2. El pintor

Hoy en día el pintor es libre de pintar lo que quiera. En nuestro tiempo apenas hay temas que estén prohibidos y todo el mundo está dispuesto a admitir que un cuadro con unas cuantas frutas puede ser tan importante como otro de un héroe moribundo. Los impresionistas hicieron más que nadie para conquistar esa libertad, antes inaudita para el pintor.

Sin embargo, en la generación siguiente, los pintores empezaron a abandonar todo tema y a hacer pintura abstracta. Hoy la mayoría de los cuadros que se pintan son abstractos.

¿Existe una relación entre estas dos formas de desarrollo? ¿Se ha vuelto al arte abstracto porque los artistas sienten que su libertad es un estorbo? ¿Será más bien que, como el pintor es libre de pintar lo que se le antoje, no sabe qué pintar? Los defensores del arte abstracto hablan muchas veces de él como del arte de la máxima libertad. Pero ¿no podría resultar la libertad de la isla desierta?

Una respuesta adecuada a estas preguntas exigiría mucho tiempo. Yo creo que existe relación entre ellas. Fueron muchas las causas que alentaron al arte abstracto en su desarrollo. Entre otras el deseo del artista de eludir la dificultad de encontrar temas, cuando todos los temas eran igualmente posibles.

He suscitado esta cuestión ahora porque quiero hacer ver que el hecho de la elección del tema es algo mucho más complicado de lo que a primera vista parece. El tema no surge de algo que esté delante del caballete o que el artista recuerde por casualidad. Sino cuando el pintor admite que le gustaría pintar tal o cual cosa que, por una u otra razón, encuentra significativa. El tema se inicia al seleccionar el artista algo a fin de concederle una mención especial. (Lo que haga especial o significativo aquello para el artista puede ser algo visual: su color o forma.) Una vez seleccionado el tema, la función de la pintura será comunicar y justificar la elección.

Hoy en día se dice con frecuencia que el tema carece de importancia. Sólo es una forma de reaccionar contra la interpretación excesivamente literaria o moralista que se daba a los temas el siglo pasado. En realidad el tema es, literalmente, el principio y el fin de la pintura. Ésta comienza con una selección (quiero pintar esto y nada más que esto); y termina al quedar justificada dicha selección (ahora pueden ustedes ver todo lo que yo veía y sentía, y comprender que es más que sólo eso).

Así pues, para que un cuadro tenga éxito es indispensable que pintor y público estén de acuerdo en su significado. El tema puede tener una significación personal para el pintor o para el espectador como individuo; pero ha de haber también la posibilidad de que concuerden ambas significaciones en otra general. Es éste el punto en que la cultura de la sociedad y de la época en cuestión preceden al artista y a su arte. El arte renacentista no hubiera tenido significado alguno para los aztecas, y viceversa. (Si hoy, en cierta medida, pueden apreciar algunos intelectuales ambas cosas, se debe a que su cultura es una cultura histórica; su inspiración es historia y, por tanto, puede abarcar dentro de sí, en principio, si no en cada caso particular, todo el desarrollo conocido hasta la fecha.)

Cuando una cultura tiene seguridad y certeza en sus valores, brinda los temas a los artistas. El consenso general acerca de lo que es significativo se halla tan bien establecido que un tema particular crece y se hace tradicional. Esto puede decirse, por ejemplo, de los juncos y el agua en China; del cuerpo desnudo en el Renacimiento; de las cabezas de animales en África. Además, en tales culturas el artista está lejos de ser un agente libre; se le encarga un trabajo a causa de un tema determinado, y el problema que acabamos de exponer no puede darse en su caso.

Cuando una cultura se encuentra en estado de desintegración o de transición, la libertad del artista se acrecienta; pero la elección del tema se hace problemática; ahora es él quien ha de elegir para la sociedad. Y este problema está en la base de todas las crisis de crecimiento del arte europeo durante el siglo XIX. Se olvida con frecuencia que muchos de los escándalos artísticos de esa época fueron originados por la elección del tema (Géricault, Courbet, Daumier, Degas, Lautrec, Van Gogh, etcétera).

A fines de aquel siglo quedaron, hablando en términos generales, dos caminos abiertos al pintor para afrontar ese requerimiento de tener que decidir lo que había de pintar y de elegir en nombre de la sociedad. O se identificaba con el pueblo y permitía que el pueblo le dictase sus temas, o tenía que encontrarlos dentro de sí. Por pueblo quiero decir todos menos la burguesía. Por supuesto, hay muchos pintores que trabajan para esa burguesía, de acuerdo con su manual de temas admitidos; pero esos que llenaron el Salón y la Real Academia, año tras año, ahora están olvidados, sepultos bajo la hipocresía de aquellos a quienes sirvieron con excesiva sinceridad.

Los que se identificaron con el pueblo (Van Gogh, o Gauguin en los mares del sur) encontraron nuevos temas y renovaron, a la luz de las vidas de aquellos por los cuales los vivieron, los temas viejos. Un paisaje de Van Gogh tiene un significado diferente por completo (y también una razón diferente para haber sido seleccionado) que un paisaje de Poussin.

Aquellos que encontraron sus temas dentro de ellos mismos, en calidad de pintores (Seurat o Cézanne) se esforzaron por hacer de su modo de ver el tema de sus cuadros. En la medida que lo lograron, como puede verse en el caso de Cézanne, alteraron por entero la relación entre el arte y la naturaleza, al hacer que cada espectador pudiera identificarse con la visión del pintor.

Los que optaron por la primera solución fueron forzados, en su mayoría, a sufrir la presión terrible de la soledad. Pero, como querían «formar parte de la sociedad», se volvieron socialmente conscientes, y quisieron cambiar la sociedad. Sólo en este sentido puede decirse que fueron políticos y que eligieron sus temas según las normas de la sociedad del futuro.

Aquellos que aceptaron la segunda solución se reconciliaron mejor con el aislamiento. Dedicados a la lógica de su vocación, sus aspiraciones no fueron someter su imaginación a la demanda de las vidas de los demás, sino todo lo contrario: utilizar esa imaginación para obtener el dominio de su arte e incluso acrecentarlo. Éstos eligieron sus temas recurrentes -que eran su modo de ver- para crear las normas del arte del futuro.

Ningún artista se ajustará con todo rigor a ninguna de las dos categorías. Soy esquemático, deliberadamente, a fin de arrojar luz sobre un problema muy complejo. Los artistas importantes de este siglo, sólo de un modo aproximado, pueden dividirse en ambas categorías: aquellos cuyo modo de ver trasciende el tema (Braque, Matisse, Dufy, De Staël, etcétera) y aquellos cuya elección del tema insiste sobre la existencia de otro modo de vida (trágico o glorioso) distinto del modo de vida burgués (Rouault, Léger, Chagall, Permeke, etcétera).

¿A cuál de estos dos grupos pertenece Picasso? Él mismo nos ha dado la respuesta:

Veo por los otros. Es decir, pongo en el lienzo visiones súbitas que se me imponen por sí mismas. De antemano no sé qué voy a poner en la tela y mucho menos puedo optar por los colores que emplearé. Mientras trabajo, no me doy cuenta de lo que pinto. Cada vez que empiezo un cuadro, tengo la sensación de lanzarme al espacio. Nunca sé si voy a caer de pie. Sólo después empiezo a constatar el efecto de lo que he hecho.

Tiene que someterse a la visión, más que dominarla. Penrose, al referirse a los relatos de las personas que han visto trabajar a Picasso, afirma algo parecido: «La línea se hace visible en el lugar exacto donde se requiere con tal seguridad que es como si estuviera comunicando con una aparición que se encontrara ya allí». Como un médium espiritista, se somete a lo que quiere ser dicho. Y ésta es la medida de su dependencia a alguna inspiración ajena a él. Tiene necesidad de identificarse con otros.

En efecto, es esto lo que cabía esperar. Cuanto más cerca esté el arte de la magia; cuanto menos desarrollada se encuentre la economía del sistema social que ha madurado ese arte, tanto más posible será que el artista se sienta el portavoz, el visionario al servicio de los otros. El otro artista, aquel que encuentra su tema en su propia actividad como tal, no existió hasta fines del siglo XIX, y Cézanne, probablemente, es el prototipo.

Para comprender algo de la fuerza que da al artista su autoidentificación con otros, consideremos por un momento el caso del poeta negro Aimé Césaire, nacido en la Martinica en 1913. Estudió en la École Normale de París. En 1939 publicó fragmentos de su largo y gran poema Cuaderno de un retorno al país natal. Pero sólo en 1947 se publicó el poema completo. En 1950 ilustró Picasso el que por entonces era su cuarto libro de poemas, titulado Corps perdu

[**].

Césaire es un poeta refinadísimo. Su manejo de la lengua francesa puede compararse al de Rimbaud. Pero el tema de su poesía es urgente y político; es el tema de la lucha de todos los pueblos negros, de todas partes, por la igualdad de derechos económicos, políticos y culturales. Ha sido diputado en la Asamblea Nacional de París y alcalde de Fort-de-France, la capital de La Martinica.

Picasso, Pablo: Ilustración para Corps perdu de Aimé Césaire, 1950.

En sus poemas se sirve de la magia como de una metáfora. Así se convierte en mago para poder hablar por todo el Mundo Negro y a todo el Mundo Negro al nivel más profundo de su experiencia y sus recuerdos. Pero, como no está solo, no hay nostalgia en esta «regresión» y, sin duda, tampoco idealización alguna del «noble salvaje». Pide humanidad para su pueblo y acusa de salvajismo -sin la menor nobleza- a quienes lo reprimen.

Ha de imponerse aquí [en África] una verdadera revolución copernicana; tan arraigada está en Europa, y en todas partes y en todas las esferas, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, la costumbre de actuar por nosotros, la costumbre de pensar por nosotros, la costumbre, en fin, de disputarnos el derecho a la iniciativa, que es, en esencia, el derecho a la personalidad.

Para Césaire no hay un contraste esencial (y por esta razón tampoco posibilidades de idealización) entre el primitivo y el muy desarrollado. Lo que media entre ellos es el recelo y la codicia. De otro modo la progresión desde lo simple a lo complejo sería tan natural como estos versos:

La rueda es el descubrimiento más bello del hombre y el único

donde está el sol que gira

donde está la tierra que gira

donde está tu rostro que gira sobre el eje del cuello cuando lloras.

O dicho de modo más directo:

Nos piden: «Escoger…, escoger entre la lealtad, y con ella el atraso, o el progreso y la ruptura». Nuestra respuesta es que las cosas no son tan simples, que no hay una alternativa. O más bien que, si esa alternativa se presentase, sería la vida quien se cuidaría de su trascendencia.

Como Picasso, Césaire se extiende a través de la historia. Como Picasso, antes del siglo XX, hubiera confundido a todo el mundo, pues parecería entonces imposible que un hombre pudiera estar en dos «tiempos» a la vez: en el corazón de África y en el centro de la literatura europea. Pero, a diferencia de Picasso, la «extensión» ha sido sin cesar confirmada por los hechos. Es parte de una fuerza que está cambiando el mundo ante nuestros ojos, en tanto que en Picasso se convirtió en ley dentro de sí.

Veamos cómo, en Cuaderno de un retorno al país natal, imagina Césaire su regreso:

Volveré a hallar el secreto de las grandes comunicaciones y de las grandes combustiones. Diré tormenta. Diré río. Diré tornado. Diré hoja. Diré árbol. Seré mojado por todas las lluvias, humedecido por todos los rocíos. Rodaré como sangre frenética sobre la lenta corriente del ojo de las palabras en caballos locos en niños lozanos en coágulos en tapaderas en vestigios de templo en piedras preciosas lo suficientemente lejos para desalentar a los mineros. Quien no me comprenda tampoco comprenderá el rugido del tigre.

Y vosotros fantasmas subid azules de química de un bosque de bestias acorraladas de máquinas retorcidas de un azufaifo de carnes podridas de una cesta de ostras de ojos de una red de correas recortadas en el hermoso sisal de una piel de hombre tendré palabras bastante vastas para conteneros y

tú tierra tirante

tierra borracha

tierra gran sexo levantado hacia el sol

tierra gran delirio de la méntula de Dios

tierra salvaje subida de las angosturas del mar con un manojo de cecropias en la boca

tierra cuya faz encrespada sólo puedo comparar con la selva virgen y loca que yo desearía poder mostrar como rostro a los ojos indescifradores de los hombres

me bastaría un sorbo de tu leche jiculi para que en ti yo descubriera siempre a la misma distancia de espejismo -mil veces más natal y dorada por un sol que no descantilla ningún prisma- la tierra donde todo es libre y fraternal, mi tierra.

