SEGUNDA PARTE
LA CRUZADA
(1209–1242)
Lo ideal sería no verter sangre de paganos si hubiese un medio de defenderse de ellos sin recurrir a la violencia, pero como desgraciadamente no existe tal medio, el caballero cristiano se ve impelido a empuñar la espada. Así, el soldado de Cristo tiene un motivo para ceñir su arma.
San Bernardo
Todo castillo resistente, toda ciudad reacia serán tomados por la fuerza y reducidos a osarios. Que no se deje en vida ni a un recién nacido. Así se sembrará el terror salubre y nadie osará jamás desafiar la Cruz de Dios.
Guillermo de Tudela
Canción de la cruzada contra los albigenses
18
UNA CARTA ANTE BÉZIERS
Cerca de Béziers, veinte de julio en el año del Señor 1209
Con el transcurrir de los días y del camino, el carromato en el que viajaba el abad de Cîteaux se había convertido en una improvisada sala de recepciones donde se reunían los grandes señores de la guerra con el máximo dirigente religioso, y a fin de no detenerse en su carrera hacia el primer objetivo de la cruzada. El ejército debía llegar cuanto antes y no había tiempo para detenerse.
Aquella mañana el abad Arnaud Amaury escuchaba con gran atención al joven Lucio, un fraile adolescente y con la cara llena de granos de acné que, sentado ante él en el carro, leía muy lentamente una misiva recién llegada de Roma y que, en mano, le habían entregado hacía unos instantes un grupo de caballeros.
Venerabilis frater, Arnaud Amaury:
Volvemos a dirigirnos a vos a fin de animaros en vuestro esfuerzo que, sin titubear, debéis lanzar contra el hereje. No puede faltaros el aliento cuando dirijáis vuestro ejército contra la ciudad de Béziers, ese abismo de perdición y portador de gérmenes perniciosos que los herejes se empeñan en propagar por pueblos y aldeas, contradiciendo con ello la voluntad de Nos, vuestro santo padre, y haciendo, en definitiva, caso omiso a los designios del mismísimo Jesucristo.
Recordad que, aunque Nuestro Señor Jesucristo, al instituir la Iglesia daba a todos sus discípulos el poder de atar y desatar, concedía, sin embargo al bienaventurado Pedro una total preeminencia al decir: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia». Con ello, estimado abad, debéis recordar que Dios quería dar a entender a todos los fieles que, entre Él y los hombres, no hay más que un mediador, y es Jesucristo hecho hombre, el mismo que ha restablecido la paz y eliminado las divisiones, estableciendo la unidad entre todos sus hijos. Así pues, no debe haber en la Iglesia más que una cabeza común a todos, la misma que tiene el poder y lo ejerce en nombre del Señor.
Jesucristo quería evitar que naciera divergencia alguna entre miembros que no se reagrupen alrededor de una misma verdad, de una misma fe y de un mismo culto. Esto se deduce también del pasaje en que se lee la orden del Señor a Pedro de confirmar a sus hermanos y apacentar a sus corderos.
Es así, en virtud de este poder concedido por el Señor al bienaventurado Pedro, que la Iglesia Romana fue puesta en posesión de la autoridad sobre todas las Iglesias, a fin de que las decisiones de su Providencia fuesen recibidas por todas partes de forma definitiva.
Vuestra labor, pues, consistirá en dar caza al hereje, en combatir esos falsos frailes que engañan a sus ciegos creyentes sobre su otra Iglesia, al igual que hace aquel que envenena a sus huéspedes vendiéndoles vino adulterado.
No os conforméis solo con cortar la hierba, pues volverá a crecer si no la arrancáis de cuajo. Estamos convencidos de que así lo creéis vos también, y os animamos a que no desfallezcáis en vuestro empeño.
Vuestro hermano en Cristo. Inocencio III, papa.
Tras leer en silencio y por segunda vez la carta escrita por el puño y letra del sumo pontífice, el novicio levantó la mirada hacia el abad, que mantenía la suya, pensativo, hacia el paisaje que se divisaba por la pequeña ventana, entre el vaivén del carromato en el polvoriento y empedrado camino.
—Pero... No lo entiendo, monseñor —empezó a decir el joven fraile—. ¿Qué quiere decir exactamente su santidad?
El abad cisterciense se tomó su tiempo en contestar, hasta que, sin abandonar la leve y pensativa sonrisa que había adoptado hacía ya largo rato, por fin empezó a hablar.
—Nuestro santo padre quiere decir que no hay más que una sola Iglesia, por mucho que se empeñen en decir lo contrario los herejes que se esconden en ciudades como la que tenemos ante nosotros.
Desde el ventanuco del carromato y a menos de una jornada de camino se divisaban ya las murallas de la cercana Béziers, su puente de piedra y la orgullosa catedral de Saint Nazaire.
—Y no pienso decepcionar a nuestro sumo pontífice —continuó diciendo, tras tomarse una nueva pausa para meditar—. Borraré de la faz de la tierra esa ciudad. No quedará de ella ni una sola piedra.
19
TINHOL CALIENTE
Fortaleza de Montségur, condado de Foix
Los dos niños se habían quedado petrificados al ser descubiertos por el sargento de la guardia, Guilhem Garnier, mientras observaban al obispo y al diácono hablar y felicitarse, al amparo de la oscura cripta. Pero lo que realmente les hizo olvidar el susto original y el consiguiente dolor por el tirón de orejas del soldado, fue el sentirse interrogados por el anciano obispo que, de repente, había dejado de lado su amable cara con la que le habían conocido, para adoptar otra más profunda e interrogativa.
—¿Qué habéis visto? —les había preguntado—. Creedme si os digo que se trata de algo mucho más importante de lo que podéis llegar a imaginar. —Así que, a juzgar por la seriedad de su rostro y la profundidad de su voz, era fácil deducir que de poco, o nada, iba a servir mentir al respecto. Amiel tomó la iniciativa, tras comprobar que Hue seguía paralizado, aún con los ojos abiertos de par en par.
—Hue lleva muchos días compartiendo su carro con ese niño muerto y nos hemos escapado para ver de quién se trata. Yo he intentado convencerle de que no teníamos que hacerlo, pero Hue...
Amiel interrumpió su explicación al ver que el venerable anciano echaba a reír.
—Vaya, vaya... —empezó a explicar el obispo Guilhabert de Castres, mientras tomaba a los niños de los hombros, conduciéndoles al exterior de la cripta, al tiempo que miraba de reojo para comprobar que el diácono Salvatore da Clemenza ya había terminado de guardar los fardos con todos los pergaminos—. O sea, que habéis visto el niño muerto que tenemos en estos fardos.... Pues bien. En efecto. Nos habéis pillado a Salvatore y a mí, echándole una última ojeada al cuerpo de ese pobre niño. ¿Y queréis saber quién es? Pues prestad atención, porque ese niño tuvo una muerte horrible, precisamente por estar mirando lo que no debía y en el momento y lugar equivocados. Igual que vosotros ahora mismo. Así que, ya sabéis, la próxima vez deberéis tener en cuenta que dependerá de ello que sigáis con vida.
