniente Durren y los soldados que estaban con él los miraban con ojos agrandados, absolutamente estupefactos.

Orlando Lamata no pudo contener la risa.

—¡Ya le dije que cinco hombres eran pocos, teniente!

Los clientes de la cantina rompieron a reír también.

—¡Viva Max Turner! —gritó alguien.

—¡Viva! —respondieron a coro todos los demás.

El teniente Durren se sintió enrojecer de ira.

Iba a ordenar ya a los soldados que le siguieran, cuando Max Turner apareció en la escalera, con gesto tranquilo.

—No debió hacerlo, teniente Durren —dijo el guía.

—¿El qué?

—Ordenar al sargento Pardy que me bajasen por la fuerza si me negaba a acompañarle a Fort Davis.

Gary Durren apretó los dientes con furia.

—¡El coronel McGraw desea verle en seguida, Turner!

—Me verá por la mañana, teniente.

—¡Tiene que venir ahora!

—Estoy cansado, teniente Durren. Acabo de volver de Colorado y no me apetece cabalgar varias horas más.. Dígaselo al coronel. Lo comprenderá y no se molestará.

Durren extrajo su revólver con un veloz movimiento y apuntó al explorador.

—¡He dicho que ahora, Turner!

 

* * *

En la cantina se hizo un silencio sepulcral.

Todo el mundo estaba pendiente del revólver del teniente Durren.

Y de la reacción que pudiera tener Max Turner.

El guía de caravanas, en tono frío, ordenó:

—Guarde ese revólver, teniente.

—¡No!

—¿Está decidido a disparar sobre mí si no les acompaño al fuerte?

—¡Sí!

—Veamos si es verdad.

Max empezó a descender la escalera.

El silencio seguía siendo profundo.

Tenso.

Expectante.

Max llegó abajo y saltó por encima de los cuerpos del sargento Pardy y los cuatro soldados vapuleados por él.

Después avanzó hacia el teniente Durren.

Este amartilló el arma.

—¡Deténgase, Turner!

Max no hizo caso.

Durren dio un paso atrás.

—¡Obedezca o disparo, Turner!

El explorador no se detuvo.

Ya estaba a menos de tres pasos del militar.

—¡Maldito testarudo! —barbotó Durren, y saltó sobre el guía, con intención de asestarle un golpe en la cabeza con el cañón de su revólver.

Max burló el arma del teniente y le clavó el puño en el estómago.

Durren se dobló, dando un rugido.

Max le dio un golpe en el brazo derecho y le hizo soltar el revólver, que mandó lejos de una patada.

El teniente Durren se arrojó sobre el explorador, rabioso, y cayeron los dos al suelo.

Los dos soldados que quedaran con Durren se mostraron indecisos, ya que no sabían si intervenir en la pelea o esperar el resultado de la misma.

El teniente Durren era un buen luchador.

Tal vez venciera al guía.

Orlando Lamata y los clientes de su cantina pensaban que no, que el militar no podría vencer a Max Turner a menos que recurriese a alguna treta sucia.

De momento los dos hombres se habían puesto en pie.

Durren disparó el puño derecho, logrando cazar a Turner en la barbilla, pero éste aguantó el golpe sin trastabillar y respondió con un magnífico zurdazo al rostro del militar.

El teniente dio un paso atrás, pero inmediatamente volvió a la carga.

Max esquivó el puñetazo de su rival, ladeando la cabeza con rapidez, y le hundió el puño en el estómago, castigándole esa zona por segunda vez.

Por ello el dolor fue ahora mayor y el militar se encogió, soltando un rugido.

Max le atizó un derechazo y lo tiró al suelo.

Durren lo miró, con los ojos inyectados de sangre.

—Bastardo... —escupió, y se puso en pie, con evidente dificultad.

Max le cascó de nuevo con el puño derecho y lo volvió a mandar al suelo.

Y esta vez de forma definitiva.

El teniente Durren ya no tenía fuerzas para levantarse.

Estaba prácticamente inconsciente.

Max miró a los dos soldados y dijo:

—Llevadlos a Fort Davis y decidle al coronel McGraw que mañana por la mañana me tendrá en el fuerte.

Después, el guía de caravanas dio media vuelta y caminó hacia la escalera.

Rosita la Perfumada le aguardaba.

Y ya la había hecho esperar bastante.