14

Mister John B. Carlton, el importante hombre de negocios de Wall Street («El audaz business-man americano», como escribían algunos periódicos; «el generoso millonario fundador de tantas instituciones beneméritas», como escribían otros) el doctor honoris-causa por una Universidad de Georgia donde no permitían matricularse a los estudiantes negros, se alababa ante Marieta de Vale de su fenomenal resistencia a los efectos del alcohol, motivo de comentarios de admiración en los medios financieros yanquis. Marieta le sonreía cortés, mientras él explicaba el hecho a causa de la ley seca, cuando los norteamericanos se veían obligados a beber los más variados y sospechosos productos presentados como whisky y gin, adquiridos a los gangsters. Engulló el viejo vino francés, orgullo de la bodega de Costa Vale, en dos tragos rumorosos, como si bebiera un aperitivo cualquiera. Artur Carneiro Macedo da Rocha, que presidía la cena, no pudo ocultar una sonrisa de lástima. De lástima por el vino, un Borgoña magnífico que Artur saboreaba lentamente como buen conocedor. Los norteamericanos poseían sin duda cualidades insuperables, pero, pensaba el ex diputado y actual ministro, aún les faltaba mucho para llegar al refinamiento cultural de Europa. Aquel refinamiento cultural que Hermes Resende, sentado frente a Marieta, calificaba, dirigiéndose al consejero económico de la Embajada Norteamericana, como prueba de la «decadencia definitiva de los pueblos europeos».

El poeta Shopel, al otro extremo de la mesa, protestó contra la frase del historiador. No todo era decadencia en Europa. Bastaba ver la Alemania de Hitler. «¿Qué espectáculo más espléndido de juventud y de fuerza que el nazismo?», preguntaba el poeta.

Hermes iba a responder, cuando mister John B. Carlton, dejando el vaso, dominó con su respetada voz todas las conversaciones. Empezó riendo, como anunciando toda la gracia de lo que iba a decir a continuación. Inmediatamente brotaron las sonrisas en las bocas de los más próximos al banquero, el ministro, Hermes, la comendadora da Torre, Venancio Florival, Marieta Vale. El millonario confesó entonces que durante la ley seca había llegado a beber, como licor de excelente calidad, ciertos productos medicinales de alto porcentaje alcohólico. Los pagaba a peso de oro. Había gente que se había enriquecido en los Estados Unidos con la importación de aquellas medicinas y de su venta como bebida alcohólica ilegal. Y acabó la frase con una estrepitosa carcajada, riéndose él mismo de la inmensa gracia de su cuento. La hilaridad se prolongó por la mesa, y Susana Vieira, situada entre Shopel y Paulo Carneiro da Rocha, preguntó al poeta, con excitada curiosidad:

—¿Qué ha dicho?

El poeta, que desde el inicio de la noche estaba de mal humor, murmuró entre dientes:

—Una idiotez.

Pero como las risas se prolongaban, alcanzando aquella parte de la mesa, él se rió también, y más alto que los otros. Susana Vieira se quejaba:

—Tengo que aprender inglés. Hoy no se puede estar sin hablar inglés. El francés ya no vale para nada, no sé por qué obligan aún a aprenderlo en las escuelas. ¡Si ahora todo viene de los Estados Unidos, hasta la moda!... Voy a buscar un profesor particular...

Shopel quiso defender la lengua francesa, y recordó que era el francés la lengua en la que escribía Gide, pero Susana no le escuchaba, ni Susana ni Paulo, vueltos hacia Hermes Resende, cuya voz se elevaba en profundas consideraciones sobre los efectos psicológicos y sociológicos de la ley seca en la formación del carácter del pueblo norteamericano y en el desarrollo de la civilización yanqui. El consejero de la embajada, un cuarentón medio calvo, de gafas de cristal grueso, asentía con la cabeza. Había un silencio general y admirativo. Era como si todos los asistentes a la cena con que Costa Vale agasajaba a John B. Carlton, representante de los capitales norteamericanos en la empresa del Valle de Río Salgado, exhibieran ante los gringos, como prueba de la civilización brasileña, a aquel joven intelectual que hablaba un inglés perfecto y conocía tan íntimamente la vida de los Estados Unidos. Hermes se lucía con una serie de citas para probar su tesis de que la ley seca, con todas sus consecuencias, había templado el carácter norteamericano.

Sólo el propio John B. Carlton parecía un poco desinteresado de la larga disertación de Hermes, e iba aprovechando la pausa para devorar, a paladas, la comida que tenía ante sí. Tampoco Marieta, cuya sonrisa amable parecía pegada a los labios, oía los argumentos en que se fundaba la teoría de Hermes. Sus ojos habían abandonado al millonario que tenía al lado y se posaban sobre Paulo, que escuchaba. Incluso así, con la atención concentrada, el rostro del muchacho reflejaba un pleno hastío. Días antes le había dicho que estaba completamente harto «del inconmensurable provincianismo de esta vida brasileña, capaz de matar de aburrimiento al aburrimiento mismo». Para Marieta aquello había sido un golpe. El nombramiento de Artur como ministro de Justicia, con la consiguiente elección de Paulo como jefe de su gabinete, le habían dado la seguridad de la permanencia del muchacho en Brasil.

Y, no obstante, al llegar a Río, la primera cosa que Paulo le decía, era su intención de pedir, tras el casamiento, el puesto de secretario de embajada en París. Acababa de ser ascendido en la carrera, y con su padre ministro y el prestigio de la comendadora da Torre, estaba seguro de obtener la designación. Para Marieta, aquella noticia, tan inesperada como dolorosa era como una sentencia de muerte. Se había acostumbrado a dirigir la vida de su amante, y había establecido ella misma todos los planes de su existencia después del matrimonio, que se celebraría en enero del próximo año: breve luna de miel en Buenos Aires, un lujoso piso en Copacabana, mientras no estuviera terminada la casa que la comendadora había mandado construir en Gavea para la sobrina y su marido. Marieta consideraba ya totalmente superado el peligro de la marcha de Paulo, e incluso había pensado, con el tiempo, hacerle abandonar la diplomacia para dedicarse a las empresas de la comendadora. Así lo tendría ya para siempre en Sao Paulo, a su lado. No había hablado aún de esto a Paulo, pues no le había parecido el momento oportuno. Esperaba la ocasión propicia, cuando Artur cesara en el ministerio, y Paulo tuviera que volver a la carrera. Por ahora se consideraba segura, y era feliz preparando la boda ya próxima.

Esto fue lo que hizo aún más difícil aquella conversación con Paulo. El muchacho, tendido en un sofá de la sala de estar, le confiaba sus planes: un apartamento en Champs-Elysées, los restaurantes, los cabarets, los teatros, las exposiciones, las recepciones, aquella vida de París, la única digna, según él, de ser vivida. Marieta le oía con asombro, y por primera vez se sintió molesta ante el frío egoísmo de Paulo: sólo pensaba en él, nada existía fuera de él en el mundo.

—Sólo piensas en ti... —dijo—. No piensas siquiera en que te amo, y no lo podré soportar.

Su voz había salido ahogada, y ella, al mismo tiempo, se daba cuenta de que enfadarse era lo peor que podía hacer. De nada iba a servir acusarle, gritarle, intentar darle pena, o llorar. Con Paulo había que actuar de otra manera. Si quería continuar teniéndole a su lado, tenía que convencerle de que su propio interés estaba en no salir, crear las condiciones que le obligaran a quedarse. Paulo, incapaz de soportar cualquier imagen de sufrimiento, se preguntaba por qué le había hablado de aquel proyecto a Marieta, por qué no lo había ocultado, para decírselo después de la boda, cuando ya todo estuviera resuelto. Le murmuró:

—No seas tonta, ¿qué te impide venir tú también a París? Juntos nos vamos a divertir enormemente...

Ella sonrió, ya completamente dueña de sí:

—Si usted así lo desea, señor mío...

Sí, sería bonito estar con él en París, salir los dos de noche por aquellas calles antiguas, vagabundear por el Barrio Latino, ir a los cabarets más sórdidos, besarse a orillas del Sena, a la vista de los bouquinistes cómplices. Pero, aunque pudiera ir, ¿cuánto tiempo podría quedarse? Sólo unos meses, Costa Vale le necesitaba. Y la vuelta significaría el fin de todo, de aquel amor cuyo deseo había amargado su vida y cuya existencia era su propia existencia. Era necesario impedir la salida de Paulo. Había empezado a hacer proyectos, y ahora, en la mesa, sonriendo al norteamericano que masticaba a su lado con un ruido lamentable, sigue pensando en eso. No puede dejar que se vaya, ¿qué sería de ella? La sonrisa muere en sus labios al tiempo que mister John B. Carlton vacía un nuevo vaso de vino. Con un gesto casi imperceptible, Marieta llama al camarero.

—Es un genio —comentó Susana Vieira cuando Hermes Resende terminó su disertación—. No he entendido nada de lo que ha dicho, pero fíjate: ha dejado al norteamericano con la boca abierta...

Shopel miró al consejero de embajada. El poeta estaba aquella noche de un sorprendente mal humor, y lleno de despecho hacia los norteamericanos.

—Tienen la edad mental de un chiquillo de doce años. Todos son así, esos gringos. Burros e ignorantes...

Paulo se sorprendió:

—Shopel, ¿qué te pasa? Hoy la has tomado con los norteamericanos. No pareces el mismo que escribió aquellos artículos al volver de los Estados Unidos...

El poeta se defendía:

—No la he tomado con nadie. Y mucho menos con los norteamericanos, Paulinho. Al fin y al cabo, somos socios en lo del manganeso del Valle. Pero a veces pienso que en esta división del mundo...

—¿Qué división del mundo? —quiso saber, sonriente, Susana.

—Cabecita loca —respondió Shopel—, ya verás cómo el mundo va a quedar dividido entre norteamericanos y alemanes en la próxima guerra. Y a veces pienso que nos iría bastante mejor si quedáramos perteneciendo a Alemania, y no a los Estados Unidos.

—¿Perteneciendo? Al fin y al cabo, Brasil es un país independiente... —A Susana, aquellas cosas de la política internacional le parecían muy complicadas.

—Económicamente, Susaninha, burrita preciosa...

—¡Ah! ¡Ahora entiendo! Pues yo prefiero a los norteamericanos. Hay cada uno, ¡qué hombres! Mira al cónsul, por ejemplo...

Shopel se encogió de hombros y empezó a explicarle a Paulo que si los Estados Unidos eran realmente un coloso, se debía a los inmigrantes llegados de Europa:

—Los norteamericanos lo que saben es ganar dinero. Han nacido para eso. Y con dinero compran la inteligencia de Europa, importan sabios y artistas, los colocan a su servicio.

Y citaba los ejemplos de Einstein, de Thomas Mann, de Salvador Dalí. Paulo no se mostraba de acuerdo. No es que fuera a comparar la civilización yanqui con la francesa, eso no, pero no se podía negar la originalidad, la moderna concepción de vida de los norteamericanos.

En el otro extremo de la mesa se había entablado una discusión entre Hermes Resende y el consejero de la embajada de los Estados Unidos sobre el problema negro. La discusión había ido atrayendo primero a Artur y luego a Venancio Florival y a Costa Vale. Hermes opinaba que el problema se había solucionado en Brasil a través del mestizaje, y el diplomático yanqui defendía los principios racistas. El ex senador Venancio Florival se mostraba de acuerdo:

—Nuestra desgracia son los mulatos. Son perezosos y de mala fe, odian el trabajo. Si hubiéramos seguido el ejemplo de los Estados Unidos, tendríamos una élite de blancos con capacidad intelectual para dirigir el país, y buenos trabajadores negros. Porque el negro ha nacido para eso, para los trabajos pesados.

Creció el malhumor en el rostro mulato de Shopel. Inició una discusión con Paulo como si no quisiera oír los comentarios en inglés sobre el mestizaje. Aquella misma noche había tenido que soportar la cara de asco con que John B. Carlton le había dado la mano.

Artur intentaba conciliar las opiniones:

—Cada país tiene sus hábitos, su formación peculiar. La verdad es que la colonización portuguesa tuvo sus ventajas... En eso estoy enteramente de acuerdo con Resende...

La voz de Costa Vale era fría como si estuviera haciendo un cálculo matemático:

—Todo el mal viene de ahí, de la colonización portuguesa. Si hubiéramos sido colonizados por los ingleses o por los holandeses, seríamos una nación poderosa como los Estados Unidos. Seríamos una gran potencia.

Aquél era un tema grato a mister John B. Carlton, y lo había desarrollado más de una vez en sus discursos: el del poder y la misión de los Estados Unidos.

—Los Estados Unidos son —seguía masticando al hablar, y proyectaba a su alrededor minúsculos restos de comida— el país elegido por Dios para llevar la civilización y la democracia a los demás pueblos.

Se hizo un respetuoso silencio en la mesa, ante sus primeras palabras. Marieta se movió en la silla, acomodándose como para oír mejor, pero en verdad para salvar el rostro de las salpicaduras proyectadas por mister Carlton. El americano, pesado por el vino, desarrolló sus consideraciones. La tarea de los Estados Unidos se centraba en civilizar a los demás países, defenderlos contra el peligro comunista, salvarlos del abismo. Cuando se calló, Artur Carneiro Macedo da Rocha dijo:

—Es una suerte para los países de la América Latina la existencia de los Estados Unidos. Sin eso, nuestra independencia estaría a la merced del apetito de los europeos: de Alemania y de Inglaterra.

—Nosotros no queremos colonias —afirmó mister John B. Carlton—. Todo lo que queremos es cooperar con nuestros capitales para el desarrollo de los países más atrasados. Ésa es la misión que Dios nos impuso.

—Noble pensamiento —aplaudió Artur.

Y como llegara la hora de los postres y del champán, levantó su copa en un brindis al visitante. Partió de la frase del millonario, y elaboró sobre ella un entramado de elogiosos comentarios sobre la figura del «eminente hombre de negocios que de manera tan perfecta simboliza la civilización norteamericana y que, cumpliendo la misión sagrada marcada por Dios a su patria, viene a cooperar con sus capitales para la grandeza futura de Brasil».

Mister John B. Carlton alzó su copa para agradecer las palabras del ministro. Bebía por la eterna amistad entre los Estados Unidos y Brasil. Habló de las amenazas de guerra que pesaban sobre el mundo y de la decisión de los Estados Unidos de defender el continente americano. Para eso eran necesarios buena voluntad y comprensión por parte de los demás países americanos. Los hombres responsables de la vida de los Estados Unidos, los constructores de su gloria, estaban dispuestos a auxiliar con sus capitales, con sus técnicos y con sus consejeros, al desarrollo de las naciones más atrasadas. Eso era lo que él venía a hacer a Brasil. Se sentía feliz al encontrar, por parte de los hombres de negocios y de los hombres de estado, una comprensión tan perfecta de su misión, de la misión impuesta por Dios a los Estados Unidos.

Resonaron los aplausos, chocaron las copas con sonoro ruido de cristales, y después todos abandonaron la mesa para tomar el café en la sala de estar.

Marieta, con el pretexto de dar algunas órdenes, se quedó atrás y con los ojos le pidió a Paulo que se quedara también. Cuando los otros se alejaron, el muchacho le dijo:

—Estás melancólica hoy, ¿por qué?

Ella encogió los hombros desnudos, fatigada:

—Cansada de hacer comedia, de sonreír a ese norteamericano que me ha rociado la cara. ¿Será necesario pasarse la vida haciendo teatro?

Paulo se echó a reír:

—¿Qué quieres? ¿Que tu marido, mi padre y ese mister Carlton vayan a la notaría y le digan al escribano: «Hemos venido aquí a vender un pedazo de Brasil, el Valle de Rio Salgado, a mister Carlton? Inscriba rápido, que no podemos perder tiempo...» No, Marieta, no puede ser así. —Cierto calor humano pobló su risa fatigada—. Es como en un teatro de marionetas. Estábamos todos en la mesa y cada gesto nuestro, cada palabra, estaba dirigida; alguien había tirado de los cordones, el dueño del espectáculo.

—José... —dijo ella, reflejando en su voz la admiración que a veces sentía por su marido.

—José tira de nuestros cordones, pero él no pasa de ser a su vez una marioneta. Quien manda, Marieta, es realmente mister Carlton.

Colocó una flor en el ojal de la solapa de su smoking, tendió su mano bien cuidada a la mujer, invitándole a entrar en la sala:

—Vamos a seguir representando la comedia, amor mío; es divertido. Y nos llena los bolsillos. Vale la pena.

En la sala, la voz de Hermes Resende se elevaba, trazando, en inglés, todo un complicado sistema sociológico a base del estudio de los rascacielos y del sándwich, de donde partía el famoso intelectual para hacer su elogio de las formas de vida norteamericana.

15

El aviso del Dr. Sabino arrancó a Mariana de una serie de trabajos urgentes. Las detenciones derivadas de la denuncia de Heitor, especialmente las de dos responsables de la regional como Carlos y Zé Pedro, habían doblado el trabajo de cada militante. Había venido de Río un camarada para ayudar a João a reconstruir el secretariado regional y reorganizar la máquina del Partido en São Paulo. Tras las detenciones, hubo una pausa sensible en la actividad. El movimiento huelguístico había sido prácticamente desmantelado por la violencia de la policía, y en el seno de la regional se reflejaba la falta de los cuadros detenidos. Era necesario volver a ponerlo todo en marcha, y una de las primeras medidas, tras la llegada del camarada de Río, fue la sustitución de Mariana como enlace de la regional. Había sido designada ahora para ocupar el lugar de un camarada dirigente de un comité de zona que había sido detenido durante la huelga. De allí en adelante otro elemento haría de enlace entre los componentes del nuevo secretariado en formación. Y se decidió también que era peligroso para la seguridad del Partido que João y Mariana continuaran viviendo en la misma casa. Durante los meses que siguieron al golpe armando-integralista, con cierta calma en la acción de la policía, Mariana se había expuesto mucho estableciendo las relaciones entre el secretariado y las células de las fábricas en huelga, y era demasiado conocida por muchos camaradas. La policía podía fijarse en ella en cualquier momento, localizar su residencia y detener a João.

Fue un momento triste cuando João le comunicó su decisión:

—Es necesario, Mariana.

—Comprendo —dijo ella, pero en su voz había una profunda tristeza que conmovió el corazón del muchacho.

Se sentó a su lado en el incómodo sofá, y le cogió las manos.

—Lo importante es saber que nos amamos y que luchamos por la misma causa. No va a tardar el día en que estemos juntos de nuevo. Imagina que somos novios y que nuestras familias no quieren que nos casemos, que sólo podemos vernos a escondidas.

Sonreía, y ella apoyó la cabeza en su hombro:

—Sé que el Partido tiene razón. Aún no estoy formada políticamente, João. Ahora que debería sentirme orgullosa de la tarea que el Partido me ha encomendado, me siento triste por no estar a tu lado. Aún pienso más en mí misma que en el trabajo.

João le acarició el pelo:

—Nos vamos formando día a día, querida. Los acontecimientos nos educan. Sí, es triste que tengamos que separarnos. Yo también sufro con eso. Pero sería más triste si nos separara la policía...

—Lo sé. Tienes razón. Pensaré en ti todos los días, y trataré de ser digna de ti.

—De ser dignos de nuestro Partido, Mariana.

Un silencio cargado de presagios se adueñó de la sala por breves segundos. Después, Mariana sonrió. Su rostro estaba ya tranquilo, aunque en sus ojos aún quedaba una lejana nota de melancolía. João sonrió también:

—No puedes imaginar lo que representas para mí...

Aquélla fue la última noche que pasó en su compañía, en aquella casita donde habían vivido desde la boda. De madrugada se fue para vivir en otra casa cuya dirección era desconocida incluso para ella. No era la primera vez que se iba sin que Mariana supiera adonde, pero nunca lo había sentido tanto, nunca había sentido tan oprimido su corazón. Antes, incluso cuando sabía que estaba lejos de São Paulo, tenía siempre ocasión de recibir noticias suyas a través de su contacto permanente con el Rubio, con Carlos o con Zé Pedro. Pero ahora ya no era «estafeta» del secretariado, tenía otra misión, volvía al trabajo directo con las bases del Partido, se habían acabado las posibilidades de saber de João. Sólo quizá por casualidad volvería a encontrarle. ¿Cuánto tiempo iba a durar aquella separación? ¿Cuánto tiempo iba a vivir lejos de su amor?

Le parecía imposible poder vivir así, lejos de João, sin saber nada de él, sin poder siquiera esperarle como antes. Ahora no era igual. Antes, cuando él se iba, era sólo por algún tiempo, para cumplir una misión. Y todos los días ella esperaba encontrarle en casa, al volver de sus caminatas, o bien verle entrar por la noche, con el rostro fatigado, los ojos enrojecidos por las noches en vela, su amplia frente, su rostro descarnado. Y ahora ya ni esa esperanza le quedaba. Para que se encontraran de nuevo juntos bajo el mismo techo era preciso que cambiaran muchas cosas en la tierra. Aquella madrugada de la marcha de João, sola, esperando el alba, se acordó de una frase que le había oído a Saquila, en casa del viejo Orestes, hacía mucho tiempo:

—Queremos romper un muro de piedra a cabezazos.

Y se encontraba de repente ante aquel muro impenetrable, ahora que João se había ido. Quiso apartar la frase de su cabeza, pensar en otras cosas: aquella frase la había dicho un enemigo del Partido, un traidor, e intentaba recordar lo que le había dicho el Rubio a propósito de Saquila, cuando ella le habló de la discusión y de la frase. Pero la imagen de un muro de grandes piedras negras separándole de João persistía, pese a todo. Sentía unas incontenibles ganas de llorar, la misma sensación de cuando tuvo la seguridad de que su padre iba a morir. Se limpió las lágrimas, recordando la conversación al pie del lecho del moribundo, en aquel día distante en que su padre la llamó y le preguntó si era comunista. Un comunista no reacciona así, se dijo. Tenía ahora tareas urgentes y difíciles por realizar: el comité de la zona adonde había sido enviada estaba casi desmantelado por la acción de la policía, tanto en la dirección como en las bases. Había que ponerlo todo en marcha otra vez, había que continuar la menuda tarea cotidiana, colocar nuevos tornillos en la gran máquina de la revolución.

Se levantó, se vistió, quería comenzar temprano el día. Tenía que prepararse para una reunión con los demás miembros del comité de zona, los nuevos responsables de toda aquella parte del municipio de São Paulo. Tenía documentos por estudiar, planes que trazar. Hizo un esfuerzo para concentrarse en el trabajo, para liberarse de los tristes pensamientos. Fue entonces cuando le llegó el aviso del Dr. Sabino. El médico le decía que fuera a verle urgentemente, que tenía que comunicarle algo muy grave.

Le encontró en su consultorio; hacía tiempo que no le veía. Sabino parecía preocupado. Se encerró con ella en la sala de consultas.

—¿Sabes quién está aquí, en São Paulo?

—¿Quién?

—Alberto.

¡El Rubio en Sao Paulo! Mariana quedó estupefacta. ¿Qué habría venido a hacer? ¿Por qué había dejado el sanatorio? No tuvo siquiera tiempo de preguntar nada, el médico le explicaba ya, con aire reprobatorio:

—Se escapó del hospital.

—¿Cómo es posible?

—Hace ya días intentó convencer al médico de que tenía que irse, que ya no necesitaba el tratamiento. Es absurdo. Yo iba siguiendo su caso y sé que sólo había empezado a mejorar ligeramente. Detener ahora el tratamiento supone condenar el otro pulmón. Prácticamente es un suicidio. El médico le explicó exactamente la situación, le dijo que era imposible darle de alta. Y me escribió una carta contándome lo que ocurría. Pues bien, ¿sabes quién apareció esta mañana? Alberto.

—¿Estuvo aquí?

—Quiere verte. Volverá a la hora de comer. Por eso te mandé llamar. Para que le convenzas de que vuelva inmediatamente al sanatorio.

—¿No quiere volver?

—Cuando se lo dije, sólo le faltó pegarme unas bofetadas. Me preguntó si no estaba enterado de las detenciones de aquí... Dijo que en este momento su lugar no estaba en el sanatorio. No admitió réplica ni quiso discutir nada. Algo imposible.

Movía la cabeza:

—Por lo que veo, no creo que tú tampoco consigas nada. Está decidido a quedarse, y me dijo que si volvía a hablarle del sanatorio era capaz de no volver más por aquí para seguir el tratamiento.

Ante el silencio pensativo de Mariana, Sabino se levantó:

—Bueno. Es sólo eso. Y la verdad es que no sé si criticar su actitud o admirarla. Todos vosotros estáis locos, pero hay también mucha belleza en esa locura. Lo mejor es que vayas a dar una vuelta y aparezcas por aquí hacia las doce y media. Es la hora que me dijo. Yo no estaré, pero ya sabes dónde encontrar la llave.

Mariana anduvo por las calles, matando el tiempo, dominada por una compleja confusión de pensamientos: la alegría de volver a ver al Rubio, de estrechar sus huesudas manos de tuberculoso, de reencontrar su bondadosa sonrisa, temor por la salud amenazada del compañero, y una sensación de descontento consigo misma al pensar que aquella misma madrugada había estado llorando de dolor por la separación momentánea de João. Y ahora llegaba el Rubio huido del sanatorio, abandonando el tratamiento que podía devolverle la salud, para incorporarse al rudo combate. No había sido necesario que el Partido le llamara, había venido apenas se enteró de las detenciones, de los claros que se habían abierto en las estructuras del Partido. Con un pulmón corroído por la enfermedad y el otro amenazado, pero nada de eso le importaba, no pensaba que aquel muro de piedra fuese inconmovible.

A las doce y media volvió al consultorio. Abrió la sala y esperó. Cinco minutos después llegaba el Rubio. Mariana había guardado el recuerdo de aquel domingo en que salió para Campos do Jordão con la mano moviéndose en un adiós por la ventanilla del automóvil. Creyó que iba a ser la última vez que le veía, su última imagen, unida a otras en el fondo de la memoria llena de añoranza. Había sido durante la huelga de Santos, y las primeras noticias llegadas del sanatorio eran pesimistas. Los médicos tenían pocas esperanzas. Tan pocas que los compañeros habían decidido enviar a Olga al sanatorio para que estuviera junto al marido. Pero poco después empezó a reaccionar frente a la enfermedad, se había iniciado una lenta mejoría.

Y ahora le veía de nuevo, con el rostro abierto en una amplia sonrisa. Había engordado, pero era una gordura blanda, enfermiza, fláccida, que no armonizaba con la fuerte personalidad del Rubio; como si le hubieran puesto una máscara. Pero reconocía sus ojos iluminados, la boca sonriente, el pelo rubio. Se abrazaron.

—Si me tiño el pelo, no hay policía que me conozca.

—¿Pero, qué has venido a hacer? ¿Has dejado el tratamiento?

El Rubio se sentó a su lado.

—Me enteré de las detenciones hace cuatro días. Han tardado mucho en avisarme y, si me enteré, fue casi por casualidad. Primero intenté que el médico me diera el alta. Pero es un tipo tozudo como una mula. Tuve que largarme sin decirle siquiera adiós, ni darle las gracias.

—¡Pero eso es una locura!

—Luego discutiremos. Ahora, dame noticias: ¿Cómo están los presos? ¿Quién ha caído, aparte de Zé Pedro y Carlos? ¿Cómo va el trabajo?

Mariana contó lo de las detenciones, las torturas, la liquidación de las huelgas. El Rubio contrajo su rostro al oír lo de Josefa y el niño.

—¡Cerdos!

—Cuando el médico se suicidó, dejaron de torturarles. Soltaron a Josefa y al pequeño, pero la pobre está completamente loca. Han abierto un proceso contra los demás.

—¿Y el trabajo?

Le dijo lo que sabía sobre la reorganización del aparato regional. El Rubio aprobó con un movimiento de la cabeza. Cuando Mariana terminó, el Rubio se levantó de la silla:

—Ahora, Mariana, debes establecer inmediatamente contacto con la gente. Diles que he llegado y que quiero verles cuanto antes. Para João es bastante.