A Amiel le sonó familiar aquella frase que, horas antes, había oído en boca del monje que custodiaba los fardos, cuando aún viajaban con ellos en los carros, y se dijo que escucharla dos veces el mismo día era demasiado como para no tenerla en cuenta. Así que creyó la explicación del obispo, hasta el punto de pensar que, en lo sucesivo, ya se cuidaría él de no mirar lo que no le mandan.
Por su parte, Hue seguía callado mientras el obispo les conducía al patio del castillo, explicándoles entre carcajadas la historia del niño muerto y los fardos de ropa. Pero lo que realmente ocupaba su mente era la imagen de unos ajados pergaminos, muchos de ellos aún enrollados en tres grandes fardos, y que poco o nada tenían que ver con un niño muerto. Pero, bien por miedo o por intuitiva prudencia, también decidió permanecer callado y no hablar sobre lo que realmente había visto. Quién sabe. Quizás podría ser él el próximo inquilino enrollado en aquellos fardos.
Los días transcurrían con tranquilidad en lo alto del pog. La vida en la fortaleza era más entretenida que en las iglesias en las que habían vivido junto a sus hermanos, al tener un mayor número de tareas encomendadas. En poco tiempo, y a sus cortas edades, Amiel y Hue empezaron a dominar la ejecución de los oficios a los que se dedicaban aquellos buenos hombres, como se llamaban a sí mismos. Así, en el transcurso de los siguientes meses, los niños fueron aprendiendo las labores de los clérigos que, independientemente de su categoría, trabajaban por igual los diferentes oficios. Su regla de vida evangélica les obligaba a trabajar para vivir, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, quienes ejercían todos algún oficio. Un perfecto podía ser tejedor o carpintero, mientras que un creyente podía dedicarse a la sastrería o a ser médico. Todos trabajaban con sus manos, por lo que los niños aprendieron pronto a hacer calzados, a tejer, o a ayudar tanto al barbero como a los peleteros.
Otro de los valores que aprendieron, al poco de su llegada a la nueva comunidad, fue el de la generosidad. Consagrados a la pobreza individual, y cubiertas sus necesidades primarias, todos los perfectos y perfectas gustaban de regalar a los creyentes y amigos todo tipo de objetos como guantes, peines, jubones o camisas hechas por ellos mismos, haciendo honor a otro de los términos con que eran conocidos por el resto de la comunidad: el de probi homines[32].
También estaban prestos a aprender los oficios a los que se dedicaban las mujeres perfectas, también conocidas como buenas damas, esforzándose igualmente con sus manos en trabajos de madera, de metal, el cuerno, la paja o la piedra, o ayudando a los hombres hilando, tejiendo y cosiendo en sus casas-talleres con el huso y la rueca, donde hilaban el cáñamo y el hilo.
Las buenas damas, al igual que los hombres perfectos, también entraban y salían del castillo de dos en dos, iban vestidas impecablemente de negro y se reunían en comunidades femeninas para orar y realizar una serie de extraños saludos, que cada vez fueron siendo más familiares para los niños. Se agrupaban bajo la autoridad de una superiora y de su compañera ritual, y si el responsable de una casa de perfectos o buenos hombres era designado como el anciano, en el caso de las buenas damas era reconocida también como la anciana.
La primera dama, o anciana, les habían explicado, y la verdadera responsable de la reconstrucción y acondicionamiento de la fortaleza de Montségur fue Fornèira de Perelha, la madre del joven Raimond de Perelha.
En cierta ocasión, y a los pocos meses de haber llegado a la fortaleza, los niños fueron premiados por la anciana en persona, por su ayuda diaria a las mujeres perfectas. El premio consistió en un caliente tinhol [33], junto a un gran trozo de pastel de pescado para cada uno de los dos niños.
—No os lo comáis aún, que está muy caliente y os puede hacer daño —les recomendó dulcemente la dama. Fornèira de Perelha rondaba los 50 años. Tenía el pelo gris, con destellos plateados y recogido hábilmente en un moño, aunque conservaba un rostro joven y unos hermosos ojos azules que realzaban aún más su dignidad y su porte como dama de sangre noble. Además, la firmeza con que aplicaba sus decisiones, y sus educadas maneras, le hacían ser respetada y admirada por todos los habitantes de la comunidad—. Y si queréis compartirlo con otros niños, elegid bien a quién le regaláis, u os quedaréis sin probarlo.
La silenciosa mirada de complicidad que cruzaron Hue y Amiel delataba que no entraba en sus planes compartir ni el tinhol ni el pastel de pescado.
—Humm... —continuó divertida Fornèira, echándose ahora la mano al mentón y mientras les sonreía con calma, denotando sus modales tranquilos—, algo me dice que os vais a dar un atracón en cuanto os pierda de vista. Es más, estoy segura de que ni siquiera vais a esperar a que se enfríe, ¿no es verdad?
La respuesta de los niños vino en forma de rápida carrera con gritos de júbilo hacia los robustos portones de la muralla, maderos de unos dos metros de ancho cada uno, y desde los que podía avistarse en días claros como aquél la silueta lejana del pico de Roquefixiade al oeste, o el monte de San Bartolomé al sur. A los dos les encantaba ir hasta la entrada principal del castrum a sentarse y perder su mirada hacia los montes por entre los que llegaron a su nueva vida. Siempre pensaron que, en cualquier momento, sus hermanos vendrían a buscarles, aunque eso ya fuera del todo imposible.
—¡Si no me dais un trozo de vuestro pastel os abro la cabeza a pedradas! —La voz que les interrumpió sus pensamientos y el inminente banquete vino desde abajo, desde el camino, y llegó tan clara y contundente como la primera de las piedras que vino estrellarse a solo un palmo por encima de las cabezas de los dos niños—. Y ya podéis ver que tengo muy buena puntería. La próxima piedra os abrirá esa ridícula cabeza de pulga que tenéis.
Hue y Amiel se miraron y, disimuladamente, buscaron con sus miradas alguien a quien acudir corriendo para que les protegiera del que pretendía quitarles su humeante y delicioso regalo. Pero en aquel momento no había ningún adulto por allí, y la posibilidad de salir huyendo no excluía el peligro de llevarse una buena pedrada en la cabeza. Así las cosas, lo más sano parecía ser el terminar compartiendo los pasteles.
