CAPITULO III

1

Mucha gente hacía rentable profesión del anticomunismo en aquel año de 1940. Nadie vivía de él tan ostentosamente como Heitor Magalhães, médico sin consultorio, periodista sin redacción. Sus tarjetas de visita decían: «Dr. Heitor Magalhães — médico y periodista», pero él solía añadir, de viva voz, al presentarse:

—Tesorero de la Sociedad de Ayuda a Finlandia. Estamos recogiendo fondos para ayudar al noble gobierno finlandés a resistir el asalto de las fieras comunistas.

Llevaba bajo el brazo una cartera de piel repleta de documentos referentes a Finlandia, a la guerra soviético-finlandesa, a la Sociedad de Ayuda. Elegante, buen mozo, hablador, era en general bien recibido en las oficinas de las fábricas, en los bancos, en las casas de modas. Para algunos, su nombre no era desconocido. Heitor avivaba la memoria del interlocutor:

—Aquellos reportajes sobre el Partido Comunista, publicados en A Noticia, eran míos. Ahora están reunidos en un volumen donde, además, hay material inédito.

Abría la cartera de piel, sacaba un ejemplar del libro: en la portada, una figura siniestra blandía un puñal del que caían gruesas gotas de sangre que formaban el título del volumen: LA CRIMINAL EXISTENCIA DEL PARTIDO COMUNISTA. En grandes letras azules, el nombre del autor. Una faja envolvía cada ejemplar y en ella se leían, aparte de la palabra SENSACIONAL, dos opiniones críticas. La primera afirmaba: «Lo leí de una sentada, como la más apasionante novela de aventuras. El talento del autor, unido a su espíritu patriótico, se ha colocado al servicio del bien contra el mal, de la verdad contra la baja demagogia comunista. Este libro es un grito de alerta.» Firmaba César Guilherme Shopel. La segunda venía a comprobar: «Es un auxiliar precioso en la lucha contra el comunismo. Doy fe de la veracidad de las revelaciones del autor.» Lo firmaba el delegado Barros, de Orden Político y Social de São Paulo. Heitor Magalhães llevaba siempre algunos ejemplares en la cartera. En las librerías y quioscos, el volumen, de unas doscientas páginas escasas, costaba diez mil reis y apenas se vendía. Pero aquellos comerciantes, industriales y banqueros adquirían casi siempre el ejemplar mostrado por el autor y pagaban, aparte del precio de cubierta, veinte, treinta, cincuenta mil reis, y a veces hasta le daban un billete de cien. La comendadora da Torre, encantada con los modales del muchacho, le dio un millón de reis «para ayudar a los gastos de edición».

Pero la venta del libro era sólo la primera parte, y la menos importante, de la operación. Heitor Magalhães sacaba de la cartera unos papeles timbrados: una carta de la legación de Finlandia agradeciendo los esfuerzos de la Sociedad de Auxilio, la lista de directivos de la Sociedad (nombres de peso en los medios económicos y financieros), la lista de donativos, abierta con el nombre de José Costa Vale, que había aportado una fuerte cantidad.

Mientras exhibía aquel convincente montón de papeles, Heitor iba hablando de «los nobles objetivos de aquella Sociedad que le había honrado confiándole el cargo de tesorero». Mezclaba tópicos antisoviéticos con elogios a su propia persona. Últimamente había inventado una nueva versión de sus actividades en el seno del Partido. La había lanzado por primera vez en el prólogo del libro: ya no se trataba de un «ex-comunista arrepentido». Se trataba de un joven, patriota e impetuoso periodista que, gracias a su habilidad, había conseguido infiltrarse en los medios comunistas para estudiar su vida, sus planes, sus métodos, y denunciarlos al país y al mundo. Esa versión no sólo le parecía mucho más romántica, sino también mucho más lucrativa: con la anterior, en algunos espíritus conservadores podía quedar siempre una cierta reserva («La cabra siempre tira al monte», con ese proverbio, un industrial fascista, de origen italiano, había definido la escasa confianza que le merecía su «arrepentimiento»), y, por otro lado, ciertas personas torcieron el gesto al leer su nombre entre la directiva de la Sociedad. Un médico eminente le había dicho al profesor Alcebíades de Morais: «No soporto a los comunistas, pero soporto aún menos a los traidores...»

A los papeles y los argumentos se unían algunas fotos de media docena de cajas sobre las que se leía en letras estampadas: «MEDICAMENTOS. FRÁGIL.» Y en un cartel, al lado de las cajas: «Aportación de la Sociedad de Auxilio a Finlandia, para la guerra del pueblo finlandés contra el comunismo ruso.» Heitor exponía:

—Estos días vamos a mandarles por barco una ambulancia. Y ahora estamos recaudando fondos para comprar un avión de bombardeo en los Estados Unidos.

A los partidarios de Francia, de Inglaterra, de Norteamérica, les decía:

—Vean el ejemplo de Francia e Inglaterra. Están en guerra con Alemania, pero eso no es obstáculo para que envíen armas y otro material bélico a Finlandia. Francia envió incluso escuadrillas de bombardeo. ¿Y por qué? Porque si Finlandia fuera vencida, la Rusia comunista, aliada como está con el nazismo... —Y seguía su discurso de adoctrinamiento.

A los admiradores del nazismo, especialmente numerosos entre los millonarios de origen italiano y portugués, les presentaba a Finlandia como el aliado número uno de Hitler:

—Finlandia está dando tiempo a Hitler para vencer a Francia e Inglaterra. Está protegiendo su retaguardia, impidiendo el ataque ruso. ¿No sabía usted que Hitler ha enviado a Finlandia algunos generales como auxiliares? Con decirle esto, basta... Ya ve la importancia que tiene para nosotros la guerra de Finlandia...

Decía «nosotros» tanto si se trataba de aliadófilos como de pro-nazis. Se consideraba neutral en aquella guerra anglo-franco-alemana, trataba con simpatizantes de uno y otro bando. Su guerra era la ruso-finlandesa, «una guerra que, de no haberla, habría que inventarla», como había dicho a una graciosa morena, sobrina del profesor de Morais y mecanógrafa en la Sociedad de Auxilio. Guerra que había venido a resolver todos sus problemas financieros.

Anduvo algo apurado tiempo atrás, después de haber despilfarrado el dinero que le diera Barros por la denuncia y por el folletín de sus «memorias». Pensó en una revista anticomunista, publicó dos o tres números, arrancando anuncios a los comerciantes franquistas, pero suponía un montón de trabajo, y el beneficio era muy escaso. Daba para ir viviendo, pero no para la vida que él deseaba: un buen apartamento, hermosas mujeres, trajes elegantes, comidas en restaurantes de lujo. De vez en cuando, Barros le pasaba algún dinero a cambio de información —un comunista visto por Heitor en la calle, cosas así— y le había proporcionado la impresión gratuita del libro en la imprenta oficial. ¿Pero qué era aquella calderilla, comparada con el río de dinero canalizado por la guerra ruso-finlandesa, a través de la Sociedad de Auxilio, hacia los bolsillos de Heitor Magalhães?

Libre de todo control, manejaba a su gusto el dineral recibido día tras día. El nombre del profesor Alcebíades de Morais, presidente de la Sociedad, le proporcionaba la respetabilidad necesaria. Heitor gozaba de la confianza absoluta del catedrático. Frecuentaba su casa, oía con atención y aplausos sus soporíferas disertaciones sobre el mundo y Brasil, sobre moral y religión. El profesor era eterno candidato a varios cargos: el de rector de la Universidad de São Paulo, el de director del Departamento de Cultura, el de secretario de Educación. Se consideraba a sí mismo un portento de saber, de vida virtuosa, de respeto a las ideas conservadoras, a la religión y a la propiedad, y el hecho de seguir relegado a una cátedra en la Facultad y a su consultorio, le parecía la mayor injusticia de todos los tiempos. Antes del golpe del Estado Novo, cuando había ingresado en la Acción Integralista, y se vio inmediatamente promovido a puestos directivos dentro del movimiento fascista, una dulce esperanza acarició su ambicioso corazón. Pero las divergencias entre Getúlio y Plinio Salgado alejaron una vez más su nombre de los cambalaches ministeriales y continuó girando en torno a Costa Vale como un oscuro satélite. Del banquero le venían la mayor parte de sus ingresos mensuales: era, desde hacía mucho tiempo, jefe de los servicios médicos de los ferrocarriles, controlados por Costa Vale, y de diversas empresas. Y el cargo de jefe de saneamiento del Valle de Rio Salgado le valía una pequeña fortuna mensual. No era la falta de dinero lo que le hacía mostrarse prepotente y soberbio con quienes estaban por debajo de él y servicial y reverente con los poderosos. Ganaba bastante dinero, pero ambicionaba posiciones, cargos importantes, títulos, notoriedad.

Heitor Magalhães, con su sutileza habitual, se había dado cuenta inmediatamente de la secreta amargura del profesor. Era exactamente el hombre que necesitaba: presentado como ejemplo de moralidad, asiduo a misas y recepciones de la sociedad paulista, y poco satisfecho con los resultados obtenidos por sus muchos años de hipócrita vida austera. Ni siquiera en el seno de su numerosa familia encontraba el profesor de Moráis un oyente tan atento y respetuoso como Heitor. Los hijos e hijas del profesor se arrastraban a trompicones por facultades e institutos, menos interesados por la ciencia que por el fútbol, los bailes o el cine norteamericano.

—Las nuevas generaciones están perdidas, mi querido colega —suspiraba el profesor—. Nada significan para ellas los valores morales. Sólo quieren perder el tiempo, noche y día con esas indecentes danzas modernas.

La familia le costaba los ojos de la cara. No había dinero que llegase. En su despacho, dominado por un retrato de D. Pedro II, le contaba a Heitor:

—Un hombre de mi posición no es responsable sólo de su familia directa. Están los parientes, y entre los parientes, hay de todo. Algunos no supieron prosperar y creen que uno tiene la obligación de sostenerles. La caridad, mi querido colega, es una hermosa virtud, y yo me esfuerzo en practicarla, como las demás virtudes cristianas. Pero tal como está la vida, resulta difícil ejercer la caridad. Ya ve, hoy mismo ha aparecido por aquí una sobrina de mi mujer. Su madre ha muerto y al padre no se le ha ocurrido nada mejor que mandármela para que nos encarguemos de buscarle un empleo. Una boca más... y si fuera sólo una boca... Pero hay que vestirla, que pagarle el cine...

Heitor sugería una solución para el caso de la sobrina (ya la había visto: una morenaza opulenta, de risa fácil y maliciosa): la Sociedad de Auxilio precisaba una secretaria, una persona que pasara a máquina las cartas, los balances. ¿Por qué no aprovechar a la sobrina del profesor?

—Que nosotros trabajemos gratis, es natural, profesor. Lo hacemos por un ideal. Pero necesitamos coger a una secretaria que se encargue de la correspondencia. Precisamente venía con la intención de hablar de esto con usted. Y encuentro la solución en su propia casa...

—Hum... —hizo el profesor de Morais—. ¿Y cuánto podríamos pagarle al mes, sin desequilibrar lo destinado a tan noble causa?

Heitor hizo cálculos:

—Unos ochocientos mil reis, incluso un millón. Es lógico: con una buena secretaria ayudándome, las cotizaciones pueden aumentar mucho. Y para Finlandia es un beneficio... Y así, de paso, yo podría pensar en ejercer de nuevo la medicina, abrir un consultorio. La verdad, profesor, es que he abandonado prácticamente mis intereses personales. Si no fuera por mis rentas...

—En este caso, estoy de acuerdo. Pero no sé si Lilian es buena mecanógrafa... Recibió una educación muy descuidada en casa de sus padres...

—Eso no importa demasiado. Cualquiera puede dominar la máquina de escribir en una semana. Es cuestión de práctica. Y tenemos una buena máquina, donativo de una empresa norteamericana.

La verdad es que Lilian jamás había puesto sus dedos en el teclado de una máquina. Y al cabo de una semana, pocos eran los progresos que había hecho. En cambio, en menos de una semana cubría a Heitor de besos y se reían los dos de la solemne hipocresía del profesor Alcebíades de Morais:

—De ese millón de reis, ya me ha dicho que ochocientos mil son para ayuda de los gastos de la casa, para pagar mi pensión. Para mí quedan sólo doscientos mil, y con eso tengo que pagar el transporte...

—No te preocupes. Queda de mi cuenta. Mientras esta guerra dure, no nos va a faltar dinero. Y luego, ya inventaremos otra cosa...

Empleo para la sobrina y condecoración para el profesor. Fue precisamente esto lo que acabó por confirmar la buena opinión que Alcebíades de Morais tenía de Heitor. Un secretario de la legación de Finlandia, al recibir las cargas de medicinas, en Río (Heitor aprovechó la ocasión para que Lilian pudiera conocer la capital) insinuó algo a Heitor de una condecoración del Gobierno de Finlandia. Aquella dedicación merecía una recompensa honorífica, dijo el secretario. Heitor, muy contento por la noticia, rechazó la condecoración. «No. No era a él a quien el gobierno finlandés debía condecorar. Era al profesor Alcebíades de Morais, presidente de la Sociedad, a quien no había bastado prestar su nombre impoluto para aquella gran campaña, y entregarse a ella en cuerpo y alma, sino que incluso ponía a gente de su familia a trabajar en aquella fatigosa y cotidiana labor. Allí estaba, por ejemplo, aquella muchacha, mecanógrafa de la Sociedad: era sobrina del profesor, y su dedicación era realmente ejemplar. El secretario de embajada sonrió a Lilian, mientras Heitor afirmaba que, por su parte, no quería nada, fuera de la satisfacción del deber cumplido. Verdad era que sus negocios particulares estaban abandonados, sus finanzas a cero. Pero sus convicciones antisoviéticas, su devoción por la causa defendida por Finlandia armas en mano, le importaban mucho más que su consultorio cerrado...»

El secretario comprendía, algo le habían dicho ya sobre Heitor. Fue así como, unos quince días más tarde, el profesor Alcebíades de Morais recibía solemnemente en la legación, de manos del ministro de Finlandia, una condecoración, mientras que al Dr. Heitor Magalhães, sin solemnidad ni ruido, le entregaba el secretario de la legación un cheque por una considerable cantidad. El profesor recibía las felicitaciones, balbuceaba palabras de modestia, se sentía inflado de satisfacción. A la salida, le dijo a Heitor:

—Quiero agradecerle, mi querido colega, su actuación en este asunto —Lilian le había explicado la conversación en la legación finlandesa—. Puede contar con mi amistad, poco poderosa, pero sincera.

—Profesor, por el amor de Dios... No hice más que lo que mi conciencia me dictaba, al hacer ver en la legación cuánto le debe la causa de Finlandia.

—En estos tiempos, mi joven colega, reconocer los méritos ajenos, hacer justicia, es una rara cualidad. Usted la posee. Puede contar conmigo.

Heitor contaba con él para sus todavía nebulosos planes cara al futuro. El joven chantajista vivía en general sin preocuparse por el día siguiente. Sus cálculos se reducían a un tiempo concreto. Despilfarraba el dinero, «hoy comemos, mañana veremos», solía repetir. Pero, por poco que normalmente le preocupara el futuro, no podía dejar de inquietarse al ver que la guerra ruso-finlandesa se acercaba a su fin. Los periódicos continuaban inventando victorias de Finlandia, pero ya no podían esconder el avance de las tropas soviéticas, y Heitor sabía leer entre líneas: era cuestión de semanas, tal vez de días.

Había vivido unos meses nadando en oro, le quedaba dinero para algunos meses más. Era preciso descubrir otro golpe tan ventajoso como aquel del anticomunismo. Pondría en pie de nuevo la pequeña revista. Había establecido innumerables relaciones con aquel negocio de Finlandia. Podía obtener buenos anuncios más fácilmente que antes. Pero eso no bastaba. Heitor se había acostumbrado a la buena vida. Más aún que los planes del futuro, le preocupaba el problema inmediato de la Sociedad. Mucha gente había dado dinero para aquella pretendida ayuda a Finlandia. Unas cuantas cajas de medicamentos (la mayor parte proporcionados gratuitamente por los laboratorios) fueron enviadas, en dos o tres meses, a la legación. Pero la anunciada ambulancia, el tan explotado avión de bombardeo, se habían quedado en proyectos. La prensa había hablado de aquellos proyectos generosos, y Heitor temía que, acabada la guerra, apareciera algún donante con la intención de saber qué había sido de su dinero. Quería cubrirse, no estropear con un descuido las relaciones que había establecido. Así, cuando se dio cuenta de la inminente derrota de Finlandia, fue a ver al profesor:

—Profesor, desgraciadamente parece cierto que nuestra pequeña y heroica Finlandia se verá obligada a rendirse. Pese a lo que dicen los periódicos, la situación de las tropas finlandesas es desesperada. Acabo de oír en la BBC un comentario...

—Es verdad, lamentablemente, es verdad. Parece, querido colega, que los periódicos hayan exagerado la debilidad militar de los rojos. Nuestra pobre Finlandia...

—Vencida por el número, profesor. Basta ver cuántos rusos hay por cada finlandés. Aunque se trate de rusos hambrientos y andrajosos, la superioridad numérica es absoluta. Por eso he venido a consultarle...

—¿Sobre?

—Ya sabe usted. Nuestra Sociedad de Auxilio. Recogimos cierto número de contribuciones, adquirimos gran cantidad de productos farmacéuticos; ya está informado, claro. Pensamos en una ambulancia, luego en un avión... Estábamos empezando la campaña en este sentido y tenemos algún dinero en caja. Es exactamente ese dinero lo que me preocupa, son veinticinco o veintiséis millones de reis (en realidad eran más de ochenta), no lo sé de memoria, pero tenemos las cuentas de entradas y salidas. El problema que me preocupa es éste: ¿Qué hacer con ese dinero? Tenemos dos soluciones: devolverlo a los contribuyentes, o...

—¿O qué? —preguntó el profesor con la vaga idea de que Heitor le iba a proponer dividirlo, y que él se vería obligado a rechazar la proposición.

—Bueno... Adquirir ahora más medicamentos no sirve de nada. Para completar lo de la ambulancia o el avión, no hay tiempo. Pensé entonces que la mejor manera de emplear el dinero ya recogido, dentro de las loables intenciones con que lo hicimos, sería la organización de un gran acto público de homenaje a Finlandia y de oposición al comunismo. Con el dinero que nos queda, descontando, claro, el alquiler del local y los tres meses de indemnización que la ley exige a nuestra secretaria, tal vez podamos organizar algo. Una gran manifestación, en la que usted pronunciaría el discurso principal y luego hablarían otros oradores.

—No es mala idea... —aprobó el profesor, entre aliviado y pesaroso por no ser aquélla la propuesta a un tiempo temida y esperada—. Me parece bien.

Invitaremos a las autoridades, personalidades, será una demostración de rechazo al comunismo...

—Y de indignación contra la Unión Soviética. Si usted está de acuerdo, me pongo al trabajo inmediatamente, empleando en eso el dinero que tenemos en caja. Y, hablando de dinero, le ruego que examine y apruebe los balances de la Sociedad. Los voy a preparar y se los llevaré en cuanto tenga un presupuesto de lo que nos puede costar el acto.

—Muy bien. Lo que me preocupa ahora es ver a Lilian otra vez sin empleo.

—Sobre eso quería hablarle también. Pienso lanzar de nuevo mi revista. Con el trabajo que me dio la Sociedad, la he dejado morir. Necesitaré una persona como ella para que me ayude. Si le parece, ahora trabajará para mí.

—¿Y por qué no, mi querido amigo? En cuanto a su revista, cuente conmigo para ayudarle en lo que sea necesario. Puedo hablar con Costa Vale para proporcionarle un buen anuncio permanente. Y con otras personas con quienes tengo relación: la comendadora da Torre, el industrial Lucas Puccini...

—No sé cómo agradecérselo. Usaré de la influencia que usted pone a mi disposición, pero no abusaré. En cuanto al acto, déjelo en mis manos. Será un acontecimiento resonante. Vamos a cerrar con llave de oro esta campaña de solidaridad. Usted sólo tiene que cuidarse del discurso, que estoy seguro será una obra maestra.

Se despedía ya, pero desde la puerta se volvió:

—En cuanto a los balances, creo que sería útil publicarlos en la prensa, después de que usted los haya aprobado. Así mostraremos a los donantes cómo hemos empleado su dinero.

—Es una idea sensata. Mándeme los balances.

En el pequeño despacho alquilado para la sede de la Sociedad, tumbado en un diván, Heitor le dictaba a Lilian:

—...embalaje y despacho de medicamentos...

Lilian, con el índice en ristre, buscaba las letras en el teclado de la máquina de escribir.

2

Mientras Heitor Magalhães conseguía gratis o a precio reducido todo lo necesario para la manifestación antisoviética —el Teatro Municipal de São Paulo, la transmisión radiada de los discursos, la impresión de carteles, las notas en la prensa—, los miembros de la dirección regional del Partido discutían sobre el asunto. Estaban el Rubio, João, el camarada llegado de Río tras la caída de Zé Pedro y Carlos, y Oswaldo, el antiguo secretario de Santos, ahora en el secretariado de la regional.

El Rubio, casi afónico, con una respiración angustiosa, golpeaba con la mano esquelética la pequeña mesa, haciendo saltar las tazas vacías:

—No podemos permitir que se haga esa manifestación así, sin más. Tenemos que mostrar que no pueden insultar impunemente a la Unión Soviética.

El compañero llegado de Río no acababa de convencerse. No le parecía justo arriesgar los cuadros del Partido en una acción cuyos resultados prácticos no veía claros. ¿Qué es lo que iban a ganar perturbando aquella manifestación? Aquello era jugarse la libertad de algunos camaradas en un momento en que los efectivos del Partido en São Paulo estaban reducidos a unas decenas de hombres. El trabajo de reestructuración de las células desaparecidas, de los comités de zona liquidados, era en su opinión lo que debía centrar toda la atención de los militantes en libertad. Aquel trabajo estaba en marcha y empezaban a verse los resultados, pese a que no se había atenuado la acción de la policía: en Santo André, el joven portugués Ramiro había conseguido entrar en contacto con viejos elementos, y no tardaría en reconstruir la presencia del Partido en aquella importante concentración obrera. Era un buen muchacho aquel Ramiro, había sido una buena idea facilitarle la fuga. Valía la pena. También en otras partes, en barrios proletarios y en fábricas, se volvía lentamente a dar forma al Partido. Debían emplear todas sus fuerzas en esta labor, y a ella debían dedicar a los pocos camaradas en actividad. ¿Para qué lanzar a unos cuantos a una acción peligrosa? ¿Qué iban a ganar con aquello?