Mariana bajó la cabeza:

—Si fuera ayer... pero ya no soy enlace, ahora tengo otra tarea. Y han decidido que era peligroso que João y yo siguiéramos en la misma casa. Se ha ido hoy, y no sé adonde.

—Es una buena medida. Era necesario. Ya lo había pensado yo en el sanatorio más de una vez. Era un peligro que siguierais viviendo en la misma casa. —Miró a Mariana, vio una sombra de melancolía en sus ojos, le sonrió—. Es duro, ¿eh? —le posó la mano afectuosa en el hombro—: Pero tú eres una buena camarada, y lo entenderás. Por lo menos, así no te va a ocurrir lo que le pasó a Josefa y a Zé Pedro.

Mariana se estremeció en la silla:

—Soy tan estúpida que ni pensé en eso, en el lado positivo de la separación. Me quedé triste, llorando.

—Si no te entristecieras, serías un monstruo. Pero una cosa es entristecerse y otra caer en el desaliento.

—Eso, no...

—El trabajo te va a devolver la alegría. Ya verás. Bien, de todos modos, tienes que ponerme en contacto con alguien de confianza que me lleve a la dirección hoy mismo.

—Creo que podré.

Le explicó lo que pensaba hacer, y él se mostró de acuerdo.

—No nos encontraremos más, no vale la pena. Es suficiente con que el chico me encuentre en el lugar marcado. Ahora, me voy.

Ella le retuvo con un gesto:

—¿No piensas volver al sanatorio?

—¿Al sanatorio? ¿Crees que el Partido tiene tantos cuadros que en un momento como éste, con tantos detenidos, con tanto trabajo, pueda estar yo en un sanatorio?

—Pero el médico...

—Mariana, eso no es asunto tuyo. De nada sirve perder el tiempo discutiendo. Estoy mucho mejor, y no voy a matar el tiempo sin dar golpe en un sanatorio, cuando están intentando liquidar el Partido. Y, se acabó.

Había hablado con aspereza, contra su costumbre. Y luego, como arrepentido, añadió:

—Perdóname, Mariana. Es que el asunto del sanatorio tiene la virtud de irritarme. Déjame discutir con la dirección. Y en cuanto a ti, no te entristezcas por estar lejos de João. Todos, hija mía, debemos dar algo al Partido. Si no lo hacemos, nuestro Partido nunca será lo que ha de ser para transformar la vida y acabar con todas estas amarguras.

Le tendió la mano y siguió:

—Vamos, Mariana, una sonrisa... Cualquier día de éstos volvemos a encontrarnos por cosas del trabajo. Buen trabajo, muchacha, y no olvides que eres la compañera de João, y que eso supone mucha responsabilidad.

—Por lo menos, ven al médico de vez en cuando.

—Prometido.

El Rubio se fue, pero su presencia continuaba llenando la sala de consultas del Dr. Sabino. Mariana seguía oyéndole, con su voz bondadosa, pero áspera cuando hablaba del sanatorio. Parecía otra, después de aquella conversación. No es que hubiera dejado de sentir la tristeza de la ausencia de João, el no tenerle a su lado, pero esa tristeza ya no le desesperaba o inquietaba. Ya no se acordaba de la frase de Saquila. Ahora, después de haber visto a aquel camarada que abandonaba el sanatorio para volver a la lucha, se encontraba llena de entusiasmo por el trabajo, y la decisión del Partido sobre el problema de la residencia de João le parecía la resolución más justa. «Realmente —pensó— el Partido está defendiendo nuestra libertad, nuestras vidas, nuestro amor.»

Cuando llegó el Dr. Sabino, le preguntó:

—¿Qué hay? ¿Vuelve nuestro hombre al sanatorio?

Mariana movió la cabeza negativamente: —No lo creo. Y no creo tampoco que nadie tendría derecho a hacerle volver. Estamos atravesando un momento difícil y no es hora de pensar en la salud, en el hogar, en uno mismo. Es la hora en que los comunistas debemos demostrar lo que somos.

El médico alzó las manos, impotente:

—Se va a morir...

—Lo importante es que el Partido viva.

16

El camarada João pegó un puñetazo en la mesa para dar mayor fuerza a sus palabras:

—Nada importa permitir que ellos digan que el Partido está liquidado. La verdad es que hasta ahora no han tenido descanso. Nuestra acción prácticamente ha impedido la aplicación de la Constitución de 1937. ¿Es verdad, o no?

El compañero llegado de Río asintió con la cabeza. El Rubio seguía atentamente las palabras de João, con la barbilla en la palma de la mano. Discutían sobre las perspectivas del trabajo. João defendía la tesis de que era necesario reorganizar las bases de la regional, conmovidas por las últimas detenciones, antes de lanzarse a una acción más vigorosa. La policía política, desde la caída de Zé Pedro y de Carlos, se agitaba presa de una actividad enorme. Se hacía presente en las fábricas, se sucedían las redadas en las casas de elementos sospechosos de mantener relación con los comunistas, habían detenido a algunos equipos pintando los muros de la ciudad, se sucedían los procesos en el Tribunal de Seguridad, y cada día se dictaban sentencias de largos años de prisión. No sólo en São Paulo, sino también en Río, la policía parecía dispuesta a cumplir con su decisión de liquidar rápidamente toda la actividad de los comunistas. Había empezado un verdadero cerco en torno al Partido, y la Prensa, haciendo conjeturas sobre la situación internacional, extremadamente tensa, reclamaba la liquidación de los «extremistas de izquierda» en el momento en que todo parecía indicar que Hitler, con el apoyo tácito de los gobiernos francés, inglés y norteamericano, se iba a lanzar sobre la Unión Soviética.

—Tenemos que poner el Partido de nuevo en pie en la zona de São Paulo. El trabajo que nos espera es difícil y silencioso. Vamos a pasar días muy duros y necesitamos un Partido fuerte en las fábricas. Recomponer la máquina del Partido y ampliarla, ésa es nuestra tarea en el momento actual.

Era la primera reunión del Rubio con João y el camarada llegado de Río: componían los tres, provisionalmente, el secretariado de la regional de São Paulo. Tras los meses de forzado reposo en el sanatorio, el Rubio estaba ávido de acción, y sus primeras palabras, antes incluso de que la reunión se iniciara, fueron para proponer el estudio de una fórmula cualquiera de actividad que demostrara al país que el Partido no había sido aplastado, liquidado por la policía. Había defendido su idea con voz apasionada, pero João y el otro camarada se habían mostrado poco entusiastas:

—Primero tienes que informarte de lo que pasó en la regional después de las detenciones y las huelgas —dijo João.

El camarada llegado de Río añadió que el Partido no era sólo la zona de São Paulo, pese a la importancia de este estado, fundamental para la vida política del país. En el mismo instante en que la policía parecía reducir al silencio al Partido en Río y en São Paulo, había huelgas en Pará y en Rio Grande do Sul, y en Bahia el partido estaba desarrollando una gran actividad. Incluso ahora, bajo el impulso de Vitor, había aparecido en Salvador una revista legal, a través de la cual el Partido hacía llegar su palabra a nuevas capas de la población. No, todo el pueblo podía ver que el Partido no estaba liquidado, que los golpes de la policía no habían acabado con él, que su corazón latía en mil diversas realizaciones, que su bandera antifascista seguía erguida.

¿Por qué, pues, precipitarse en una acción de gran envergadura en São Paulo, sin estar preparados para ella? Sería un acto de desesperación, capaz de entregar a la policía toda la máquina del Partido. No, el trabajo que les esperaba era ahora otro, menos aparatoso, pero no por eso menos eficaz e importante: tenían que levantar nuevamente el Partido, colocarlo a la altura de las necesidades de estos días difíciles y de los días aún más difíciles que se aproximaban.

Las palabras de João iban aclarándole la cuestión al Rubio, haciéndole tomar contacto con la realidad. Cuando João terminó, esbozando las tareas prácticas para reforzar rápidamente la estructura de la regional de Sao Paulo, el Rubio dijo:

—Tenéis razón. No es posible lanzarnos ahora a grandes acciones. Pero creo que, mientras reforzamos el Partido, debemos llevarlo a la calle, aunque sea en pequeñas acciones. Es preciso combinar los dos trabajos, el de organización y el de agitación. Y el trabajo de masas.

Continuó la discusión. Aquellos tres hombres, tan diferentes, pero entregados los tres a la misma causa, se complementaban, corrigiendo cada uno lo que había de poco claro en las ideas de los otros, encontrando en la discusión la justa manera de llevar su lucha. Se hallaban ante amargas comprobaciones: la policía, con las detenciones de septiembre, con la violencia de su acción contra el movimiento huelguista, con los sucesivos procesos, había aplicado rudos golpes a la regional del Partido. Células enteras habían desaparecido en las fábricas, los comités de zona estaban desorganizados, la combatividad de la masa había disminuido ante la brutalidad de la reacción. Al mismo tiempo, el gobierno intentaba consolidar el régimen fascista impuesto al país con el golpe del 37, la infiltración imperialista se hacía más fuerte, los capitales alemanes y norteamericanos se apoderaban de las riquezas del país. Vargas trataba de comprar políticos e intelectuales con cargos y prebendas, la vida del pueblo se hacía más difícil, la lucha más áspera. Y ellos eran sólo unos millares de hombres en todo el país, perseguidos como ratas, amenazados por todas partes. Y, sin embargo, la marcha de los acontecimientos dependía sobre todo de ellos, del acierto de sus decisiones, de cada pequeño grupo de tres o cuatro hombres que se reunían en las grandes ciudades de Brasil, de la misma forma que allí estaban reunidos el Rubio, João y el camarada llegado de Río.

Era de noche, y la ciudad de Sao Paulo dormía, reposando de las fatigas del día. Sólo ellos estaban en vela, para ellos no existían las horas de reposo.

El Rubio continuaba hablando y exponía su punto de vista sobre la mejor manera de reconstruir la base del Partido. Pasaron la noche discutiendo. Y sólo cuando había amanecido, cuando los planes estaban asentados y las tareas bien claras, João quiso saber:

—¿Y tu salud? ¿Crees que puedes aguantar?

—He mejorado mucho en el sanatorio. El resto de la cura la haré aquí, de vez en cuando iré a ver al Dr. Sabino.

—Tú sabrás. La verdad es que puedes sernos de gran ayuda.

—Ahora no es el momento de estar malo —dijo el Rubio—. Y mucho menos de estar cebándose como un cerdo en un sanatorio.

João le aconsejó:

—Tienes que alimentarte bien y buscar tiempo para dormir. El trabajo va a ser duro. Antes de separarse, el Rubio preguntó:

—¿Y Josefa? ¿Cómo va?

—Logramos internarla en un manicomio. El médico dice que quizá se recupere.

—Tenemos que conseguirlo. No se puede perder a una compañera como ella. ¡Cuando pienso en lo que pasó la pobre...! ¿Cómo iba a quedarme en el sanatorio al saber esas cosas? Tendría asco de mí mismo si me quedara...

17

Durante la estancia de mister John B. Carlton en Brasil, los periódicos no dejaron de interesarse diariamente por su personalidad. Todas las mañanas, el secretario del representante de Wall Street le entregaba un resumen de las noticias de la prensa brasileña. Lo único que el millonario no pudo leer fue el ataque que contra él lanzó la edición clandestina de Classe Operaria denunciando su viaje como parte de la ofensiva del capitalismo norteamericano sobre las riquezas brasileñas, explicando una vez más el significado de la Empresa del Valle de Rio Salgado, donde abundaban las materias primas estratégicas. En compensación, mister Carlton pudo seguir en los periódicos no sólo la ininterrumpida serie de elogios que le tributaba la mayoría de la prensa («simpática y emprendedora figura que supo conquistar muy pronto a la alta sociedad brasileña y cuyos contactos con los hombres de negocios de Río y de São Paulo abrían nuevos horizontes al desarrollo económico de Brasil»), sino también los sutiles ataques de ciertos periódicos ligados a los intereses del capital alemán. La presencia de mister Carlton había hecho aparecer en aquellos periódicos una campaña nacionalista basada en las palabras de Vargas tras el golpe de Estado, sobre el establecimiento de una industria nacional con capitales brasileños. Eran comentarios que ponían en duda el acierto de la política de Roosevelt y su sinceridad con relación a los países del sur del continente. Aquella campaña, tímida en los periódicos, no lo era tanto en los comentarios de la calle, alimentados por los integralistas.

Se sucedían las conferencias entre mister Carlton, Costa Vale, la comendadora da Torre y Venancio Florival. La Empresa del Valle de Rio Salgado se iba poniendo en pie, los técnicos llegados de las orillas del río entregaban sus informes, Venancio Florival discutía los planes sobre la expulsión de los cultivadores mestizos, llegaban de los Estados Unidos nuevos ingenieros, y la perspectiva de la visita del dictador a las obras de la empresa, a pesar de que la situación política no la aconsejaba, no se había esfumado aún. Mister Carlton era un hombre práctico y se entendía bien con Costa Vale.

Su intervención no se reducía sin embargo a los asuntos de la empresa propiamente dicha. En contacto directo con el ambiente brasileño, amplió considerablemente los contornos del negocio al que aplicaba sus capitales. Mantuvo largas conversaciones telefónicas con sus asociados de Nueva York, discutió sobre los más variados asuntos en la embajada de los Estados Unidos. De aquellas conversaciones nació una serie de iniciativas colocadas más o menos bajo el patrocinio de la embajada y más o menos ligadas todas a la Empresa del Valle de Rio Salgado. Iban desde el establecimiento de grandes oficinas en Río y São Paulo hasta la fundación de una agencia para la distribución de artículos de autores nacionales o extranjeros a los periódicos, a la llegada de profesores norteamericanos a las universidades brasileñas, a invitaciones a escritores y artistas brasileños para que visitaran los Estados Unidos.

Quien se benefició inmediatamente de los nuevos planes de mister Carlton fue Saquila. El periodista había vuelto de Uruguay y se encontraba sin trabajo. Aunque la policía no le había molestado, su situación financiera era difícil. Fue entonces cuando logró, por medio de Hermes Resende, el puesto de director en São Paulo de una nueva agencia de publicidad, la Transamérica, que distribuía al mismo tiempo la propaganda de la Empresa del Valle de Rio Salgado, la de varias compañías norteamericanas, y artículos de intelectuales brasileños.

Hermes Resende le había llevado a Costa Vale, en las oficinas de Río. Esto ocurrió pocos días después de la cena ofrecida en honor del millonario Carlton en la embajada de los Estados Unidos. En aquella ocasión, el agregado cultural yanqui había discutido con Hermes sobre los planes sugeridos por el magnate. Trataron principalmente el de la agencia, el de la posibilidad de incrementar el intercambio cultural entre Brasil y los Estados Unidas. El agregado cultural estaba impresionado por la influencia de los comunistas en los medios intelectuales brasileños:

—Por un lado los comunistas, por otro los fascistas. Y nosotros, sin hacer nada. Mister Carlton vio el problema inmediatamente. Creo que esa agencia puede ser un excelente medio de ganarnos las simpatías de muchos intelectuales influenciados por los comunistas.

Hermes Resende estaba de acuerdo. Se había hecho roosveltiano ardiente en los últimos meses, tras su regreso de Europa. En las librerías criticaba a los comunistas que combatían el imperialismo norteamericano, «único aliado que tenemos para luchar contra el nazismo». Según él, la única posibilidad de acabar con el Estado Novo en Brasil era esperar una intervención diplomática del Departamento de Estado. Eso mismo le había dicho a Cícero d'Almeida en una conversación reciente:

—Si esperáis que sea el pueblo quien derribe al Estado Novo, vais a envejecer bajo el fascismo. Sólo existe una salida: los Estados Unidos. Los norteamericanos no pueden tolerar un estado fascista que por su propia estructura simpatiza con los alemanes. Un día u otro, el Departamento de Estado intervendrá. Si fuerais inteligentes, apoyaríais la política norteamericana...

Lo mismo le había dicho a Saquila cuando el periodista fue a verle con la ropa lustrosa y deshilachada. Esta vez no hubo discusión: Saquila concordó plenamente con él y fue aún más violento que Hermes Resende en relación a la política seguida por los comunistas:

—Son unos imbéciles. En el fondo acaban haciéndoles el juego a los nazis con esa manía de la política independiente. Lo que necesitamos es unir a los intelectuales de izquierda liberándoles de la influencia de los stalinistas.

Sabiendo que Shopel buscaba a alguien para dirigir la sucursal en São Paulo de la Transamérica, Hermes recordó el nombre de Saquila. Shopel no tenía nada en contra, pero temía que Costa Vale, conocedor de las antiguas relaciones del periodista con el Partido Comunista, se negara a aceptarle. Por eso Hermes llevó una tarde a Saquila al despacho de la empresa para hablar con el banquero.

Fue una conversación cordial. Costa Vale estaba de buen humor e hizo unos chistecitos sobre «la aventura revolucionaria de Tonico Alves Neto». Después le preguntó al periodista si había abandonado ya sus «ideas extravagantes». Saquila inició una larga disertación con la que quería demostrar que era al mismo tiempo un tipo ejemplar de revolucionario y que no tenía nada que ver con el Partido. Costa Vale le interrumpió:

—Lo que usted piense, no me interesa. Piense lo que quiera y cuando quiera. Si realmente no tiene nada que ver con el Partido Comunista, lo demás no tiene ninguna importancia.

Fue así como Saquila se vio nombrado director de la sucursal paulista de la Transamérica, con un espléndido sueldo y una asignación muy considerable para comprar artículos a intelectuales y distribuirlos por la prensa del país.

18

Por aquel entonces, Marcos da Sousa recibió una invitación para entrevistarse con el ministro de Educación. Conocía al ministro desde hacía muchos años. Se trataba de un abogado con aficiones literarias y que había gozado, tiempo atrás, de cierta fama de «izquierdista». Ya era ministro antes del golpe del Estado Novo, y muchos habían apostado por su dimisión, pero seguía en el ministerio y ahora patrocinaba las más diversas manifestaciones artísticas —exposiciones de pintura moderna, conciertos de música atonalista, conferencias de escritores llegados de los Estados Unidos y de Francia.

Marcos de Sousa no supo a qué atribuir la invitación. Andaba últimamente distanciado de los medios literarios y artísticos, dedicado por entero a sus trabajos profesionales. Sólo Manuela, a quien seguía visitando a cada viaje a Río, sabía las causas de aquel aislamiento. Marcos estaba furioso con toda aquella gente que se reunía por las tardes en las librerías y por las noches en fiestecitas íntimas que terminaban en estrepitosas bacanales. Y aunque en los últimos tiempos había tenido muy poco contacto con los militantes del Partido, se sentía cada vez más cerca de los comunistas y discutía consigo mismo si debía o no ingresar en el Partido, dedicarse por entero a la lucha revolucionaria. En São Paulo buscaba por las calles la figura desaparecida de Mariana. ¿Por qué no venía a verle? ¿Por qué había desaparecido incluso el cobrador de la ayuda mensual que él daba a la organización? ¿Dónde estaba el Partido, después de las detenciones? Lejos de las fábricas, de los barrios obreros, de los sindicatos y de las asociaciones profesionales, Marcos no sabía dar con la huella del Partido en aquella hora difícil. Y se interrogaba ansioso sobre qué les podría haber pasado a los compañeros. Del único de quien tenía noticias era del Rubio, internado en un sanatorio antituberculoso en Campos do Jordão.

Cuando aquel aislamiento se hizo insoportable, Marcos pensó en ir a ver al camarada enfermo. Le preocupaban los problemas internacionales, sufría con cada noticia leída en los periódicos sobre la guerra de España, que se acercaba a su fin, sobre la conquista de Manchuria por los japoneses, sobre el avance del fascismo en el mundo. Discutía con Manuela, con algunos jóvenes izquierdistas de la compañía de teatro recién organizada, pero aquellas conversaciones no le aclaraban apenas nada. Decidió ir a ver al Rubio, confiarle sus dudas, sus inquietudes. Salió un domingo para el sanatorio de Campos do Jordão, y al llegar allí se encontró con la noticia de la fuga del enfermo.

Construyó toda una serie de hipótesis sobre la fuga del Rubio: aquello le venía a demostrar que el Partido estaba vivo y activo. ¿Por qué iba a abandonar el Rubio el tratamiento, a no ser para volver al trabajo? Un intenso deseo de reencontrar sus vínculos con el Partido le ponía melancólico y de mal humor. Manuela se reía de él:

—Pareces un erizo...

A Manuela le preocupaba el estado de ánimo de Marcos, como antes le había preocupado el de Lucas. Ella misma no sabría explicar lo que el arquitecto representaba para ella. Sus relaciones se habían mantenido hasta entonces en el terreno de una estricta amistad, cada vez más fuerte e íntima. Marcos había sustituido en la vida de Manuela todo lo que la muchacha había perdido de repente: Paulo, Lucas, la familia, una serie de ilusiones y sueños. Fue aquella cálida amistad lo que le devolvió el gusto por la vida, lo que le impulsó a continuar sus estudios, a ingresar en el cuerpo de baile del Teatro Municipal y a participar en la compañía de teatro. Salían juntos, iban a los restaurantes, al cine, paseaban por la playa de Copacabana, discutían. Marcos le traía libros y seguía la evolución de sus estudios. Ella esperaba con ansiedad oír el timbre del teléfono, anuncio de la llegada de Marcos desde São Paulo, para ver cómo iban sus obras en Río. Para recibirle, se demoraba ante el espejo, se ponía sus vestidos más bonitos. No obstante, si le preguntaran cuáles eran sus sentimientos con relación al arquitecto, respondería con seguridad que no era más que una amistad, de eso estaba convencida. Continuaba pensando —y se lo había dicho más de una vez al mismo Marcos, hablando— que su corazón estaba definitivamente muerto para el amor. La desgraciada aventura con Paulo Carneiro Macedo da Rocha había dejado en ella una íntima repulsa a todo lo que se relacionara con el amor. Además, su orgullo de tímida le hacía distanciarse de todos aquellos en quienes notaba el más leve interés sentimental. Había decidido seguir su carrera de artista sin más apoyo que el de sus méritos. Sentía una vergüenza sin límites de su estreno como bailarina, de sus tiempos del Casino, del éxito debido a una broma de Paulo y Shopel. A Marcos sí, podía abrirle su corazón, decirle todo lo que sentía, hablar incluso de un pasado cuyo recuerdo le afligía.

Le preocupaba ver a Marcos cabizbajo, de malhumor, descontento con la marcha de los acontecimientos. Cuando le dijo lo de la invitación del ministro, Manuela hizo una broma:

—Seguro que te quiere nombrar dictador de la arquitectura brasileña. Estamos en la época de los dictadores...

—No tengo la menor idea de lo que puede querer...

Al principio pensó en rechazar la invitación. Todo contacto con las personalidades oficiales del Estado Novo le parecía poco digno. Pero la víspera del día fijado le telefonearon del despacho del ministro recordándole la entrevista. Y decidió ir.

El ministro le recibió con un afecto especial, con un fuerte abrazo, quejándose de que pasaran tanto tiempo sin verse, sin verle a él, Marcos de Sousa, uno de los hombres a quien más admiraba en Brasil, una gloria de su país, una de las escasas glorias auténticas. El ministro seguía con el mayor interés el éxito mundial de la arquitectura de Marcos, los comentarios de revistas extranjeras especializadas, las invitaciones de Universidades europeas para que acudiera a pronunciar conferencias y a dirigir cursillos. Una parte de aquella gloria, afirmó el ministro, repercutía sobre todo Brasil, y su ministerio no podía permanecer indiferente ante todo lo que Marcos estaba realizando. Precisamente le había mandado llamar para hablar de eso.

Marcos agradeció el interés del ministro con corrección, pero sin entusiasmo. No tenía la menor idea de adonde quería llegar el ministro, y prefirió esperar. El ministro le dijo entonces que hacía ya mucho tiempo que deseaba realizar, bajo el patrocinio del ministerio, una exposición de maquetas, dibujos y plantas de las obras de Marcos. No obstante, venía tropezando siempre con cierta resistencia por parte de algunos elementos («no necesito dar los nombres, tú lo adivinarás fácilmente») que acusaban a Marcos de ser comunista.

El arquitecto quiso hablar, iba a abrir la boca, pero el ministro se lo impidió con un gesto:

—No me digas nada. Sé que no eres comunista. Hombre de izquierda, sí, sin duda. Yo mismo siempre he sido un hombre más de izquierda que de derecha. Pero, tú sabes, para alguna gente eso es la misma cosa. Tienen una confusión total sobre las ideas políticas, les asusta hasta su propia sombra. Por otra parte, los hombres de izquierda, por lo menos ciertos hombres de izquierda, aún no se han dado verdadera cuenta de la justa significación del Estado Novo. No voy a negar que antes, al principio, no hubiera ciertos elementos fascistas metidos en la máquina del Estado, pero la verdad es que el Dr. Getúlio alejó de una vez a los integralistas, y de fascista, ahora, el régimen no tiene nada. No es una democracia clásica, desde luego, no voy a decir eso, pero, ¿quién nos dice que es una democracia de ese tipo lo que necesitamos?

Entró un ordenanza con dos tazas de café. Marcos quiso aprovechar la interrupción para hablar, pero el ministro no se lo permitió:

—Un momento, déjame acabar. Después, dirás lo que quieras. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! —arrugó la amplia frente, que se prolongaba en una cabeza oblonga y calva, recordando—. Sí, el problema de la democracia... Yo soy demócrata... Nadie lo es más que yo... Pero no estamos todavía preparados para una democracia como la francesa, la inglesa, la norteamericana. No tenemos cultura suficiente para tal forma de gobierno. Lo que hay que hacer es aprovechar el Estado Novo, la buena voluntad del presidente en relación a la cultura, para educar a una élite capaz de aplicar mañana la democracia en Brasil. Ésa es mi idea. Aquí, en mi ministerio, quiero trabajar con intelectuales de valía, sin discutir de qué campo proceden...

—¿Incluso con los integralistas?

—Acción Integralista está fuera de la ley, ya no existe como partido. Por lo demás, el trabajar o no con ellos depende mucho de vosotros, los intelectuales de izquierda. Si puedo contar con vosotros, que sois los valores mayores, no necesito para nada a los otros. Tengo una serie de planes en el terreno artístico, muchos proyectos para cuya realización necesito contar con todos vosotros. He discutido ya todo esto con Getúlio. Él no quiere perseguir a nadie. Fue muy claro en esto: «Quien quiera colaborar en nuestra obra de recuperación nacional, será bien venido.» Ése es su punto de vista. Claro está que hay gente en el gobierno que piensa de distinta manera, que quiere servirse exclusivamente de los elementos integralistas. Pero sólo podremos oponernos a ellos en la medida en que contemos con los hombres de izquierda.

Bebió un sorbo de café, miró a Marcos con interés:

—Y tú, amigo Marcos, eres una gran figura de la cultura brasileña. Y quiero empezar por ti. Una gran exposición de tus trabajos con un catálogo en varias lenguas que enviaremos a los distintos países. Una cosa en gran estilo, como aún no se ha hecho por aquí...

—¿Pero crees que eso es posible? Tú mismo me has dicho que hay gente que se opone, que me acusa de comunista.

—Realmente, he tenido que vencer resistencias. Tienes una fama... especial. Anduviste liado con lo de la Alianza Libertadora, ¿no? Pero me mantuve firme. Y la exposición acabará de limpiarte de esas sospechas de comunismo.

—Bueno, ¿y si fuera realmente comunista?

El ministro se sobresaltó:

—¿Quieres decir que eres miembro del Partido?

Marcos se echó a reír:

—Es una broma. Por otra parte, de creer lo que dice la policía, el Partido Comunista ha sido definitivamente liquidado.