El que les hablaba en el camino, lo hacía parapetado tras un carro lleno de comida, enseñando solo sus ojos y su rapada cabeza. Obviamente no las tenía todas consigo, y también había sopesado la posibilidad de llevarse una pedrada, por lo que había decidido prevenirla poniéndose a salvo y, casi, sin dejarse ver. El carro, no obstante, le había delatado: se trataba de aquel oscuro chico de unos trece o catorce años que no hablaba con nadie y que bajaba cada dos o tres semanas a comprar alimentos básicos para la comunidad, viandas que le encargaba el diácono Salvatore y que incluían el pan, el vino, el trigo, el aceite, las legumbres o el pescado entre otras mercancías, que cambiaban por manufacturas y, también, por dinero. Eso sí, todo ello bien contabilizado por el anciano diácono, sin que hubiera posibilidad de que el chico encargado de las compras y de aquellos intercambios comerciales, pudiera quedarse con algo para su propio beneficio. Pasaba tanta hambre como el que más, así que el olor del pan de anís y los pasteles calientes le animó a probar suerte con dos niños más pequeños que él. En el peor de los casos, saldrían corriendo y él no perdería nada.
—¿Qué prefieres, un poco de tinhol o de pastel? —le preguntó Hue, temiendo la respuesta que no tardaría en llegar.
—¿Y qué tal si me lo dejáis todo sobre esa piedra y os vais a pedir un poco más para vosotros? Seguro que esa vieja de ojos azules os dará lo que le pidáis.
Aquello era más de lo que el pequeño pero decidido Hue estaba dispuesto a permitir. La sola idea de compartir su merecido regalo ya le hacía apretar los dientes, pero verse privado por completo de él le enfureció de tal modo que, agachándose para dejar los dulces como le había indicado aquel chico, aprovechó para tomar una piedra del tamaño de su puño y lanzarla, sin apuntar, a la altura de su cintura y aprovechando el giro de su cuerpo.
La mala suerte hizo el resto.
20
UN GRITO EN EL BOSQUE
Cerca de Rívoli, norte de Italia
Solo hacía unas jornadas que los dos monjes habían abandonado la confortable casa de Rívoli, en la que habían permanecido invitados por los perfectos Giovanni y Laurencia durante tres días, y ya empezaba a notarse el cortante frío del oeste, proveniente de las cercanas montañas. En ellas, decían, nunca era verano y atravesarlas requería, además de pesadas ropas de abrigo, una fuerza de voluntad de la que, afortunadamente, no carecían los dos viajeros.
Según los cálculos de Sergio, contrastados por el relato nada sucinto de fray Doménico, estaban a unas seis, o quizás siete jornadas de camino de la población de Susa, su siguiente parada, inmersa ya en los inminentes Alpes Cottianos. Las montañas que ahora aparecían a la vista eran enormes masas de piedra desnuda, que aparecía nevada por tramos.
—Esas montañas altas y peladas semejan los huesos descarnados del mundo sobresaliendo de la tierra —describió poéticamente fray Doménico, tras intuir que Sergio estaba sobrecogido ante la visión de la cordillera—. Pero hombres más voluminosos que tú las han recorrido sin mayor problema. Así pues, no permitas, joven Sergio, que esas alturas ensombrezcan el brillo de tu corazón que...
—Ensombrecer mi corazón, no sé —apuntó el novicio, interrumpiéndole, y sin dejar de mirar hacia el cielo por entre las tupidas copas de los árboles— pero sí puedo deciros que esas nubes negras de ahí no tardarán en ensombrecer la poca luz que nos queda hasta que caiga la noche. Es más, no creo que la lluvia se demore más de lo que tardemos en dar con algún refugio.
—Vaya, joven Sergio —bromeó con voz cantarina el orondo monje—, sabía de vuestras mundanas dotes para describir el tiempo pasado, e incluso el que vivimos. Pero desconocía por completo vuestro divino don para predecir el tiempo que queda aún por venir.
Aún no había terminado de decir aquello cuando un trueno ensordecedor irrumpió por entre los huecos de los árboles, siendo inmediatamente seguido por un débil aguacero, que no tardaría en convertirse en una dura lluvia y un preocupante granizo.
—¿Qué me decís ahora de mis dotes, sabio Doménico? —protestó, divertido, un crecido Sergio—. Quizás la próxima vez me hagáis más caso, en lugar de pararos en el camino a recitar poesías y mofaros de mí.
—Y cayó del cielo sobre los hombres un enorme granizo del peso de un talento; y los hombres blasfemaron contra Dios por la plaga del granizo, porque su plaga fue sobremanera grande[34] .
—¿Queréis dejaros de sermones y versículos y ayudarme a encontrar algún sitio donde...?
—¡No, por favor!
Sergio se detuvo en el camino. Había oído un grito. Y parecía una voz implorando a través de la lluvia.
—¿Habéis oído eso, fray Doménico?
—Sí, ya os he oído. Y estoy en ello, pero con esta lluvia y con estas piedras tan gastadas, tengo miedo de patinar y hacerme daño. Y, a decir verdad, joven Sergio, si me tuerzo un tobillo no creo que podáis tirar de mí y de vuestra mula con la misma facilidad con que...
—¿No..., no habéis oído un grito?
Ahora la lluvia arreciaba golpeando con tal fuerza las piedras y los árboles que apenas sí pudo fray Doménico oír las últimas palabras del novicio.
—Es imposible oír nada con este estruendo...
—¡Sshh! —Intentó silenciarle el joven, al tiempo que extendía hacia delante la palma de su mano derecha—. Estoy seguro de que he oído algo.
Entonces volvió a sonar, pero esta vez con mayor nitidez, apreciándose claramente que se trataba de una voz femenina. Y no estaba sola.
—¡Dejadme por favor!
—¡Cállate de una vez, maldita zorra!
Los gritos sonaban muy cercanos, y acompañados de golpes y bofetones.
—Ahora sí lo habéis oído, ¿verdad?
—Sí —respondió el fraile mientras se giraba para reiniciar el camino, montaña arriba.
—Fray Doménico, debemos buscar esa voz —propuso Sergio, alarmado— están haciéndole daño a una mujer, y están cada vez más cerca de donde nos encontramos nosotros.
—O nosotros de donde se encuentran ellos —sugirió el monje—, así que será mejor que nos alejemos cuanto antes de aquí y no nos metamos en ningún lío en el que no nos han llamado. Además, aún está lloviendo.
—Pero no podemos irnos así, sin más. Deberíamos intentar averiguar qué sucede y...
—¿Y qué?, ¿eh? ¿Y decirles: «Señores, tengan ustedes más cuidado con la señorita, o me veré obligado a atizarles con esta hogaza de pan, mientras mi necio compañero va a lanzarles unos guisantes y unas habas»? Vamos Sergio —continuó diciendo, mientras reanudaba el paso dejando atrás al joven, al que creía convencido—, debemos continuar nuestro camino y evitar todo contratiempo que... ¡demonios! ¿Dónde te has metido ahora?