Los otros tres escuchaban con atención. Apenas terminó de hablar, el Rubio intervino de nuevo:

—Se trata de un problema político, camaradas. Se trata de la Unión Soviética. Desde que comenzó la guerra de Finlandia, y antes incluso: desde el pacto germano-soviético, se viene intensificando una campaña contra la Unión Soviética. Se quiere preparar el espíritu del pueblo para la cruzada antisoviética. Y mientras eso ocurría sólo en los medios burgueses e intelectuales, podíamos contentarnos con responder a través de las escasas posibilidades de que disponemos: manifiestos, octavillas, pintadas. Pero, ¿de qué se trata ahora? ¿Qué es lo que pretenden con esa manifestación? A mi parecer, dos cosas: primero, levantar a la masa, incluso a la masa obrera, contra la Unión Soviética, presentando al Ejército Rojo como agresor. Segundo: poder declarar que el pueblo está con ellos contra la Unión Soviética, incluso el proletariado. ¿Qué informaciones tenemos sobre esa manifestación?

Hizo una pausa, le costaba trabajo respirar. Su voz era tan débil que los camaradas tenían que esforzarse para entender todas sus palabras:

—Están invitando a los obreros de las fábricas. En algunas es obligatoria la asistencia a la manifestación. Quien no vaya, será multado. Habrá autobuses y camiones para llevar y traer a los obreros. Está claro, ¿no? ¿Podemos dejar que la masa obrera participe, incluso contra su voluntad, en un acto contra la Unión Soviética? ¿Somos o no somos la vanguardia del proletariado? Los obreros, en las fábricas, preguntan a nuestros compañeros qué deben hacer. No tenemos posibilidades, de momento, para impedir que los obreros sean llevados al teatro. No ir significa multa, despido, quizá la cárcel. Y no tenemos cuadros suficientes para una labor de agitación en las fábricas. Ésa es la situación. ¿Qué debemos hacer, pues? ¿Dejar que la reacción manipule a la masa obrera, insulte ante ella a la Unión Soviética y haga propaganda anticomunista? Eso es lo que ocurriría, prácticamente, si nos quedáramos en la actitud pasiva, defendida por el camarada Pequeno (se refería al llegado de Río). No, no podemos hacer tal cosa sin que el proletariado, solidario con la Unión Soviética, pierda la confianza en nosotros, en el Partido —y golpeaba una vez más la mesa, entre un nuevo acceso de tos.

—Creo que el Rubio tiene razón —João quería evitar que el otro siguiera hablando. Cada palabra le costaba un enorme esfuerzo, y era doloroso oír aquella voz afónica—. Permitir tranquilamente la realización de ese acto es, en la práctica, traicionar nuestra misión. Especialmente teniendo en cuenta que podemos convertir ese acto en una demostración de solidaridad con la U.R.S.S. Con el teatro abarrotado de obreros, si actuamos con audacia, podemos volver a la masa contra ellos, podemos transformar el significado de la demostración.

—Exactamente... —aprobó el Rubio, repuesto ya del ataque de tos.

Oswaldo se mostraba también de acuerdo:

—Sin ir más lejos: ayer me enteré de que en la fábrica de tejidos de la comendadora da Torre muchos obreros están dispuestos incluso a perder su puesto de trabajo y no ir a la manifestación. Quieren saber qué hay que hacer, piden instrucciones... La opinión de Pequeno es un error. Donde...

Pero el compañero de Río alzó los brazos:

—Basta. Estoy convencido, y de sobras... No veía el aspecto político de la cuestión...

Pasaron a discutir los detalles. João sacó del bolsillo un periódico de la tarde con el programa del acto. Después de los himnos se proyectarían algunos documentales sobre Finlandia. Los discursos ocuparían la última parte de la fiesta.

—¿Por qué los documentales antes que los discursos? —preguntó el profesor Alcebíades de Morais a Heitor Magalhães.

Este se lo explicó: si fallaba la asistencia de obreros por un motivo u otro («con esa gente nunca se sabe hasta qué punto se puede contar») habría tiempo, mientras durara la exhibición de los documentales, de reclutar gente entre los policías y la Asociación de Ganaderos, que celebraba aquella misma noche su Asamblea General. Él, Heitor, pensaba en todos los detalles. Aquella demostración tenía que realizarse en un teatro lleno a rebosar.

João decía:

—Documentales cinematográficos antes de los discursos. Ni que lo hicieran a propósito...

Y empezó a explicar su plan.

—¿A quién vamos a encomendar la ejecución de esa tarea? —preguntó Pequeno—. Necesitamos a alguien que conozca al Partido casi hombre por hombre, que sepa elegir a la gente adecuada, que lo prepare todo perfectamente.

—Yo sólo veo una persona en estas condiciones —dijo Oswaldo, mirando a João—. Es Mariana.

—Ya hemos hecho correr demasiados riesgos a la camarada Mariana —intervino el Rubio—. No podemos olvidar que la policía anda tras la pista de una mujer desde la fuga de Ramiro.

Los ojos se volvieron hacia João.

—Hay que encomendar esa tarea a alguien —dijo João—. ¿Por qué no a ella? Vosotros creéis que es la persona indicada. Peligro correrá cualquiera que se encargue de eso. Propongo que le encomendemos la ejecución de esa tarea a la camarada Mariana.

3

Heitor, jubiloso, contemplaba el teatro repleto. No había necesitado recurrir ni a los policías de paisano —Barros le había dicho que podía enviar un centenar si había que hacer número— ni a los ganaderos. Los obreros habían venido, ocupaban gran parte de la platea y los pisos altos del teatro. Las butacas de las primeras filas habían sido reservadas a los invitados, miembros de la directiva de la Sociedad de Auxilio a Finlandia, personalidades sociales, políticas y religiosas. Allí sí que había muchas sillas vacías. Esta gente se solidarizaba con la demostración, pero huía prudentemente de la amenaza de cinco discursos, entre ellos uno, seguramente largo y aburrido, del profesor de Morais. Fue exactamente la palabra «aburrido» la que utilizó César Guilherme Shopel, de paso por São Paulo, cuando Heitor Magalhães fue a invitarle:

—Mira, amigo. Tengo un compromiso para esa noche. Sabes muy bien que estoy dispuesto a ayudar como sea la campaña contra el comunismo, pero no me pidas que le oiga un discurso entero a Alcebíades... Eso es demasiado. Es una exageración, de verdad. Es el tipo más aburrido del mundo, el latoso más completo que haya aparecido sobre la tierra...

Aun así, Heitor no podía quejarse: habían venido algunas personalidades y, para componer la mesa presidencial, en el escenario, junto a los directivos, había un buen grupo: el secretario de la legación de Finlandia, el agregado cultural norteamericano, el joven Teo Grant, uno o dos industriales, el ex-senador Venancio Florival, un cura español, y, para presidir, el representante del ministerio de Trabajo, Eusebio Lima, llegado especialmente a Sao Paulo para participar en el acto. Él y el cura franquista harían uso de la palabra, junto con un estudiante de Derecho y un pequeño funcionario de la delegación de Hacienda, convertido, a efectos de la manifestación, en «líder obrero» («así estaremos seguros de un buen discurso obrero», había explicado Heitor al prof. de Morais).

Tras los himnos de rigor, descendió una pantalla sobre la boca del escenario. Se apagaron las luces, el silencio dominó el teatro. Un documental en color mostraba paisajes de Finlandia durante el corto verano nórdico, escenas de deportes de invierno en las montañas nevadas. Se oyeron algunos aplausos en las primeras filas cuando terminó el documental para dar comienzo a otro sobre la guerra ruso-finlandesa. Se veían pasar prisioneros rusos, soldados con la estrella roja y gorros invernales. Luego la película mostró a un grupo de oficiales del Estado Mayor finlandés en una conferencia militar.

Un prolongado silbido saludó aquellas imágenes. Una voz de hombre, fuerte y vibrante como un toque de clarín, restalló en el teatro:

—¡Viva la Unión Soviética!

Inmediatamente empezaron a caer octavillas desde los pisos altos. Gritos de protesta, mueras al fascismo, vivas a la U.R.S.S. y a Stalin resonaban en la oscuridad. La masa obrera respondía a los vivas y a los mueras. La confusión fue espantosa. Un olor sofocante a gas sulfhídrico empezaba a ahogar a los asistentes haciendo insoportable la atmósfera del teatro, ya antes pesada por el calor. En la pantalla aparecían soldados camuflados en una trinchera. En la platea aumentaban los gritos, vivas y más vivas, mueras y más mueras. Gran parte de los asistentes buscaba las puertas de salida, los invitados intentaban abrirse camino entre la multitud. Teo Grant protegía el cuerpo de Marieta Vale. La atmósfera apestaba. Todo duró sólo unos minutos. Otro silbido largo cruzó el teatro de lado a lado, la gente de general bajaba las escaleras a todo correr. La multitud se dispersaba por las calles próximas, corrían los transeúntes fuera del teatro, se hablaba de un incendio.

Heitor, en un camerino, al lado del profesor de Morais, gritaba pidiendo que encendieran las luces y se interrumpiera la proyección, pero nadie le oía, y acabó por precipitarse entre bastidores en busca de un teléfono desde donde pedir socorro a Barros. Había mujeres desmayadas en las butacas, la masa abandonaba el teatro. Todo el mundo trataba de irse a casa lo antes posible. Mariana tomó un autobús, se sentó en un extremo del asiento, abrió un diario.

Cuando, al fin, se encendieron las luces, volvió a reinar el silencio pero persistía el olor fétido. La platea estaba casi desierta. Sólo en los camerinos quedaban algunas representaciones oficiales. En la calle, los policías saltaban de los automóviles, invadían el teatro, detenían gente al azar, en su mayoría simples curiosos parados ante el edificio.

De las localidades altas, donde no quedaba nadie, caía hasta la platea la bandera de la hoz y el martillo, la bandera de la estrella de la mañana, la bandera de la Unión Soviética.

4

Lucas Puccini releyó algunos párrafos del comentario publicado por A Noticia. Un fino silbido se escapó de sus labios, seguido por una frase de admiración:

—¡Treinta millones de dólares! ¡Qué dineral!

Sus oficinas en São Paulo ocupaban ahora toda la planta de un rascacielos, varios despachos perfectamente amueblados donde trabajaban empleados y mecanógrafas. Sentado ante su soberbia mesa de trabajo, el «audaz industrial» (como escribían los periódicos) dirigía sus variados negocios, estudiaba nuevos planes. Era su fuerza, aquel instinto que le hacía olfatear los buenos negocios, aquella audacia en el empleo del capital. Cada día aparecía lanzado a una nueva empresa, adquiría fábricas en vísperas de quiebra y las ponía en pie. Se metía en mil negocios y todos le salían bien. Crédito no le faltaba, era un hombre que gozaba de las simpatías del palacio presidencial, todo el mundo sabía que era un devoto incondicional del presidente. Y no sólo se había enriquecido en aquellos años del Estado Novo: había engordado también. Su rostro joven aparecía ahora más serio, como correspondía a un hombre de su condición. Los que le habían conocido antes como simple dependiente en un tenducho de un árabe, abrían la boca al verle pasar en su gran automóvil, fumando puros caros, con aire de superioridad. El propio Eusebio Lima, que le había dado la mano en sus días de pobreza y que había sido su asociado en los primeros «golpes», su amigo de todas las horas, no escondía su sorpresa ante la fulminante ascensión de Lucas en el mundo de los negocios. Él, Eusebio, estaba metido en la vida política desde hacía diez años, desde el movimiento de 1930, era experto y estaba bien relacionado y, sin embargo, en sólo cuatro años, Lucas se había enriquecido de verdad mientras que Eusebio continuaba contentándose con algún «golpe» de vez en cuando. Ahora él era prácticamente el protegido de Lucas. Los papeles se habían invertido. Eusebio explicaba aquella transformación diciendo:

—Lucas tiene olfato para los negocios. Es un genio para eso. Yo, en cambio, he nacido para la vida política...

Pero el propio Lucas no se sentía del todo satisfecho. Aquella ambición revelada en sus confidencias a Manuela en la casa húmeda de los suburbios, sus sueños de poderío, no habían disminuido con el éxito. Más que nunca, sentado a la mesa de su despacho, dejaba correr sin freno su imaginación. Estaba lejos de poseer aún todo lo que deseaba: no era una planta de un rascacielos el colmo de sus aspiraciones. Quería un edificio como el banco de Costa Vale, que dominara la ciudad de São Paulo. No eran las pequeñas fábricas de tintes y de pastas alimenticias, la agencia exportadora de algodón y café lo que podía satisfacerle. Pensaba en las grandes empresas, en las sociedades cuyos títulos se cotizaban en las bolsas extranjeras. Algo semejante a la Empresa del Valle de Rio Salgado, sobre la cual acababa de leer el comentario económico de A Noticia:

El papel que Brasil puede representar como proveedor de un mineral como el manganeso, tan importante para la siderurgia mundial, viene indicado por el desarrollo de la Empresa del Valle de Rio Salgado. Según opinan los expertos, las reservas del Valle de Rio Salgado figuran entre las más importantes del mundo, pese a que no ha sido evaluada aún la totalidad del yacimiento. Apenas se ha iniciado la explotación, y ya se puede calcular su importancia para la balanza económica de nuestro país. Una colaboración más estrecha con los Estados Unidos vino a abrir grandes perspectivas con la fundación de la Empresa del Valle de Rio Salgado. Los norteamericanos iniciaron su participación con un 49 % del capital, y los brasileños con el 51 %. Se ha conseguido un importante crédito del Ex-Import Bank, de los Estados Unidos, por un total de 30 millones de dólares. Los trabajos de explotación del manganeso del Valle de Rio Salgado están ya bastante avanzados y los técnicos calculan que la exportación de mineral podrá alcanzar rápidamente la cifra de 300.000 toneladas anuales. Cuando estén terminadas las instalaciones secundarias...

Lucas Puccini releía el comentario. Se sentía aún lejos de negocios como éste, negocios que supusieran, no millones de reis, sino millones de dólares. Soñaba con empresas como la del Valle, con alianzas tan poderosas como las de Costa Vale.

Dejó el periódico, pensaba en el banquero. Cuando era un simple funcionario del ministerio de Trabajo, Lucas Puccini solía admirar desde una ventana las oficinas del banquero, la galería de su despacho. Costa Vale simbolizaba todo lo que él deseaba ser y poseer. Después, un día, fue a verle para pedirle un crédito, con ocasión del negocio del algodón, su primer negocio importante. El banquero apenas le recibió, inmediatamente le pasó a un gerente. Había sido algo humillante. Pero Lucas, luego, se había vengado. Había obtenido el contrato para equipar la Fábrica de Motores, contrato al que optaba también Costa Vale. Y ahora, de nuevo competían ambos por las obras de la Baixada Fluminense.

Lucas movía cielo y tierra para obtener el contrato, pero Costa Vale tampoco estaba inactivo: el ministro Artur Carneiro Macedo da Rocha era hábil en estos asuntos, más hábil incluso que Eusebio Lima... Era un enfrentamiento complicado...

Para Costa Vale, aquel contrato representaba sólo incrementar un poco el número de sus millones. Ni siquiera aparecía en el asunto. Los autores de la propuesta eran la comendadora da Torre y César Guilherme Shopel, pero quien decía la comendadora y Shopel, decía Costa Vale. Había una estrecha alianza entre la viuda y el banquero, y en cuanto a Shopel, no pasaba de ser un hombre de paja que se beneficiaba con las migajas. Sin embargo, para Lucas aquel contrato tenía una importancia primordial: sería su mayor negocio.

Piensa en esto, mientras repite de vez en cuando la impresionante cifra:

—¡Treinta millones de dólares... Santo Dios!

«¿Y si fuera a ver a Costa Vale para proponerle una sociedad conjunta para lo de la Baixada...? Quién sabe si...»

La idea le hizo levantarse de la silla, y la maduró yendo y viniendo por el despacho. Acabó por ponerse la chaqueta, calarse el sombrero y salir hacia el banco. Esta vez Costa Vale no le hizo esperar, no lo recibió diciéndole que tenía sólo unos minutos disponibles. Al contrario, le ofreció una butaca, le tendió la caja de puros y le preguntó amablemente:

—¿En qué puedo servirle, señor Puccini?

—He venido a verle para hablar de las obras de la Baixada Fluminense. Opto al contrato, y me he enterado de que también usted lo hace. Creí que tal vez...

El banquero le interrumpió:

—No, no. Está usted equivocado. Quienes han presentado su opción son dos amigos míos, la comendadora da Torre y el poeta César Guilherme Shopel. Es con ellos con quienes debe usted hablar...

—Bueno, en este caso... Yo había pensado en una propuesta que lograra conciliar mis intereses y los intereses que creía suyos, señor Costa Vale. Por eso he venido a verle. Es una pena, porque creo que mis proyectos son interesantes. En fin, ya veré lo que hago.

—¿Y por qué no va a ver a la comendadora?

—No la conozco. Una vez estuve en su casa, hace años, en un homenaje al Dr. Getúlio. Nunca la he vuelto a ver, seguro que ella ni sabe quién soy...

—Por eso no se preocupe. Yo le presentaré a la comendadora —miró con sus ojos fríos a aquel hombre aún joven, con aire victorioso, sentado ante él—. He ido siguiendo su carrera, señor Puccini. Recuerdo que una vez estuvo aquí para presentarme un proyecto. Necesitaba un crédito. No presté atención a su plan. Me pareció absurdo; creí que era peligroso arriesgar dinero en él. Y usted lo llevó adelante, pese a todo, y lo realizó, y acabó por demostrarme que yo estaba equivocado. Y no me gusta equivocarme dos veces, especialmente con la misma persona. Veamos: ¿cuáles son sus planes?

Lucas sonrió:

—Pero... En fin, el proyecto está en relación con lo de la Baixada Fluminense. Preciso a alguien que esté interesado en este negocio, y veo que no es éste su caso... Me ha dicho usted que la comendadora da Torre...

Costa Vale no se dio por aludido, ni por la sonrisa ni por las palabras de Lucas:

—Conozco la propuesta que usted ha presentado en el ministerio de Obras Públicas sobre la Baixada. Lo que usted promete hacer es sencillamente irrealizable. Es algo que jamás podrá realizar.

—Mi proyecto presenta para el país unas ventajas que ninguno de los otros ofrece. En cuanto a realizarlo, es cosa mía... Lo que sí es cierto es que ninguna otra propuesta, ni siquiera la de la comendadora, puede presentar las ventajas de la mía. Los técnicos la apoyan. Puedo ganar el concurso...

—¿Y de dónde va a sacar el capital inicial?

—Ahí está el problema. Yo había pensado: los dos estamos interesados en la Baixada Fluminense, el Sr. Costa Vale y yo —hizo un gesto como disculpándose—. Pensaba que Shopel presentaba su propuesta en nombre de la comendadora y en el de usted.

—¿Y entonces?

—He presentado el mejor proyecto. Tengo buenos amigos, tengo buenas posibilidades de ganar. Usted tiene capital —sonrió una vez más—. Y no sólo capital, sino también un proyecto y excelentes amigos... ¿No sería mejor que nos asociáramos en vez de luchar por la misma concesión?

Miró al banquero:

—Hablando francamente: para usted ese contrato no es cosa de vida o muerte, para mí, en cambio, es muy importante. Estoy dispuesto a jugármelo todo para hacerme con él. A no ser que vayamos juntos en un tercer proyecto, del que tengo ya ideas, y que acabaría con la competencia. Un proyecto que no es irrealizable, como el mío, ni tampoco interesante como el de... la comendadora...

Costa Vale le miró un momento, como midiéndole y sopesándole, juzgando su valor real:

—Bien. ¿Por qué no? Si su proyecto es realmente interesante ¿qué nos impide marchar juntos? Exponga sus planes, estoy dispuesto a escuchar.

Lucas Puccini empezó a hablar. Costa Vale había dejado de mirarle. Ahora garabateaba en una cuartilla. Cuando Lucas terminó, dijo:

—Sí, efectivamente, su proyecto es interesante. Hay que estudiarlo mejor, modificar un par de puntos —los mencionó. Lucas estaba admirado de la prontitud con que Costa Vale había captado enteramente su idea e incluso la mejoraba—. En principio, estoy de acuerdo con usted para unirnos y realizarlo. Pero tengo que pensar y, sobre todo, hablar con la comendadora. Si puede esperar ocho días, le haré saber dónde podemos reunirnos para hablar de este asunto.

Realmente, unos días después, Puccini recibió una amable invitación de la comendadora, luego una llamada telefónica del banquero pidiéndole que acudiera con alguna anticipación sobre la hora fijada para la cena: para discutir los tres antes de la llegada de los invitados.

Lucas lo hizo así, y aquella tarde se pusieron en marcha los planes conjuntos para las obras de la Baixada Fluminense. Lucas y la comendadora retirarían las propuestas anteriores, y Shopel, en nombre de todos ellos, presentaría una nueva. Discutirían los detalles sobre la distribución de capital y los puestos directivos de la nueva sociedad. Lucas se había mostrado firme en sus propuestas, quería causar buena impresión al banquero y a la comendadora, y lo consiguió. La vieja comendadora, especialmente, quedó encantada. Le gustaban los jóvenes, y no ocultó su entusiasmo a Costa Vale:

—Te lo aseguro, José, este muchacho vale la pena. Tiene cabeza, no es un maniquí como esos que una encuentra en las fiestas, calaveras e hijos de papá como Paulinho.

Costa Vale se echó a reír:

—¡Y yo que creía que Paulo era tu ideal...! Te empeñaste de tal modo en casarle con Rosinha... Por lo visto has cambiado de gustos...

—No he cambiado nada. ¿O crees que no sabía quién era Paulo? Pero le necesitaba, ya sabes, para...

—...para dar nombre a la familia... —completó el banquero con una risa divertida.

—Exactamente, José. Para darle nombre. También eso es necesario. Paulinho tiene sus fallos, y pagué su precio, como tú sueles decir. Fue un poco caro, pero en fin... La verdad es que necesitamos gente como Artur y como Paulo. Pero de ahí a compararle con un muchacho como ese Lucas... Ese sí que tiene la cabeza en su sitio, José.

