CAPÍTULO I
Desde el coche, sentado entre dos policías, Carlos miró hacia la calle como despidiéndose. En una de aquellas calles próximas había vivido de niño, y, de súbito, le invadieron recuerdos infantiles. Su padre cantaba fragmentos de óperas italianas, tenían un viejo gramófono donde ponían discos de Caruso. Una vez, en una de sus correrías de chiquillo endiablado, hizo caer uno de aquellos discos que se rompió: su padre entró hecho una furia y Carlos tuvo que refugiarse entre las amplias faldas de la madre para escapar al castigo. Su madre era una negra, toda ella cariño y alegría; gorda y tranquila, en contraste con el marido, un italiano flaco y nervioso. El contraste llegaba incluso a la música que les gustaba, pues la madre era muy dada a los cocós y cateretés, a sambas en corro. Su deseo era vender el anticuado gramófono para comprar una radio, pero el padre se oponía, ¿cómo iba a oír entonces los discos de Caruso? La madre no insistía. Vivía en una contemplación apasionada del marido y del hijo, de aquel hijo que era una mezcla perfecta de los dos: inventivo y nervioso como el padre, afable y risueño como la madre. Algunos domingos aparecía por allá el viejo Orestes para comer y discutir de política. El padre era famoso por sus macarrones a la italiana, pero el viejo anarquista, tal vez para picarle un poco, elogiaba con preferencia los platos afrobrasileños de la madre, rebosantes de especias. Fue el viejo Orestes quien guió los primeros pasos de Carlos en el camino de la lucha revolucionaria.
«¿Quién me habrá vendido?», se preguntaba en el coche, huyendo de los recuerdos de la infancia que habían despertado aquellas calles entrevistas. Le conocían muchos, sin duda. Era miembro de la directiva regional, estaba en contacto con las bases, pero pocos eran los que sabían donde vivía. Y, sin embargo, la policía había llegado allá, con un despliegue espectacular de fuerzas, rodeando la manzana, alarmando a los vecinos. Los policías estaban perfectamente informados, no sólo de la casa, sino también de sus hábitos. ¿Le habrían estado siguiendo desde hacía algún tiempo sin que él se diera cuenta? No. Era siempre muy cauteloso y no había visto nada anormal en los últimos días. Alguien le había entregado. ¿Quién sería?
Pasaba revista, en la memoria, a los compañeros que conocían su dirección. Los miembros del secretariado, Mariana, pocos camaradas más, todos ellos seguros y de confianza. No podía ver entre ellos a nadie capaz de hacerlo. Por otra parte, no tenía noticias de detenciones recientes. La víspera misma se había reunido con los camaradas y todo estaba en orden, las huelgas continuaban. Los huelguistas presos no sabían ni que existiera. ¿Quién podría haber sido? ¿Habría entregado a otros, o sólo sabía de él? Ésta era una cuestión primordial: la caída de la dirección en aquel momento, la detención de los compañeros responsables, representaba un verdadero desastre. Precisamente cuando empezaban a recoger el fruto del intenso trabajo desarrollado en los últimos meses, cuando la clase obrera empezaba a moverse después del largo interregno de calma que había seguido a la sangrienta represión de la huelga de Santos y a las huelgas de solidaridad, al fracaso inicial de la huelga de la Paulista. Había costado tanto esfuerzo, tanto menudo trabajo día a día, levantar otra vez la combatividad de la masa... Habían sabido aprovechar la huelga de respuesta al golpe integralista, y el Partido había arraigado en las empresas, habían surgido algunos cuadros nuevos, llenos de futuro. Y ahorca, todo eso estaba amenazado... Si sólo él fuera el vendido, entonces no sería tan grave; otro ocuparía su lugar y todo seguiría marchando. En este caso, sólo había un problema: no hablar, soportar lo que le hicieran. Pero si habían caído también Zé Pedro y João y ciertos compañeros responsables de las células fundamentales, entonces la cosa sería más seria, un verdadero golpe. Podía resentirse todo el trabajo, incluso el mismo movimiento de huelgas.
¿Cómo diablos había podido dar la policía con su pista? ¿Qué era lo que realmente sabía de él y de la organización? Lo mejor sería mantenerse en un completo silencio. Por la manera como se habían comportado los policías, por el número de vehículos y de guardias en la calle, por algunas palabras pronunciadas, se había dado cuenta de que la policía estaba bien informada sobre él y sobre sus actividades en el Partido. No era como aquella vez, cuando le detuvieron en Río por casualidad. Entonces había podido inventar una historia confusa, pura falsedad en todas sus piezas, y la mantuvo hasta el fin, hasta que acabó por convencer al delegado. Le habían pegado una paliza terrible al detenerle, pero como se mantuvo firme en su historia, acabaron por soltarle poco después. Ahora, era diferente. Tenía que mantenerse callado, negarse a responder. Y prepararse para aguantar la rociada, para aguantarla en silencio.
El coche se detiene ante el edificio de la jefatura de policía. Un guardia abre la puerta. Salta y se queda esperando en la acera. El otro le empuja:
—Vamos...
Carlos miró hacia la plaza. Algunos transeúntes observaban curiosamente el automóvil. Saltó gritando:
—¡Me detienen porque lucho por el pueblo, contra este gobierno!
La gente le miraba sorprendida, pero no oyeron el resto de la frase. Los inspectores le agarraron por los brazos. Él se resistió intentando defenderse. Aparecieron más policías, uno le dio un porrazo en la nuca. Le arrastraron hasta la puerta. Aún oyó a un guardia que decía:
—¡Largo de aquí! ¡Disuélvanse!
Uno de los inspectores le retorcía el brazo desde la calle. Le dolía terriblemente, pero Carlos no decía nada. Le arrastraron hasta el ascensor. Un guardia le amenazó:
—¡Allá arriba vas a ver lo que es bueno!
Allá arriba había un largo corredor abarrotado de policías fumando, charlando, riendo. El que le retorcía el brazo le soltó al tiempo que le empujaba hacia los otros y les decía:
—Es Carlos. Quiso echar un discurso ahí en la puerta, el muy cabrón...
Le golpeaban de todos los lados, puñetazos en la cara, en el pecho, en las costillas; recibió un violento puntapié en una pierna. Atravesó a golpes el corredor hasta la puerta del despacho de Barros. Le tiraron al suelo. El que había subido retorciéndole el brazo, se reía:
—Esto para que vayas viendo lo que te espera...
«Un sádico», pensó Carlos. Un puñetazo le había acertado en plena boca aplastándole el labio. Lo iba a pasar mal. Esta vez no iba a servir de nada inventar historias. Lo mejor sería mantenerse callado hasta que se cansaran o le matasen.
Barros apareció en la puerta de la antesala, sonriendo, con la eterna colilla pegada al labio inferior:
—Entre usted, caballero. Tenemos mucho de qué hablar...
Un guardia le dio un empujón.
—¡Rápido!
Dos inspectores entraron con él. Uno dejó sobre la mesa del delegado los materiales aprehendidos en su cuarto: volantes, números de Classe, los originales de un artículo que estaba escribiendo sobre las huelgas. El otro se quedó recostado en la puerta, silbando levemente. Barros deshizo el paquete del material al tiempo que indicaba a Carlos una silla. Empezó a examinar los volantes, a leer las páginas escritas del artículo. Movía la cabeza como asintiendo ante las ideas expuestas por Carlos sobre la dirección del movimiento huelguístico.
—Es un teórico el tipo este. Muy bien, sí señor...
Dejó los papeles. Se sentó. El inspector que había traído el paquete se alejó hacia una ventana. Barros miró al joven, apoyó los brazos en la mesa:
—Vamos a ver lo que tiene que contarnos, señor Carlos...
—Nada tengo que contar.
—¿No? En fin, ya veremos... —La voz blanda quería ser irónica—. Me costó trabajo descubrir quién estaba tras ese nombre de Carlos, señor Dário Malfati... Pero al fin lo he descubierto... Siempre pasa lo mismo: Barros siempre acaba por descubrir los secretitos... Por eso, lo mejor es abrir la boca a tiempo, contarlo todo, no esconder nada, ¿de acuerdo?
Estaba de buen humor y le guiñó el ojo al guardia que estaba junto a la ventana, y éste sonrió, como pasándolo en grande ante la ironía del jefe.
El que estaba en la puerta parecía indiferente ante la escena. No dejaba de silbar.
—A ver ¿qué prefieres: dictar la declaración o que te interroguemos?
—Dictarla.
—Muy bien. —Hizo un gesto hacia el que estaba en la puerta—. Un mecanógrafo...
El guardia salió, y volvió instantes después acompañado de un hombre vestido de negro, flaco y pequeño, con aire de ratoncillo hambriento. Se acercaron a una mesita con una máquina de escribir. El mecanógrafo se sentó enfrente, puso una hoja de papel:
—Estoy dispuesto.
—Puedes empezar —Barros se dirigía a Carlos—. Pero no nos vengas inventando historias como hiciste en Río. Los de allí se lo creyeron, pero yo, te lo advierto, soy muy incrédulo... —Y se echó a reír de nuevo, y de nuevo sonrió con aire de aprobación el guardia que había traído el paquete de material.
Carlos se volvió hacia el mecanógrafo:
—Fui detenido por la policía en Río de Janeiro el 14 de enero de 1936. Me soltaron el 25 de febrero del mismo año. De nuevo me detuvo la policía, esta vez en São Paulo, hoy, 28 de setiembre de 1938.
Se calló, como esperando que el hombrecito flaco acabara de mecanografiar las frases dictadas. Cesó el ruido de la máquina, pero Carlos continuó callado. Barros le animó:
—Vamos a ver, ¿y qué hiciste entre detención y detención? La historia completa, con nombres y direcciones...
—Lo que hice entre las detenciones, es lo que ustedes han de descubrir. Son ustedes los policías, no yo. Y aparte de esto, no voy a decir nada más.
Barros alzó la mano, Carlos cayó de la silla alcanzado por la violenta bofetada:
—¡Pedazo de imbécil! ¿Es que vas a venir aquí a dártelas de valiente?
Se levantó, dio la vuelta a la mesa, agarró a Carlos, aún estirado, y por las solapas le levantó del suelo y le atrajo hacia sí, le soltó un puñetazo en plena boca y le dejó caer. Carlos perdió el equilibrio, sangraba por el labio, fue a dar contra la pared. Los dos guardias se habían acercado. El hombrecito flaco, sentado ante la máquina, corregía una letra con la goma de borrar. Volvió a escribir la letra como si nada ocurriera.
Barros se acercó de nuevo a Carlos. Los dos guardias también.
—¿Crees que no vas a hablar? Pues te digo que vas a vomitar todo lo que sabes; y si no, vas a dejar la piel aquí... Ya vi a otros valentones cagarse aquí, delante de mí...
Daba con el puño cerrado en la palma de la otra mano.
Sonó el teléfono. El hombrecito con cara de ratón lo descolgó, escuchó un momento:
—Está ocupado.
Desde el otro lado del hilo insistían.
—Sí, sí. Muy ocupado.
Siguió escuchando un momento.
—Espere... —se volvió hacia Barros—. Es para usted, jefe. Roberto ha llegado con los otros. Quiere saber qué hace con ellos...
Barros sonrió, con una sonrisa victoriosa dirigida a Carlos:
—Esta vez estáis liquidados. De nada sirve hacerse el héroe. No voy a dejar ni rastro del partido aquí en São Paulo.
Se dirigió al teléfono. «¿Quién habría entregado al Partido?», se preguntaba Carlos, recostado en la pared. Le dolía la boca, quiso sacar un pañuelo para limpiarse la sangre. Si era verdad lo que decía Barros, habían echado el guante a toda la organización. ¿Qué iba a ocurrir ahora con el movimiento huelguístico?
Barros daba órdenes por teléfono. Uno de los guardias volvió a silbar bajo; el mecanógrafo se limpiaba las uñas con un palillo. Carlos tenía el labio partido, la sangre no cesaba de fluir.
—Mándalos para acá. Quiero verlos... —decía Barros por teléfono, poniendo fin a la charla. Se volvió de nuevo hacia Carlos—. Te voy a dar un plazo para que lo pienses. Y te advierto una cosa: si no quieres hablar por las buenas, lo vas a hacer por las malas. Por la noche te llamaré otra vez... Si le tienes aprecio a la piel, trata de refrescar la memoria.
Se dirigió luego a los inspectores:
—Llevaos a este payaso de aquí. Pero no le metáis con los otros. Es un pez gordo, ya lo sabéis... Tenemos que tratarle como se merece... Metedle abajo, solo...
Miró para Carlos una vez más, como midiendo su capacidad de resistencia. Dio nuevas órdenes:
—Es mejor ficharle en seguida. Hacedle las fotografías inmediatamente. Puede que esta noche tengamos que hacer un trabajito con él, un tratamiento de belleza... Y yo necesito las fotos para los periódicos antes.
—Está bien, jefe.
Se llevaron a Carlos. Al atravesar la antesala, el muchacho vio al grupo de presos recién llegado. Eran tres camaradas de Santo André, uno de ellos con un cargo bastante importante. Carlos pasó como si no les conociera. Los guardias le estaban mirando a ver cómo reaccionaba. Barros espiaba también, a través de la puerta abierta, y vio como uno de los presos, un hombre de edad, casi enteramente calvo, se estremeció al ver el labio de Carlos sangrando, las huellas de los puñetazos en el rostro.
Cuando Zé Pedro despertó, con los repetidos golpes en la puerta, ya el chiquillo empezaba a llorar. Tocó levemente en el hombro de Josefa y le susurró al oído:
—¡Zefa! ¡Zefa!
Ella se levantó, aún medio dormida:
—¿Qué pasa?
Pero luego oyó el llanto del niño, apartó la sábana para levantarse. Pedro le cogió del brazo y murmuró:
—Está ahí la policía. Escucha...
Una mano pesada golpeaba la puerta, con fuerza. Josefa exclamó poniéndose la mano en la boca:
—¡Dios mío!
—Escucha... —dijo Zé Pedro—. Puede ser que te lleven a ti también, pero puede que no. Es preferible que no, por el niño. Es para utilizarte como pista para dar con los demás. Nadie tiene que venir estos días por aquí. Cuando yo no aparezca, los camaradas pensarán que me ha ocurrido algo. Lo mejor es que no avises a nadie. Al menos directamente. Si no te detienen, quédate en casa, no salgas inmediatamente. Más tarde, coges al pequeño y lo llevas a casa de tu madre. Quédate allá. No vayas a ver a ninguno de los nuestros, para no dar pistas a la policía. Ahora, vete ahí dentro, coge ese paquete de material y tíralo al pozo, mientras yo voy a ganar tiempo entreteniéndoles. Rápido.
Josefa saltó de la cama, salió corriendo del cuarto, descalza para no hacer ruido. Unos minutos después, Zé Pedro se levantó. Los golpes amenazaban con derribar la puerta. Los vecinos debían de estar ya todos despiertos. Oyó los pasos de Josefa que volvía del patio. Una suerte aquel profundo pozo antiguo, de los tiempos en que aún no había traída de aguas. Siempre había pensado que podía servir para hacer desaparecer material si la policía localizaba la casa. Esperó a que Josefa se acercara:
—¡Ánimo! Cuida del pequeño...
Y fue hacia la puerta, donde golpeaban ahora con algún objeto de hierro.
La luz de la madrugada entró por la puerta abierta. Josefa apareció en el corredor con el chiquillo en brazos. Los policías entraron, pistola en mano:
—Entregaos o disparamos.
Barros se adelantó desde el coche donde se había quedado. Atravesó entre los guardias, reconoció a Zé Pedro en la oscuridad del pasillo:
—Es él. —Ordenó a los policías—: Dad una batida por la casa, debe de haber mucha cosa interesante por aquí. Lo habrán escondido, tardaron demasiado en abrir...
Los policías invadieron la casa. Uno de ellos apartó bruscamente a Josefa del camino. El chiquillo volvía a llorar. Barros interpeló a la mujer:
—Un hijo, ¿eh? ¿Quién lo hizo, tú u otro camarada? —dijo volviéndose a Zé Pedro—. Porque por lo visto entre vosotros todo es común. Las mujeres lo serán también, digo yo...
Zé Pedro no respondió. Barros rió su propio chiste. Los policías que le acompañaban se rieron también. Uno dijo:
—Esta vaca ni tiempo tiene de ir a ver a su madre. ¡El tiempo que pasé yo de plantón allá, a ver si aparecía...! Hace más de un año que no va por allá...
Barros dijo:
—Claro... Tiene que quedarse junto al «compañero»... ¿No es verdad, preciosa? Para no dar ninguna pista, ¿eh? Pues ya ves de qué os ha valido. Barros ha dado con la pista... —se volvió a Zé Pedro—: Vístete. Allá en jefatura acabaremos de hablar. Tenemos tema de sobra... —Ordenó a un guardia—: Vete con él. Registra el cuarto.
Josefa apretaba al hijo contra el seno. Se apartó para que pasara Zé Pedro. Iba a acompañarle. Barros le advirtió:
—Tú vienes también con nosotros...
Ella preguntó:
—¿Y el niño? No puedo dejarle aquí solo...
Zé Pedro se volvió:
—Mi mujer no tiene nada que ver con todo esto. Cuando se casó conmigo no sabía nada... Nunca se ha metido en política.
—Vístete rápido. No te pregunto nada. Sé lo que debo hacer...
El guardia les acompañó. Revolvía el cuarto mientras Zé Pedro se vestía lentamente y Josefa reunía los trapos del pequeño. Quitaron el colchón de la cama. Vaciaron la improvisada cuna del chiquillo, construida por el propio Zé Pedro con tablas de cajón.
—Aquí no hay nada... —murmuró el inspector, hablando con Barros.
—Oye —dijo Zé Pedro a Josefa aprovechando un momento en que se quedaron solos—: Tú no sabes nada de nada. Por aquí no venía nadie. Era yo quien salía todos los días. Nadie, ¿oyes? Aunque te maten.
—¿Y el niño? —preguntó ella estremeciéndose.
—A él supongo que no le harán nada, pero... —desvió los ojos, porque los sintió tristes— ...aunque maten al pequeño, tú no sabes nada. ¡Valor, Zefa!