Cuando Césaire vuelve a La Martinica, queda desilusionado. Encuentra la colonia típica, apática, desmoralizada.

¡Y he aquí que yo he venido!

De nuevo esta vida renqueante ante mí, no esta vida, esta muerte, esta muerte sin sentido ni piedad, esta muerte en que la grandeza fracasa lastimosamente, la estallante pequeñez de esta muerte, esta muerte que renquea de pequeñeces en pequeñeces; estas paletadas de pequeñas avideces sobre el conquistador; estas paletadas de pequeños lacayos sobre el gran salvaje, estas paletadas de pequeñas almas sobre el Caribe de tres almas…

Pero después se rehace de su desilusión y se da en prenda a su pueblo, ya que sólo con una identificación así puede operar la magia; la magia de una «tierra fraternal».

y al final de este amanecer mi plegaria viril

no quiero oír ni las risas ni los gritos, con los ojos

fijos en esta ciudad que profetizo, hermosa,

dadme la fe salvaje del brujo,

dad a mis manos la fuerza de modelar

dad a mi alma el temple de la espada

no me escabullo. Haced de mi cabeza un mascarón de proa

y de mí mismo, corazón mío, no hagáis ni un padre,

ni un hermano,

ni un hijo, sino el padre, el hermano, el hijo,

no un marido, sino el amante de este único pueblo.

Cito a Césaire con tanta extensión porque, hoy en día, resulta difícil para la mayoría de los intelectuales de Europa Occidental imaginar la devoción que un artista puede sentir por su «pueblo único». Esta devoción es el resultado de la dependencia mutua. El pueblo necesita un portavoz -el hecho de que Césaire sea diputado francés resulta casi tan importante como que sea poeta- y el artista necesita el clamor y la esperanza de aquellos a quienes representa.

Para Picasso no ha habido semejante «pueblo único». Se exilió de España. Rara vez ha dejado Francia y en Francia ha vivido como un emperador en su corte privada. Estos hechos no contarían de un modo necesario si él pudiera aún identificarse en la imaginación con un «pueblo único». Pero ese pueblo único quedó reducido a una única persona, que sólo existe a medias, en virtud de su contraste con todos los demás: el noble salvaje.

Debemos volver ahora a las consecuencias del aislamiento de Picasso, en la medida que han afectado a su arte. No le faltó sensibilidad. No le ha faltado fuerza creadora. Lo que le faltó fueron temas.

Cuando se llega a esto, hay muy pocos temas. Todo el mundo los repite. Venus y Cupido se convierten en la Virgen y el Niño, luego en la Madre y el Hijo, pero el tema es siempre el mismo. Inventar un tema nuevo sería magnífico. Ahí tiene a Van Gogh. Sus patatas…, algo tan de todos los días. Haber pintado eso…, o sus botas viejas. Esto es realmente algo.

En estas manifestaciones -que son parte de una conversación con su viejo y querido Kahnweiler en 1955- Picasso, inconscientemente, revela su dificultad. En ninguna otra declaración ha dicho tanto acerca del problema fundamental de su arte. Sólo en el sentido más burdo Venus y Cupido son el mismo tema que una Virgen y el Niño. Podría también decirse que todos los paisajes, desde los primitivos italianos hasta Monet, son el mismo tema. El significado de una Venus y un Cupido, lo que representa todo lo que ha sido seleccionado para incluirlo en el cuadro, es por completo diferente del significado de una Virgen y un Niño, aun cuando este último tema sea secular y haya perdido su convicción religiosa. Ambos temas dependen de consensos, entre pintor y contemplador, tan diferentes como cabe imaginar.

Di Cosimo, Piero: La Inmaculada Concepción (Uffizi, Florencia).

Di Cosimo, Piero: El hallazgo de Vulcano en Lemnos (Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut).

Compárense estos dos cuadros de Piero di Cosimo (1462-1521?) y en particular la figura central. En la medida en que se trata de la misma mujer con el mismo rostro, podría decirse que se trata del mismo tema, e importa poco que sea esto algo real o imaginario. Sin embargo, afirmarlo sería limitar la totalidad del concepto de tema a la relación entre el pintor y la imagen pintada. Se ignora lo que el pintor trata de decir y se minimiza el efecto de la pintura. El tema, en lugar de ser creado o afirmado de común acuerdo entre pintor y contemplador, queda ahora reducido a una mera descripción de aquello que la mano del pintor registró. Semejante opinión sobre lo que constituye el tema de una obra de arte hace pensar en alguien, tan acostumbrado a trabajar a solas, que olvidó que existe posibilidad de acuerdo con algún otro. Una vez más viene a la memoria la soledad del demente; un demente lo bastante sensato para saber que no sirven de nada las explicaciones.

Picasso, Pablo: La carrera, 1922 (colección particular).

Van Gogh, sin duda, pintó temas nuevos. Pero no eran «invenciones». Los encontraba sin dificultad como resultado de su autoidentificación con los demás. Todo tema nuevo se introdujo del mismo modo en la pintura. Los desnudos de Bellini, las aldeas de Brueghel, las prisiones de Hogarth, las torturas de Goya, el manicomio de Géricault, los trabajadores de Courbet, todo ha sido el resultado de la identificación del artista con aquellos que antes habían sido ignorados o desdeñados. Hasta puede llegarse a decir que, en último análisis, todos los temas son dados al artista. Muy pocos -que él haya podido aceptar- le han sido dados a Picasso. Y de aquí su queja.

Cuando Picasso encuentra tema, produce una serie de obras maestras. Si no, produce obras que al fin parecerán absurdas. Lo eran ya, pero nadie tenía el valor de decirlo, por temor de alentar a los filisteos, para quienes todo arte que no sea un espejo halagador es absurdo.

Voy a dar algunos ejemplos de cuando no logra encontrar el tema debido (o cuando éste no le es dado).

La carrera la pintó en el llamado período clásico. (En esos años muchos artistas se hicieron clásicos, como para olvidar la barbarie de los ocho millones de muertos de la guerra.) Fue también el tiempo en que, como hemos visto, Picasso «personificaba» varios estilos. Hasta cierto punto en este cuadro no hay elemento alguno que sea absurdo de un modo consciente. Sin embargo, ¿por qué da esa impresión? Sin duda, se debe al hecho de que esas dos gigantas tan monumentales corran en forma tan alocada y con tanto ímpetu. De darse crédito a sus extremidades masivas, marmóreas, formales, tenían que ser seres estatuarios. Pero, al hacerlas correr como liebres, Picasso, de un modo desconcertante destruye su misma raison d’être. Lo mismo ocurre con el estilo; las figuras están dibujadas con algo de la pesada simplicidad lógica del claroscuro clásico; sin embargo, la perspectiva que hace a la mano cercana más pequeña y a la distante mayor trastrueca esa misma lógica y la vuelve absurda. En términos emocionales se da también una inversión análoga. Tales criaturas son una caricatura de cuanto es imperturbable, sereno e intemporal. Pero, de pronto, se les hace correr con una urgencia que equivale al pánico.

Puede que fuera ésta la intención del pintor, pero lo dudo. Entonces estaba personificado y también se interesaba por el surrealismo y su culto de lo irracional; es más probable que quisiera hacer un cuadro que pareciese extraño y resultara desconcertante. Pero lo que logró fue algo que se anula a sí mismo. Es verdad que, a primera vista, causa impresión, pero su misma naturaleza impide que nos comunique nada más. Es como una vela que se apagara a sí misma.

Puesto que conocemos la forma directa y nada intelectual que emplea cuando trabaja, parece poco probable que fuera ése su propósito. Es más posible que pensase en esas gigantas monumentales (estuvo pintándolas durante dos años) y tratara de decir con ellas algo que no fueron capaces de «contener». O su propósito o la compulsión de sus sentimientos destruyeron el tema, por no ser el apropiado.

Picasso, Pablo: Figura, 1927 (colección particular).

En Figura de 1927, el tema (una mujer desnuda) parece haber quedado destruido de tal modo que ya no resulta identificable. Sin embargo, cuando se sigue mirando, aparecen las claves: la minúscula cabeza de alfiler en lo alto, el brazo que va hacia ella, el pecho y pezón desplazados hacia abajo, a la derecha: la abertura de la vagina como un corte, casi en el centro del cuadro. Visto superficialmente podría parecer un collage cubista; pero aquí no interesan ni la estructura ni las dimensiones de tiempo y espacio; el cuadro es algo ofensivo, impacientemente sexual. Mas esa sexualidad no cupo en el tema. Parece estar pidiendo a gritos una Leda o un Cisne, una Ninfa con Pastor o una Venus para que tenga forma. Pero no hay nada que evoque esas representaciones para que cobren ser, nadie que les dé nombre y las separe de Picasso, para creer en ellas. Lo que aquí expresa se ha vuelto absurdo por no existir nada que le oponga resistencia, ni por el tema, ni por su conciencia de la realidad, tal y como es entendida por los otros. Sin esa resistencia, todo el Lear de Shakespeare sería sólo una serie de ruidos sin sentido.

Picasso, Pablo: Mujer en un sillón, 1929 (colección particular).

Picasso, Pablo: Bañistas con un barco de juguete, 1937 (colección Peggy Guggenheim, Venecia).

La Mujer en un sillón está menos tergiversada. Nadie puede dejar de ver que representa una mujer. Alguno podrá pretender que no logra desentrañar la figura, por ser un ataque tan violento a su sentido de la corrección; pero una vez admitido el ataque, también reconocerá la figura. No obstante, el cuadro es tan absurdo como el anterior, y el tema, una vez más, ha quedado destruido, aunque de otro modo. Ya no es directamente sexual, sino algo con mucho más amargo y desesperado en lo emotivo. Por esa razón los desplazamientos físicos del cuerpo son menos exagerados, pero el efecto del conjunto es más violento. Tras de este cuadro no hay ninguna Venus; más bien alguno de los Siete Pecados Capitales, algún pecado temido, recelado y sin embargo irrechazable. Es absurdo porque la violencia de la emoción que lleva consigo, alejada del contexto medieval de Cielo e Infierno, aunque no explicada, y sin relación con ninguna otra cosa, destruye nuestra creencia en el tema. Es posible creer que Picasso sintiera de ese modo, pero no podemos compartir ese sentimiento, al no poder ni comprenderlo ni valorarlo con el testimonio que nos muestra. No hay forma de decir si se trata de noble cólera o de petulancia. Todo cuanto podemos reconocer es que él está intranquilo. Pero no es posible saber qué le inquieta por no haber sido capaz de dar con el tema que contiene su emoción.

Picasso, Pablo: Guernica (detalle), 1937 (Museo Reina Sofía, Madrid).

En Bañistas con un barco de juguete, el problema es diferente. Ahora no se trata de que al pintor lo haya movido un sentimiento o emoción que no encontró cabida en el tema; aquí se ha entregado a su propia ingenuidad y el absurdo surge por ignorar, al parecer, el poder emotivo de las formas con que está jugando. Planea una nueva (y provisional) anatomía humana, como los chicos de escuela planean cohetes y máquinas de movimiento continuo. El método del dibujo es muy preciso y tridimensional, de modo que resultaría fácil construir una de esas figuras con madera o con papel. Pero su tangibilidad acrecienta el absurdo. Esos pechos, nalgas y vientres tan «reales», acoplados a semejantes máquinas están destinados a hacernos reír para aliviar la tensión emocional provocada por las partes cargadas de sexualidad; que luego es desmentida por el resto. Una inconsecuencia semejante está implícita en cuanto a la acción. Si son niñas que juegan con un barco, ¿a qué esos cuerpos de mujer? Si son mujeres, ¿por qué ese barco de juguete? Pero sería ingenuo hacer preguntas tan lógicas sobre una pintura, donde una cabeza atisba por encima del horizonte, como si asomara sobre el borde de una mesa. Por supuesto, Picasso bromea, trata de causar una fuerte impresión jugando a las contradicciones. Pero lo hace por no saber qué hacer. Y las partes sexuales, poco transformadas relativamente, tan incongruentes con el resto, son otro indicio de esa indecisión. Pero a los tres meses de pintar este cuadro, Picasso estaba pintando Guernica; merece, por tanto, la pena comparar estas figuras con una de las figuras de aquél.