El banquero respondió con seriedad:

—Es un chico de futuro, sí. A veces me parece un poco aventurero, pero eso es cosa de la edad. Se le pasará.

—Cada uno tiene sus fallos —concluyó la vieja, como si respondiera, no al banquero sino a un pensamiento íntimo.

La cena fue muy agradable. La comendadora, a la cabecera de la mesa, había colocado a Costa Vale y a Lucas a cada lado, junto a ella, frente a frente. Era una cena íntima: Marieta, Teo Grant, la sobrina de la comendadora, Venancio Florival, Susana Vieira, Bertinho Soares, el profesor Alcebíades de Morais, aún escocido por los acontecimientos del Teatro Municipal.

Aquellos acontecimientos llenaron gran parte de la conversación. Había terminado la guerra ruso-finlandesa, discutieron sobre el Ejército Rojo y se mostraron de acuerdo en que, pese a haber vencido a los finlandeses, los rusos no tenían un ejército capaz de hacer frente a los alemanes si Hitler se lanzaba al ataque. Marieta examinaba a Lucas Puccini. La presencia del joven industrial hacía revivir en ella recuerdos olvidados: los amores con Paulo, las historias de Manuela, sus celos y sus planes. Todo aquello le parecía ahora distante y sin interés, ya nada le decía; el joven Grant ocupaba por completo sus pensamientos y sus horas libres. Por eso, con voz indiferente, pidió noticias de Manuela:

—¿Y su hermana? ¿Sigue teniendo tanto éxito?

Lucas relató brevemente los progresos de la hermana. Estaba ahora en La Habana, y los elogios de los críticos eran unánimes. Volvería a Brasil en invierno, con la compañía, para pasar una temporada en Río. Luego, con un largo contrato, la compañía saldría de tournée por los Estados Unidos. Bertinho Soares se deshacía en elogios a Manuela: le había visto bailar en Río, ¡algo inolvidable! La comendadora sonrió a Lucas:

—Realmente, somos viejos amigos. Fue aquí donde su hermana bailó por primera vez. Cualquier día mandaremos poner una placa en la sala.

Todos eran muy amables con Lucas, y Venancio Florival se empeñaba en recordarle cómo se habían conocido, después del golpe del Estado Novo, con aquel negocio del café...

Pasaron luego a la sala de música, y antes de que Grant se apoderara del piano y empezara a cantar, la comendadora le dijo a la sobrina soltera, Alina, que «mostrara lo que había aprendido en el colegio». La muchacha obedeció, mientras la vieja le susurraba a Lucas, sentado a su lado:

—Educación esmerada en el mejor colegio de monjas, una perfecta ama de casa, ¿no cree?

—¡Es guapísima! —exageró Lucas.

Entró un criado con las bebidas. Alina asesinaba a los clásicos aporreando el piano. Teo y Marieta se cruzaban sonrisas divertidas. Costa Vale se retiró: tenía todavía un compromiso aquella noche. Alina abandonó al fin el piano, entre unos aplausos protocolarios. Teo se precipitó en una pirueta, la música de un fox llenó la sala. Lucas, que no entendía nada de música, elogiaba cortésmente a Alina, que se había sentado al lado de su tía. Marieta bailaba con Bertinho, experimentando, como una adolescente alocada, nuevos pasos extravagantes de las danzas norteamericanas. Junto a una ventana, el profesor Alcebíades de Morais, resfriado y fúnebre, le echaba un discurso a Venancio Florival. La comendadora miró, con sus ojitos maliciosos, a Lucas y Alina:

—Lucas, ¿por qué no saca a bailar a la pequeña?

Lucas se disculpó, se abrochó la americana, tendió la mano a la sobrina de la millonaria. La vieja millonaria sonreía entre las arrugas haciendo planes.

5

El día antes de salir para Lisboa, Paulo recibió una carta de Shopel, larga y divertida, contando las últimas novedades de Brasil. Eran los días trágicos de la capitulación del gobierno francés. Las tropas nazis avanzaban hacia París. En la mesa de un café, en el Boulevard Saint Germain, envuelto en el nerviosismo de la ciudad amenazada, observando la aflicción de hombres y mujeres, Paulo se divertía con los comentarios del poeta sobre los acontecimientos de la vida brasileña.

En París había empezado el éxodo, millares y millares de personas se dirigían al sur, huyendo del invasor. Se oía ya el tropel de las botas alemanas marchando hacia la ciudad ilustre y bella. Los nazis aún no habían llegado, pero su presencia se descubría en los rostros cargados de dramatismo, en las caras de amargura, en el paso apresurado de la gente. Un joven delgado, casi un niño, vestido con pantalones de golf, pasó pedaleando en una bicicleta. Su pequeño equipaje, una simple bolsa, debía de pesar en la parte trasera del vehículo. ¿Cuántos centenares de kilómetros tendría que hacer en su fuga?, se preguntaba Paulo. Una muchacha, también en fuga, le había recordado a Manuela.

De Manuela le hablaba Shopel en su carta. Le esperaban en Río, con la compañía de ballet, de regreso de la gira triunfal por la América española. Los carteles del Teatro Municipal anunciaban la próxima temporada de ballet y el nombre de Manuela Puccini figuraba en grandes caracteres entre los nombres de los dos principales bailarines. Shopel se quejaba de la ingratitud de la joven, que jamás le había enviado siquiera una postal.

Hablaba también de Marieta, «al fin se decidió a olvidarte en los brazos deportivos de un norteamericano, un tal Grant, a quien no conoces, y que es el actual niño bonito de la sociedad paulista»; hablaba de Costa Vale y de la política brasileña: «Getúlio está cada vez más alemán, sólidamente alemán. Los amigos norteamericanos andan rabiando. Nuestro patrón, Costa Vale, no oculta su decepción.» Y le preguntaba a Paulo: «Tú, que estás ahí, en medio de ese torbellino de la guerra, puedes juzgar mejor los destinos del mundo. ¿Qué piensas de todo eso? ¿Veremos algún día a Costa Vale, con la camisa parda, saludando brazo en alto a nuestro querido y aburridísimo Alcebíades de Morais?»

Sí, para Paulo no había dudas: Francia había acabado para siempre, se repetía a sí mismo. Hitler era el dueño de Europa. Lo que significaba ser dueño del mundo. El anunciado milenio nazi empezaba ya. Paulo dejó de leer para contemplar el rostro ansioso de los franceses, el paso atropellado de los vehículos conduciendo fugitivos. En la embajada habían leído el llamamiento de Maurice Thorez y de Jacques Duclos al pueblo francés. Para los comunistas, la guerra continuaba. Pero, ¿qué podían hacer ellos ante las tropas alemanas? «Entre los nazis alemanes y los comunistas, antes los nazis», repetía días antes en la embajada un industrial francés, deseoso de transferir capitales a Brasil. Y ésta era la opinión generalizada en los círculos frecuentados por Paulo. Hacía apenas un mes había cenado en casa de una familia importante, y allí oyó, del dueño de la casa, un hombre extrañamente parecido a Costa Vale, un comentario idéntico:

—Nadie más patriota que yo. Por eso puedo afirmar: la salvación de la patria depende de los alemanes. Sólo ellos pueden salvarla de los comunistas.

A Paulo, lo que más le preocupaba era la fisonomía exterior de París, lo que era «su» París: la vida nocturna, un poco los museos, las galerías de arte, los cafés literarios. Era todo lo que conocía de la vida francesa. Del pueblo francés, no sabía nada. «¿La ocupación alemana cambiará la vida de París? ¿Encontraré al volver una ciudad diferente, perdida su alegría de vivir?», se preguntaba.

Porque él se iba. Le habían trasladado a Lisboa, a petición de la comendadora da Torre. Se había retrasado para seguir el dolor de París en vísperas de la ocupación, el afligido pasar de la gente en fuga, el aire de agonía en las calles y en la gente. Aquello era algo capaz de sacudir el hastío cotidiano de su vida. Había enviado a Rosinha a Lisboa, acompañada por el conde Saslawski, provisto ya de visado brasileño. Y él se había quedado allí, exaltado por el espectáculo del éxodo, del luto y del dolor. Jamás las boites habían estado tan frecuentadas, jamás había sido mayor la animación. Paulo pensaba en una carta de respuesta a Shopel, contándole sus observaciones: «Se ha acabado Francia, mi querido amigo; el pueblo francés ya no existe. Lo único que queda, son los cabarets.» Una observación definitiva.

Volvía a leer la carta de Shopel, las noticias de Brasil, incidentes comerciales y sociales que parecían ridículos e insignificantes leídos allí, en un café de Saint Germain, ante aquella ciudad bajo el peso de la catástrofe. Pasaban monjas en bicicleta. ¿Huirían también ellas? Shopel escribía: «La noticia más sensacional es nuestra alianza con Lucas Puccini, el hermano de Manuela. Somos socios en un gran negocio y ahora el «tiralevitas» es persona grata, no sólo en casa de Costa Vale, sino también en la de la comendadora, en tu casa. Y, por cierto, le ven por todas partes con tu cuñada Alina. No te sorprenda si la cosa acaba en boda... Con el Estado Novo, hijo mío, todo es posible en Brasil.»

«Con el Estado Novo y con la comendadora...», pensaba Paulo. La vieja era capaz de todo, hasta de casar a su otra sobrina con aquel don nadie si veía que era hombre capaz de dirigir sus negocios. Sería humillante, desde luego, y se lo había dicho a Rosinha cuando, por una carta de la comendadora, se dio cuenta de su entusiasmo por Lucas. Pero la muchacha se había limitado a responder:

—Si la tía lo decide, no hay nada que hacer. Cuando se empeña en una cosa, no admite consejos. Decide y hace. Así ocurrió con lo nuestro.

Decía y hacía. Era realmente así. Había decidido alejar a Rosinha de Francia en guerra y obtuvo el traslado de Paulo a Lisboa, sin hacer caso de las protestas del muchacho. Y si decidía introducir a Lucas Puccini en la familia, nadie iba a impedírselo. Para Paulo, aquélla era una noticia más desagradable que la inevitable entrada de los alemanes en París. Por un momento olvidó la multitud en torno, el excitante espectáculo del dolor a la vista de todos. ¿Por qué diablos no se moría de una vez aquella vieja comendadora, dejándole en paz?

Volvió a sonreír al leer la postdata de la carta de Shopel: «Me dejaba en el tintero el mejor chiste del año: Bertinho Soares y Susana Vieira se han casado. Ella apareció vestida de virgen, con velo y guirnalda. La broma del siglo. En cuanto a él...», y seguían unas expresivas palabrotas.

Metió la carta en el bolsillo, intentó interesarse de nuevo por la visión triste de la calle, pero su pensamiento estaba en São Paulo, en aquella amenaza de Lucas Puccini como cuñado. Antes preferiría a Bertinho Soares, con todos sus vicios, que no aquel tipo salido de la nada, aún ayer un simple empleadillo de comercio, sin nombre y sin familia. Paulo veía claramente que si Lucas entraba en la casa, sería él quien mandara, quien dirigiera negocios y vidas. Sería para él, Paulo, lo que Costa Vale era para Artur. Y se acordaba de una teoría de Shopel: «De la misma manera que en el pasado los literatos y artistas pertenecían a la casa noble de los príncipes, hoy pertenecemos a la casa de los industriales y los banqueros.» Entonces se habían reído; hoy Paulo no tenía ganas de reír: Lucas Puccini era demasiada humillación...

Entró en el interior del café, indeciso entre pedir otro cóctel o pagar la cuenta e irse. Fue entonces cuando vio, sentado en una mesa, en un rincón, leyendo un periódico, a un hombre de fisonomía conocida. ¿Dónde había visto aquel rostro simpático, aquellos ojos llenos de curiosidad? Hizo un esfuerzo de memoria, el otro desviaba la mirada del periódico y la paseaba por el café como si esperara a alguien. Tropezó con la mirada de Paulo clavada en él. ¿De qué le conocía?

Apolinário, cuando sus ojos tropezaron con Paulo, controló su primera reacción de desagrado. Tenía una cita con un compañero en aquel café y no le gustaba encontrarse allí con el secretario de la embajada, pero, ¿qué hacer? El diplomático le había reconocido, le saludaba con la mano, se dirigía a su mesa. Lo mejor era saludarle también, echar una parrafada, librarse de él sin que desconfiara. Por otra parte, la compañía de un hombre con un cargo oficial como Paulo, le beneficiaba más que perjudicaba. Tendió la mano:

—Buenos días, ¿cómo va eso?

—Ahora me acuerdo —dijo Paulo—. Nos encontramos en la embajada, ¿no?

—En el consulado.

—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Hablamos de Francia y la guerra. Tenía yo razón, ¿lo ve? —con un gesto indicaba la calle, los vehículos de los fugitivos—. Francia está acabada.

—¿Acabada? —el joven ex oficial hablaba lentamente, como pesando cada palabra—. No ha sido el pueblo francés quien se rindió.

—¿El pueblo francés? Mire: todo el mundo tratando de huir. El pueblo francés ya no existe. Jamás se irán de aquí los alemanes. Francia ha quedado reducida a un país agrícola. Jamás se volverá a hablar de la Francia eterna.

—Pues yo tengo confianza en los franceses. No hablo de esta gente superficial que se encuentra en los cafés. Hablo del verdadero pueblo francés...

—¿El verdadero pueblo francés? ¿Qué quiere decir con eso? ¿Los comunistas quizá? He leído el llamamiento de Thorez. ¿Qué van a hacer contra los alemanes? Dentro de poco no quedará ni un comunista como recuerdo, ni en Francia, ni en el mundo. Vamos a vivir la era del fascismo universal. Fíjese en Brasil: Getúlio se adelantó y ya tenemos el Estado Novo.

—¿Ha recibido noticias de Brasil? —preguntó Apolinário, interesado en desviar la conversación.

—Sí. Todo igual. Getúlio se inclina hacia los alemanes y se habla incluso de una remodelación del gabinete. Pero siempre se habla de eso. La verdad es que donde se está decidiendo la política brasileña es aquí. Con Hitler dueño de Europa...

—Aún no es dueño de Europa.

—¿Se refiere a Rusia? Será un paseo, un desfile, no una guerra de verdad. Ya verá cuando llegue el momento. Y recuerde que mis profecías se cumplen...

—Pues yo continúo dudando de sus profecías.

Paulo se mostraba interesado:

—¿Va a seguir aquí, en París? Casi todos los brasileños se han ido ya a Portugal, o directamente de vuelta a Brasil.

—Continuaré por aquí algún tiempo, no puedo abandonar mis negocios.

Paulo pagó y se despidió:

—Adiós. También yo me voy a Lisboa. Me han trasladado. Cuando acabe la guerra, volveré a París, y si nos encontramos, ya verá como me dará la razón. ¡Hitler será el señor de Europa, emperador del mundo!

—O colgará de una horca —dijo suavemente Apolinário, estrechando la mano tendida de Paulo—. Buen viaje.

Acompañó a Paulo con la mirada, le vio entrar en el automóvil de matrícula diplomática, marchar inmediatamente. Miró él también el espectáculo de la calle, pero con ojos diferentes a los de Paulo. El gobierno había entregado a Francia, vendido a la patria, traicionando al pueblo. Ahora el pueblo tendría que recuperar su patria, su libertad, su independencia. También él había leído el llamamiento de Thorez y de Duclos, el dramático y glorioso llamamiento del Partido. Y lo había leído en la casa de unos compañeros, en un suburbio obrero, donde no había rostros desesperados, sino decididos. Podría él también haberse marchado, alcanzar Lisboa, seguir desde allí a México o al Uruguay, pero se había quedado.

Un día el Partido brasileño le había mandado a una España en guerra, le había encomendado una tarea de honor: combatir al fascismo con las armas en la mano. La guerra de España había terminado, él había huido del campo de concentración, se había unido a los camaradas franceses. El Partido francés llamaba al pueblo a la resistencia. ¿Qué era aquella resistencia contra el invasor nazi sino la continuación de la guerra de España, un nuevo acto de la gran lucha universal por la libertad del hombre? Su lugar estaba allí, ya que no podía estar en Brasil. Como un soldado del Partido brasileño, solidario con sus camaradas franceses en una hora de angustia y de peligro.

Van a empezar los días de la resistencia. No tardarán en resonar en las calles de París los pasos de los soldados de la ocupación. Pero, al contrario de lo que pensaba Paulo, no iban a ser recibidos por un pueblo vencido, por un humillado rebaño de siervos. El llamamiento del Partido había despertado el corazón de la Patria, erguía el ánimo de todos los patriotas. Apolinário lo había comprobado en la reacción de sus compañeros en las viviendas obreras. Francia no estaba muerta, vivía en cada uno de los que se disponían a resistir al invasor, a hacerle frente en la clandestinidad. Y él, Apolinário, no quería ser un simple espectador de aquella lucha. Participaría en ella. Ésa era su tarea de comunista.

Entró una pareja en el café, hablando en voz alta. Apolinário reconoció al compañero francés a quien estaba esperando. Venía con una joven de aire risueño de estudiante. Se sentaron a su mesa. El compañero dijo en voz baja:

—Raymond, te presento a Germaine. Ella será tu enlace.

Apolinário tendió la mano por encima de la mesa, sonrió a la muchacha, su rostro se iluminó. La lucha contra los nazis iba a comenzar.

6

Las declaraciones sensacionalistas de la policía anunciando la detención de la casi totalidad de dirigentes nacionales y estatales del Partido Comunista y el desmantelamiento total de la «organización subversiva» vinieron a calmar los comentarios provocados por el discurso del presidente de la República y sus consecuencias inmediatas: la renuncia de Artur Carneiro Macedo da Rocha a su cartera de Justicia, y la nota del palacio presidencial diciendo que el discurso había sido «mal interpretado». Mister Carlton había llegado apresuradamente a Río de Janeiro, habló con Costa Vale y con el embajador norteamericano. La ciudad hervía en rumores y Hermes Resende afirmaba en las tertulias de las librerías que Getúlio tenía sus días contados en la presidencia.

Tras la caída de París, Vargas había pronunciado un discurso en un navío de guerra sobre diversos temas de política internacional. Era prácticamente una declaración de amor a Hitler. El escándalo provocado por las afirmaciones del dictador había repercutido no sólo en Brasil sino también, y de manera principal, en el extranjero. Las acciones de la Empresa del Valle de Rio Salgado habían sufrido una caída brusca en la Bolsa de Nueva York, y, en Río, Artur había presentado su dimisión. En unas declaraciones a la prensa, decía que dejaba el ministerio a causa de sus precarias condiciones de salud, agravadas por el exceso de trabajo. Pero todos sabían el verdadero significado de su gesto: amenaza de retirada del apoyo a Getúlio por el grupo de financieros y hacendados vinculados a los intereses norteamericanos. Por otra parte, la presión norteamericana se hizo sentir en seguida en los violentos comentarios de la prensa yanqui, en los contactos con los embajadores en Rio y en Washington, en las críticas al Estado Novo. Dos o tres días después de pronunciado el discurso, la Agencia Nacional había distribuido una nota a la prensa aclarando el «verdadero significado de las palabras del Presidente, cuyo sentido había sido desvirtuado».

—Ha hecho marcha atrás —dijo Costa Vale, mostrando el periódico a mister John B. Carlton.

El millonario norteamericano movía la cabeza:

—No es un hombre seguro. No sé hasta dónde podemos realmente confiar en él.

—Pues esta vez se ha llevado un buen susto. Seguiremos de cerca lo que haga. La lección le va a servir.

Habían sido días de rumores, de comentarios nerviosos, de cierta expectativa tensa. Todo se calmó con el anuncio hecho por la policía de Río de la detención «tras un prolongado y tenaz trabajo», de los componentes de la dirección central del Partido Comunista y de los componentes de las direcciones regionales de São Paulo, de Pernambuco, de Pará, de Rio Grande del Sur. Las fotografías de los detenidos encabezaban los titulares de los periódicos. La policía anunciaba un gran proceso en el que figurarían como acusados, no sólo los elementos ahora detenidos, sino también Luis Carlos Prestes. Prestes era responsabilizado de toda la actividad ilegal del Partido, pese a encontrarse preso e incomunicado desde comienzos de 1936, condenado a dieciocho años de cárcel. Y la información de la policía no se limitó aquella vez a los periódicos. También las emisoras de radio hablaron largamente sobre las detenciones, y se filmó un documental cinematográfico, mostrando los locales donde habían sido detenidos los comunistas, la imprenta de Río, el material encontrado (entre él muchos números de la revista Perspectivas) y los originales de volantes y artículos.

El jefe de la policía federal afirmó, en una declaración a la prensa, reunida en su despacho:

—El Partido Comunista de Brasil ha dejado de existir. De una vez y para siempre. Ha sido enteramente liquidado. El sueño de la familia brasileña no volverá a ser perturbado por los agitadores rojos. Ha sido el golpe definitivo.

7

A la pregunta del hijo, balbuceada con su voz infantil, Mariana respondió distraídamente. Acarició la carita y el pelo del niño, con el oído atento a los pasos de la calle, esperando ansiosa la llegada de su madre. ¿Qué noticias le traería? ¿Cómo se encontrarían João y los demás camaradas?

Al fin se había acabado la incomunicación de los presos. Les habían llevado de la comisaría a la cárcel, y las familias, aquel miércoles —día de visita en la cárcel— habían intentado ponerse en contacto con los detenidos. Olga les había dado la información.

Al enterarse de la detención del Rubio, Olga había venido de Campos do Jordão (donde había permanecido bajo tratamiento durante todo aquel tiempo; también ella tenía una infiltración, se había contagiado) y se había dirigido directamente a la policía en busca de noticias. Le interrogaron largamente, durante horas, le hicieron volver días después, seguramente para controlar sus afirmaciones. Volvía todos los días, se quedaba esperando en los corredores, hasta que al fin, al cabo de un mes, Barros le dijo que podría ver y hablar con el Rubio al día siguiente. Pero tampoco se lo permitieron entonces. Tuvo que esperar casi una semana, y la fruta que había comprado para él estaba ya casi podrida.