Volvía ya el inspector:
—Vamos... Tanto tiempo para ponerse la chaqueta, ni que fuerais de fiesta...
Esperaban en el pasillo la vuelta de Barros. El delegado registraba la casa. Le parecía imposible que sus hombres no hubieran encontrado nada, fuera de unos libros metidos en un cajón, en la sala. Anduvo también por el patio, registró en un pequeño plantel donde crecían unos tomates y una raquítica guayaba. Explicó a sus hombres:
—Vosotros quedaos aquí, en la casa, a echarle mano a quien aparezca. Y de paso mirad por ahí otra vez, a ver si dais con algún escondrijo. Este tipo es perro viejo y debe de haber metido el material en algún sitio. Luego os mandaré el relevo...
El chiquillo se había callado. Ahora chupaba un pedazo de pan seco, de la víspera, que le había dado Josefa. Los guardias no le habían permitido que preparara la papilla.
—Éste se viene conmigo —dijo Barros señalando a Zé Pedro.
Por las ventanas, entreabiertas con miedo, aparecían las cabezas curiosas de los vecinos. Algunos policías llevaban aún las pistolas en las manos. El chiquillo volvió a llorar furiosamente. Se le había caído el pedazo de pan al polvo de la calle. Josefa les rogó:
—Déjenme al menos calentar cualquier cosilla para el niño... Ya ha pasado su hora...
—Los hijos de comunista no tienen por qué comer... —dijo haciendo su gracia uno de los guardias.
Otro empujó con el pie el mendrugo caído en el suelo:
—¿Qué lujos son ésos? Coge el pan...
Un busto de mujer se mostró en una ventana, en la casa de al lado. Era una matrona gorda, despeinada:
—Yo le daré un poco de leche, vecina... Luego se dirigió a los guardias: —Es no tener corazón dejar así a un chiquillo sin comer.
Desde dentro de la casa alguien forcejeaba para arrancarla de la ventana. La mujer volvió la cabeza:
—¿Quieres dejarme? ¿Qué me importa que sean comunistas? ¡Aunque fueran los peores asesinos del mundo! ¿Dónde se ha visto llevar a un chiquillo a la cárcel? ¡Y sin comer! ¿Dónde se ha visto?
Se asomó otra vez:
—Espere un minuto, que le llevo la leche...
Desapareció en el interior de la casa.
Apareció luego en la puerta, con una bata puesta a toda prisa sobre el camisón, y con un vaso de leche en la mano. Se lo dio a Josefa, le acarició la carita al niño. Desde uno de los coches Barros daba prisa. Uno de los policías, aún en la acera, se dirigió a la mujer:
—Un día va a ver de qué sirve ayudar a los comunistas... Cuando vengan y se le lleven todo lo que tiene...
La mujer se puso en jarras, alzó el rostro, toda su voz en desafío:
—¿Qué es lo que se me van a llevar? Como si una tuviera algo, como si un pobre en esta tierra tuviera tanto que llevarse... Peor de lo que es ahora, no va a ser...
Recibió de vuelta el vaso vacío. Josefa le dio las gracias:
—Se lo agradezco mucho.
El guardia empujaba a Josefa hacia un coche. Luego le gritó a la mujer:
—¡Fuera de ahí, elefanta!
También desde dentro de la casa la llamaban con voces amedrentadas, pero ella se quedó en la acera hasta que desaparecieron los coches:
—Cobardes... Miserables...
Le llevaron directamente a la sala de tortura. El lúgubre humor policial la había designado con el nombre de «sala de las sesiones espiritistas». Durante el resto de la tarde, en un cubículo húmedo del sótano de la jefatura, Carlos, con el cuerpo dolorido por los golpes y las patadas, se había concentrado en dos problemas: ¿Quién los habría entregado? ¿Cuánta gente habría caído?
Le habían quitado el cinturón y la corbata, para que no se ahorcase, y tenía que sostener constantemente los pantalones con las manos. Y como los pantalones eran largos para él, heredados de otro, amenazaban con caérsele en cualquier momento. Acabó por sentarse en el cemento mojado de la celda, donde habían echado cubos de agua antes de encerrarle. No podía saber cuántos compañeros habían caído en la redada, pero empezaba a vislumbrar de dónde había partido la denuncia: del grupo de Saquila. El periodista había huido, se había largado por el mundo tras el fracaso del golpe armando-integralista. Carlos había oído decir que andaba por Argentina o Uruguay, no recordaba exactamente. Pero no era sólo Saquila quien sabía algo de él. Su verdadera personalidad, sus funciones en el Partido, eran conocidas también por «Luis», es decir por Heitor Magalhães, el ex tesorero de la regional, expulsado por ladrón. Sólo él podía haber sido. A no ser que algún camarada, detenido por casualidad, hubiera hablado... Repetía una y otra vez los nombres de los camaradas que estaban al corriente de su domicilio, de su nombre, de su responsabilidad en el Partido: no eran muchos, y ninguno le parecía capaz de delatarle a la policía.
A medianoche vinieron dos guardias a buscarle. Salió entre ellos, sosteniendo los pantalones. No se hacía ilusiones sobre lo que le esperaba. Barros iba a intentar convencerle para que hablara en el despacho, y luego, allí mismo o en otra sala, recurrirían a la violencia. ¿Qué habría pasado con los compañeros de Santo André? Por uno de ellos Carlos era capaz de poner la mano en el fuego; era un tipo duro, probado, de aquél sí que no iban a sacar nada. Pero los otros dos ¿conocerían la bárbara violencia de la policía? ¿Hasta dónde afectarían aquellas detenciones a la huelga que se preparaba en las fábricas de Santo André?
Ni siquiera le llevaron al despacho de Barros. Le llevaron directamente a la sala, donde ya al entrar Carlos vio gotas de sangre en el suelo. Alguien había pasado por allí antes que él. Le esperaban ya dos inspectores: el sádico que le había retorcido el brazo por la mañana —luego supo que se llamaba Pereirinha— y un negro atlético, de nariz aplastada, en quien reconoció a un famoso torturador llamado Dempsey por haber sido boxeador tiempo atrás. Aquel Dempsey tenía una reputación de criminal salvaje. Había trabajado antes en la policía de Río, pero la crónica de sus hechos había llegado a escandalizar incluso al Parlamento, antes de la proclamación del Estado Novo y, debido a la protesta de algunos diputados, se había visto obligado a dimitir. Realmente, se habían limitado a trasladarle a São Paulo. Estaba en mangas de camisa y exhibía una porra de goma. Pereirinha, cuyos ojos malvados seguían todos los movimientos de Carlos, había dejado sobre una silla un vergajo de alambre. Estaba en marcha un aparato de radio y se oía la música de un tango en sordina.
Barros apareció inmediatamente, él también en mangas de camisa, fumando ahora un puro en vez de la clásica colilla. Uno de los guardias que había ido a buscar a Carlos al calabozo cerró la puerta. Barros sonreía en medio de aquel silencio, como si encontrara cómica la figura del prisionero sosteniéndose los pantalones. Dio un paso, se sentó en una silla:
—Mira, te voy a hacer una propuesta, una propuesta de amigo. Esta vez se ha acabado todo para vosotros. Aquí y en todas partes. Casi todo el Partido está en los calabozos, empezando por los peces gordos. En Río cayó enterita la dirección nacional. Y en los otros estados, tres cuartos de lo mismo. Para hablarte sólo de uno, te diré que en Mato Grosso no ha quedado uno en la calle...
«Fue Heitor, no hay duda», pensó Carlos: la caída de la regional de Mato Grosso era indicio suficiente para delatar al traidor. En cuanto a la afirmación del delegado sobre las detenciones en Río, Carlos dudaba mucho: debía de ser un globo sonda para impresionarle, para desmoralizarle. Barros continuó:
—Estáis liquidados. Ya no hay salvación para vosotros.
Esperó un minuto. Carlos no abría la boca. El delegado prosiguió:
—No te pido más que esto: la dirección del Rubio, y el nombre y dirección de João. Sólo eso, nada más. (Barros sabía que si Carlos le decía aquello, le diría también todo lo demás.) Y si me dices eso, no te va a pasar nada. Te mando arriba, a una buena celda, con todo confort. Y luego, te vas a la calle. Si no te suelto inmediatamente es para que los otros no desconfíen de ti. Fíjate bien: no corres ningún peligro. A los otros ni se les va a ocurrir que fuiste tú quien habló, pensarán que supe del Rubio y de João de la misma manera que supe de ti y de los demás. No te suelto inmediatamente. Esperamos unos días, y luego ya encontraremos la manera...
—No le voy a decir nada.
—Óyeme bien, muchacho. No quiero perder el tiempo. Sólo eso. Porque hablar, vas a hablar, o no me llamo Barros.
Carlos intentaba concentrar la atención en la música en sordina de la radio. Ahora estaban tocando una samba.
—¿No aceptas? Entonces... Vamos a empezar, chicos...
Los dos policías que le habían traído avanzaron hacia él mientras Pereirinha aumentaba al máximo el volumen de la radio. La voz del cantor llenó la sala:
Implorar sólo a Dios...
El llamado Dempsey agitaba la porra como probando su flexibilidad. Pereirinha cogió el vergajo de alambres mientras los otros dos le arrancaban la ropa a Carlos. Barros cambió la silla de lugar, la colocó al revés y se sentó a horcajadas, con los brazos apoyados en el respaldo, para verlo todo mejor y dirigir la operación. Cuando Carlos se quedó desnudo, con los brazos y las piernas sujetos, preguntó:
—La última oportunidad. ¿Hablas, o no?
—No.
Casi no se oían las voces, tan alta estaba la radio:
Implorar sólo a Dios
y aun así a veces
no me oye...
—Dentro de un momento me vas a pedir que pare todo, que quieres hablar.
Hizo una señal con las cejas. Dempsey y Pereirinha empezaron.
Los hilos del alambre le golpeaban en las nalgas, en el pecho, en el rostro, en las piernas. Cicatrices rojas marcaban los surcos. Dempsey le descargaba metódicamente la porra en los riñones. Carlos, mientras pudo, se contuvo sin gritar. Se defendía, intentando escapar a los golpes, pero, pese a su agilidad, empezó a sentir que le flaqueaban las piernas. Dempsey le dio en el cuello con la porra. Carlos cayó jadeando. Empezaron entonces los otros dos. Le pisoteaban, le daban puntapiés, uno de ellos le soltó una patada en plena cara con todas sus fuerzas. Allí quedó una cicatriz para siempre. Carlos les insultaba entre los gritos de dolor, y la música de la radio —un vals había sustituido a la samba— lo dominaba todo.
Carlos se apoyaba sobre el codo en un esfuerzo por elevar el cuerpo. Pero, antes de que pudiera hacerlo, un policía se lanzaba sobre él y de una patada le tiraba de nuevo con el rostro herido contra el suelo. Una, dos, tres veces. Luego, ni siquiera intentó ya levantarse.
Barros seguía la escena con interés. ¿Hablaría o no hablaría? Cuando lograba que uno hablase, se sentía feliz, como si para él la medida del hombre la estableciera el terror al sufrimiento físico. Los que no hablaban, los que resistían silenciosos a todas sus torturas, para él eran unos monstruos. No podía entenderles y se sentía humillado. Y cuando uno de ellos salía de la sala destrozado a golpes, convertido en una masa sanguinolenta, con su carne torturada, pero sin haber hablado, Barros se sentía vencido, veía que existía algo superior a él, más allá de su convicción de hombre. Y nada le irritaba tanto. Por eso los odiaba a esos comunistas... Algunos policías comentaban con admiración el valor tranquilo de los comunistas presos. Soportaban las torturas como hombres. Barros no los admiraba, los odiaba; era incapaz de comprender aquella superioridad, aquella convicción profunda que le horrorizaba algunas noches, cuando le parecía imposible vencer y dominar a aquellos hombres.
—Vamos a seguir... —dijo.
Los policías levantaron a Carlos. El muchacho se recostó en la pared. Pereirinha levantó el látigo. Dempsey hizo vibrar la porra. Carlos cayó otra vez, y le levantaron de nuevo. El porrazo le alcanzó en pleno rostro. El cuerpo cayó pesadamente al suelo.
—Se ha desmayado... —dijo Dempsey.
Pereirinha se sopló en las manos:
—Empiezo a estar cansado.
Barros se acercó. El rostro de Carlos era una masa de carne viva. Las cicatrices rojas marcaban la espalda y la cintura, le cortaban las nalgas en sangre.
—Parece muerto... —dijo Barros, y le puso la mano sobre el corazón—. No, sólo está desmayado. Voy a despertarle... —se rió.
Dio dos o tres largas chupadas al puro, tiró la ceniza al suelo; quedó reluciente la brasa, y la hundió en el pecho del muchacho. Un grito de dolor, un olor a carne chamuscada se libró en el aire.
—¡Miserable!
Barros retiró el puro, se lo metió en la boca; miraba a Carlos, que le miraba a su vez con ojos desorbitados, llenos de lágrimas.
—Que... ¿Ha llegado la hora de hablar?
Carlos le lanzó un insulto a plena cara, ya no podía contenerse.
Barros le cerró el ojo, donde se leía el odio, de un puñetazo. En el pecho, la llaga abierta por la brasa del puro parecía una condecoración, una medalla redonda.
—Levantadle... Vamos a continuar...
Le pusieron contra la pared, pero a los primeros golpes se derrumbó, con el rostro contra el suelo. En la pared quedaron unas manchas de sangre.
—Se ha desmayado otra vez...
—Échale agua en la cara —ordenó Barros a uno de los policías, y volvió a sentarse.
—Estoy cansado —dijo Pereirinha—. A ver si me releva alguien...
—Llama a Barreto o a Aurelio.
Echaron agua en el rostro de Carlos. Volvió a abrir los ojos, con dificultad.
—Este juego va a durar hasta que hables. Porque vas a hablar...
Se levantó, se acercó de nuevo a Carlos:
—Porque vas a hablar, comunista de mierda, porque vas a llevar de porrazos hasta que hables, hasta que sueltes esa lengua asquerosa...
Volvía Pereirinha con los otros dos.
—Ponle de pie. Venga, seguid... —ordenó Barros—. Quiero que este cabrón hable... Deshacedlo hasta que hable...
Dempsey se negó a entregar la porra:
—Aún no estoy cansado.
Vibró el látigo, la porra sobre los riñones. De vez en cuando Pereirinha colaboraba con un puntapié, un puñetazo en la cara. Dos, tres, cuatro, siempre que Carlos caía, le levantaban tras lanzarle un cubo de agua al rostro. De madrugada le llevaron cargado como un saco, de vuelta al húmedo calabozo. Le tiraron en el suelo como un fardo. No habló.
Estaban los tres de pie delante de la mesa, tras la que se mantenía constantemente un inspector repitiendo las mismas preguntas. En el rincón del despacho, un poderoso reflector dirigido sobre los ojos de los tres detenidos de Santo André. Un calor sofocante, la sed trepando por las gargantas, los estómagos doliendo de hambre, un dolor penetrante y agotador. ¿Cuántas horas llevaban así? Habían perdido la noción del tiempo, aquello duraba una eternidad. Los inspectores se iban relevando en la silla al otro lado de la mesa, pero los tres camaradas ya ni siquiera distinguían las voces que se sucedían en la fatigosa repetición de las preguntas de imposible respuesta:
—¿Quiénes son los otros miembros del Partido en Santo André? ¿Quién está al frente de la organización? ¿Dónde está el Rubio? ¿Quién es João? ¿Cuáles son vuestros enlaces?
Y la sed... Era lo peor de todo. Sobre la mesa, la botella de agua era una invitación, un vaso lleno al lado. ¿Quién ha dicho que el agua no tiene ni color ni olor ni sabor? Las lenguas secas sienten el inigualable sabor del agua, el viejo calvo no puede apartar los ojos de la botella, del vaso que casi desborda. El agua aquella parece de color azulado, y el sudor le resbala por la frente en gruesas gotas, y las piernas pesan y los ojos arden a la luz violenta del reflector. Menos mal que estaban los tres juntos... Si estuviera solo, tal vez no pudiera soportarlo... Se humedece con la lengua los labios resecos. La voz somnolienta del policía repite monótona las preguntas. El reloj de pulsera colocado en la mesa, con el cuadrante vuelto hacia el policía, llena el despacho con su tictac igual, eternamente igual. Ellos no pueden ver las agujas, sentir el paso del tiempo. Sólo notan el tictac del reloj. ¿Cómo es posible que suene tan alto, que el ruido sea tan incómodo, tan desagradable? Crece insoportable en los oídos de los hombres hambrientos y muertos de sed, las piernas como si fueran de plomo, los ojos cegados por la luz. Un simple tictac del pequeño reloj, ¿cómo puede ser tan incómodo, tan torturador, casi hasta la locura?
Los estómagos duelen, con un dolor sutil y penetrante. Desde la detención no les han dado de comer ni de beber. Les quitaron los cigarrillos, las cerillas y el viejo calvo piensa que aún debe de ser peor para Mascarenhas, el más responsable de los tres, obrero en una fábrica de caucho, empedernido fumador. Le lanza una mirada ¿cómo puede el otro mantener aquel rostro de piedra, aquella posición erecta, cómo puede sonreír respondiendo a su mirada con una sonrisa alentadora? El tercero es un muchacho de dieciocho años, Ramiro, llegado de niño al Brasil, pero cuyo acento rural no había desaparecido. Los interrogadores habían sido especialmente brutales con él. Le habían abofeteado, le llamaban «portugués inmundo», «muerto de hambre», «mondongo puerco», habían insultado a su madre en los términos más bajos, divirtiéndose en arrancarle los pelos de un incipiente bigote que debía de ser el orgullo juvenil del mozo. Y la voz del policía sigue con sus preguntas, acompañándolas con golpecitos en la mesa, con la mano cerrada. Se levanta luego, fumando un pitillo. Les tira el humo al rostro, da unos pasos por la sala.
¿Qué hora será? Están allí desde las dos de la tarde, de pie ante la mesa, recibiendo en pleno rostro la luz del reflector, los ojos clavados en la botella de agua, oyendo las preguntas repetidas, mezcladas de vez en cuando con insultos y amenazas. El viejo calvo imagina que será casi de madrugada. Cómo le gustaría ver el cuadrante del reloj. Seguro que interrumpirán el interrogatorio al amanecer para reanudarlo por la noche. No puede imaginar siquiera cuántas horas habrán pasado. Sus piernas empiezan a ceder. Es ya casi imposible mantenerse en pie. El sudor le corre pegajoso por el rostro.