Cada parte del cuerpo de la mujer de Guernica contribuye al mismo fin: las manos, la pierna que arrastra, las nalgas contorsionadas, los agudos pezones, la cabeza de cuello estirado, todo da testimonio de lo que en aquellos momentos es su única capacidad: sufrir. El contraste entre ambos cuadros es extraordinario. Sin embargo, de muchos modos, las figuras se asemejan y sin ejercicios pictóricos como Bañistas con un barco de juguete, Picasso no hubiera pintado nunca Guernica tal y como lo hizo. La diferencia está en la sinceridad. Pero para ser sincero hace falta saber qué se quiere. Y para que Picasso sepa lo que quiere tiene que encontrar primero el tema.

Pintó el desnudo de 1940 inmediatamente después de la derrota francesa, cuando las tropas alemanas ocupaban Royan, en la costa atlántica, adonde él había huido. Es una pintura angustiosa, y si se conocen las circunstancias en que se pintó, resulta comprensible. Aun así sigue resultando absurdo, pero de un absurdo terrorífico. Para comprender el porqué, comparémosla con una pintura afortunada. Ambas son el resultado de la misma experiencia de la derrota, la ocupación y el espectáculo terrible del mal, que no era nada metafórico, sino que andaba por las calles con botas altas y esvástica.

Este segundo cuadro, pintado dos años después, ya no es explícito acerca de la experiencia de la cual se deriva, pero es autoinclusivo y compacto. La experiencia encontró el tema. Éste, torpemente descrito en cuatro palabras, podrá parecer poco señalado: una mujer en un lecho y otra sentada en una silla con una mandolina que no toca. Sin embargo, en la relación entre las dos mujeres, los muebles y la habitación que se cierra en torno de ellas, sin ventanas ni puertas, hay toda la claustrofobia del oscurecimiento obligatorio en una ciudad que no es libre. Es como hacer el amor en un calabozo donde nunca entra la luz del sol. Como si el sexo de la mujer en el lecho y la música de la mandolina hubieran quedado privados de toda resonancia, puesto que esa resonancia precisa de un mínimo de libertad para vibrar. El verdadero tema no son las mujeres, sino el estar confinadas en esa habitación. Al pintar ese cuadro había quizá en la mente de Picasso una imagen del aposento y del oscurecimiento al cual le fue posible aludir y mediante el cual pudo expresar su emoción.

El Desnudo peinándose se acuclilla en una habitación aún más semejante a un calabozo. Pero, al no haber conexión entre las partes (como ocurre también en Bañistas con un barco de juguete), no somos capaces de aceptar la escena como un todo en sí. Ninguna de las partes se refiere a otras; por el contrario, cada una por separado se refiere a nosotros y nosotros, de rechazo, las referimos a Picasso. Una boca normal forma parte de un rostro desplazado, hecho tajadas. La parte inferior de un pie, visto como por un pedicuro, se articula con un hueso de carnicero, que termina en un vientre de piedra. Es cierto que esa figura, en conjunto, invita a preguntar: ¿se trata de una mujer o de un ave preparada para asarla? De tal pregunta cabría deducir indignidades brutales. Pero en esto queda todo; como si dijéramos, en retórica. No podemos creer que la mujer en cuestión sea un ave preparada para el horno, sino que fue Picasso quien quiso hacer que pareciese eso. Y quedamos cara a cara con, lo que se diría, la terquedad de Picasso. Así lo parece por no haber sido capaz de expresarse, de comunicar su emoción al tema, sino únicamente de imponérsela.

Picasso, Pablo: Desnudo peinándose el cabello, 1940 (colección Mrs. Bertram Smith).

Algunos opinarán que la diferencia entre ambos cuadros es de estilo más que nada. En el Desnudo con un músico hay consecuencia estilística. La forma de interpretar un ojo compagina con la manera de interpretar una mano, un pie o el cabello. Todo equidista de la apariencia (fotográfica). En el otro cuadro hay una inconsecuencia estilística deliberada. Sin embargo, la verdadera diferencia es más profunda que todo eso. En el primero podríamos introducirnos con la imaginación y, en la medida que nos moviéramos de una a otra parte, obtendríamos emociones. Pero en el Desnudo peinándose no llegaríamos nunca más allá de la violencia que cada una de las partes hace a la inmediata. No se deriva de allí emoción alguna, pues esa emoción se cortocircuitó con el choque. Y eso es precisamente lo que le ocurrió a Picasso cuando lo pintaba; sus emociones hicieron cortocircuito al no encontrar circuito adecuado para el tema. Un cuerpo de mujer, por sí solo, no puede hacerse que diga todos los horrores del fascismo. Pero el pintor se aferró al tema porque, en esos momentos de terror y crisis, era el único que le pareció seguro. Es el tema más antiguo del arte y la Europa moderna no había logrado darle otro.

Picasso, Pablo: Desnudo con un músico, 1942 (Museo Nacional de Arte Moderno, París).

Todo cuanto hemos observado sobre las incongruencias del Desnudo peinándose puede aplicarse a Los primeros pasos. De nuevo el cuadro no hace otra cosa que enfrentarnos con una prueba más de la obstinación aparente de Picasso. Pero esta vez con mucha menos razón, porque la carga emocional es mucho menor. No se trata aquí de un cri de coeur que, trágicamente, no logra llegar a ser arte, sino amaneramiento.

Picasso, Pablo: Los primeros pasos, 1943 (Yale University Art Gallery).

Aquí la experiencia es la experiencia de Picasso en cuanto a su propio modo de pintar. Es como el actor fascinado por el sonido de su voz o la vista de su propia actuación. La consciencia de sí mismo es necesaria a todos los artistas; pero aquí se trata de la vanidad de la autoconsciencia, de una forma de narcisismo; es el principio de Picasso personificándose a sí mismo. Cuando miramos el Desnudo peinándose por lo menos estamos obligados a experimentar el choque. Pero aquí sólo nos fijamos en el modo como ha sido pintado el cuadro…, que puede calificarse de inteligente o de perverso según los gustos.

Sería mezquino llamar la atención sobre tales fracasos si fueran accidentales. ¿Qué artista no ha sido alguna vez vanidoso y poco exigente consigo mismo? Pero en fecha posterior, pasado 1945, buena parte de la obra de Picasso se volvió amanerada. Y la causa de ese amaneramiento radica en el mismo problema: la falta de tema, por lo cual el propio arte del pintor se convierte en tema.

Picasso, Pablo: Retrato de Mrs. H. P., 1952 (colección particular).

El Retrato de Mrs. H. P. es un ejemplo típico reciente. El estilo difiere, pero no el grado de amaneramiento. Ocurren muchas cosas en un sentido práctico -el cabello es un torbellino, las piernas y manos están pintadas deprisa y con furia, el rostro tiene una expresión abrupta, jeroglífica-, pero ¿a qué viene todo eso? ¿Qué nos dice sobre la mujer que posa, salvo que tiene el pelo largo? Éste es el amaneramiento extremo; el del genio sin nada en que emplear sus dotes.

Para mostrar cuánto puede decir un retrato pintado con dramatismo, citaremos, sin comentarios, un retrato de Van Gogh.

Van Gogh, Vincent: Retrato del superintendente Trabuc en el hospital Saint-Paul, 1889 (Mrs. Dubi Müller).

Con el testimonio de siete cuadros, he tratado de mostrar cómo, a partir de 1920, viene tratando Picasso de buscar temas para expresarse sin lograrlo y cómo, cuando esto ocurre, destruye virtualmente el tema adoptado, con lo que el cuadro resulta absurdo. Hay otros en los cuales ocurrió esto también, pero aún son más aquellos donde el hecho se produjo parcialmente. Y también los hay donde encontró el tema.

Sería tan absurdo negar la originalidad de los fallos de Picasso como pretender que esa originalidad los convierte en obras maestras. Es un artista único; pero hombre, no dios, y nuestro deber es enjuiciar los valores de esa unicidad.

No tengo intención de redactar una lista de los fracasos picassianos para enfrentarla a otra de sus obras maestras. Lo que espero es haber demostrado la importancia que tiene una determinada pregunta acerca de él. Pregunta que lleva al establecimiento de una norma con la cual toda su obra puede ser enjuiciada con provecho.

Fuera de los años del cubismo, casi todos los cuadros que pintó con más acierto pertenecen al período de 1931 hasta 1942 o 1943. Durante esa década, en un determinado momento -en 1936- dejó de pintar por completo. Fue un tiempo de gran tensión interior. Pero también la época en que encontró con más acierto sus temas. Éstos estuvieron relacionados con dos profundas experiencias personales; un apasionado asunto amoroso y el triunfo del fascismo, primero en España y después en Europa.

En los innumerables libros sobre Picasso nunca se ha hecho un secreto de sus asuntos amorosos; es más, se han convertido en una parte de la leyenda. Sólo sobre uno de estos asuntos se pasa deprisa, y es a éste al que ahora me refiero. Que haya ocurrido es algo típico de la falta de realismo que rodea su reputación. No es preciso atisbar su vida privada, aun cuando ésta se ha descrito tantas veces sin ningún tacto por sus amigos; pero hay un hecho que sí debemos hacer ver, por estar relacionado con su arte de modo directo. Como lo atestiguan sus pinturas, su escultura y un centenar de dibujos y los álbumes de apuntes, el asunto sexual más importante de su vida fue el que tuvo con Marie-Thérèse Walter, que conoció en 1931. A ninguna otra mujer ha pintado o dibujado del mismo modo, y no hubo otra a la que pintara ni la mitad de las veces. Acaso fuera por haberse convertido en un símbolo para él, y llegó un momento en que el recuerdo significó más que la mujer misma. Puede ser que, en el pleno sentido de la palabra, se haya consagrado más a otras. No lo sé. Pero no existe la menor duda de que, durante ocho años, estuvo acosado por el fantasma de Marie-Thérèse, si puede hablarse así de alguien cuyo cuerpo se mantuvo tan vivo para él.

Picasso, Pablo: Desnudo en un diván negro, 1932 (Galería Mrs. Meric, París).

Picasso, Pablo: El espejo, 1932 (colección particular).182

Picasso, Pablo: Mujer en un sillón rojo, 1932 (reproducción por cortesía de los administradores de la Tate Gallery de Londres).

Entre los quinientos cuadros o más de su propia mano que posee Picasso, hoy los de Marie-Thérèse pasan de cincuenta. Ninguna otra persona domina su colección privada de un modo tal. Siempre que la pinta, el tema es capaz de resistir la presión de su modo de pintar. Esto se debe a que es sincero con ella y puede verla como la más directa manifestación de sus propios sentimientos. La pinta como Venus, pero una Venus como no se había pintado jamás.

Lo que hace que esos cuadros sean algo diferente es el grado de su directa sexualidad. Se refieren, sin la menor ambigüedad, a la experiencia de hacer el amor con ella. Describen emociones y, sobre todo, la sensación de la satisfacción sexual. Hasta cuando está vestida y con su hija (esta hija de Marie-Thérèse y de Picasso nació en 1935) la ve del mismo modo: suave como una nube, asequible, rebosante de placeres precisos e inagotables, vivaz, sensible. En literatura se ha descrito muchas veces la sumisión que el cuerpo de una mujer determinada puede ejercer sobre un hombre. Pero las palabras son abstractas y capaces de ocultar tanto como lo que afirman. La imagen visual revela con mucha más naturalidad el dulce mecanismo del sexo. Basta con pensar en el dibujo de un seno y luego compararlo con las más extraviadas asociaciones de la palabra, para ver que es así. En lo fundamental, se carece de palabras para el sexo…, sólo son ruidos; pero hay formas.

Los viejos maestros reconocieron esta ventaja de lo visual, y la mayoría de sus cuadros tienen mayor contenido sexual del que se admite de ordinario. Pero cuando los temas eran sexuales sin disfraz, siempre se situaban en el pasado, con una perspectiva social o moral. Todos los grandes desnudos implican un modo de vida. Son invitaciones a una opinión filosófica determinada. Comentarios sobre el matrimonio, la amante, el lujo, la edad de oro o los gozos de la seducción. Esto puede decirse tanto de Giorgione como de Renoir. La mujer está allí como una promesa condicionada. La experiencia subjetiva del sexo -es decir, la experiencia del cumplimiento de esa promesa- se ignora. (Y se ignora, del modo más explícito de todos, en las imágenes «pornográficas» que ilustran el acto sexual.)

Es comprensible que esto fuera así en el pasado; había tabúes estrictamente religiosos y sociales. Existía una dependencia económica de la mujer y, por tanto, se daba gran importancia a las convicciones sobre la castidad y la modestia. Se había establecido una función pública del arte. El cuadro se pintaba para otro, de modo que las pinturas autobiográficas eran rarísimas; y la experiencia subjetiva del sexo sólo puede expresarse autobiográficamente. También había limitaciones estilísticas.