Al fin, un día, le dijeron que esperara en una sala, y minutos después entró el Rubio, acompañado de un policía que se mantuvo presente durante la corta entrevista. Olga no pudo contener las lágrimas al ver el aspecto de su marido: parecía un cadáver sacado del sepulcro. La luz que entraba por las ventanas enrejadas le hacía cerrar los ojos. Había pasado todo aquel tiempo incomunicado, en una celda solitaria, sin luz ni aire, húmeda y con olor a moho. No estaba pálido, estaba lívido. La piel del rostro había adquirido un tono de cera y ya casi no podía hablar. La voz, cavernosa y ronca, surgía arrancada con esfuerzo desde el fondo del pecho. Sólo la sonrisa bondadosa continuaba iluminándole los labios:

—¿Estás mejor? —preguntó a Olga.

—Ya estoy bien.

—Tienes que buscar trabajo para ti. Algo que no sea muy pesado para tu salud. Esta vez me van a caer muchos años. No nos van a soltar tan fácilmente.

Le informó de la marcha del proceso: iba a comenzar la instrucción, ya habían nombrado al juez, pasarían todos a la cárcel, la investigación de la policía ya estaba terminada. Poco más que eso le pudo decir: no sabía siquiera cuántos eran los detenidos, había pasado aquel mes en constante oscuridad y en el silencio de la celda solitaria. Había visto a João y a Oswaldo en un pasillo, la noche de la detención, y ya no había vuelto a verles. Aquella misma mañana le habían dicho que iba a iniciarse la fase de instrucción del proceso.

Olga había reunido fuerzas para preguntar:

—¿Te han maltratado?

En el primer interrogatorio le apalearon. Había asumido la responsabilidad de sus actos como dirigente comunista, reafirmó su condición de líder proletario, su confianza en el Partido y en la Unión Soviética, pero se negó a responder a cualquier otra pregunta. Al darle los primeros golpes, empezó a escupir sangre. Ante el temor de que muriera durante el interrogatorio, cuando ya había sido divulgada la noticia de su detención, le mandaron a la celda. Dos veces fueron a buscarle durante aquel mes de constantes interrogatorios: la primera para un careo con Heitor Magalhães. El ex-tesorero de la regional le había identificado y luego le acusó de una serie de hechos absurdos, acusaciones que fueron rebatidas por él. La otra vez fue para mostrarle las piezas de acusación, fundadas todas en las afirmaciones de Heitor.

En la policía, Olga consiguió la confirmación de la noticia: serían llevados todos a la cárcel, donde eran posibles las visitas. Ésa era la esperanza de Mariana. No podía ir a ver a João, pues ella había sido uno de los raros elementos que se habían librado de la caída de la regional, pero mandó a su madre a casa de Olga y de las familias conocidas para pedirles que preguntaran a los otros noticias de su marido. Primero había pensado enviar a su madre directamente a la cárcel, donde podía presentarse como madre o tía de João. Pero temía un encuentro de la anciana con Barros. Éste le reconocería, y tal vez fuera una pista. Se contentaría, pues, con noticias indirectas.

Al sobrevenir las detenciones, tan inesperadas y repentinas, estuvo a punto de perder la cabeza. En un abrir y cerrar de ojos habían caído casi todos los compañeros. Si pudo librarse ella, fue sólo por casualidad: tenía que ver a Cícero d'Almeida para recoger dinero. Últimamente le habían encargado las finanzas de la regional, desligándole de su tarea anterior en el comité de zona. El escritor tenía que entregarle una cantidad recogida entre los simpatizantes, y habían fijado el encuentro para la noche, a la puerta de un cine. Entrarían juntos, él le pasaría el dinero y ella se iría. Había llegado a la hora fijada, compró la entrada, y estaba esperando cuando oyó la insistente bocina de un automóvil. Cícero, al volante, con la puerta abierta ya, la llamaba con la mano. Mariana se acercó:

—Entra rápido...

Se dirigió hacia los barrios elegantes, mientras le explicaba:

—La policía está deteniendo a todo el mundo. La gente de Río ha caído. Parece que alguien ha hablado y entregó a la dirección y a las regionales. Es la peor caída de los últimos tiempos.

El propio Cícero no estaba detenido porque su hermano Raymundo, hacendado y gran productor de café, había recibido una información confidencial de Río y llegó a su casa poco antes que la policía. Ni tiempo tuvo para despedirse de su mujer. El hermano le hizo salir a toda prisa:

—Si te cogen, esta vez sí que no voy a poder soltarte.

Había logrado, con muchas dificultades, desembarazarse de su hermano para acudir a la cita con Mariana. Por lo visto, habían efectuado más de cuarenta detenciones: incluido todo el secretariado regional. Aquella última información la había obtenido Raymundo de la misma policía, al volver a casa de Cícero a petición de Gaby: los policías estaban allí, dirigidos por Miranda, y se vanagloriaban de su éxito.

—Tengo una casa donde puedes esconderte.

—Pero, ¿y mamá y el niño?

—Quizá estés a tiempo aún...

Aún había llegado a tiempo. Los policías no llegaron hasta la mañana a la casa habitada por Mariana, y la encontraron cerrada. Habían intentado, ella y Cícero, avisar a algunos otros compañeros. Tenían, sin embargo, pocas direcciones y les fue fácil observar el movimiento de automóviles de la policía en las calles por donde pasaban. Cícero terminó por dejarle en una nueva casa, explicándole:

—Tengo que estar fuera de São Paulo durante un tiempo. Andan detrás de mí y si me cogen no me voy a librar del proceso. Y, hablando de eso, Marcos ha sido detenido también, en Río. Y nos han cerrado la revista.

Su primera impresión, días después, era que sólo ella y Ramiro habían escapado. El portugués, cuidadosamente escondido, le ayudó bastante en aquellos primeros días:

—Estás loca... ¿Ir a la policía a saber de João? ¿Para qué? ¿Crees que te van a dar noticias? Lo que harán será detenerte inmediatamente. Esta vez están bien informados. El que habló en Río, nos la hizo, ¡Vaya si nos la hizo!

Sí: aquella idea se le había pasado por la cabeza: ir a la policía, declarar su condición de esposa de João, pedir noticias. Al fin —le explicaba a Ramiro— no sabían quién era, buscaban a una tal Lidia, militante del Partido, comprometida en la fuga de Ramiro y en el escándalo del Teatro Municipal. Pero el portugués le mostró el peligro de dar semejante paso: estaba fichada desde los tiempos de aquella antigua detención, cuando trabajaba en la fábrica de la comendadora da Torre. Y nadie sabía hasta dónde estaba informada la policía, ni cómo estaban reaccionando los presos ante las torturas. Era una idea absurda, ella no tenía derecho a exponerse, la libertad de cualquier militante era ahora un bien precioso:

—¿Has pensado en el trabajo que nos espera? ¿No has leído la declaración del jefe de la policía? Ha afirmado que el Partido está definitivamente liquidado. Lo que tenemos que hacer es reagrupar a los camaradas que quedan y volver a empezar. Aunque sólo sea para dejarle en ridículo...

Alzó el rostro hacia ella, su rostro adolescente, pero madurado súbitamente por el peso de la responsabilidad:

—¿Cuántos quedaremos? Media docena quizá. Pero aunque fuéramos tú y yo solos, nuestro papel es continuar el trabajo, poner en marcha de nuevo el Partido. Antes de llegar tú, yo estaba destrozado, pensando que era el único que quedaba del Partido aquí en São Paulo. Estaba abrumado por la responsabilidad, pero dispuesto a ponerme en marcha.

—Eso es lo que hay que hacer: ponerse en marcha...

Durante toda aquella conversación con Ramiro, Mariana había recordado constantemente al viejo Orestes, muerto años antes, defendiendo una imprenta ilegal. Orestes era de la vieja guardia, como el padre de Mariana, de los que habían puesto los fundamentos del Partido en Sao Paulo. Había muerto al lado de un joven parecido a Ramiro, había muerto sonriendo, amaba la juventud. No existía mayor placer para el viejo italiano que el de conversar con un cuadro joven del Partido, uno de aquellos jóvenes obreros en cuya capacidad él comprobaba la progresiva madurez política del proletariado y de su Partido. Mariana recordaba su entusiasmo por Jofre. ¡Cómo le gustaría conocer al portugués Ramiro, tan joven en edad y tan joven como militante, pero ya capaz de comprender y asumir las pesadas responsabilidades de aquella hora! ¿Cuánto tiempo llevaba en el Partido? ¿Qué edad tenía? Sin embargo, su rostro de adolescente estaba serio; era un hombre completo, como si hubiera recibido como legado toda la experiencia de los viejos cuadros.

Su voz, con su típico acento lusitano, era afirmativa.

—Aunque hubiera quedado sólo uno de nosotros, él sería el Partido. Nadie tiene derecho a desesperar.

Serían estas palabras, sin duda, las que João le diría si pudiera verle y hablar con él. La detención de los camaradas, la de João sobre todo, había sido un golpe fuerte para Mariana. Su corazón estaba destrozado por el dolor; antes del encuentro con Ramiro ni siquiera podía pensar. A medida que el portugués hablaba, Mariana iba recobrando su equilibrio, las cosas aparecían claras ante ella, y se calmaba su dolor por la detención de su compañero. Ahora veía el trabajo que podía realizar dentro del Partido, y era eso lo que le devolvía la lucidez.

—No sé quién puede haber escapado, aparte de nosotros —continuaba Ramiro—. Tenemos que buscar y reunir a los camaradas. Tú conoces el Partido mucho mejor que yo. Creo que debes asumir la responsabilidad de organizar y elegir una nueva regional. Eres el elemento más responsable de cuantos estamos en libertad. A ti te corresponde la tarea más difícil.

Estrechó su mano, volvió a iniciar el trabajo. De vez en cuando llegaba a sus oídos una noticia referente a los detenidos: torturas brutales, un comportamiento heroico. La imagen de João no dejaba de permanecer siempre ante sus ojos, pero ahora ya no se sentía abandonada y perdida como en los primeros momentos. «Él estará sufriendo», pensaba, «De él no arrancarán nada. Tengo que ser digna de él, de su amor, por eso nos amamos.» Trataba de localizar a los escasos camaradas que quedaban en libertad, de reagruparles, de reanudar el trabajo. Había caído la imprenta, pero había una copiadora en casa de un camarada y estaban preparando una octavilla sobre las detenciones. Mariana la había redactado. Eran poquísimos camaradas, un pequeño grupo, algunos estaban amedrentados, la menor tarea costaba un mar de esfuerzo y tiempo. «Somos muy pocos contra un muro de piedra —pensaba Mariana— pero lo fundamental es seguir golpeando, que la lucha no cese ni por un instante.»

Así pasó aquel tiempo, aquel mes, sin duda el más duro de su existencia. Algunos días, ella y su madre comían sólo un pedazo de pan. Escondido en cualquier parte de la casa tenían un sobre con dinero, entregado por Cícero antes de salir. Pero era dinero del Partido, y ella retiraba sólo lo necesario para comprar clichés, tinta y papel para la máquina. Era un dinero sagrado. Comía de lo poco que su madre conseguía, prestado por antiguas amistades.

Por fin, Olga les comunicó su conversación con el Rubio, el traslado a la cárcel, las posibilidades de visita. La madre fue a hablar con familias conocidas, a pedir que se informaran sobre João. Fue sólo a las casas más seguras. Todos respondieron que lo harían con mucho gusto, y que volviera al anochecer en busca de noticias.

Mariana espera a su madre con ansia, sabe que las noticias de João le ayudarán a continuar su tarea, a seguir adelante...

La voz del niño, saludando la silenciosa entrada de la abuela, arranca a Mariana de sus pensamientos. La vieja coge al niño en brazos, busca una silla donde sentarse. La mirada de Mariana le acompaña con una pregunta muda.

—Ya está también en la cárcel, pero aún le tienen aislado de los otros. A Oswaldo también. Les maltrataron... —completó, bajando la cabeza para besar los cabellos del niño.

Mariana continuaba esperando, incapaz de hacer cualquier pregunta. La madre se levantó:

—Él es de los que no hablan, es como tu padre... —murmuró la vieja.

Tendió el brazo libre, atrajo a Mariana. Y estrechó a la hija y al nieto en el mismo abrazo. Una lágrima ardiente, más de orgullo que de dolor, brilló en su rostro sufrido.

—Es como tu padre, de los que se quiebran, pero no se doblan.

Mariana apoyó la cabeza sobre el pecho seco de la madre. Le esperaba un trabajo sin fin. Estaba dispuesta a aceptarlo.

8

El juez era un licenciado con ciertas veleidades intelectuales. En su casa, los sábados, se reunía una tertulia de amigos para «oír música y discutir». Elogiaban su integridad y el brillo de sus sentencias. Aquél era el primer proceso político que tenía que instruir, y les dijo a los amigos que estaba contento. Era una ocasión para estudiar «la inexplicable psicología de los comunistas». Como muchas otras personas, había leído y oído mucho sobre los comunistas, sobre la Unión Soviética. Tenía la cabeza llena de ideas absurdas, pero su curiosidad no era malsana: quería explicarse a sí mismo la abnegación de aquellos hombres por una causa que le parecía tan discutible.

Como la policía había dicho que el traslado de los presos era extremadamente peligroso, había decidido ir a oírles en la propia cárcel. Había estudiado la documentación enviada por la Delegación de Orden Político y Social, una serie de acusaciones monstruosas, basadas casi todas en las declaraciones de los policías. De creer las acusaciones, los procesados eran modelo de depravación moral. La curiosidad del juez había aumentado, y se dirigió a la cárcel con un interés especial para oír al primer acusado. Iba a tener materia para apasionantes discusiones en la tertulia del sábado.

Habían dispuesto un despacho para el juez y sus auxiliares en la administración de la cárcel. El director se acercó a saludarle y se quedaron hablando mientras llegaba el preso. El juez mandó llamar al acusado Aguinaldo Penha, y el director le ordenó a un policía:

—Traiga a João.

Le explicó al juez:

—Usan siempre nombres de guerra.

—¿Y qué hacen en la cárcel?

—Estudian. Los más ilustrados dan charlas para los otros, organizan un «colectivo»...

—¿Un colectivo? ¿Qué es eso?

El director se rió:

—Un término de su argot. Quiere decir que se organizan colectivamente para todo: el estudio, el trabajo, para repartir la comida que algunos reciben. La verdad es que son gente ordenada y con ánimo solidario...

Entró João, seguido de un guardia del presidio. El juez levantó la cabeza y se estremeció. El rostro flaco del preso estaba aún lleno de cardenales, el labio apenas cicatrizado, un brazo en cabestrillo.

—¿Se ha hecho daño? —preguntó.

—La policía me apaleó día tras día durante un mes.

El juez inclinó la cabeza sobre los papeles que tenía delante:

—A ver... Se llama usted Aguinaldo Penha... —ante una señal de asentimiento de João, le invitó—: Siéntese. Vamos a tomarle declaración.

Los funcionarios estaban dispuestos. João quiso saber:

—¿Es usted el juez?

—Sí.

João empezó por protestar contra las violencias y brutalidades de que habían sido víctimas él y otros detenidos. Su voz martilleaba las palabras. Era una acusación terrible contra la policía, contra el Estado Novo, contra el fascismo. Después de las primeras palabras, el mecanógrafo dejó de teclear. Miraba para el juez como consultando: ¿tengo que escribir esas frases del preso? El juez se quedó un momento indeciso. El director de la cárcel iba a decir algo, pero João se adelantó:

—Señor juez, basta mirarme para comprobar las violencias que hemos sufrido. Si usted no desea ser un cómplice más en la farsa de este proceso, debe ordenar que quede registrada mi protesta. Y, por otra parte, me niego a efectuar cualquier otra declaración. Fui objeto de la violencia de la policía, mis compañeros lo fueron también, y exijo que conste mi protesta y que se abra una investigación sobre el mal trato que hemos recibido.

El juez miró una vez más al comunista: el rostro amoratado, las manchas rojas, aquella actitud severa y firme. Dio una orden al mecanógrafo. João continuó. Durante más de media hora, sonó implacable su voz acusadora. Detalló cada violencia, habló de los interrogatorios nocturnos, de la ferocidad de los guardias. Exhibió la mano libre, hinchada por los pisotones recibidos. Mostró el brazo en cabestrillo, partido a golpes. El juez había perdido aquel aire de agradable excitación con que había atravesado las puertas de la cárcel. Aquella larga y detallada descripción de las torturas le hacía estremecerse. El proceso no le parecía ya tan interesante. João concluyó pidiendo que se abriera una investigación para comprobar la responsabilidad de la policía. Debía convocarse a los médicos para un examen pericial y para comprobar en él y en sus compañeros las señales aún recientes de la violencia. Uno de los presos estaba tuberculoso y había pasado más de un mes en una celda solitaria, húmeda y casi sin alimento: un verdadero asesinato. Responsabilizaba de tales crímenes no sólo a la policía, inspectores y comisarios, sino al gobierno, al dictador personalmente. Más de una vez, en la parte final de la acusación, el mecanógrafo quedó indeciso, sin saber si escribir o no. Pero como nada dijo el juez, continuó, cada vez más inclinado sobre la máquina de escribir, como si quisiera ocultar con su cuerpo aquellas palabras candentes.

—Tomaré providencias... —murmuró el juez cuando João terminó—. Pasemos ahora a la declaración propiamente dicha. ¿Sabe usted de qué está acusado?

—No conozco las causas de la acusación.

El juez resumió el contenido del montón de papeles de la policía. Estaba cada vez más nervioso al comprobar que el detenido no había tenido conocimiento previo del proceso, ni disponía de abogado. João le hacía ver cada una de esas ilegalidades y razonaba su protesta. Refutó las acusaciones de la policía, las denuncias increíbles de Heitor Magalhães. Hizo de nuevo profesión de fe comunista, asumió la responsabilidad de sus actos como dirigente regional del Partido, pero negó cualquier otra aclaración sobre sus actividades y las de los demás compañeros. Leyó atentamente su declaración antes de firmarla, y exigió dos o tres correcciones en el texto mecanografiado. Cuando todo estuvo terminado, el juez, ya en tono de charla, le preguntó:

—¿Es usted abogado? Si no lo es, podría serlo, y bueno...

—Soy obrero —respondió João con una nota de orgullo en su voz tranquila.

El juez se reponía de la primera impresión que le había causado el acusado y la comprobación de las violencias policiales. De nuevo se apoderaba de él la curiosidad intelectual:

—Pero un obrero instruido. Una excepción en su medio.

—Llegará un día en el que todos los obreros serán instruidos. Serán abogados y jueces.

El juez sonrió complaciente:

—Tiene usted imaginación.

—¿Imaginación? En la U.R.S.S. ya es así. Y un día lo será aquí también.

—¿Me permite usted unas preguntas de carácter personal? —preguntó el juez—. Me interesa la psicología y confieso mi curiosidad por ustedes. ¿Qué es lo que les lleva a dedicar su vida, a sacrificarla incluso, de ese modo? ¿Qué es lo que usted ve en el comunismo?

—No es ningún sacrificio. No hago ningún sacrificio. Estoy cumpliendo mi deber de obrero, de dirigente obrero. Lo que usted llama sacrificio es mi razón de ser. No podría actuar de otra manera sin sentir repugnancia de mí mismo.

—Pero ¿por qué?

—Desde el momento en que me convencí de la verdad de las ideas que defiendo, sería un miserable si no me dedicara a propagarlas, a luchar por su victoria. Me sería imposible vivir en paz conmigo mismo. Ni la cárcel, ni las torturas, pueden hacerme renunciar a mis ideas. Sería como renunciar a mi propia dignidad de hombre. Yo lucho para transformar la vida de millones de brasileños que pasan hambre y viven en la miseria. Y esa causa es tan hermosa, señor juez, tan noble, que por ella un hombre puede soportar la prisión más dura, las torturas más violentas.

—Yo a eso le llamo fanatismo —dijo el juez—. Ya me habían dicho que ustedes son unos fanáticos. Ahora, estoy convencido.

—Lo que usted llama fanatismo, es para mí patriotismo, y coherencia conmigo mismo.

—¿Patriotismo? —la voz del juez era casi una protesta—. Pues resulta una extraña forma de ser patriota.

—Lo mismo le dijeron los jueces de la corte portuguesa a Tiradentes. También, para los reyes de Portugal, los hombres que luchaban por la independencia de Brasil eran unos fanáticos. Pero ellos creían en la justicia de su causa y eso les daba fuerza, como a mí la certeza de que mi causa es justa.

—Si fuera aún por otra causa... pero por el comunismo... La liquidación de la personalidad, el hombre reducido a una pieza de la máquina del Estado. Porque no me negará usted que, con el comunismo, el individuo desaparece para dar lugar sólo al Estado, transformado en dueño absoluto. Es eso lo que pasa en Rusia, donde el individuo no cuenta...

João sonrió. No era la primera vez que oía tales palabras:

—Sólo con el socialismo puede el hombre desarrollar íntegramente su personalidad. Veo que usted desconoce todo lo que se refiere al comunismo y a la Unión Soviética. Ustedes se contentan con el desarrollo de la personalidad de eso que llaman élites: las clases dominantes, los ricos. Nosotros hacemos política en función de los millones y millones de explotados, los que no tendrán la posibilidad de desarrollar sus cualidades de hombre hasta que la clase obrera tome el poder. Un hombre con hambre, en una fábrica o en una hacienda, no es libre.

—Por lo visto quiere usted convencerme de que el hombre se hace libre con la dictadura del proletariado...

—No quiero convencerle de nada, señor juez. Para mí es suficiente que lo comprendan los obreros. Sí, la dictadura del proletariado libera al hombre de la miseria, de la ignorancia, de la explotación, del egoísmo, de todas las cadenas con que lo ata la dictadura de la burguesía y de los latifundistas, a la que ustedes llaman democracia y que ahora se transforma en fascismo. Democracia para un grupo, dictadura para las masas. La dictadura del proletariado quiere decir democracia para las grandes masas.

El juez forzó una sonrisa:

—Ya he leído eso en alguna parte: «tipo superior de democracia...» Llega a ser divertido. Ni libertad de expresión, ni libertad de crítica, ni libertad de religión.

—Usted está describiendo el Estado Novo y no el régimen socialista —respondió João—. En un estado socialista, en la U.R.S.S., existe libertad de expresión, libertad de crítica y libertad de religión. Basta leer la Constitución soviética. ¿La conoce? Le recomiendo su lectura, señor juez. Para un jurista es fundamental.

—¿Libertad en Rusia? Será la libertad de ser esclavo del Estado, de trabajar para los demás. Libertad de no poseer nada, de no ser dueño de nada.