¿Cómo hace Mascarenhas para soportar la sed y el cansancio, aquella luz deslumbradora en los ojos? Ramiro, con sus dieciocho años, tiene la fuerza de la juventud para sostenerle, pero él, viejo y calvo, ya pasó de los cincuenta con una vida difícil de barbero pobre, y sus fuerzas no son muchas. Si al menos pudiera beber un vaso de agua, aunque sólo fuera un trago... Y no oír el tictac del reloj, tumbarse en un rincón cualquiera para dormir.
Ramiro sabe que aún falta mucho para el amanecer. Serán, como máximo, la una o las dos de la mañana. Aún les queda bastante tiempo de espera, ¡Y si fuera sólo aquello! Aquel suplicio del hambre y la sed, de pie durante largas horas con la luz del reflector quemándoles el rostro, entonces no sería todo tan duro. Fue peor cuando le insultaron en la antesala, cuando le abofetearon cobardemente sin que él pudiera defenderse y responder, cuando le arrancaron los pelos del bigote, ridiculizándole. Pero luego, en la celda, Mascarenhas le había puesto la mano en el hombro y elogió su comportamiento. Ramiro sintió que su corazón se llenaba de alegría: las palabras del responsable le daban fuerzas para soportar nuevas pruebas. Se había inscrito en el Partido poco antes, reclutado por Mascarenhas, y jamás en su vida se había sentido tan orgulloso como cuando participó en la primera reunión de célula.
Admiraba a los comunistas casi desde niño. Cuando a los catorce años dejó el cepillo de limpiabotas para ingresar en la fábrica, ya había oído hablar mucho de ellos y se habían ganado toda su simpatía. Fue un buen elemento de base en la fábrica. De vez en cuando leía los volantes, algún número de Classe. Sabía que el Partido estaba presente en la vida del sindicato, en las discusiones, en los hogares, en la vida entera de los obreros, pero al principio no sabía localizarlo. Su creciente admiración por los comunistas le llevó a pensar que sólo unos pocos, los más capacitados, los más probados, los más inteligentes, podrían pertenecer a aquella vanguardia de lucha. Pero poco a poco fue distinguiendo a algunos comunistas por su actuación en la fábrica, y les acompañaba solidario en todas sus actitudes y tomas de posición. Desarrollaba una amplia actividad de masas y ni siquiera se daba cuenta de hasta qué punto estaba próximo al Partido, que seguía considerando inaccesible. Tal vez un día, cuando fuera mayor y tuviera más capacidad, ¿quién sabe?, podría ingresar en el Partido, tener el título, para él el más honroso, de comunista.
Por eso no fue pequeña su sorpresa cuando una noche, meses atrás, Mascarenhas, responsable de la célula de la fábrica, por quien Ramiro sentía una estima y una consideración especiales, le dijo que quería hablar con él. Fue una larga charla en la que, tras recordar toda la actividad de Ramiro, acabó preguntándole si quería ingresar en el Partido. Se quedó sin voz, de tan emocionado, sintiendo tal alegría, tal emoción, que sus ojos se humedecieron.
—¿Pero crees que soy capaz?
Mascarenhas le habló de las responsabilidades que pesan sobre los hombros de los comunistas, de las dificultades con que tropiezan en su lucha, de los peligros que les rodean y también de la alegría inherente a la condición de militante. Una sola cosa le daba pena a Ramiro: no poder contarle nada de aquello a Marta. La chiquilla tenía sólo diecisiete años y casi ninguna experiencia política, sólo les seguía en las votaciones en el sindicato. Era, como él, obrera en la fábrica, y salían juntos al terminar el trabajo. Era por ella por quien Ramiro cultivaba cariñosamente su bigote. Pero él la instruiría, haría que se interesara por la política, para que también ella pudiera ingresar un día en el Partido.
Le detuvieron por casualidad, porque estaba en casa de Mascarenhas cuando llegó la policía. Había ido a buscar material para un trabajo de agitación preparando la huelga. Los policías le encontraron los bolsillos llenos de octavillas. En el coche celular, camino de la jefatura, se sentía casi alegre: era su bautismo de fuego, y le parecía que la prisión le integraba definitivamente en el Partido. Mascarenhas les había dicho —a él y al viejo calvo, responsable del Socorro Rojo en aquella zona, y por eso conocido de Heitor— que iban a darles fuerte, pero que tenían que estar dispuestos para resistir sin entregar a nadie.
En caso de que no pasara de esto, de las interminables horas de pie, del foco sobre el rostro, del hambre y de la sed, no era tan difícil. Pero aunque le cortaran en pedacitos, él nada diría. Era un comunista, ¿cómo pensar siquiera en hablar? Aquellos policías insultantes y cobardes —dos le habían estado sujetando mientras un tercero le abofeteaba— parecían no saber lo que significaba ser comunista. Él, Ramiro, sí lo sabía. Y le explicaba a Marta en sus charlas de enamorado, tras el trabajo en la fábrica: un comunista es un constructor de un mundo en paz, un mundo de justicia y de alegría. Marta se reía de su acento portugués, pero se dejaba ganar por el entusiasmo y hacía una labor de agitación entre las obreras a favor de la huelga. Si esos policías pensaban que iban a obligarle a abrir la boca, a convertirle en un inmundo traidor a base de dejarle hambriento y muerto de sed, es que no le conocían y no sabían qué significaba para él el Partido, la alegría que sentía todas las mañanas al despertarse y pensar que había ingresado en una célula, que iba a ayudar a transformar el mundo, aquel inmenso mundo brasileño donde había crecido y vivía, y quién sabe si también un día a aquel sufrido mundo de la patria donde había nacido, al otro lado del mar, aquel aplastado y sometido Portugal de Salazar. Ni el Partido ni Marta tendrían que avergonzarse de él. Aunque le cortaran en mil pedazos pequeñitos...
Barros entra en la sala, en mangas de camisa, fumando el puro con rabia:
—¿Qué? ¿Han hablado ya? —le pregunta al inspector.
—Aún no.
El delegado los va midiendo con los ojos uno a uno. Se acerca a Ramiro, le agarra por el pelo, le levanta la cabeza, le da una bofetada.
—Conque no hablas, ¿eh? Te voy a enseñar a andar metiendo cizaña en Brasil...
Sus ojos se dirigen a Mascarenhas:
—Tú sí que vas a hablar, Mascarenhas. No te voy a dejar dormir, ni comer, ni beber hasta que hables... Y eso aún no es nada... Tengo otros métodos. Carlos, que es un duro, acaba de soltar la lengua ahora mismo. Me ha contado todo lo que sabía. También sobre vosotros. O sea que lo mejor es que abráis la boca y lo contéis todo. Carlos, que es un mandamás, ha cantado. Ahora sólo quiero que vosotros me confirméis lo que ha dicho...
—¡Mentira! —gritó Ramiro.
Mascarenhas le miró con reprensión. Pero ya Barros lo abofeteaba de nuevo:
—¡Cállate tú! ¡Chorizo! ¡Portugués de mierda!
Le dejó y fue hacia el viejo calvo:
—Un hombre de tu edad, padre de familia, con hijos que mantener. ¿No te da vergüenza andar liado con esta pandilla?
El preso bajó los ojos. ¿Le abofetearía también? Pero el delegado se dirigió a la mesa, cogió el vaso y se lo bebió de un trago, restalló los labios como gozando con el frescor del agua en aquel cuarto donde el calor ahogaba a todos. Cogió la botella, volvió a llenar el vaso, se lo acercó al viejo:
—¿Quieres un poco, Rafael?
El sudor aumentaba en la frente del viejo. Barros sonreía:
—No cuesta nada. Sólo unas palabritas...
Mascarenhas sentía el esfuerzo del compañero por contenerse. Lo vio como fascinado por el vaso de agua. Habló:
—Rafael no es un traidor.
El viejo alzó la cabeza, tensos los músculos del rostro, los ojos casi cerrados. Barros tiró el vaso a la cara de Mascarenhas. Los añicos de cristal cayeron en el suelo. Las gotas de agua salpicaron a Ramiro, que estaba a su lado. El agua corría por el rostro de Mascarenhas y le entraba por el cuello. Ramiro iba a gritar de nuevo, a insultar al delegado, pero la mirada de Mascarenhas le ordenó silencio. Barros le medía con los ojos.
—Volveré más tarde. Vamos a ver quién aguanta más...
El policía fue a buscar otro vaso pequeño al armario. Lo llenó de agua y dijo:
—Lo de aquí, no es nada. Si tuvierais un poquito, sólo un poquito de sentido común, cantaríais aquí. Si Barros os lleva abajo, vais a ver lo que es bueno...
El viejo no podía más de sed y de fatiga. Sus piernas flaqueaban, cayó al suelo. Si pudiera dormir, aunque fuera allí, en aquella sala, con aquel espantoso calor, con la luz alucinante... Uno de los policías le dio un puntapié:
—¡Ojo! Ponte de pie o va a ser peor. A no ser que decidas hablar. En este caso, puedes sentarte... Y beber un vaso de agua. Pero sólo después de hablar...
El viejo hizo un esfuerzo desesperado. Se puso en pie otra vez. ¿Cuándo llegaría la mañana? ¿Cuándo le dejarían dormir? Desde abajo, entre el sonido de un vals, llegaban gritos de dolor. Estaban destrozando a alguien.
Por la tarde del día siguiente, al llegar al despacho, Barros mandó traer a Zé Pedro del calabozo. El del Nordeste había precedido a Carlos, la víspera, en la sala de tortura. Apenas podía andar. Llegaba apoyado en dos inspectores, arrastrándose. Le habían cerrado completamente un ojo, tenía el rostro hinchado, también las manos, e iba descalzo: los pies no le cabían en los zapatos. La víspera habían empezado por darle golpes en las palmas de los pies. Dempsey se había encargado del trabajo.
Barros le dijo, cuando los guardias le hubieron sentado en una silla:
—Estás muy feo, Zé Pedro... Estás horroroso. Tu mujer, si te viera, ni te reconocería...
—¿Dónde está? —preguntó Zé Pedro—. Ella no tiene nada que ver con esto, no está metida en nada...
Barros abrió el rostro en una sonrisa:
—Está como una señora. Mejor no podría estar. Anoche, mientras te estábamos vareando, los chicos se quedaron con ella. Los chicos más guapos de la policía. Seis... Para que no pasara la noche sola, la pobrecilla... Me dijeron que no lo supo agradecer y que se resistía. Hubo que hacerlo a la fuerza. Ya ves, uno elige para ella los mejores machos, chicos con cara decente, blancos, y ella se hace rogar...
—¡Monstruos! ¡Miserables! —Zé Pedro se puso en pie, con las manos cerradas. Estuvo a punto de saltar sobre el delegado. Los policías le sentaron a la fuerza.
—No te pongas nervioso, hombre. ¿Quién tiene la culpa? Fue una lección práctica de comunismo... La propiedad es un robo, ¿no? ¿Cómo quieres a una mujer para ti solo? Fueron sólo seis. Ayer, casi todo el mundo estaba trabajando a fondo. Hoy mandaremos una pandilla mayor...
El rostro de Zé Pedro estaba contraído de dolor y de odio. ¡Pobre Josefa! ¡Aquella humillación tremenda!
—La culpa la tienes tú, Zé Pedro. Ya te lo dije cuando llegaste: esta vez vas a hablar, por las buenas o por las malas. Tengo que echarle la mano encima a todos los comunistas, y vosotros me los vais a entregar. Tú y Carlos. Los otros también van a cantar, ¡así Dios me salve! Hay algunos que ya están empezando a soltarse de la lengua después de la sesión de anoche. Pero vosotros dos tenéis mucho que contar. Me vas a dar los nombres y direcciones del resto de los dirigentes. Y los enlaces con el grupito de Río. ¿O es que crees que me voy a tragar lo de que los comunistas de aquí os habéis desligado de los del resto del país? Te lo advertí: o hablas o las vas a pasar muy negras. Ya ha empezado la fiesta... Y va a continuar...
El dirigente habló:
—He dicho todo lo que tenía que decir. Lo único que puedo hacer es repetirlo: soy comunista, dirigente del Partido, asumo toda la responsabilidad de mis actos. Mi mujer no tiene nada que ver con todo esto, ni siquiera sabía que yo era comunista cuando se casó conmigo. Lo que están haciendo con ella es un crimen sin nombre. Un día lo pagarán.
Había conseguido dominar su inmenso dolor.
—Vamos a acabar de una vez con todos vosotros. —Cogió un periódico de la mesa—. Lee las declaraciones del jefe de policía de Río: en seis meses no quedará ni el recuerdo del Partido Comunista del Brasil...
—Otros dijeron lo mismo antes...
—Pero esta vez estamos en el Estado Novo. Ya no tenéis donde gritar, a quien apelar. No es como antes, con diputados que hablaran por vosotros, con periódicos que criticaran, apelando a las «almas sensibles». Ahora han cambiado las cosas. Y no sólo aquí... Ahora Hitler le va a pegar una buena paliza a Rusia, le va a demostrar a Stalin la fuerza del nazismo. Vosotros vais a acabar en el mundo entero. Ya no tenéis futuro.
—Eso es lo que desearían ustedes. Pero otra cosa va a ser la realidad.
—La realidad es que estáis presos, vosotros y muchos más como vosotros. Dentro de unos días se acabarán las huelgas... ¿De qué te sirve quedarte callado, recibiendo paliza tras paliza, con tu mujer divirtiendo a los muchachos como si fuera una puta? Es una idiotez. Si al menos tuvierais algún futuro, alguna perspectiva como decís vosotros... En fin. Pero es inútil tanta tozudez, es una locura, y de las grandes. Te he llamado para que hablemos tranquilamente, para darte una oportunidad.
—Pues no le agradezco esa gentileza. —Todo dolor físico parecía haber abandonado a Zé Pedro después de la noticia de las infamias practicadas con Josefa—. Si me ha mandado venir para eso, ha perdido el tiempo...
Barros hizo como si no oyera las duras palabras del detenido, y continuó hablando:
—Los chicos me han dicho que tu mujer ha quedado medio atontada con la juerguecita de ayer. No sé lo que le va a pasar si los muchachos siguen yendo a consolarla por las noches... A lo mejor se acostumbra... Vete a saber. Y acaba en una casa de putas.
Zé Pedro cerraba sus manos hinchadas, las uñas hundidas en la carne. Barros se calló, esperando una reacción cualquiera, las esperadas palabras de entrega. Pero Zé Pedro ni siquiera le miraba, inmóvil en la silla como si fuera de piedra. Barros se levantó:
—Sois unos perfectos miserables. Unos puercos. Todo lo que uno haga con vosotros es poco. Para vosotros, hogar y familia no significan nada, ¿verdad? A ti nada te importa que deshonren a tu mujer, que se la tire quien le dé la gana, eso te es igual... ¡Y luego andáis por ahí diciendo que sois tipos decentes, dignos, que no queréis más que el bien de la humanidad! Lo que sois es unos bandidos, sin ningún sentimiento humano.
Zé Pedro habló:
—Eso, cuando lo dice un policía, es un elogio. Oiga de una vez: de mí no va a sacar nada, haga lo que haga. Y si me ha mandado llamar sólo por eso, hágame volver, que cuanto menos le vea, mejor para mí...
Barros dio dos pasos hacia él, con la mano levantada. Pero no descargó la bofetada, se contuvo y advirtió:
—Puedes írtelo pensando... Y pensando a fondo. Hoy no va a ser el parloteo de ayer. Hoy os vamos a empezar a demostrar lo que hacemos con los comunistas. Con todos, y con tu mujer también.
Dio una larga chupada al puro:
—Y no olvides que tenemos aquí también al chiquillo...
—¿El niño? —rugió Zé Pedro—. ¿Seríais capaces? ¡Asesinos!
—Tú no tienes ni idea de lo que Barros es capaz de hacer cuando se harta. ¡Y estoy harto!
Zé Pedro sintió que su corazón disminuía como si una mano cruel lo oprimiera. Al ser detenido, pensó que al menos respetarían al pequeño. Pero ¿cómo hacerse ilusiones? ¿No era la misma policía la que había entregado a Olga Benário Prestes, en estado, a los nazis? ¿No era la misma que había castrado a presos, que había cortado a navajazos los senos a la mujer de Berger, que había hecho que se volviera loco el dirigente alemán bajo las más brutales torturas ?
Se puso de pie, apoyándose en la silla:
—¿Tiene algo más que decirme o puedo irme ya?
—Piénsalo, y no digas luego que no te advertí. Si quieres a tu hijo...
—Piénselo usted también, antes de poner la mano sobre un niño. Hoy ustedes son la policía y el poder, pero mañana el pueblo va a pedirles cuentas... Piénselo también.
—El pueblo... —se rió Barros—. Aparte de todo, sois imbéciles. Si es con el pueblo con lo que contáis vosotros, puedo dormir tranquilo. —Se dirigió a los policías—: Lleváoslo.
En el corredor, Zé Pedro vio a la mujer de Cícero d'Almeida sentada en una silla, muy elegante. Sin duda estaba esperando que Barros le recibiera: señal de que el escritor había sido detenido. De súbito, los ojos de la mujer vieron a Zé Pedro, a quien conocía por haberle visto alguna vez en su apartamento, y quedaron desorbitados de horror ante aquel rostro deformado. Se levantó de la silla, los guardias cogieron al preso por los brazos y se lo llevaron. La esposa de Cícero d'Almeida murmuró con un hilo de voz:
—¡Qué horror, Dios mío!
Aquel rostro casi imposible de reconocer, aquellas manos hinchadas, Gaby d'Almeida no podía apartarlas de sus ojos. Se le aparecían en los cristales de las ventanillas del taxi, en el pavimento de la calle, estremeciendo su cuerpo esbelto. Estaba horrorizada, sentía que el estómago se le revolvía. Todo aquel ambiente de la policía le había parecido repugnante: los inspectores, riéndose y chanceando, las salas sombrías, la hipócrita amabilidad del delegado de Orden Político y Social, para quien llevaba una carta de recomendación firmada por Costa Vale. Y aquel comunista torturado, arrastrándose por el corredor, casi sin poder andar... Cícero le había contado a veces lo que pasaba en las celdas de la jefatura de policía, pero ella, francamente, no lo había creído. Pensaba que su marido exageraba, llevado por su pasión política.