El derecho del pintor a desplazar las partes del cuerpo -derecho que conquistó el cubismo- es esencial para crear una imagen visual que pueda corresponder a la experiencia del sexo. Sean cuales fueren los estímulos iniciales de las apariencias, el sexo las desafía. Es más brillante y más grávido que las apariencias, y al fin renuncia al grado y a la identidad.

Estos Picassos, en cierto sentido, están más cerca de los dibujos de los lavabos públicos que de los grandes desnudos del pasado (una vez más me doy cuenta de que estoy dando argumentos a los filisteos, pero me cuesta creer que esto importe ya; y en todo caso, el filisteísmo no va a poder defenderse con esto). Están más cerca de los graffiti por ser más sinceros sobre el acto sexual. Pero difieren profundamente de la mayoría de los graffiti en que son tiernos, en lugar de agresivos. La crudeza de la generalidad de los dibujos de las paredes no sólo se debe a la falta de habilidad. Tales dibujos son casi siempre una protesta contra la privación, expresan frustraciones. Y en la frustración hay deseo y resentimiento. Así la crudeza de los dibujos es también una forma de insultar al sexo que les ha sido negado. Los Picassos, por el contrario, ensalzan el sexo de que han gozado. Aquí todo el mundo puede reconocer «los lineamientos del deseo satisfecho» de William Blake.

Picasso, Pablo: Desnudo, 1933.

No es posible decir si tales «lineamientos» son una expresión del placer de Picasso con el cuerpo de la mujer o una descripción del placer de ella. Los cuadros, por describir sensaciones, son subjetivos en alto grado; pero parte de la misma fuerza del sexo reside en que su subjetividad es mutua. En estas pinturas no está solo; él es los dos. Y su subjetividad compartida abarca por una parte u otra la experiencia de todos los amantes.

Esta subjetividad compartida se convierte en el tema subyacente de una escultura del mismo período.

Picasso, Pablo: Cabeza de mujer (bronce), 1931-32 (colección particular).

Hizo diversas variantes de esta cabeza, que es la misma que aparece en los grabados de «el artista en su estudio». Puede identificarse como Marie-Thérèse, pero de ningún modo es un retrato. En dichos grabados se alza en medio del estudio como oráculo silencioso, contemplando al escultor y la modelo que son amantes.

Picasso, Pablo: Escultor y modelo descansando, 1933.

Su secreto está en una metáfora. Representa un rostro. Pero reducido a dos facciones: la nariz rotunda, poderosa, que se adelanta y que es al mismo tiempo pesada y vivaz, y, bajo ella, la boca, suave, entreabierta y modelada con hondo cariño. En términos de la densidad correspondiente a los materiales, la nariz es como la madera, y la boca como la tierra. Ambas facciones emergen de tres formas redondeadas que se han formado desde las mejillas y el peinado de la nuca. Lo que ofrece primero una clave de la metáfora es el tamaño de la obra; es mucho mayor que el natural y uno la mira como si fuera una figura completa o un torso. Luego se comprende. Nariz y boca son metáforas del órgano sexual masculino y femenino; las formas redondeadas representan nalgas y muslos. Este rostro o cabeza encarna la experiencia sexual de los dos amantes, sus ojos grabados en las piernas. ¿Qué imagen podría expresar mejor la subjetividad compartida con el sexo, si no la sonrisa de un rostro como éste?

Acaso llegó a la metáfora de un modo inconsciente. Pero después jugó adrede con la idea de transformar una cabeza en las partes constituyentes de la sexualidad y encargadas de ella. Podemos ver el proceso que siguió este trabajo en la secuencia de dibujos siguiente:

Picasso, Pablo: Página de dibujos, 1936.

Acaso puede aplicarse la misma referencia a algunas de las cabezas más amargamente disparatadas de los primeros años cuarenta. Éstas, como Desnudo con un músico, son también pinturas acerca de una odiosa impotencia (pero menos afortunadas).

Es como si Picasso -y en esto se asemeja a muchos de nosotros- sólo pudiera verse plenamente cuando se refleja en una mujer. Y también -aunque sea más raro en él- que casi no permite que se le conozca sino mediante la subjetividad maravillosamente compartida del sexo. La mayoría de sus cuadros son de mujeres. Los hombres escasean de modo sorprendente. Gran número de mujeres fueron retratadas como eran; a otras las idealizó. Pero en su mayor parte son seres compuestos: ellas y él reunidos. En ese sentido, tales cuadros pueden calificarse de autorretratos; pero no sólo retratos suyos sin más y sin transformación, sino retratos de esa criatura en que él y la mujer se convierten cuando se sienten el uno al otro. La relación será siempre sexual, pero las preocupaciones de la criatura mixta puede que no lo sean. Y cuando esto ocurre, dicha criatura se torna absurda y se destruye a sí misma, como ocurrió en el caso de Desnudo peinándose. La subjetividad compartida no puede existir sino cuando la finalidad es el sexo. De otro modo se convierte en una forma de megalomanía.

Picasso, Pablo: Cabeza de una mujer, 1943.

Así pues, en un nivel psicológico, el problema es análogo al de dar con el tema, encontrar un vehículo análogo para la autoexpresión. Picasso se encuentra a sí mismo en las mujeres y el hecho de que, por lo demás, se sienta tan aislado debe de haber acrecentado esta necesidad. A través de él, encontrado en la mujer, trata entonces de decir cosas como artista. En ocasiones esas cosas son indecibles, por hallarse, en esencia, fuera del alcance de esa relación. Pero cuando se refieren a la esencia de esa relación, cuando la subjetividad compartida que necesita es creada en realidad por el sexo, entonces los resultados son más puros, más fáciles y expresivos que en cualesquiera otras obras comparables de la historia del arte europeo. Puede que esas otras obras sean más sutiles, por tratar de las complejidades sociales de la relación sexual. Picasso abstrae el sexo de la sociedad; ni en la cabeza de bronce ni en el Desnudo en un diván negro hay la menor sugerencia sobre el papel que desempeña una amante, la felicidad del matrimonio o la atracción de lesfleurs du mal. Él reintegra el sexo a la naturaleza, donde se completa en sí mismo. No es ésta toda la verdad, pero sí un aspecto de la verdad que ningún otro pintor tuvo los medios, el valor o la sinceridad de recordarnos.

Picasso, Pablo: Mujer joven y Minotauro, 1934-1935.

Picasso, Pablo: Guernica, 1937 (Museo Reina Sofía, Madrid).

El 26 de abril de 1937, la población vasca de Guernica (con unos 10.000 habitantes) fue destruida por los bombarderos alemanes. He aquí la noticia en The Times:

Guernica, la ciudad más antigua de los vascos y el centro de su tradición cultural, fue completamente destruida ayer tarde por incursores aéreos insurgentes. El bombardeo de esta ciudad abierta, mucho más atrás de las líneas [de fuego] duró exactamente tres horas y cuarto, tiempo durante el cual una poderosa fuerza aérea compuesta por tres tipos de aviones alemanes, los bombarderos Junker y Heinkel y los cazas Heinkel, no cesó de descargar sobre la población bombas que pesaban más de 1.000 libras… Entretanto los cazas volaron bajo desde el centro de la ciudad para ametrallar a aquellos habitantes que habían ido a refugiarse en los campos. Toda Guernica quedó pronto en llamas, salvo la histórica Casa de Juntas…

No había transcurrido una semana tras el bombardeo cuando Picasso empezó la pintura. Había recibido el encargo del Gobierno de la República Española de pintar un mural para la Exposición Mundial de París. En junio la pintura se instaló en el edificio de España en la exposición. En el acto surgió la polémica. Muchos de izquierdas lo criticaron por su oscuridad. La derecha lo atacó en defensa propia. Pero el mural se volvió pronto legendario y así ha continuado. Es la pintura más famosa del siglo XX. Está considerada como una protesta incesante contra la brutalidad del fascismo en particular y la guerra moderna en general.

¿Qué hay de verdad en esto? ¿En qué medida es aplicable esto a la pintura verdadera y en qué medida es el resultado de lo ocurrido después de haber sido pintada?

No cabe duda de que la significación del mural ha aumentado (y acaso hasta se ha cambiado) por lo ocurrido después. Picasso lo pintó perentoria y rápidamente en respuesta a un hecho particular. Hecho que llevó a otros; algunos de los cuales nadie había previsto en aquel tiempo. Las fuerzas alemanas e italianas, que en 1937 apoyaron la campaña de Franco, en el plazo de tres años iban a tener a toda Europa a su merced. Guernica fue la primera población del mundo bombardeada con el fin de intimidar a la población civil. El bombardeo de Hiroshima se hizo con el mismo propósito.

Así la protesta de Picasso, ante un incidente relativamente pequeño en su propio país, adquirió después significación mundial. Hoy en día, para muchos millones de personas, la palabra Guernica es una acusación contra todos los criminales de guerra. Sin embargo, el mural no era una pintura sobre la guerra moderna, en ninguno de los sentidos objetivos de este término. Véase al lado de ella el Eco de un grito de David Alfaro Siqueiros, pintado también en 1937, y sugerido, creo, por el llanto de un niño en la guerra civil española, visto en una película documental.

En Siqueiros vemos los materiales que hacen posible la guerra moderna y el específico género de desolación a que conduce. Por contraste, en Picasso, lo que vemos puede ser protesta contra la matanza de inocentes en cualquier tiempo. El propio autor calificó el mural de alegoría; pero no explicó por completo los símbolos que había utilizado y es posible que no los explicara por tener muchos significados para él.

Siqueiros, David (Alfaro): Eco de un grito, 1937 (Museo de Arte Moderno de Nueva York, donativo de Edward M. M. Werburg).

Tres años antes, había grabado Toro, caballo y mujer torera, cuya imaginería es muy semejante a la de Guernica. Pero allí la mujer torera es Marie-Thérèse y el significado de la escena se centra del todo en esa sutil frontera entre la urgencia sexual y la violencia; entre el halago y la victimación, el placer y el sufrimiento. Con esto no se pretende sugerir que el grabado tenga alguna complicación que no sea la del medio sexual. Es el cuerpo, no la mente, el sometido a una especie de muerte en el sexo y, tras del amor, a la consciencia de la vulnerabilidad femenina, como resultado de un impulso instintivo; impulso que los humanos comparten con los animales.

Picasso, Pablo: Toro, caballo y mujer torera, 1934.

Al pintar Guernica, Picasso se sirvió de la imaginería privada que continuaba llevando en la mente y que ya había aplicado a un tema, en apariencia muy diverso, sólo en apariencia o sólo diverso en la superficie, en todo caso. Guernica es una pintura acerca de cómo él imagina el sufrimiento. Y así como cuando trabaja en un cuadro o escultura acerca del acto sexual, la intensidad de sus sensaciones hace que le sea imposible distinguir entre él y su amante, y cómo en sus retratos de mujeres se encuentran muchas veces autorretratos suyos, así en Guernica lo que pintó fueron sus propios sufrimientos al recibir todos los días las noticias de su país.

Picasso, Pablo: Mujer llorando, 1937.

El grabado de la Mujer llorando (forma parte de todo un conjunto de obras relacionadas con Guernica) ya no es una metáfora sexual directa, pero, no obstante, viene a ser el trágico complemento de la gigantesca cabeza de bronce. Un rostro cuya sensualidad, cuya capacidad de dar gozo, ha sido hecha añicos, dejando sólo los escombros del dolor. No es la obra de un moralista, sino la de un amante. Ningún moralista vería el dolor tan autodestructivo. Pero en el caso del amante, aún le queda una subjetividad compartible: lo que ocurre a este rostro de mujer es comparable a la castración.

Así pues, Guernica es obra de un profundo subjetivismo, y es de ahí, de donde emana su fuerza. Picasso no intenta imaginar el hecho real. Allí no hay ni población, ni aviones o explosiones; tampoco referencia alguna a la hora del día, al año, al siglo o a la región de España donde el hecho ocurrió. No hay enemigos a quienes acusar, ni ningún heroísmo. Y, sin embargo, la obra es una protesta y uno lo puede comprender aunque no sepa nada de su historia. ¿Dónde está, pues, la protesta?

En lo que ocurre a los cuerpos: a las manos, a las plantas de los pies, a la lengua del caballo, a los pechos de la madre, a sus ojos. Lo que les ocurrió a esos cuerpos al ser pintados es el equivalente imaginativo de cuanto sintieron en la carne. Se nos hace sentir su dolor con nuestros propios ojos. Y el dolor es la protesta del cuerpo.