—Estoy en contra de esos métodos de la policía, en contra de la violencia —afirmó el ministro— A veces me cuentan cosas que pasan en los pasillos de la jefatura de policía... No es necesario decirte que esos métodos no merecen mi aprobación. Pero debo decirte igualmente que la política de los comunistas me parece totalmente absurda. ¿Qué es lo que quieren? Tenemos un gobierno que ha acabado con el partido fascista...

—Que ha acabado con todos los partidos, que los ha declarado ilegales...

—Incluso el fascista, un gobierno que no pretende más que la industrialización del país, que quiere transformar Brasil en una gran potencia. Pero este gobierno se halla ante unas circunstancias internacionales extremadamente serias: no ignoras la presión de los alemanes, sin duda. En el gobierno, y en la opinión pública, se enfrentan dos corrientes. Te digo esto porque eres un hombre inteligente y sin duda ya te habías dado cuenta. Una tendencia pro-alemana, y otra pro-norteamericana. La corriente pro-norteamericana representa los intereses democráticos. Y el papel de los hombres de izquierda es, sin duda, el apoyar esa corriente. ¿Y qué hacen los comunistas? Atacan a unos y a otros como si fueran todos iguales, como si no hubiera ninguna diferencia. Se declaran antifascistas y al mismo tiempo atacan a los demócratas del gobierno... ¿Dónde se ha visto cosa semejante?

Marcos de Sousa procuraba adivinar lo que había detrás de toda aquella charla: ¿qué quería en realidad el ministro? El arquitecto estaba enterado de la sorda lucha que enfrentaba, en el seno del gobierno, a los que estaban vinculados a los norteamericanos con los que apoyaban a los alemanes. Sabía que Vargas hacía equilibrios entre los dos grupos, apoyándose ahora en uno, ahora en otro. Sabía también que los elementos pro-alemanes hacían del Departamento de Prensa y Propaganda y de la Policía sus grandes centros de acción, y que era en el Ministerio de Educación donde se concentraban los pro-norteamericanos. Intentaba raciocinar, descubrir las intenciones ocultas bajo la aparente franqueza del ministro. La argumentación desarrollada por éste no dejaba de impresionarle. Más de una vez en los últimos tiempos, cuando se encontraba sin contacto con el Partido, había pensado en este problema: norteamericanos y alemanes se batían por el dominio del gobierno brasileño, para dictarle su orientación internacional y conquistar sus mercados. ¿No sería una táctica prudente apoyar a los norteamericanos para combatir a los nazis alemanes, que eran el peligro más violento e inmediato? No se atrevía a llegar a una respuesta, no era hombre de cultura política, temía equivocarse. Lo que tenía que hacer era hablar con el Partido, plantear sus dudas, oír la opinión de los compañeros.

El ministro volvió al tema de la gran exposición de la obra de Marcos. Si el arquitecto estaba de acuerdo, tenían que empezar inmediatamente los preparativos. Marcos no dijo ni sí ni no. Antes tenía que ver, explicó, con qué material podía contar. Siempre había sido muy desorganizado, no guardaba nada, lo perdía todo, no sabía siquiera si tenía con qué realizar una exposición capaz de dar una idea perfecta de su obra. Que el ministro le diera un plazo y él respondería lo antes posible. El ministro discutió todavía, intentando obtener su conformidad inmediata. Pero Marcos, a quien tanta solicitud parecía algo sospechosa, se mantuvo inconmovible: iba a ver si tenía material suficiente, daría una respuesta dentro de pocos días. Se sentía muy honrado con que el ministro se acordara de él, etc., etc.

Salió del ministerio curioso y confuso. Le parecía que la conversación con el ministro significaba algo más, aparte de las palabras pronunciadas, le parecía sobre todo que contenía una propuesta no limitada a la exposición de su obra, y Marcos no sabía si el ministro se dirigía a él solo o si buscaba un contacto con los otros comunistas, una alianza. Le parecía urgente discutirlo con el Partido, contarle a un camarada responsable aquella extraña entrevista. Decidió volver a São Paulo al día siguiente y hacer un esfuerzo para descubrir a Mariana. En último caso, discutiría con Cícero, que era miembro del Partido. Él le podría aclarar algo su confusión.

Pero aquella misma tarde, yendo por la Avenida Rio Branco, se encontró con Hermes Resende. No había vuelto a verle desde la desagradable discusión de la librería, cuando en compañía de Cícero había ido a ver al escritor para que firmara la protesta contra las torturas a los compañeros presos. Salió de aquel encuentro con la sensación de que sus relaciones estaban rotas para siempre, y por eso fue mayor su sorpresa cuando oyó su nombre gritado alegremente por Hermes: el ensayista iba hacia él con los brazos abiertos:

—Marcos, cuánto tiempo...

Y le arrastró a tomar un café en un bar de la esquina:

—Tenemos que hablar...

Quedó asustado ante la animación de ideas y planes de Hermes Resende. No parecía el amedrentado intelectual de meses antes que, en la librería, se había negado a cualquier acción. Hablaba del peligro de la ofensiva fascista sobre el país, de la propaganda vertida día tras día por el DIP a través de los periódicos, de la constante interferencia del Ministerio de la Guerra —donde los altos puestos estaban ocupados por generales vinculados a Hitler— en todos los sectores de la vida brasileña.

—Tenemos que hacer algo, Marcos, para evitar que el país caiga en manos de los alemanes.

—Eso es lo que he pensado siempre.

—Ha llegado la hora de que nos unamos todos los intelectuales demócratas contra ese grupo de nazis.

—Desde luego.

El sociólogo se inclinó hacia él por encima de la mesa:

—Y ya estamos haciendo algo...

Y le habló de la agencia para la distribución de artículos, de nuevas colecciones de libros que iban a editar, de traducciones, de todo un amplio conjunto de proyectos.

Marcos objetó:

—Pero, Hermes, todo eso exige dinero...

—No estamos solos. Solos no podríamos hacer nada. Pero los norteamericanos están dispuestos a ayudarnos. Hoy hay dos caminos en Brasil: con los alemanes nazis o con la democracia norteamericana. ¿Y qué vamos a oponer al nazismo si no es la cultura democrática de los Estados Unidos?

El entusiasmo de Marcos se enfrió un poco:

—Es un aliado peligroso el imperialismo yanqui...

—¡No me vengas con ese cuento del imperialismo! ¿Quién habló de imperialismo? Una cosa es el imperialismo norteamericano y otra cosa es la política de buena vecindad de Roosevelt. El gobierno de Roosevelt es un gobierno anticapitalista, una especie de socialismo norteamericano típico. ¿En quién podemos apoyarnos, sino en ellos? También los yanquis están alarmados ante la penetración del nazismo. Juntos podremos hacer muchas cosas. Por lo menos, impedir que Getúlio se embarque por entero en los planes de Hitler. Tenemos que ser realistas. ¿No es eso lo que vosotros, los comunistas, decís siempre?

Bajó aún más la voz:

—Por otra parte, algunos comunistas entienden todo esto muy bien: Saquila, por ejemplo.

—Saquila es un trotskista.

—Ésos son los verdaderos comunistas, los que no se han burocratizado. Si queréis realmente luchar contra el fascismo, no tenéis más remedio que apoyarnos. Tú, por ejemplo, con el prestigio que tienes, podrías realizar un gran trabajo. No sé en qué diablos estáis pensando: ¿Creéis realmente que es posible una solución democrática para el problema brasileño sin el apoyo de los norteamericanos? ¿Y con qué, querido amigo?

Marcos salió de aquella conversación aún más confuso que antes. Ciertos argumentos del sociólogo le parecían, como algunos de los del ministro, irreprochables. Realmente, se preguntaba, ¿cómo luchar contra el Estado Novo, contra la amenaza del nazismo alemán y al mismo tiempo contra los norteamericanos? ¿No era lógico aliarse con éstos contra aquéllos? ¿Lo más importante no era derribar al Estado Novo, conquistar ciertas libertades primordiales, convocar elecciones libres y formar un gobierno parlamentario? Al mismo tiempo le asustaba aquella alianza con elementos tan diversos como Hermes, Saquila y el ministro de Educación. Desde hacía muchos años se había acostumbrado a considerar al imperialismo norteamericano como un enemigo a quien había que combatir, y se acordaba de la gran campaña de 1935, de la Alianza Nacional Libertadora, cuando se levantaron al mismo tiempo contra el fascismo y contra el imperialismo. Era urgente discutirlo con el Partido, poner en orden sus ideas, ver claro en toda aquella confusión.

De vuelta a casa, compró los periódicos de la tarde. En uno de ellos, cuyas vinculaciones con los alemanes y con la policía eran bien conocidas, leyó unos ataques al Ministerio de Educación, calificado de «nido de comunistas». Estos ataques, desde luego, no habían sido publicados sin el visto bueno del Departamento de Prensa. La lucha en el seno del gobierno se iba haciendo cada vez más dura, ¿no habría llegado realmente el momento de apoyar a los elementos llamados democráticos?

En el mismo periódico encontró otra noticia que le interesó por muy diversos motivos. Era el anuncio de la llegada a Río de Janeiro del «joven y dinámico industrial Lucas Puccini, una de las expresiones más valiosas del capitalismo nacional». Enseñaría la noticia a Manuela, sin duda le iba a gustar saber que su hermano estaba en Río. Y al mismo tiempo se preguntaba: ¿Por qué tantos elogios a Lucas en aquel periódico? En São Paulo había oído comentarios en torno a los negocios de Lucas, mirado con cierta desconfianza en los círculos frecuentados por Marcos. Algunos llegaban incluso a diagnosticar una inmediata y escandalosa quiebra del muchacho, que se encontraba metido en un inmenso negocio de algodón, sin comprador para las reservas acumuladas. Decían también que había muchas personalidades del gobierno implicadas en aquella operación de tan discutible éxito.

Iría a cenar con Manuela después de la representación. La compañía, organizada con dificultades, casi sin capital, por un grupo de jóvenes, había estrenado una pieza de cierto contenido antifascista (muy disimulado, desde luego. Casi había que adivinarlo), y atravesaba grandes dificultades. Sin ayuda oficial, y pagando una cantidad absurda por el alquiler de la sala, parecía imposible que se mantuvieran. Entre los jóvenes, antes tan entusiasmados, empezaba a cundir el desaliento.

Había poco público aquella noche, y Marcos se sentó en una de las sillas del fondo. Admiró una vez más la belleza de Manuela, a quien las luces daban una calidad etérea y suavísima, valorizando su cabellera suelta, su rostro de porcelana. Marcos pensó que podría permanecer eternamente viéndole y admirándole, parado ante ella. No le gustaba pensar en sus sentimientos con relación a Manuela. Muchas veces notaba que sin querer se planteaba la cuestión: «¿Será que le amo?», pero evitaba planteársela conscientemente, no deseaba verse ante aquel problema. ¿De qué servía amar o no a Manuela? Ella, desde luego, no le amaba, de eso estaba seguro. ¿No le había dicho tantas veces que estaba muerta para el amor? Era una buena amiga, de corazón acogedor, comprensiva, entusiasta, deseosa de aprender y de hacer algo. No tenía derecho a turbarla con aquellos sentimientos que colmaban su pecho. Además, ya no era un niño, había entre él y Manuela una gran diferencia de edad. Marcos ya se había acostumbrado a que le consideraran un solterón impenitente. Y, en todo caso, la amistad de Manuela no era pequeña alegría. Poder salir con ella, llevarle a cenar, ir al cine, discutir, darle libros para leer, ayudarle en su evolución. Pero cuando se sentaba en el fondo del teatro y le veía deslizarse sobre el escenario, con su esbelto cuerpo, su trémula voz musical, sus profundos ojos ensoñadores, entonces casi podía sentir los latidos del corazón. De nada servía intentar huir con el pensamiento, sentía que la sangre le hervía en las muñecas, que la ternura fluía de su mirada. Sabía que las malas lenguas comentaban, en los medios intelectuales, sus relaciones con Manuela. Incluso le había hablado de eso. Manuela se había echado a reír: «Déjales que hablen. Nosotros tenemos la conciencia tranquila.» Cuando aquellos rumores llegaron por primera vez a sus oídos, decidió alejarse de Manuela para no manchar la reputación de la muchacha. En dos viajes sucesivos que hizo a Río dejó de ir a verle, pero entonces fue Manuela quien le buscó para pedirle una explicación de su actitud. Marcos le dijo francamente por qué huía de ella. Fue entonces cuando Manuela se echó a reír y dijo aquella frase. Luego su risa se apagó e inició una protesta:

—¿Será posible que vaya a perder el único amigo que tengo? ¿No comprendes que eres como mi hermano? ¿Que ya no puedo hacer nada sin consultarte, sin contar contigo, sin tu ayuda?

Marcos tenía ganas de decirle que en el fondo de todas aquellas calumnias había algo de verdad: que le amaba, que ya no podía seguir escondiéndose a sí mismo aquella realidad. Pero ella le había llamado hermano y Marcos no dijo nada, se contentó con reír también:

—Tienes razón. Dejémosles que hablen...

Y volvieron a sus paseos, a las discusiones, a las cenas en los restaurantes. Aquella noche, en el teatro, viéndole en el escenario, casi lograba olvidar la tarde agitada, la conferencia con el ministro, la conversación con Hermes Resende. La imagen de Manuela llenaba sus ojos, sus pensamientos.

Fue a buscarle al camerino. Escuchó las quejas del joven actor que dirigía la compañía. No sabía cuánto tiempo les iba a ser posible aguantar: se quejó de la indiferencia del público, de la falta de apoyo, de las dificultades de todo orden. Apareció Manuela, le dio la mano, oyó las últimas palabras del actor:

—Si montáramos un espectáculo trivial, una pachangada, todo iría bien, pero como queremos hacer una cosa seria... Vamos a tener que cerrar.

Manuela levantó los ojos hacia el arquitecto:

—Hasta me dan ganas de llorar... ¡Tanto que habíamos soñado!

De camino hacia el restaurante pasaron ante el Teatro Municipal, donde en grandes carteles se anunciaba el próximo estreno, por una compañía de aficionados formada por Bertinho Soares, «Los Ángeles», de una pieza norteamericana de vanguardia. Manuela se quejó, apuntando a la fachada del Teatro Municipal:

—Esos lo tienen todo: el Teatro Municipal, concedido gratis, una subvención de cuatrocientos contos, que les proporciona el Ministerio de Educación, la ayuda de los millonarios. Y es una comedia de nada, algo que sólo sirve para divertir a los niños bien... Y, mientras tanto, nosotros vegetamos aquí, pidiendo la limosna de una nota en los periódicos porque ni siquiera tenemos con qué pagar los anuncios...

Marcos se acordó de la llegada de Lucas:

—Ha llegado tu hermano, lo leí en un periódico. ¿No os podría ayudar? Dicen que ha ganado mucho dinero...

—¿Lucas? ¡Quién sabe...! Últimamente no le he visto; claro que la culpa es mía. Tuvimos una conversación desagradable cuando decidí dejar el Casino, y desde entonces apenas le he visto. Pero él sí intentó ponerse en contacto conmigo. No es malo, y me quiere. ¡Pero esa avidez de enriquecerse...! Le ha transformado en una especie de máquina... En fin, es una idea; lo pensaré... Si esta vez viene a verme, tal vez le diga algo...

Durante la cena, Marcos estaba silencioso, como perdido en sus pensamientos. Manuela le interrogó:

—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

—¿Te acuerdas de Mariana?

—¿De Mariana? ¡Claro que sí! ¿Por qué?

—Hace tiempo que no la veo. No sé qué será de ella. Hay cosas que no entiendo...

—¿Qué cosas?

—Cosas de política. Todo va mal, Manuela; no sólo tu compañía de teatro. Todo en este país va mal, y en el mundo tampoco va mejor.

—Estás desanimado. Más de una vez me has dicho que nadie podría impedir el día de mañana.

—Estoy en una gran confusión. Como si estuviera en un túnel sin ver la luz que indica la salida. No sé adonde volverme. ¡Ah, si pudiera encontrar a Mariana...! ¡Si pudiera hablar con ella o con João...!

—¿En un túnel? También yo me encontré así, y, no obstante, todo se resolvió.

Sus dulces ojos se posaron sobre el rostro del arquitecto. Tendió sobre la mesa su mano delicada y tomó la mano de Marcos. Le sonrió:

—Todo se resolverá. Tengo confianza. Desde que conocí a Mariana, tengo confianza en la vida. No sé realmente por qué, pero así es.

Marcos sonrió también, confortado:

—Yo sí sé por qué. Cuando encontraste a Mariana creíste haber encontrado a una persona cualquiera. Y no es así.

—No es una persona cualquiera. Es una persona excepcional.

—Tampoco es así. Cuando encontraste a Mariana no fue con una simple persona con quien iniciaste el contacto. Fue con el Partido, Manuela. Es él quien nos trae esa luz que nos señala las salidas... Y cuando él desaparece de nuestra vista, es terrible...

19

Pocos días después, en Sao Paulo, cuando ya Marcos estaba desanimado, pensando que no podría ponerse en contacto con el Partido (Cícero d'Almeida no estaba en la ciudad, Mariana había desaparecido por completo), apareció en su despacho un joven obrero a quien le faltaba un brazo, devorado por una máquina, y le dijo que quería hablar con él en privado. Venía a buscar la aportación de Marcos para el Partido. Mostró sus credenciales, Marcos le entregó el dinero. Una enorme alegría le invadió. Le dijo al camarada:

—Tendría que hablar urgentemente con alguien responsable. Con João o con el Rubio. Tengo cosas muy serias de que tratar. ¿Será posible?

—No lo sé, pero trataré de transmitir tu petición.

Pasaron unos días más durante los cuales Marcos recibió una llamada de Río, del jefe del gabinete del Ministerio de Educación, sobre la exposición que proyectaban, y una petición de artículos sobre arquitectura para la agencia Transamérica. La petición venía en una carta firmada por Saquila. Marcos quedó estupefacto ante la cantidad que le ofrecían por cada artículo. Vivía en una espera impaciente, sus auxiliares no le reconocían, no parecía el mismo de siempre, tan tranquilo y bonachón. Al fin, una mañana lluviosa, el manco volvió de nuevo y le dijo que no saliera de casa aquella noche y que no recibiera visitas porque alguien iba a venir a verle. No habían dado las seis de la tarde y ya Marcos abandonó el despacho, camino de su casa.

Sin embargo esperó mucho tiempo, pues João no apareció hasta las diez de la noche. Llegó envuelto en una gabardina, con un sombrero de ala amplia cubriéndole la cabeza. Marcos le encontró envejecido, como si en lugar de algunos meses hiciera años que no se veían. Debía de estar trabajando duro, sin descanso. Se sentaron en el cuarto de trabajo de Marcos. João dijo:

—No he cenado, y a decir verdad, tampoco he comido. He tenido un día duro de trabajo. Si tienes algo por ahí para meterle el diente, lo acepto con mucho gusto...

Marcos se precipitó hacia la cocina y volvió con un plato de fiambre y otro de fruta.

João se frotó las manos:

—¡Cómo me voy a poner...!

—¿Y Mariana? —preguntó Marcos mientras João comía.

—¿Mariana? —João dejó el tenedor—. Creo que está bien. Hace algún tiempo que no la veo.

—¿Qué? —exclamó Marcos sorprendido—. ¿Hay algo entre vosotros? No es posible...

—Nada de eso —se rió João—. Una simple medida de precaución. No vivimos ahora en la misma casa. Tenemos que tener mucho cuidado con la policía. Están en un plan terrible... Fue duro para Mariana. Y para mí también... Pero ¿qué otra cosa podíamos hacer?

—Pobre Mariana... —dijo Marcos—. Qué triste debe de estar...

João dejó los cubiertos, tomó unas mandarinas:

—Sería conveniente que le vieras, Marcos. Ella te aprecia mucho, y seguro que le gustaría hablar contigo.

—No depende de mí... Desde hace tiempo no hago más que intentar dar con ella.

—Ahora tiene otro trabajo. Pero ya me cuidaré yo de que os encontréis. Realmente, lo que yo quería es organizar un encuentro mío con ella. ¿Qué le crees, amigo? En lo que llevamos de casados, no habremos vivido juntos ni dos meses... Bueno, pero eso no importa. Vamos a lo nuestro. A ver, dime.

Pero antes de que Marcos empezara, João añadió:

—También nosotros teníamos que hablar contigo. Pensábamos venir a verte uno de estos días. Pero primero, a ver qué tienes que contarnos.

Marcos le explicó su conversación con el ministro, las invitaciones, los planes, las revelaciones sobre las luchas en el seno del gobierno, entre los grupos ligados a los intereses norteamericanos y los favorables a los alemanes, las críticas a la posición del Partido, la vieja insinuación de una posible acción común contra la infiltración nazi. João seguía el relato tamborileando con los dedos en la mesa. De vez en cuando se dibujaba una breve sonrisa en sus labios, especialmente cuando sentía calor en la voz del arquitecto, en los comentarios con que subrayaba primero algunas afirmaciones del ministro, luego los argumentos de Hermes Resende en favor de las ventajas de apoyar al grupo pro-americano. A medida que hablaba, Marcos iba exponiendo sus dudas, dejaba claro que algunos argumentos le parecían válidos, extendía las manos sobre la mesa, con las palmas vueltas hacia arriba.

—En definitiva, si los norteamericanos nos ayudan a terminar con el Estado Novo y con la influencia nazi, ¿no vale la pena ayudarles? Mira, en los grupos intelectuales, por ejemplo, hay un pequeño grupo de fascistas, gente de poco relieve. Hay algunos hombres nuestros, un buen grupo. Mas la mayoría de la gente es antifascista, demócrata, pero sin nada en la cabeza. Gente que está con los ojos vueltos a los norteamericanos, esperando que se cansen de Getúlio y del Estado Novo y que hagan algo aquí. Ésa es la verdad.

—¿Y eso te parece bien? ¿Crees que es justo esperar de los norteamericanos la limosna de un régimen democrático? ¿Es que nuestro país es una colonia de los Estados Unidos? ¿Somos nosotros o los norteamericanos quien ha de resolver nuestros problemas? ¿Qué te parece a ti? —João se levantó y le miró con una interrogación irónica.

—Hombre... dicho así... —respondió Marcos—. Claro que no. Pero es necesario ver la realidad: ¿con qué fuerza vamos a derribar el Estado Novo, impedir que se adhiera al Partido Anti Komintern, y liquide por completo todo el movimiento democrático en el país? ¿Con qué fuerzas? El Ejército está en manos de generales fascistas desde 1935, los sindicatos dominados por el Ministerio del Trabajo, la prensa controlada por el DIP, la policía sometiendo a la gente del Partido a una verdadera masacre cada vez que intentamos levantar cabeza, y para colmo, las noticias internacionales son horrorosas: perdemos en todas partes, en España, en China, en Checoslovaquia. ¿Cómo luchar en estas condiciones?

Vio dibujarse de nuevo en los labios de João aquella sonrisa; su voz se hizo casi suplicante:

—Tú, João, te ríes. Pero yo te digo que no aguanto más, que estoy deshecho.

La sonrisa desapareció de los labios de João. Sus ojos estaban llenos de afecto cuando se posaron en el rostro del arquitecto:

—Lo sé, Marcos. Sabemos que eres un hombre honesto, un tipo honrado como pocos. No creas que no te estimamos, que no nos preocupamos por ti.

—Durante todo este tiempo en que he estado sin contacto con vosotros lo pasé muy mal. Fue terrible. Ando como perdido, tengo que pensar con mi cabeza, y siempre me queda la duda de si lo que pienso es correcto o no.

—Ésta es tu gran cualidad, Marcos: tu confianza en el Partido, en la clase obrera. Tú quieres saber cómo luchar en las condiciones que acabas de describir y que, desgraciadamente, son las que se presentan ante nosotros. Te voy a responder. Acabas de enumerar todo lo que está contra nosotros. Ahora te pregunto: ¿Y el pueblo? ¿Está con el Estado Novo, o está contra él? ¿Es fascista, o antifascista? Los obreros, ¿están por el derecho de huelga o por la Constitución del 37 que castiga la huelga como delito?

—El pueblo... ¿Qué es lo que puede hacer el pueblo? Hasta los obreros, muchos de ellos, se dejan engañar por la demagogia de Getúlio con sus leyes laborales. Son muy pocos en todo el país los realmente conscientes.

—Si leyeras los clásicos del marxismo, si leyeras a Lenin y a Stalin, sabrías que esas fuerzas revolucionarias, aparentemente pequeñas, son más fuertes que las fuerzas de lo caduco y destinado ya a desaparecer, aunque éstas parezcan muy superiores. La verdad es que, ya hoy, nuestras fuerzas son superiores en potencia a las del Estado Novo. Aún no somos muchos, pero crecemos día a día, mientras que ellos —y eso lo has comprobado tú mismo— se debaten en contradicciones, luchan entre sí, se van pudriendo cada día. Con el pueblo, Marcos, con la movilización de las grandes masas, es con lo que vamos a derribar al Estado Novo y a recuperar la democracia, no con las armas de los norteamericanos. ¿Quién te ha dicho que Wall Street quiere acabar con el Estado Novo? Lo que quieren es que el Estado Novo les sirva a ellos. Norteamericanos y alemanes no se enfrentan por la democracia. Los dos pretenden lo mismo: apoderarse de Brasil. Y para los mismos fines: explotar nuestras riquezas, esclavizar a nuestro pueblo. Nuestra posición es sólo una: contra alemanes y norteamericanos, por la independencia de nuestra patria.

Se detuvo para respirar. Había hablado con exaltación. Aquellas amenazas imperialistas a la independencia de la patria le ponían siempre en un estado de irritación. Amaba a Brasil, a cada cosa brasileña, cada árbol, cada calle, cada pájaro y cada melodía.

Marcos se pasó la mano con los dedos abiertos por el pelo canoso, y dijo:

—Nuestras fuerzas son superiores, dices tú. Bien, tú sabes lo que dices. Yo confieso mi ignorancia política. Uno de estos días voy a empezar a devorar libros de teoría...

—Debes hacerlo cuanto antes.

—Sí. Pero ahora, déjame que argumente con lo que veo, con la realidad de cada día. ¿Qué es lo que están haciendo esas fuerzas que crecen? Nada, nada, y otra vez nada. Incluso el Partido: parece como si todo se hubiera acabado después de las últimas detenciones, hace ya meses. No se ve una señal de vida por ninguna parte...

—Para ver al Partido, Marcos, hay que mirar de abajo arriba y no de arriba abajo, como tú haces. Tal vez no veas al Partido entre los millonarios con quienes tratas a diario, ni en la prensa que sólo habla de nosotros para dar noticias de las detenciones o para pedir que nos metan en la cárcel a todos. Pero si realmente quisieras ver, sabrías de las huelgas de Pará, de Rio Grande do Sul, de los mineros de São Jerónimo. Sabrías del movimiento estudiantil en Bahia. Verías muchas cosas. Pero como no ves gran movimiento en São Paulo, entonces crees que el Partido está parado. Y no es verdad, amigo. Estamos trabajando, y trabajando a fondo. Pero no siempre nuestro trabajo es ruidoso. Estamos dentro de las fábricas, en las concentraciones obreras. Si anduvieras por allá, verías cómo nuestro trabajo es realmente intenso y productivo. La policía nos dio un golpe, ¿verdad? Pues bien: ya hemos cubierto los claros, ya hemos puesto el organismo en marcha otra vez. No tardarás en ver los resultados en la calle. Pero hay que saber esperar el momento exacto. Eso también lo aprenderías si leyeras a los clásicos... —sonrió.

—No lo dudo. Tengo confianza en el Partido, como tú dices. Sé que el Partido está trabajando, aunque yo no veo su trabajo. Sé que si no lo veo es porque mis ojos no saben ver. Pero aun así, mi problema sigue en pie: ¿y los intelectuales?