Al salir de la policía había telefoneado a Marieta Costa Vale, explicándole que necesitaba hablar urgentemente con ella. Fue Marieta quien le consiguió la carta de presentación de Costa Vale, diciendo:
—Cícero está haciendo el estúpido con todo eso del comunismo. Un muchacho de la mejor sociedad, un hombre de bien. ¿Dónde se ha visto cosa igual? Detenido cada dos por tres como si fuese un don nadie...
Acarició el rostro de Gaby, y completó la frase:
—Y llenando de preocupaciones esta linda cabecita... Vamos a ver si de una vez sienta la cabeza y se deja de ideas absurdas.
Gaby pensó que con la carta de Costa Vale estaría todo resuelto, que Cícero sería puesto en libertad. Antes, siempre había ocurrido así, las recomendaciones prestigiosas le habían liberado. Cuando se casó con Cícero, un casamiento por amor, raro en su medio social, él le había dicho lealmente que era comunista. Gaby entonces se echó a reír: ya le habían advertido sus parientes y amigos. Como Artur Carneiro Macedo da Rocha, ella atribuía las ideas del novio a pasajeras influencias de lecturas. Esos escritores a veces son muy raros con sus manías... No se impresionó cuando él le expuso sus convicciones: rico, con un antiguo apellido de la aristocracia paulista, ensayista de renombre, citado en los periódicos, elegante y distinguido, eso del comunismo no podía durar en él... Y, sobre todo, le amaba. Se casó. Era feliz, y el transcurrir de los meses no había hecho más que acentuar su amor, acrecentar la agradable intimidad de un confortable hogar. Se acostumbró incluso a los amigos bohemios y mal vestidos de Cícero (algunos venían a cenar vistiendo chaquetas de sport) y llegó a estimar a algunos de aquellos artistas, periodistas y escritores que discutían de pintura, de literatura y de historia. En cuanto a los comunistas, jamás había querido ser presentada a nadie. De vez en cuando, algunos se reunían en su apartamento. En general ella salía (Cícero le avisaba con anticipación) y se iba a visitar a cualquier amiga, a tomar el té o de compras. A veces, al volver, la reunión no había terminado aún. Entonces, en esas raras ocasiones, veía a aquellos obreros cuyas voces resonaban de manera extraña en el salón de gusto refinado, de muebles caros. Cícero le hablaba con elogio de aquellos hombres, pero Gaby no sentía ninguna simpatía por ellos, aunque no le resultaban totalmente indiferentes porque, al fin y al cabo, tenían alguna relación con Cícero. En el fondo, ella creía que Cícero era la figura dirigente de todo aquel misterioso universo comunista, y quedó muy decepcionada al saber una vez, por su propio marido, que sólo tenía una reducidísima responsabilidad dentro del Partido. Le pareció entonces inexplicable que anduviera metido en todo aquello, si no era él quien dirigía, si no le daban el primer lugar, ¿por qué, entonces, se complicaba la vida en aquellos líos? En general, no obstante, evitaba discutir con Cícero de aquellos temas. Era el único terreno en el que no estaban de acuerdo. En todo lo demás, se entendían perfectamente. Lo mejor era dejar que el tiempo...
Cuando telefoneó a Marieta, al salir de la policía, la mujer del banquero la invitó:
—Lo mejor es que vengas inmediatamente, así tomas el té con nosotros. ¿Sabes quién está aquí? Paulinho. Y también Shopel.
Desagradable, pensó Gaby. Preferiría hablar a solas con Marieta. No estaba de humor para un té en sociedad, para el tipo de charlas de aquellas reuniones. Pero tenía que ir; el delegado no le había permitido ver a Cícero, y después de la imagen de Zé Pedro en el pasillo, temía por la suerte de su marido. El delegado había sido muy amable, muy obsequioso, pero al mismo tiempo inflexible:
—Imposible, señora, absolutamente imposible. Lo siento, pues me sería muy grato complacerle, pero usted sólo podrá visitarle cuando haya sido interrogado. Aún no lo ha sido. Tal vez lo hagamos hoy mismo, o mañana. Y entonces podrá verle. En cuanto a su libertad, eso va a depender del resultado de la investigación. No le voy a ocultar que su esposo está muy comprometido, pero puedo asegurarle también que se le trata con la mayor consideración.
En aquel momento se acordaba del comunista arrastrado por el corredor:
—Mientras yo estaba esperando, pasó un hombre maltratado...
—¿Y qué vamos a hacerle, señora? Un comunista exaltado, violento. Con decirle que abandonó a su mujer y a su hijo pequeño en la más completa miseria porque la mujer no quería sujetarse al régimen del partido... Fuimos nosotros quienes recogimos a la pobre mujer y al chiquillo, si no, mueren de hambre. Cuando le detuvimos, reaccionó violentamente, disparó contra un policía, tuvimos que traerle de mala manera. Y al llegar aquí, agredió a todo el mundo. Tuvimos que reducirle a la fuerza. Contra mis deseos...
Acabó prometiéndole que tal vez al día siguiente pudiera ver a Cícero. No era verdad, sin embargo.
No valía la pena que volviera. Lo mejor sería telefonear antes, preguntando. Gaby, al salir, decidió pedir de nuevo la intervención de Marieta. No había creído la historia de Barros: el rostro de aquel hombre a quien había visto en el corredor no era el de quien sale de una pelea. Le habían apaleado, desde luego. Era horrible ver aquel rostro, aquellas manos, los pies descalzos...
Pensándolo bien, podría tener alguna ventaja asistir al té en casa de Marieta. El padre de Paulinho era ahora ministro de Justicia y toda la policía estaba bajo sus órdenes. Le contaría a Paulinho lo que había visto, le pediría que interviniera Artur, que acabara con aquellas crueldades.
Cuando Gaby entró en la sala abierta sobre el mirador, Paulinho se acercó a darle la mano, amigablemente. Shopel se levantó también, con aire afligido:
—Así que nuestro glorioso Cícero está encerrado... Ahora mismo se lo estaba diciendo aquí a Marieta y a Paulo, Cícero es uno de los talentos más sólidos de este país. Es una pena, esas ideas extremistas. Le comprometen incluso en sus libros. Es marxista. Por ejemplo, cuando se refiere a la obra civilizadora de los jesuitas... es realmente injusto, lo único discutible en su obra: cierta deformación, y también cuando se refiere a Pedro II...
Marieta interrumpió la disertación del poeta:
—¿Qué ha pasado? ¿Lo sueltan?
Gaby se sentó, aceptó una taza de té, rechazó las bebidas alcohólicas:
—Ni siquiera me ha dejado verle. Dice que sólo después de haberle interrogado, me lo permitirá; en cuanto a ponerle en libertad, ni siquiera lo prometió.
—¡Hay que ver! —comentó Marieta—. ¡No hacer caso de una carta de José!... La verdad es que ahora cualquier delegado de policía se cree no sé quién...
—Claro... —dijo Paulo—. Esas huelgas... La policía no deja de tener su parte de razón... Los comunistas estaban buscando la paralización económica del país.
Gaby se dirigió a él:
—Pero, Paulo, ¿qué tiene que ver Cícero con las huelgas? Cícero es como es, tiene sus ideas, escribe sus libros, pero nunca se ha metido en huelgas... Precisamente quería hablarte de eso. Tu padre podría hacer algo por Cícero. Es ministro de Justicia...
—¿Y Mundinho d'Almeida? —preguntó Shopel—. Se lo pides a Paulo cuando uno de los más íntimos amigos de Getúlio es precisamente el hermano de tu marido...
—Mundinho no está aquí. Ha ido a Colombia, a la conferencia de países productores de café.
—Es verdad. No me acordaba...
Paulo prometió:
—Hablaré con el viejo. Pasado mañana vuelve a Río. A ver qué se puede hacer. Pero te lo advierto, Gaby: no creas que el ministro de Justicia haga y deshaga en la policía. Eso era antes. Hoy la policía hace lo que le da la gana, sin tener en cuenta al ministerio. Hace lo que quiere. Y la culpa la tienen los comunistas. Si no hubiera que combatir al comunismo, jamás la policía hubiera adquirido tal poder. Ni todos los ministros juntos tienen la fuerza del dedo meñique de Filinto Muller. ¿No sabéis la última de Getúlio?
—¿Cuál? —preguntó Shopel.
—Es la pura verdad, puedo asegurároslo. Fue después de una reunión del consejo de ministros. Al terminar, Getúlio llamó a Osvaldo aparte...
—¿Quién es Osvaldo? —quiso saber Marieta.
—El ministro del Exterior. Le llamó aparte y le avisó de que tuviera cuidado con sus llamadas telefónicas, pues los teléfonos de su despacho y de su casa estaban controlados por la policía.
Shopel se echó a reír:
—Ese Getúlio...
—Sea lo que sea —dijo Marieta— hay que hacer algo por Cícero, Paulinho. ¿Por qué no llamas a Artur? Pobre Cícero, ahí en la cárcel... Y Gaby preocupada...
Sonrió a su amiga y ordenó a Paulo:
—Llama hoy mismo a tu padre.
—Yo soy amigo de Cícero —explicó Paulo—, pero no puedo prometer nada así como así. Haré lo posible. Voy a telefonear al viejo, pero no os garantizo nada. Por lo visto, la policía ha descubierto muchas cosas y no sé hasta dónde Cícero estará complicado en eso.
Gaby contaba:
—Es un horror ir a esa jefatura. Un ambiente horrible. Mientras estaba esperando, pasó un preso más muerto que vivo. No lo puedo olvidar. No podía andar, se iba arrastrando...
—¿Le habrían pegado una paliza? —preguntó el poeta—. Soy contrario a eso.
Marieta se mostraba igualmente contraria a tales métodos. Andaba muy feliz en los últimos tiempos con el nombramiento de Artur, el noviazgo de Paulo y su nueva posición de jefe de gabinete del padre. Había temido que Paulo, después de casado, se valiera del prestigio de la Comendadora para conseguir un buen puesto en una embajada europea. Pero ahora estaba ya tranquila: mientras Artur fuera ministro, Paulo se quedaría en Brasil. Así le tendría a su lado. El joven venía de vez en cuando a São Paulo con el pretexto de ver a la novia, y en realidad era con Marieta con quien pasaba la mayor parte del tiempo. Ella había sabido atraerle en sus brazos, le había convencido de que en sus manos estaba su suerte y su futuro. Sabía muy bien que él no iba a serle siempre fiel, de que no le faltarían aventuras. Pero eso no le preocupaba demasiado. Le bastaba saber que no tenía ninguna otra amante fija, se contentaba con que continuara repitiéndole palabras de amor y con encontrarse a escondidas con él en algún cuarto de hotel. También ahora Marieta iba de vez en cuando a Río. Se sentía feliz, y por eso mismo capaz de interesarse sinceramente por la libertad de Cícero y de reprobar la conducta de la policía al apalear a los presos.
—Ese Barros es un bruto... ¿Por qué tiene que pegar? ¿Era alguien conocido? —preguntó.
—Creo que era un obrero —aclaró Gaby.
—¿Un obrero? ¡Ah! Entonces no tiene importancia... —Paulo se encogió de hombros—. ¿Por qué se meten en política? ¿Qué tiene que ver un obrero con todo esto? Un intelectual, aún se comprende, pero un obrero...
Shopel elevó los brazos al cielo, con una exclamación:
—¡Dios santo! ¡Salvadme!
—¿Qué te pasa? —se rió Marieta.
—Paulo, desde que se ha echado novia y es casi propietario de las industrias de la Comendadora, tiene un alma nueva, de señor feudal. Ya ni siquiera cree que un obrero sea un ser humano. Paulo, hijo mío, te desconozco... ¿Qué vas a pensar cuando te cases? Renegarás de los poetas y de los artistas, te transformarás en un burgués feroz. Pobre de mí, tu fiel amigo...
Se echaron todos a reír. Paulo se pasó la mano por el pelo:
—Querido amigo, acepto las bromas, de acuerdo, pero la policía tiene razón. Si no actúa con dureza, esos comunistas acabarán haciéndose con el país... Ya se lo dije una vez a Marieta: Eso que hace la policía puede repugnarnos, pero son cosas necesarias. Así defienden lo que tenemos, es la única manera... Si empezamos a compadecernos de los comunistas, quien va a acabar un día en la cárcel somos nosotros... Barros es un bruto, de acuerdo. Pero no es con lecciones de buena crianza con lo que se puede poner freno a los comunistas.
—Por lo menos, haz una excepción con Cícero —pidió Gaby.
—Cícero es otra cosa. Es alguien, un escritor, un hombre de mundo. Estoy hablando de esos obreros. Y, además, huelen mal. Es lo que no puedo soportar en los obreros: están sucios, huelen mal. Ni los rudimentos de la limpieza son capaces de aprender. ¡Y quieren hacerse con el gobierno...!
El poeta Shopel había dejado de reír:
—Tienes razón. Se están pasando. El otro día, iba yo por la calle, y tropecé sin querer con un tipo que estaba trabajando en una obra. Un albañil o algo así. Pues el tipo se puso a insultarme diciendo que no le había pedido perdón.
Marieta parecía rendida también a los argumentos de Paulo:
—Esos comunistas son peores que la policía. ¿No habéis leído los artículos publicados por A Noticia? ¿No lo leíste, Gaby? Es un antiguo comunista quien los escribe. Cuenta horrores, cosas que ponen los pelos de punta. Y parece que todo es verdad, pues si es un comunista quien lo cuenta...
Gaby dudaba de la veracidad de los artículos de Heitor Magalhães. Ella nunca había oído hablar de tales cosas, no era posible creer todos aquellos disparates.
—Mentira o verdad —dijo Paulo— una cosa sí es segura: ya no se puede seguir teniendo compasión. Antes, eso era aún posible, pero hoy son fuertes, y tener piedad es trabajar contra nosotros mismos. Tienes que arrancar a Cícero de en medio de esa gente. Si no, va a llegar un día en que nadie moverá un dedo por él.
Gaby se despidió. Paulo prometió telefonear a Artur aquella misma noche. Cuando Gaby estaba fuera, Marieta comentó:
—Pobrecilla... Cícero no tiene corazón... Ella le adora, y él le da esos disgustos.
El poeta Shopel razonaba:
—Es increíble cómo los comunistas andan conquistando a gente en los medios intelectuales. ¿Sabéis quién anda ahora liada con ellos? Manuela, tu antigua pasión romántica, Paulo.
—¿La bailarina? —preguntó Marieta, interesada.
—Bailarina... —el poeta hizo una mueca de desdén con la boca—. Fue una broma nuestra, que acabó como las otras... Ahora parece que vive con Marcos de Sousa, que es viejo comunista.
—¿Marcos? —se asombró Marieta.
—Marcos, sí. Anduvo liado en lo de la Alianza Libertadora y no esconde sus convicciones. Y no es sólo él... —empezó a enumerar nombres de novelistas, poetas, pintores—. No sé qué ve esa gente en el comunismo...
—Me dijeron que Hermes Resende también...
—No. Hermes es distinto. Él es socialista, pero eso no tiene nada que ver con los comunistas. Él mismo me dijo una vez: «No comprendo cómo un intelectual puede ser stalinista. Es lo mismo que suicidarse.» Pero los otros ven en ese Stalin un dios. Marcos de Sousa dijo en un coloquio, no hace mucho tiempo, que Stalin es el personaje máximo del siglo XX.
—¡Vaya! —dijo Paulo.
—¿El mayor personaje del siglo XX? —Marieta se sintió insultada—. Qué absurdo... Con tantos hombres importantes como hay en Francia y en los Estados Unidos.
—Uno, quiera o no quiera, simpatice o no con sus métodos, piensa que el mayor hombre del siglo es Hitler —afirmó Paulo—. Es el único que puede hacer frente a los comunistas.
Las sombras de la tarde caían sobre el jardín y el mirador. Marieta propuso:
—¿Por qué no ponemos unos discos? Podemos bailar un poco.
Paulo aceptó la idea. El poeta aplaudió:
—Para abrir el apetito...
Al tercer día de torturas, el viejo calvo de Santo André no pudo resistir y habló. Estaba aniquilado, era sólo una sombra, y a partir de la segunda noche los latigazos habían sustituido el castigo que ya le parecía insoportable: estar de pie sin poder dormir, sediento y con hambre, oyendo las preguntas del inspector. Durante el día siguiente al de aquel primer interrogatorio sólo les habían dado un poco de comida, terriblemente salada, y un trago de agua sucia en un cazuelo. Devoró la comida, pese a las insistentes recomendaciones de Mascarenhas:
—Es mejor no comer. Está cargadísima de sal. Lo han hecho adrede para aumentar la sed.
Ramiro obedeció, pero Rafael no pudo contenerse: comió su ración y la de los otros. Por la noche, la sed le torturaba, y cuando vinieron a buscarle sus ojos estaban desorbitados. No habló aún aquella noche, porque, habiéndose excedido en los primeros golpes, el Dr. Pontes, médico de la policía, llamado por Barros para cooperar en los interrogatorios, creyó que era peligroso seguir: el corazón del viejo empezaba a flaquear. Aconsejó una pausa, y se lo llevaron de vuelta, pero ya no al calabozo donde estaba antes. Le dejaron en una sala con varios detenidos, entre ellos Cícero d'Almeida. El escritor intentó alentarle, darle ánimos, le prometió que velaría por su familia cuando le pusieran en libertad. El viejo no hacía más que repetir:
—No aguanto más...
Cícero seguía tratando de animarle, de consolidar su vacilante firmeza. ¿Cómo? ¿No era un viejo militante, con muchos años de lucha? No podía traicionar aquel pasado, traicionar a los camaradas y al Partido. El viejo se cubría el rostro con las manos, llorando, como si no pudiera ya hacer nada:
—No aguanto más...
—Es posible que no sigan pegándote.
—Ojalá... Si me pegan...