—Sí, la libertad de explotar a los demás, de poseer los medios de producción no está reconocida en la Unión Soviética. Ésa existe aquí, señor juez, libertad para los ricos, libertad para unos cuantos. Para los demás, para la inmensa mayoría de los brasileños, lo que existe es la libertad de pasar hambre y de ser analfabeto. Y la cárcel y las palizas, y la celda de castigo si se protesta. Olvida usted que está hablando con un preso, señor juez, con una víctima de sus libertades. Ustedes se contentan con la libertad para su clase; nosotros queremos la verdadera libertad: libertad del hombre con el hambre saciada, del hombre libre de la ignorancia, del hombre con el trabajo garantizado, sin problemas para sostener a sus hijos. Señor juez, no hable de libertad aquí, en esta cárcel. Aquí, nuestra libertad vale bien poco. Es abusar de una palabra que para nosotros comunistas tiene un significado muy concreto.

—No se puede hablar con ustedes. Quieren imponer sus ideas por la fuerza.

—¿Por la fuerza? —João sonrió nuevamente—. Veo, señor juez, que va a acabar diciendo que fui yo quien les pegué una paliza a los policías...

—Es usted un hombre inteligente —la voz del juez tomó un tono de amable consejo—. Hasta resulta difícil creer que sea realmente un obrero. Si abandonara esas ideas, podría convertirse en un hombre útil al país, quién sabe si incluso no podría...

—No, no podría, señor juez. Soy comunista, y ése es mi honor, mi orgullo. No cambio este título por ningún otro —sus ojos se tendieron más allá de los ventanales del despacho. Se veían, ante los muros, los tejados de las casas en frente—. Mire, señor juez: aquí, como me ve, entre estas rejas, soy más libre que usted. Con todas estas huellas de las palizas, soy más feliz que usted. No me gusta la cárcel, ni celebro haber sido maltratado. Me gusta andar por las calles, respirar el aire libre. Pero, a pesar de todo eso, no me siento desgraciado. Porque sé que el mañana será como deseo. Para mi hijo, el mundo será alegre y hermoso. Y para su hijo también, si lo tiene. Por más que usted trate de impedirlo. No habrá hambre en ninguna casa, todos los hombres sabrán leer y escribir, desaparecerá la tristeza.

Ya no hablaba siquiera para el juez, era como si hablara para algo que estaba más allá de los muros de la cárcel. Hasta el mecanógrafo le escuchaba con interés. Tras un momento de silencio, miró al juez:

—Dentro de poco, señor juez, cuando terminemos esta conversación, usted volverá a la calle, al aire libre, a su familia. Yo vuelvo al silencio de la celda de castigo. Pero puedo asegurarle que soy más libre y más feliz que usted.

El juez movió la cabeza:

—Es inútil discutir con ustedes, es inútil...

Cuando se llevaron a João, el director de la cárcel comentó:

—Ésos, son todos así. No pierden ocasión de hacer propaganda. Parece como si hicieran cursillos de oratoria. Con esa labia deslumbran a la gente. Si uno no anda con ojo, se deja engañar también...

El juez se levantó:

—La verdad es que resulta raro hablar de libertad aquí, defender nuestro concepto de libertad ante un preso. Sin hablar ya de los métodos de la policía. Es un absurdo lo que han hecho con ese hombre. ¿Por qué lo han hecho?

—Sin palizas no hablan. Y hasta con palizas es muy raro. Los comunistas no son gente como la otra, señor juez.

—Sí, sí, no son como los demás... —repitió el juez.

Y, ya en la calle, seguía repitiéndoselo. Todo aquello por lo que el preso luchaba podía ser un sueño pero, era imposible negarlo, tenía grandeza y poder de seducción. ¿Por qué emplear la fuerza bruta contra aquellas ideas, si no era porque ya no podían responder con argumentos? El juez era hombre muy orgulloso de su habilidad dialéctica, sus amigos decían que no tenía rival en el manejo de argumentos. Y, sin embargo, en aquella conversación, no había encontrado la manera de oponerse a la dignidad del comunista, a sus convicciones. Al salir de la cárcel el juez estaba inquieto. Aquel hombre había sido apaleado, le habían roto un brazo. Su obligación era abrir una encuesta. Pero la policía era todopoderosa en el Estado Novo, cualquier actitud podía costarle cara, podía perder hasta el cargo. Pero si no lo hacía, estaría dándole la razón al preso, demostrando prácticamente sus afirmaciones.

Durante algunos días se debatió en sus dudas, en noches de insomnio. Aplazó la continuación de la instrucción hasta la semana siguiente. Pero poco a poco su conciencia se fue calmando, y el sábado, en la tertulia, contó a los amigos, atraídos por la curiosidad:

—Son unos fanáticos. Es inútil discutir con ellos...

Pero no pudo continuar observando a los comunistas porque aquella misma semana fue sustituido en la preparación del proceso. El director de la cárcel había informado a Barros de la extraña cordialidad con que había tratado a João, de su increíble actitud mandando que se tomara nota de las torturas. En su lugar mandaron a un juez habituado a aquellos procesos políticos... Un hombre de sensibilidad embotada, sin veleidades intelectuales.

9

A la hora elegante del té, el ex-ministro Artur Carneiro Macedo da Rocha y el escritor Hermes Resende se encontraron en casa de Costa Vale. Realmente, fue Artur quien arrastró a Hermes consigo, y en el automóvil fueron discutiendo sobre política nacional e internacional.

El ex-ministro de Justicia había vuelto a abrir su despacho de abogado en São Paulo. Desde su cese se mantenía en una actitud de discreta oposición al gobierno. Cuando hablaba con ciertas personas, les daba a entender que había dejado el cargo por desacuerdo con los métodos autoritarios del régimen. Siempre había sido un liberal, sus ideas democráticas eran bien conocidas en el país: ahí estaban sus discursos parlamentarios como prueba inmejorable, les decía a los hombres vinculados a Armando Sales, a los partidarios de los Aliados, a los amigos de los Estados Unidos. Si había aceptado el puesto de ministro del Interior y Justicia en un momento difícil, tras el fracasado golpe de mayo de 1938, había sido para evitar mayores persecuciones a sus correligionarios políticos comprometidos en la intentona, y con la esperanza de contribuir «a hallar una solución democrática a la actual situación política que atraviesa el país». Pero cuando comprobó que era imposible modificar la estructura autoritaria del Estado Novo, se había retirado, protestando así contra el endurecimiento de la dictadura y contra la peligrosa política internacional del gobierno «que se estaba apartando de la tradicional alianza con los Estados Unidos en un momento grave, de guerra». Había quien creía sus afirmaciones, había quien sonreía a escondidas, y le tachaba de «viejo zorro oportunista». Artur se deslizaba, gentil y cordial, entre unos y otros. Era figura obligada en toda recepción, citado por los cronistas de sociedad. Cenaba en casa de Costa Vale, comía con la comendadora da Torre, tomaba el aperitivo en el Automóvil Club, proyectaba una visita a las haciendas de Venancio Florival para ir, con el ex-senador, a cazar onzas en el Valle de Rio Salgado.

La oposición de Hermes Resende era menos discreta. No habiendo sido nombrado rector de la Universidad del Distrito Federal, aprovechaba las oportunidades que le brindaba la política internacional para hacer propaganda antigetulista en las tertulias de las librerías. Se había convertido en una especie de heraldo oficial de las «doctrinas rooseveltianas», de la llamada política de buena vecindad, y oponía la «democracia rooseveltiana», no sólo al Estado Novo, sino también a las concepciones marxistas. Había recibido una invitación para dar un curso de literatura brasileña en una universidad norteamericana, y se estaba preparando para salir. A sus múltiples admiradores en el medio intelectual, les presentaba ese viaje como una forma de protesta contra el gobierno de Vargas. Una especie de exilio voluntario, explicaba.

En el automóvil, camino de casa de Costa Vale, discutieron sobre política brasileña, sobre las posibilidades del movimiento antigetulista. Mucha gente andaba conspirando entonces, informaba Artur, tanto políticos como militares. El Ejército, según él, se encontraba dividido: de un lado, los generales simpatizantes del nazismo; del otro los antifascistas dispuestos a lanzarse a la calle en cuanto Vargas diera un paso más en dirección a Hitler. Al llegar a casa del banquero, Hermes estaba trazando, con la voz segura de quien posee los datos verdaderos del problema, el cuadro del desarrollo próximo de la guerra.

Tras las exclamaciones alegres con que fueron recibidos, Artur anunció:

—Aquí, Hermes está bosquejando un panorama muy interesante de la situación internacional. Y me gustaría ver sus conclusiones...

—Empieza desde el principio... —ordenó la comendadora.

Antes de aparecer Hermes y Artur, la conversación giraba en torno a temas teatrales y la comendadora se aburría mortalmente. Bertinho Soares había llegado de Río con su esposa, Susana Vieira Soares, y la compañía Los Ángeles. La temporada en Río había confirmado el éxito anterior, pero habían tenido que dejar el teatro a una compañía europea de ballet que iba a estrenar dentro de pocos días. Los Ángeles ocuparían el Municipal de São Paulo, y Bertinho andaba entusiasmado con la contratación de artistas y directores de escena polacos huidos de la guerra, gente que había llegado a Brasil recomendada por Paulo y Rosinha, amigos del conde Saslawski. El conde continuaba en Lisboa, pero ya se hablaba de él en los medios sociales como de alguien conocido. En opinión de Bertinho, aquellos directores de escena polacos iban a operar una auténtica revolución en el teatro brasileño. Lucas Puccini pedía detalles sobre la fecha de llegada de la compañía de ballet. Estaba sin noticias directas de Manuela.

Ahora Lucas frecuentaba los tes elegantes de Marieta de Vale. Llegaba con la comendadora y con Alina. Al principio algunos torcieron el gesto ante su aparición, algunas frentes se fruncían como preguntando qué hacía allí aquel entrometido, pero como Costa Vale le sonreía cordialmente y la comendadora no escondía sus simpatías por el nuevo rico, no tuvieron más remedio que aceptarle.

Aquella tarde la reunión estaba especialmente animada pues acababa de llegar de Buenos Aires, en una visita de un mes a Brasil, Henriqueta Alves Neto. El marido, condenado a un año de prisión, le enviaba para sondear la atmósfera política. La mujer había traído algunas cartas y se revestía de un cómico aire conspiratorio. Varias personas habían acudido a casa de Costa Vale para saludarle y para saber noticias de los políticos armandistas exiliados. También ella, centro de todas las atenciones al principio, se había sentido defraudada por aquella conversación sobre teatro, y por eso recibió alborozada la aparición de Artur. Hermes se sentó a su lado. Para verle había venido de Río a São Paulo. Se hizo un silencio a la espera de sus palabras:

—Le estaba diciendo a Artur que nos estamos acercando al momento culminante de la guerra. El momento culminante en el sentido psicológico quiero decir. Hitler, señor de Europa, se encuentra ante un problema embarazoso. Su verdadero enemigo no es Inglaterra, sino Rusia. Por otra parte, los Estados Unidos no pueden permitir con los brazos cruzados una invasión de Inglaterra. Los norteamericanos son extremadamente sentimentales, y si ayudaron tanto a Finlandia por el simple hecho de que Finlandia había cumplido sus obligaciones en la guerra anterior, con mayor razón ayudarán a la vieja metrópoli. Hitler lo sabe.

Suspendió por un momento su disertación, contento de la atención del auditorio. Sonrió a Henriqueta:

—En mi opinión, lo que va a ocurrir es lo siguiente: Hitler, tras aterrorizar a los ingleses con sus bombardeos, propondrá la paz a Inglaterra. E invadirá Rusia.

—La invasión de Rusia es sólo cuestión de tiempo —concordó Costa Vale.

—De poco tiempo —añadió Hermes Resende—. ¿Y qué ocurrirá entonces? —preguntó.

—Los rusos aprovecharán la oportunidad para librarse de los comunistas. Harán una revolución —dijo Henriqueta, repitiendo palabras de Tonico Alves Neto, y feliz ante aquella ocasión de mostrar sus conocimientos políticos.

—La campaña de Rusia será un paseo para el ejército alemán —dijo a su vez Artur, con su voz redonda de orador—. En un mes, quizás en tres semanas, conquistarán Moscú...

—Perdonen que discrepe de nuestra encantadora amiga Henriqueta y de nuestro culto amigo Artur. No creo ni en la revolución ni en una derrota tan rápida.

—Los rusos no desean más que librarse del comunismo... Están locos por echarles —dijo Henriqueta.

—Es posible —admitió Hermes—. Pero no olviden que hay muchos rusos fanáticos. Ese problema de la revolución anticomunista no es tan sencillo.

Los hombres que podían realizarla, los trotskistas, han sido fusilados. Eso, en cuanto a la objeción de Henriqueta. Por otra parte, creo que los rusos opondrán a Hitler una resistencia mayor de lo que creemos. Estoy de acuerdo en que Moscú caerá pronto, pero seguirán resistiendo en los Urales. ¿Qué ocurrirá entonces? Hitler saldrá de esta guerra victorioso pero, al mismo tiempo, agotado, incapaz de imponer su voluntad. Es posible incluso que ni siquiera logre mantenerse en el poder, que los generales alemanes le depongan. Quien dictará la paz serán los Estados Unidos. Con Rusia derrotada y con Alemania agotada por una larga guerra, los Estados Unidos, debido a su hábil política, recogerán los frutos de la victoria sin necesidad de haber disparado un tiro. Es así como yo veo el desarrollo de los acontecimientos.

—Es posible —dijo Costa Vale—. Hay mucho de verdad en tu razonamiento...

—Qué pena que Teo no esté aquí —se quejó Marieta—. El sí que podría confirmar las previsiones de Hermes. Aún hace sólo unos días...

Pero el banquero levantó la voz:

—De todos modos, si Hitler liquida a Rusia, se habrá ganado la admiración de todo el mundo. Es una operación de limpieza muy necesaria, y sólo él la puede hacer.

—Lo que es una lástima son sus métodos de gobierno —intervino Artur—. Buenos quizá para Alemania, pero son un mal ejemplo para los otros gobiernos, empezando por aquí, por Brasil...

—¿Te vas a colocar en la oposición, Arturzinho? —era la voz de la comendadora—. ¡Pero si aún no te has quitado el polvo del ministerio...!

—¿Y por qué no? —alzó la voz Henriqueta—. Con la salida de Artur, el gobierno ha perdido a su último elemento democrático.

Costa Vale volvió a interrumpir la discusión:

—Getúlio es como Hitler: tiene sus aspectos desagradables, sus aristas, y no siempre es fácil acostumbrarse. Pero hay una cosa cierta: ha acabado con el comunismo en Brasil. Sólo por eso merece ya nuestra admiración. A mi parecer, el hecho más importante de los últimos tiempos no ha sido la caída de París, ni la invasión de Noruega, ni los bombardeos de Londres: fue la liquidación del Partido Comunista por nuestra policía. Y ésa es una obra que debemos a Getúlio, al Estado Novo; no se puede negar. Con otro tipo de régimen habría sido imposible.

Lucas Puccini, a quien las críticas a Vargas habían irritado, aprovechó la ocasión:

—El Dr. Getúlio está por encima de cualquier crítica. Es el mayor presidente que Brasil haya tenido nunca. Y no admito que nadie hable mal de él ante mí.

Henriqueta Alves Neto le lanzó una mirada de desprecio:

—Se ve que no está usted acostumbrado a nuestras tertulias. Entre nosotros no solemos decir «no admito». Son fórmulas que hieren la sensibilidad de la gente educada.

Lucas cerraba los puños, el rostro rojo de humillación. La comendadora saltó en su defensa:

—Henriqueta, te estás poniendo nerviosa. Debe de ser la edad. Cuando se empieza a envejecer, hija mía, hay que cuidar los nervios. Pues mira: creo que Lucas tiene razón, y tampoco admito, «no admito», que nadie hable mal de Getúlio delante de mí.

Henriqueta estaba al borde del soponcio, murmuraba ¡oh! ¡ah!, pero la comendadora continuaba tranquila.

—Quien tiene razón es José: Getúlio acabó con el comunismo, y aunque sólo fuera por eso, merecería una estatua. ¿O es que se atrevería alguien a negar el peligro que los comunistas representan?

Hermes consolaba a Henriqueta, y ésta acabó por confesar que, desde luego, la liquidación del Partido Comunista era una gran cosa. En eso estaban todos de acuerdo. Henriqueta, más tranquila, incluso sonrió hacia Lucas. Marieta se encargó de reconciliarle con la comendadora. La vieja se despedía, arrastrando con ella a su sobrina y a Lucas.

Henriqueta, cuando le vio salir, se desahogó:

—No puede negar que empezó como empezó, en una tenducha, que viene de abajo. Es tan desagradable...

Costa Vale se rió:

—No olvides que la comendadora es hoy pariente de Artur y amiga nuestra. También tú, Henriqueta, fuiste un poco brusca con ese chico...

—La pasión política... —se rió también Artur-* Henriqueta está hecha todo un talento político. Realmente, empiezo a creer que Getúlio está en peligro: las mujeres bonitas están poniéndose en contra...

Henriqueta volvió a sonreír. Se disponía a marcharse, iba a cenar con Hermes. Bertinho les invitó a asistir al ensayo de la compañía aquella noche. Podrían ver en acción a un director de escena polaco: algo formidable.

Pero, antes de salir, Hermes preguntó:

—¿Sabíais que han detenido también a Marcos de Sousa? Mucha gente anda moviéndose para que le suelten, pero la policía no quiere de ninguna manera ponerle en la calle. Dice que tiene muchas pruebas contra él...

—¿Marcos? Pobre... —se compadecía Marieta.

—¿Pobre? —Costa Vale frunció las cejas—. ¿Por qué? La policía hace muy bien. ¿Quién le mandaba liarse con los comunistas? Que lo tengan un tiempo en la cárcel, a ver si aprende. Y cuando salga, va a andar más manso, y no volverá a negarse a hacer los planos de las casas de los colonos. Querida mía: para los comunistas, cárcel. Sea quien sea. Pensándolo bien: tiene razón Lucas: Getúlio es el mejor presidente que jamás hayamos tenido.

Luego, cuando se quedaron los dos solos con Marieta, iban a cenar en la intimidad, le dijo a Artur:

—¿Sabes lo que significa eso? ¿Estar para siempre libres de comunistas? Significa que puedo dormir tranquilo, significa que ya no volveré a tener insomnio ni pesadillas...

10

Marcos había sido detenido en la calle, en Río, cuando se dirigía a entrevistarse con los dirigentes de una compañía de seguros interesados en contratarle para construir un bloque de apartamentos. El inspector se acercó a él y le invitó a ir a la jefatura: el Delegado de Orden Político quería hablar con él. Marcos miró al policía con aire ingenuo y respondió:

—Ahora no tengo tiempo. Tengo mucha prisa. Dígale que tal vez vaya luego, cuando haya acabado el trabajo.

El inspector, que no esperaba aquella respuesta, se quedó un momento desconcertado, y Marcos siguió su camino. Pero el otro corrió tras él, le alcanzó, le cogió del brazo:

—No, no... Tiene que ir ahora mismo.

—¿Y si no quiero ir? ¿Y si rechazo la invitación?

El policía se enfadó:

—Bueno, vamos a dejarnos de historias... ¡Está detenido!

Primero le hicieron esperar durante horas en un despacho de la jefatura, solo. Había un periódico viejo, abandonado sobre una silla, y Marcos leyó hasta los anuncios. Empezaba a impacientarse, caía la tarde, empezó a pasear a zancadas de un lado a otro. Nada sabía de las detenciones efectuadas días antes, la policía aún no había dado publicidad a la redada. Al ser detenido, Marcos pensó que se trataba de una citación más, relacionada con la revista, como habían hecho ya en São Paulo: la otra vez no le habían detenido, había recibido una nota con la indicación de la hora en que tenía que comparecer para la entrevista. Quizás en Río empleaban otros métodos, pensó. En el último número de la revista, había conseguido pasar ante las narices del censor un artículo sobre la central eléctrica del Dnieper y otras realizaciones soviéticas. El censor había considerado aquello como un simple artículo técnico, y el número había causado sensación. Marcos atribuía su detención a aquel artículo. Le amenazarían quizá con el cierre de la revista, con suspenderla durante un tiempo. Le interrogarían y le echarían luego a la calle.

Así, cuando apareció en la sala un inspector y le invitó a acompañarle, Marcos pensó que le llevaban a la presencia del delegado. En vez de hacerlo, le llevaron a una sala abarrotada de presos, y le dejaron allí sin más explicaciones. Marcos miró a su alrededor: no conocía a nadie. La verdad es que conocía a muy pocos miembros del Partido, y sólo a dirigentes de la regional: Mariana, Cícero, tres o cuatro más. Toda su relación era con simpatizantes, en su mayoría intelectuales que colaboraban en la revista, gente de los medios literarios y artísticos. En Río no tenía contacto con ningún dirigente del Partido, y tampoco con elementos de la base.

El policía le observaba desde la puerta, antes de cerrarla. Marcos dio unos pasos hacia el fondo de la sala. La cosa parecía más seria de lo que había creído. El policía cerró la puerta.

Uno de los que estaban en la sala, en mangas de camisa y con zapatillas, le dijo:

—Siéntate, compañero.

Marcos le dio las gracias y se sentó a su lado. El otro sonrió y le preguntó, bajando la voz:

—Te han cogido, ¿eh? ¿En qué zona actuabas? ¿Qué cargo tenías?

Marcos iba a responder diciendo que era el director de la revista Perspectivas cuando sus ojos, que continuaban recorriendo la sala, descubrieron la leve señal de atención de otro detenido, un hombre bajo, de barba crecida. Reparando en los otros rostros, vio la misma recomendación:

—No tengo nada que ver con eso. No sé por qué estoy preso. Será un error, supongo.

—Estamos entre compañeros —insistió el otro—. Puedes hablar tranquilamente —susurraba.

—No tengo nada que contar —Marcos se levantó.

El de la barba se acercó a él:

—Mejor será que ocupes una cama. Hay una vacía aún, aquí, junto a la mía —le indicó la cama, se lo llevó consigo—. Ése es un provocador... —le susurró.