—También pensamos en ellos. Y seriamente. Getúlio, por un lado, los norteamericanos por otro, y ambos con las mismas intenciones, están tratando de ganarse a los intelectuales. En un país como Brasil, semicolonial, los intelectuales son una fuerza revolucionaria que nadie tiene derecho a ignorar. Pero esos intelectuales son pequeño-burgueses y piensan que son ellos quienes deben dirigir la revolución. No ven a la clase obrera, no ven que es a ella a quien corresponde el liderazgo. Y empiezan a hacer tonterías, y el enemigo se aprovecha de ellas. Y es eso lo que Getúlio quiere, con el Ministerio de Educación patrocinando exposiciones, con el DIP gastando el dinero a espuertas, con empleos bien remunerados para los escritores. ¿Qué es lo que quieren los norteamericanos con agencias de artículos, con planes editoriales? Muy simplemente: comprar a los intelectuales. Comprarles. Solamente eso. Reducirles primero al silencio, para utilizarles después. Debes rechazar esa exposición, Marcos. Lo veo perfectamente claro.

—Mucha gente no se da cuenta de eso. Hay que tomar medidas.

—Hay gente de todo tipo. Hay gente que se muere de ganas de venderse, como Hermes Resende. Están también los viejos traidores, como Saquila, y hay también gente honesta que cree obrar bien colaborando con lo que piensa que es una acción democrática contra el Estado Novo. Fíjate en los nombres: Saquila, Resende, el poeta Shopel. No tardarán en incorporar a Heitor Magalhães, el esbirro de la policía que entregó a Carlos y a Zé Pedro. Es un método sutil: «Usted piense como quiera, con tal que colabore con nosotros, todo va bien.» ¿Pero qué significa exponer bajo el patrocinio del Ministerio de Educación? ¿No es un ministerio del Estado Novo, parafascista? ¿Qué significa escribir para la Transamérica? ¿Quién paga esos artículos? ¿No será mister Carlton, el hombre del Valle de Rio Salgado y de Wall Street? Es fácil verlo, Marcos.

—Tienes razón. ¿Pero qué vamos a hacer para evitar que sea engañada esa gente honesta? Por mí mismo, puedes ver que el peligro es grande. Antes de hablar contigo, estaba convencido de que había que colaborar con ellos.

—Ya habíamos pensado en ese problema, y cuando dije que íbamos a venir a verte, era exactamente para hablar de eso. Hemos pensado en fundar una revista de cultura, democrática, que pueda reunir y congregar a todos los intelectuales honestos y antifascistas, incluso a aquellos que están muy lejos de nosotros. Una revista que oriente, que impida que esa gente se pierda, que se venda sin saber que se está vendiendo, que se comprometa con el enemigo.

Trazó en grandes líneas el plan de la revista. Sus diversas secciones, sus posibles colaboradores, su orientación general. Marcos, de vez en cuando, hacía alguna sugerencia.

—Y hemos pensado que tú serías un excelente director para esa revista.

—¿Yo? No lo creo. Como has visto hoy mismo, soy capaz de equivocarme en cualquier cosa en que me meto. Es mucho mejor Cícero d'Almeida. Tiene otra cabeza. Naturalmente, yo estaré dispuesto a ayudar en lo que sea, incluso con dinero.

—Nosotros hemos pensado que el hombre más indicado eres tú. Cícero, aparte otras razones, es conocido como comunista, ya fue detenido varias veces, su nombre quemaría la revista inmediatamente. En cuanto a los errores, aprenderás trabajando. Así hemos aprendido todos. Nadie nace sabiendo nada. Y, además, el Partido mantendrá contacto contigo, te ayudará en la orientación de cada número, colaboraremos en los editoriales. Vamos a aprovecharnos de la lucha entre alemanes y norteamericanos, vamos a plantear públicamente varios problemas que harán que el pueblo reflexione. Vamos a tener una voz legal. ¿Ves como realmente es importante?

Marcos empezaba a entusiasmarse. Había cogido un lápiz y unas cuartillas, y su mano ágil hacía ya proyectos para la portada de la revista.

—¿Qué título le ponemos?

—Eso es cosa vuestra. Algo que sea fácil y sugestivo. Pero primero hay que organizar el grupo de intelectuales para asegurarnos una buena colaboración. Hay innumerables problemas que tratar. El enemigo se ha lanzado a la ofensiva en todos los frentes, y nosotros tenemos que contraatacar también en todos los frentes. Esa revista debe ser nuestro frente de batalla junto con los intelectuales.

Se calló un momento. Luego preguntó:

—¿Has leído los suplementos literarios de los periódicos?

—Los leo casi siempre.

—También yo... —se rió João—. Siempre que tengo tiempo. ¿Y no te ha llamado nada la atención últimamente en esos suplementos?

—Bueno...

—Una de las cosas que me llamaron la atención, amigo Marcos, es la manera como todos los críticos literarios hacen ahora el elogio de la forma, de los elementos formales de la obra literaria, planteándola como fundamental en la novela y en la poesía. Es decir: considerando el contenido como algo secundario. ¿Qué crees que significa eso? Significa la tentativa de liquidación de la literatura social surgida en los últimos años y que, con todos sus defectos, era útil. Y fíjate en que esos artículos vienen firmados por gente de las corrientes más diversas: desde integralistas hasta gente que se dice de izquierda. De izquierda, pero que ahora tiene buenos empleos en el Ministerio de Educación o en el DIP. Ahí hay una tarea: desenmascarar esas teorías, impedir que la literatura sea transformada en algo amorfo, en un conjunto de frases vacías...

Marcos dejó el lápiz y el papel:

—¡Pero, João! ¡Es tremendo! ¿Cómo es que entiendes de literatura? Hace tiempo fue el Rubio quien me dio una conferencia sobre pintura y arquitectura. Cuando pienso que estáis metidos en un agujero discutiendo de salarios y de huelgas, preocupados sólo con octavillas y pintadas en los muros, me salís discutiendo de literatura, de cuestiones de forma y contenido...

—Tenemos que entender de todo eso si queremos ser dirigentes obreros... Mira, Marcos, en el fondo, vosotros desconfiáis de la capacidad de dirección de la clase obrera. El otro día lo discutí con Cícero. Es un excelente camarada, abnegado, leal, pero en el fondo tiene la cabeza llena de ideas extrañas sobre el proletariado. Eso es lo que os lleva a pensar en la conveniencia de una alianza con los norteamericanos contra el Estado Novo.

Y como si se le ocurriera de pronto una idea nueva, preguntó:

—¿Nunca te ha parecido extraño que Cícero, con varios años de militancia en el Partido, camarada probado, no sea miembro de la dirección regional, que sea sólo un simple militante de base?

—Confieso que sí.

—Te parecía sectarismo nuestro, ¿no? Pues no es sectarismo: vosotros, los intelectuales sinceramente revolucionarios, sois una gran fuerza para nuestro Partido, pero al mismo tiempo sois un peligro. Aportáis al seno del Partido una serie de ideas que son producto de la ideología pequeño-burguesa. Nuestro problema es educaros, transformaros en intelectuales realmente al servicio del proletariado, porque sólo así estaréis realmente al servicio de la revolución. Recuerda el mal que ha causado Saquila en el Partido. Claro está que Saquila es un canalla. Pero incluso el intelectual más honesto puede perjudicar al Partido si se encuentra sin control en un puesto directivo. Especialmente en un momento tan confuso y tan difícil como el que estamos atravesando. Por eso Cícero aún no es un dirigente del Partido: porque aún no es un intelectual de la clase obrera. Lo será un día, si continúa estudiando y trabajando. Ése es el problema que se nos plantea con vosotros. Y por eso hemos decidido fundar esa revista. Necesitamos disponer de un grupo de intelectuales ideológicamente formados.

—Entonces, ¿debo leer a los clásicos? Lo haré, voy a lanzarme de lleno... Lo peor es esta vida desorganizada que llevo, yendo y viniendo constantemente de São Paulo a Río, con la cabeza metida en los planos y en los cálculos...

—Tendrías que casarte... —se rió João.

—Pero no tengo novia, ¿cómo quieres que me case?

—¿Y la chiquita aquella? ¿La bailarina? ¿Qué ha sido de ella?

—¿Manuela?

—Sí. Su hermano está liado con los alemanes ahora. Le han comprado toda la cosecha de algodón.

—¿Los alemanes? Ahora comprendo los elogios del periódico...

—Bueno, ¿y la chica? Mariana estaba segura de que eso acabaría en boda...

—¡Qué va! Somos buenos amigos, nada más. Por lo menos, por parte de ella, hay sólo amistad...

—Nunca se sabe...

—En este caso, yo sí lo sé...

—Entonces, búscate otra, cásate, organiza tu vida.

—Y, hablando de Manuela —dijo Marcos—. Hay un problema del que quiero hablarte. Es el de la compañía de teatro que formaron. Gente más o menos nuestra. Simpatizantes...

—¿Y qué les pasa?

Marcos le contó las dificultades en que se encontraba la compañía, a punto de cerrar. Se trataba de un espectáculo importante, de una iniciativa que se venía abajo, desalentando a un grupo entusiasta, con el peligro de que otros, en vista del fracaso, se cruzaran de brazos y no se atrevieran a intentar nada. ¿Qué se podría hacer?

—Sí. Ya oí hablar de esa compañía. Hace tiempo que no voy a Río, ni asisto a espectáculos. Pero un camarada nuestro les vio, y me dijo que la obra no le había gustado mucho. Dice que se trata de una cosa complicada, que nadie entiende. ¿Cómo quieres que el público vaya a verles?

—Es una obra moderna. Y es verdad que, para burlar la censura, el autor tuvo que presentarlo todo con símbolos un poco nebulosos. ¿Qué iba a hacer? Con eso de la censura previa no se puede hacer una denuncia clara...

—Desde luego, no es fácil. ¿Pero por qué no montan piezas del teatro clásico? Estas obras siempre tienen algo que enseñar, y la censura no se atreverá a meter la tijera...

—Es una buena idea...

—En cuanto al público, a esos señoritos de Copacabana no les interesa el buen teatro. ¿Por qué la compañía no actúa en los suburbios obreros, en los pequeños cines de barrio? Seguro que allí encontrarían a un público...

—Me parece muy bien. Hablaré con Manuela.

—¿Y por qué no aprovechas la ocasión para preguntarle si te quiere sólo como amigo o si...?

—Como un hermano. Ya me lo dijo.

—En fin, ésos son asuntos de Manuela y tuyos. A ver si arreglo un encuentro entre tú y Mariana. Y cuando la veas, dile que estoy bien, que hasta engordé. Debe de andar preocupada, la pobre.

Se colocó aquel sombrero de alas anchas, se puso la gabardina:

—Piensa en lo de la revista. Un día de éstos vendremos a verte para saber cómo va la cosa. Hay que impedir que el Estado Novo compre a los intelectuales... Adiós, amigo.

Y con un gesto inesperado para el arquitecto, que le tendía la mano en despedida, João le abrazó larga y afectuosamente.

20

—No se preocupe, jefe. Traeré a ese hombre conmigo —respondió el inspector Américo Miranda al despedirse de Barros.

El delegado de Orden Político y Social de la Policía de São Paulo, al confiarle aquella misión, le había subrayado la responsabilidad que recaía sobre sus hombros:

—Hace años que la policía de todos los Estados anda tras ese José Gonçalo. Yo he logrado localizarle, y a nosotros nos corresponde el honor de detenerle. Es un trabajo que va a dejar muy alta la reputación de nuestro departamento y de la policía de São Paulo. Te he elegido para esa misión, porque sé que eres el hombre adecuado. Espero que me traigas a ese hombre.

Dos inspectores de São Paulo acompañaban a Miranda. Debía ponerse en contacto con la policía de Mato Grosso, que ya estaba tras la pista de Gonçalo después de la denuncia de Heitor Magalhães. Barros quería para sí la gloria de la detención de Gonçalo —comunista tan ávidamente perseguido desde hacía tiempo— y sin duda habría salido él mismo para Mato Grosso si las detenciones de Zé Pedro y de Carlos, y la necesidad de continuar la tarea en Sao Paulo, no le hubieran obligado a quedarse en su puesto. Entre todos sus auxiliares había elegido a Miranda, en quien había depositado especial confianza. Era un hombre aún joven, pero que se había revelado como uno de los agentes más hábiles de la Delegación de Orden Político y Social. Tiempo atrás, había sido él quien había localizado a los dirigentes del Partido en Campinas y en Sorocaba, y fue también él quien desmanteló la huelga de ferrocarriles proyectada para coincidir con la huelga de los estibadores de Santos. En los círculos de la policía todos hablaban elogiosamente de aquel inspector a quien, una vez, incluso el jefe de la policía se había referido con los mayores elogios. Decían que no había nadie como él para seguirle la pista a un hombre, para obtener información como si no buscara nada, sabiendo al mismo tiempo convertir las buenas maneras aparentes en la más feroz brutalidad. La misión encomendada por Barros había llenado su vanidad, y en los pasillos de la jefatura aseguraba a sus colegas:

—De aquí a diez días estoy de vuelta con el tipo ese...

En Cuiabá se había entrevistado con el delegado de Orden Político y Social de Mato Grosso, que se sentía un poco molesto por aquella interferencia de la policía paulista en un territorio que estaba bajo su responsabilidad directa. También él deseaba la gloria de la detención de Gonçalo. Inmediatamente después de recibir la comunicación de Barros anunciando las sensacionales declaraciones de Heitor y la próxima llegada de una caravana policial de São Paulo, el delegado se había adelantado a detener al maestro Valdemar y al ferroviario Paulo, y había enviado algunos hombres suyos a las haciendas de Florival. Uno de ellos había vuelto con el abuelo de Nestor, la única captura efectuada en tierras del coronel. El delegado se había quejado incluso al jefe de policía y a Venancio Florival de aquella interferencia indebida de la policía de otro Estado en su trabajo, como si desconfiaran de su capacidad para llevar a buen fin la investigación. Pero Florival cortó brutalmente sus quejas y terminó con la tímida solidaridad del jefe de policía:

—Todo eso son menudencias y tonterías... La verdad es que vosotros, los de aquí, no servís para nada, estáis dormidos. Si no vinieran esos de São Paulo, yo mismo pediría que les mandasen.

En vista de lo cual, el delegado de Cuiabá recibió a Américo Miranda con la mejor de sus sonrisas y se puso a su entera disposición. Miranda interrogó a los presos, pero, como no quería perder tiempo, ordenó que les llevaran a São Paulo, y se dispuso a partir hacia el Valle de Rio Salgado. Los policías de Mato Grosso se encontraban en Tatuaçú, y Miranda decidió iniciar por allí su trabajo. Le acompañaría el delegado de Cuiabá. Venancio Florival puso sus recursos y su hacienda a disposición de la policía.

Eran unas plantaciones inmensas, pastos sin fin, una opresiva soledad a la que Miranda, hombre de la ciudad, no estaba acostumbrado. El delegado había propuesto que se hospedaran en la casa central, la casa-grande de la hacienda de Florival, bajo la protección de los mercenarios del coronel. Le explicó a Miranda que en aquellas breñas no había garantía para la vida de nadie, que allí se mataba impunemente, que jamás la ley o la policía habían logrado echar mano a un criminal escapado a las montañas o a las selvas de las orillas del río. Por ejemplo, fue imposible tomar cualquier medida cuando fue incendiado el campamento de los norteamericanos. Aquellos mestizos, aparentemente ingenuos, eran en realidad unos tipos de cuidado. Miranda se rió con aire de superioridad. Una cosa era la policía de Mato Grosso, unos desgraciados sin idea de la técnica policial, y otra era la policía de Sao Paulo, habituada a seguir pistas y a interrogar delincuentes. Además, para contradecir al delegado o por cualquier otro motivo, declaró su deseo de ir directamente a la aldea de Tatuaçú e iniciar allá las investigaciones, antes de salir para el Valle de Rio Salgado, donde, en su opinión, se hallaba Gonçalo. Un Gonçalo inadvertido, desconocedor de la denuncia de Heitor, confiado, según él pensaba.

En la aldea de Tatuaçú se encontraron con los cuatro hombres de la policía de Mato Grosso y sus parcas informaciones. Todo lo que habían sabido era que, realmente, un hombre de talla gigantesca había aparecido algunas veces por la aldea, y que andaba con Nestor y con un aparcero, un tal Claudionor. Pero tanto uno como otro habían desaparecido de la hacienda hacía algún tiempo y nadie sabía por dónde andaban. El mulato Claudionor había dejado a la mujer y a los hijos cuidando de la plantación, pero Venancio, aprovechando la huida del hombre, había expulsado a la familia y se apoderó de las plantaciones negándose a pagar lo establecido en el contrato de aparcería. La familia vivía ahora en casa de unos parientes de la mujer de Claudionor, en una hacienda cercana, pero el mulato no iba por allí. Él y Nestor habían desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra. A Nestor le quedaba el abuelo, a quien habían detenido y enviado a São Paulo, con sus historias absurdas v complicadas de fantasmas y apariciones diabólicas.

Miranda inició los interrogatorios, e inmediatamente sintió miedo. Y no sólo él, sino también los dos colegas que habían venido en su compañía desde São Paulo. No podían decir de qué tenían miedo. No había nada concreto. La cabaña que habían ocupado, la mejor del poblado, estaba guardada por los jagunços de Venancio Florival. Miedo al silencio de los moradores, a las miradas que les acompañaban por las callejuelas inmundas, a la desconfianza con que respondían a sus preguntas.

Fue en un burdel donde Miranda supo por una de las pupilas —y podía ver las miradas represivas de las otras mientras la mujer hablaba— que Gonçalo solía hospedarse en casa del viejo vendedor de aguardiente. Las otras mujeres guardaban silencio mientras la mulatita hablaba. Se había acostado con Miranda y se consideraba obligada hacia aquel joven vestido a la moda de la ciudad. Pero las otras reprobaban sus palabras, se veía claramente en sus miradas sombrías. Miranda fue a interrogar al viejo vendedor de aguardiente, acompañado por el delegado de Cuiabá. Los guardias andaban dando batidas a caballo por las plantaciones, oyendo a los aparceros y a los cultivadores. Noticias discordantes circulaban por la hacienda y el poblado.

El viejo vendedor de aguardiente no lo negó. Realmente, dijo, se había hospedado dos o tres veces, tiempo atrás. Era un hombre muy alto, que venía del río, pasadas las montañas. Como tenía un cuarto libre en su choza, solía acoger, a cambio de unas monedas, a los raros transeúntes que aparecían por el poblado. También paraba en su casa el sirio Chafik, cuando venía a Cuiabá con su recua de asnos. Paraban también allí algunos mestizos del valle cuando se aventuraban por aquellos parajes. En cuanto a aquel hombre gigantesco, ni siquiera sabía exactamente su nombre. Allí le llamaban doctor, porque sabía curar heridas y fiebres malignas. El hombre le pagaba el hospedaje y luego se iba. Para él, era uno más de los hombres del valle. Negó, no obstante, que su huésped se entrevistara con nadie en su casa, y no reconoció los retratos que le mostró Miranda. Eran antiguas fotografías de Gonçalo, de su tiempo de actividad en Bahía. Un Gonçalo joven, visto de frente y de perfil.

—¡Hum! No parece el mismo, no señor. Ya sabe usted: una cosa es un hombre en carne y hueso, y otra visto así, en el papel.

Miranda no siguió con el interrogatorio. Dijo al delegado de Cuiabá:

—Este viejo sabe más de lo que dice. Estoy convencido.

—¿Y por qué no le apretamos los tornillos? —el delegado deseaba mostrar su celo en el éxito de la investigación.

Miranda explicó, con aire superior:

—Hay que actuar con habilidad. Vamos a poner un hombre que le vigile, para ver con quién se pone en contacto. Tal vez esté en relación con Gonçalo y nos lleve hasta él. Mientras tanto, continuaremos interrogando a los demás habitantes del pueblo. Después volveremos al viejo... La policía es una ciencia, amigo, hay que tener cabeza... —concluyó, repitiendo una frase que había oído muchas veces a Barros.

Y volvió a los burdeles para exhibirles a las chicas las fotos de Gonçalo. Las mujeres miraban curiosas las fotografías, movían la cabeza, dudando, no era posible obtener de ellas la menor aclaración. Explicaban que aquel hombre jamás había estado allí, y una de ellas, una vieja espantosa, gruñó con voz llena de rabia, dirigiéndose, más que a los policías, a la mulata que antes había hablado:

—Ese hombre no era ningún criminal. Era un hombre bueno, que hacía caridades a la gente, que curaba a los enfermos. A esa misma, a ésa, le dio un remedio... —e indicaba a la mulata con dedo acusador.

Miranda percibía la resistencia ante sus preguntas. En toda la gente del pueblo. No lograba de nadie una respuesta precisa, sólo medias palabras arrancadas con mucho esfuerzo. Una cosa parecía segura, no obstante: hacía meses que Gonçalo no había aparecido por allí. Debía de estar en el valle, casi con toda seguridad. Una atmósfera pesada de desconfianza y mala voluntad rodeaba a los policías en el pueblo. Cuando uno aparecía en una calle, la gente se retiraba. Respondían entre dientes a las preguntas; parte de los habitantes había huido a la selva. Uno de los inspectores llegados de São Paulo, le dijo a Miranda, casi estremeciéndose:

—Presiento que en cualquier momento vamos a recibir un balazo por la espalda sin saber siquiera quién disparó...

El delegado de Cuiabá, sonrió:

—Esto no es São Paulo, colega... En estas espesuras no hay seguridad para nadie...

Miranda se fue tras haber dejado algunos hombres vigilando el pueblo y al vendedor de aguardiente, y empezó a interrogar a los trabajadores de las plantaciones. Pero la noticia de que habían llegado policías de São Paulo se había extendido ya entre los aparceros y los cultivadores. Recibían a Miranda y al delegado con muchas reverencias, con una humildad engañosa, con voz llena de respeto, pero sin dar ninguna información concreta. Sobre el gigante, respondían que sólo Nestor, o quizá Claudionor, podrían decir algo, pero ellos jamás habían visto a nadie así. Miranda sentía la resistencia opuesta a sus preguntas como si se hubiera establecido un acuerdo general para dificultar su actuación. Cuando preguntaba sobre el negro a quien se refería el abuelo de Nestor, respondían que había muchos negros en las plantaciones, y que una cosa sí era segura: que el abuelo de Nestor hacía mucho tiempo que no estaba en sus cabales. ¿Dónde estaban Nestor y Claudionor? ¡Cómo lo iban a saber! El mundo es grande, y un hombre dispuesto encuentra trabajo en cualquier parte. Miranda exhibía los antiguos retratos de Gonçalo. Ellos los cogían con sus dedos callosos, llenos de curiosidad ante aquellas fotografías, cosa para ellos del todo desconocida. Movían la cabeza de un lado a otro: ¡Cruzaba tanta gente extraña por las haciendas en los últimos tiempos, gente que venía de las montañas o iba hacia allá, desde que habían venido los gringos y se habían establecido en las márgenes del río con las nuevas obras...! Tanta gente que era imposible recordar sus rostros. Seguro que era uno de aquellos gringos, concluían ante la desesperación de los policías.

Miranda se sentía ridículo. ¿Cómo era posible interrogar así a los hombres, en pleno trabajo, con las hoces y las palas inclinadas sobre la tierra, o vigilando el ganado en los pastos? Si los pudiera reunir en una sala de la jefatura de São Paulo, sería otra cosa. Pero allí, bajo el sol a plomo, era imposible. Además, sentía que el miedo se iba apoderando de él. Algunas miradas le parecían amenazadoras, y más de una vez estuvo a punto de sacar el revólver: había creído ver en una mirada cierta velada amenaza. Pero pronto esa mirada se disolvía en una reverencia humilde, y él se sentía de nuevo ridículo, aturdido.

Desistió de interrogar a los jornaleros, tanto porque no lograba nada definitivo como por el hecho de que los árboles empezaban a parecerle propicios a las emboscadas. Si alguien —Nestor, Claudionor, o ese Gonçalo de quien los policías contaban tantas cosas— disparaba contra él, iba a contar inmediatamente con la solidaridad de todos aquellos jornaleros aparentemente tan humildes. Por otra parte, estaba convencido de que Gonçalo estaba en el valle y de que, si quería detenerle, tenía que ir a buscarle al otro lado de las montañas, a las orillas del Rio Salgado. Volviendo de la hacienda, le dijo al delegado de Cuiabá:

—Vas a encargarte de detener a Nestor y al Claudionor ese. Y mira si descubres algún otro comunista por aquí. Yo me voy con algunos hombres al valle. Gonçalo está por allá, y voy a buscarle.

—¿No vas a interrogar siquiera una vez más al tipo del aguardiente? Yo creo...

—Sí. Voy a interrogarle otra vez. Seguro que sabe algo...

Era al caer de la tarde y, tras haber comprobado que el viejo vendedor de aguardiente no se había apartado de su casa, Miranda, acompañado del delegado y de otro inspector, fue a interrogarle:

—Esta vez, ya verás como habla...

Pero el viejo juraba que nada sabía, aparte de lo que ya había contado. El gigante aquel no aparecía por el pueblo desde hacía mucho tiempo. No sabía quién era, no tenía ni idea de lo que significaba la palabra comunismo. El viejo, con las manos juntas, juraba y volvía a jurar, y Miranda seguía cada vez más convencido de que sabía mucho más de lo que contaba. Frente a la casa se había formado un pequeño grupo que seguía el interrogatorio. Se mezclaban en él campesinos, milicianos armados de Florival, que habían venido para proteger a los policías, mujeres de la vida, mendigos. Y en la actitud de todos ellos, hasta en la de aquellos mercenarios medio bandidos, Miranda leía una amenaza, una sorda amenaza contra él y sus hombres. Como si todos se sintieran afectados por la brutalidad con que trataba al viejo. El delegado de Cuiabá le había dicho más de una vez:

—Cuidado, que te la juegas...

Pero Miranda pensaba: «Si no me impongo, éstos van a acabar perdiéndome el respeto, y puede ocurrir de todo.» Decidió mostrarse aún más brusco con el viejo, y llegó incluso a pegarle una bofetada:

—Habla, o vas a ver...

Vio que el grupo de la puerta se ponía en movimiento. Sacó la pistola, el delegado y otro inspector también sacaron las suyas. Pistola en mano, se acercaron a la puerta de la calle y ordenaron al grupo de curiosos que se dispersara. Se fueron alejando lentamente. Sólo los dos jagunços, los bandidos a sueldo del hacendado, se quedaron a la puerta, pero sus rostros estaban igualmente sombríos. Se quedaron en la puerta, mirando hacia dentro, donde el viejo sollozaba, cubriéndose la cara con las manos. Miranda decidió acabar rápidamente con aquello:

—Cuenta lo que sabes —dijo empujando al viejo con la punta del pie—, porque si no... te voy a moler a palos...

El viejo sollozaba, decía «¡No! ¡No!», pero de ahí no pasaba. Miranda le agarró por la sucia camisa de algodón basto, le obligó a levantarse, le empujó hacia la pared de la choza, le arrancó las manos del rostro.

—¡Suelta rápido todo lo que sepas!

Cerraba la mano para el puñetazo, iba a descargarlo cuando una voz arrastrada se alzó desde la puerta. Era un jagunço:

—Oiga, mozo, no le pegue al viejo. Si quiere, llévelo a la cárcel, péguele un tiro, o dígame que se lo pegue yo, pero no ponga la mano en la cara de un viejo que podría ser su padre. No lo haga, porque si lo hace soy capaz de pegarle un tiro aquí mismo... —y apuntaba con el revólver.

Miranda dejó al viejo, miró a la puerta. El otro mercenario estaba también ya con el arma preparada. Los curiosos habían vuelto a formar grupo un poco más allá. El delegado de Cuiabá dijo:

—Es mejor que nos lo llevemos a Cuiabá. Que le interroguemos allí, en la ciudad...

Miranda estaba lleno de rabia y miedo. El jagunço escupió por un colmillo:

—Es mejor. Si no, todo esto va a acabar en sangre...