Cícero estaba preocupado. Algunos de los camaradas detenidos en la misma sala lo estaban también. Había gente de todo tipo allí: compañeros entregados por Heitor, unos siete u ocho, e innumerables huelguistas, elementos de la masa. Éstos en general habían recibido algunos golpes al ser detenidos, y se había iniciado un proceso contra ellos, pero ya hacía días que Barros parecía haberles olvidado. Un guardia les había dicho que iban a llevarles a la cárcel. Los demás, los delatados por Heitor, habían sido todos brutalmente apaleados, con excepción de Cícero. Algunos continuaban negando terminantemente cualquier actividad comunista; otros, los más conocidos y sobre quienes la policía tenía datos concretos, habían asumido la responsabilidad de su posición política sin decir nada aparte de esto.
A ésos se sumaron desde la víspera tres camaradas detenidos en Mato Grosso: el maestro Valdemar Ribeiro, un ferroviario llamado Paulo y un campesino octogenario que se pasaba el rato contando una embarullada historia de un nieto suyo y de un misterioso personaje, una especie de aparición diabólica que vivía en las selvas del Valle de Río Salgado, volviendo locos a los hombres. Al principio, Cícero creyó que el viejo estaba loco, que le habían detenido por equivocación, pero poco a poco fue hallando el hilo conductor de la historia que contaba. Por lo visto, su nieto era buscado por la policía acusado de ser comunista, y al no encontrarle, habían detenido al viejo, porque querían obtener de él informaciones no sólo sobre el nieto, sino especialmente sobre un tal Gonçalo, peligroso comunista oculto en el Valle. En cuanto al nieto, el anciano se limitaba a decir que había desaparecido de casa al acercarse la policía, y con referencia al tal Gonçalo, el octogenario se negaba terminantemente a considerarle un ser normal, de carne y hueso. Le atribuía cualidades mágicas, el don de aparecer, desaparecer y transformarse: a veces era un gigante curador de enfermedades, pero se materializaba también en la figura de un negro feo, pequeño y huesudo. Para el viejo, todo aquello no eran sino artes del diablo, suelto en las selvas del Valle, irritado por el hecho de que los hombres intentaran penetrar en sus dominios. La prisión no parecía afectarle mucho, y repetía la historia con una voz pausada. Así lo había hecho en la delegación de la policía en Cuiabá, y de la misma manera se lo contaba a Barros —un Barros furioso, hecho una fiera, clamando contra sus colegas de Mato Grosso:
—¡Esos cretinos! En vez de detener a Gonçalo me mandan a este loco... ¡Idiotas!
Para el viejo, todo lo que ocurría, tanto a él como a los otros presos, no pasaba de ser una venganza de Venancio Florival, debido a las locas ideas de su nieto Nestor. Cuando vio a Rafael apaleado, se acercó a preguntarle en qué hacienda de Florival trabajaba, y si también él había dicho que había que repartir las tierras.
Cícero temía por el viejo calvo: estaba seguro de que hablaría. Las palabras de aliento, las apelaciones a su dignidad, ya no hacían mella en él. Ni quería oírlas, con la cabeza hundida ente las manos, llorando. ¿Qué era lo que él sabía del Partido? No debía de saber gran cosa, pues era un elemento de base. ¡Ah, si Cícero pudiera al menos avisar a los otros de que Rafael estaba flaqueando! ¿Pero cómo avisarles? No tenía comunicación con ningún preso, aparte de los que estaban en su misma sala. Cícero ni siquiera les había visto.
A quien sí había visto fue a Josefa, desfigurada, con el rostro como una muerta, pasando por el corredor con el niño en los brazos, hacia las letrinas. Estaba en una salita próxima, y por las noches podían oír sus gritos espantosos cuando los policías iban a quitarle la ropa y a violarla.
Ocurría hacia medianoche. Noches de insomnio, el pesado silencio carcelario interrumpido por la aparición de los guardias en la sala, en busca de algún camarada para el interrogatorio y las torturas. Cícero no podía conciliar el sueño. A él ni le habían tocado, a pesar de los insultos que el escritor lanzaba sobre Barros y toda la policía al ser interrogado. Había querido dictarle, a aquel mismo mecanógrafo de ropa negra y cara de cartón, una protesta violenta contra los métodos de la policía, relatando el caso de Josefa. Barros despidió al mecanógrafo y le dijo a Cícero que tenía pruebas suficientes para procesarle y hacerle condenar por el Tribunal de Seguridad. Que no pensara que su fama de escritor, su posición de hombre rico, le iba a servir esta vez. Tenía pruebas de las relaciones de Cícero con los dirigentes del Partido, pruebas que bastaban para una condena de dos o tres años.
No le habían tocado, pero estaba allí, en aquella sala, y veía salir a los camaradas hacia los interrogatorios violentos, y permanecía despierto hasta que les traían de vuelta, deshechos, y les tiraban sangrando en el suelo. A veces pensaba que iba a volverse loco, que su razón no resistiría la repetición de aquellos espectáculos. Y el pavoroso eco de los gritos de Josefa, en medio de la noche. Oía a veces, mezclado entre los sollozos de la mujer, el llanto del niño, asustado. El niño despertaba con el barullo de los policías persiguiendo a la mujer por la habitación, sujetándola, desnudándola, ultrajándola. ¡Ah, aquellos gritos!... Continuaba oyéndolos incluso cuando todo callaba, cuando la madrugada nacía entre las rejas de hierro de las ventanas.
Pasó un día agitado, intentando darle moral a Rafael. Pero cuando vinieron a buscar al viejo, por la noche, Cícero había perdido ya las esperanzas. Apenas aparecieron los guardias gritando su nombre, Rafael empezó a sollozar:
—No, por el amor de Dios, no...
Le llevaron a rastras, entre insultos. El viejo campesino (dormía encogido en un rincón, en el suelo, despertando a cada instante) le preguntó a Cícero:
—¿El también dijo lo de repartir las tierras de Don Venancio? ¡Qué locura! Nadie puede con él...
Rafael, al entrar en la sala de tortura, vio a Mascarenhas y a Ramiro apoyados en la pared. Desnudos, atados de pies y manos. Igualmente amarrados y desnudos estaban, en el centro de la sala, tumbados, Zé Pedro y Carlos, con los cuerpos medio colgados, amarrado el pene con hilos que pasaban por unas poleas colgadas del techo. Tenían las bocas vendadas con pañuelos, respiraban con dificultad, gruesas gotas de sudor resbalaban por sus frentes pálidas. Rafael apenas contuvo un grito al verles. Sus manos temblaban. Los ojos de Carlos le miraron, unos ojos velados pero que, aun así, transmitían un mensaje de resistencia. Había muchos guardias en la sala, donde el Dr. Pontes charlaba con Barros.
—¡Quítate la ropa! —dijo un inspector.
El Dr. Pontes examinó su corazón, y él respiró un perfume de colonia en el pelo bien peinado del médico. Sintió que las manos del Dr. Pontes temblaban también, y le suplicó:
—Por favor, por favor, no les deje hacerlo... me van a matar.
El médico apartó el oído del pecho del detenido, se pasó el dedo bajo la nariz, le guiñó el ojo a Barros:
—En perfecto estado...
Dempsey se adelantó con el látigo de alambres. Lo hizo vibrar en el aire, con un zumbido leve. Rafael cayó de rodillas, extendió las manos trémulas hacia Barros:
—Hablaré... Les diré lo que quieran...
Sentía los ojos de Carlos y Zé Pedro vueltos hacia él, oyó al joven Ramiro:
—¡Traidor!
Y un policía le dio una bofetada:
—¡Cállate! ¡Portugués de...!
Barros sonrió mirando a Zé Pedro y a Carlos:
—La fiesta no ha hecho más que empezar. Vais a seguir cantando uno tras otro...
Ordenó a Rafael:
—Vístete. Ven conmigo. Pero nada de intentar engañarme porque te traigo otra vez aquí, ¿eh?
Indicó a los inspectores los presos apoyados en la pared: Mascarenhas y Ramiro:
—Seguid con ésos.
El Dr. Pontes, viendo salir a Rafael, se adelantó:
—Señor Barros... ¿se acuerda de mí? Mi ración...
—Aún no, doctor. Aún hay trabajo hoy. Cuando acabemos le daré lo que quiera...
El cuerpo casi esquelético del médico se agitó, se pasó otra vez la mano bajo la nariz, aspiró fuerte. Tenía una piel de color enfermizo, los hombros abatidos, ojeras negras y profundas y unos ojos semi-cerrados, de cocainómano.
Al volver del despacho del jefe de la policía, Barros movía la cabeza en un gesto de reprobación. Le había dicho claramente al jefe su opinión sobre aquella orden: era un absurdo. Cícero d'Almeida estaba indudablemente comprometido. Heitor Magalhães le había dicho que iba con frecuencia a casa del escritor a buscar dinero, y que, juntos, habían participado en reuniones con la dirección. En cuanto a las pruebas, irían apareciendo a medida que los detenidos hablaran. Verdad es que hasta ahora, cinco días después de iniciadas las detenciones, sólo uno había hablado, y poco era lo que tenía que contar. Sobre la base de su confesión, se habían practicado algunas detenciones en Santo André, y se había acabado con la agitación laboral, pero Rafael, siempre enfermizo y poco activo, apenas era utilizado para llevar la caja del Socorro Rojo en aquella zona. Su declaración serviría para condenar a Mascarenhas a una larga pena de prisión, pero no proporcionaba ningún elemento nuevo, vital, para la liquidación del Partido en São Paulo. Lo urgente era echarle la mano encima al Rubio y a João, para acabar de decapitar la regional. Y ahora, cuando se esforzaba a fondo para obligar a aquellos hombres a hablar, venía el jefe de policía ordenando la liberación de Cícero d'Almeida... Era absurdo.
Medio mundo parecía haberse movilizado para liberar al escritor. Empezó el banquero Costa Vale, intervino luego el ministro de Justicia, y ahora, el jefe de policía le comunicaba que la orden venía directamente del palacio presidencial.
A Costa Vale le telefoneó Barros tras su entrevista con Gaby, y le explicó que aún tenía que interrogar a Cícero, esclarecer ciertos detalles. El banquero, que parecía tener prisa, se limitó a decirle:
—Está bien. No deseo entorpecer la acción de la policía. Usted mismo, haga lo que le parezca mejor.
A Barros le gustaban los hombres así, como Costa Vale. El banquero no se dejaba impresionar por sentimentalismos absurdos. Había escrito la carta para cumplir su compromiso con Gaby, eso estaba claro, pero dejaba a Barros las manos libres, no imponía su voluntad. Pero el ministro de Justicia no quiso atender explicaciones. Ordenó la liberación de Cícero por medio de un telegrama perentorio. Barros le llamó a Río con intención de explicarle la necesidad de mantener detenido al escritor, pero Artur Carneiro Macedo da Rocha ni siquiera se puso al teléfono. Barros tuvo que entenderse con el jefe de la secretaría, un tipo que se limitó a decirle:
—Si hay una orden del señor ministro, lo que usted tiene que hacer es cumplirla...
Barros recurrió al jefe de policía de Río, y sólo así desistió el ministro. Creía, pues, que el asunto estaba liquidado, y se disponía ya a someter a Cícero a un interrogatorio más duro, aunque sin apalearle, porque se armaría un escándalo, pero sí teniéndole una noche sin dejarle dormir. Y ahora el jefe le llamaba para comunicarle que había que soltar al escritor inmediatamente. Había sido su hermano, íntimo de Vargas, quien había ejercido su influencia desde Colombia, donde se encontraba. Barros movía su cabeza con reprobación.
Querían liquidar al comunismo, acabar con la amenaza de los «rojos», y al mismo tiempo ponían trabas a la acción de la policía. Como viniera otra vez a reprenderle la Comendadora, con su voz de vieja mandona, tratándole de «inactivo», de «blando», le iba a contestar que se lo dijera a sus amigos y parientes, que hacían soltar a un comunista tan conocido como Cícero. Absurdo.
Y, por si fuera poco, el jefe de la policía no parecía satisfecho con la marcha de los interrogatorios:
—¿No hay nada nuevo, Barros? ¿Pero es que trata usted a esos hombres como si fuera una hermana de la Caridad? ¿Por qué no hablan de una vez?
Como una hermana de la Caridad... El mismo Dr. Pontes, que estaba acostumbrado a asistir a interrogatorios de este tipo desde que había pasado a ocupar el puesto de médico de la jefatura, estaba deshecho también, aguantando a base de cocaína. ¿Por qué no hablaban? Pues no hablaban porque eran unos miserables, que parecían insensibles. Insensibles a cualquier tipo de dolor, al dolor físico y al dolor moral. Parecían hechos, no de carne y hueso como todo el mundo, sino de acero. «Es el ejemplo de Stalin...», le había dicho uno, tiempo atrás. Fue entonces cuando Barros se enteró de qué significaba aquel nombre. Le dio una paliza a aquel comunista insolente, pero ahora, siempre que se encontraba con uno de ellos, intentando arrancarle confesiones a fuerza de palos, recordaba aquellas palabras: como si fueran de acero, insensibles a todo dolor.
Había pensado, por ejemplo, que aquel portugués, casi un chiquillo, no iba a resistir. ¿Qué podía saber? No mucho, desde luego, pues era demasiado joven para tener ningún cargo de responsabilidad. Y, sin embargo, no soltaba palabra, pese a que la noche anterior le habían arrancado las uñas de una mano con alicates. El Dr. Pontes temblaba de tal modo que le costó trabajo ponerle la inyección al portugués para que volviera en sí. Hermana de la Caridad... Estaba a punto de agotar su experiencia policial con aquellos bandidos... ¿Qué diablos les sustentaba? ¿Qué fuerza desconocida les animaba?
Unos muertos de hambre, simples obreros mal alimentados, mal vestidos, unos tipos por los que nadie daría un céntimo. El Dr. Pontes, la víspera, cuando acabó la «sesión», sentado allí en el despacho, aspirando voluptuosamente el polvo blanco en el que buscaba olvido, le había dicho:
—Son más fuertes que nosotros, Barros...
Zé Pedro había visto, atado, cómo su propia mujer era violada por los policías. Barros vio las lágrimas humedeciendo sus ojos. Pero su boca sólo se abrió para insultarles. Después vio cómo la maltrataban, cómo le daban patadas en el vientre. Y no habló. Él y Carlos habían pasado toda una noche con el pene amarrado, estaban deshechos a golpes, hinchados, todo su cuerpo un inmenso cardenal. Y no hablaban. Unos monstruos, unos bandidos. Por su gusto les mataría a todos para que aprendieran a no ser así, tan... tan valientes.
Pero la cosa no iba a quedar así. No se daba por vencido. Había que tener paciencia y continuar hasta que cantasen. No tenía más remedio que poner a Cícero en libertad, pero, en compensación, aquella noche iba a dar una «fiesta» especial para los otros... ¡Y les obligaría a hablar! Iba a doblegar aquellas voluntades, a quebrantar aquel insultante orgullo de los comunistas. Quería verlos arrastrándose a sus pies, pidiendo piedad. Había que conseguirlo. Aquella noche hablarían, aunque tuviera que irles matando uno a uno. Atravesó el despacho, furioso, llamó a uno de los comisarios. Le dio orden de liberar a Cícero, y ordenó que colocaran policías de paisano vigilando su casa, que le siguieran a dondequiera que fuese, que controlaran el teléfono de su apartamento.
—Que vigilen su casa. Tal vez saquemos algo...
Pero Cícero no salió de casa en toda aquella tarde, y sólo llamó a algunos parientes anunciándoles su vuelta. Y, al día siguiente, salió para Río.
Cícero conocía prácticamente a todas las figuras importantes de la vida política e intelectual del país. Lo mismo ocurría con Marcos de Sousa, cuya celebridad como arquitecto rebasaba las fronteras de Brasil. Y, no obstante, pasó mucho tiempo hasta dar con el nombre indicado.
Se habían reunido en el apartamento de Manuela, y el escritor explicó al arquitecto las increíbles condiciones en que se hallaban los detenidos de Sao Paulo. Marcos de Sousa confirmó:
—Lo mismo ocurre aquí. Los presos están siendo torturados sistemáticamente.
Manuela se estremecía de horror ante el relato de Cícero:
—Nunca pensé...
El rostro bonachón de Marcos se transformaba en una dura máscara de odio. Su voz salía estrangulada:
—¡Perros!
El propio Cícero, tan dominador de sus emociones, confesaba con un hilo de voz:
—Si no me hubieran soltado en seguida, yo mismo me hubiera vuelto loco... Mis nervios no aguantaban más. Hay que hacer algo.
Discutieron las medidas que se podían tomar. Era imposible una protesta pública, en los periódicos ni valía la pena pensar, sometidos como estaban a la censura previa y amarrados a los cordones de la bolsa del Departamento de Prensa y Propaganda. Marcos sugirió que un grupo de intelectuales conocidos firmara un escrito. Cícero se mostraba pesimista: pocos iban a firmar, había demasiado miedo. Firmarían los hombres de izquierda, los más valerosos, señalados ya como comunistas. Marcos recordaba el éxito de la protesta contra el asesinato de García Lorca por los falangistas, de la declaración contra Franco cuando la huelga de Santos. Muchos habían firmado los dos documentos, incluso intelectuales tenidos por apolíticos. Pero Cícero recordaba que en los últimos meses habían ocurrido muchas cosas: Getúlio se había consolidado en el poder tras el fracaso del golpe armandista-integralista, la situación internacional se había agravado mucho con los éxitos de la política agresiva de Hitler, la guerra de España se iba decidiendo a favor de Franco, y la mayor parte de los intelectuales, que antes esperaba la caída de Vargas y su régimen, trataba ahora de acomodarse, de adaptarse a la situación. Las firmas serían las de siempre, las que aparecían constantemente en escritos de este tipo, nombres que sonaban como simpatizantes de los comunistas. Y esta vez, la cosa sería aún más difícil: se trataba de protestas contra malos tratos a obreros. Si aún lucra a algún escritor o artista, tal vez lograrían alguna firma. ¿Y qué iban a hacer luego con el documento? No tenían dónde publicarlo, no alcanzaría ninguna repercusión.