Por la noche, el hombre tumbado en la cama de al lado le habló largamente. De vez en cuando la conversación era interrumpida. Aparecían policías en la puerta gritando el nombre de algún detenido que tenía que ir al interrogatorio. El provocador desapareció a la hora del rancho:

—Le pusieron ahí para ver si tú conocías a alguno de nosotros, para ver si te liaba. Hacen siempre eso con los detenidos por primera vez.

Explicó a Marcos lo que pasaba: desde 1935-1936 la policía no había dado un golpe tan certero contra el Partido, no había detenido a tantos elementos al mismo tiempo. Los calabozos de la policía estaban abarrotados y a cada hora llegaban con más gente. Interrogaban a los detenidos entre palizas. Los dirigentes nacionales estaban sufriendo horrores, aislados en los sótanos. El hombre le hacía recomendaciones a Marcos: contra el arquitecto, la policía no podía tener nada, fuera del hecho de ser director de Perspectivas. Si negaba toda relación con el Partido, tal vez pudiera librarse del proceso. En cuanto a él mismo, no se hacía ilusiones:

—A mí me van a moler a palos. Llevan ya muchos años buscándome.

—¿Pero cómo pudo la policía localizar a la dirección?

Habían detenido a un compañero, contaba el hombre rascándose la barba. Desobedeciendo las órdenes, fue a visitar a su familia. Le habían torturado y acabó hablando. Había entregado a casi todo el Partido, no sólo en Río sino también en otros Estados. ¡Un compañero que parecía tan duro, tan firme, se había hundido a la hora de la verdad! Y por su culpa ahora estaban torturando a muchos otros, la policía utilizaba todos sus refinamientos en materia de violencia. Ya vería Marcos cuando trajeran a alguien del interrogatorio...

Y Marcos lo vio, con el corazón ardiendo en ira: un camarada, llamado horas antes a declarar, volvió a cuestas de un guardia. Le tiraron al suelo, medio muerto. Luego, en días sucesivos, aquella escena se repitió tantas veces que Marcos ya no conseguía dormir, en angustiosa expectativa. Una noche llamaron al hombrecillo de la barba. Marcos, durante aquellos días, había aprendido a estimarle. Era un obrero metalúrgico que lo había abandonado todo por el Partido. Durante toda la noche, Marcos esperó su vuelta, con el corazón latiendo apresurado Pero no volvieron a traerle. Marcos no le encontró hasta tiempo después, en la cárcel. Le habían arrancado las uñas con alicates, le habían quemado el pecho con acetileno.

A Marcos no le interrogaron. Durante dieciocho días permaneció en la sala de detenidos. Una tarde le llevaron, con un grupo, a una galería de la cárcel. No tenía ninguna noticia del mundo exterior; desde el día de su detención no leía periódicos, no tenía siquiera ropa para cambiarse.

Al principio, en jefatura, se había sentido solo entre aquellos desconocidos, en general rudos obreros de la base del Partido. Pero pronto desapareció esta sensación: uno le prestó unos pantalones viejos, otros le hablaban de la revista, citaban artículos, uno le estuvo hablando de su mujer y de sus hijos. Le rodearon de solidaridad. Incluso en aquellas trágicas circunstancias no perdían la perspectiva, discutían, y al tercer día de su detención vinieron a pedirle que les diera una conferencia sobre arte. El arquitecto no tardó en sentirse ligado a todos ellos: sentía la presencia del Partido, y no ya a través de una vinculación periódica, sino de una forma precisa y concreta. Aquella atmósfera animosa le daba una cierta sensación de euforia. Al ser trasladado, se fue con pena, y abrazó a todos, uno a uno.

En la cárcel no encontró sólo a gente detenida entonces, sino también a compañeros condenados ya, y a la espera de salir para Fernando de Noronha. Había también allí un ex-oficial del Ejército, detenido en noviembre de 1935, enfermo de la vista. Por eso le habían traído de la isla. Tenía que ser sometido a una delicada operación. Había entre ellos gente responsable. La vida estaba organizada colectivamente. Cursos, conferencias, horas para juegos, hasta un periódico mural. La llegada de Marcos constituyó un verdadero acontecimiento. Aunque él no conocía a nadie, allí todos le conocían. Los mismos compañeros le ordenaron la celda, al lado de la del oficial, y en la hora de la reunión de estudio, por la mañana, el secretario del colectivo le presentó:

—Éste es el arquitecto Marcos de Sousa, conocido en todo el mundo, un intelectual honesto, amigo del pueblo, antifascista.

La mayoría de los que allí estaban, habían sido brutalmente apaleados. Marcos miraba las manos de un obrero que aplaudía las palabras del secretario: manos deformadas por la tortura. Entonces se sintió ligado para siempre a aquellos hombres, a su causa, al Partido.

Empezó a hacer la vida normal de los presos, las frugales comidas a toque de pito, la participación en los debates políticos; tuvo que dar un curso sobre arquitectura. Cuando le hablaron de esto, él cedió, seguro de que aquella propuesta era más una gentileza hacia él que una manifestación de verdadero interés. ¡Cuál no sería, pues, su admiración cuando vio a aquellos obreros tomando notas durante la conferencia, haciéndole luego las más diversas preguntas, en el coloquio que siguió! Dio también clases de inglés a unos cuantos. Cada día se sentía más ligado a aquella gente, como si su personalidad se renovara allí, en la cárcel.

Con ayuda de dos compañeros consiguió hacerse con la maleta de ropa que había dejado en el hotel. La mujer del ex-oficial fue personalmente a pagar la cuenta y a buscar la maleta. La trajo un día de visita, y él la recibió días después, tras el registro. Al fin pudo ponerse un pijama suyo. Supo también que estaban en Río dos de sus colaboradores en el despacho de São Paulo, dos jóvenes arquitectos que hacían lo posible para lograr su libertad, pero ni siquiera habían conseguido permiso para visitarle. Sólo los parientes próximos —esposas, madres, padres, hijos y hermanos— podían ir una vez a la semana al locutorio de la cárcel. Aun así, algunas semanas suspendían las visitas. La policía seguía manteniendo incomunicados a los dirigentes más importantes, detenidos al mismo tiempo que Marcos. Estaban ya organizando el proceso.

Lo que más emocionaba a Marcos durante su estancia en la cárcel era la proximidad de Prestes. Sabía que el gran dirigente estaba en una celda, construida especialmente para él, con paredes medievales, en el pabellón de tuberculosos. Era un edificio circular, próximo al terreno donde, una hora al día, tomaban el sol. Los ojos de Marcos, durante esa corta hora, se clavaban en el pabellón con la esperanza de que un día, por cualquier motivo, apareciera la cara de Prestes. Algunos decían que le habían visto, tiempo atrás, una vez que le llevaron a jefatura. Un ejército de guardias había invadido aquel día la cárcel. Algunos iban incluso armados de metralletas. Los presos fueron retirados a toda prisa, pero algunos consiguieron ver a Prestes.

Por la noche, cuando tocaban silencio, Marcos reflexionaba. Pensaba en los edificios sin acabar, en los planos empezados, en los proyectos por estudiar. Sus ayudantes estarían intentando arreglárselas sin él. Pensaba también en Manuela. La muchacha no tardaría en llegar a Brasil para una temporada de dos meses. No podría verle y quizá ni siquiera era conveniente. No tenía que comprometerle, él era ahora un hombre marcado. Tras la corta temporada, Manuela tenía que salir para los Estados Unidos, con la compañía, para una larga tournée por el país. ¿Adonde iría después, cuando él volviera a verla? Pensaba y creía que nada le quedaba por hacer, sino renunciar a Manuela de forma definitiva. Jamás había tenido grandes esperanzas, pero, aun así, había acariciado aquel sueño, esperaba ardientemente su regreso. Tal vez le hablara de su amor, le propusiera que se casasen. Pero sus vidas se distanciaban, sobre todo ahora: ella iba a pasar por Brasil entre críticas elogiosas en los periódicos, las flores y las invitaciones de sus admiradores, triunfando en el escenario, convertida en una de las sensaciones de la temporada. Y él ya no era el famoso arquitecto Marcos de Sousa, se había convertido en un preso político, a punto de verse envuelto en un proceso y condenado a cumplir la condena en Fernando de Noronha. Sus negocios se hundirían; aunque al fin le soltaran, no iba a tener facilidades para encontrar trabajo: banqueros e industriales se lo pensarían dos veces antes de encargarle rascacielos y residencias. Pero no era eso lo más importante, lo que hacía de Manuela algo inaccesible. Era la decisión que él había tomado en los últimos días y a la que estaba decidido a sacrificarlo todo.

Había decidido solicitar su ingreso en el Partido. Considerando toda su actividad, sus ideas y su vida, había sacado la conclusión de que se hallaba en una situación falsa. Se sentía en todo solidario con los comunistas, pensaba como ellos, quería luchar por su victoria. ¿Por qué mantenerse fuera del Partido, eternamente en sus linderos, como simple simpatizante? No dejaba de ser una forma de oportunismo, una tentativa de conciliar sus ideas, la razón más profunda de su vida, con su posición social, con sus relaciones de negocios con la gran burguesía, con su tranquilidad. Durante aquellos días, Marcos se analizó y concluyó que, si quería ser honesto consigo mismo, tenía que dar el gran paso, pedir su inscripción como miembro del Partido. La noche en que decidió hacerlo, se sintió invadido por una profunda emoción. Y pensó en sus amigos: en Mariana, en João, en el Rubio, en el negro Doroteu y en Inácia, a cuya muerte había asistido. Iba a tener el derecho de llamarles «camarada», a marchar al lado de hombres y mujeres cuya vida y dignidad conocía cumplidamente. Había perdido a Manuela, quizá no volviera a verle nunca, pero peor aún sería perder la estima por sí mismo.

Al día siguiente buscó a un camarada responsable y le pidió que trasladara al Partido su solicitud de ingreso. El camarada le abrazó, y quedó en darle la respuesta en cuanto la obtuviera. Marcos esperaba, con sus días colmados por los cursos, las partidas de ajedrez y los dibujos para el periódico mural. De jefatura llegaban nuevos presos, y el colectivo iba ampliándose.

Una vez por semana casi todos los presos se ponían sus ropas mejores, se calzaban los zapatos y se ponían corbata: aquellos cuyos familiares vivían en Río y venían a visitarles. Era un día agitado: la espera de la hora de visita, a las diez de la mañana, luego los rumores llevados por las familias. Era, al mismo tiempo, el día más alegre y el más triste para los prisioneros. Alegría de ver durante una hora a los padres y a las esposas, a los hijos y a los hermanos. Tristeza después, al no tenerles consigo. Algunos quedaban completamente deshechos tras las visitas. Marcos solía ir de celda en celda aquellos días en busca de novedades. Como no tenía familia y a sus ayudantes les habían negado el derecho a visitarle, Marcos no se quitaba el pijama. Una casa de frutas y conservas le enviaba, una vez a la semana, en los días de visita, un paquete encargado y pagado por los colaboradores de su taller. Lo dejaban en la administración, él lo recibía por la tarde y entregaba casi todo al colectivo. Aun así, la agitación de los días de visita le resultaba contagiosa, y esperaba el regreso de los camaradas con cierta excitación. ¿Qué estaría pasando en la ciudad, en Brasil, en el mundo entero? Era aquel día cuando se enteraban de la marcha de la guerra, de los rumores políticos, de las novedades.

En uno de aquellos días de visita, Marcos contemplaba, como de costumbre, el descenso de los presos al locutorio, poco antes de las diez. Quedaban sólo en la galería él y tres o cuatro obreros que no tenían familia en Río.

—¿Vamos a jugar una partida para matar el tiempo? —propuso Marcos a uno de ellos, un pernambucano simpático y vivaz, que ganaba siempre a todos.

Apenas había dispuesto el tablero cuando apareció un guardia en la galería gritando su nombre:

—¡Marcos de Sousa!

—Presente.

—Una visita para usted. Su mujer le espera en el locutorio. Vístase.

—¿Mi mujer? —se sorprendió Marcos.

Pero ya el pernambucano le empujaba hacia la celda:

—Rápido, hombre. No pierdas tiempo.

Y luego le murmuró al oído:

—Será algún truco de los compañeros para hablar contigo. Baja rápido. Ya jugaremos la partida luego.

Marcos se quitó el pijama, se puso los pantalones y la chaqueta. Bajó las escaleras abrochándose.

11

De pie, en la entrada del locutorio, blanco de la curiosidad de las familias y de los presos, Manuela, hermosa como visión de un sueño, le estaba esperando. Se lanzó a sus brazos entre sollozos de alegría:

—¡Marcos!

Los presos abandonaban por un momento los asuntos familiares para sonreír y contar a las visitas que aquél era el célebre arquitecto Marcos de Sousa. La mujer del ex-oficial reconoció a Manuela por las fotografías de las revistas. También los guardias observaban la escena, haciendo comentarios sobre la belleza de la bailarina.

Cogidos de las manos, como dos enamorados, fueron a sentarse en un banco, en el fondo del locutorio. Marcos le preguntó:

—¿Cuándo has llegado? ¿Cómo hiciste para venir aquí?

—Llegué hace tres días, y no sabía nada. Telefoneé a São Paulo, a tu despacho. Te había mandado un telegrama anunciándote mi llegada. Al ver que no ibas a recibirme, creí que estarías enfermo. Luego me lo explicaron. Quedé como atontada, no puedes imaginártelo... —y estrechaba sus manos, como para convencerse de su presencia, con los ojos húmedos.

Marcos le sonreía, agradecido. Le resultaba muy difícil hablar.

—He estado ya con un abogado para ver qué podía hacer. Pero el pobre hombre, al saber que se trataba de un proceso político, casi se muere de miedo. Poco faltó para que me echara por las escaleras. Decidí ir directamente a la policía.

—¿Sola?

Asintió con la cabeza. Sus cabellos rozaban el rostro de Marcos. Una sonrisa tímida aparecía en los labios de la muchacha.

—Allí me dijeron que sólo los parientes próximos podían visitar a los presos: los padres, los hijos, las mujeres. Me preguntaron si ése era mi caso.

Clavó los ojos azules en Marcos:

—Perdona, Marcos, quería verte...

—¿Que te perdone? ¿Qué tengo que perdonarte...? ¡Si ella supiera lo que aquella visita significaba para él!

—Te voy a contar: Yo quería verte, como fuera, pero verte. El delegado, un tipo antipático, muy gentil aparentemente, pero intentando ofenderme siempre, me dijo: «Él no tiene padres, es huérfano. Tampoco tiene hermanos, y está soltero...» Quería ofenderme, Marcos: «A no ser que usted viva con él como casada y sin serlo. En ese caso, es posible...» Y yo le dije que sí, que era verdad. Perdona, lo que yo quería era sólo verte...

El la miró, con los labios abiertos como si fuera a hablar y no encontrara palabras. Ella bajó la cabeza:

—Se echó a reír, como burlándose, groseramente, pero dio una orden. Sé que no debía haberlo hecho, pero no podía dejar de verte. Estaba como loca...

—Manuela... ¿Y tu reputación, hija mía?

—Eso no me importa. Tenía miedo de que a ti sí te molestara...

—¿Molestarme? Pero ¿nunca te diste cuenta de que...?

—¿Qué? —Manuela se acercó, ansiosa de la respuesta tan esperada, su rostro frente al de Marcos. —...que te quiero...?

—¿Es verdad? —exclamó ella—. ¿Realmente es verdad? ¡Oh, Marcos! ¡Qué suerte que te hayan encerrado en la cárcel! Así, al menos me lo has dicho... ¡Hace tanto tiempo que te quiero, que sólo esperaba una palabra tuya...!

Apoyó su cabeza en el pecho del arquitecto. Algunos presos sonreían ante aquella escena. La voz de Manuela murmuró:

—¡Va a ser tan bonito cuando salgas...!

—¿Aceptas casarte conmigo?

—¿Casarme contigo? Pero Marcos... Tú sabes lo que pasó... Si quieres vivir conmigo como dijo el delegado, eso me basta... Tú conoces mi pasado.

—¡Pero, Manuela! ¡Qué locura! Tu pasado... ¿Qué culpa tienes de que te hayan engañado? ¿Me consideras realmente tan mezquino? Te quiero como esposa, te quiero como compañera. Si nunca te lo dije antes, fue porque temía molestarte, creía que me querías sólo como a un amigo...

—¿Fue por eso? ¡Y yo pensando que era por lo que me había pasado con Paulo...! Por eso tampoco yo te decía nada. Fuimos dos tontos, Marcos... —sonreía entre lágrimas.

—No me has respondido aún. ¿Aceptas?

—¿Y me lo preguntas, mi amor?... Eso es más de todo lo que soñé, más de todo lo que he deseado...

Y le contempló con infinita ternura. Tenía los ojos inundados en lágrimas. No podía ser más feliz. Pero él bajó la voz, preocupado:

—Hay algo más que quiero decirte. Algo que puede cambiarlo todo...

—Entonces, no me lo digas. Nada me importa.

—Te importa, sí. Y quiero decírtelo. Oye, Manuela: he pedido mi inscripción en el Partido. Si te casas conmigo, te casarás con un comunista...

—Soy una estúpida, Marcos. No sé nada da política. Pero ya te dije una vez que para mí es así: los comunistas son los buenos, los otros son los malos. Para mí, al menos, ha sido así. ¿Me enseñarás, verdad? Para que pueda ayudarte...

—Cuando salga, nos casaremos. Pero si me procesan, pueden condenarme a dos o tres años...

—Aunque sean veinte, te esperaré. Hace ya mucho tiempo que te estoy esperando, Marcos.

Los guardias anunciaron el fin de la hora de visita. Los presos se despedían de sus familias. Marcos y Manuela se besaron. Era su primer beso. El amor iluminaba el locutorio de la cárcel.

12

A fines de aquel invierno de 1940, una ola de frío, llegada del sur, se abatió sobre São Paulo. Los periódicos, sin noticias sensacionales del exterior, donde la guerra, tras la caída de Francia, había entrado en una fase de calma, y agotados los comentarios sobre las detenciones de los comunistas, comentaban ampliamente los estragos causados por aquel frío intempestivo. En Bagé había nevado, en el Paraná y en Santa Caterina, la temperatura había bajado de cero, en São Paulo, los inmigrantes recordaban los inviernos de Europa. Las señoras de la alta sociedad aprovecharon la ocasión para lucir sus abrigos de piel; los hombres llevaban pesados abrigos y bufandas. Un cronista de sociedad escribió: «São Paulo, en este fin del invierno, en pleno mes de agosto, se ha vestido con el encanto de París en vísperas de Navidad.» El mismo periódico anunciaba en otra página la muerte en la calle, a consecuencia del frío, de algunos viejos mendigos y de dos niñas, hijas de padres desconocidos.

Vestido con un pantalón y camisa blanca de algodón barato, sin bufanda, sin abrigo, con los zapatos rotos, las manos metidas en los bolsillos para protegerlas del frío, un hombre alto atravesaba tiritando las calles de São Paulo cubiertas de neblina. Era un nordestino, poco habituado a aquellas temperaturas, recién llegado de Bahia.

No tendría siquiera treinta años, pero ya dos grandes entradas aclaraban su pelo, haciéndole parecer más viejo. Un descuidado bigote cubría el labio dando aspereza a su rostro. Sus ojos profundos e interrogadores se posaban sobre los hombres y las cosas como estudiándolas y reteniéndolas en la memoria para siempre. Cuando hablaba, parecía aumentar la aspereza de su expresión. Su voz era brusca, sacudía al interlocutor. Pero cuando sonreían sus ojos, la sonrisa se extendía sobre el bigote, su voz se hacía vibrante y armoniosa, era como si la verdadera humanidad de aquel hombre, oculta bajo sus maneras bruscas, se revelara de pronto. En aquellos momentos, un halo, mezcla de fuerza y de dulzura parecía envolverle, y era difícil resistir a su encanto, como difícil era dejar de obedecerle cuando su voz daba una orden.

Maldecía del frío. Evidentemente, aquellas ropas no eran las adecuadas para São Paulo, la humedad de la neblina las traspasaba, pero el hombre sonreía mientras caminaba: los periódicos anunciaban, indignados, la proclamación del régimen soviético en los tres Estados bálticos y su incorporación a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Las fronteras del mundo socialista se ampliaban, nuevos millones de trabajadores se liberaban de la explotación enfureciendo a sus enemigos: Saquila, en un largo artículo, olvidando a Hitler y los campos de concentración, bramaba contra «el imperialismo soviético, que es una amenaza para el mundo». En cambio, algunos intelectuales honestos, a quienes había confundido el pacto germano-soviético, empezaban a darse cuenta de la verdad de las cosas, y se movían para liberar a Marcos de Sousa. En las fábricas y en los talleres repercutían también aquellas noticias, reavivando el fuego del entusiasmo que pervivía bajo las cenizas de la última represión policíaca. El hombre alto se repetía a sí mismo: «¡Qué gran Partido podemos construir aquí, donde está centralizada la industria del país!»

Al llegar, hacía menos de un mes, había tomado contacto con Mariana, y la muchacha quedó asombrada ante sus planes. A pesar de que también ella era animosa y optimista, valoraba la cruel realidad: unos pocos cuadros dispersos en algunas fábricas, la mayoría sin poder apenas moverse para no perder la libertad, sólo cuatro o cinco trabajando activamente bajo el control de Mariana y de Ramiro. Un trabajo reducido a casi nada: materiales ciclostilados en tiradas mínimas y que circulaban en grupos limitados, pues seguía dominando el terror. En los medios intelectuales, todo parecía hundido. Había algunos antiguos simpatizantes que trataban de obtener la libertad de Marcos de Sousa, empleando su influencia con los políticos y personalidades del régimen, pero se mantenían completamente desligados del Partido. Cícero d'Almeida, incluido en el proceso, había tenido que huir al Uruguay atravesando la frontera a escondidas. El delegado Barros había sido ascendido por sus «relevantes méritos en la represión de las actividades subversivas y en la extinción del Partido Comunista».