Pero aquella noche el viejo huyó. Cómo, con ayuda de quién, no lograron averiguarlo. Tal vez con ayuda de toda la población. Quizá habían sido los mismos jagunços quienes le habían facilitado la fuga. Habían sido designados dos policías para vigilarle hasta el día siguiente en la misma choza del viejo. Éste había fingido dormir. Los policías acabaron por dormirse también, y por la mañana el viejo ya no estaba allí. El delegado de Cuiabá, muy lleno de atenciones con Miranda, se divertía en el fondo ante su fracaso:

—Esto no es la ciudad, amigo, y tu ciencia aquí no te va a servir de mucho. Y procura andar con cuidado, que yo no me responsabilizo de tu vida...

Miranda veía que el miedo dominaba a los policías llegados con él de São Paulo: si ni en los jagunços podían confiar... Sentía que el miedo le iba creciendo por dentro, andaba siempre con la mano en la culata, dispuesto a sacar la pistola en cualquier momento. Otra noticia, por la mañana, vino a demostrarle hasta qué punto se había unido contra él la población del lugarejo: la prostituta que le había proporcionado las primeras y casi únicas informaciones, aquella con quien había dormido, estaba en cama, destrozada. Durante la noche habían invadido su cuarto y le habían dado una tremenda paliza. ¿Quién lo había hecho? ¿Gente venida de las haciendas, gente del poblado, sus compañeras de burdel? Nadie sabía nada, nadie hablaba, el pueblo había amanecido casi desierto, sólo unos mendigos sentados tomando el sol. Los policías se sentían cercados, veían amenazas por todas partes. Sólo los jagunços permanecían indiferentes, picando hojas de tabaco con sus afilados puñales.

El delegado de Cuiabá propuso que se establecieran en la casa grande de Venancio Florival y que desde allí mandaran unos hombres bien armados al otro lado de la montaña. Pero Miranda había prometido a Barros llevarle a Gonçalo: ¿Qué iba a ser de su fama si ni siquiera aparecía por el valle, donde estaba seguro que se escondía el gigante?

—No. Yo sigo con algunos hombres, los más valientes. Vuelve tú a la hacienda si quieres, continúa el trabajo aquí. Trata de encontrar a Nestor, a Claudionor, al viejo. Ése no puede estar lejos. Sabe mucho, estoy seguro...

El delegado indicó hacia la montaña próxima:

—No es lejos, realmente, pero es imposible encontrar a alguien ahí...

—Eso es cosa tuya, y tienes que intentarlo al menos. Mi tarea es detener a Gonçalo, y es lo que voy a hacer... Volveré por aquí con él dentro de unos días...

—Veremos... —sonrió el delegado.

—¿Lo dudas?

El delegado de Cuiabá constataba el miedo escondido tras los alardes de Miranda. Lo que tenía el policía de São Paulo era miedo, miedo de aquel mundo desconocido, de aquella gente campesina tan extraña para un hombre de la ciudad. Miedo que era aún más transparente en las miradas de los otros dos inspectores llegados de São Paulo. El delegado se reía entre dientes: sería él quien acabara por echarle la mano encima al famoso Gonçalo, cuando aquellos entrometidos de São Paulo se hubieran desmoralizado por completo. Y el valle se encargaría de desmoralizarles:

—No lo dudo. En absoluto. Y te deseo mucha suerte. Pero tienes que ir con mucho cuidado. Comparados con los caboclos del valle, esta gente de aquí es un coro de ángeles. El valle es una cueva de bandidos. Quien decide vivir allí, es que ya no espera nada de la vida. Ándate con cuidado...

Protegido por los jagunços silenciosos de Venancio Florival, acompañado por los dos inspectores llegados de São Paulo y por otros dos de Cuiabá, Miranda empezó a atravesar las montañas. El capataz del hacendado les había proporcionado excelentes caballos.

En su primer contacto, el valle le pareció mucho menos temible que el poblado. Habían desembocado en la orilla del río, en un punto donde se alzaba el campamento de la Empresa del Valle del Rio Salgado: casitas de madera para los técnicos norteamericanos, verdadero escándalo de confort en aquel fin del mundo, decenas de barracas para los trabajadores reclutados en las ciudades próximas. De las radios de pilas se alzaba la música de los foxs recordando las calles de las grandes metrópolis, y brillaban al sol complicados aparatos de ingeniería. Aparatos traídos de los Estados Unidos para el estudio del suelo y del subsuelo, para la localización del manganeso existente en aquellas tierras: todo aquello tenía un aire de civilización muy distinto del poblado miserable enterrado en el barro. Las obras del campo de aterrizaje estaban bastante adelantadas. Decenas de obreros derribaban árboles, aplanaban el terreno. Un equipo de médicos, dirigidos por el profesor Alcebíades de Morais, de la Facultad de Medicina de São Paulo, dirigía los trabajos de saneamiento de aquella parte del valle, especie de isla de construcciones en medio de la selva virgen. Un almacén de madera, surtido de los objetos más variados, abastecía a los trabajadores. Otro edificio de madera servía de oficina de la empresa. Una placa, al lado de la puerta, anunciaba: Empresa del Valle de Rio Salgado. Todo aquello, y especialmente los rubios técnicos norteamericanos en short y camisa abierta sobre el pecho, algunos dejándose crecer pintorescas barbazas, daban a aquel rincón de la selva un aire provisional de escenario montado en un estudio cinematográfico, como si el paisaje hubiera sido falsificado, desnaturalizado con la presencia de los gringos y de sus máquinas.

En las oficinas de la empresa, Miranda conversó con el ingeniero-jefe, un yanqui delgado, picado por los mosquitos, hombre de pocas palabras. Miranda le explicó a qué venía, le habló de Gonçalo, de la amenaza que la peligrosa presencia de aquel comunista suponía para las obras de la empresa. Un ingeniero brasileño, ayudante del norteamericano, servía de traductor.

El ingeniero-jefe se dispuso a ayudar a Miranda en lo que pudiera: le daría una canoa con motor a popa (innovación introducida en el valle por los norteamericanos) para que fuera río abajo en busca del hombre. Porque si aquel Gonçalo se encontraba aún en el valle, estaría desde luego entre los caboclos, río abajo. Sin embargo, la opinión de los dos ingenieros —del norteamericano y del brasileño— era que Gonçalo debía de haber huido con la llegada de la segunda expedición. La prueba es que su plantación estaba abandonada, la selva cubría los planteles de mandioca y de maíz.

El ingeniero-jefe había llegado hacía poco tiempo al valle; no había formado parte de la expedición precedente, cuando fue incendiado el campamento. Pero tanto él como el brasileño habían oído hablar del «gigante del valle» y de su desaparición. No era posible que un criminal tan buscado por la policía, condenado a tantos años de prisión, que había buscado asilo en aquellas selvas ignotas, hubiera permanecido allí cuando el misterio de aquellas tierras empezaba a ser desbravado. En todo caso, y por descargo de conciencia, Miranda podía ir río abajo en busca de aquel hombre. Aparte de la canoa, el ingeniero-jefe se proponía cederle dos soldados del destacamento de la policía militar que protegía el campamento. Los caboclos habitantes de la orilla del río eran figuras malencaradas y no parecían simpatizar con los hombres de la empresa. Por eso mismo, teniendo en cuenta los acontecimientos anteriores y el fracaso de la primera expedición, los norteamericanos no habían reclutado jornaleros entre los cultivadores caboclos, y los técnicos no se aventuraban río abajo. Tenían mucho trabajo allí mismo. Apenas habían empezado la exploración del valle tras la expulsión de los mestizos.

El ingeniero brasileño añadió que, de vez en cuando, aparecía algún caboclo en el campamento, trayendo en su canoa el cuerpo de un animal cazado en la selva para venderlo a cambio de algunas monedas. Con estos cultivadores mestizos se planteaba siempre una discusión: ellos deseaban comprar cualquier cosa en el almacén de la empresa, y estaba terminantemente prohibido vender a extraños. Esto había hecho aún más difíciles las relaciones entre ellos y los caboclos. La opinión del ingeniero brasileño era terminante: Gonçalo había huido. Andaría por otras zonas de la selva, perdido en el interior desconocido de Mato Grosso y Góias. Pero algo estaba claro: No estaba entre los trabajadores de la empresa. Habían sido reclutados en Cuiabá y en las ciudades próximas, y hasta ahora el trabajo no había sido perturbado por ninguna agitación. Y no existía allí nadie cuya descripción coincidiera con las fotografías que enseñaba Miranda. Si aún estaba en el valle, sería entre los caboclos, pero era muy dudoso...

Más de una semana duró el viaje de Miranda por el valle. La canoa subió y bajó el río varias veces y en ella viajó de nuevo el miedo. Principalmente por la noche, cuando tenían que acampar en la orilla, junto a la selva. Los policías se miraban recelosos. Sus vidas estaban a la merced de los caboclos del valle.

Aquellos caboclos malencarados que huían cuando se acercaba la canoa con su ruidoso motor. Miranda invadía casas vacías, planteles abandonados. Interrogar a uno de aquellos mestizos era un verdadero infierno. ¿Gonçalo? Nunca había habido allí nadie de tal nombre. ¿Un gigante parecido a aquel del retrato? Sí, anduvo por allí un hombre muy alto, un hombre bueno, pero se había ido ya hacía tiempo, cuando aparecieron los gringos. ¿El incendio del campamento? Ellos no sabían nada, debía de haber sido un descuido de los gringos, que no entendían nada de las cosas de la selva y del río. Miraban la fotografía, reconocían el rostro sonriente del Amigo, pero movían la cabeza en una obstinada negativa: no, no se parecía al gigante del valle.

Era difícil arrancarles más que algunos monosílabos. Parecían intimidados ante aquellos jóvenes que exhibían sus pistolas, ante aquellos soldados armados de fusiles. Miraban a Miranda y a sus hombres de soslayo, nunca de frente. Y, siempre que podían, desaparecían en la selva antes de la llegada de la canoa. Cabañas y plantaciones vacías.

Miranda estuvo en la plantación de Gonçalo: la selva lo dominaba todo, había invadido la cabaña, donde no quedaba nada que pudiera indicar una pista. Desde luego, hacía meses que nadie había aparecido por allí. «Lo más seguro es que el hombre se haya largado.»

Pero Miranda no estaba completamente convencido. Notaba en los gestos de los caboclos, en sus medias palabras, algo como una amenaza. No decían la verdad, por lo menos la verdad completa. Miranda estaba seguro. Y le espiaban. Seguían las idas y venidas de la canoa emboscados en la selva. Más de una vez habían vislumbrado la silueta de un caboclo huyendo entre los árboles y, en el silencio de las noches, oían rumores de pasos sobre las hojas secas, sonido de ramas partidas al abrirse el camino. El miedo fue creciendo, aumentando. Ellos eran hombres acostumbrados a interrogar a los presos en los despachos de la policía, a detenerles en las fábricas y en las casas de la ciudad. Allí era muy diferente. Todo estaba contra ellos. Los mosquitos les acosaban. Estaban hinchados de picaduras. Uno de los policías temblaba de fiebre en la canoa y pedía por el amor de Dios que le devolvieran a São Paulo. Durante la noche no podían conciliar el sueño con el temor de una emboscada en la selva. Sentían a los caboclos a su alrededor, invisibles en la selva, acompañando a la canoa durante el día, acercándose por la noche. A veces veían a un caboclo que se escondía. ¿Pero cómo perseguirle, cómo atreverse a penetrar en aquella selva de espanto donde cada árbol escondía una serpiente venenosa, donde no había caminos, donde un hombre podía perderse para siempre?

A pesar de todo, a pesar del miedo que le dominaba a él y dominaba a sus hombres, Miranda no se decidía a abandonar la persecución. ¿Qué diría Barros si llegaba sin Gonçalo? ¿Sería verdad que el gigante había huido del valle? ¿Por qué, entonces, había sorprendido en los caboclos, por momentos, un cierto aire de burla? ¡Ah, si pudiera tenerlos en su despacho de São Paulo! Allí les obligaría a hablar, a decirle toda la verdad... Pero en aquella selva, entre serpientes, mosquitos y jaguares cuyo rugido por las noches daba escalofríos, allí nada era posible...

Fue su encuentro con Nhó Vicente lo que le decidió a volver. La situación se iba poniendo difícil: los otros policías estaban completamente desmoralizados, aterrorizados ante la fiebre que había abatido a uno, y sólo la vanidad mantenía a Miranda en la canoa (donde ahora pasaban incluso la noche por temor a una emboscada) cruzando el río. El encuentro con Nhó Vicente y su conversación con el moro Chafik, recién llegado de uno de sus viajes.

El viejo caboclo había venido él mismo a buscar a Miranda, y fue bastante más explícito que los otros. Había venido a vivir en el valle antes que los otros, y le conocía perfectamente. Podía asegurar que el gigante se había ido. Él le había visto preparar sus cosas y marchar. Nhó Vicente confió a los policías que siempre había pensado que aquel hombre era un forajido. Cuando los gringos llegaron, el gigante se fue. Dijo que allí ya no estaba seguro. Pero no sabía adónde había ido, aunque, por frases sueltas, por conversaciones oídas, pensaba que andaría por la Amazonia.

Todo aquello fue confirmado por Chafik: y el moro dio quinina al policía enfermo y aguardiente a todos. Sí, el gigante se había ido. Nadie podía imaginar que fuera un comunista. Pensaban que era un asesino cualquiera, un fugitivo. Cuando los gringos llegaron y el campamento ardió, el hombre decidió marcharse. Y Chafik podía decir incluso hacia dónde: a Bolivia. En un viaje anterior, el gigante le había pedido un extraño favor: cambiar dinero brasileño por divisa boliviana, cosa que el moro hizo en Cuiabá. Aquella petición le había parecido curiosa y ante sus preguntas, el gigante acabó por decirle que veía su seguridad amenazada por la llegada de los norteamericanos y que tenía intención de emigrar a Bolivia.

La canoa a motor tomó otra vez el rumbo del campamento de los ingenieros. Un caboclo fue a avisar a Gonçalo, oculto en la selva, de que la persecución había finalizado. Y, en el campamento, entre los trabajadores de las obras del campo de aterrizaje, el negro Doroteu vio la canoa venir de vuelta. Había sido difícil convencer a los caboclos para que no atacaran a la caravana policial durante sus idas y venidas por el río. La célula de los trabajadores de la empresa se mantenía en relación con Gonçalo por medio de Nestor, ahora también oculto en la selva.

En el campamento, mientras los médicos cuidaban del policía enfermo de paludismo, Miranda escribió su informe a Barros demostrando cumplidamente la huida de Gonçalo a Bolivia, y cargando la responsabilidad de aquella fuga, con las de Claudionor y Nestor, a cuenta del delegado de Cuiabá, «un incompetente». Desde el mismo campamento se enviaron cables a la policía de La Paz describiendo a Gonçalo y pidiendo su captura. Los norteamericanos habían traído transmisores modernísimos, y se comunicaban directamente con Nueva York.

21

El encuentro con João, en Cuiabá, modificó sustancialmente los planes de Gonçalo. Era imposible evitar que la empresa se instalara en el valle. En consecuencia, había que sentar las bases de una labor de partido entre los obreros contratados para el inicio de las obras. Doroteu se enroló como obrero. En Campo Grande, otros obreros de Mato Grosso hicieron lo mismo. Fue el negro quien llevó la noticia de la sentencia en el proceso por la posesión de las tierras iniciado por la compañía contra los caboclos. Gonçalo había establecido una ligazón entre los tres frentes de trabajo: los caboclos del valle, junto a los que él mismo se encontraba, los obreros del campamento, dirigidos por Doroteu, y los campesinos de las haciendas de Venancio Florival, controlados por Nestor y Claudionor. Así, cuando llegara el momento de la resistencia de los caboclos, podrían intervenir tanto los obreros como los campesinos.

Las detenciones en São Paulo y en Cuiabá introdujeron nuevas modificaciones: Nestor, buscado por la policía, se internó también en la selva y era ahora el contacto con Gonçalo y Doroteu. Claudionor se había quedado en las haciendas, oculto por los aparceros y los trabajadores a jornal.

Crecía la célula de la empresa, y había obtenido ya su primera victoria con la formación y el reconocimiento de un sindicato que reunía a los trabajadores de la orilla del río. En cambio, había decaído el trabajo en las haciendas. Las sucesivas caravanas habían debilitado la combatividad aún incipiente de los campesinos. Muchos no querían ni oír hablar de aquellos asuntos, y Claudionor no tenía experiencia suficiente. También algunos caboclos habían abandonado las márgenes del río al enterarse de la sentencia del tribunal. No habían sido muchos, sin embargo. La mayoría había decidido, de acuerdo con Nhó Vicente, continuar labrando sus tierras y defenderlas como pudieran.

Cuando llegó Miranda con los inspectores, los caboclos pensaron que traía la orden de expulsión. Por eso siguieron a la canoa durante todo el viaje. Gonçalo tuvo que explicarle demoradamente a Nhó Vicente la importancia de que los policías quedaran convencidos de que él ya no andaba por allí. El viejo no quería de ningún modo ir a hablar con los policías. Fue entonces cuando Gonçalo, conocedor del regreso de Chafik, le pidió su intervención. Gonçalo se lo pensó mucho antes de pedirle tal cosa. Hasta entonces jamás le había revelado al moro su verdadera identidad. Pero necesitaba que los policías abandonaran el valle con la certeza de que se había marchado definitivamente. De no ser así, seguirían en su búsqueda y sería imposible cualquier trabajo. Citó en un lugar de la selva a Chafik. Vino el moro, acompañado de un caboclo, y Gonçalo mantuvo con él una larga conversación. Había caído la noche, y en algún lugar del río estaba detenida la canoa con los policías.

Gonçalo se había dejado crecer una larga barba negra que le cubría el pecho y le daba un aire de santón, como uno de esos «beatos», predicadores del fin del mundo en la inmensidad del sertón. Le contó a Chafik parte de su historia: estaba condenado a muchos años de prisión. Le perseguían acusándole de comunista. Ya estaban más o menos convencidos de su fuga, y para convencerles del todo era preciso que alguien hiciera afirmaciones más concretas. Chafik, por ejemplo. El moro oía en silencio, inclinado hacia delante, tratando de ver en la oscuridad que les rodeaba el rostro del gigante. Gonçalo acabó diciéndole que dejaba en sus manos su libertad y su vida. Si los policías le atrapaban, su muerte era segura.

Chafik le tendió la mano: que no se preocupara; haría lo que le pedía. Y quien luego se iría de allí era él, Chafik. Al Paraguay. Hacía tiempo que lo tenía pensado, desde que los norteamericanos aparecieron por allí con sus aparatos y sus obreros. Si seguía en el valle, acabaría en la cárcel y devuelto a Cayena. Principalmente ahora, cuando sentía que se acercaban acontecimientos... Gonçalo no le había contado nada, y él tampoco preguntaba. Respetaba los secretos de los demás. Pero adivinaba que iban a ocurrir cosas serias. Y él, Chafik, no se quedaba allí. Si no, iba a ser él quien pagara el pato.

Realmente, unos días después desapareció, sin despedirse de nadie. No tenía nada que ver con lo que se estaba preparando en el valle, era un lobo solitario, el único bien que deseaba conservar era la libertad, aunque para eso tuviera que vivir lejos de todo y de todos.

Gonçalo continuó oculto, esperando la expulsión de los caboclos de sus tierras.

22

Pese a todo, Costa Vale no demostraba prisa. En posesión de la sentencia del juez de Mato Grosso, había mantenido una discusión con Venancio Florival. Éste, deseoso de extender los límites de sus haciendas hasta la orilla del río, proponía la expulsión inmediata de los caboclos: un destacamento de la policía militar, reforzada por unos cuantos de sus jagunços mercenarios, echaría a todos aquellos malditos mestizos del valle, y el problema estaría resuelto. Costa Vale disentía. ¿Por qué tanta prisa? Expulsar a los caboclos, ¿y luego? Las tierras quedarían abandonadas hasta la llegada de los colonos japoneses que ya estaban en viaje. Era mejor dejar allí a los caboclos durante un tiempo, cultivando la tierra, plantando su mandioca y su maíz; así, cuando llegara el momento de instalar a los colonos japoneses, habría por lo menos tierra roturada y algunos planteles. Y trazaba sus planes al hacendado: había que desarrollar allí grandes plantaciones de arroz, haciendas-modelo al lado de las grandes obras de la empresa, en aquellas tierras fertilísimas.

Venancio Florival, fiel a las tradiciones de una agricultura feudal, movía desconfiado la cabeza ante aquellos planes. ¿No era mejor dividir entre ellos —Costa Vale, Venancio Florival, la comendadora da Torre, mister Carlton— aquellas tierras, cultivando cada uno para sí, dejando sólo a la empresa algunas reservas de manganeso? Al fin y al cabo, el valle era inmenso, y la empresa no iba a explotar toda su extensión. Costa Vale se echó a reír:

—Usted, Venancio, es un retrógrado incorregible... No ve el futuro. Aprendió a ganar dinero plantando café y criando ganado, utilizando la tierra para plantar hierba...

—Sí señor, y gracias a Dios he ganado muchísimo dinero...

—Y ha dejado de ganar mucho más. No, Venancio, no. No vamos a dividir esas tierras, vamos a dejarlas vinculadas a la empresa. Estableceremos colonias de japoneses, haremos grandes plantaciones. Eso por ahora... Porque después...

—Después, ¿qué?

—No hay sólo manganeso en esas tierras. Los últimos estudios revelan que hay también reservas enormes de petróleo...

—¿Petróleo? ¿Y de qué nos sirve? Los norteamericanos no van a permitir que nadie explote el petróleo de Brasil para hacerles la competencia... Eso es algo que se le ocurre a cualquiera.

—Por ahora... ¿Pero quién le dice que va a ser siempre así? Mañana puede ser distinto, ¿comprende?

No era fácil convencer a Venancio Florival. Costa Vale acabó por admitir que el hacendado se apropiara de las tierras que se extendían entre la montaña y el río. Eran unas tierras de nadie, que ni siquiera estaban englobadas en la concesión hecha a la empresa por el Gobierno Federal.

—Aproveche la oportunidad, y aprópieselas. Y déjeme en paz para realizar mis planes. Estoy llenándole el saco de dinero y me viene encima poniendo dificultades...

Se echó a reír.

—¿Y los caboclos? —dijo Venancio—. ¿Sabe que los comunistas andan trabajándoles? Hubo que llamar incluso a la policía...

—Cuando llegue la hora de echar a los caboclos, ya le avisaré. Y va a ser usted quien se encargue...

Costa Vale andaba cargado de trabajo en aquellos meses finales del año. La asociación con mister Carlton y su grupo de Wall Street había ampliado considerablemente sus negocios. Ahora, la empresa del Valle del Rio Salgado era el centro de toda una serie de otros negocios: movía capitales enormes, hacía venir levas de emigrantes del Japón, poseía compañías de seguros, se interesaba por la exportación de algunos productos, como el cuero, el caucho o el algodón, controlaba periódicos como A Noticia, empresas de publicidad y de difusión de artículos como la Transamérica, editoriales... La pequeña editorial de Shopel, especializada en libros brasileños de corta tirada, se había convertido en una gran editorial y empezaba a publicar traducciones de best-sellers norteamericanos y de libros sobre los Estados Unidos, difundiendo las ideas norteamericanas sobre la vida; editaba también libros anticomunistas. Y Costa Vale era el centro de toda aquella actividad. Su principal asociado brasileño era la comendadora da Torre, pero él no podía esperar de la vieja señora una gran ayuda en la dirección de tantos y tan diversos negocios. La vieja vivía absorbida con sus fábricas de tejidos y su actividad social. Últimamente, los preparativos para la boda de su sobrina con Paulo Carneiro da Rocha ocupaban buena parte de su tiempo. En cuanto a Shopel, era un buen hombre de paja, y nada más... Útil, porque por ganar dinero era capaz de todo, pero dejar en sus manos la dirección real de cualquier negocio era exponerse a las peores consecuencias. Hombres como el poeta Shopel o como Artur Carneiro Macedo da Rocha eran absolutamente necesarios para el éxito de las empresas, pero a condición de no implicarles directamente en las decisiones. Él, Costa Vale, tenía que cargar con lo más duro del trabajo, era en él en quien los norteamericanos confiaban, era él quien tenía sentido de los negocios. No era como aquel idiota de Venancio Florival, incapaz de ver a un palmo de sus narices.

Incapaz de ver, por ejemplo, la sorda competencia alemana. Y, sin embargo, los alemanes estaban cada vez más infiltrados en el Gobierno, incluso en el Ministerio de la Guerra, sin hablar ya de la Policía Federal, controlada por ellos, y del Departamento de Prensa y Propaganda. Vargas parecía inclinarse cada vez más hacia ellos, como si viera en los nazis sus mejores amigos en el plano internacional. Costa Vale no había perdido aún la esperanza de una alianza entre las grandes potencias capitalistas contra la Unión Soviética. Mister Carlton le había hablado largamente de la próxima guerra entre la Alemania hitleriana y la Rusia comunista, una guerra que debía liquidar al comunismo y debilitar a Hitler hasta tal punto que éste ya no podría hacer sombra a los Estados Unidos. Pero hasta ahora lo que los alemanes estaban haciendo era fortalecerse, como demostraba el acuerdo de Munich. Y eso repercutía en Brasil, en el seno del gobierno, donde Artur Carneiro Macedo da Rocha empezaba a encontrar serias dificultades para imponer ciertos negocios de Costa Vale y de los norteamericanos. La concesión de la nueva línea aérea a Europa, por ejemplo: proyecto estudiado por Carlton y Costa Vale, pero cuya concesión fue otorgada a Italia por presión de los alemanes. ¿Y el negocio del algodón?

¡Ah! Ése era un asunto turbio, en el que estaban implicados algunos colaboradores íntimos del dictador. Un golpe para los norteamericanos... Aquel Lucas Puccini, que aún ayer era un modesto funcionario del Ministerio de Trabajo, había ganado una fortuna colosal con la operación del algodón. Una indecencia sólo posible gracias al régimen dictatorial y al apoyo de los bancos alemanes. Aquel algodón que los norteamericanos esperaban comprar a bajo precio, como todos los años, había ido a parar a manos de los alemanes, y el precio había subido temiblemente. Los alemanes trataban de torpedear algunas de las empresas de Costa Vale, y había una lucha sorda en el seno mismo del gobierno. Esa lucha que Costa Vale habría deseado evitar en aquel momento, cuando era necesario unir todas las fuerzas, nacional e internacionalmente, para acabar con los comunistas en Brasil y en todo el mundo.

No era, sin embargo, hombre que temiera la lucha. Los norteamericanos le parecían sólidos y definitivos: había en la avidez de los alemanes algo de aventura, de ligereza, y por eso Costa Vale no había aceptado las propuestas de Berlín. Y contaban también las razones geográficas aunque el mundo terminara dividido entre norteamericanos y alemanes, la América Latina, y con ella Brasil, estaba en la zona de influencia de los Estados Unidos. Shopel, cuyas simpatías por los alemanes persistían, pese a trabajar para los norteamericanos, creía en la posibilidad de un Brasil ligado económicamente a la Alemania nazi, orientado desde Berlín por Hitler. Pero Costa Vale se negaba a aceptar esta posibilidad cuando el poeta, extendiendo sus manos gordezuelas, describía el mundo futuro como una propiedad privada de Hitler, Goering y Goebbels.

La verdad es que, a pesar de todo, los negocios marchaban bien. Las obras de la empresa no habían empezado todavía el trabajo fundamental con el manganeso, pero el dinero venía de las empresas asociadas. Dinero que se multiplicaría mañana con la guerra, esa guerra que se aproximaba rápidamente. Cuando la guerra estallara, Costa Vale estaría extrayendo manganeso del valle y los alemanes irían a pagar por él un buen precio en los mercados norteamericanos...