El ensayista propuso otra medida más concreta v más práctica: que alguien, amigo de Vargas, fuera a hablarle, a contarle lo ocurrido en Río y en São Pablo, a pedirle que hiciera cesar aquellas barbaridades. Sin dar siquiera un carácter político a la petición, situándose en un plano de simple humanidad.
Marcos asintió sin mucho entusiasmo. ¿Pero, quién? Consideraron al asunto durante largo tiempo, recordando nombres, discutiéndolos y rechazándolos luego. Manuela hacía sugerencias, con el deseo de ayudar, de ser útil. De tanto en tanto se estremecía ante el recuerdo de la visión evocada por Cícero:
Josefa violentada por los policías, sus gritos en la noche.
El primer nombre citado por Marcos fue el del hermano de Cícero, Raimundo d'Almeida:
—Mundinho es el tipo indicado para eso. Es uña y carne con Getúlio, es independiente, no tiene actuación política, la amistad con el presidente es personal... Si hay alguien a quien Getúlio pueda atender es a él...
—Pero no está aquí —dijo Cícero—. Está en Colombia. Y, aunque estuviera aquí, conozco a Mundinho... Por mí, para sacarme de la cárcel, sí, mueve al diablo, pero por obreros, por compañeros nuestros... Diría que está bien hecho y que aún habría que torturar más. Se mueve por mí porque es mi hermano y se considera obligado ante la familia, pero es el anticomunista más feroz de todo Brasil.
—¿Quién, entonces?
Fue un desfile de nombres. Hasta el del poeta César Guilherme Shopel. Manuela, al oír que Cícero recordaba al antiguo amigo de Paulo, protestó:
—¿Shopel? Su hermano, Cícero, será anticomunista, pero al menos dice lo que piensa. Shopel es capaz de prometeros lo que queráis y luego ir a la policía, a venderos. Es el tipo más hipócrita del mundo.
—El gordito ese es verdaderamente siniestro —apoyó Marcos—. Sabes que estoy construyendo un bloque de casas para el Banco Colonial Lusitano. Pues el otro día cené con Faria, ese millonario portugués, director del Banco, muy amigo de Shopel. Pues bien: durante todo el tiempo, el gordo ese no hizo más que provocarme con temas políticos hasta que me puse furioso y empecé a defender a Rusia, a la que insultaba. La intención de Shopel era clara: denunciarme a Faria. Y todo mezclado con declaraciones de amor a mi arquitectura. Ya sabes cómo es... Pero Faria ni se dio por enterado. Estaba en una digestión laboriosísima. Había comido como un caballo.
Después de muchas discusiones acabaron decidiéndose por Hermes Resende. El sociólogo acababa de regresar de su viaje de estudios por Europa. Hermes era conocido como antifascista y se le tenía por un elemento de izquierda, se presentaba como socialista y, aunque no ocultaba sus divergencias con los comunistas, jamás los atacaba públicamente. Al mismo tiempo estaba por lo visto en excelentes relaciones con Vargas, y se hablaba de su candidatura para el rectorado de la Universidad de Brasil. Era, además, amigo de Cícero y de Marcos. Tiempo atrás había dedicado un largo artículo de alabanza a la arquitectura de Marcos. Era, sin discusión, el hombre indicado para ir a Getúlio y obtener que cesaran las torturas.
Las objeciones que Marcos presentaba no eran contra el nombre de Resende, sino contra la idea en sí. Seguía prefiriendo la lista de firmas de intelectuales —aunque reunieran pocos nombres— en forma de protesta. Podrían enviarla a Vargas. La intervención de Resende le parecía que tenía el sabor amargo de una súplica, algo que chocaba con la resuelta actitud de los presos. Pero Cícero siguió elogiando la posible eficiencia de su plan: lo importante era que cesara aquella bestialidad desencadenada contra los camaradas, acallar los gritos nocturnos de Josefa, liberarla de aquella humillación cotidiana. Manuela se mostraba de acuerdo:
—Cícero tiene razón, Marcos. Cualquier método es bueno para acabar con eso. Creo que no podré dormir mientras esa mujer siga detenida y sufriendo lo que está sufriendo. ¡Y con un niño, santo Dios!...
Hermes Resende solía asistir por la tarde a una tertulia en una librería donde sus múltiples admiradores acudían a sorberle las palabras. De cuatro a seis, en aquella librería se encontraban muchos escritores y artistas.
La presencia vespertina de escritores en las grandes librerías de Río era un hábito antiguo, heredado de los tiempos de Machado de Assis y de la Librería Garnier. Alguien había llamado a aquellas tertulias «feria de vanidades», pero casi todos los cronistas solían referirse a las librerías donde iban los escritores en boga como «centros brillantes de la vida intelectual brasileña». La librería frecuentada por Hermes Resende, propiedad de un importante editor, era el más famoso de esos «centros intelectuales», el de mayor prestigio en los medios intelectuales. Allí se reunían los grandes nombres de la literatura, y también los jóvenes autores, se comentaban los últimos libros aparecidos y los acontecimientos de la vida política nacional y extranjera, y al mismo tiempo la vida privada de los cofrades. Allí se hacían y deshacían reputaciones, allí había lanzado Shopel sus teorías y sus «geniales» descubrimientos, allí acudían los directores de los suplementos dominicales como bandada de ratas hambrientas a sondear el interés publicitario de los editores capaz de rendirles alguna buena cena regada en vino, y allí se decidía la distribución de los premios anuales de literatura.
Hacia las cinco de la tarde, la librería era un hormiguero de literatos. Los clientes intentaban reconocer los nombres famosos. A los modestos poetas desembarcados del Norte con sus originales inéditos, a los jóvenes ensayistas llegados del Sur a conquistar la metrópoli, se les caía la baba de admiración ante los conceptos de Hermes Resende, ante la escandalosa carcajada del novelista Flávio Moura, ante las definiciones sarcásticas del cuentista Raúl Viana o las teorías del poeta Shopel. Había por todo el país jóvenes provincianos cuyo mayor anhelo era atravesar un día la puerta de aquella librería y entrar en la intimidad de aquellos nombres célebres.
Algunas veces aparecía el editor, gordo y reposado, y críticos, poetas y novelistas le rodeaban y oían respetuosamente sus conceptos. También algunos días aparecía por la puerta, entre los escaparates, la poetisa Eleonora Sandro, y todos se abalanzaban a saludarla, incluso el propio editor, y no tanto por su poesía mística y sensual, no tanto por su espléndida belleza de estatua griega, como por el hecho de que su marido era figura importante del gobierno y tenía en sus poderosas manos periódicos, revistas, emisoras de radio, el teatro, el cine y las subvenciones para editar libros o comprarlos.
Hermes Resende se sentaba generalmente en el fondo, en un ángulo formado por las estanterías, como escondiéndose de su propia gloria. En seguida se formaba un corro a su alrededor y se entablaban las más variadas discusiones; chistes y facecias se repetían para gozo de los admiradores y, en especial, de las bellas mujeres de la buena sociedad, atraídas por el brillo de aquellos literatos. Cuando Cícero y Marcos de Sousa aparecieron, Hermes estaba haciendo el elogio de Kafka, cuyo nombre empezaba a ser citado como modelo por los críticos. Aquellos días la librería estaba más frecuentada que nunca, porque todos querían saludar al escritor a su retorno de Europa. Shopel fue el primero en ver a los izquierdistas que entraban. Interrumpió la disertación de Hermes con un grito entusiasta:
—¡Chicos, mirad! La literatura y el arte de São Paulo acaban de atravesar esa puerta ilustre. ¡Salve, São Paulo glorioso!
Y tendió los brazos a Cícero, abandonando al grupo. Apretaba su rostro fláccido contra la cara del otro, en una demostración de cariño:
—Me he enterado por Gaby de tu última aventura carcelaria. Paulinho y yo hicimos lo posible por arrancarte los grilletes...
Dejó a Cícero para colgarse del pescuezo de Marcos:
—¡Salve, emérito constructor de rascacielos, gloria del arte brasileño! Nadie te ve, nadie logra descubrirte, estás en Río y para hablar contigo es necesario ir en busca del comendador Faria. ¿En qué estrella te escondes? Las malas lenguas hablan de un gran amor romántico...
Marcos pugnaba por librarse del abrazo; tendió la mano a Hermes cuyo brazo se apoyaba en el hombro de Cícero:
—¿Qué tal Europa?
—Decadente, Marcos, decadente... Por un lado, la Alemania nazi; por otro, Francia e Inglaterra agotadas...
Se refirió en seguida a un reportaje, en una revista especializada de París, sobre los edificios construidos por Marcos, con fotos y muchos elogios. Se volvió luego hacia Cícero, dijo algunas palabras sobre «esas detenciones absurdas», «ese clima de inseguridad que rodea a todos los intelectuales».
Los demás manifestaban también, con profusión de palabras cordiales, su solidaridad con Cícero. Se oían comentarios contra el Estado Novo, críticas a la policía. Cícero había pensado hablar antes en privado con Hermes y explicarle por qué habían venido a buscarle. Pero el ambiente era tan simpático y cordial que decidió tratar el asunto en presencia de todos. Empezó, pues, a hablar del comportamiento salvaje de la policía de São Paulo, de las torturas a los obreros presos, del caso de Carlos y Zé Pedro, de los procedimientos contra Josefa. Se hizo el silencio en el grupo, donde la voz autorizada de Cícero sonaba gravemente describiendo aquellas infamias.
—¡Qué monstruos! —comentó el novelista Flávio Moura.
—Igual que la Gestapo... —comparaba un joven autor cuyo primer libro acababa de aparecer.
Hermes Resende escuchaba atentamente, movía la cabeza en un gesto de reprobación ante aquellos métodos. Cuando Cícero terminó, el sociólogo tomó la palabra. Los otros estaban impresionados:
—En Portugal pasa lo mismo... O peor aún: la policía de Salazar obliga a los comunistas a oír misa todos los días. Imagínense...
La información provocó risas. La emoción que había producido el relato de Cícero se diluyó rápidamente con la frase del sociólogo. Todos parecían ahora tener prisa por cambiar de tema, por apartar de su imaginación las escenas evocadas por Cícero, por hablar de cosas que no fueran tan trágicas. Shopel preguntó, con relación a lo de la misa, si sabían la «última» de Getúlio, una divertidísima historia con el cardenal. Pero antes de que empezara a contarla, se adelantó Marcos de Sousa:
—Un momento, Shopel. Hemos venido aquí, Cícero y yo, para informar a Hermes, y a todos vosotros, de lo que está ocurriendo en los locales de la policía, aquí y en São Paulo. Están torturando a los presos de una forma estúpida, como antes jamás habían hecho. Creemos que es preciso hacer algo.
—Claro, claro —apoyó alguien.
—¿Qué? ¿Qué es lo que se puede hacer? —preguntó Shopel preocupado: no fuera que le pidiesen que estampara su firma en una protesta.
—Hemos pensado —Cícero tomó la palabra— en una intervención de Hermes con Getúlio. Hermes es un hombre respetado por todo el mundo, por el mismo Getúlio. Su palabra tiene peso y autoridad. Si tú vas a Getúlio —y se dirigía ahora al sociólogo— y le expones la situación, planteando la cosa, no desde el punto de vista político, sino por el lado humano, es posible que mande poner fin a las torturas. Getúlio es sensible a la intervención de un gran intelectual.
Shopel se apresuró a apoyar la idea, con un suspiro de alivio:
—Yo también lo creo... Una intervención de Hermes... Es posible. Getúlio le tiene en gran consideración...
El historiador le lanzó una mirada rencorosa, pero el poeta intentaba ya despedirse:
—Bueno, me voy. Tengo una cita con Paulinho y ya me he retrasado. Podéis contar con mi solidaridad moral...
Y se fue antes de que pudieran pedirle algo más que su solidaridad moral.
Hermes Resende se miraba la punta de los zapatos, pensando.
—Me siento muy honrado por esa confianza en mi prestigio —dijo al fin—. Pero creo que exageráis —miraba ahora a Cícero y a Marcos, ante él—. Y pienso incluso que soy la persona menos indicada para una gestión de este tipo.
—¿Por qué?
—Todo el mundo conoce mis ideas de izquierda. Hasta hay quien me acusa de comunista. Por lo menos, la policía me tiene por tal...
—Pero Getúlio te considera...
—Nuestras relaciones son puramente personales. Y ahora es el momento menos indicado. Acabo de rechazar un puesto que me ofrecía, no quise comprometerme con su gobierno.
—Eso dará más fuerza a tu intervención —objetó Cícero—. Getúlio te ofrece un buen puesto para demostrarte su admiración, y tú te niegas a aceptarlo. En compensación, le pides que mande cesar las torturas...
Marcos de Sousa subrayaba:
—Claro. Estás revestido de una autoridad aún mayor...
Hermes Resende movía la cabeza:
—No. No puedo. Me siento moralmente incapacitado para pedirle a Getúlio cualquier cosa, sea lo que sea. De pedirle y de aceptarle. Todos lo saben: soy amigo de hombres que están exiliados o perseguidos por el Estado Novo. Es una imposibilidad moral. Lo siento...
Marcos de Sousa estaba irritado. Había depositado muchas ilusiones y esperanzas en Hermes Resende: una vez, durante una conversación con el Rubio, enfermo en su casa, había defendido calurosamente al escritor, considerado por el dirigente comunista como «un típico intelectual reaccionario». Y ahora, las evasivas de Hermes le daban la sensación de un fraude. Le parecía volver a oír las palabras irónicas del Rubio: «ilusiones de clase, amigo, ilusiones de clase...».
—Pero, Hermes, todo esto es poco serio; al fin y al cabo, has aceptado un viaje al extranjero...
—¡Alto ahí...! —la voz de Hermes sonó ofendida—. Realicé mi viaje en el marco del acuerdo cultural luso-brasileño. No le pedí nada a Getúlio. Ni le pedí, ni le pido. Vosotros, stalinistas, si uno no se somete a todos vuestros caprichos, empezáis en seguida a calumniar...
Marcos de Sousa se alteraba también:
—¿Quién ha calumniado? Lo que dije, lo repito: has ido a Europa a costa del gobierno de Getúlio, y que conste que no lo critico. Lo que digo, es que tus escrúpulos...
Cícero intentaba apaciguarle:
—¡Pero, hombre! Nadie ha venido aquí a pelearse ni a insultarse. Comprendo perfectamente la repugnancia de Hermes. Comprendo que no quiera pedirle nada, sea lo que sea, a Getúlio. Es algo que le honra. Pero hago una distinción: esa petición no tiene nada en común con cualquier otra. Es un problema de humanidad.
Hermes Resende no cedía:
—Tenéis gracia... Mira, Cícero, yo soy amigo tuyo, y si te meten en la cárcel otra vez seré el primero en firmar una protesta. Y haré lo mismo por Marcos, si es preciso. Pero vosotros queréis que los demás pasen por encima de su propia conciencia, de su propia dignidad, para servir vuestros intereses, los intereses de vuestro Partido. Para vosotros no cuentan los valores morales. Eso es lo que me separa tan profundamente de vosotros. Sensibilidad, escrúpulos, carácter, nada de eso cuenta. Creéis que el fin justifica los medios. No, amigo mío, no. Siento mucho que anden torturando a los obreros esos, pero no puedo apartarme un paso de mi intransigencia con relación al Estado Novo. Pedirle algo, sería hacer una concesión al régimen. Pensad otra cosa y, si es razonable...
Marcos iba a responder, pero Cícero se lo impidió:
—Sugiere tú mismo algo que se pueda hacer...
Hermes Resende se encogió de hombros:
—¿Qué sé yo? Cualquier cosa...
Marcos de Sousa le dijo a Cícero:
—Vámonos.
La discusión había reunido en torno a ellos a todos los habituales de la librería. Para Marcos fue un sacrificio estrechar todas aquellas manos en señal de despedida. Ya en la puerta, comentó con Cícero, manifestando abiertamente su indignación:
—Intransigencia... conciencia... valores morales... Cada día estoy más harto de todo eso, Cícero. De esa hipocresía, de esa podredumbre enmascarada de dignidad.
Cícero le criticaba:
—Marcos, te has precipitado, lo has echado todo a perder. Hay que ser más hábil con esa gente, respetar sus prejuicios pequeño-burgueses...
—¿Pero crees realmente en sus disculpas? Pues para mí, te lo digo en serio: de hoy en adelante Hermes Resende vale tanto como Shopel. Ya no veo diferencia alguna entre los dos...
En la librería, Hermes Resende hacía la autopsia de los comunistas:
—Por eso todo socialista honesto se aleja de ellos, de los stalinistas. Quieren liquidar la personalidad de uno, reducir los individuos a simples máquinas a sus órdenes... Por eso están perdiendo el apoyo de los intelectuales del mundo entero: Gide, Silone, John dos Passos... Sin hablar ya de Rusia, donde han fusilado a lo mejor que había, los intelectuales que se oponían a los métodos de Stalin.
—Pero lo de esa mujer sistemáticamente violada en la comisaría, es horrible... —comentó el joven escritor.
—¿Será realmente verdad? —preguntó otro.
Hermes Resende sonrió, con aire de duda:
—Hablando con ellos, uno nunca sabe dónde acaba la verdad y empieza la propaganda. No voy a decir que los policías sean todos un prodigio de educación. Pero de ahí a creer todo lo que los comunistas cuentan... Sería lo mismo que creer todo lo que se dice del Partido Comunista. Por ejemplo, esos reportajes que publican A Noticia y A Noite. ¿Crees todo lo que allí se dice sobre los comunistas? —preguntaba al joven escritor.
—Evidentemente, no. Hay cosas increíbles... Cosas que repugnan a la naturaleza humana...
—Pues pasa exactamente lo mismo en el otro lado. Algunas cosas de las que Cícero nos ha contado repugnan a la naturaleza humana, como tú bien dices. Lo importante para ellos es la propaganda...
—Sí. Eso de la mujer no puede ser verdad. Suena a folletín.
—Su error es que exageran demasiado. No tienen sentido de la medida. Les falta sentido del equilibrio. Por otra parte, ésa es la característica de toda la actuación de los comunistas. Son unos primarios —concluyó Hermes, definitivo.