Mariana, con los ojos enrojecidos por las noches sin dormir dándole a la manivela del ciclostil, en el extremo de la fatiga, oía aquellos planes osados y le parecía que el camarada Vitor no tenía los pies bien asentados en el suelo. Llegaba de Bahia, donde prácticamente el Partido no se había visto afectado por la caída de los dirigentes de Río. Le habían enviado a reconstruir las estructuras del Partido en São Paulo. Venía precedido de una cierta autoridad: había sido él quien tras la derrota de 1935 había levantado todo el trabajo en Bahia, Sergipe y Alagoas. A su trabajo organizativo se atribuía que aquellas regiones no hubieran caído, como muchas otras, durante la reciente represión. Todo aquello era cierto, y Mariana, al saber su llegada, se había sentido llena de animación. Ya andaba medio desesperanzada con la marcha de la tarea y el mismo Ramiro, poco experto, no encontraba salida a la situación. Era como si tuvieran que empezar de la nada, y Mariana, cuando oyó a Vitor exponer sus planes tan audaces, los proyectos de un Partido de millares de militantes en São Paulo, y convertido en un factor decisivo en la vida política del Estado, no había podido por menos de decir:

—Camarada, deseo ardientemente que sea así, pero, hablando con franqueza, estamos muy lejos de todo eso. Puedo contar los militantes con los dedos de las manos y aún sobran dedos. Una marca una cita, el compañero dice que sí, que seguro que va, y luego no aparece. Eso cuando se trata de recibir material para distribuirlo. No logramos reunir cuatro camaradas para hacer una pintada. De toda la zona, sólo en Santo André hay algo parecido a una organización, y eso debido a Ramiro. Pensamos una vez en sacarlo de allá para ver si levantaba otros barrios obreros, y Santo André casi se hunde. Tuvo que volver para que no perdiéramos lo poco que ya teníamos. En el interior, sólo quedaron unos brotes del Partido en Santos, en Sorocaba, en Jundiaí. Casi nada...

Vitor cerró los ojos. Era un hábito suyo cuando oía algo desagradable. Su voz brusca se desató sobre Mariana:

—¿Qué es eso, camarada? ¿Es que has perdido la confianza? ¿O es que también tú te has dejado convencer por las declaraciones de la policía de que el Partido estaba liquidado? ¿Comenzar de la nada? ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? Ni los camaradas que fundaron el Partido empezaron de nada. Existía la clase obrera, existía el marxismo, existía la revolución de octubre. Une a todo eso la existencia hoy de la U.R.S.S., un estado socialista, y la tradición de nuestro Partido en São Paulo, el prestigio inmenso de Prestes. ¿Quién dirigió las luchas de los obreros paulistas durante todos estos años? Fuimos nosotros. ¿Quién les organizó para estas luchas? Fuimos nosotros. ¿Quién les levantó contra el Estado Novo, quién ha impedido la aplicación de la Constitución Fascista? Nosotros. ¡Y tú le llamas a eso casi nada, compañera!

Aquella voz brusca y dominante hizo que se sintiera menos fatigada. Todo aquello que Vitor decía era verdad. Ella se había limitado a exponer las condiciones inmediatas que le rodeaban, y lo hizo con una estricta objetividad. Vitor le abría nuevas perspectivas, le mostraba los pilares ya asentados sobre los que podía alzarse el edificio del Partido. Pero no se contentaba con la larga discusión, sino que inmediatamente se ponía al trabajo. Para él no contaban las horas, como si tuviera el poder de multiplicarlas. Mariana se preguntaba a sí misma, admirada, cómo Vitor encontraba tiempo para leer y estudiar, para informarse tan exactamente de los acontecimientos internacionales e incluso para seguir la vida intelectual del país. Era exigente con los camaradas, pero ante todo lo era consigo mismo. Menos de un mes después de la llegada de Vitor, Mariana empezaba a comprobar los resultados del trabajo. Algunos camaradas, a quienes había amedrentado la reacción, volvían a su militancia. Otros, desanimados antes, se mostraban de nuevo llenos de entusiasmo. El ciclostil no paraba. Vitor había organizado otro sistema para la distribución de material, más efectivo y seguro. Tenía el sentido de la organización, y Mariana veía nacer en sus manos, día a día, un nuevo organismo, y vivía la misma sensación de encantamiento de cuando vio a su hijo dar vueltas por primera vez en la cama, luego gatear, intentar unos tímidos pasos, en precario equilibrio sobre sus piernas inseguras, y echarse a andar por fin. La organización del Partido estaba aún lejos de empezar a andar, pero ella se daba cuenta de que, sin la menor posibilidad de duda, el Partido iba a ponerse en marcha, a levantarse, fuerte como nunca.

Al mismo tiempo había empezado a descubrir el lado humano de aquel camarada que al principio le había parecido una máquina exclusivamente entregada a su trabajo. Una vez, en una reunión, Vitor, temblando de frío, le había dicho:

—Tengo que darte una noticia: João y los otros han sido trasladados a Río, va a comenzar el proceso.

Mariana no pudo contener una exclamación de dolor. Allí, en São Paulo, tenía al menos posibilidades de saber de João a través de las familias de otros presos, de enviarle alguna fruta. Y ahora le llevaban a Río, le condenarían, sin duda, y le deportarían a Fernando de Noronha... El rostro de Vitor, de pie ante Mariana, había perdido su aspereza habitual, y aparecía lleno de humana comprensión.

—Me he estado rompiendo la cabeza para dar con una manera de que pudieras verle sin poner en peligro al Partido. No la he encontrado, no ha habido manera. Pero antes del juicio te garantizo que irás a Río y le verás. Por ahora, es imposible. No puedo prescindir de ti ni un solo día.

Le sonreía como un hermano, afectuosamente:

—Pero tengo algo para ti. Toma...

Le tendió un pedazo de papel con muchas dobleces.

Le vio leer la carta de João con avidez, volver a las primeras líneas como si quisiera aprenderla de memoria antes de destruirla. «Querida mía: Me han trasladado a Río. Vamos a ser juzgados allí. Estoy muy triste por no haber podido verte, pero, al mismo tiempo, contento por saber que estás trabajando. Trabaja por mí y por ti. Yo aprovecharé el tiempo para estudiar. Tu recuerdo me ayuda cada mañana y cada noche. Ya me he repuesto, el brazo ha quedado bien: No te preocupes por mí, cuida de nuestro hijo, enséñale mi nombre. Dale un beso a tu madre: es formidable. Trabaja bien, querida, y así el tiempo se nos hará más corto. Te amo. Soy feliz de ser tu compañero.»

Las lágrimas fluían por los ojos de Mariana. Ella intentaba sofocarlas. Le esperaba el trabajo con Vitor, el tiempo del camarada era precioso. Se pasó por los ojos el dorso de la mano, se arrancó las palabras de la garganta:

—Vamos a empezar...

Vitor le sonrió. Le puso una mano en el hombro:

—Hay tiempo para todo, Mariana. Yo esperaré. Llora si tienes ganas. Esto te aliviará. Luego trabajarás mejor.

Así era el camarada Vitor, sobre cuyos hombros descansaba ahora la responsabilidad de poner en marcha de nuevo la organización del Partido en São Paulo. Vitor se entregaba al trabajo de manera despiadada, con un ritmo impetuoso, arrastrando a los demás y sin perder ocasión de educarles y educarse con ellos. Oía atentamente a sus colaboradores, les hacía montones de preguntas, así se iba ambientando en un medio desconocido. Dos cualidades le caracterizaban: su capacidad para descubrir las cualidades de cada hombre, para saber cómo utilizarle mejor, y el espíritu de iniciativa capaz de presentar rápidamente soluciones prácticas y realizables ante cualquier problema. Su manera de ser, franca y directa, hacía que los obreros confiaran inmediatamente en él. Sus conocimientos, su amor al debate, conquistaban a los intelectuales. El Partido empezó a recobrarse, como un corazón casi paralizado que volviera a latir con ritmo creciente.

Mariana le había tomado cariño, se había acostumbrado a sus maneras bruscas, le ayudaba cuanto podía. Vitor le había encargado de nuevo de las finanzas y ella iba reconstruyendo los círculos de simpatizantes con la colaboración de los ayudantes de Marcos en el taller de arquitectura y con la ayuda también de aquel médico simpatizante que había tratado al Rubio. Al mismo tiempo establecía el enlace entre Vitor y los elementos dispersos del Partido, conocidos suyos. En cada encuentro, Vitor dejaba siempre unos minutos para hablar de João, para hacer el elogio del camarada preso, para levantarle el ánimo a Mariana. Una vez fue a comer a casa de ella, jugó con el niño, habló largamente de su mujer, que se había quedado en Bahia. Él quería hacerle venir lo antes posible. Aquel día hasta le hizo unas bromas a la madre de Mariana hablando sobre el frío de São Paulo. La vieja sentía pena al verle:

—Pobrecito. Tienes que pasarte todo el invierno vestido con una camisa de algodón...

Le recomendaba prudencia, cuidado con la gripe, peligrosa en esta época. Pero Vitor no tenía siquiera el tiempo de cuidarse del frío, y se contentaba con refunfuñar contra aquella temperatura. Mariana, sin embargo, se inquietaba. Su instinto maternal hacía que se preocupara por la salud del camarada. Hablando con los arquitectos del taller de Marcos, les preguntó si alguno tenía ropa usada de lana para dársela a un amigo. Y consiguió, no sólo un traje, sino también una gabardina, aún en buen estado. Le llevó el paquete a Vitor y el dirigente, al descubrir aquellos tesoros, soltó una exclamación triunfal:

—¡Ahora sí que voy a reírme del frío! Pero luego reflexionó, volvió a empaquetar el traje:

—Con la gabardina me basta. Vamos a darle el traje a Ramiro. El portugués anda con unos pantalones tan remendados que parece un espantajo...

Mariana concluyó:

—Eso quiere decir que tengo que buscarte otro para ti. Voy a ver si me lo da el doctor Sabino, que es más o menos de tu estatura...

—Eso sería ideal... Y ahora, vamos a trabajar.

Olvidó las ropas, el frío, la fatiga. Se concentraba en su tarea. Había que construir un gran Partido con el proletariado de São Paulo, el centro industrial más importante del país, «un gran Partido de masas, un Partido de nuevo tipo», le explicaba a Mariana.

13

Manuela inició la temporada bailando El Lago de los Cisnes, de Tchaikowski. Por casualidad, el estreno tuvo lugar el mismo día de su segunda visita a Marcos, una semana después de su declaración de amor. Manuela había aparecido en el penitenciario cargada de paquetes. Se había gastado una buena parte de sus ahorros en pasteles, frutas y conservas:

—Para ti y para los otros —le dijo al arquitecto mostrándole el montón de paquetes que los guardias estaban llevando a la administración.

Había traído también un programa del espectáculo de la noche. No obstante, tuvo que dejarlo en la dirección de la cárcel para que la censura lo examinara antes de entregárselo al preso. Pero ella le contaba la distribución de los papeles, le hacía el retrato de cada bailarín, sus cualidades, sus defectos. Ofreció a la mujer del ex-oficial una entrada para el espectáculo. La semana anterior habían salido juntas de la cárcel y le había ayudado en sus compras. Le había dado también consejos sobre cómo trabajar para la libertad de Marcos. El arquitecto se sentía conmovido ante aquellos detalles, y ahora comprendía qué significaba para los presos el día de visita. Manuela suspiraba:

—¡Cómo me gustaría que pudieras estar hoy en el teatro! Creo que he hecho bastantes progresos, Marcos. Serge es un gran bailarín, he aprendido mucho con él.

Marcos suspiraba también. El Lago de los Cisnes era una de sus piezas preferidas ¡qué no daría él por asistir al estreno de Manuela...!

—No creo que pueda verte bailar esta temporada. Y luego te irás a los Estados Unidos...

—¿Que me iré? ¡Ni hablar de eso!

—¿Cómo que no? Eso no lo permito...

—¿Lo ves? Aún no estamos casados y ya quieres mandar en mí... —se reía Manuela—. Eres un verdadero señor feudal...

Pero él no se reía:

—No puedo consentir que sacrifiques tu carrera por mi culpa. Si salgo antes de tu marcha, nos casaremos e irás. Yo te esperaré. No puedo ir contigo, lo tengo todo retrasado y además no creo que me den el visado. Si no salgo antes, con más razón aún... Lo que no acepto es que interrumpas tu carrera...

—¿Y quién te dice que para mi carrera hacer esa tournée sea lo mejor? Hay dos cosas, Marcos. Primero: que no me voy de aquí dejándote en la cárcel. No habrá fuerza humana que me obligue a hacer eso. Segundo: si nos casamos, quiero que me ayudes a realizar unos planes que tengo...

—¿Qué planes?

—Es una historia muy larga, no podemos discutirla en este pedacito de tiempo que nos dan... Lo dejamos para otra vez. Hoy tengo que contarte lo que estamos haciendo para arrancarte de aquí...

Le explicó los esfuerzos de los dos amigos de Marcos. Había muchas posibilidades de que no le incluyeran en el proceso. Manuela estaba esperanzada, uno de los arquitectos del taller estaba de nuevo en Río moviendo a gente importante. Ella ni podía imaginar que no estuviera en la calle antes de finalizar la temporada...

Aquella noche, al fin del primer acto, inundaron el escenario de flores. El público no se cansaba de aplaudirla. Fue llamada varias veces a saludar desde el escenario, y ella buscaba con los ojos a la mujer del ex-oficial, sentada en una de las primeras filas. Era como si bailara ante todo para ella y, por medio de ella, para los presos de la Casa de Corrección, para Marcos. Y, en verdad, jamás había bailado como aquella noche, cuando su corazón estaba pleno de amor, de alegría, de angustia, de miedo y de esperanza. Vivió a su heroína desde el primero hasta el último paso. El público estaba arrebatado de entusiasmo. El propio director de la compañía, el famoso bailarín europeo, vino a felicitarla.

También Lucas Puccini estaba presente. Había llegado aquella tarde de São Paulo, y con él se encontraban la comendadora da Torre y la sobrina. Ocupaban un palco, la vieja millonaria armada con unos prismáticos de madreperla. El poeta Shopel había aparecido también por el palco, y se sentó con ellos. Teorizaba sobre música y ballet, comentaba las últimas noticias de Paulo y de Rosinha, los acontecimientos más recientes. Hermes Resende se había ido a los Estados Unidos, pero en vez de ir directamente a Nueva York, había pasado por Buenos Aires. Desde allí cruzaría los Andes y cogería un barco en Valparaíso hacia San Francisco. Y añadía, como por casualidad, que había embarcado en el mismo barco que la «virtuosa» Henriqueta Alves Neto. La comendadora se echó a reír:

—Tienes una lengua de víbora... Deja en paz a esa pobre mujer. ¿No ves que está aprovechando desesperadamente sus últimos años? Pero, la verdad es que el Hermes ese tiene muy mal gusto. Podía haberse fijado en algo mejor...

—Hermes es un exquisito, un esteta, comendadora. Es una flor de civilización extraviada en este país bárbaro...

—¿Y qué tiene que ver eso con Henriqueta?

—Pues que le gustan las comidas faisandées...

Rió, él más que nadie, su propio chiste. La carcajada hacía que se le balancearan las grasas. La comendadora le daba golpecitos con el abanico: adoraba aquel tipo de conversaciones...

Pero se alzaba ya el telón para el segundo acto, y la comendadora se calzó los prismáticos.

Al finalizar el espectáculo fueron todos al camerino a felicitar a Manuela. Lucas, al llegar, había telefoneado a su hermana, anunciando su presencia en el teatro aquella noche e invitándole a cenar. Ella había aceptado, realmente quería hablar con él. Pero se sorprendió al verle aparecer arrastrando tras sí a la millonaria.

—Conoces a la comendadora da Torre, ¿no? —la presentó después de darle un beso en la mejilla.

—Bailó en mi casa por primera vez —recordó la vieja tendiéndole su mano repleta de anillos.

Lucas presentó a Alina:

—La señorita Alina da Torre, sobrina de la comendadora...

Shopel observaba la escena, divertido. Manuela saludó fríamente, se volvió hacia otros admiradores, se encontró ante los ciento veinte kilos de Shopel.

—Diosa de la danza, mágicos pies de hada, permite que el más humilde de tus vasallos te bese la mano.

Lucas avisaba:

—Voy a llevar a Alina y a la comendadora al coche. Volveré a buscarte.

Shopel se dobló en una reverencia ante la millonaria, se quedó en el corro que rodeaba a Manuela. La muchacha no le había tendido la mano, había respondido sólo con una inclinación de cabeza, pero él no se dio por enterado, y cuando ella, liberándose de los admiradores, se dirigía al camerino, volvió a la carga:

—¿Qué te he hecho yo, pobre poeta, para que me mires con tanto desprecio, para que me trates tan mal? ¿Has olvidado que fui tu amigo en las horas difíciles?

—¿Mi amigo? ¡Tiene gracia! —Le miró como midiéndole—. Dime una cosa, Shopel. Tú, que eres tan inteligente, ¿no te has dado cuenta de que todos vosotros estáis podridos?

—¿Vosotros? ¿A quién te refieres?

—A todos vosotros, a ti, a esa vieja comendadora, a su sobrina, a la gente toda de tu ambiente... Podridos... Sois unos sacos de pus...

—¿Podridos? ¿Sacos de pus? ¿Qué quieres decir?

—Eso mismo: tan podridos que apestáis... —Y le dejó allí plantado, con una cara tan de idiota, que algunos lechuguinos que se habían acercado a cortejar a las jóvenes bailarinas se echaron a reír.

—¿Te ha mandado a paseo, Shopel? —preguntó uno.

El poeta no respondió, abandonó el teatro refunfuñando: «La han convencido los comunistas... Esos miserables...» En la puerta se encontró con un crítico musical que comentaba entusiasmado el talento de Manuela. Shopel atajó:

—¿Gran bailarina? No exageres, hombre, no exageres, no seas patriotero. Es una aficionada, y jamás dejará de ser una aficionada...

El crítico se indignó, iba a replicar, pero Shopel bajaba ya las escaleras encendiendo un puro.

Lucas volvió a buscar a Manuela. Fueron a un restaurante de lujo. El industrial se sentía orgulloso de las miradas que se volvían al paso de su hermana, del movimiento de sillas y mesas provocado por su entrada. Una mesa, en el centro, le tentaba. Pero Manuela le arrastró hacia otra, en un rincón...

—Tengo que hablar contigo...

—No debes huir de tus admiradores...

Ella le observaba mientras manejaba la carta, eligiendo el vino más caro. Hacía más de un año que no veía a su hermano. Nada en Lucas recordaba a aquel joven de cinco años atrás, al que una vez un transeúnte había llamado payaso, por su traje raído y los pantalones de perneras cortas. Manuela recordaba la escena: aquella noche, en el parque de atracciones había empezado todo. Para Lucas y para ella. Su hermano se había enriquecido, y era cada vez más rico. Estos días, en Río, ella había oído hablar de su suerte en los negocios, de su asociación con Costa Vale y la comendadora. No tardaría en ver realizados todos sus sueños: los bancos las grandes empresas, el poder. Sin embargo, Manuela recordaba con añoranza a aquel joven ambicioso de la casa húmeda del arrabal. Aquél le amaba, le parecía el mejor de los hermanos. Este de hoy, bien vestido, con las uñas cuidadas, con un anillo de brillantes en el dedo y un automóvil esperando a la puerta del restaurante, le daba cierta pena, sin que ella supiera exactamente por qué. Por él había hecho el mayor de los sacrificios y casi había llegado a odiarle luego. Durante un tiempo ni siquiera había querido verle. Hoy, cuando se siente feliz, vuelve a renacer en ella cierta ternura por el hermano. Le da pena el verle viniendo exclusivamente para su ambición, sacrificándolo todo al deseo de riqueza y de poder.

—Estás más viejo...

Lucas dio con el puño en la palma de la mano, con un gesto triunfal:

—Ahora, Manuela, yo voy hacia donde quiero. ¿Te acuerdas? Aún no hace mucho tiempo... Unos cuatro años, ¿no? Yo te decía que iba a ganar dinero, mucho dinero... Y lo estoy ganando, Manuela.

Y voy a ganar todavía mucho más. He de ganar más que nadie... Ahora ya no son negocios como los de antes, que eran más aventuras que negocios. Estoy ligado a los grandes capitales...

—Sí, ya lo sé...

—¿Te lo han contado? Pues, sí,... ya ves... Y tal vez, ¿quién sabe? me ligue también con otros lazos...

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué te ha parecido la sobrina de la comendadora? Es feíta, ¿no? Pero tampoco es horrorosa, ¿verdad? Con los millones que tiene, y los que va a heredar, la verdad es que todos la encuentran una belleza. Y hay algo que también hay que tener en cuenta: una educación primorosa. Toca muy bien el piano, y hasta pinta acuarelas...

—¿Y piensas casarte con ella?

—Aún no puedo decirte nada definitivo. Tengo la impresión de que me aprecia, y creo que la comendadora dará su visto bueno. Pero hay un montón de pretendientes, no puedes ni imaginarte. Peor que los buitres sobre la carroña. Son señoritos, hijos de papá, ya sabes, con tres o cuatro apellidos, no hijos de emigrantes como nosotros. Y hacen una guerra tremenda contra mí. La otra está casada con uno de ésos. Pero ¡vaya!, tú le conoces mejor que yo... Es Paulo...

—Y tú vas a ser su cuñado.

—Es posible. Espero contar con el apoyo de la comendadora cuando llegue la hora H. Ella no vale más que nosotros, como familia quiero decir. Al contrario. Casó a la mayor con un lechuguino de ésos, y lo que necesita ahora es un tipo como yo, capaz de sustituirle al frente de sus negocios.

Y verás, Manuela, como le ponga la mano encima a la fortuna de la comendadora, me voy a convertir en poco tiempo en uno de los hombres más ricos de Brasil. Voy a pasarle la mano por la cara a Costa Vale. En poco tiempo... ¿Qué te parece?

—¿A mí? No me parece nada... son asuntos tuyos...

—Pero tú eres mi hermana. No voy a ir a explicárselo a tía Ernestina. ¿Qué te pareció Alina? ¿Es demasiado fea?

—No. Tan fea no es... —le miró—. ¿Sabes lo que le dije a Shopel cuando te fuiste?

—No. ¿Qué le dijiste? Shopel te aprecia mucho.

—Le dije que él, la comendadora, la sobrina, toda esa gente, está podrida y apesta. Y tengo miedo de que esta podredumbre te alcance a ti también.

—¿Pero, por qué lo hiciste? ¿Qué te ha hecho Shopel? ¿Qué te han hecho Alina y la comendadora?

—Después de lo que pasó conmigo, Lucas, me da asco toda esa gente. Cuando pienso que estuve a punto de suicidarme por culpa de ellos (iba a decir «de ti», pero se contuvo para no herirle más), que si no hubiera encontrado otra gente estaría perdida...