Pero Sergio ya no le escuchaba. Había salido del sendero donde quedaban el fraile y la mula para, siguiendo su instinto, internarse en el bosque por entre los matorrales, hacia donde creía haber oído los últimos gritos. Y, una vez más, su intuición no le fallaba, ya que a pocos pasos, y entre ancianos castaños, se hallaba en un claro una frágil cabaña de pastores hecha con troncos. Como ciego, corrió hacia ella con gran velocidad, irrumpiendo en el interior tras abrir bruscamente la endeble portezuela.
Al principio creyó haberse equivocado, puesto que no vio nada y a nadie en el interior de la choza. Se trataba de un frío recinto mal iluminado por una sola candela de sebo y sin más vanos que el de acceso. Pero, tras un instante de silencio, roto solo por el cada vez más leve gotear de la lluvia, sus ojos fueron acostumbrándose a la débil luz que desprendía la llama, y no tardó en distinguir los escasos muebles que había en la cabaña: cuatro grandes piedras en el centro, tiznadas por un fuego apagado, una vasta mesa con un solo tronco a modo de asiento, y un tosco catre de paja y maderos, a punto de desmoronarse. Sobre él yacían dos personas semidesnudas.
—¿Y ahora quién diablos eres tú? —le gritó el hombre que estaba tumbado encima de una chica, cuyas ropas, hechas jirones, seguían en las manos de su agresor.
Sergio se había quedado mudo, de pie casi en el centro de la angosta choza y sin saber qué hacer. Sí, los gritos de la joven habían sido lo suficientemente inspiradores como para irrumpir allí de aquella manera pero, una vez más, fray Doménico había tenido razón con su prudente planteamiento. Y el joven no lo había apreciado hasta que se planteó la pregunta de «y ahora, ¿qué hago?».
Y la situación no tenía visos de mejorar, pensó el novicio, cuando aquel hombre gigantesco se puso en pie, tirando al suelo de tierra, y de mala gana, los trozos de ropa de la chica que seguían en sus manos. Se encontraba totalmente desnudo y su erección ayudó a desconcertar aún más al imprudente novicio.
—¿Quién eres tú? Pero... ¡Si es un monje! ¿Qué demonios hacéis aquí, padre? —Ahora avanzaba hacia Sergio, que seguía mudo y sin saber qué decir ni qué hacer—. Vaya, y encima es un mocoso... Maldita sea, te voy a moler a palos a ti también, por interrumpirme y entrar de esa manera en mi casa.
Aquella era la primera vez en la corta vida de Sergio en que alguien le echaba las manos al cuello y la sensación, pensó, no era nada agradable. De hecho, nunca había visto dos manos tan grandes y fuertes como las de aquel pastor, acostumbradas a la dura vida en el bosque.
Aunque lo peor llegó al dejar de verlas, cuando pasó a agarrarle la garganta con tal fuerza que creyó se le iban a partir todos y cada uno de los frágiles huesos que había en su interior. La sensación de ahogo iba aumentando con cada fracción de segundo que pasaba. Intentó tragar saliva y hacer pasar algo de aire a sus asustados pulmones, pero todas las vías se encontraban comprimidas por aquellas manos, duras como tenazas de herrero. Luego probó a golpear a su agresor con los puños, pero lo único que tocó fue el aire, al pasar sus cortos brazos por debajo de los del cabrero, mucho más largos y poderosos, y que con gran facilidad le llevaron contra la pared hecha de troncos, y sobre la que quedaría suspendido rozando apenas el suelo con las puntas de las sandalias.
Ahora la percepción de mareo por la falta de aire dio paso a una nueva sensación aún más grave, ya que pensó que le iban a estallar los ojos por la presión. De su boca ya solo podía hacer salir unos leves gorgoteos, en lugar de los gritos de furia que luchaba por sacar al exterior.
La angustia de verse sin salida, el miedo a un final fatal y el no recordar ya el motivo que le había llevado a aquella inmerecida situación hicieron que se le saltaran las lágrimas, y con los ojos empañados cruzó la mirada con la de su contrincante, cuyos ojos rebosantes de ira se encontraban inyectados en sangre. El joven novicio comprendió que una locura irracional y desproporcionada había poseído al pastor.
A medida que le iban faltando las fuerzas e iba desfalleciendo, Sergio dejó de oír cuanto se decía en la cabaña y, vencido y agotado, fue entrecerrando los ojos y bajando la mirada involuntariamente, apreciando de nuevo que su agresor se encontraba totalmente desnudo, lo que le recordó a la pobre chica del catre. De nuevo, y por la rabia que le proporcionó saber que, de todas formas, terminaría por forzarla, intentó volver a subir la mirada, pero ya estaba demasiado débil como para mantenerla más arriba de la boca del pastor, de la que, por cierto, brotaban burbujas de saliva por entre sus escasos dientes rotos.
El placer que le estaba proporcionando matar al joven le hacía babear y escupir mientras le gritaba palabras que ya no oía.
«Este es el fin —se dijo el joven—. Dios, acógeme en tu seno».
21
BÉZIERS
La mañana había amanecido despejada y sin nubes, pero con una ligera niebla en la madrugada que anunciaba un tórrido día. Uno más, tal y como venían sucediéndose desde hacía semanas. De hecho, las noticias que avanzaban los caballeros que, desde primera hora, terminaban de ocultarse tras las murallas de la ciudad, no hacían sino aumentar la temperatura, hasta alcanzar límites verdaderamente agobiantes. Y las noticias no eran precisamente alentadoras.
Un inmenso ejército de cruzados anunciaba, desde hacía semanas, su inminente llegada al Languedoc más meridional. Había dejado Lyon entre el 24 y el 30 del mes anterior, descendiendo por el río Ródano hasta llegar a la ciudad católica de Montélimar, bajo la jurisdicción del rey de Aragón. De ahí se encaminó a Beaucaire, llegando a Montpellier hacia el 14 de julio, y a Béziers solo una semana más tarde.
De lejos, aquel ejército venido de todas partes de la Europa católica y en el que se hablaban más de diez lenguas distintas, parecía aún más temible de lo que era en realidad, puesto que, además de las cuadrillas de gentes sin escrúpulos y profesiones de dudosa dignidad que acompañaban a toda formación militar en campaña, las huestes cruzadas se veían seguidas, rodeadas y hasta estorbadas por una multitud de peregrinos civiles que habían partido con la intención de ganar las indulgencias prometidas a toda persona que tomara la cruz, y deseando, en su santa simplicidad, participar en una obra pía ayudando a exterminar a los herejes. La tradición de la peregrinación de cruzados civiles, sólidamente establecida tras un siglo ya de expediciones a Tierra Santa, empujaba hacia aquella tierra herética a esos singulares peregrinos que caminaban junto a los caballeros, no para recogerse ante unas veneradas reliquias, sino para contemplar las hogueras y formar parte de las matanzas. Finalmente, también acompañaban al ejército comerciantes de todo tipo a la espera de comprar a los soldados todo cuanto obtuviesen del saqueo. Todos aquellos civiles, que no eran pues ninguna fuerza combatiente, sino más bien un estorbo para el ejército, contribuían a dar a las tropas cruzadas el formidable aspecto de una gran oleada de invasores avanzando sobre Languedoc.