Así como Picasso abstrae el sexo de la sociedad y lo retorna a la naturaleza, del mismo modo abstrae el dolor y el temor de la historia y lo retorna a una naturaleza que protesta. Todos los grandes cuadros acusadores del pasado habían apelado a un juez más alto, ya fuere humano o divino. Picasso no apela a nadie más alto que nuestro instinto de supervivencia. Sin embargo, este llamamiento confirma ahora las más artificiosas afirmaciones de las realidades del mundo moderno, que los dirigentes políticos, tanto del Este como del Oeste, se han visto obligados a aceptar.

Los cuadros mejor logrados, pintados después de Guernica, están a ese mismo nivel de la experiencia; un nivel de intensa subjetividad física. Son bodegones de cráneos y de cabezas de animales, pintados durante los cinco años de la ocupación alemana. En realidad, se trata de estudios posteriores de la cabeza del caballo agonizante de Guernica. Son tragedias de la carne. La diferencia está en que ahora todo se encuentra quieto y callado.

Picasso, Pablo: Naturaleza muerta con calavera de toro, 1942 (propiedad de la colección André Lefèvre).

La obra más importante después de Guernica es el Desnudo con un músico, que ya hemos examinado. Pero ahora podremos ver cómo se relaciona con los desnudos de Marie-Thérèse. Es todo lo que éstos no son: un lamento. El cuerpo de la mujer en el lecho es la pérdida de todos sus deleites. Ninguno de los contrastes tradicionales entre la juventud y la ancianidad resulta ni la mitad de señalado, porque aquí las diferencias son objetivas: los senos fláccidos, la espalda encorvada; pero el contraste también es subjetivo. Una vez más, resulta imposible distinguir entre la falta de atractivo del cuerpo de la mujer y la falta de atracción que experimenta él por ella. Lo que sienten ambos ahora es la privación: se trata de un cuadro acerca de la sensación física de la ausencia. Que sea carencia de libertad, de alimentos, de pasión, de esperanza o de otra persona, poco importa; para Picasso, una vez más, el cuadro puede haber tenido muchos significados que ni él mismo podría explicar mucho más.

Hacia 1943, el segundo y último gran período de su vida como artista había terminado. En ese tiempo había pintado algunos cuadros malos, pero también otros magníficos. Después de 1943 ya no produjo nada comparable. ¿Por qué? Las grandes pinturas de Picasso, desde 1931 hasta 1943, fueron todas, incluso Guernica -y aquí es donde muchos críticos se han extraviado-, autobiográficas. Eran confesiones de experiencias personalísimas y muy inmediatas. No encarnaban imaginación social alguna, en el sentido corriente y moderno de la palabra. Las primeras fueron sobre el placer sexual; las pinturas trágicas de Guernica y de la guerra trataron del dolor, es decir, fueron el reverso de las eróticas. Todas ellas quisieron expresar sensaciones. Todas ellas explotaban la libertad de desplazar las partes -libertad conquistada por el cubismo- para lograr sus fines.

Para encontrar estos temas apenas tuvo que dejar su propio cuerpo. Fue a través de sus experiencias corporales como pintó los cuadros eróticos y fue a través de su propia imaginación física, exaltada por las experiencias sexuales, como pintó los cuadros de la guerra. (Es interesante observar que en estos últimos casi todas las figuras son mujeres.) La elección de sus temas más logrados se centró en lo que estaba ocurriéndole a él en su nivel más básico. En ese nivel -un nivel que ningún pintor europeo había investigado nunca con tanta hondura-, la significación especial o el designio del tema están asegurados en lo biológico, más bien que en lo cultural. En ese nivel -si tenemos el valor de admitirlo-, todos somos uno.

De haber continuado pintando así, hubiera significado que continuaba viviendo tan intensa y extraordinariamente como durante la década pasada. A la edad de sesenta y dos, esto es dudoso que fuera posible. En todo caso no era nada que pudiera elegir a voluntad. El asunto amoroso con Marie-Thérèse había acabado y, aun cuando otras mujeres ocuparon su lugar, ya no intervinieron las mismas pasiones. La guerra de España había terminado también y ya no era probable que nada volviera a poseer a Picasso, como lo lograron las noticias de esa guerra en su propio país. Los nazis iban a ser derrotados en Stalingrado; al año, París sería liberado. En parte a causa de su edad y en parte por el curso de los acontecimientos en el mundo, ya no le era posible sentir que llevaba la iniciativa. Vio o imaginó la experiencia de otros como más interesante y más significativa que la propia. Así tuvo que descartar su propio cuerpo, y, con él, sus temas.

Pero hubo también razones positivas para que deseara en ese tiempo iniciar una nueva fase de la obra de su vida. Habiendo vivido bajo la ocupación y experimentado, por tanto, los acontecimientos políticos de primera mano, cosa que no le había ocurrido desde su juventud en su patria, ahora se sintió sinceramente movido por las emociones políticas. La mayoría de sus amigos estuvieron en la Resistencia y, él mismo, aun cuando no tomó parte, se convirtió en una figura destacada del movimiento. Al quedar liberada Europa por fin, le pareció -como a millones de personas- que tenía que asistir al nacimiento de un mundo nuevo. Y en 1944 ingresó en el Partido Comunista Francés.

Fue su momento de la verdad para llegar al cual había necesitado cincuenta años. El momento en que Picasso actuó y eligió a fin de ponerse de acuerdo tanto con la realidad que le rodeaba como con su propio genio.

Desde su llegada a la Europa Occidental adoptó una actitud crítica ante lo que veía. Salvo los años del cubismo, cuando estuvo bajo la influencia de otros, sus críticas se expresaron por la preferencia que mostró por lo primitivo. Como Rousseau, opuso la naturaleza a la sociedad. Una actitud tan «revolucionaria», válida ciento cincuenta años atrás, ahora resultaba anacrónica. La filosofía revolucionaria de hoy es materialista y los únicos revolucionarios realmente temidos por el capitalismo son los marxistas. Así, al ingresar en el Partido Comunista, por primera vez en su vida, Picasso hizo que sus sentimientos revolucionarios fueran efectivos en términos de la realidad moderna.

Su genio es de un género que requiere inspiración de otras personas. Es portavoz y vidente para otros. En ningún sentido el investigador solitario, pues no tiene fe suficiente en la razón o en el progreso en el arte. Al haberle sido negada esa inspiración por los medios en que se había movido desde 1914, muchas veces no lograba encontrar temas que contuvieran sus emociones. Al mismo tiempo, se vio obligado a buscar dentro de sí una inspiración equivalente. En cierta medida la encontró al idealizar su álter ego como el «noble salvaje». Durante los años treinta y comienzos de los cuarenta, esta contracción ambigua dentro de sí mismo le permitió crear algunas obras maestras de gran originalidad; pinturas en que, con toda su habilidad y refinamientos como artista, actuó a manera de portavoz de sus propias experiencias instintivas. Pero esto no podía continuar indefinidamente por ser demasiado a la inversa. Necesitaba inspiración de aquellos a los cuales podía llamar suyos, más bien que de aquello que, sin duda alguna, no le pertenecía. Necesitaba lo que Aimé Césaire denomina su «pueblo único». Eso fue lo que esperaba encontrar cuando ingresó en el Partido Comunista. De encontrarlo, su genio se liberaría como nunca hasta entonces.

Explicando su decisión dijo lo que sigue:

¿No han sido los comunistas los más valientes en Francia, en la Unión Soviética y en mi propia España? ¿Cómo iba a dudar? ¿Por temor a comprometerme? Todo lo contrario; nunca me he sentido más libre, nunca me he sentido más completo. He sido siempre un exiliado; pero ahora ya no lo soy; mientras espero que España esté en condiciones de recibirme de nuevo, el Partido Comunista Francés me ha abierto sus brazos y he encontrado allí todo aquello que respeto más: grandes pensadores, grandes poetas y todos los rostros de los luchadores de la resistencia de París a los que veía y eran tan magníficos durante aquellos días de agosto; de nuevo estoy entre hermanos.

«Nunca me he sentido más completo.» Esto pudo haber sido una frase retórica, pero lo dudo. Todo cuanto hasta ahora hemos mantenido en este ensayo sugiere que fue verdad.

Es difícil decir con seguridad si las esperanzas de Picasso estaban justificadas o no. ¿Quedó desilusionado o fue traicionado? Es ésta una pregunta a la cual los intelectuales comunistas, y en particular los intelectuales comunistas franceses, podrán responder mejor que yo. Si nadie responde es porque nadie comprende la causa de la aridez de los últimos veinte años en la vida de trabajo de Picasso.

Ante esto, puede parecer poco razonable esperar que el solo acto de adherirse a un partido político pueda resolver las contradicciones de toda una vida. Pero lo que sí podía esperarse es que el Partido Comunista fuera diferente de otro cualquiera. Es una escuela de filosofía, un ejército, un agente del futuro. Los partidos comunistas han ayudado a crear artistas…, y, trágicamente, también los han destruido. Ayudaron a hacerse a Maiakovsky, a Eisenstein, a Brecht y Éluard. Acaso un partido comunista pudiera haber ayudado a Picasso. Se debe recordar que la experiencia de toda su vida había hecho que, en ese momento, estuviera dispuesto a esa ayuda. «He encontrado allí todo aquello que respeto más…, de nuevo estoy entre hermanos.»

Picasso, Pablo: Paloma (cartel).

No sabemos cuál hubiera podido ser el resultado caso de haber servido los comunistas mejor a Picasso; de lo que no cabe duda es de que no le sirvieron bien. Él pedía pan (un pan del cual acaso ellos no tenían existencia) pero lo que le ofrecieron fue una piedra.

Como consecuencia de haberse adherido al Partido Comunista y participado en el movimiento por la paz, la fama de Picasso se extendió todavía más que antes. Su nombre sonó en todos los países socialistas. Sus carteles con la paloma de la paz se vieron en millones de paredes y expresaron las esperanzas de todos salvo de un puñado. La paloma se convirtió en un verdadero símbolo; no tanto como resultado de la fuerza de Picasso como artista (el dibujo de la paloma es evocador pero superficial), sino más bien como resultado del poder del movimiento al cual ahora servía. Ese movimiento necesitaba un símbolo y reivindicó para el dibujo de Picasso ese título.

Que esto ocurriera es algo de lo que el artista puede con razón enorgullecerse. Contribuyó positivamente a la lucha más importante de nuestro tiempo. Después hizo más carteles y dibujos. Prestó, una y otra vez, su nombre y su reputación para alentar a otros a protestar contra la amenaza de la guerra nuclear. Estaba en una situación apropiada para utilizar su arte como medio de influir en otros políticamente y, en la medida que pudo, lo realizó de una forma consciente e inteligente. Yo no puedo creer de ningún modo que se equivocara o que eligiese erróneamente su camino político. Sin embargo, como artista con todos sus dotes, fue malgastado.

Al hacerse comunista, esperaba salir del «exilio». Pero, en realidad, los comunistas lo trataron como cualquier otro lo hubiera hecho. Es decir, separaron al hombre de su obra. Honraron a aquél y se equivocaron con ésta. Tuvo amigos comunistas -como Paul Éluard- que admiraban de verdad su pintura. Pero hablo del movimiento mundial comunista en conjunto, pues ahora él era una figura mundial.

En Moscú su reputación de gran hombre se utilizó con finalidades propagandísticas; mientras que su arte fue desechado como decadente. Sus obras no se exhibieron jamás; ni siquiera para probar la presunta decadencia. Como en la historia eterna de la oveja negra en la familia burguesa, su arte se convirtió en algo inmencionable. Aun permaneciendo así, adquirió para algunos un falso resplandor. De ninguna parte hubo algún intento de análisis.

Fuera de la Unión Soviética las cosas fueron algo mejor. Debido a la insistencia soviética de aquel tiempo en una ortodoxia intelectual mundial, los críticos y artistas comunistas de la Europa Occidental, que aceptaban la obra de Picasso, dedicaron sus energías a intentar ampliar el vocabulario ortodoxo de modo que abarcara cuantas pinturas fuera posible. Ya no se trató ahora de que no pudiera mencionarse su arte, sino de que sólo podía hablarse de él en términos convencionalizados. Su espíritu de artista fue celebrado con expresiones tan básicas y «humanas» que no podían ofender a nadie, y esos términos, esos clichés se convirtieron, en lugar de la pintura, en la moneda corriente de los comunistas europeos de izquierda sobre Picasso. Clichés que también impidieron el análisis o la crítica.