Lucas aprovechó la llegada del camarero con los platos para ocultar su turbación. Empezaron a comer en silencio.

—Tienes tus razones —dijo él dejando el tenedor—. No lo niego. Pero generalizas. Echas la culpa, Manuela, a quien no tuvo ninguna. Y además, dramatizas una cosa que, en el fondo, no tiene la menor importancia...

—¿Sabes qué edad tendría mi hijo si hubiera nacido?

Él se calló otra vez. Fue Manuela quien habló de nuevo:

—De todos modos, si te casas, deseo que seas feliz. A pesar de que eso más parece un negocio que un casamiento.

—¡Hombre! No voy a decirte que sea un amor frenético, pero nos entendemos bien. Ella se encuentra cómoda en mi compañía, esos señoritingos le amedrentan un poco. El amor... ¿Pero existe el amor, Manuela? Tú parecías loca de amor, y sin embargo lo has olvidado.

—Estaba loca, es verdad. Pero aquello, Lucas, no era amor, era sólo locura. Hasta más tarde no aprendí qué es el amor. Y es incluso probable que el amor no exista en esos ambientes que frecuentas ahora... Pero, fuera de ellos, sí, existe, puedo asegurártelo. Y me das pena porque no lo conoces, y porque tal vez no logres sentirlo nunca...

Lucas quiso saber:

—¿Qué hay? Cuéntame...

—He venido precisamente para comer contigo y contarte. Pero resulta que me hablaste de tu próxima boda antes de que yo te hablara de la mía...

—¿Te vas a casar?

—Sí, voy a casarme. Y por amor, por verdadero amor...

—¿Con alguien de la compañía? ¿El director? ¿Y cuándo?

—No es nadie de la compañía. El director... Bueno, no le gustan las mujeres... Me casaré cuando mi novio salga de la cárcel.

—¿Salga de la cárcel? —se sorprendió Lucas—. ¿Quién es?

—El arquitecto Marcos de Sousa. Está preso.

—Lo sé. Por comunista.

Su rostro se crispó. Dejó los cubiertos sobre el plato, Manuela volvió a comer.

—Esa boda no puede hacerse. No estoy de acuerdo.

Manuela alzó los ojos hacia su hermano:

—Yo no te he pedido tu opinión. Sólo te lo he contado, Lucas. Pero como tú escuchaste lo que yo pienso de tu caso, estoy dispuesta también a oír tu opinión. Dime: ¿Por qué no estás de acuerdo?

La calma de la muchacha le ponía furioso. Hacía ya tiempo que notaba que había perdido autoridad ante Manuela. Se arrepentía de la frase gritada en un primer impulso. No era así como podía convencerle. Contuvo su irritación:

—No me parece una buena boda para ti.

—¿Por qué?

—Tú eres una artista cuyo nombre empieza a ser conocido. Tienes una gran carrera por delante. También Marcos es muy conocido. Su nombre va a ahogar el tuyo.

—Busca una razón mejor. Ésa es demasiado absurda.

—Pero lo peor es el hecho de que sea comunista. Con este lío, se ha enterrado como arquitecto... Nadie le va a dar trabajo de ahora en adelante... Va a tener que vivir dando sablazos. Eso si el proceso no le entierra en la cárcel por un montón de años.

—Aunque perdiera toda la clientela, no me importaría. No me voy a casar con su clientela. Pero quiero decirte que no va a perder ningún cliente. Precisamente son sus clientes quienes están haciendo más fuerza para que le suelten. No es tan fácil liquidar a un gran arquitecto, y Marcos es un gran arquitecto. Y si tiene que pasar mucho tiempo en la cárcel, le esperaré. Ya te he dicho que estoy enamorada de él. Agradezco tu interés por mi futuro, pero no acepto tus consejos.

—Vamos a salir... —propuso él—. Hablaremos fuera con más calma...

—Déjame antes tomar el café.

Él esperó, impaciente. Entraron en el automóvil, un coche pequeño que él había adquirido para circular por la ciudad. Fueron hacia Copacabana. Iban en silencio. Manuela aspiraba la brisa marina, pensaba en Marcos. ¡Qué maravilloso habría sido todo si él hubiera podido ir al teatro...! Saldrían juntos, del brazo, irían a besarse en la balaustrada de Flamengo, como lo habían visto hacer a aquella pareja de enamorados, en sus tiempos de mutua timidez. Al final de la Avenida Atlántica, cerca del Fuerte de Sao João, Lucas paró el coche:

—Manuela, esta boda es absurda. ¿Por qué vas a liarte con los comunistas, a complicar tu vida?

—¿A liarme con los comunistas? ¿Es que no sabes que yo soy comunista?

—¿Tú? ¿Desde cuándo? ¿Has ingresado en el Partido?

—No, aún no me he inscrito. ¿Quién soy yo para poder entrar en el Partido? Lo que quiero decir es que pienso como ellos y que me siento solidaria con ellos. Estoy contra vosotros, Lucas.

—¿Desde cuándo piensas así? —preguntó Lucas, aliviado al saber que su hermana no tenía actividad de militante.

—Desde que vosotros me ibais matando moralmente y ellos me salvaron. Me dieron la mano, me levantaron de la ciénaga donde vosotros me habíais enterrado.

—¿Los comunistas? Quieres decir Marcos...

—No. Quiero decir los comunistas. Sólo más tarde conocí a Marcos.

—Cuéntame eso.

—No. No te lo cuento. ¿Para qué contártelo? Basta que sepas que estoy con ellos, que ellos no van a complicarme la vida. Al contrario, si hoy puedo bailar y soy aplaudida, a ellos se lo debo. No a ti, ni a tus amigos.

Se impuso otra vez el silencio. Lucas sentía cierta vergüenza de recurrir a argumentos idénticos a los que había usado un día en un cuarto del Hotel São Benito, en São Paulo. Pero no podía hacer otra cosa:

—Manuela...

—Dime...

La luna se reflejaba en las aguas del océano. Ella pensaba en Marcos. Era necesario sacarle de la cárcel cuanto antes, cada día sin él era un día perdido. Vendrían juntos a contemplar la luna.

—¿Sabes? Tengo mis negocios... Están bien encaminados, desde luego. Tu éxito me ayuda, es algo que hace olvidar el que no procedamos de una familia importante.

—Lucas, no vas a renegar de nuestros padres...

—No se trata de eso, Manuela. Compréndeme, por el amor de Dios... Ese maldito casamiento tuyo puede echar abajo todos mis planes. Ya te he dicho que hacen una guerra terrible contra mí, para impedir mi boda con Alina. Imagina si tú te casas con Marcos: es un argumento más que pueden utilizar contra mí y hacerme polvo. La comendadora no puede ver a Marcos ni en pintura desde la boda de Rosinha. ¿Sabes que se negó a encargarse de la decoración de la casa?...

—Para solidarizarse conmigo. Ya ves...

—Y Costa Vale tampoco le soporta; todos se pondrán contra mí...

—¿Por qué contra ti? Quien se va a casar soy yo, ¿no?

—No te hagas la tonta. Si te casas con Marcos, vas a arruinar mi vida.

—No lo creo —miró con sonrisa melancólica el rostro del hermano a la luz de la luna. Lucas estaba suplicante—. A pesar de todo, te quiero. Eres mi hermano, crecimos juntos, hubo un tiempo en que lo eras todo para mí. Sin embargo, Lucas, he de decirte la verdad: incluso sabiendo que mi boda con Marcos perjudicaba tu casamiento, yo me casaría igualmente. Una vez te sacrifiqué mi hijo. Yo estaba loca. Aquello fue un crimen, Lucas, y lo pagué caro. Hoy ya no estoy dispuesta a sacrificarte nada.

—Pero Manuela, aplaza por lo menos esa locura hasta que yo me case. Así, al menos, tendrás tiempo para pensarlo...

—Pensé tanto en los últimos años... No, Lucas, voy a casarme en seguida. Aunque me tenga que casar con él preso. Pero no te preocupes, mi boda no va a perjudicar la tuya. No sólo sabes defenderte muy bien, sino que si la comendadora te ha escogido, no corres peligro. Tú crees que estás jugando con ella y es ella quien está jugando contigo.

Le cogió una mano, la apretó entre las suyas:

—Sé feliz, Lucas. Te lo deseo de todo corazón. Muy feliz...

—¿Es tu última palabra?

Movió la cabeza diciendo que sí.

—¡Cómo has cambiado, Manuela!

—Es verdad. He cambiado. Ahora, deséame también tú felicidad y llévame al hotel.

Puso el motor en marcha, con el rostro crispado. Arrancó el automóvil. Hicieron el camino en silencio. Manuela pensaba en Marcos. Si no le ponían pronto en libertad, se casaría con él aunque siguiera preso. Tenía ganas de gritar su nombre, de gritar su alegría sin límites. Había una sonrisa en sus labios, y Lucas se volvió para no verla.

En la puerta del hotel, Lucas le tendió la mano:

—Si algún día me necesitas...

La voz de Manuela era un suave murmullo:

—Gracias, Lucas. Tengo la seguridad de que voy a ser muy feliz.

14

Estaba prácticamente terminada la recuperación de los cuadros del Partido que habían escapado a la represión policíaca en São Paulo. Vitor se mostraba satisfecho: no eran muchos compañeros, en la capital y en el interior, pero era un punto de partida. Se estaba iniciando el reclutamiento de nuevos miembros. Vitor trabajaba especialmente en las grandes empresas, en los centros ferroviarios, en los barrios obreros. Se había admitido un secretariado provisional, a la espera de la oportunidad y de las posibilidades de establecer un plan de elección de los dirigentes definitivos de la regional. Mariana estaba poniendo en pie las finanzas. Ya funcionaban algunos círculos de amigos, y había conseguido de un grupo de simpatizantes el dinero necesario para la compra de una pequeña máquina impresora y unas cajas de tipos.

La cuestión de la imprenta preocupaba a Vitor. Era esencial para el desarrollo del trabajo, para la agitación de masas. Había pedido a los camaradas del Nordeste el envío de un impresor, y buscaba con Mariana una casa donde alojarle a él y a las máquinas. De Santos llegó el dinero para completar el taller: los estibadores, los ensacadores, los marineros de los barcos y de los remolcadores lo había recaudado en una colecta. Compraron una partida de papel y la escondieron mientras buscaban una casa. Mariana se encargaba de dar con ella.

Otra preocupación de Vitor era el trabajo en el campo: estaba enteramente abandonado. Lo que había existido antes, desapareció con la reacción. El antiguo responsable del trabajo con los campesinos había sido detenido en Campinas, y estaba procesado en Río. Vitor analizaba a los compañeros en actividad. Ninguno de ellos le parecía el hombre indicado para aquella tarea difícil y peligrosa. Necesitaba un camarada conocedor de la mentalidad de los campesinos, de los problemas de los aparceros, de los cultivadores, de los colonos. Alguien que supiera hablar con ellos, que pareciera uno de ellos, alguien capaz de ganarse su confianza y hacerse estimar. El trabajo en una fábrica o el de un barrio obrero era muy diferente. En el campo todo era distinto. Vitor pensaba que incluso la organización debía adaptarse a las condiciones existentes en las grandes haciendas y en las pequeñas plantaciones. Tenía varias ideas sobre el asunto. Ya había experimentado algunas con éxito en Bahía, en Serpige, en Alagoas, pero en São Paulo le faltaba el hombre capaz de ponerlas en práctica. Vitor tenía esperanzas de encontrarle entre los compañeros del interior, en Sorocaba o en Campinas había algunos a quienes aún no conocía.

Fue por esta época cuando reintegraron al trabajo a un viejo militante, veterano del Partido, llamado Alfredo. Era mecánico y trabajaba en un pequeño taller de reparación de automóviles en un barrio proletario, la Freguesia do O, donde tenía también su casa. Hombre risueño y afable, muy estimado por todos, que había hecho mucho por la popularidad del Partido en el barrio, había logrado escapar de la represión, y pasó una temporada en el interior del país. El dueño del taller, antiguo chófer, le había prometido guardarle el puesto. La célula del barrio, de la que Alfredo era secretario, había quedado desorganizada con su ausencia, pero no había sido afectada por las detenciones. Cayeron, ciertamente, algunos compañeros, pero eran todos militantes en las células de empresa, cosa que ocurría, por otra parte, con la mayoría de los militantes del barrio. La célula local se componía de trabajadores de pequeños talleres, de artesanos, de un maestro. Con la marcha de Alfredo y las detenciones en la regional, la célula había dejado de reunirse y el trabajo se había estancado.

Alfredo, al volver, trató de ponerse en contacto con Mariana. Pero le era difícil localizarle. Vitor protegía a los compañeros y a la organización aplicando métodos de trabajo adecuados a la situación de rigurosa ilegalidad, con una vigilancia constante. Él mismo usaba veinte nombres diferentes, y a medida que el organismo del Partido iba creciendo, las condiciones de seguridad eran mayores. Alfredo anduvo, pues, de un lado a otro en busca de Mariana, preocupado al no encontrarla. Pasaban cosas raras en la Freguesia do O, y tenía la impresión de que entre los compañeros y los simpatizantes se había infiltrado un hábil provocador.

Fue el maestro quien primero le habló de él y describió al individuo. Durante su ausencia había venido a vivir allí un tipo que supo ganarse en seguida las simpatías generales. Era un hombre enorme, gigantesco, comunicativo, que trabajaba en una cantera distante, en un trabajo duro. Pero, por las tardes, al volver del trabajo, en vez de irse a descansar, se entregaba a un trabajo de agitación entre los moradores del barrio. En opinión del maestro, aquel hombrón, llamado Fernandes, había hecho más por la causa revolucionaria en aquel corto tiempo, que ellos en todos los años anteriores. El propio maestro estaba en relación con él, intentando agrupar a la gente, y ya no para una pequeña célula como antes, sino para una gran célula, ampliada con varios elementos nuevos captados por Fernandes. Alfredo se rascó la cabeza cuando el maestro le contó aquella historia. Luego oyó a otros más, todos deshaciéndose en elogios hacia aquel gigante. Alfredo empezó a desconfiar y no quiso relacionarse con él. En su opinión se trataba de un provocador enviado por la policía.

Y le pareció más urgente que nunca ponerse en contacto con Mariana, vincularse de nuevo al Partido. No obstante, no podía permanecer inactivo mientras esperaba, permitiendo que actuara un provocador en el barrio. Discutió con el maestro y le expuso sus razones:

—¿De dónde ha salido ese tipo? ¿Quién te asegura que trabaja realmente en una cantera? Eso puede ser un truco para que nos descuidemos. Lo que es realmente ese tipo, lo sé yo muy bien: un provocador. Acabará entregándonos a todos a la policía.

El maestro dudaba. Si era un provocador, el tal Fernandes resultaba un actor único. Nada en él indicaba ser espía de la policía. ¿Por qué Alfredo no hablaba con él antes de formar una opinión definitiva?

—No voy a ser tan ingenuo que me meta en la boca del lobo.

Y, junto con otros camaradas, tomó sus precauciones. Con el deseo de despistar al tal Fernandes, aplazó la constitución de la célula, y luego fue de compañero en compañero para ver qué podía sacar en claro sobre aquel tipo. Algunos ya se habían integrado en la célula del gigante, pero, ante la firme oposición de Alfredo, se apartaron de él. Hasta el maestro empezó a tener sus dudas y dejó de ver a Fernandes. Este no pareció impresionado ante aquella súbita hostilidad y continuaba buscándoles, haciéndose amigo de todos los obreros. Alfredo repetía a unos y otros: «Es un provocador.» Iba pasando el tiempo y Alfredo estaba cada vez más inquieto.

Por fin, un día le vino a ver Mariana. Hasta entonces ella no se había enterado de su vuelta. Concretaron una cita. Alfredo quiso exponerle un informe sobre la situación en el barrio, pero ella no lo consintió:

—Informarás al camarada responsable de la regional. Te pondré en contacto con él. Se llama Joaquim.

Vitor, antes de tomar contacto con un compañero, preguntaba sobre él todo lo que podía, y al verle ya conocía toda su biografía. De Alfredo todos le hablaron diciendo que era un camarada honesto, abnegado, fiel al Partido. Oyéndole hablar, se reafirmaba su opinión: un buen cuadro para el Partido, modesto, activo, vigilante. El secretario de la célula de la Freguesia do O, exponía la situación. Ni siquiera podían ponerse en movimiento contra el provocador, empeñado en localizar al Partido. Lo que, en opinión de Alfredo, andaba buscando el hombre con todas aquellas conversaciones, aquellos contactos, con la tentativa de articular una célula, era introducirse en la organización, en los grupos de militantes. Algunos se habían dejado engañar, pero afortunadamente no habían contado nada. El provocador había aparecido cuando la célula dejó de funcionar. Era un peligro aquel Fernandes, principalmente porque no había en su apariencia nada de policía y daba la impresión de ser un tipo honesto, un revolucionario sincero.

Vitor pidió detalles sobre la actividad de Fernandes. Alfredo le comunicó lo que había oído al maestro y a los demás camaradas. El hombre había incluso recogido dinero para ayudar a las familias de los presos, y él mismo había dado una cantidad relativamente alta. ¿De dónde iba a sacar aquel dinero, a no ser de la policía? Para dar aquella cantidad tendría que haberse apretado el cinturón limitándose a una comida diaria. El salario de un trabajador no da para tanta generosidad. Sin duda intentaba ganarse así la confianza de los compañeros y penetrar en el Partido. Vitor oía interesado. Aquella historia le parecía extraña. Alfredo hacía bien sin duda en mantenerse en actitud vigilante, en proteger la libertad de los camaradas. Pero, por otro lado, no convenía paralizar toda la actividad del Partido, suspender las reuniones de la célula. Además, había algo en la manera de actuar de aquel Fernandes que no encajaba en la figura de un provocador. Cuando Alfredo terminó, Vitor le hizo una pregunta:

—¿Has visto al hombre ese?

—Muchas veces, camarada Joaquim. Intentó también hablar conmigo. Tal vez se haya enterado de algo sobre mí. Pero no acepté la charla...

—¿Cómo es?

—Ya dije: Un tipo disfrazado de comunista...

—No es eso. Quería decir físicamente, ¿cómo es?

—¡Ah! Un tipo enorme. Un gigante. Muy tostado por el sol. La cara alargada. Un tipo así, de media edad. Y simpático. Capaz de meterse en el bolsillo a cualquiera...

Aquella descripción súbitamente le recordó a Vitor a alguien. Pero era imposible. Los muertos no resucitan. Lo más probable es que Alfredo tuviera realmente razón, que se tratara de un provocador. En todo caso, le haría algunas preguntas sobre los detalles físicos de aquel hombre. Y lo curioso era que las respuestas se ajustaban perfectamente a la idea repentina que se le había ocurrido de manera tan absurda. Coincidían de tal modo, que Vitor decidió poner la cosa en claro:

—Mira, compañero, por ahora no hagas nada. Voy a pensar sobre el asunto. Nos encontraremos... espera: mañana no puede ser, pasado mañana... Bien, el viernes. Nos encontraremos el viernes —y fijó el punto de encuentro.

Alfredo se marchó.

El viernes, Vitor esperaba impaciente. Alfredo se había retrasado algunos minutos. Fueron andando por la calle tranquila. Vitor sacó de una cartera un retrato y se lo mostró a Alfredo:

—¿Se parece por casualidad a éste?

Alfredo examinó aquella fotografía de aficionado.

—Es él. Juraría que es el mismo.

Vitor sonrió. Hacía días que vivía entre la esperanza y el temor de haberse engañado, repitiéndose a sí mismo: «Es absurdo. Está muerto.»

Alfredo se dio cuenta del cambio en el rostro del dirigente, y preguntó:

—¿Lo conoces? ¿Es o no es un provocador?

Vitor movió la cabeza, negativamente:

—No. Es un camarada. Pero perdió el contacto con el Partido. Oye, Alfredo: vas a verle. Para comprobar si es verdaderamente el que yo creo, empieza diciendo que le traes recuerdos del padre Antonio. Si responde «la tía está bien», entonces es él mismo. No creo que haya olvidado la vieja contraseña. Si no es él, échate atrás, inventas una historia cualquiera. Si lo es, tráelo aquí, que quiero hablar con él.

—¿Cuándo?

—Mañana mismo. Mañana es sábado. Ven a las cuatro de la tarde.

—¿Aquí mismo?

—Bueno, no. Es mejor en una casa —le dio la dirección—. Apréndete la dirección de memoria, y luego me traes a ese hombre. Después trata de olvidar la dirección y todo lo que se refiere a Fernandes.

—Cuenta con ello.

—Y ahora, vamos a hablar de tu trabajo...

Alfredo, al salir del taller, por la tarde, se dirigió a la parada de autobús en la que Fernandes bajaba todos los días, de vuelta del trabajo. El hombre había alquilado un cuarto en casa de una familia pobre, en aquella misma calle. No tuvo que esperar mucho. Hacia las siete le vio saltar del autobús. Le acompañó un poco, a distancia, y cuando le vio solo, se acercó.

—Te traigo recuerdos del padre Antonio —murmuró detrás de Fernandes.

El gigante se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Pero no respondió nada; se limitó a detenerse. Alfredo siguió su camino, como si no fuera a Fernandes a quien hubiera dirigido aquella extraña frase. Pero el gigante le alcanzó en dos zancadas y le cogió del brazo:

—Espera. Deja que me acuerde... Hace tanto tiempo ya, que lo he olvidado. Por lo que más quieras, no te vayas... Espera. ¿Qué es lo que va bien? Un pariente... Espera, ya sé... «La tía está bien» —y suspiró aliviado.

—Me vas a partir el brazo, hombre. Mira, esta noche tengo que hacer horas extras en el taller. Vete por allí a eso de las nueve. Hablaremos.

A las nueve apareció el hombre. Alfredo, solo, estaba tratando de arreglar un automóvil, pagando así al propietario del taller las horas que había estado ausente aquella mañana. Sonrió amistosamente a Fernandes. Se sentía un poco culpable de sus sospechas. Sin embargo, no hablaron del asunto. Alfredo se limitó a señalar la cita para el día siguiente:

—Un camarada responsable quiere verte.

El gigante no hizo preguntas, pese a que le dominaba la curiosidad. Se ofreció para ayudar a Alfredo:

—Entiendo un poco de eso...

—No es necesario. Es mejor que te largues. No sea que aparezca alguien...