Así, miles de personas recorrieron cerca de 370 kilómetros en menos de un mes, a un promedio diario de entre 12 y 16 kilómetros, una encomiable proeza, ante la que muchos pensaron que, sin duda, merecería en lo sucesivo la atención de todos los historiadores y cronistas. Y ello había sido así debido a dos motivos: por un lado, la necesidad de acortar los tiempos al máximo y aprovechar el breve período de enrolamiento de cuarenta días por parte del ejército, y también, sin duda, debido al odio que espoleaba el ánimo de los dirigentes de la cruzada, caudillos como el abad de Cîteaux, Arnaud Amaury, o el mismísimo santo padre, el papa Inocencio III.
Ya frente a Béziers se sumaron dos nuevos destacamentos: uno de la vecina Agen y otro de Auvernia. Estos últimos a las órdenes del conde de la región y el vizconde de Turena, habiendo capturado en su camino un castillo y quemado a los herejes que allí habían encontrado. Era la primera vez en que la cruzada se veía involucrada en una masiva quema de herejes.
Pero el terror estaba aún por llegar.
Al igual que la mayoría de las ciudades del Mediterráneo, Béziers era una ciudad bien organizada para la defensa en caso de guerra: edificada sobre una colina, poseía largas y robustas murallas sobre las que se apreciaba el cercano río Orb y el puente de piedra que lo cruzaba desde el año 1134. Su cercanía al mar, distante en solo 20 kilómetros, la hacía una ciudad próspera y bien abastecida de recursos.
Los cruzados habían arrasado el bosque cercano en pocos días para armar tiendas y alzar astas para sus pendones. Flameaban estandartes y banderas. Sonaban oraciones y estridentes ruidos metálicos. Se oían por igual los cantos religiosos y las orgías, los relinchos y las apuestas, las bendiciones y las blasfemias
Por su parte, las gentes de Béziers, los biterrois, estaban asustados, pero no aterrorizados al confiar en una superioridad que imaginaban tras las murallas que escalaban la colina desde el río Orb. Tenían comida almacenada y toda la gente que había llegado a refugiarse por las noticias que recorrían sus tierras, traían medios de supervivencia de sobra. Se consideraban fuertes y entendían que el gigantismo del ejército atacante se convertiría a la larga en su mayor debilidad; iba a resultar difícil a sus líderes mantenerlo abastecido, por lo que la cruzada se desintegraría más bien pronto que tarde. El ejército de cruzados llenaba valles y se extendía a todo lo que abarcaba la vista; demasiadas bocas que alimentar y surtir. Además, los calores del verano y la escasez de víveres les asustarían y les harían huir. La mayoría de los soldados que formaban aquel inmenso ejército sitiador se marcharía sin estrenar sus armas. Los cruzados se rendirían sin atacar. Béziers aguantaría el asedio.
Todo ello, junto al hecho de que solo hubiera unos pocos católicos, hizo que la orgullosa ciudad se negara a aceptar la rendición propuesta por su obispo quien, bajo las órdenes del abad Arnaud Amaury, se había dirigido a lomos de una mula a entrevistarse con los escasos católicos residentes, y transmitirles que debían entregar a los herejes que se hallaban detallados en una lista. En ella aparecían nombradas hasta 222 familias infieles.
—Monseñor —empezó a explicar al abad Arnaud un cabizbajo Renaud de Montpeyroux, el obispo de Béziers, claramente afectado y consciente de su fracaso—, ha sido del todo inútil. La respuesta de los burgueses de la ciudad, ante la propuesta de entregar los nombres que habéis detallado en la lista, ha sido diáfana y contundente: antes se prestarían a ahogarse en la mar salada que consentir vuestras imposiciones.
—O sea, que rechazan nuestra justa y generosa oferta, y prefieren morir como heréticos a vivir como cristianos...
La mirada del abad puesta en las murallas, y la respuesta entre dientes a las palabras del obispo, con tono y volumen contenido, denotaban la ira que permanecía encendida en su interior.
Tan pronto como había llegado el inmenso ejército a la vista de Béziers, y mientras preparaban las tiendas y los servicios que asegurarían un asedio confortable, el abad cisterciense había entregado al obispo la larga lista con nombres de familias herejes, con la vana esperanza de poder evitar el asedio a una ciudad tan bien protegida. A cambio, ofrecía garantizar la persona y propiedad de los ciudadanos católicos. Pero, al ver cabalgando sobre su mula y de vuelta por el llano al venerable obispo, el abad Arnaud supo que no quedaba más opción que el enfrentamiento y la aniquilación de la ciudad.
—Bien, pues... que así sea. Precisamente hoy, en el día de Santa Magdalena, se cumplen años de la fecha en que, en la misma iglesia dedicada a la santa, los burgueses de esta ciudad golpearan hasta la muerte a su vizconde. Ahora Dios quiere que en este mismo día se repare aquel acto sacrílego e impune desde hace ya demasiados años.
»Con Dios y con su hijo Jesucristo de nuestra parte no debe haber lugar para la duda. Hoy tomaremos esta ciudad totalmente infectada por el veneno de la herejía, y habitada por los peores ladrones, perjuros y adúlteros. Debemos, pues —continuó, girándose ahora hacia los presentes en su tienda redonda—, abrir el absceso y aplicar el hierro candente a la herida sangrante.
Las palabras habían sonado tan claras como desafiantes, y todos los capitanes y frailes presentes en el pabellón del cisterciense sintieron un escalofrío recorrer su espalda cuando, justo tras las palabras del abad, irrumpiera en la tienda Lucio, el joven fraile y pupilo predilecto del cisterciense, con los ojos desorbitados, ropas polvorientas y un solo pie calzado. La carrera por entregar la noticia que debía dar al máximo dirigente de la cruzada le había descalzado sin que se diera cuenta, entrando hasta la mitad de la tienda, aún con el sayo remangado hasta las rodillas y sin postrarse, ni demostrar respeto alguno a los presentes.
—¡Monseñor! —gritó, antes de caer de rodillas y con la mirada perdida hacia la cubierta de lona—. ¡Dios ha obrado milagro! Nuestro ejército ha conseguido atravesar las murallas de la ciudad y avanza por el interior de sus calles tomando posiciones.
Parecía como si las desafiantes palabras del abad cisterciense hubieran presagiado un hecho que conociera de antemano.