He aquí un ejemplo de cómo se aplicó ese disfraz. Aragon es un escritor de dotes extraordinarias. Pero aquí, en su papel de empresario cultural de izquierda, su misma calidad imaginativa suena a falso. Es posible que llegase a convencerse a sí mismo de que todo era tan hermoso y sencillo como sugería, pero en sus adentros tiene que haber comprendido que no era así. Quiso defender a Picasso del filisteísmo de Zhdánov en Moscú. Sin embargo, al defenderle de ese modo le hizo un flaco servicio.

En esta exposición…, un hombre de 1950 ha querido mostrar su obra, lo serio de su obra -aun cuando ésta se les escape- a otros hombres de 1950. Y no hay duda de que esos hombres, con sus prejuicios, sus demandas comprensibles, algunos de ellos con una necesidad profundamente arraigada de odiar y burlarse, otros con sincera sorpresa y asombro digno de respeto, no cabe duda de que van a detenerse ante esta serie de cuadros, donde el blanco y el negro, mejor que todos los colores, contribuyen a iluminar una habitación, de la cual no conoceremos nunca más que el borde de una cortina, las tablillas de una persiana o el costado de un colchón; y, sin embargo, todos están allí: el escéptico, el partidario, el asombrado, la mujer con el niño en brazos, el soldado aún poco habituado a las armas que lleva, el anciano, el hombre de risa fácil, ahí estamos todos nosotros, los que hemos entrado con Picasso y ¡callamos! conteniendo el aliento, silenciando las voces y las pisadas. En esa habitación una mujer está velando a un hombre que duerme. Las variaciones del tema, adoptado un centenar de veces por el pintor, limitado aquí a unos cuantos dibujos, convergen hacia un salón donde la mujer -que está en primer término- mira a otra, agachada igual que ella, como si se mirase a sí misma en un espejo. En este momento de nuestra visita, ¿quién de nosotros alzaría la voz? Aquí estamos, diferentes pero semejantes, llevados como por la mano a la misma entraña de la vida de los hombres, cara a cara con un espectáculo tan hermoso que habría que volver a los maestros del color, a los pintores venecianos para poder explicarnos nuestro asombro.

Era como si Picasso no pudiera equivocarse porque, hiciera lo que hiciese, nunca se le sometería a examen. Quedaba exceptuado por ser el artista más famoso del mundo y además comunista. Pero esa excepción se asemeja mucho al exilio. Una fracción ha llamado a eso «decadencia», otra, «esperanza eterna». Como hemos visto, Picasso necesitaba temas. Pero lo que el movimiento comunista le ofreció fue sólo el tema agotado de él mismo, de Picasso como Picasso.

¿Pudo haber sido de otro modo? De ordinario es una forma de perder el tiempo el manejo histórico del «si hubiera sido». Pero en este caso la alternativa quizá resulte importante, porque equivocaciones como ésta se están cometiendo todavía. La política artística oficial de los sóviets está tan peligrosamente mal dirigida, no sólo porque haya guardado como reliquia en la Unión Soviética un estilo naturalista que se originó con los burgueses nouveaux riches del siglo XIX (su único atractivo está en el deseo de poseer lo pintado), pues esto podría corregirse de por sí; lo desastroso está en creer que semejante estilo es exclusiva y universalmente el estilo del arte socialista; pues se permite al prejuicio provinciano desechar la razón e imponer las muy especiales limitaciones de la historia del arte ruso al arte de todas partes. Minimiza toda la vastedad del tema en conjunto y, con una media respuesta, deja sin contestar todas las preguntas.

La actitud francesa ante el arte podrá parecer muy diferente de la rusa. Sin embargo, hoy en día tiene con ésta una característica en común; la complacencia provinciana. Por haber sido París durante tanto tiempo el centro del arte mundial y porque su comercio artístico ha aumentado hasta ser hoy una de las «industrias» de la ciudad, se ha convertido en idea admitida por casi todos los intelectuales franceses, comunistas inclusive, que el arte es un don natural concedido a Francia. No llegan a ser tan ingenuos como para creer que todo buen arte haya de ser francés, pero sí creen que todo buen arte se abre camino en París y allí recibe su consagración. Este estado de ánimo se refleja en las normas de la crítica de arte contemporáneo. Cuesta creer que el lenguaje que usa sea el mismo en que escriben los filósofos, un lenguaje de retórica descuidada y prescripciones imprecisas. André Malraux es un inteligente ejemplo. Esto también se refleja en el esnobismo evidente que se da en muchas discusiones culturales; las excepciones más destacadas no son los comunistas, sino los jóvenes simplemente. En Francia se cree que no hay pregunta alguna acerca del arte a la que no se haya dado allí plena respuesta.

Así, Picasso se encontró confinado entre los prejuicios de sus nuevos camaradas: Francia de un lado y los países socialistas del otro. Se llevaron a cabo debates interminables sobre cómo el arte podía servir las necesidades de los obreros de todo el mundo, pero en cada debate el rango de los argumentos se hizo más estrecho y la diversidad del mundo fue cada vez más olvidada.

De no haber sido así, si las opiniones culturales de Moscú y de París hubieran sido menos nacionalistas y menos pretenciosas, algunos camaradas habrían podido analizar realmente la obra de Picasso, en lugar de preocuparse sólo de reivindicarla o no. Habrían podido descubrir en qué medida éste estuvo exiliado, lo cual hubiera sugerido directamente cómo su genio habría podido salvarse y utilizarse.

Picasso debería haber dejado Europa, a la cual, en realidad nunca perteneció, y donde había permanecido como invasor vertical. El movimiento comunista mundial con su internacionalismo y (al menos al nivel del soldado raso) su verdadero sentido fraterno de la solidaridad, era idealmente apropiado para permitir a Picasso viajar en las condiciones que necesitaba; es decir, como artista y visionario en busca de su pueblo único, en cuyo nombre hablaría.

Pudo haber visitado la India, Indonesia, China, México o África Occidental. Acaso no hubiera ido más allá de la primera nación. No tengo idea de qué país o continente habría elegido. No estoy sugiriendo que por fuerza hubiera de instalarse fuera de Europa. Lo que sugiero es que fuera de Europa podría haber encontrado su obra. Su inusitada rapidez de asimilación, el complejo cruce de castas de su propia herencia cultural, la intensa base física de su arte, el no deber nada de su estilo más personal a ninguna tradición europea de pintura y escultura, sus convicciones políticas recientemente adquiridas, la misma naturaleza de su genio, tal y como lo hemos examinado en este ensayo, todo le hubiera calificado de un modo especial para convertirse en el artista del mundo en surgimiento, en un reto a la hegemonía europea.

Por desgracia, no podemos crear, ni siquiera con nuestras mentes, los Picassos que no han sido pintados. A él no le gusta viajar. Por ejemplo, en Italia ha estado sólo una vez. Nunca salió de Europa. Pero las oportunidades eran tan amplias y estaba tan entusiasmado al principio por una nueva vida, por una nueva lucha…

Pudo haber sido el primer caso en la historia del arte en que un artista recibiera un encargo de acuerdo con las necesidades de su propio genio. Esos cuadros, por el mero hecho de ser pintados, hubieran podido dar materia a un pensamiento, a una esperanza de Aimé Césaire, que es fundamental a nuestro tiempo:

… porque no es verdad que la obra del hombre haya terminado

que no tengamos nada que hacer en el mundo

que seamos unos parásitos del mundo

que hasta nos pongamos al paso del mundo

pero la obra del hombre sólo ha empezado ahora

y falta al hombre conquistar toda la prohibición

inmovilizada en los rincones de su fervor

y ninguna raza tiene el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza

y hay sitio para todos en la cita de la conquista…

Sobre todo, esas obras que no existen hubieran significado el triunfo del último período de un gran artista; el uso pleno del genio de Picasso a la altura de sus facultades.

Según fue, se convirtió en un monumento nacional y produjo trivialidades.

El horror creciente de los últimos quince años de la vida de Picasso puede vislumbrarse si se leen en los periódicos, entre líneas, las impresiones de quienes lo visitaron. Todo cuanto pueden ofrecer es palabrería. Hasta un erudito serio, como John Richardson, se limita a describir la ropa que usa y lo que come en el desayuno. En fin, uno se ve obligado a admitir que no hay otra cosa de que hablar. ¿Por qué refieren eso? Porque Picasso es una celebridad tan anegada de resplandores que, desde el punto de vista del espectador, hace que sea todo significativo. Y las gentes, incluso sus amigos más sinceros, se acercan más a él, a fin de que algo de esa luz caiga sobre sus rostros.

Si se desea conocer en detalle el horror de una vida semejante, recomiendo el libro Picasso Plain de Hélène Parmelin. Mucho de cuanto revela lo revela sin intención de hacerlo. La autora, amiga íntima suya, es la mujer comunista de un pintor comunista. El libro trata de la vida de Picasso en los años cincuenta. Está dedicado a El Rey de California. California es el nombre de la casa de Picasso en Cannes. El rey es él.

En torno suyo gira todo y todos. Su deseo es ley. Ni una palabra de crítica se escucha jamás. Se charla muchísimo, pero hay muy pocas discusiones serias. Picasso se comporta y es tratado como un niño que necesita protección. Nadie se extrañará de que se prefieran unas pinturas a otras, eso está permitido; pero lo que resulta inconcebible es una declaración acerca del fracaso absoluto de cualquiera de ellas. No hay la menor sensación de que se luche por algo; sólo la sensación de Picasso luchando ciegamente dentro de sí, y todos los demás esforzándose en divertirle y tenerle contento. Las maneras no son formalistas, pero el grado de abnegación es bizantino. Madame Parmelin refiere una anécdota que lo demuestra de un modo casi inconcebible. Se estaba bañando ella en un baño frente al estudio de Picasso. Éste llegó de improviso con algunos visitantes. La señora no tenía allí la ropa y el único paso era a través del estudio. En vez de llamar y pedir una toalla, estuvo tres cuartos de hora sentada y temblando, por lo que contrajo la gripe.

El horror de todo esto es que se trata de una vida fuera de la realidad. Picasso sólo es feliz cuando trabaja. Sin embargo, no tiene nada suyo en qué trabajar. Toma los temas de los cuadros de otros pintores (Mujeres de Argel de Delacroix, Las Meninas de Velázquez, Merienda campestre). Decora cacharros y platos, hechos por otros que trabajan para él. Se ha limitado a jugar como un niño. Ha vuelto a ser otra vez el niño prodigio. El mundo que le rodea no ha logrado liberarle de este estado, porque ese mundo tampoco consiguió estimularle al desarrollarse.

Ni aun saliendo del estudio hay realidad. En casa está rodeado de acólitos y aduladores. Si sale de ella, es un dios benévolo que trae la suerte a todos aquellos que viven en la misma ciudad o comen en el mismo restaurante. Pero ¿quién de ellos le toma verdaderamente en serio? ¿Como comunista? ¿Como alguien que pinta para ellos? Es querido, acaso hasta amado, porque es un bienhechor; aporta honra y provecho; regala autógrafos y dibujos a quienes por azar hablan con él.

Delacroix, Eugène: Mujeres de Argel, 1834 (Louvre, París).

Para llenar el vacío que deja la realidad es necesario inventar. Su vida está llena de fantasías y de dramas creados expresamente. No hablo de su vida subjetiva, sino de la vida cotidiana de su hogar. Hay personajes inventados, ritos inventados, giros verbales inventados también. Nada se mantiene en tierra, como si dijéramos. Todo es elevado y se vuelve «más verdadero que la vida» para sus devotos, de modo que nunca se siente perdido en el vacío. Se piensa en los últimos años de alguna vieja estrella del vodevil; todo lo que ahora cruje es, sin embargo, inventado como superlativo. Pero hay una gran diferencia: las viejas artistas de vodevil siguen representando hasta que acaban. El oropel no es para divertirlas, sino para hacer que sigan actuando.

Picasso, Pablo: Mujeres de Argel, 1955.

Es tan completa la pérdida de la realidad y son tan frenéticos los esfuerzos de todos en torno de él para que siga sintiéndose y siendo grande, que Picasso mismo ya no es creído. Quien ha confiado en sus propias sensaciones, como él confió, sabe a qué punto llegaron las cosas. Está desesperado. Lo último que dice en el libro de la señora Parmelin es: «Usted vive una vida de poeta y yo soy un preso». Pero ella, con su habitual estado de euforia, inducida a creerse la confidente del gran hombre, piensa que se trata de Picasso cuando es Picasso.