Cuando Barros dio orden de traer al chiquillo, los ojos del Dr. Pontes se volvieron instintivamente hacia Josefa, y el médico se estremeció. De los labios de la mujer escapó un grito, y el Dr. Pontes vislumbró tal aflicción en los ojos despavoridos de la mujer, que no pudo continuar en pie: se sentó en una silla, se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Era difícil aguantar aquello así, sin su dosis de cocaína. Pero Barros le exigía que se mantuviera lúcido durante las «sesiones»; sólo al acabar todo, de vuelta al despacho, sacaba del cajón un sobrecito con la droga. Y él la aspiraba allí mismo, mientras escuchaba las reflexiones del delegado.
Su participación en las torturas había empezado hacía más de un año, tras la muerte de un preso cuyo corazón, enfermo, no había aguantado la paliza. Había ocurrido antes del Estado Novo, al comienzo de la campaña electoral, cuando la oposición se alzaba a gritos contra el gobierno. Un diputado planteó el caso ante el Parlamento. Se exigió información al Ministerio de Justicia, la prensa habló del asunto. Verdad es que todo se explicó sin excesivas dificultades: el ministro de Justicia declaró que la muerte había sido consecuencia de causas naturales y no de torturas, inventadas por los comunistas para explotar la buena fe de los «egregios diputados». Pero, desde entonces se exigió que estuviera presente un médico para controlar las torturas.
Al principio, el espectáculo le resultaba divertido: tenía aún los nervios sólidos, pese a la cocaína. Su juventud, disipada en los prostíbulos, había deformado su personalidad en el sentido de que precisaba siempre nuevas sensaciones. En sus años de hospital se había acostumbrado a guardar ávidamente cada gemido, cada grito de sufrimiento de los enfermos, hasta el momento nocturno de la cocaína, en la que le había iniciado una mujer avejentada, de marchita belleza, de quien Pontes se enamoró en su último año de Facultad. Del hospital le habían expulsado por sustraer cocaína y anduvo un tiempo sin trabajo y sin dinero, casi andrajoso, alimentándose de bocadillos y cafés, reservando para la cocaína todo el dinero que obtenía de los amigos, cada vez con mayor dificultad. Un compañero de estudios, al verle tan decaído le proporcionó aquel empleo de médico de la policía. El Dr. Pontes no tuvo dificultades para adaptarse al ambiente.
Cuando Barros le mandó llamar, después del escándalo de la muerte de aquel preso, para informarle de las tareas que le esperaban, él sonrió. Había andado antes por los pasillos de la jefatura, catando aquí y allá, en los relatos, en los rostros entrevistos, en la sórdida conversación de los guardias, el alimento para su avidez de sensaciones nuevas, para sus noches de cocainómano. Las primeras experiencias fueron excitantes, y él, al principio, había sugerido incluso algunas innovaciones en las torturas clásicas.
Pero con el paso del tiempo y el dominio creciente de la cocaína, sus nervios fueron debilitándose. A los anteriores sueños eróticos nacidos del tóxico y de las mórbidas sensaciones recogidas, sucedió un delirio infernalmente doloroso, poblado de visiones alucinantes, de gritos imposibles de oír, de lamentos pavorosos, de súplicas y de amenazas. Y era peor cuando la droga le faltaba: entonces las visiones y los sonidos se hacían aún más precisos y dolorosos, se despojaban de aquella niebla de sueño, eran figuras reales y gritos que se repetían indefinidamente, acompañándole por las calles, a dondequiera que fuese, sin darle un minuto de reposo. Salía de aquellas visiones hacia el delirio de la cocaína cuando todos aquellos rostros se unían para venir, una y mil veces, a estrangularle.
Su mirada casi afligida huye del rostro de Josefa, sus manos tiemblan. A aquel temblor habitual, resultante de la droga, se había unido, en los últimos tiempos, el miedo: miedo de aquellos rostros castigados, de aquellos cuerpos apaleados, de aquellos ojos desorbitados de dolor y de odio, de aquellas bocas cerradas. Llevaba con él aquellas visiones que no le abandonaban ni un minuto, con gritos y amenazas, en sus noches de cocaína, en los días lentos, que no acababan de pasar. Les tenía odio, no piedad. Odio porque no hablaban, porque lo soportaban todo con la boca cerrada, como locos, odio a aquel heroísmo, a aquella convicción. Odio porque le perseguían como si fuera él el responsable de todo: ¿Por qué no iban a turbar las noches de Barros, las de Pereirinha y de Dempsey, que eran los que golpeaban, los que mandaban golpear? ¿Por qué le elegían a él, a quien no cabía ninguna responsabilidad? Decir si podían seguir resistiendo, si su corazón no amenazaba con romperse, si el pulso seguía siendo normal, ésa era su obligación, y para eso le pagaban. ¿Por qué le elegían a él para perseguirle, para acompañarle calle afuera con sus gritos, para venir de noche cuando él esperaba huir con los sueños de la droga, a estrangularle con sus manos hinchadas, aquellas manos cuyas uñas habían sido arrancadas con los alicates? ¿Por qué a él, que no tocaba a nadie, que se limitaba a apoyar su cabeza en los pechos jadeantes y a seguir el ritmo de los latidos del corazón? Sentía odio hacia aquellos corazones más fuertes que el suyo. El suyo, que ya no resistía más. Y el placer sádico se convertía en pánico, en un terror sin límites, terror de aquellas caras, de aquellos ojos, de aquellas voces mudas.
Y odiaba la sala, los instrumentos de tortura y a los torturadores: la fuerza bruta de Dempsey, aquellos ojos parados como los de un animal primitivo, golpeando, golpeando, como si fuera aquello lo único que sabía hacer, la única cosa de que era capaz su falta absoluta de inteligencia, la falta de sensibilidad, su condición más de bestia que de hombre; la morbosa juventud de Pereirinha, igual a él, Pontes algunos años atrás, disfrutando con cada grito, con cada expresión de dolor, con el sufrimiento, y dejando de golpear para quedarse mirando, con la risa cortándole el rostro, haciéndole entornar los ojos; odiaba también a los otros, los que se estremecían a veces y apartaban los ojos del rostro de los torturados, y a los ya completamente indiferentes, a los acostumbrados, gente de sensibilidad ya embotada. Y odiaba a Barros, con la colilla pegada al labio blando, sus maldiciones, su incapacidad para arrancar palabras de aquellas bocas, sus chistes sin gracia, su obtusa vanidad, la presión que ejercía sobre él, Pontes, a base de las raciones de cocaína que sólo le daba tras el macabro espectáculo. A veces imaginaba a Barros amarrado y desnudo, como uno de aquellos miserables comunistas, a Pereirinha apagando el cigarro en sus espaldas, a Dempsey empuñando los alicates para arrancarle las uñas. Los odiaba a todos: presos, policías, delegado; los odiaba a todos con un odio hecho de miedo, alimentado por sus visiones, por la certeza de que todo acabaría con el último golpe de porra o con la ultima bofetada, mientras que para él —que no hacía más que examinar los corazones, que para eso le pagaban— todo continuaría, durante el resto de la noche, y el día siguiente y la noche después, y para siempre.
Aquellos ojos de mujer, despavoridos, unos ojos que eran al mismo tiempo de súplica, de espanto, de terror y de odio. Pontes la miró por un momento sólo y luego desvió la vista hacia los instrumentos de la sala, hacia Dempsey que encendía un pitillo, en mangas de camisa, arremangado. ¿Pero de qué servía? Aquellos ojos continuaban clavados en él, no podía dejar de verlos, hasta cuando cerraba sus propios ojos. Si al menos hubiera aspirado un poco de coca, todo se envolvería en niebla, aquella mirada se mezclaría a decenas de miradas de los otros, no sentiría tan agudamente la mirada de una madre a quien van a torturar a un hijo nacido de su vientre. Y del fondo de su embotada memoria surge completa y clara una frase que el venerando profesor Barbosa Leite, de barba blanca y voz medida, gustaba de repetir: «La finalidad de la medicina es proteger a la vida humana, su causa es la de la vida contra la muerte, su misión es la más bella y la más noble, ser médico es ejercer un sacerdocio.» Se pasa nerviosamente la mano trémula bajo la nariz. ¿Qué venía a hacer aquel viejo idiota allí, a una sala secreta de la jefatura de policía, con sus frases, sus definiciones moralistas? ¿Por qué se coloca al lado de Josefa como protegiéndole, como protegiendo al niño a quien Barros mandó buscar? ¿Por qué extiende su mano blanca, como hacía en la sala de autopsias, para indicar un detalle importante, llamándole la atención a él, a Pontes, hacia los ojos aterrorizados de la mujer? Esperando que él diagnosticara, así hacía en el hospital con los estudiantes... ¿Qué tiene que ver él, el viejo profesor, con todo aquello? Pontes hace un gesto con la mano, como expulsándole de la sala. Resuena la voz del policía:
—¿Alguna cosa, doctor?
¡Ah, si al menos tuviera allí un poco de coca! Todo quedaría envuelto en niebla, sería sólo una pesadilla, un doloroso delirio, los ojos de Josefa se confundirían con los otros, la figura del profesor Barbosa Leite no vendría a repetir aquella frase absurda, ¿qué diablos tenía que ver él con todo aquello? ¡Ah! Un poco de coca, sólo un pellizco, lo suficiente para envolver la sala, a la mujer, a los presos apoyados en las paredes, a los policías, a Dempsey, a Barros y al profesor en una niebla indistinta... Sólo un poco, un pequeño pellizco para aspirar.
Crece el llanto del niño en el corredor. El Dr. Pontes se estremece de nuevo en su silla.
Un llanto de niño que se ha visto despertado en medio del sueño, un llanto casi normal: basta dejarle descansar otra vez y cesarán los sollozos. Barros sonríe mirando a los presos. Están alineados contra !a pared, los brazos y las piernas amarradas, los cuerpos desnudos, algunos son prácticamente irreconocibles tras aquella semana de torturas diarias. A una orden de Barros, los guardias apartan del rostro del maestro Valdemar Ribeiro, del obrero de Mato Grosso, de Mascarenhas y de Ramiro, las máscaras antigás que les habían colocado para dificultar su respiración. El maestro da pena: sólo una vez le golpearon, le dejaron dos noches de pie. sin comer, sin beber. Y no obstante parece diez años más viejo, un cuerpo enflaquecido de Cristo crucificado, unos ojos de loco. Cuando le apalearon —Barros se enfureció con sus respuestas arrogantes, con sus elogios a Prestes— había gritado tanto que el delegado se sintió esperanzado: tal vez cantara. Pero el maestro no pasó de aquellos gritos que apagaban el sonido furioso de la radio puesta a toda potencia. Perdió el sentido una y otra vez. Pero no fue la paliza lo que le envejeció súbitamente, ahondando las arrugas de su rostro y encaneciéndole, fue el espectáculo de las torturas aplicadas a los demás: cuando torturaron a Josefa, el maestro gritó hasta perder el conocimiento.
El ferroviario era diferente: parecía mudo. Ni un sonido, ni una palabra, ni un sollozo, pese a que Dempsey descargó sobre él su porra sin piedad. De ellos quería Barros obtener detalles sobre Gonçalo. Heitor Magalhães le había dicho que fue el maestro quien le había puesto en contacto con el gigante, y había añadido, con una mentira vengativa, que Paulo estaba informado de los movimientos del legendario comunista. Pero el ferroviario declaró:
—No sé nada. Nunca oí hablar de él. Y, aunque lo supiera, tampoco diría nada.
Entre golpes y amenazas, Barros les hizo tentadoras ofertas: dinero, libertad, la vuelta del maestro a su puesto en el grupo escolar, un empleo para Paulo. El maestro recordaba la fotografía de Prestes en la salita de su casa, y las palabras de Gonçalo: «Tenemos que llevarle en el corazón», y protestaba entre gemido y gemido contra los malos tratos, y perdía la cabeza cuando Barros injuriaba a Prestes, mientras Paulo, como si fuera de la misma silenciosa materia que los roquedales, sufría todo con una mudez que resultaba para Barros más que irritante, odiosa como todo aquel intolerable orgullo comunista.
Barrios les sonrió a todos cuando oyó el llanto del niño resonando en el corredor, camino de la sala. A ellos y a Mascarenhas, y a Ramiro. El joven portugués aprieta los labios ensangrentados, casi no le quedan dientes para apretar. Su cuerpo es todo él una llaga. Le habían arrancado uno a uno los pelos del incipiente bigote, le habían metido alfileres por debajo de las uñas y acabaron por arrancárselas. Ante él torturaron a Zé Pedro, a Carlos, a Mascarenhas, y luego a Josefa. Y los ojos del pequeño portugués se cerraban para no ver. Barros le abofeteaba:
—Abre los ojos, cerdo, que te los voy a arrancar...
Le vio entonces, como le veía ahora, intentando romper las cuerdas que le amarraban, hinchadas las muñecas, y le invitó a hablar:
—Habla y mando parar.
Ramiro gritó, para Barros y para sí mismo:
—Soy comunista, y un comunista no habla.
Allí está, de nuevo con su inútil esfuerzo por romper las cuerdas, forzando las muñecas. Y no consigue más que hacer más dolorosas las llagas de sus brazos. Mientras tanto, Mascarenhas dice:
—Si tocas a ese chiquillo, te juro que un día te mato, miserable...
Un día metió a Mascarenhas en un coche, después de haberle torturado. Los acompañaba otro automóvil lleno de policías. Salieron hacia los alrededores de la ciudad. Mascarenhas, al lado del delegado, aspiraba voluptuosamente el aire libre de la noche. Barros hablaba de mil cosas, de todo lo que recordaba la vida en libertad, de todo lo que era capaz de tentar a un hombre joven, lleno de salud. Le habló de su casa, de su mujer, de sus hijos. De las posibilidades de vida feliz que él podía poner a disposición de Mascarenhas si se decidía a hablar. Se acabarían los salarios mezquinos y el duro trabajo, las dificultades para sostener a la familia y pagar el alquiler de la casa. Le ofrecía un buen sueldo, un trabajo fácil en la policía, buena casa y buena mesa, escuela para los pequeños. Le iba señalando la ciudad de São Paulo, por donde pasaba el automóvil, iluminada y ruidosa, llena de seducción. Mascarenhas no respondía, como si sólo el aire de la noche le interesara, el poder respirarlo a pleno pulmón.
En medio del camino hacia Santo Amaro, se detuvieron los coches. Los policías le arrancaron del vehículo y le llevaron hasta la presa. Era un rincón desierto y silencioso. Sobre ellos parecía inclinarse un cielo de estrellas innumerables, claro y distante. Barros le dijo:
—Mascarenhas, ha llegado tu hora. O hablas o te liquidamos. Luego tiramos tu cuerpo a los peces del embalse.
Mascarenhas miraba el cielo, las estrellas, las aguas azuladas del lago. Amaba la naturaleza, le gustaba asistir al nacimiento del día sobre los campos, y cuando, raramente, tenía un día libre, iba a pasarlo entre los árboles, a un bosque cualquiera. Decía siempre a los camaradas, cuando imaginaban el futuro, tras la revolución, que lo que él quería era un trabajo que le alejara de la ciudad, que le permitiera vivir en plena naturaleza. Era mejor que le mataran allí, y no en un patio de la jefatura, rodeado de muros. Podía ver el cielo nocturno, el reflejo de las estrellas sobre el agua, aspirar el aire de la noche. Sí, era mejor allí.
Le desnudaron a la fuerza; los policías sacaron las pistolas. Él sintió en sus carnes desnudas la caricia fría de la brisa. Barros adoptó una pose marcial para dirigir la ejecución. Las pistolas se tendieron hacia él. Mascarenhas iba a gritar su ¡viva! final al Partido y al camarada Prestes cuando estalló colérica la voz del delegado:
—¿Crees que no vas a hablar, bandido? ¿Crees que vamos a dejarte con la boca cerrada? Antes de matarte, voy a abrirte la boca...
Cayeron sobre él a golpes, a culatazos. Pero ahora ya sabía que no iban a matarle. Habían querido ver si le asustaban con la amenaza de la ejecución inmediata. Así había logrado Barros una vez que un estudiante hablara. Hubo un momento, mientras le apaleaban al borde de la presa, en que Mascarenhas pensó huir, tirarse al agua, dejarse ahogar. Era mejor morir de una vez que continuar sufriendo la brutalidad de los policías. ¿Pero, tenía derecho a disponer de su vida? Las torturas no podían durar eternamente, y aunque le procesaran y le condenaran, un día saldría de prisión y volvería a su puesto en el Partido, volvería a la lucha. Su vida no le pertenecía, su obligación era luchar hasta el fin. Apartó los ojos del agua azulada donde se reflejaban las estrellas.
Le llevaron de vuelta. Al día siguiente empezaron con él, con Carlos y con Zé Pedro, los procedimientos «científicos», como decía Barros: conexiones eléctricas, inyecciones aplicadas por el Dr. Pontes, electrochoques como hacían con los locos en el manicomio, para ver si con el delirio se les escapaban las palabras esperadas. Peor que aquello, sólo el espectáculo de las torturas infligidas a los otros, el salvajismo desenfrenado contra Josefa.
El llanto somnoliento del niño se acercaba. Barros sonríe al grupo de hombres apoyados en la pared: el maestro, incapaz de contener sus nervios, tembloroso como un chiquillo amenazado; el ferroviario, con su faz cerrada, los músculos tensos, la cara sombría respirando odio; el adolescente portugués queriendo romper en un esfuerzo inútil las cuerdas que lo amarran, el tronco proyectado hacia adelante, como si deseara precipitarse sobre el delegado; Mascarenhas, aguzando el oído, prendido en aquel llanto del niño, pensando tal vez en sus hijos. Alguno hablará, aunque Barros tenga que dejar lisiado para siempre al hijo de Zé Pedro. Se abre la sonrisa en el rostro de Barros. Iban a ver ahora quién podía más, si él o esos comunistas. El llanto del niño le precede en la sala, donde la atmósfera es pesada, irrespirable, como la de un largo y tenebroso túnel.
Pereirinha aparece en la puerta, con el niño como un paquete bajo el brazo: le había pasado un brazo por la barriga, las manos y los pies del chiquillo se agitaban vueltos hacia el suelo, el llanto enrojece su rostro mulato. El grito de Josefa atraviesa la sala, una voz perdida:
—Zé Pedro, van a matar a nuestro hijo...