En medio de todas estas complicaciones, ¿qué eran aquellos mestizos, aquellos caboclos cultivadores a la orilla del río, sino un insignificante detalle? Costa Vale había leído días atrás un reciente libro de Hermes Resende cuyo lanzamiento hacía furor en los círculos intelectuales: un estudio sobre el campo brasileño, basado en las observaciones realizadas por el ensayista durante la primera expedición al valle. El banquero estaba enteramente de acuerdo con las observaciones de Hermes: la pereza era la característica esencial de aquellas poblaciones campesinas. Sólo la importación de emigrantes podría permitir cualquier empresa seria en la región. Hermes envolvía sus razonamientos en una palabrería progresista, derramaba abundantes lágrimas sobre la situación del hombre del campo, pero le atribuía la responsabilidad fundamental de su miseria. Y daba un duro golpe a las ideas de la necesidad de una reforma agraria, que empezaban a hacerse populares en los medios intelectuales.

Y el libro de Hermes Resende no había encantado sólo a Costa Vale. Su éxito era grande. Saquila había escrito un larguísimo artículo en el que analizaba el trabajo del escritor desde diversos ángulos, calificándolo como la más seria realización de la cultura democrática brasileña. También Shopel había vertido abundantes elogios en las columnas de un periódico. En cuanto al crítico Armando Rolim, su entusiasmo resultaba delirante: «Hermes, con su memorable libro, ha elevado la cultura brasileña a cumbres hasta ahora no alcanzadas. Un libro digno de haber aparecido en inglés para admiración de todo el mundo civilizado.»

Sólo la nueva revista de cultura, Perspectivas, dirigida por el arquitecto Marcos de Sousa, cuyos primeros números acababan de aparecer, se había atrevido a atacar, en un artículo firmado con un nombre desconocido, el libro de Hermes. Lo tachaba de trabajo poco científico, de pretendido estudio sociológico, y terminaba declarando que el libro era una defensa del feudalismo imperante en el campo y de la penetración de los capitales norteamericanos en Brasil. Este artículo provocó un escándalo igual al éxito del libro. Muchos lo atribuyeron a Cícero d'Almeida, otros consideraron el artículo como una ruptura de los comunistas con Hermes Resende. Un grupo de intelectuales, a cuyo frente se encontraban Saquila y Shopel, organizó un banquete en honor de Hermes Resende.

La aparición de la revista de Marcos de Sousa, editada en São Paulo, pero que circulaba ampliamente en Río, había despertado mucha curiosidad en los medios intelectuales. Era una revista distinta de las existentes: abría sus páginas no sólo a los problemas puramente intelectuales, sino también a ciertos problemas de inmediato interés nacional e internacional. El primer número había publicado un extenso reportaje sobre los acuerdos de Munich, considerándolos, a diferencia del resto de la prensa, como un paso hacia la guerra. En el segundo número, diversas personalidades, algunas de indudable proyección en la vida del país, hablaban sobre el problema de la industria nacional. Y con la encuesta, artículos literarios, poemas, debates en torno a la cuestión de la novela brasileña, etc. algunas materias publicadas en los dos primeros números habían originado polémicas. El artículo sobre el libro de Hermes, en el tercer número, provocó el escándalo: la tirada de aquellos ejemplares se agotó en pocos días.

Marcos de Sousa estaba contento. Le parecía que estaba realmente haciendo algo útil. Había tomado la dirección de la revista con pasión, y sostenía largas discusiones con Cícero sobre las materias que habían de tratarse en cada número. Se mantenía en contacto con João y se emocionó cuando recibió de la dirección del Partido una nota felicitándole por los primeros números aparecidos. Los dirigentes colaboraban de manera activa. De ellos había salido el artículo dedicado al libro de Hermes. La revista por un lado, y el acabarse el bloque de rascacielos para el Banco Lusitano por otro, hacían que sus viajes a Río fueran ahora menos frecuentes. En los últimos meses apenas había visto a Manuela. Le extrañó recibir así una carta de la muchacha comunicándole su nueva dirección, en una pensión de Flamengo. ¿Qué le había ocurrido a Manuela? ¿Qué era lo que le había obligado a dejar su pequeño apartamento en Copacabana? Cuando terminó las obras de Río y dejó de ir forzosamente y con frecuencia a la capital, Marcos había pensado que tal vez así fuera mejor. Le era cada vez más difícil mantenerse ante Manuela en actitud de simple amigo, esconderle su amor. A veces se sentía tan enternecido ante su presencia que apenas podía contener su deseo de decirle todo lo que llevaba en el corazón. Sólo un pensamiento le sostenía. Manuela había sufrido mucho, él no tenía derecho a turbarle ahora, cuando la muchacha empezaba a reponerse de toda aquella crisis. Hablarle de amor sería casi ofenderla. ¿No le consideraba ella como un amigo, un amigo para quien no tenía secretos? Era mejor así, lejos de ella, sabiendo de su vida sólo por las cartas. Tal vez así pudiera vencer aquel amor, transformarlo en la amistad reclamada por ella, único sentimiento para el que Manuela estaba abierta tras todo lo que había pasado.

Pero al recibir la noticia de aquel inesperado cambio de residencia, Marcos no se contuvo: fue a Río. Dejó las maletas en su hotel habitual y corrió a la nueva dirección de Manuela. La muchacha le tendió las manos:

—¡Creí que te habías olvidado de mí!

¿Qué pasaba? ¿Por qué se había trasladado? ¿Pero es que no sabía él que se había disuelto la compañía de teatro? No habían querido seguir los consejos de Marcos, ir a los cines de los suburbios con obras capaces de interesar a aquel público, y el resultado había sido el fracaso total. El último mes había trabajado sin cobrar nada. Era triste. Principalmente ahora, cuando Los Ángeles, la compañía de Bertinho Soares triunfaba en el Teatro Municipal con una pieza de Eugene O'Neil. Ella se veía sin más dinero que su modesto sueldo de corista del cuerpo de baile del Teatro Municipal, y con él no podía pagar el apartamento de Copacabana. Había tenido que trasladarse a aquella pensión: eso era todo. Todo, realmente, no: había recibido una invitación para integrarse en el elenco de Los Ángeles, que había decidido convertirse en compañía profesional ante el éxito obtenido. Pero había rechazado la invitación, hecha por boca de Shopel, que, encima, se había creído con derecho para echarle un sermón sobre sus amistades...

—¿Sobre tus amistades?

—Sí. Dijo que ahora yo andaba metida entre comunistas. Todo eso, ya sabes...

Cerró su hermoso rostro en un gesto de repugnancia, y continuó:

—Lo eché de aquí, prácticamente. Le dije lo que jamás él había esperado oír. Salió echando chispas. Creo que no volverá por aquí jamás.

—Estás en la miseria... —Marcos quiso tomarlo a broma para olvidar lo de Shopel, Los Ángeles, la insinuación malévola, toda aquella basura que aún intentaba rodear a Manuela.

—Pobre, pero honrada... —se rió también Manuela—. No fue sólo Shopel quien me ofreció ayuda. También vino Lucas... —dijo bajando la voz.

—¿Tu hermano?

—Sí, él. Parece que está muy rico. Eso me dijo, al menos. Yo le dije que iba a cambiar de residencia y él apareció por Copacabana. Cuando le di las razones del cambio, me prohibió dejar el apartamento. Me dijo que él mismo pagaría el alquiler, que podía hacerlo perfectamente, y que no había razón para que no lo hiciese. Lucas me quiere mucho...

—¿Y por qué no aceptaste? Es tu hermano.

—Sí, pero tú sabes, Marcos... Me han ocurrido tantas cosas que creo que no soy ya la misma persona. No quiero ayuda de nadie, quiero ganarme la vida yo misma. Al fin y al cabo, tengo un sueldo. Pequeño, es verdad, pero que me da para vivir. ¿Por qué vivir en Copacabana, en un apartamento, y no aquí, en un cuarto de pensión? ¿No me entiendes? Lucas empezó a hacer proyectos sobre mi carrera: una temporada de ballet por cuenta suya... No quiero nada de eso. Puedo arreglármelas sola. Una compañía que va a estrenar a principios de año, me ha prometido un papel. Una buena compañía...

Citó el nombre de una actriz y de un empresario conocido. Jamás Marcos la había amado como aquel día. Tenía ganas de ofrecerle dinero para que pudiera montar la soñada compañía de ballet, aquel dinero que no había aceptado de Lucas, como no había aceptado de Shopel un lugar en la compañía Los Ángeles. Pero no le ofreció nada. Ella no iba a aceptárselo y él no quería ni por un momento que le confundiera con aquellos que le buscaban llevados por inconfesables intereses.

—Te has quedado callado, ¿por qué?

Le cogió las manos:

—¡Ah, Manuela! Mariana se va a poner contenta cuando lo sepa. Siempre tuvo confianza eh ti...

—Mariana —sonrió Manuela—. Sí, a ella y a ti os debo no haberme perdido, no haberme transformado en una prostituta. Eso era lo que querían hacer de mí, Marcos. Una prostituta o una suicida. Mariana me salvó... ¿Sabes algo de ella?

—Sí. Una buena noticia: ha tenido un hijo.

—¿Un chico?

—Sí. Se llama Luis Carlos, como Prestes, en homenaje a Prestes. Le vi. Está tan contenta, tan contenta...

—Tengo que mandarle un regalo para el niño... Mira, Marcos, yo también estoy tan contenta como si fuera mi hijo el que hubiera nacido. ¡Quién sabe! Tal vez algún día también yo tenga un hijo... Mariana me enseñó a no desesperar.

Marcos se sobresaltó:

—¿Tienes... novio?

—¡No, por Dios! Vivo como una monja. Tú lo sabes. —Pero un cierto temblor en la voz del arquitecto, le hizo preguntar—: ¿Por qué piensas eso?

—No pienso nada... —Se rió con una risa tímida, desconcertada, distinta de su risa franca de siempre. Manuela se quedó pensativa.

Salieron juntos, fueron a cenar a un restaurante. Entraron en un cine. La película era mala y se marcharon a la mitad. Fueron paseando hasta Flamengo. Marcos estaba silencioso y Manuela parecía sorprendida. ¿Qué le pasaría?

—A ti te pasa algo, ocultas algo. ¿Somos, o no somos amigos? Nunca te oculto nada, te cuento todo lo que me pasa. ¿Qué es lo que te preocupa? ¿O es que no puedes contármelo? ¿Es un secreto político?

—No me pasa nada. Y no es nada de secretos políticos. ¿Has visto la revista? ¿Qué te parece?

Hablaron de la revista, de la repercusión del artículo sobre el libro de Hermes Resende, de las novedades de los círculos literarios y artísticos. Era una noche cálida, de verano. Pasaban parejas del brazo. Cerca de ellos, en la amurada, dos novios se besaban. Manuela sonrió al verles tan entregados a su beso como si no existieran ni los transeúntes ni la luz eléctrica. Marcos, no obstante, estaba otra vez silencioso. Llegaron así a la puerta de la pensión.

—No sé lo que te pasa hoy. Nunca te he visto así... —comentó otra vez Manuela.

—No tengo nada; es la revista que me preocupa. Estamos preparando el número cuatro. Tenemos un reportaje sensacional: sobre los caboclos que viven a orillas del Rio Salgado. Van a ser expulsados de sus tierras, tierras que ellos roturaron y que vienen cultivando desde hace años y años. La justicia de Mato Grosso ha fallado en un proceso sobre la propiedad de estas tierras, y dice que pertenecen a la empresa de Costa Vale. Van a expulsar a los caboclos. Un periodista que estuvo allá, Josino Ramos, tú no lo conoces, anduvo haciendo fotografías y recogiendo información. Es un reportaje que le va a escocer a Costa Vale y a los norteamericanos... No sé si van a dejar que siga la revista después de esto... Es algo terrible la vida de esos caboclos. No puedes ni imaginártelo...

—Hay tantas cosas tristes en el mundo... —comentó Manuela—. No sé por qué es así, todo es tan difícil...

—Todo es tan difícil... —repitió Marcos.

Manuela le cogió la mano:

—Estamos melancólicos hoy... Mañana estaremos mejor...

—Mañana me vuelvo a São Paulo, en el avión de las siete...

—¿Que te vuelves mañana por la mañana? ¡Pero si apenas has llegado! Creí que pasarías la Navidad conmigo...

—Sólo he venido para... —iba a decir «para verte», pero se contuvo— para un negocio rápido, y lo he resuelto ya... Tengo mucho trabajo en São Paulo.

Ella le miraba con una interrogación en la mirada, casi ansiosa. Marcos desvió los ojos, conteniéndose apenas. Aquel paseo a la orilla del mar, bajo la luna, había sido una difícil prueba: ¿Cómo contenerse y no hablarle de su amor? Desvió los ojos, y por eso no vio toda la ternura que se derramaba en los ojos azules de Manuela. El arquitecto tendía la mano:

—Hasta otra, Manuela.

—¿Hasta cuándo?

—No sé... Un día de éstos... Te escribiré.

Se fue con paso lento. Ella estuvo a punto de llamarle. La gran noche de Río, tibia y estrellada, cómplice de amores, parecía querer lanzarles uno a los brazos del otro. Desde la esquina, Marcos se volvió. Manuela le lanzó un prolongado adiós. Él estuvo un instante parado. Luego siguió andando. Manuela bajó la cabeza y sus ojos se humedecieron. ¿Qué le pasaría a Marcos? ¿Por qué estaba así, tan extraño, esta noche? Tan extraño que, en cierto momento, ella había llegado a pensar... ¡Pero, no! ¡No era posible! De él no podía esperar nada más que aquella sincera amistad, aquel cariño fraternal. Era una mujer con un pasado triste, ¿cómo esperar que él pudiera amarla algún día? La ayudaba, tenía un corazón de oro, era la bondad personificada... Pero esperar que la amase, ¡ah! era un sueño más irrealizable aún que el de montar un día una compañía de ballet. Todo se frustraba para ella, así había sido siempre hasta entonces: frustrado aquel loco amor delirante por Paulo que había terminado en el cieno y en el dolor, frustrado aquel hijo tan esperado, frustrada su carrera en el teatro, y ahora, cuando el verdadero amor, nacido de una comprensión total, volvía a animarle, era un amor imposible, un sueño irrealizable. Pasaría solitaria aquellas Navidades, la noche de Año Nuevo. No le tendría a su lado como había pensado. Sola, abandonada a sí misma...

Y, sobre todo, debía evitar de todas maneras que Marcos descubriera el carácter y la intensidad de sus verdaderos sentimientos por él, aquel amor ardiente que le llenaba el corazón. Él la quería como un amigo, y ella debía aparecer ante él como la mejor de las amigas. ¿Cuándo había empezado a amarle? Ella misma no lo sabía, pero esta noche, cuando venía hacia Flamengo, cogida de su brazo, sintiéndole silencioso a su lado, sufriendo sin que ella supiera la causa, había comprendido todo cuanto Marcos significaba para ella. Era su amor definitivo. No la loca pasión sentida por Paulo, hecha de ilusiones y de engaños. Era un amor nacido del sufrimiento, dulce como un bálsamo, como ciertas viejas canciones de cuna... Pero debía esconderlo dentro del pecho, sofocando los gritos de su corazón pleno y ávido de amor.

La comendadora da Torre se levantó ágilmente de la silla, extendió sus flacas manos de anciana hacia Marcos, mirándole con sus ojitos bulliciosos:

—Quien está vivo, acaba siempre por aparecer... Yo estaba ya dispuesta a pedirle a la policía que se pusiera a buscarte. Hace quince días que no hago más que llamar a tu despacho.

Estaba cada vez más vieja y, no obstante, conservaba aquel aire juvenil en los ojos y en los gestos. Parecía un macaco: pequeñita, llena de arrugas y de joyas, con su aire entre mandón y jovial. Marcos se disculpaba: cuando le llamó por primera vez, estaba en Río; luego anduvo cargado de trabajo, nunca se había visto con tanto trabajo acumulado, proyectos y planos por entregar antes de Navidad y Año Nuevo. Por eso no había podido venir. Le había sido imposible.

La verdad es que había hecho todo lo posible para no ir a aquella entrevista. Sabía el motivo por el que le llamaba la comendadora: estaba señalada para finales de enero la boda de Paulo y Rosinha, y la vieja quería que se encargara de la decoración de su palacete para la gran fiesta. Marcos había trabajado mucho para la comendadora. Para ella había construido calles enteras de casas, pero no quería, de ningún modo, mezclarse con nada que sonara a Paulo Carneiro da Rocha: le parecía una ofensa a Manuela. Ya antes se había negado a participar en la «fiestecita íntima», una cena de amigos, ofrecida por Paulo a sus amigos, organizada por Bertinho Soares y Shopel, y que terminó en un ruidoso escándalo en un cabaret: Paulo, borracho como una cuba, empezó a romper botellas, mesas y sillas como de costumbre. El escándalo no había tenido repercusión en los periódicos, naturalmente, pero se comentaba en todas las conversaciones. Con aquel escándalo, Paulo había inaugurado lo que el poeta Shopel llamaba «el mes de alegre despedida de soltero», una serie de cenas, juergas, bacanales, en las que participaban políticos, escritores y artistas. En la alta sociedad no se hablaba de otra cosa. Consideraban aquello como una ocurrencia graciosísima.

Había intentado no ver a la comendadora, pero le había sido imposible. La vieja había insistido tanto que acabó por aceptar aquella cena, a la que iría también Costa Vale, pues también el banquero quería discutir con él sobre unos planes de construcción. Ahora Marcos le veía, en el fondo de la sala, mientras la comendadora hablaba:

—No acepto disculpas... ¿O es que quieres que aplace la boda de Rosinha?

—¿Aplazar la boda? ¿Por qué? ¿En qué puedo yo dificultar la boda de Rosinha?

—No te hagas el tonto. ¿Y la decoración de la casa?

Costa Vale se adelantó hacia el arquitecto:

—¿Cómo va eso, Marcos? Nadie le ve últimamente...

Pasaron al salón, donde les esperaban Rosinha y su hermana. Ante las muchachas, la conversación se centró en temas sin interés, y así continuó durante la cena, tras la que las dos hermanas salieron para asistir al espectáculo de Los Ángeles. La compañía de Bertinho Soares triunfaba en São Paulo. De nuevo en la sala, empezaron a hablar de arquitectura. La vieja quería que Marcos hiciera un proyecto de decoración del palacete y de los jardines para las fiestas del casamiento: entre Bertinho Soares, Shopel, Marieta y Paulo habían pensado transformar aquello en una especie de escenario de Las Mil y Una Noches, y Marcos debía encargarse de la realización del provecto.

—Rosinha está encantada con la idea, y todos confiamos en ti.

La vieja daba detalles sobre los preparativos de la fiesta. Nunca se había visto cosa igual en Brasil: el jefe de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores vendría personalmente a dirigir la ceremonia nupcial y el gran baile. Todos los invitados recibirían un espléndido regalo, habían sido contratados los mejores cocineros, las grandes casas de modas de París trabajaban día y noche para vestir a la novia, a su hermana y a las invitadas. Vendrían invitados de Europa, gente de la aristocracia italiana; estarían presentes los herederos de la corona imperial de Brasil, sin hablar ya de la presencia de conocidas figuras de la gran sociedad de Argentina y Uruguay y de la prometida asistencia del presidente de la República con todo su gabinete. Esta fiesta iba a demostrar el poderío de la industria paulista, era un símbolo de la alianza de los nuevos industriales con las viejas familias del Imperio, dueñas de la tierra donde crecían los cafetales. La comendadora iba contando todo aquello con una voz un poco irónica, como diciéndole al arquitecto: «Ríete si quieres, pero somos realmente fuertes y poderosos.» Pero Marcos no se reía: escuchaba en silencio la enumeración de los vinos llegados de Francia, de España, de Italia, de Portugal, en cantidades y calidades increíbles. La comendadora resumía la opulencia de la fiesta:

—Es como si el mundo entero viniera a ver la felicidad de esos dos pequeños.

Costa Vale sonrió:

—Va a gastar usted muchos millones en esa fiesta. Yo no tengo nada en contra de las fiestas, pero...

—¡Vaya! —interrumpió la comendadora—. Pues mira tú: hubo un tiempo en que yo no tenía nada; era pobre como Job. Y a veces me entran ganas de vengarme del tiempo en que era pobre. ¿No te pasa a ti? Quiero una fiesta como jamás se haya visto aquí...

Marcos se disculpaba una vez más: no era decorador, no tenía gracia para esas cosas. Era un arquitecto, constructor de rascacielos, de grandes bloques de cemento armado. Eso sí lo sabía hacer, había construido más de un edificio para la comendadora. Pero transformar una casa y unos jardines en un paisaje de cuento de hadas, de eso no podía encargarse. Para el brillo de la fiesta, realmente la comendadora debía buscar a otra persona, había especialistas muy competentes: y citaba nombres. La vieja respondió con voz dominadora:

—Quiero que en esta fiesta todo sea de lo mejor que existe. Que trabajen para ella los profesionales más competentes: los mejores modistas, los mejores cocineros, el arquitecto más célebre. Y el más célebre eres tú. Manda a quien quieras para hacer la decoración, a condición de que figure tu nombre como responsable... Por otra parte, he dicho ya en los periódicos, y lo van a publicar un día de éstos, que la decoración estaba a tu cargo.

Marcos se sentía irritado. ¿Con qué derecho la vieja millonaria le trataba como si fuera su patrón, como trataba a sus costureras, a sus cocineros?

—Pues no debió haberlo hecho, comendadora, porque le repito que no soy decorador y no voy a encargarme del trabajo. En cuanto a prestar mi nombre a un trabajo realizado por otro, eso tampoco lo hago... Perdone, pero es mi última palabra: no puedo aceptar este encargo.

Vio la cólera dibujarse en la cara rugosa de la vieja. También Costa Vale la vio, e intervino:

—Es una tontería. Es una cosa sin importancia —con un gesto imperioso contuvo a la comendadora, a punto de estallar—. La comendadora es caprichosa, quiere que la fiesta de la boda de su sobrina sea el máximo posible de elegancia, y tiene razón. Su insistencia para que usted se encargue del trabajo, es incluso un elogio, Marcos. Pero por otro lado, comprendo sus razones. Usted no es un decorador, es un arquitecto. Tiene razón, comendadora —hablaba ahora para la millonaria, como exigiéndole que conservara la calma, que no rompiera con Marcos—. Usted, queriendo elogiarle, acabó por ofenderle. Y nosotros tenemos que tratar con Marcos asuntos más serios que la decoración de la fiesta de Rosinha. Deje eso a Bertinho Soares y a Marieta. Que decidan ellos...

La comendadora se controlaba. Logró incluso sonreír:

—Bueno, si tú no quieres encargarte, paciencia.

Costa Vale iba en busca de la cartera, sacó papeles y mapas, los colocó encima de una mesa, se sentó, extendió las piernas, se pasó la mano por la calva, dijo con voz tranquila:

—Vamos ahora a las cosas serias... He visto su revista. Es interesante. Incluso muy interesante.

Principalmente el último número, con ese reportaje sobre los caboclos del Valle de Rio Salgado. Lo hizo un redactor de A Noticia, ¿no?

—Ex redactor. Le echaron del periódico por hacer ese reportaje. ¿No lo sabía?

—¿Yo? ¿Y por qué había de saberlo? ¿Qué tengo que ver yo con A Noticia?

Se quedó un momento callado, como esperando una respuesta a sus preguntas. Miró largamente a Marcos. Después, como si tomara una resolución:

—Bueno, ¿y si realmente lo supiera? Al fin y al cabo ese muchacho fue al Valle enviado por el periódico para acompañar a los técnicos. Tenía una misión muy concreta. Luego, abusó de la confianza depositada en él y escribió contra quienes pagaron su viaje...

—Para escribir la verdad.

—Marcos, vamos a hablar en serio. Para eso le he mandado llamar. Usted ha trabajado para mí y yo estimo, admiro su talento. Lo que usted piense, las ideas que tenga, es algo que no me interesa. Es asunto suyo. Usted ha publicado un reportaje sobre los caboclos diciendo sapos y culebras contra la empresa. Si yo quisiera, su revista estaría ya cerrada. Y le digo más: si no la cerraron fue porque yo lo impedí. En vez de cerrar la revista, prefiero convencerle de que soy yo quien tiene razón. Sí, desde luego, hay media docena de caboclos en el valle, media docena de fugitivos de la policía que ocupan tierras que legalmente no son suyas —con un gesto evitó la interrupción de Marcos—. Espere. ¿Pueden hacer esos mestizos algo útil para el país? No. ¿Qué es lo que vamos nosotros a hacer allí? Vamos a establecer colonos japoneses, vamos a transformar unas tierras incultas en grandes plantaciones de arroz. Donde hoy existen chozas de adobe, quiero levantar casas-modelo para los colonos. Lo que yo quiero es el progreso, la civilización. Usted va a decir que con eso yo gano dinero, que la comendadora gana dinero. Es verdad: ganamos dinero. ¿Y no es justo que lo ganemos, si nosotros empleamos nuestro capital para civilizar aquel pedazo de selva?

—A costa de las plantaciones de los caboclos...

—No me venga con sentimentalismos... Mire aquí... —abrió un mapa de la región, señaló con el dedo—. Lo que quiero de usted es un estudio sobre las construcciones necesarias en el valle: casas para los colonos en toda esta faja del río, y aquí, donde se encuentra el centro de trabajo de la compañía, los edificios que la empresa necesita. Es un trabajo de millones, un contrato muy superior a cualquier otro que usted haya tenido.

«Me han llamado para comprarme», pensó Marcos. Costa Vale detallaba ahora sus proyectos: número de casas para los colonos, número de pisos para los edificios de la empresa, viviendas para los obreros.

—Aquí va a nacer una ciudad... ¿No vale esto más que sus caboclos? Yo podía haber hecho cerrar su revista, pero en vez de eso prefiero convencerle para que colabore en mi obra, en nuestra obra... —señalaba a la comendadora—. Sé que es un trabajo que va a apasionarle...

«Si acepta la propuesta de Costa Vale —y cómo no va aceptarla, si representa una fortuna; sólo un loco la rechazaría— aceptará también el encargo de decorar la casa y los jardines para la fiesta», pensaba la comendadora. «Les molesta la revista. Quieren comprarme», pensaba Marcos. Y ahora ya ni siquiera se sentía irritado.

Una vez, cuando la huelga de Santos, se había sentido presa de una crisis: por un lado sus ideas, sus simpatías, sus sueños de un mundo sin miserias y sin injusticias; por el otro, todas sus relaciones con los enemigos de esas ideas, su trabajo profesional para ellos. Pero hoy, cuando el banquero y la industrial le ofrecían un gran contrato, se sentía más fuerte que ellos: la revista era algo concreto y útil. Ahora él comprendía toda la significación de la frase del camarada João cuando le habló de las fuerzas en aumento que ellos representaban.

—No, nada de eso vale para mí lo que los caboclos del valle. Y le voy a decir una cosa que tal vez le parezca increíble: soy tan incapaz de realizar esos planos para esas casas de colonos y esos edificios de la empresa, como de hacer la decoración para la fiesta de la boda de Rosinha. Y por la misma razón: ambas cosas reposan sobre la miseria de millares de personas. Yo haría con gusto los planos de las casas donde fueran a vivir los caboclos del valle, casas que sustituyeran a sus chozas actuales, si tuviéramos un gobierno que se preocupara por ellos. Pero para su empresa, que ni siquiera es sólo suya, que es más de los norteamericanos que suya... no, no construyo, aunque me den todo el dinero del mundo.

—¡Es increíble! —vociferó la comendadora—. Tiene el valor de venir a hacer propaganda comunista a mi casa...

—Yo no le pedí que me hiciera venir... —Y Marcos se levantó.

—Calma —dijo Costa Vale con voz fría—. Calma, comendadora. Marcos, por favor, no se vaya aún. Si usted quiere ponerse al lado de los caboclos contra nosotros, no se lo puedo impedir. Lo siento, porque es usted un gran arquitecto. Pero, cuidado. Puede arrepentirse...