Todo se había decidido, inesperadamente, en unas pocas horas: un contingente de ciudadanos no militares, provocados por los insultos y bravuconadas de los mercenarios instalados a los pies de las murallas, habían salido a acallar las injurias a golpe de espada, pero dejando abierta una puerta de la muralla, a fin de poder volver rápidamente a cubierto si se hacía necesario. La imprudencia fue notoria y el resultado desastroso, al haber dejado un camino abierto a los asaltantes. Tras una lucha encarnizada con un sector de los mercenarios, algunos infantes habían logrado abrirse paso a través de las murallas, por lo que, a medida que fueron entrando cruzados, cada vez se hizo más difícil la defensa de la ciudad. La brutalidad de su ataque hizo cundir el desaliento entre los defensores, que pasaron a huir enloquecidamente ante la sucesión de devastaciones. Los caballeros entraron, incluso, en las iglesias, eliminando todo foco de resistencia, y al tiempo que entonaban el Veni Creator Spiritus.
—Monseñor —siguió informando al abad el joven fraile que había irrumpido en la tienda con la buena nueva—, se cuentan por cientos los muertos en la defensa, y por miles los apresados tras la lucha. Entre ellos hay jóvenes soldados, pero también ancianos, mujeres y niños...
—¿Qué debemos hacer con los habitantes, monseñor? —le interrumpió el conde de Tolosa, Raimundo VI, quien se encontraba al mando de los cruzados—. ¿Cómo distinguir al hereje del cristiano? ¿Cómo podemos saber quién merece la muerte y quién no, si todos imploran por su vida? ¿Cómo podremos reconocer a los buenos de entre los malos?
—Mi querido conde —le respondió lentamente el abad Arnaud Amaury, sin dejar de mirar con ojos penetrantes al joven fraile, y tras unos instantes de silencio, en los que más que pensar la respuesta, pareció que se había deleitado sopesando la solución al problema—, me sorprende vuestra inquietud, ya que la explicación a la cuestión que me planteáis debería estar fuera de toda duda para vos. Podéis estar seguro de que la muerte de los albigenses complacerá a Dios. Y, por su parte, los buenos, como vos los llamáis, aquellos que no habían contaminado su fe con la herejía, aun así han pecado a través de la tolerancia, como también hicisteis vos antes de vuestro arrepentimiento.
»¡Así pues, conde Raimundo, Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius, debéis ordenar matarlos a todos, que ya el Señor reconocerá a los suyos!
Las escalofriantes palabras del abad escondían un secreto placer sádico, e hicieron que todos los presentes en la tienda se miraran disimuladamente y en silencio notando, incluso el más aguerrido y duro de los caballeros, cómo se le erizaban los cabellos.
Raimundo se estremeció al comprender que la matanza estaba asegurada y que ya era del todo inevitable.
Días más tarde apenas sí se podía hacer un balance. Había sido una masacre. Muchos, la mayoría compuesta por mujeres, niños y ancianos, fueron quemados en la catedral de Saint Nazaire, el mismo escenario que, meses antes, había contemplado otra escena sobrecogedora, cuando un joven fraile, de nombre Benoît Poitevin, y un anónimo novicio habían perdido la vida al caer desde lo más alto del campanario. Al parecer, y según contaban los que habían presenciado la escena desde las calles, el más joven había intentado salvar al otro fraile, cuando ya se encontraba colgando desde el último tambor de la torre. No se pudieron evitar ambas muertes, lo que había trastornado a la tranquila comunidad de Béziers. Ahora, en la misma catedral, perderían la vida cientos de sus vecinos al desplomarse el techo ardiente sobre aquellos que pensaron en la casa de Dios como refugio sagrado. Cerca de mil personas perecieron al resquebrajarse y desplomarse al interior sus recalentadas arcadas de piedra.
La infantería que había tomado la ciudad nunca supo que su obispo Renaud de Montpeyroux había intentado parlamentar con los ciudadanos católicos, por lo que supuso que habían tomado una fortaleza por completo entregada a la herejía. Por costumbre, rechazar las condiciones ofrecidas a los sitiados exponía a estos a la posibilidad del saqueo y la masacre; pero las escasas horas de acción de aquel 22 de julio no se parecieron en nada a los interminables sitios que suscitaban la sed de sangre, cuando al fin llegaba la victoria de los sitiadores.
En esta ocasión nada pudo proteger a nadie de la muerte. Ni cruces, ni altares, ni tampoco las súplicas, degollándose sacerdotes, mujeres y niños con la saña propia de una primera masacre, de las muchas que quedaban aún por llegar. Se acabó con todos los habitantes y todavía no bastaba a los cruzados. Los gritos de guerra de los caballeros y de la guarnición que todavía resistía, los lamentos de los heridos y de los moribundos, los aullidos de triunfo de los mercenarios, los alaridos de horror de sus víctimas, el tañer fúnebre de las campanas de la ciudad y el ruido de chatarra de las armas entrechocando formaban en conjunto un clamor tan pavoroso como para hacer perder la sangre fría a los vencedores y como para helar la de los vencidos.
En unas horas, la rica ciudad de Béziers se había convertido en una población atestada de cadáveres ensangrentados y desfigurados. Las puertas de las iglesias se vieron forzadas, y todos cuantos se hallaban dentro fueron cogidos en una trampa y masacrados en pleno barullo: sacerdotes blandiendo un inútil crucifijo, mujeres sollozantes, ancianos y enfermos fueron acuchillados y asaetados por igual. Los niños, arrancados de los brazos de sus madres, serían traspasados con espadas y picas sin contemplación. Tanto daba.
Los ciudadanos se replegaban rápidamente por las angostas callejuelas y la cuesta de subida al centro de la ciudad, mientras eran atacados de modo inmisericorde por los cruzados. Los cascos de sus caballos patinaban sobre la sangre que recorría las sinuosas y escarpadas calles de la ciudad, al tiempo que pisoteaban, encabritados, cadáveres y miembros cortados. El olor metálico y nauseabundo de la sangre lo impregnaba todo, no quedando ningún rincón al que no llegara su hedor. La labor del calor hizo que se intensificara aún más aquel fétido olor a orina, a excrementos y miembros humanos y, sobre todo, a sangre. Un olor que tapaba todos los demás y del que no se olvidarían ni siquiera los soldados.
Las casas también quedaron a merced de los asaltantes mientras se peleaban por hacerse con el botín que constituía la herencia de los muertos. Según la costumbre, los caballeros buscaron su recompensa en el pillaje en las casas burguesas, donde ya se habían instalado los primeros asaltantes, los mercenarios, habiéndolas limpiado y desposeído de sus pertenencias.