Al llegar aquí, puede que se me acuse de ser demasiado imaginativo. He hablado de los cuadros que Picasso hubiera podido pintar en la India. He descrito al lector la mentalidad íntima del pintor sin haberle conocido y frente a los testimonios de aquellos que escribieron sobre él como amigos. Mi justificación es que cuanto deduje es resultado del intento de relacionar todos los hechos que públicamente se conocen de él. Con demasiada frecuencia se han ocultado o ignorado hechos importantes.

Los pintores, contrariamente a cierto tipo de poeta, necesitan tiempo para evolucionar e ir revelando, poco a poco, su genio. Creo que no hay un solo ejemplo de un gran pintor -o escultor- cuya obra no haya ganado en hondura y originalidad a medida que envejeció. Bellini, Miguel Ángel, Tiziano, Tintoretto, Poussin, Rembrandt, Goya, Turner, Degas, Cézanne, Monet, Matisse, Braque, todos produjeron algunas de sus obras más grandiosas ya pasados los sesenta y cinco. Es como si fuera precisa toda una vida para dominar el medio y sólo cuando la maestría se logra, le resulta posible al artista revelar la verdadera naturaleza de su imaginación.

Sin embargo, por favorable que sea el juicio sobre la obra de Picasso desde 1945, no puede decirse que muestre avance alguno sobre lo que antes había creado. Esto, en mi opinión significa el declinar; un retroceso, como he tratado de mostrarlo, hacia un panteísmo idealizado y sentimental. Pero aun cuando esa opinión fuese equivocada, subsiste el hecho importante de que la mayor parte de la obra posterior e importante suya no es sino variaciones sobre temas tomados de prestado a otros pintores. Por interesantes que éstas puedan ser, no son sino ejercicios pictóricos, como los que cabría esperar que llevase a cabo algún joven que promete, pero no un anciano que ha conquistado la libertad para ser él mismo.

Velázquez, Diego: Las Meninas, 1656 (Museo del Prado, Madrid).

Picasso, Pablo: Las Meninas, 1957.

Se ha alegado que sólo toma a Delacroix y a Velázquez como punto de partida. En términos formales, es verdad, pues muchas veces reconstruye todo el cuadro. Pero en términos del contenido del original pintado, no es siquiera un punto de partida. Lo vacía de su propio contenido y luego es incapaz de encontrar ningún otro para el suyo. Queda en ejercicio técnico. De haber alguna furia o pasión implícitas, será la del artista condenado a pintar sin tener nada que decir.

Picasso, Pablo: Corrida de toros, 1934 (colección Victor W. Ganz).

Obsérvese en su variante de Velázquez lo extremado de las distorsiones y los desplazamientos. La enana, el perro, el pintor son arrancados de las manos de Velázquez. ¿Por qué razón? Para expresar, ¿qué? Basta tan sólo comparar cualquiera de esas figuras con la Corrida de toros, pintada veinte años antes, para recordarnos la intensidad con que entonces usaba de las distorsiones para comunicar experiencias.

Aquí la violencia, al parecer, sirve sólo para robar a Velázquez; acaso para honrarle, al tiempo que se le roba, aunque -de nuevo como en la infancia- se busque así su protección. En su obra, Velázquez es él mismo sin ningún esfuerzo y en la pintura de Picasso aparece tan abrumadoramente gigantesco que bien pudiera ser su padre. Acaso será que, de viejo, Picasso haya vuelto, como hijo pródigo, a devolver la paleta y los pinceles que a los catorce años conquistó con demasiada facilidad. Acaso también este último cuadro grande de Picasso sea un comprensivo reconocimiento de su fracaso. Puede ser también sólo una pequeña parte de la verdad o nada de ella. Lo cierto es que ni Las Meninas, de Picasso, ni ningún otro de sus cuadros posteriores tienen la madurez propia de un pintor anciano, al fin capaz de ser él mismo. No cabe duda de que resulta una excepción notable de la regla sobre los viejos pintores.

¿Por qué no ha señalado nadie esto? ¿Por qué nadie ha reflexionado sobre la posible desesperación de Picasso? Al parecer no es sólo en su propia casa donde nadie osa pronunciar la palabra fracaso. Según parece se necesita creer en su éxito más de cuanto él mismo lo precisa.

Hacia fines de 1953, Picasso inició una serie de dibujos. Dos meses después tenía 180. Trazados con gran intensidad, son autobiográficos: tratan del propio destino del autor.

Cuando por primera vez se exhibieron y se publicaron, esa característica general fue reconocida. Además de elogiar el «exquisito uso de la línea» se habló de «una inquietud emocional», etcétera. Pero luego, con el fin de no entender lo que los dibujos están confesando, todos aparentaron que su significado era tan misterioso y personal que resultaría impertinente intentar expresarlo con palabras. Bastó con exclamar, una vez más: «¡Oh, Picasso!». Y, tras haber admirado la brillantez, se olvida todo lo que no sea su «grandeza». (La grandeza que le ha llevado al estancamiento.)

Por supuesto, es verdad que, para su autor, cada uno de estos dibujos puede tener varios niveles de significación y centenares de asociaciones dispersas. Pero también lo es que el tema de la confesión, en su conjunto, no tiene nada de ambiguo. En casi todos los dibujos hay una mujer joven.

No por fuerza la misma. De ordinario está desnuda. Siempre es deseable. En ocasiones sirve de modelo. Pero, cuando esto ocurre, apenas tiene uno la impresión de que está posando. Está allí como lo está en otros dibujos; su misión es estar. Es la naturaleza y el sexo. Es la vida. Y si esto suena un poco rotundo, recuérdese que por esa misma razón elemental todas las clases de dibujo con modelo vivo, en todas las escuelas de arte [de los países anglosajones] se llaman Life Classes, «clases de vida».

Picasso, Pablo: Desnudo y viejo clown, 21 diciembre 1953.

Junto a ella, Picasso es viejo, feo, pequeño y -sobre todo- absurdo. La muchacha le mira, no sin benevolencia, pero haciendo un esfuerzo, como si el interés de ella fuera tan diferente del interés de él que éste le resultase increíble.

Él se mueve en torno como un comediante de vodevil. (La comparación que hago unas páginas atrás es la que se le ocurrió a Picasso también.) Ella está esperando que se detenga.

Para ocultarse, y al mismo tiempo para burlarse, se pone una máscara. La máscara pone de manifiesto que, mientras que todo el placer de ella en el ser físico y en el sexo es natural, el de él, por ser viejo, resulta obsceno. Junto a la mujer joven hay otra vieja. En otro dibujo la joven y la vieja están sentadas juntas. Así confiesa Picasso su horror ante el hecho de que el cuerpo envejezca, pero no la imaginación. Cuando todas las fuerzas de la vida se concentran en la forma elástica de un cuerpo, ¿cómo es posible soportar la necesidad constante de esa energía consoladora, una vez que esa forma empieza a fallar?

Picasso, Pablo: Mujer joven y viejo con máscara, 23 diciembre 1953.

Comienza a sentir envidia por el mono. El mono que en fecha tan temprana de la obra de Picasso era símbolo de libertad. Y lo envidia porque la joven juega con él. Pero acaso más por su inconsciencia: el mono persigue su deseo sin la menor sensación de ser absurdo; por el contrario, con una sensación tal de estar absorto que, al fin, pese a su fealdad, obliga a la joven a jugar con él.

Picasso, Pablo: Mujer joven y mono, 3 enero 1954.

Otra vez vuelve a la idea de la máscara, ahora buscando alivio en la fantasía de que con la máscara es viejo, pero tras ella está tan joven como siempre. Un cupido se cubre con la máscara. La máscara representa tanto al anciano como a sus genitales; doble sentido que usó Goya en algunos de sus grabados, y que Picasso, sin duda, recordó; pero es también una variante nostálgica de solitario acerca del tema de la cabeza mixta de la amada, cuya dulce sonrisa fue antaño todo el placer del sexo.

Picasso, Pablo: Mujer joven y Cupido con máscara, 5 enero 1954.

Cupido, con cara y sexo de viejo, la corteja.

La carrera, el jadeo empiezan. Otra vez lo absurdo, lo esclavizante de la situación acosa a Picasso.

Dibuja un mono montando un caballo. Luego una mujer a horcajadas, como Godiva, en un caballo de juguete. A continuación, en un mundo donde todo está manchado, el mono da saltos sobre la grupa de un asno, mientras el clown y la joven acróbata le miran, como si aceptaran con tristeza la verdad de esta inútil esclavitud del sexo.

Para escapar de esa esclavitud, piensa de nuevo en los placeres. Evocando a los acróbatas de su juventud, transforma la agilidad de éstos en una metáfora de libre deleite.

Picasso, Pablo: Mujer joven con cupidos, 5 enero 1954.

Picasso, Pablo: Muchacha, clown, burro y mono, 10 enero 1954.

El recuerdo de tanta felicidad le sigue arrastrando despiadadamente.

Picasso, Pablo: Clown viejo y pareja, 10 enero 1954.

Ahora se aferra a esa subjetividad compartida, que es única del sexo, a la que ha dedicado tantos cuadros. Para la lógica de este compartir, ella usa máscara -la del anciano marchito-, y él la máscara de ella, con los ojos abiertos y bordeados por las pestañas. Si el grabado se volviese realidad (y metafóricamente es posible), esto sería la verdadera felicidad. Lo terrible es que el mono sigue allí. Sentado, al lado de ellos, mira hacia otra parte, pues semejantes ilusiones sentimentales no le interesan. Carecen de peso y sustancia.

Al día siguiente, 25 de enero de 1954, toda su imaginación se rebela. Desecha al mono y lleva la lógica de su fantasía más adelante. Al cambiar las máscaras, ellos también pueden transformarse. Él lleva la máscara de la joven que la representa casi como es. La muchacha la máscara de él; pero en lugar de representarle como viejo obsceno, se ha vuelto el semblante de un dios joven y viril. Así, los dos juegan una charada (charada que se repite en muchos dormitorios de hotel todas las noches). Sin embargo, entretanto, el prodigio de Picasso, el duende, que le posee, insiste en decir la verdad. Se dibuja a sí mismo interpretando la charada con tanta seriedad que resulta absurdo. Y a ella la dibuja arrodillada como para ponerse al nivel de él y jugar con él como con un niño, a fin de que esté contento.

Picasso, Pablo: Pareja con máscaras, 24 enero 1954.

Por último, uno de los postreros dibujos de la serie muestra la vanidad de cualquier intento de escapar de lo absurdo de la situación. Ahora la máscara -un símbolo para todas las imaginaciones que puedan forjarse del gozo compartido- es mostrada al mono triunfador. El animal se queda mirándola impasible. Sostiene la máscara un payaso triste, cuyo mismo rostro está hecho para usar máscara. Pero el mono se sienta sobre su trasero junto a las piernas de la joven, dispuesto en cualquier momento a saltar al regazo de ella, donde será bien recibido.

Picasso, Pablo: Viejo y mujer joven con máscaras, 25 enero 1954.

Picasso, Pablo: Muchacha, clown, máscara y mono, 25 enero 1954.

Hasta ahora hemos considerado esta serie de dibujos como un lamento mordaz y amargo por la juventud perdida y una protesta contra la cruel pérdida de la sexualidad en la vejez. Y mientras miraba estos dibujos he pensado muchas veces en Yeats. (No sé cómo, de un modo que no comprendo aún plenamente, me han sugerido muchas vinculaciones entre Picasso y Yeats; las imágenes del primero evocan con frecuencia los poemas del segundo.)

«Porque estoy loco por las mujeres

ando loco por los montes»,

dijo aquel chiflado y maligno viejo

que marchaba Dios sabe dónde.

«No morir sobre las pajas en casa,

que esas manos cierren estos ojos,

es todo cuanto pido, querida,

al viejo que está en los cielos.»

Rompe el alba y un cabo de vela.

«Amables son todas tus palabras, querida,

de no negarme el reposo.

¿Quién puede saber, querida, el año

en que va a helarse la sangre de un viejo?

Tengo lo que ningún joven tiene

porque ama demasiado.

Palabras tengo que taladran el corazón,

pues ¿qué puede hacer él sino tocar?»

Rompe el alba y un cabo de vela.

Pero la confesión de Picasso es todavía más comprensiva y trágica. Pues además del tema directamente sexual hay otro paralelo a ése, aun cuando con diferentes implicaciones. A lo largo de toda la serie de dibujos, pasa de uno a otro tema como si fueran aspectos diferentes de la misma realidad. Este segundo tema es el del artista y la modelo.