—No suelo arrepentirme.

Costa Vale le tendió la mano:

—No somos enemigos, somos sólo adversarios. Veremos con el tiempo quién tenía razón.

La llegada de Marieta Vale, entregada por entero a los preparativos de la fiesta, facilitó los momentos finales de la entrevista. Marcos aprovechó la oportunidad para marcharse. La comendadora le dijo aún:

—¿Es realmente su última palabra?

La mirada fría de Costa Vale le acompañó. Cuando el arquitecto desapareció en la puerta de la calle, el banquero dijo:

—Voy a organizar un boicot contra su despacho. Cuando empiece a perder contratos ya bajará la cabeza y mandará al infierno a los caboclos y a los comunistas. Hay que empezar a enseñar a esta gente.

La comendadora asentía:

—Ganan nuestro dinero y se vuelven contra nosotros. Es el fin del mundo... ¿A quién voy a encargar ahora la decoración?

23

Los periódicos fueron unánimes en afirmar que la decoración del palacete de la comendadora, transformado en un paisaje de cuento de hadas, era algo que sólo viéndolo podía uno hacerse la idea. Fiesta como aquélla no había habido jamás en Brasil: los reportajes llenaban las revistas ilustradas, que eran leídas ávidamente en las casas pequeño-burguesas. Como regalo, habían ofrecido una joya a cada señora, y un caro recuerdo a cada caballero. El retrato de la novia, con su vestido parisién, aparecía en las primeras páginas de revistas y diarios, y las muchachas románticas suspiraban ante las fotografías de Paulo Carneiro da Rocha, vestido de frac, el rostro pálido, ante el altar. El propio cardenal había oficiado el casamiento. Centenares de invitados, la más alta sociedad de Río, de São Paulo, de Buenos Aires, la familia imperial, un ex-monarca europeo de paso por Brasil. Una revista publicaba la lista y fotografías de los regalos recibidos por los recién casados: la casa de Gávea, ofrecida por la comendadora, un automóvil, recuerdo de los Costa Vale, joyas, servicios de plata y de cristal, una relación infinita.

Marieta Vale aparecía en muchas de aquellas fotos, incluso en aquellas en las que se veía a los recién casados en el momento de tomar el avión para Buenos Aires. Los periódicos se referían a su vestido, a su gracia, a su belleza cada vez más juvenil.

Cuando, tras el acto religioso, ella abrazaba a Paulo, le murmuró al oído:

—Si tuviera veinte años menos, sería yo quien me casaba contigo...

—Tú eres la más joven de todas... —respondió él, al mismo tiempo que comprobaba los primeros síntomas de vejez en los ojos de la amante.

—No estés mucho tiempo en Buenos Aires. Te espero.

Marieta estaba contenta. Paulo había dejado de hablar de su nombramiento para París, la boda iba a obligarle a hacer una vida más normal, a ser aún más suyo que antes.

También Artur Carneiro Macedo da Rocha estaba contento: aquella boda le liberaba de cualquier preocupación en cuanto al futuro del hijo. Ya ninguna barrera podía oponerse a que Paulo ocupara los más altos cargos en la diplomacia, sin hablar de los millones de la dote de Rosinha. La comendadora estaba contenta: había comprado para su sobrina un marido de la mejor familia de la aristocracia paulista, y cualquier día casaría a la otra en las mismas condiciones. Ésa era su ambición, y la estaba realizando. Aquel casamiento, en torno al cual tanto se había escrito, tantas crónicas que transformaban a los novios en personajes de novela sentimental o de película norteamericana, parecían haber conseguido desviar la atención del país de las dificultades internacionales y de los problemas internos. De creer las noticias de la prensa, todo el mundo se interesaba sólo por aquel muchacho y aquella chica que se casaban. Una revista de gran tirada publicaba en folletón la historia del «amor romántico» de Paulo y Rosinha como ejemplo para todos los jóvenes. Empezaba así: «Se conocieron en un atardecer de luz rosada, y ya al mirarse comprendieron que habían nacido el uno para el otro. Fue un auténtico flechazo...»

Sólo Eusebio Lima, sentado en su gabinete del Ministerio del Trabajo, no parecía satisfecho con las resonancias de la boda, y afirmaba, señalando a Lucas Puccini y a Shopel las páginas del folletín:

—Os lo aseguro. Es un escándalo, un verdadero escándalo.

—Pero ¿por qué? —preguntaba el poeta, que pensaba que era sólo un enfado pasajero de Lima por no haber sido invitado a la fiesta.

—¿Por qué? Lo digo porque lo sé, Shopel, y tú, que eres un hombre inteligente, vas a darme la razón: ¿Por qué esa publicidad inmensa, ese tirar dinero a manos llenas en una boda, y encima proclamarlo a gritos, para que se entere todo el mundo? No se habla de otra cosa. Es como si ya no hubiera guerra en España, como si Hitler nunca hubiera existido, como si la guerra no estuviera ahí a la puerta. Y no es sólo eso... —bajaba la voz—. Con el país en la situación en que está, con la gente muriéndose de hambre en los arrabales... ¿Por qué azuzar el odio de esta manera?

—Tienes razón —apoyó Lucas—. He oído comentarios terribles en la calle...

—¿Comentarios? Eso no es nada... —Abrió el cajón de su mesa de trabajo, sacó unas octavillas impresas—. Leed eso. Material de los comunistas sobre la boda. Hay montones en todas las fábricas, en los suburbios...

Extendió las hojas sobre la mesa. Panfletos terribles de cólera y de acusación. Shopel y Lucas se inclinaron a leerlos. Eusebio cogió uno de los papeles y se lo tendió a Shopel:

—Lee, Shopel, también hablan de ti. Hace días estuve en una reunión del sindicato, del nuestro desde luego, del controlado por nosotros, el secretario es un chico de la policía. Pues bien: allí mismo un obrero habló de la boda, de la fiesta, de las noticias de la prensa. Había hecho un cálculo: con lo que la comendadora se gastó en esa fiesta, podría haber alimentado a los obreros de sus fábricas no sé cuántos meses, podría haber vestido a no sé cuántas personas... En fin, cálculos bien hechos, algo impresionante. No puedes ni imaginarte la impresión que causó allí...

Shopel encontró en la hojita el párrafo dedicado a él: «Gordo como un cerdo, alimentado con los restos de las mesas ricas, enriquecido con la sangre del pueblo, comía como cuatro y bebía como ocho en la bacanal...» Los colores desaparecieron de su rostro mulato, pálido de miedo, casi tembloroso, tartamudeaba:

—Yo... pero si hasta estaba enfermo... casi no pude probar bocado...

Aquellas octavillas ilegales tenían el poder de aterrorizarle: un día aquellos comunistas podían llegar al poder...

Eusebio completó:

—Hizo muy bien el Dr. Getúlio en no ir allá. La comendadora movió Roma con Santiago para que fuera, pero él sabe muy bien lo que hace...

Lucas Puccini cruzó las piernas, habló con autoridad:

—Esa gente vive fuera del tiempo. Son unos retrógrados, creen que están aún en la época de los esclavos negros. No ven que el mundo es otro, que hay que tener en cuenta a los obreros. Si no se les da algo, lo cogerán todo. Mirad lo que yo hago: en mi fábrica yo soy como un trabajador. Me mezclo con ellos, los trato como si fuera uno de ellos, atiendo siempre algo de lo que me piden. Ahora mismo voy a montar un restaurante junto a la fábrica. Comidas baratas. En vez de poner a los obreros contra mí, los convierto en mis admiradores... Y no por eso dejo de ganar dinero...

Hablaba de su dinero con cierto orgullo: la fortuna le sonreía, sus negocios se multiplicaban. Eusebio, ahora en segundo plano ante su antiguo protegido, apoyaba:

—Así es como hay que hacer. Ésa es la política del Dr. Getúlio: ahí están las leyes del trabajo. Esa gente como la comendadora, hay que ver la que armaron cuando se promulgaron las leyes laborales. Ni que el mundo se viniera abajo. No sabían ver que de esta manera defendíamos su propio dinero. No son sólo unos retrógrados, Lucas, son unos ingratos...

En el fondo no perdonaba que no le hubieran invitado a la boda.

Y continuaba, volviéndose hacia Shopel:

—Ya nos cuesta bastante trabajo, aquí, en el Ministerio, impedir que los comunistas controlen los sindicatos, que armen huelgas en las fábricas. Aquí y en la policía. Y ahora viene esa gente pasándonos por los morros el dinero que se gasta en una fiesta. Es dárselo todo hecho a los comunistas...

—Por mi parte, no ando exhibiendo mi riqueza a la cara de los obreros —dijo Lucas—. Al contrario. Creen que me estoy llenando de deudas para no tener que cerrar la fábrica y no dejarles en la calle... —se rió—. Ésa es mi táctica: soy una víctima como ellos, también yo deseo el socialismo. Y os digo una cosa: si aún existieran partidos políticos, yo iba a fundar un partido socialista...

Se levantó, las manos en los bolsillos del elegante pantalón; se detuvo ante Shopel:

—Mira, poeta, esa aristocracia paulista ya no tiene nada que hacer, está acabada. Lo mejor que podrían hacer es cedernos su sitio. A nosotros, a la gente nueva, a los hombres de nuestro tiempo, el tiempo de Hitler y del nacionalsocialismo. Ellos no entienden nada de nada, lo único que saben es echarlo todo a perder. Están «carcomidos» como dice el Dr. Getúlio. Ésa es la verdad.

Shopel había empezado por tomarse la cosa a broma. Mientras Eusebio Lima clamaba contra la publicidad de la fiesta, el poeta pensaba: «Está furioso porque no le invitaron a la boda, porque no le admiten ante la alta sociedad.» Y cuando Lucas Puccini protestaba de los métodos de los industriales paulistas, Shopel se decía a sí mismo: «No traga lo de que Paulo se haya acostado con su hermana. Es sólo eso lo que le hace hablar así.»

Pero cuando Eusebio le puso en la mano la octavilla comunista y leyó su nombre mezclado con los de Costa Vale, la comendadora, Paulo, mister Carlton, señalado como enemigo del pueblo, motejado de «cerdo preñado», Shopel empezó a considerar los hechos de otro modo: «No dejan de tener razón. Todo eso despierta la cólera del pueblo. Y los comunistas se aprovechan.»

Su voz salía amedrentada, en una queja llena de amargura:

—¡Y yo que creía que esos comunistas estaban liquidados para siempre...! ¿Pero es que no hay manera de acabar con ellos?

24

«ES NECESARIO ACABAR CON LOS COMUNISTAS», éstos eran los titulares de un periódico de la tarde, relatando los incidentes ocurridos en la fábrica de tejidos de la comendadora da Torre en los días siguientes a la boda de Paulo y Rosinha. La comendadora, deseosa, según había anunciado a sus amistades, de que todos participaran en la alegría del suceso, había adquirido una partida de macarrones para distribuirla entre sus obreros.

Habían pasado ya quince días desde el casamiento, y en las fábricas de la comendadora no se hablaba más que de la fiesta, del dineral gastado, de las joyas ofrecidas a los invitados, de los whiskies y el champán corriendo como agua. Entre los obreros circulaban panfletos comunistas. Uno de ellos estaba ilustrado con dos fotografías: en una la casa miserable de un obrero; en la puerta, unos niños subalimentados, vestidos de andrajos; en la otra, el palacete de la comendadora engalanado para la fiesta, los invitados de gala, las mujeres cubiertas de joyas. Un contraste que despertaba agrios comentarios entre los obreros. La mujeres —y una gran parte de los trabajadores eran mujeres— se sentían aún más indignadas: en casa estaban los hijos llorando de hambre. «No es champán lo que beben, es sangre de los obreros», decían los panfletos y, junto a las máquinas, los trabajadores asentían en silencio con un movimiento de cabeza.

Fue entonces cuando Shopel, alarmado con los argumentos de Lucas y Eusebio, y de vuelta ya en São Paulo, aconsejó a la comendadora que hiciera algo por los obreros, algo que les diera la ilusión de haber participado también en la fiesta de la boda. Repitió algunas frases de Lucas y de Eusebio Lima como si fueran suyas, y habló de las octavillas comunistas. Costa Vale, en cuyo despacho conversaban, aprobó la argumentación de Shopel:

—Shopel tiene razón. Se ha armado demasiado barullo en torno de esa fiesta.

Fue el propio Shopel quien dio la idea de los paquetes con medio kilo de macarrones. El poeta quería estar a bien con todo el mundo, y hacía ya tiempo que pensaba en la manera de hacerle un favor a Lucas Puccini: el muchacho iba para arriba, tenía ya prestigio, ganaba dinero, era de los íntimos del palacio presidencial ¿quién sabe si mañana no podría serle útil? Aquel mismo día, cuando había hablado despectivamente de la «aristocracia paulista», Lucas le había dicho que acababa de comprar la mayoría de las acciones de una gran fábrica de macarrones y otras pastas alimenticias en São Paulo. Shopel le llevó el encargo de la comendadora y Lucas se lo agradeció, prometiendo entregar toda la partida en saquitos de papel donde figuraría, impreso con letras de color rosa: «A NUESTROS BUENOS OPERARIOS, RECUERDO DE LA BODA DE PAULO Y ROSA DA TORRE CARNEIRO MACEDO DA ROCHA.»

Días después, el poeta entró triunfante en casa de la comendadora. Marieta Vale, que leía a la vieja una carta de Paulo llegada aquella misma mañana, en la que el muchacho le contaba las recepciones sin fin que en Buenos Aires habían ofrecido a la pareja, saludó a Shopel, llena de cordialidad:

—Una semana más, Shopel, y los tendremos aquí de vuelta...

Shopel exhibía un paquetito de macarrones, con su inscripción en letras color rosa:

—...y serán recibidos en triunfo por los obreros, saludados como benefactores...

El paquetito pasó de mano en mano. Susana Vieira aplaudió mientras daba unos grititos con su acento gangoso:

—Pero qué monada... Una cosa así hasta emociona, ya ves...

—Fue una idea de Shopel —elogió la comendadora—. Una buena idea. Nuestro poeta está resultando un político.

—Pero vaya gasto, ¿eh? Medio kilo, ¿no? ¿Y cuántos paquetitos de éstos vais a repartir?

Shopel dijo la cantidad —varios miles— y Susana estaba cada vez más impresionada:

—Un dineral ¿eh, comendadora? Eso sólo lo puede hacer usted, que es como una madre para ellos...

—Y qué quieres, hija mía... Una tiene que pensar también en los obreros. Al fin dependen de nosotros...

—Un dineral... Pero es un gesto bonito, desde luego —se admiraba Susana,

Shopel dijo que ya había hecho fotografiar para la prensa las montañas de paquetes de macarrones apilados en la fábrica de Lucas, y había organizado todo, con la Transamérica y los periódicos, para que fueran reporteros y fotógrafos a las fábricas de la comendadora para dar fe de la distribución al día siguiente. En el fondo, decía, ante la publicidad que representaba, el dinero gastado en macarrones resultaba una buena inversión. El poeta era feliz con su idea. De esta manera se mostraba indispensable a aquella gente, sin hablar ya de la gratitud de Lucas Puccini (traducida en una comisión del diez por ciento sobre el precio de venta, «para los puros del poeta», había dicho Lucas al darle el cheque).

—Lloverán bendiciones sobre la venerable cabeza de la comendadora —concluyó Shopel, untuoso.

No llovieron bendiciones. Los periodistas convocados por Shopel contaban luego, y las fotografías lo probaban, la reacción inesperada y violenta de los obreros cuando empezaron a ser distribuidos los paquetitos de medio kilo de macarrones, al finalizar la jornada. La distribución la hacían los empleados y empleadas de las oficinas; los fotógrafos habían tomado posiciones para tirar sus placas, los periodistas se disponían a recoger los testimonios de gratitud de los obreros y principalmente de las obreras, las palabras de alabanza a la comendadora. Fueron entregados los primeros paquetes. Primera fotografía, una rubia y bonita mecanógrafa tendiéndole el paquetito a una obrera avejentada, mulata, cuando se oyó una voz que gritaba:

—Esto es una tomadura de pelo...

Las empleadas que hacían la distribución se pararon sorprendidas. Pero el gerente les ordenó que continuaran. Un obrero se había subido a una mesita, y desde allí dominaba todo el taller:

—Después de haberse gastado millones en comida y bebida para llenarles la panza a los potentados, nos dan esa porquería. Están chupándonos la sangre y quieren...

Los fotógrafos aprestaban las máquinas. El obrero alzó la mano con un paquetito y se lo tiró a los periodistas y fotógrafos:

—¡Que se coman sus macarrones, y que nos paguen salarios suficientes para vivir! ¡No queremos limosnas!

Y, de súbito, los saquitos de macarrones empezaron a volar de un lado y otro, lanzados sobre las empleadas que los distribuían, sobre los periodistas, sobre el gerente. Los macarrones se desparramaban por el suelo y sobre las máquinas. El gerente se llevaba las manos a la cabeza.

La revuelta se propagó a los otros talleres donde también se había iniciado la distribución: los paquetes de macarrones se cruzaban en el aire y, en el almacén de tejidos, un retrato de la comendadora se convirtió en blanco predilecto. El gerente había conseguido huir a las oficinas y desde allí llamaba a la policía. Un obrero salió corriendo a gritos:

—¡Está llamando a la policía!

Como había terminado ya la jornada, todos huyeron a la carrera. En poco tiempo la fábrica quedó casi vacía, el suelo alfombrado de macarrones. Quedaban sólo los periodistas, los fotógrafos, los empleados de la oficina. Uno de los fotógrafos recogía paquetes intactos:

—Para hacer una macarronada el domingo...

El gerente les explicaba a los periodistas:

—Son ustedes testigos. Ya ven qué gente: unos desagradecidos. Con esa gente, sólo a palos. De nada sirve tratarles como a seres humanos...

Llegó la policía. Tres coches con inspectores bajo el mando de Miranda. Interrogó a los presentes.

—Las mujeres eran las peores —decía un periodista—. Aunque, la verdad, aquí entre nosotros, venirles ahora con medio kilo de macarrones a los obreros, después de haberse gastado tantos millones en la fiesta...

—Y sin avisarnos... —se quejó Miranda—. ¿Pero cómo se les ocurre hacer una cosa así sin avisar a la policía? Hubiéramos puesto aquí unos cuantos hombres y todo hubiera ido como una seda...

Miranda quería saber cómo había empezado el escándalo. Un fotógrafo tenía un cliché del obrero que había incitado a la masa. ¿Quién era el fotógrafo? Se presentó el hombre, un viejo reportero gráfico de un periódico. Había intentado hacer una foto, pero el obrero le tiró un saco de macarrones y se le cayó la máquina. No era verdad. Lo que quería era evitar el tener que darle la foto a la policía. El gerente, sin embargo, identificó al agitador: un obrero de hilados. Hacía tiempo ya que le tenía el ojo encima por sus ideas extremistas. Se llamaba Maurílio. Había otros también, hombres y mujeres, bastante sospechosos. El gerente daba nombres.

—Mañana —dijo Miranda—, haremos una limpieza en la fábrica.

El poeta Shopel, al saber la noticia por un reportero de la Transamérica, en el despacho de Saquila, donde estaba discutiendo de poesía con el periodista, se quedó pálido:

—¡Qué horror! La comendadora se va a poner como una fiera. Hoy mismo me vuelvo a Río, antes de que me mande llamar...

Saquila se divertía:

—¿Y el artículo que ibas a hacer sobre «El gesto de la comendadora»? Shopel, tú eres un gran poeta, nuestro mayor poeta contemporáneo: pero de obreros y de la cuestión social no tienes ni idea. Vete a escribir un buen poema y deja a los stalinistas de mi cuenta...

Saquila estaba publicando, a través de la red de la Transamérica, una serie de artículos contra la Unión Soviética, en los que intentaba demostrar cómo «la revolución de los obreros había sido traicionada por los burócratas soviéticos». Aquellos artículos, en tono extremadamente izquierdista, aparecían en los grandes periódicos burgueses y obtenían sin dificultad el visto bueno de la censura del Departamento de Prensa y Propaganda.

En cuanto a César Guilherme Shopel, aquellos acontecimientos le inspiraron realmente un poema, publicado en grandes caracteres en una nueva revista luso-brasileña, lujosísima, editada en colaboración por el Ministerio de Propaganda de Portugal y el Departamento de Prensa de Brasil. Un poema donde Shopel se mostraba desesperado ante el egoísmo de los hombres, ante su frío materialismo:

Dios mío, quiero renunciar al fausto,

a las mujeres, al sueño; no poseer nada,

ser sólo tu poeta humilde y solitario.

.

25

El profesor Alcebíades de Morais, de la Facultad de Medicina de Sao Paulo y director de las obras de saneamiento de Valle de Rio Salgado, no estaba satisfecho, y así se lo confesaba a Venancio Florival, en el avión en que iban de Cuiabá a São Paulo, en vísperas de Carnaval. En la soledad del valle, le decía al hacendado, había reflexionado largamente sobre los problemas brasileños, sobre la responsabilidad que pesaba sobre los hombres de la élite, los dirigentes de la vida política y económica del país. Y sus solitarias elucubraciones le llevaban a conclusiones melancólicas: más que nunca, el país se encontraba a la orilla del abismo, amenazado por terribles catástrofes.

—Pero, doctor... no sea exagerado... Eso de decir que Brasil está al borde del abismo es algo que vengo oyendo desde niño, y hasta hoy no hemos caído en él... Cuanto más, ahora, cuando tenemos un régimen fuerte, cuando las luchas políticas, que tanto daño nos causaban, han acabado...

El Dr. Alcebíades de Morais movía la cabeza:

—¿Que han acabado? Nunca han sido tan violentas...

¿Es que no veía el peligro? Para el profesor era palpable: la arrogancia de los obreros jamás había sido tan grande. ¿Qué le decía de lo de los macarrones de la comendadora? Era suficientemente ilustrativo. Y hasta en el valle, en aquellas breñas, ¿no continuaban los caboclos ocupando las tierras que según decisión de la justicia pertenecían a la empresa?, ¿Cuándo se vio tal obstinación en unos caboclos que aún ayer eran esclavos? Y los trabajadores de las obras del valle habían constituido ya un sindicato y empezaban con exigencias, reclamando salarios doblados por las horas extra de servicio, ahora que la empresa había decidido apresurar los trabajos...

—Sí, esa historia de los caboclos es absurda. Ya se lo dije a Costa Vale: hay que echarles cuanto antes. Pero él tiene sus ideas...

—Ideas muy discutibles, señor Florival.

Y el profesor le abrió su alma, violentamente crítico, con unas críticas que jamás había tenido el valor de hacer al propio Costa Vale: se moría de miedo ante el banquero. Costa Vale era un gran hombre, le iba diciendo al ex-senador; él, Alcibíades, era uno de sus más incondicionales admiradores. Pero su política actual podía causar serios perjuicios al país y, sin la menor duda, estaba reforzando a los comunistas. El hacendado se llevaba las manos a la cabeza:

—Pero cómo, doctor, cómo...

Claro que sí. Era la política de los norteamericanos, la política de Roosevelt, tal vez buena para los Estados Unidos, una nación grande y poderosa, no sería él quien negara ahora los méritos del gobierno y del Estado norteamericanos, pero peligrosa para Brasil. Bastaba ver cómo Costa Vale iba quedando rodeado de hombres sospechosos, y algunos de ellos más que sospechosos, como Hermes Resende y el tal Saquila, un comunista empedernido, que dirigía ahora la Transamérica en São Paulo. En el fondo, estos hombres eran enemigos del Estado Novo, enemigos de la línea de la política internacional del gobierno, todos ellos eran conspiradores encubiertos.

El terrateniente defendió a Hermes Resende. Comunista, no era desde luego. Tenía sus ideas, socialistas, avanzadas. Pero se trataba de un buen chico, amigo de la buena mesa, inofensivo...

—¿Inofensivo? ¿No fue él quien calificó a Hitler de «fiera sangrienta»?

El profesor se exaltaba: si había un hombre capaz de salvar a la humanidad del peligro rojo, ese hombre era Hitler. ¿Y qué pasaba? Hombres responsables como Costa Vale financiaban editoriales, periódicos y agencias periodísticas para divulgar conceptos e ideas democráticas, en realidad comunistizantes. La editorial fundada por Shopel, y ahora en manos del banquero, que había empezado tan bien, publicando libros de Plinio Salgado, editaba ahora a filósofos norteamericanos e ingleses, cuyas ideas extremistas, subversivas, no podían escapar a quien leyera algunas páginas de sus libros. Él, el profesor Alcibíades, había leído algunos de aquellos libros durante su estancia en el valle: Wells, Bertrand Russell, Van Loon, Huxley, la pandilla de enemigos de los regímenes fuertes... Eso era trabajar contra ellos mismos, era poner el fusil en el pecho de los únicos hombres capaces de enfrentarse con los comunistas: los fascistas, los alemanes de Hitler y los italianos de Mussolini.

El profesor abría los brazos, trágico: los norteamericanos estaban causando un mal muy grande en Brasil, su influencia era terriblemente peligrosa.

—Pero, profesor... Son ellos los que tienen el dinero. Nosotros estamos atados por su dinero...

No, no era así. Dinero también tenían los alemanes, e intentaban emplear sus capitales en Brasil. Era un hecho absurdo, cuyas razones él no comprendía, continuar dependiendo de los Estados Unidos, cuando los alemanes estaban dispuestos a financiar la industrialización de Brasil, a transformarlo en una gran potencia. Los alemanes necesitaban un Brasil poderoso, rico, industrial, que pudiera hacer frente en el continente americano a los Estados Unidos. Cualquier patriota podía darse cuenta fácilmente de las ventajas de colaborar con los alemanes. Aparte de la garantía de rápida exterminación de los comunistas... ¡Ah! Él no comprendía cómo Costa Vale, que tenía en el bolsillo la concesión de las tierras de Valle de Rio Salgado, se la había ido a entregar a los yanquis, cuando tenía la posibilidad de tratar con los alemanes... El resultado estaba a la vista: una lucha sorda que favorecía a los comunistas, al dividir el gobierno, y que incluso llegaba a amenazarlo...

El hacendado Venancio Florival se rascaba la cabeza, de pelo canoso y revuelto: todo aquello era complicado. Desde luego, el profesor tenía parte de razón, pero Costa Vale no era ningún chiquillo, sabía lo que hacía... Si él prefería los norteamericanos a los alemanes, no lo haría sin haber sopesado antes todas las posibilidades, de eso sí que el Dr. Alcebíades podía estar seguro. Y en cuanto a aquella idea de que pudiera contribuir al fortalecimiento de los comunistas, era absurda. Venancio podía asegurarle que si los comunistas tenían un enemigo en Brasil, ese enemigo era Costa Vale. ¿Quería una prueba? ¿Quién había intervenido ante el gobierno para impedir la persecución de Plinio Salgado y de los demás integralistas en ocasión del golpe de mayo de 1938? Había sido Costa Vale, preocupado por las ventajas que los comunistas podían obtener de la situación. En cuanto a él, Venancio Florival, estaba convencido de que tarde o temprano iba a llegar el momento en que todos se unirían, americanos y alemanes, Getúlio y Plinio Salgado, el jefe de la policía y el ministro de Educación, Hermes Resende y el profesor Alcebíades, en el momento en que Hitler ordenara a sus ejércitos la marcha contra Moscú... En aquel momento, ya vería el profesor cómo todos se darían la mano para contribuir a aplastar al comunismo. Y esa hora no iba a tardar, así Dios quisiera...

El avión estaba aterrizando, un taxi les dejó en la puerta del hotel donde Venancio se hospedaba. Era sábado de carnaval y pasaban las primeras máscaras; un aire de fiesta dominaba las calles; en las esquinas aparecían grupos con lanzaperfumes y serpentinas. El hacendado abrió la boca en una sonrisa:

—Olvide sus preocupaciones, doctor. Trate de desfogarse en estos días de carnaval, sáquese la espina del tiempo que pasó allá, hundido en el valle...