Esas bandas de hombres mal armados, a menudo harapientos, descalzos, sin orden ni disciplina y que no obedecían más que a sus propios jefes, ofrecían, desde el punto de vista militar dos inmensas ventajas. En primer lugar, eran famosos por su absoluto desprecio hacia la muerte; puesto que no tenían nada que perder, se precipitaban al peligro con un frenesí que nada ni nadie podía detener. Además, formaban valiosos batallones de choque: fáciles de utilizar y que nadie tenía el menor escrúpulo en sacrificar como vanguardia de batallón. Pero, sobre todo, los mercenarios inspiraban un terror sin límites a la población civil: esos hombres que no respetaban a nadie tampoco se mostraban clementes con Dios, y habían llegado a organizar orgías en las iglesias y a mutilar imágenes sagradas. No se contentaban con saquear y violar: masacraban y torturaban por puro placer.
Así, y como si fueran perros, aquellos mercenarios, conocidos como ribalds, fueron expulsados a garrotazos por los caballeros, cuando supieron que aquellos ya se habían hecho con todo botín. Su expulsión provocaría que los ribalds, enfurecidos, terminaran prendiendo fuego a la ciudad, cuyas casas de madera y piedra ardieran rápida y espantosamente, ayudadas por el seco calor de julio.
Aquella gran hoguera duró dos días, perdiéndose entre los escombros la mayor parte del botín.
***
A veinticinco de julio, en el año del Señor 1209
Sanctissimus pater, Inocencio III.
Me dirijo a vos, amantísimo padre, con el deseo, si Vos lo creéis conveniente, de iniciar una fluida correspondencia que os informará en todo momento de los avances en nuestra difícil lucha contra el veneno de la herejía.
Como bien conoce su santidad, el pasado veintidós de julio, día de la Santa Magdalena, nuestro ejército de cruzados, guiado por inspiración divina, combatió contra la plaga y la inmundicia de la herejía instalada en la ciudad de Béziers, con el satisfactorio resultado de haber erradicado esa enfermedad que infecta a la sociedad, tras pasar a todos sus habitantes a cuchillo. La justicia divina ha sido majestuosa: Gomorra ha sido destruida. Sin distinción de sexo y edad, cerca de veinte mil de aquellas personas perecieron acuchilladas.
Si así lo desea, Dios acoja sus almas en su paraíso.
De este modo, y en lo sucesivo, no habrá nadie que no quiera rendirse, al conocer la suerte de quienes no quisieron hacerlo. Por esta y no por otra razón han sido exterminados los habitantes de Béziers, atendiendo los motivos a fines puramente caritativos.
Desde entonces doy gracias al Cielo, por el soporte prestado a un éxito tan rotundo como inesperado, y a vos, santo padre, por encomendar a este pobre siervo una tarea tan grave y valiosa, cometido que espero seguir desempeñando con la más profunda de vuestras satisfacciones.
Siempre al servicio de su santidad,
Arnaud Amaury, abad de Cîteaux.
P.S. La ciudad de Carcasona se plantea como siguiente objetivo y a solo unos días de marcha, por lo que, probablemente caiga al paso de nuestro ejército de cruzados, antes incluso de que recibáis este escrito.
Por supuesto, os mantendré debidamente informado.
22
LAS TINAJAS DE RÓBERT DESCORBEAUX
Solo la cara de pánico que puso aquel chico del carro, cuando la piedra lanzada por Hue quebró una de las viejas tinajas de vino, hizo comprender a los dos niños, aún con los pasteles en las manos, que acababan de meterse en un monumental lío.
El chico que les había amenazado con tirarles piedras, a pesar de doblarles la edad parecía ahora un niño no mayor que ellos, y tan asustado que daba la sensación de que iba a orinarse encima en cualquier momento. Se echó las manos a la cabeza y, acto seguido y subiendo ágilmente al carro, intentó taponar con sus desnudas y sucias manos el caudal de vino que, cada vez mayor, se perdía por entre los maderos del carro.
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío... No, no, no. ¡El diácono Salvatore me va a arrancar las orejas!
—Lo siento —fue todo lo que pudo articular el ahora diminuto Hue. Su voz sonó débil y lejana, sin duda sopesando ya la reprimenda que se les avecinaba.
Amiel ya había dejado su pastel en el suelo para dar un salto e intentar ayudar a aquel chico a taponar el escape del rojo líquido que se perdía por entre las grietas, mientras amenazaban con resquebrajar por completo la tinaja de barro.
—Ayúdame a volcarla —le dijo a Amiel—. Pesa mucho y yo solo no puedo con ella... Coge de ahí y aguanta fuerte, mientras yo intento empujarla.
—Pero si la volcamos se derramará todo y...
—No. Están muy bien cerradas. Las sellan con cera para que no se derrame ni una gota por el camino. Y si la volcamos con la parte quebrada hacia arriba dejará de salir. ¿Estás preparado? Coge fuerte, mientras yo...
Efectivamente, Amiel cogía fuerte, pero el peso de la tinaja era demasiado para un niño de tan pocos años, y sus débiles brazos no pudieron con el peso, viniéndole justo retirar los pies antes de que se los destrozara el cántaro que, en su caída, sí aplastó una vasija más pequeña con aceite en su interior, mezclándose los dos líquidos entre sí y empapando las cestas que contenían el pan y el trigo. Ahora el estropicio había alcanzado tal magnitud que Hue echó a correr como alma que lleva al diablo, mientras Amiel y el anónimo chico del carro se miraban en silencio, boquiabiertos y con los ojos a punto de salirse de sus cuencas.
Cuando, horas más tarde, Hue y Amiel fueron requeridos por el diácono Salvatore, acudieron cabizbajos en su presencia, y sin atreverse a mirar fijamente a los extrañamente inescrutables e inexpresivos ojos del anciano.
Este había aprendido algo muy importante tras su trato con los niños de la comunidad, y era que, si quería información, lo mejor era llamarlos ante él y permanecer callado mientras el asustado niño en cuestión, se disponía a hablar sin obviar el más mínimo detalle. La técnica era buena, y solía dar resultado, pero, por su parte, los niños también habían aprendido que más valía oír primero la acusación antes que arrancar a hablar sin orden alguno, y luego intentar defenderse o justificar los actos que, bastante a menudo, les llevaban ante el diácono.
Así, y tras un largo rato de plomizo silencio, no le quedó más remedio al vencido anciano que empezar a hablar él.
—Está bien —dijo al fin, permaneciendo de pie y con los brazos cruzados—. Quiero que sepáis que no me creo la explicación que me ha dado Róbert sobre cómo se han roto las vasijas y el desastre que se ha armado en ese carro.
La silenciosa mirada que cruzaron los dos niños venía a explicar que, de tener algunos años más, le habrían dado su merecido al tal Róbert por delator y, quién sabe, quizás también por mentiroso. A saber qué le habría contado al diácono aquel chico al que no quisieron darle pastel y al que, sin duda, habría acorralado el anciano con sus hábiles preguntas.