Picasso, Pablo: Pintor y modelo, 24 diciembre 1953.

La modelo es la misma joven, en tanto que es sexo, naturaleza, vida. Y el pintor, aun cuando a veces se representa como un viejo y otras más joven, unas veces delgado, otras gordo, es el mismo hombre en tanto que absurdo y desamparado. La queja es diferente. Ya no se pintan los deseos del viejo como obscenos y absurdos a pesar suyo; sino que pintar frente a una mujer joven como ésa, ir poniendo manchas sobre el lienzo y atisbando las proporciones de ella, en lugar de hacer con ella el amor, es también absurdo; y absurdo de modo tan estéril y pedante que también se vuelve obsceno.

Picasso, Pablo: Pintor y modelo, 25 diciembre 1953.

Así el papel de la joven sigue siendo muy parecido. Su belleza, su juventud, sus apetitos naturales, su ternura y cuanto la hace deseable están allí burlándose de todos los hombres que no quieren o no pueden tomarla tal y como es, y ella es tan perfecta y tan despiadada como la naturaleza misma. Para la muchacha la vejez es una debilidad y un inconveniente; cualquier acto de imaginación, juego transitorio; el arte, algo incomprensible, un modo -en el mejor de los casos inofensivo- de pasar el tiempo. Su compañero de verdad es el mono. Por último, ella lo escoge en lugar del hombre, o al menos como sustituto del hombre incapacitado eternamente.

Picasso, Pablo: Mujer, manzana, mono, hombre, 26 enero 1954.

Pero acaso el dibujo más amargo de toda la serie sea ése en que el mono finge que pinta y donde, por primera vez, la joven, en lugar de mirar con indiferencia mientras la pinta, responde a él con sonrisas. Hasta qué punto esta respuesta es una burla de nosotros, lo pone de manifiesto Picasso por el doble sentido con que dibuja el pecho de ella y el hocico del mono. Muchos han calificado esto de ingenioso. Y lo es, pero de una ingeniosidad nacida de mucho sufrimiento.

Es la confesión de un anciano. Picasso confiesa su desesperanza. No estamos ante la desesperación social de Goya, sino ante la limitada a la propia vida del pintor y perteneciente a ella. Los dibujos son como una exposición retrospectiva de esa vida. La desesperación en parte está cualificada por el hecho de que podía esperar eso. Pero subsiste.

Es la desesperación del «noble salvaje» idealizado, que solitario, abstraído de la historia y aislado de cualquier realidad social, se ve obligado a ir retrocediendo cada vez más, hasta que al fin se le deja con toda su imaginación junto a la naturaleza pura que debe adorar. El mono que antaño fue compañero en libertad, crítico mudo de la sociedad, al lado del otro crítico más hablador, al fin se ha convertido en su rival y le humilla. Sus dotes mismas se transforman en su propio absurdo. No porque considere su obra un fracaso. Es la misma idea del arte la que es atacada; atacada por la Naturaleza con la cual ahora, anciano y sin pueblo único -por tanto, sin verdaderos seguidores- al que se ha dejado indeciblemente a solas. Ahora él mismo cree en ese ataque y en realidad se pone del lado de la Naturaleza y en contra del arte; porque la civilización, tal y como la encontró, sólo le dio una cosa: aplausos.

Picasso, Pablo: Mujer y mono pintando, 10 enero 1954.

Los dones de un artista imaginativo muchas veces son los adelantados de los dones de su tiempo. Con frecuencia las nuevas facultades y actitudes se hacen reconocibles en el arte y se les da un nombre aún antes de que su existencia en la vida haya sido apreciada. Por eso el amor al arte, acompañado de temor o repulsa a la vida, no es adecuado. He aquí también por qué, en lo ideal, habrá siempre abierto un camino hacia el arte hasta para aquellos a quienes el medio, el talento, la actividad implícita no les diga nada. El arte es lo más próximo al oráculo que nuestra posición de hombres modernos y científicos puede permitirnos.

Lo que acontece con los dotes del artista puede revelar muy bien, aunque de un modo cifrado o en clave, lo que está aconteciendo con sus contemporáneos. El destino de Van Gogh fue el destino parcial de millones. La constante sensación de aislamiento de Rembrandt representa una nueva sugerencia de la soledad experimentada por centenares, cuando menos momentáneamente, durante el siglo XVII en Holanda.

Y así ocurre con Picasso. El despilfarro de su genio o la frustración de sus dotes puede ser un hecho de gran significación para nosotros. Nuestra deuda con él y con sus fracasos, si los entendemos como es debido, será enorme.

Picasso ha quedado como un ejemplo vivo, y esto quiere decir mucho más que «no ha muerto». No ha cesado de trabajar. No ha mentido. No permitió que su desesperación íntima destruyese su vitalidad o su deleite por la energía. No se ha vuelto política -y por tanto humanamente- cínico. Nunca y en ningún campo ha sido un renegado. No es posible darle como liquidado. Llegó a hacer lo suficiente para demostrarnos lo que pudiera haber hecho. Y como no ha sido derrotado, seguirá siendo un reproche viviente. Pero un reproche, ¿de qué?

A causa de su vida de éxitos par excellence, es el artista típico de mediados del siglo XX. Otros artistas cortejaron el éxito, se adaptaron a la sociedad y traicionaron sus comienzos. Picasso no ha hecho nada de eso. Cortejó al éxito tan poco como Van Gogh al fracaso. Ninguno de los dos se opuso a su destino; pero ése fue el límite de sus «solicitudes». El destino de Picasso fue el éxito, y esto es lo que hace de él el artista típico de nuestro tiempo, como Van Gogh lo fue del suyo.

Ha habido y hay muchos artistas excelentes de nuestro tiempo que no lograron triunfar o, como se dice, obtener el éxito que merecen. Pero, no obstante, son la excepción; en ocasiones porque valerosa e inteligentemente quisieron que así fuera.

¡Pensemos cómo en los últimos veinte años los rebeldes e iconoclastas de los años anteriores fueron honrados! No hablamos de tradicionalistas como Bonnard y Matisse. O consideremos el fenómeno desde el punto de vista del consumidor, y no desde el del productor. El arte, y sobre todo el arte «experimental», se ha convertido hoy en símbolo de prestigio y ha ocupado su puesto en la mitología de la publicidad, junto a los coches de lujo y a las residencias señoriales. El arte es ahora la demostración del éxito.

Nos llevaría muy lejos del alcance de este ensayo la explicación de por qué ha ocurrido esto y tratar del amargo contraste entre el artista afortunado y el desafortunado. En una sociedad basada en la competencia, las recompensas que hoy se ofrecen en el arte están destinadas a presuponer un número inmenso y antieconómico de subprivilegiados que, contra toda esperanza, esperan su oportunidad.

Subsiste el hecho de que, desde la Revolución Francesa, nunca había gozado el arte de posición tan privilegiada entre la burguesía como ahora. Antes, esta clase tuvo sus propios artistas y los trató como profesionales, a la manera de los tutores o procuradores. Durante la segunda mitad del XIX hubo también un arte de rebelión, cuyos artistas fueron desdeñados y condenados hasta que murieron; entonces sus obras pudieron separarse de las intenciones de sus creadores y ser tratadas como mercancías impersonales. Pero hoy en día, el artista, aun el iconoclasta, tiene en vida la posibilidad de ser tratado como un rey, aunque este trato regio, viniendo de quien viene, será el de un rey destronado.

Todo esto se refleja en la manera en que los artistas hablan de ellos entre sí y en la manera de juzgarse mutuamente. El éxito se desea y se teme al tiempo. Por un lado, significa la promesa de sobrevivir y la conformidad en el trabajo; por otro amenaza con la corrupción. La crítica más frecuente es la que hace referencia a la «repetición» de Fulanito a partir de su consagración, la que alude a su nueva condición de «fabricante de cuadros». El problema suele plantearse estrictamente en términos de integridad personal. Con integridad suficiente, se dice, uno puede de sobra mantenerse y trazar el camino honesto hacia el éxito al margen de la corrupción. Unos pocos extremistas lo niegan con tal violencia que, en definitiva, sólo creen en el fracaso. Pero el abatimiento es una forma de fracaso.

Lo importante del ejemplo de Picasso es la revelación de que este problema fundamental de nuestra época es un problema histórico, no moral. Puesto que Picasso no pertenece a la Europa Occidental, no podemos darnos cuenta de lo poco natural que el éxito ha sido para él. Apenas es posible imaginar el género de éxito natural que su genio hubiera necesitado.

Pero sí podemos ver de modo muy preciso cómo el éxito que ha sufrido le dañó. Sería completamente erróneo decir que perdió su integridad personal, que se corrompió; todo lo contrario. Permaneció fiel, con obstinación a su ser original. El daño que se le ha infligido quizá le haya impedido desarrollarse. Y esto ha ocurrido por haberle privado del contacto con la realidad moderna.

Tener éxito es ser asimilado por la sociedad, como fracasar significa ser rechazado por ella. Picasso fue asimilado por la sociedad europea burguesa y esta sociedad, hoy en día, es irreal en su esencia.

La irrealidad, aun cuando afecta y distorsiona las maneras, las modas y los pensamientos, es de base económica. La prosperidad capitalista, en la actualidad, depende, a través de las inversiones, de las materias primas y del trabajo de los países subdesarrollados. Pero éstos están muy lejos y no los vemos. Así en su propio país europeo la mayoría está protegida de las contradicciones de su propio sistema; contradicciones de las cuales han de venir todos los desarrollos. Se puede hablar muy bien de una sociedad drogada.

El grado de letargo es sorprendente, sobre todo en Gran Bretaña, que hasta hace poco era conocida como «el taller manufacturero del mundo»; pero con variantes, esa misma tendencia reina en todos los países capitalistas. En el Financial Times de 1963 se hizo una relación de los veinte monopolios más grandes de Inglaterra. Su beneficio neto total es de 414 millones de libras esterlinas (unos 505 millones de euros). Dos tercios de esta cifra provienen de empresas que implican explotaciones fuera del país (petróleo, caucho, cobre…), mientras que los beneficios de la industria pesada británica no pasan de 18,7 millones de libras y de 43 millones los de la industria ligera.

Los efectos ideológicos de semejante estancamiento son tan inmediatos y pronunciados debido a la etapa del conocimiento a que hemos llegado. Antes era perfectamente posible vivir del saqueo del mundo, ignorar el hecho y hasta hacer progresos. Hoy resulta imposible porque la indivisibilidad del hombre y de sus intereses y la unidad del mundo son puntos de partida esenciales en todos los campos del pensamiento y del planeamiento, desde la física hasta el arte. He aquí por qué el nivel medio del intercambio cultural y filosófico occidental es tan trivial. También es ésa la razón de que ese avance se hiciera en la ciencia pura, donde la disciplina misma del método obliga al investigador a desechar, al menos mientras trabaja, los prejuicios habituales de la sociedad en que se encuentra.

Los jóvenes, aún anónimos, en una sociedad que presiona con nombres y categorías, sienten la vaciedad de esto, aun cuando no se lo expliquen. Suponen que los ricos son ahora neuróticos y que cada día lo serán más. Miran en torno, a los rostros que pueden verse en cualquier calle de lujo, y comprenden que son innobles. Se ríen de las vacuidades del formalismo en las ceremonias oficiales. Se dan cuenta de que las posibilidades de la elección democrática existen sólo en teoría. Llaman a la vida una carrera por la rebatiña. Lamentan no haber tenido ocasión de encontrar una alternativa.

El ejemplo de Picasso no concierne sólo a los artistas. Por ser artista hemos podido observar sus experiencias con más facilidad. Demuestran que el éxito y los honores ofrecidos por la sociedad burguesa no tentarán ya durante mucho tiempo a nadie. Dentro de poco ya no será cuestión de rechazar por principio, sino por razones de autoconservación. El tiempo en que la burguesía pudo ofrecer privilegios de verdad ha pasado. Y lo que ofrece ahora no vale la pena.

Picasso es también un ejemplo del fallo del nervio revolucionario: por parte suya, en 1917; por parte del Partido Comunista Francés, en 1945. Para mantener ese nervio hay que estar persuadido de que va a haber otro género de éxito. Un éxito que, por primera vez hasta ahora, actuará en un campo que estará en conexión con las más complejas construcciones imaginativas de la mente humana y con la liberación de todos aquellos pueblos del mundo que hasta ahora se han visto obligados a ser sencillos, de los cuales Picasso quiso siempre ser representante.