Desde dentro del taxi que iba a llevarle a su residencia, el profesor respondió casi ofendido:

—Condeno esta orgía colectiva que llaman carnaval. No participo en ella. Tengo mis principios, señor Florival...

Venancio transformó su sonrisa en una estrepitosa e insolente carcajada:

—Pues hace mal, doctor. Echar una cana al aire de vez en cuando, no hace daño a nadie. Por mi parte, voy a acabar la noche en el Bola Azul con Mercedes, una española que vale su peso en oro... Voy a sacar el cuerpo del mal año, doctor...

26

Casi a la misma hora, José y Marieta Costa Vale descendían de otro avión en Río de Janeiro. Los Costa Vale pasaban siempre el carnaval en Río. No había comparación posible entre el carnaval de la capital federal y el carnaval de São Paulo. El carnaval era, ante todo, una fiesta carioca, de Río, y para Marieta significaba pasar aquellos cuatro días con Paulo, en los salones más elegantes, bailando con él, bebiendo champán, haciendo todas las locuras, embriagándose con éter... estaba nerviosa, a la expectativa de aquellos días, y daba prisa a los maleteros que llevaban el equipaje al automóvil.

Apenas había visto a Paulo desde su regreso de Buenos Aires. Los recién casados habían pasado unos días en Sao Paulo, con la comendadora, y Marieta sólo pudo ver a solas a Paulo una vez, en una tarde terriblemente calurosa, tras una larga y bien regada comida. Ella estaba ansiosa de caricias, él fatigado, pesado por el almuerzo y por el vino, somnoliento. Muy gentil, desde luego, repitiéndole juramentos de amor, hablándole de su añoranza, pero dando cabezadas de sueño, evitando los bostezos con dificultad. Había querido hacerle hablar de sus planes para el futuro, pero el muchacho se había mostrado reticente, trataba de evitar la conversación, y al fin se quedó dormido. Marieta le abandonó furiosa en el cuarto del hotel, y se encerró a llorar en casa. Paulo apareció por la noche, para pedirle disculpas. La casa estaba llena de gente y apenas pudieron hablar unos minutos, en el jardín, cuando él se disculpó y ella fue feliz al perdonarle. Después, Paulo y Rosinha se fueron a Río, acompañados de la comendadora, incapaz de soportar en São Paulo los comentarios sobre «el caso de los macarrones». Desde Río, Paulo le había escrito una carta, donde explicaba una vez más su fatiga en aquel desdichado día y le renovaba sus juramentos de amor. Una carta muy tierna, apasionada, llena de palabras cariñosas, diferente a sus cartas normales, limitadas casi siempre a ácidos comentarios sobre la vida de los otros, irónicas y poco sentimentales. Marieta lo atribuyó al enfado anterior, y le llamó para decirle que ya le había perdonado y que jamás le había amado tanto. Tuvo la impresión de que él la escuchaba nervioso, pero pronto olvidó aquel detalle, preocupada con los vestidos que se estaba haciendo para el carnaval.

Ahora iba a verse compensada de aquella larga ausencia de Paulo. En Río, sin las obligaciones de una casa tan frecuentada como la de Costa Vale, se iban a multiplicar las oportunidades de encontrarse a solas con Paulo. Marieta tenía sus planes perfectamente madurados: convencer al muchacho —y en este sentido ya había sondeado a la comendadora— para que abandonara el Ministerio de Asuntos Exteriores y se dedicara por entero a las fábricas de la suegra. Esperaba convencerle, esperaba encontrar en la comendadora y en Rosinha dos buenas aliadas. Le preguntaría: ¿qué era más seguro para él, continuar en la diplomacia, dependiendo de los vaivenes de la vida política, o ir sustituyendo poco a poco a la comendadora al frente de sus empresas?

Se encontraron por la noche, en el baile del Casino. Marieta llevaba un disfraz de María Antonieta que realzaba su perfil de gran dama. Pero la pobre Rosinha jamás aprendería a vestirse: hasta los vestidos más caros le sentaban mal, y ella, sentada al lado de Paulo, callada y torpe, parecía una muchachita del suburbio caída allí por casualidad más que la esposa multimillonaria de aquel joven elegantísimo. Marieta sonrió ante aquel contraste. Rosinha no contaba siquiera en sus cálculos. La utilizaba. Nada más.

Grupos de disfrazados separaban a las dos parejas. Costa Vale se abrió paso hacia la mesa donde estaba Paulo con su esposa, en compañía de Shopel. Marieta sonreía. La falta de elegancia de Rosinha era un espectáculo que valía la pena. Shopel fue el primero en verles. Se levantó y se adelantó hacia Marieta:

—Majestad, permita que el más humilde de sus súbditos bese su mano...

Paulo y Rosinha se volvieron al oír las palabras del poeta. Y, antes incluso que cualquier saludo, Rosinha palmoteando de contenta, le contó a Marieta:

—¿Sabes ya la noticia? No, no la debes de saber aún. Sale mañana en el Boletín Oficial. Aún es un secreto...

—¿Qué noticia? —preguntó Marieta palideciendo.

—Paulo ha sido nombrado para París... Saldremos dentro de quince días...

—Enhorabuena, bribón... —dijo Costa Vale—. París vale la pena...

—Fue el mejor regalo de boda... —comentó Rosinha.

La orquesta tocaba una samba. Marieta articuló con dificultad:

—¿Vamos a bailar, Shopel?

Salió en los brazos gordos del poeta, en cuya frente brillaba el sudor. Estuvo en silencio unos momentos. Marieta danzaba maquinalmente, sin responder siquiera a los saludos de innumerables conocidos y amigos. Después, dijo:

—¿Sabías tú algo de ese viaje?

—¿Y por qué diablos voy a estar siempre metido en el desenlace de los amores de Paulo? Él se divierte, y soy yo quien tiene que cargar con las escenas de lágrimas...

—Yo acabo de enterarme...

Hubo de nuevo un prolongado silencio. De pronto, Marieta dijo:

—Creo que yo también voy a ir a París. Hace ya casi dos años que no voy a Europa.

—;Ah, si yo pudiera ir también! —dijo el poeta—. Tomar un baño de civilización en las orillas ilustres del Sena...

—Lo difícil para mí —explicó Marieta, con voz ahora casi normal, una pequeña sonrisa brincándole en los finos labios— son las ocupaciones de José. Él no puede viajar. Pero aprovecharé la ida de Paulo y Rosinha, y me voy con ellos...

«De ésta no se va a librar Paulo con la facilidad con que se libró de Manuela... Ésta tiene dinero y, además, ha perdido por completo la vergüenza», pensaba Shopel mientras respondía:

—Haces muy bien. No hay quien pueda soportar dos años seguidos este país. Brasil asfixia; asfixia y embrutece.

Desde la mesa, solo —Costa Vale bailaba con Rosinha—, Paulo seguía con los ojos las reacciones de Marieta. Iba a ser una explicación difícil, con acusaciones, palabras exaltadas, tendría que enfrentarse con una Marieta desesperada. Pero París bien valía una escena desagradable.

27

Fue el martes de carnaval, mientras más animado era el movimiento en las calles, mientras toda la ciudad cantaba y bailaba, olvidada de todo, cuando João vio por primera vez a su hijo.

El Tribunal de Seguridad acabada de juzgar a Zé Pedro, a Carlos y a los demás compañeros detenidos el año pasado. Había impuesto largas penas de prisión, de seis a ocho años, y los condenados habían salido hacia la distante isla de Fernando de Noronha, aislada en medio del Atlántico, entre Brasil y África. Sólo el portugués Ramiro, enfermo, se había quedado en São Paulo, internado en el hospital de la policía. Las brutales torturas a las que había sido sometido le habían dejado casi paralizado, y ahora le iban a operar. Después le enviarían a él también, en la bodega tenebrosa de un carguero, a la isla desierta y árida.

Josefa había salido del manicomio. No tenía cura. Vivía ahora con sus padres y no reconocía siquiera a su hijo: loca mansa, repitiendo infatigablemente palabras oídas en la policía en las noches infames de tortura. Tampoco el Rubio andaba bien de salud: había perdido rápidamente aquella gordura artificial del sanatorio, estaba reducido a piel y huesos, tosía sin parar, tenía fiebre todas las tardes. Pero no se quejaba, no dejaba el trabajo, y había sido necesario imponerle muy seriamente la decisión de que acudiera más o menos regularmente al consultorio del Dr. Sabino. Por otra parte, en las duras condiciones de ilegalidad en que se encontraban, era imposible un tratamiento sistemático.

La policía no les había proporcionado un momento de tranquilidad desde la detención de Carlos y Zé Pedro. Durante aquellos meses había ido registrando sistemáticamente todas las direcciones conocidas, deteniendo a gente a diestro y siniestro, amenazando, apaleando, poniendo precio a la captura del Rubio y de João. Los poderes de la policía, ahora sin el menor control parlamentario, eran enormes: se había triplicado el número de inspectores, y en todas las fábricas funcionaba un servicio de espionaje y denuncia. En las viviendas privadas —donde a veces los porteros eran confidentes de la policía—, en las facultades universitarias, en todas partes había policías introducidos. En aquel tiempo era un problema concertar una cita. Las reuniones se hacían cada vez más difíciles. Las casas de los simpatizantes estaban bajo control. La policía acosaba a la gente del Partido, dificultaba sus movimientos, buscaba ansiosamente a los responsables de la regional.

Se sucedían las caídas de compañeros con las constantes redadas de la policía. Hacer una pintada era empresa temeraria, que terminaba casi siempre en los calabozos de la policía militar, especialmente después de la innovación que significaron los radio-patrulla, los coches con inspectores recorriendo de noche las calles sin parar. En muchas fábricas habían colocado agentes de la policía como obreros, y varias células habían caído antes de que se dieran cuenta de la infiltración.

Era una tarea agotadora y difícil cubrir los repetidos claros en la organización. A veces era todo un comité de zona el que desaparecía en manos de la policía, desorganizando el trabajo en parte de la ciudad. Y reclutar gente en aquellas condiciones, exigía una vigilancia particular: precisamente los policías disfrazados de obreros no deseaban más que ser invitados a integrarse en el Partido. Meses de trabajo silencioso y tenaz, defendiendo al Partido contra la policía, meses sin grandes acciones en la calle, cuando los pequeños éxitos costaban la libertad de los cuadros, la existencia de los organismos de base. Tres veces hubo que trasladar la imprenta porque la policía husmeaba en la vecindad. Las dos primeras fue posible salvar la máquina y los tipos, pero a la tercera tuvieron que abandonar los tipos, el papel y el material impreso. Sólo lograron salvar la máquina casi ante las narices de la policía, cuando ya los investigadores habían localizado la casa. Había sido un período de angustia, sin poder imprimir y distribuir material. Los tipógrafos traían en los bolsillos tipos retirados de los talleres donde trabajaban, y así se fue reconstruyendo la imprenta poco a poco, en un lento y cotidiano sacrificio. Sin hablar ya de las dificultades de encontrar casas donde se escondieran los elementos de la dirección. Especialmente el Rubio y João no debían permanecer mucho tiempo en la misma residencia, donde podía localizarles la policía. En aquella época los militantes demostraron su valía, su abnegación. Hubo algunos, naturalmente, que se apartaron del Partido por temor a ser detenidos, y hubo también quien, sometido a tortura, no pudo contenerse y habló. Pero fueron muy pocos. El Partido, en masa, resistió y seguía trabajando.

La persecución policíaca se redobló después de los acontecimientos en la fábrica de la comendadora.

Habían detenido a muchos obreros, habían llenado la fábrica de inspectores de la social. Una manifestación estudiantil, en la Plaza de San Francisco, protestando por las amenazas alemanas contra Checoslovaquia, había sido disuelta a porrazos por los guardias. La policía empleaba a los elementos de la antigua Acción Integralista para su red de espionaje, y los periódicos reclamaban «más energía en la represión del comunismo.»

Los policías llevaban consigo retratos del Rubio, fotografías que le habían hecho cuando le habían detenido, tiempo atrás, y las mostraban a los porteros de los bloques de pisos, a las criadas de las casas residenciales, a los dependientes de las tiendas que llevaban encargos a las casas particulares, añadiendo que el Rubio se había teñido últimamente de negro, de João no tenían fotografías, pero Heitor Magalhães les había hecho una descripción más o menos exacta del tipo. Por eso João había tenido que esperar, con impaciencia creciente, una ocasión propicia para encontrarse con Mariana y ver a su hijo. Habían aprovechado el carnaval, aquel último día, cuando toda la ciudad parecía entregada al baile y a las canciones.

Tuvo que disfrazarse, colocarse una máscara y atravesar así las calles donde se divertía la multitud, siendo constantemente interrumpido, invitado a participar en una rueda de samba, a integrarse en un cordón. Se libraba de los grupos, ansioso de ver de nuevo a Mariana, de estrecharla contra su corazón, de ver la soñada carita de su hijo.

Llegó al fin a la casa donde ella le esperaba. Era en un barrio tranquilo, que parecía enteramente desierto, como si todos sus moradores se hubieran citado en el centro. Fue Marcos de Sousa quien consiguió la casa, residencia de otro arquitecto simpatizante también. Marcos le había contado una parte de la historia, el otro no sabía quién era João. Mariana llegó por la mañana con el niño. Luego, tras la llegada de João, el dueño de la casa se despidió:

—Voy al centro. La casa es vuestra...

Sólo entonces se abrazaron, en un abrazo prolongado, fuerte, incapaces ambos de pronunciar palabra. Los ojos de Mariana estaban húmedos. Su mano buscó el rostro de João, su cara enflaquecida, y subió por los cabellos. João la besaba en los ojos, en la cara, en la boca.

Ella le miró, sus manos presas en él:

—Qué delgado estás...

João sonrió:

—Y tú, qué hermosa...

Era verdad. Jamás Mariana le había parecido tan bonita, como si la maternidad hubiera dado rasgos nuevos a su belleza trigueña y simple, como si la hubiera completado.

—Ven... —dijo ella arrastrándole por la mano.

El niño estaba en el cuarto, acostado en la cama del arquitecto, dormido. João se quedó parado, una niebla ante los ojos le impedía ver:

—Mi hijo...

Contempló una vez más a Mariana:

—Se parece a ti. Afortunadamente salió a la madre.

—Son tus ojos... —dijo ella—. Cuando la nostalgia aprieta, me basta mirar esos ojos y pienso que estás conmigo. Él me ayuda mucho, João, me paso horas enteras hablando con él, contándole todo. Él balbucea en su lengua, es como si me diera ánimos... Es hermoso, João.

Al ruido de las voces, el pequeño se despertó, agitó los brazos, abrió los ojos.

—Tus ojos ¿ves? Iguales.

El barullo de un grupo de disfrazados que pasaba por la calle camino del centro, asustó al pequeño. Mariana le cogió en sus brazos para acallar el llanto ya iniciado. João miraba a la madre y al hijo. Su corazón latía rápidamente. Recordaba a la Mariana de años atrás, la Mariana que vio por primera vez aquella noche del funeral, cuando él le fue a encargar una tarea del Partido. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en aquellos años...! Mariana ya no era aquella mocita inexperta que se dejaba llevar por sus impulsos, yendo a pintar consignas en las paredes, arriesgándose a que la detuvieran. Era una mujer, con su hijo en brazos, mejor militante que nunca, llena de sentido de la responsabilidad, capaz de soportar sin protestas aquella larga separación. Él sabía detalles de la marcha del trabajo de Mariana, de su comité de zona, el más activo de la ciudad. Mariana había conseguido defenderlo de la policía, y ni siquiera la maternidad le había apartado de su labor. Dejaba al niño con su madre, su día era para el Partido. Cuántas veces João había oído a compañeros que estaban muy lejos de imaginar los lazos que le unían a Mariana los elogios más entusiastas a la camarada Isabel (ése era su nombre de guerra ahora), ejemplo de dedicación, de inteligencia, de vigilancia revolucionaria y de serenidad. Se contaba la historia de un camarada, un estudiante recién ingresado en el Partido, que se había enamorado de ella y le propuso que se casaran. João supo del caso, de la aflicción de Mariana que no sabía cómo aclararle su situación al muchacho sin decirle que estaba casada y sin herirle. Pero el caso se decidió por sí mismo. La gravidez de Mariana se iba haciendo patente. El muchacho un día se dio cuenta y fue él mismo a pedirle disculpas. El estudiante era un buen camarada. La policía le molió a palos en la manifestación de los universitarios.

Por la calle pasaba otro grupo ruidoso de máscaras. El pequeño, con sus ojos curiosos, intentaba localizar aquel barullo insólito. Mariana tendió los brazos ofreciendo el hijo a João:

—Mamá, que carga todo el día con él, dice que tú debes de ser muy torpe con los chiquillos...

Él cogió a su hijo. Por él, por los otros niños, por el hijo de Josefa, estaban luchando, intentando transformar el mundo. Era como si tuviera en sus brazos la razón misma de su lucha, de su vida perseguida y dura. Estrechó de nuevo a su hijo contra el pecho. Mariana pasó el brazo por la cintura de João, abrazando al marido y al hijo, y descansó la cabeza en el hombro de su compañero. Vio que los ojos de João se desviaban del rostro del niño y se clavaban ahora en ella:

—¿En qué piensas?

—¿Sabes? Desde que nació, todos los días quise verle. Y a ti también, no es necesario que te lo diga...

Mariana inclinó la cabeza, besó a su marido, le tomó, a él y al niño, entre sus brazos:

—Un día estaremos juntos para siempre... Y ese día será una fiesta mayor que el carnaval...

Así, abrazados los tres, fueron hacia la sala. El niño sonreía a João, con ojos bulliciosos. Él le apretaba levemente contra su pecho, ¡su hijo!

28

Por esa misma época, en febrero, dos hombres se encontraron y se reconocieron en medio de la multitud de soldados y paisanos, en la frontera de Francia con España. Una dramática procesión de fugitivos cruzaba los Pirineos aquel invierno.

Los aviones alemanes, los nazis de la Legión Cóndor, volaban sobre la multitud en retirada, ametrallando al azar, dejando en el rastro de su ruido asesino cadáveres de viejos, mujeres y niños. Carros tirados por jumentos y por bueyes, empujados por hombres, cunas transformadas en carretillas, los más variados y primitivos medios de locomoción llevaban las parcas pertenencias de los fugitivos: colchones, cacerolas, trapos, arcas y baúles antiguos, cuadros de santos católicos, y también abuelos paralíticos, niños recién nacidos. Los soldados italianos, de las legiones fascistas de Mussolini, y los moros de Franco, marchaban ávidos tras los pasos de los fugitivos. A veces, algunos de éstos se quedaban atrás, cortados por una columna de soldados enemigos, y para ellos terminaba toda esperanza. La sangre empapaba la blancura de la nieve, los cadáveres yacían junto a los árboles deshojados. Una madre, aún joven, marchaba llevando en sus brazos el cuerpo sin vida de su hijo. A su lado, apoyado en un bastón, un viejo, abuelo quizá del niño, no podía contener las lágrimas. Apolinário, con el uniforme de comandante del Ejército Republicano Español, mantenía el orden entre sus soldados:

—No estamos huyendo. Nos estamos retirando como soldados de la República, con disciplina y orden.

Y su autoridad se imponía. Una leyenda de gloria rodeaba a aquel joven oficial brasileño. Sus hechos se cantaban en los romanceros de la guerra.

Y en torno a la nieve y el frío, las escarpadas montañas. El trágico invierno de la derrota, la fúnebre procesión de fugitivos. Apolinário recordaba las descripciones de las retiradas en el Nordeste brasileño, en los años de sequía. Pero aquí aún era más terrible: toda aquella población, millares y millares de familias, abandonaba su patria vendida, dejaba tras sí todo lo que había amado, lo que hasta entonces había constituido su vida. Partían para tierras que no eran las suyas, iban a empezar su vida de nuevo en un país extraño, de lengua diferente, de diversas costumbres. Los ojos se volvían hacia el camino recorrido como despidiéndose de los paisajes maternos, del suelo de la patria.

Tres batallones de soldados republicanos, los últimos en cruzar los Pirineos, marchaban difícilmente entre la masa confusa de los fugitivos. Apolinário mandaba uno de los batallones y había recibido la orden de cubrir la retaguardia de los otros dos y de la columna de civiles. Los soldados franquistas se aproximaban. Dijo a sus oficiales:

—Vamos a tener el honor de retirarnos combatiendo. Vamos a demostrar a los falangistas lo que valen los soldados antifascistas...

Vigilaron la montaña mientras los otros dos batallones partían, protegiendo a la multitud de civiles en su retirada. Los soldados de Franco y de Mussolini avanzaban con ansia de matar. Fueron recibidos por el fuego cerrado del batallón de Apolinário. Así, combatiendo, defendiendo cada palmo de la montaña, retrocedían hacia la frontera dando tiempo a que la atravesaran los civiles. Fueron los últimos soldados en cruzarla, y Apolinário sólo la atravesó cuando el último de sus hombres había pasado ya. Campesinos franceses traían alimentos y vino para los españoles.

Allí estaban ya los otros dos batallones y una enorme masa de exiliados. Era de noche, y el viento gélido, el frío y el hambre les abrumaban. Los soldados derribaron unos árboles para encender hogueras en torno de las cuales se tumbaban los fugitivos, incapaces de resistir la fatiga. Fue aquella noche cuando Apolinário se encontró con el sargento Franta Tyburec, ahora teniente. El checo, dirigiendo a un grupo de soldados en la preparación de las hogueras, identificó en seguida a su antiguo conocido:

—¡Pero, si es el brasileño...!

Durante aquellos años de guerra, Apolinário había visto tanta gente, había tratado con hombres de tantas nacionalidades que, de inmediato, se quedó sin saber quién era aquel teniente y dónde le había conocido.

—¿No te acuerdas ya de mí? Franta Tyburec, sargento checo de la brigada Dimitrov, cuando aún había brigadas internacionales... Nos encontramos ¿te acuerdas? en...

De repente, toda la escena volvió a la memoria de Apolinário: veía al entonces sargento arrastrándose por el campo; habían creído que era un nazi, responsable del asesinato de una familia de campesinos. Después, el sargento le había dejado un periódico con noticias de la huelga de Santos, habían bebido juntos a la salud de Prestes y de Gottwald. Se abrazaron entonces, y el checo dijo:

—Se ha acabado nuestra guerra... Pero si ellos creen que se acabó para siempre, están muy equivocados. Un día volverá a sus casas el pueblo español, y en ese día quiero de nuevo estar con él.

Volvía sus ojos hacia la frontera española. En cualquier parte, muy lejos, estaba la tumba de Consolación, la muchacha madrileña, el amor de su vida. Cuando fueron disueltas las brigadas internacionales, Franta, como Apolinário, había continuado en España. Arrancó los ojos de la dirección de la frontera, y se alejó andando con el oficial brasileño:

—Mañana tenemos que acercarnos a un pueblo próximo. Creo que se llama Prats de Molló. Ahí tenemos que entregar las armas a las autoridades francesas...

Apolinário asintió:

—Sí. Lo sabía ya.

El viento helado penetraba a través de los capotes, cortando como agujas afiladas. Franta Tyburec se detuvo y preguntó inesperadamente:

—¿Y cómo van las cosas por tu país?

—Mal. Un gobierno fascista, el terror policíaco. Están matando a los camaradas.

El rostro del checo, rostro franco de obrero, reflejaba sus emociones:

—Pues ya sabrás lo que pasa en Checoslovaquia. Ahora que la cosa ha acabado en España, Hitler se lanza contra mi patria. Desde los acuerdos de Munich, me encuentro como tú estabas entonces. Mi cabeza está en Praga. Esos bandidos de Londres y de París —se refería a los gobiernos de Chamberlain y de Daladier— han vendido a España y a Checoslovaquia.

—Son tan miserables como Hitler... —comentó Apolinário.

—Entre los chacales y el tigre, es difícil elegir.

Volvieron a caminar en silencio. Se estaban encendiendo las hogueras y en torno a ellas se apretaban soldados, mujeres y ancianos. Más allá, una voz femenina cantaba una canción de cuna. Franta Tyburec dijo:

—De todos modos, me vuelvo a Praga. El Partido debe de necesitar a todo el mundo allá. Vuelvo como sea. Es un momento difícil para mi país.

Encendió la colilla:

—¿Sabes lo que pasa aquí? Están metiendo a todo el mundo en campos de concentración...

—Lo sé.

La voz del teniente llegaba en la noche, decidida:

—Los primeros días aún hay ciertas facilidades. Pero luego es un régimen carcelario. Como si fuéramos criminales, como si los enemigos de Francia fuéramos nosotros, y no Franco... Yo cumpliré mi deber de soldado hasta el último momento, pero cuando hayamos entregado las armas, huiré. Llegaré a Praga como sea...

Al día siguiente, efectivamente, los gendarmes franceses dieron órdenes a soldados y civiles para que se dirigieran hacia Prats de Molló. Allí les estaban esperando las autoridades. Fue una triste ceremonia aquella entrega de armas. Los soldados se iban hacia un lado, algunos lloraban. Cerca del pueblo, estaban rodeando un terreno de alambre de espinos. Era el campo donde iban a ser internados.

Fue Apolinário quien concertó todos los detalles de la fuga. Como comandante de uno de los batallones tenía ciertos pequeños privilegios: podía salir del campo para ir a hablar con las autoridades. La impaciencia de Franta Tyburec crecía. Y se transformó casi en desesperación cuando, a mediados de marzo se enteraron de la entrada de Hitler en Praga y de la desmembración de Checoslovaquia. Apolinário había logrado de los campesinos ropas para él y para Franta. Unos camaradas franceses les habían dado dinero y direcciones. Huyeron por la noche.

En París se despidieron: Franta iba a intentar llegar a Praga. Apolinário no sabía cuál sería su destino. Los periódicos hablaban de la guerra próxima, de la guerra de Hitler contra la Unión Soviética. Los nazis amenazaban a Polonia. La primavera se anunciaba con malos augurios.

—Adiós, amigo... —dijo el checo abrazando al brasileño—. Quizás un día volvamos a vernos de nuevo. El mundo es pequeño...

—Pequeños son sólo algunos hombres... —dijo Apolinário—. Ya ves: amenazas por todas partes, los nazis avanzan. Y, sin embargo, jamás he tenido tanta confianza en nuestra victoria. Hemos perdido Madrid, hemos perdido Praga, pero cuando te veo a punto de salir, sé que españoles y checos no están vencidos.

—Lo sé... Stalin quería defender Checoslovaquia. Fue Benes quien no aceptó su ofrecimiento. Prefieren la esclavitud con Hitler antes que ver al pueblo en el poder. Pero eso no va a impedir nuestro avance... Lo sé.

—Estamos atravesando un camino sombrío. Marchamos sobre un pantano. Pero al fin de este camino está la claridad del día. Estoy seguro. En la frontera vi a un viejo campesino. En el momento de pisar el suelo francés, se volvió a mirar las tierras de España: «Volveremos, Madre», dijo. Yo estaba desalentado, pero aquella frase del viejo campesino levantó mi moral.

Franta Tyburec sonrió:

—Sí, venceremos, porque lo que nosotros tenemos no es un fusil: es una idea. Y, amigo, no hay ni fusil ni ametralladora ni cañón que pueda destruir una idea. Sé que jamás podrán destruir la Unión Soviética porque está edificada sobre la idea de la felicidad del hombre. Un día te veré en Praga, en una Praga liberada, cuando estemos construyendo el socialismo en Checoslovaquia... —Le abrazó de nuevo y le besó en ambas mejillas, según la vieja costumbre eslava.

—Iré. Puedes estar seguro.

El tren se puso en marcha en la estación llena de niebla. La luz de la locomotora perforó la oscuridad. Apolinário extendió su mano en un adiós. Su voz repetía:

—Hasta pronto, amigo. Hasta pronto...