Los ojos de Barros abandonan a los cuatro presos apoyados en la pared. La sonrisa se amplía en sus labios. En su rostro se dibuja un aire de desafío mientras se dirige a los dos hombres sujetos por los pies de una cuerda pendiente del techo: Zé Pedro y Carlos:
—¿Has oído, Zé Pedro?
—¡Perro! —la voz llega casi del suelo, una voz de asco y de odio, ahogada en dolor.
Había una mesa en medio de la sala. Barros se la indicó a Pereirinha:
—Ponlo encima de la mesa.
El policía tira al chiquillo como si fuera un paquete. El llanto aumenta, ya no es el mismo de antes, es un llanto resentido. La voz de Zé Pedro vomita insultos, como si hubiera olvidado cualquier otra palabra. Barros da órdenes a los guardias para que retiren del suplicio a Carlos y a Zé Pedro:
—Así lo verán mejor...
Colocan a los dos hombres de pie, contra la pared del fondo, pero ninguno de los dos se sostiene y caen sentados.
—Déjalo... —dice Barros.
El chiquillo se afirma sobre brazos y rodillas, y comienza a gatear. Su voz asustada llama entre el llanto: «mamá, mamá». Un sonido ronco, incomprensible, sin palabras ni gritos ni gemidos. Un sonido como de una fiera acorralada y mortalmente herida responde al niño: es Josefa intentando hablar, pedir tal vez, suplicar, amenazar, ¿quién sabe?, un sonido increíble, dilacerante. El maestro Valdemar cierra los ojos. ¡Ah, si pudiera cerrar también los oídos! Quedarse sordo de repente... Sólo el niño y el Dr. Pontes entendieron aquel sonido: el niño alza los ojos buscando a su madre; sonidos como aquél los había oído ya el Dr. Pontes en sus delirios de toxicómano. El sudor le brota de la frente. Barros se dirige hacia donde está Josefa amarrada:
—De ti depende que el chiquillo sufra o no. —Lanzó una mirada al pequeño que gateaba en la mesa, como si considerara su capacidad de resistencia—. No sé si aguantará, es aún muy pequeño... A lo mejor hasta se muere...
Los ojos de Josefa se clavaron en él; consiguió pronunciar las palabras:
—Usted no hará eso; tanta maldad no es posible, usted no va a hacerlo...
—Sólo depende de ti, exclusivamente de ti —la voz de Barros era casi amistosa—. Cuenta lo que sabes. Dile a Zé Pedro que hable. Entrégame a João y al Rubio, y yo te dejo al chiquillo.
Los ojos de Josefa se dilataban. Empezó a llorar. «¿Hasta dónde van a agrandarse esos ojos?», se preguntó el Dr. Pontes, inquieto.
—¿Vas a dejar que le peguen una paliza al chiquillo? A lo mejor, se muere... —continuaba Barros—. ¿Es que tú tampoco tienes entrañas? Vamos, habla y dejo libre al chiquillo, dejo libres a los dos... al chiquillo y a ti... Hoy mismo...
—Quiere engañarte... —advirtió Zé Pedro.
—¡Cierra la boca, cerdo! —Barros se empezaba a poner furioso—. ¿Ves? A tu marido no le importa que matemos al chiquillo, Pero tú eres su madre... No lo ha parido él, no. Por eso no le importa. Pero basta que tú hables, y os suelto. Palabra.
«Si hablo, jamás volverá a mirarme a la cara, jamás querrá saber de mí, jamás su mano me acariciará el pelo», pensaba ella durante las anteriores torturas, pero ahora ya no le basta ese pensamiento, necesita algo más que lo sustente. Busca ansiosa los ojos de Zé Pedro y los mira incansable, como si de sus ojos pudiera venir el ansiado valor. En aquellos días de torturas, cuando los policías entraron en la sala, donde la habían dejado con el chiquillo, para desnudarla y ultrajarla, cuando el deseo de la muerte era para ella el más dulce de los pensamientos, el amor de Zé Pedro le había sostenido. Pero ahora necesitaba algo más, y Zé Pedro lo adivina. Su voz domina la del delegado:
—Zefa, si hablas, un día el pequeño se avergonzará de ti. No va a querer ni verte, nadie ama a los traidores. ¡Pero sé que no hablarás!
Barros se vuelve hacia Zé Pedro:
—Oye, Zé Pedro... Si crees que todo esto es una comedia, te engañas. Si no habláis, me cargo al chiquillo, como me llamo Barros.
Y se vuelve a Josefa:
—¿Es que no tienes entrañas?
Una voz se eleva desde el otro lado de la sala:
—No eres un hombre, Barros, eres un cobarde...
El delegado se vuelve al tiempo que ve a un guardia cerrándole la boca a Paulo de una bofetada. Pero vuelve la voz, insultante, cargada de desprecio:
—Sólo un cobarde como tú puede pensar en apalear a un niño. Un cobarde, un miserable, eso es lo que eres. Si quieres pegar a alguien, pégame a mí, que soy hombre para aguantar tus golpes con la boca cerrada. Eres un cobarde, un miserable, un gallina...
Y se sucedían los insultos, pese a las bofetadas. Por un momento vaciló Barros, como si sólo Paulo le interesara y estuviese dispuesto a olvidarse de los otros para cuidarse de él. Pero luego se rió, dirigiéndose a los policías:
—Dejadle. Está intentando atraer la atención, a ver si así dejamos en paz al crío... Es bobo...
Josefa mira hacia la mesa por donde gatea el niño. Después de oír a Zé Pedro, de haber decidido no hablar, pasara lo que pasara, todas las fibras de su ser sufren por el chiquillo. Una vez, el niño había caído de la mesa y perdió el sentido. Ella le creyó muerto y quedó paralizada, con un dolor sin esperanza. Ahora lo ve próximo al borde, y olvida las amenazas para advertir con un grito:
—Se va a caer...
El niño levanta la cabeza al oír la voz de su madre. Barros le empuja de un manotazo hacia el centro de la mesa. Se reanuda el llanto. Los pensamientos de Josefa empiezan a perder coherencia, suben los sollozos de su pecho.
Barros dio unos pasos hacia Zé Pedro:
—O hablas o vas a ver cómo aplastamos a ese chiquillo. ¿Serás tan miserable como para ver a tu hijo sufrir sólo por tu culpa? —hizo una pausa, esperando una respuesta que no tuvo—. Ahora vamos a ver si es realmente tu hijo, si no fue otro quien le hizo... Ahora voy a tener la prueba.
Mascarenhas amaba la naturaleza, los amplios espacios, los húmedos bosques, el campo abierto. Un día, de chiquillo, había hecho un largo viaje en tren y el paisaje desfilando ante la ventanilla había sido una fiesta para sus ojos. Pero ya en las montañas, el tren lanzó un pitido lastimoso y penetró en un túnel. El aire se hizo pesado, nauseabundo, revolviéndole el estómago. Ahora, en aquella sala de la policía, sintió lo mismo, ganas de vomitar, y no pudo contenerse:
—Si toca a ese niño, un día le mataré, Barros. ¡Le juro que le mataré!
Barros, esta vez, ni se volvió. Miraba ahora a Carlos, hablaba para él:
—¿Ves, Carlos? Tú eres testigo: la culpa es tuya. Os emperráis en no hablar. ¿Has visto una vez a un chiquillo apaleado de verdad? No una torta de esas que le dan el padre o la madre, no. Una verdadera paliza, a latigazos.
Josefa recordaba el día del nacimiento del niño, la alegría de Zé Pedro. E inmediatamente le asaltaba el recuerdo de unos días en que el pequeño estuvo enfermo: había sido una gripe fuerte. Ni ella ni Zé Pedro dormían, velando el inquieto sueño de su hijo. Se sucedían los recuerdos, los ojos se le dilataban, le parecía que el niño había muerto ya, no sabía qué estaba ocurriendo realmente. Sus ojos recorrieron la sala. El rostro de Zé Pedro la acompañaba, cerrado de angustia.
Barros habla, dirigiéndose a Carlos:
—Depende de ti. Si hablas, dejo al pequeño en paz. ¿Quién es João? Dame la dirección del Rubio... Dime dónde puedo encontrar a Gonçalo... Es bien poca cosa... ¿Has visto alguna vez a un chiquillo deshecho a latigazos? Pues lo vas a ver inmediatamente.
De aquel Carlos joven y alegre quedaban sólo unos ojos dulces. No fue a Barros a quien respondió. Se dirigió al Dr. Pontes, que permanecía sentado en una silla, secándose el sudor de la frente con manos trémulas:
—Doctor... Dígame, doctor... ¿Va a consentir ese crimen? ¿Lo va a permitir? Si lo permite, un día lo pagará...
Barros rió, divertido:
—¿Quién? ¿Pontes? Pero si eso hasta le divierte, ¿no es verdad, Pontes?
El médico asintió débilmente con la cabeza. Quiso sonreír, pero su sonrisa fue una mueca.
—A ver si es hijo tuyo, el chiquillo ese... ¿Es tuyo? —se reía Barros dirigiéndose a Carlos—. Tú ibas mucho por casa de Pedro, ¿no?
Se quedó un momento esperando. Se encogió de hombros:
—La culpa es tuya. Es mejor que hables ahora, en vez de hacerlo luego, cuando hayamos empezado ya...
Indicó la radio:
—Música...
Y a otro policía:
—Desnuda a ese montón de mierda... —indicaba al niño sobre la mesa.
Midió uno a uno a los policías de la sala. Dempsey había retrocedido hacia la puerta, y desvió la mirada cuando tropezó con la del delegado. Sólo Pereirinha sonrió:
—Dale unos palos en el culo, para empezar...
—No hagas eso, miserable... —Los sollozos de Ramiro, con las muñecas sangrándole del esfuerzo por romper las cuerdas.
—¡Cobarde! —gritaba el ferroviario.
Se elevó, melodiosa, la música de un vals. Pereirinha cogió el látigo, pasó los dedos por los alambres. El Dr. Pontes vio la mirada de Josefa, su boca abierta, sin voz, algo que pasaba por sus ojos. Pereirinha alzó la mano, Barros sostenía al chiquillo de espaldas, el pequeño intentaba seguir gateando. Nadie oyó su desesperado grito, fue el de Josefa el que oyeron todos, un grito áspero y extraño como si aquella voz fuera de otra, de alguien recién llegado a la sala.
El Dr. Pontes veía al viejo profesor Barbosa Leite tendiendo la mano hacia la mujer, con el gesto habitual con que exigía a un estudiante el rápido diagnóstico. Se levantó. Pereirinha alzaba otra vez el látigo, el niño gritaba, retorciéndose sobre la mesa. El Dr. Pontes se acercó a Barros, le tocó el brazo, señaló a Josefa:
—Se ha vuelto loca... —dijo.
Barros abrió un armario del despacho. Sacó la botella de aguardiente y dos copas. Las colocó en la mesa, sirvió. El Dr. Pontes agarró apresuradamente una de las copas, se la llevó a los labios. El temblor de la mano hizo que se le derramara una parte de la bebida sobre el cuello de la chaqueta. Barros se bebió el aguardiente de un trago, escupió al suelo, volvió a servirse:
—¡Peste de gente! Ni de la loca se puede sacar nada.
El Dr. Pontes se echó a reír con una risa incontenida, morbosa, desagradable. El delegado le preguntó ásperamente:
—¿De qué se ríe? No le veo la gracia...
Barros, cuando el Dr. Pontes diagnosticó la locura de Josefa, mandó que se llevaran al chiquillo y a los demás presos, e insistió en que el médico aplicara unos electrochoques a la mujer. Y no tanto para salvarla como para oír las frases que en su inconsciencia podría pronunciar tras el tratamiento. Podía ser que así Josefa revelara algo. Josefa se había limitado a hablar del hijo, a repetir su nombre, a cantar estrofas de viejas nanas, y ahora se había quedado adormecida bajo la acción del choque. Según el Dr. Pontes igual podía despertar normal, como convertida en loca furiosa. Lo mejor sería enviarle al manicomio judicial.
Le fue difícil contener la risa: Barros le parecía cómico con su rabia impotente, y eso que hacía mucho tiempo que nada le hacía reír. Consiguió dominarse, y dijo:
—Son más fuertes que usted, Barros. Usted tiene contra ellos sólo el dolor, pero ellos tienen como respuesta contra usted algo mucho más poderoso...
—¿Qué? —preguntó el delegado dando un puñetazo en la mesa.
—Qué sé yo... Algo en el corazón. No sé qué diablos será para darles esa fortaleza. Le han derrotado. Barros...
Y nuevamente la risa se apoderó de él y le agitaba, una risa incontrolable, más insultante aún que las palabras del ferroviario en la sala de torturas.
Barros dio otro puñetazo en la mesa:
—Tráguese esa risa o le parto la cara...
El Dr. Pontes se alejó de la mesa, pero no podía dejar de reír. Era imposible: tan cómico resultaba el delegado, tan impotente, que llegaba a dolerle el estómago de risa. Barros se lanzó contra él y le dio dos bofetadas:
—¡Tío guarro! ¡Conque, riéndose de mí!...
Pero el médico seguía riéndose, riéndose y llorando al mismo tiempo, con las huellas de la mano del delegado en el rostro. Barros volvió a la mesa, agarró la botella por el cuello, bebió un largo trago, se sentó.
—¡Lárguese de ahí! ¡Que se largue, le he dicho! ¡Rápido! —ordenó.
El médico estaba haciendo un esfuerzo desmedido para contener la risa. Barros seguía gritando:
—¡Fuera de aquí! ¡Largo!
La risa murió en los labios del médico. Consiguió hablar:
—Mi sobre... Déme la ración...
Barros había triunfado en su cólera:
—¡Le he dicho que se largue! ¡Fuera de aquí antes de que le dé otra torta!
Volvía la risa. Pontes luchaba para que no le dominara de nuevo. Habló, intentando contenerse:
—Déme el sobre y me voy...
—No le doy nada, ni un pellizco... ¡Y largo de aquí!...
Volvió a coger la botella.
La risa murió en los labios del médico:
—No bromee, Barros, déme el sobre...
El delegado se levantó, se fue hacia el médico, le echó fuera a empujones, cerró la puerta. Pero seguía oyendo la risa en los labios del otro. Aquel canalla se estaba riendo de él. Bebió otro trago, la cólera le dominaba. Tiró la botella contra la puerta...
El Dr. Pontes apartó la silla sobre la que le había proyectado el empujón del delegado. El guardia que estaba de plantón ante la puerta le ayudó a levantarse y comentó:
—El jefe está que trina, ¿eh? ¡Vaya día que tiene!
No respondió. Dejó de reír. Se pasó el dedo bajo la nariz. Oyó el ruido de la botella lanzada por Barros contra la puerta haciéndose añicos. Cogió el sombrero y se fue.
Se mató de madrugada, cuando la ciudad empezaba a despertar. Los gritos y las visiones le esperaban a la puerta de la jefatura, le acompañaron en el taxi, entraron con él en su casa. Los ojos de Josefa, aquel ronco sonido que no podía compararse a nada, el cantar de cuna tras el choque eléctrico, cuando ya se habían llevado al niño con las nalgas destrozadas por los latigazos:
Duerme, duerme, hijito mío,
Duerme en paz, que yo te velo...
Si tuviera un poco de droga cubriría gritos y visiones con una niebla de sueño. Tal vez pudiera así soportarlo. Pero Barros le había echado. No le quedaba nada. La bebida no servía de nada, ya lo había intentado otras veces. Se tendió en la cama sin desnudarse, y los rostros surgían de nuevo de los cuatro rincones del cuarto, surgían hinchados y coléricos, unos ojos que le miraban desde el techo, desde el suelo y desde las paredes.
Apagó la luz para no ver. No debería haberlo hecho. Entonces se acercaron todos, rodearon el lecho, gritaban a sus oídos, los hombres y la mujer, y él les oía y entendía, uno tras otro y todos juntos. Se levantó, anduvo, le acompañaban desde el dormitorio a la sala, de la sala al dormitorio, y gritaban cada vez más alto y colocaban los rostros contra el suyo, los ojos sobre los suyos. Si tuviera un poco de coca... Un pellizco sólo. Tal vez bastara...
Sí, sabía qué querían de él, qué deseaban. Le perseguían ya desde hacía algún tiempo, querían vengarse de él. ¿Por qué no de Dempsey, de Pereirinha, de Barros, por qué de él, que no hacía más que examinarles el corazón, pues para eso le pagaban? Y la voz pausada del profesor Barbosa Leite surgía de nuevo, las barbas blancas, su aire de santo laico:
—La medicina es un sacerdocio. Nosotros luchamos por la vida contra la muerte, contra el dolor...
Se sentó ante la mesa del despacho, de manera casi inconsciente cogió unas hojas de papel y la pluma y empezó a escribir una larga carta al profesor, contándolo todo, detalle por detalle. Las visiones se sentaron junto a él, pero fueron cesando los gritos a medida que él escribía. Describió la sala, los instrumentos de tortura, su trabajo y el de los otros. Y cómo había enloquecido Josefa y cómo había sido azotado el pequeño. Cerró el sobre, escribió el nombre y la dirección del profesor. ¿Pero no era el médico de la policía? ¿No sabía que los policías, al llegar, se llevarían la carta y nunca llegaría a su destino? —le preguntaban las visiones sobre la mesa, acercando el rostro.
Su vecino de apartamento era un viejo periodista con quien hablaba de vez en cuando. Cogió otra hoja y escribió unas líneas pidiéndole que hiciera llegar la carta al profesor Barbosa Leite, de la Facultad de Medicina, y sólo a él. La empujó por debajo de la puerta del vecino. Vio la mañana que nacía, su luz fosca. Pero los gritos continuaban, las visiones persistían. Le daban prisa, le rodeaban aquellos rostros hinchados, aquellos ojos de dolor y cólera, aquellas manos sin uñas, aquellas bocas partidas. «Un minuto más —pensó— y estaré libre para siempre».
Cuando cogió la pistola volvió a ver el rostro rabioso y cómico de Barros en su impotencia. Un acceso de risa le agitó, pero los ojos de Josefa estaban ante los suyos, y se contuvo. Acercó la pistola a la cabeza, la apoyó al oído, apretó el gatillo con el dedo trémulo. La mañana acababa de nacer.