—... Pero sí debéis saber que ese chico os aprecia, seguro, más que vosotros a él. Me ha contado que fuisteis vosotros quienes le advertisteis de que el carro estaba desparramando, con su vaivén, el contenido de dos tinajas rotas durante el camino, y que, al intentar volcarlas para evitar perder más vino y aceite, se os volcaron sin que pudierais remediarlo. ¿Le ayudasteis los dos, verdad Hue?
—Sssí... Sí. Sí, señor —logró decir el niño, incrédulo por su airosa e inesperada salida.
—Ya. Será quizás por eso por lo que, precisamente tú, Hue, no llevas los calzones ni las alpargatas manchadas con vino, a diferencia de tu compañero o el joven Róbert.
El silencio se apoderó de la sala, cosiendo los labios de los chiquillos.
—Y quizás sea también por eso por lo que te vi, pequeño Hue, atravesar el patio a toda velocidad y sin llamar a nadie para que os ayudara, ¿no es así? Humm... Está bien, podéis marcharos, pero yo, en vuestro lugar, la próxima vez compartiría un poco de ese pastel de pescado que os da la dama Fornèira, y no lo haría solo para evitar que Róbert me tirara una piedra a la cabeza, sino más bien porque ese chico os ha sido fiel y no os ha delatado, echándose la culpa con su relato. Ahora ya podéis iros.
»Por cierto, niños —añadió antes de que salieran por la puerta de la sala—, no olvidéis nunca que mi fiel sargento Guilhem Garnier me tiene al tanto de todo cuanto sucede dentro y fuera de este castillo. Con su mirada de halcón y desde su torre de vigilancia no pierde un solo detalle. Decídselo también a vuestro amigo Róbert, le conviene saberlo, como le conviene saber que, a lo largo del camino que conduce a nuestro castillo no hay una sola gota derramada, por lo que es imposible que se rompieran las tinajas antes de vuestro incidente.
El diácono Salvatore da Clemenza, tras haber oído el relato del joven encargado de las compras, le había ordenado volver a bajar a los pueblos situados a una jornada de camino, para volver a adquirir una nueva ánfora con vino y otra con aceite. No se lo había dicho, pero antes de que este le relatara lo sucedido con el carro que aún se hallaba en medio del patio del castillo, goteando aceite y vino, el sargento Guilhem ya había informado al anciano de cuanto había visto desde la muralla. Luego el diácono prefirió esperar a oír la versión de los otros dos niños.
—Muchas gracias —le dijo Amiel cuando al día siguiente el muchacho del carro volvió de su cometido, con dos nuevas ánforas. Le estaban esperando los dos niños, sentados en el mismo lugar del día anterior.
—Te hemos guardado un poco de nuestros pasteles de pescado y un trozo de tinhol —añadió Hue.
—Por mí, podéis iros al diablo —les respondió sin detener la marcha de la mula que tiraba del carro, y sin apenas dedicarles más que un vistazo, y otro a lo que le habían reservado—. Tengo las piernas destrozadas de caminar casi cuatro días seguidos, y sin comer ni dormir. Y todo por un maldito trozo de vuestro maloliente pastel de pescado, y un bocado de pan de anís ya rancio. Gracias, pero no.
—Si nos lo hubieras pedido amablemente te hubiéramos dado un trozo —insistió Amiel.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué nunca nadie me regala nada y, ahora, de repente, vais a hacerlo vosotros? A nadie le importo. Ni siquiera saben cómo me llamo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Hue.
La pregunta cogió por sorpresa al chico, a quien hacía años que nadie le pedía cómo se llamaba. Aquel endemoniado chiquillo rubio, de apenas seis o siete años, le había desarmado con aquellas tres palabras.
—Y... y a ti qué te importa. Seguid jugando con vuestras espaditas de madera y dejadme en...
—El diácono Salvatore nos ha dicho que te llamas Róbert. Queremos ser amigos tuyos —añadió Amiel— y queríamos agradecerte que no le dijeras la verdad al diácono. Aunque lo sabe todo, después de que se lo contara el sargento Guilhem.
Róbert permaneció mudo, pensativo. Aquellos dos mocosos querían ser sus amigos. Sus primeros y únicos amigos.
—Me llamo Róbert Descorbeaux —dijo al fin, y al tiempo que agitaba la rienda de la mula, antes de desaparecer bajo la arcada de la entrada al castillo—, y yo no necesito que seáis mis amigos.
Esta vez quien oyó la conversación desde la muralla fue el propio Salvatore da Clemenza, acompañado del sargento de guardia Guilhem.
—Ese muchacho no quiere amigos —dijo el sargento, chasqueando la lengua.
—Ha tenido una infancia muy difícil —murmuró pensativo el anciano, sin dejar de mirar como entraba el chico con el carro—, pero no es un mal niño. Y tengo grandes planes para él y sus nuevos compañeros.
23
BRAIDA
Cerca de Rívoli, norte de Italia
Lo último que vio Sergio, antes de perder definitivamente el sentido, fueron los labios del pastor, cortados por el viento frío y resquebrajados por la mala nutrición. De ellos brotaban burbujas de baba... ¿púrpura? Aunque, qué más daba. Ya nada tenía la más mínima importancia, y menos el color de la saliva que terminaba posándose sobre su cara, al salir despedida en forma de diminutas gotitas, con cada palabra que le gritaba aquel pastor. Palabras que ya no oía.
Al fin, con los ojos en blanco y el rostro amoratado, el joven novicio cerró los párpados.
Probablemente hubiera bastado con que fray Doménico se retrasara unos instantes más, para que el desfallecimiento hubiera sido del todo irreversible. En efecto, Sergio perdió el sentido, y todo contacto con la realidad no se dio hasta minutos más tarde, al caerle encima un cubo de agua fría. Aquel retorno fue lento y angustioso, a pesar de que sus pulmones luchaban por hacer entrar aire a bocanadas, lo que habría conseguido de no ser porque tenía aplastada y totalmente obstruida la traquea. Luego llegaron las arcadas, y también un súbito vómito que no le fue fácil expulsar, un vómito que le hizo retorcerse y doblegarse en el suelo, pegando la mejilla izquierda contra el polvo y la tierra, mezclados con el agua que salía despedida con cada tos y cada soplo con que el joven novicio se aferraba a la vida mientras tosía y resollaba.
Lo que vio al abrir los ojos le hizo dar un respingo y, arrastrándose a duras penas, buscar por el suelo algún objeto con que golpear y alejar a su agresor. Tras dar con una de sus sandalias, apuntó con ella, amenazante, a aquel que, minutos antes, casi acaba con su vida rompiéndole el cuello, como infinidad de veces habría hecho anteriormente con conejos, ovejas y otros animales. El pastor se hallaba ahora tumbado ante él en el suelo, con los ojos desmesuradamente abiertos y con la cara en medio de un inmenso charco de sangre, la misma que le había visto escupir mientras luchaba por segar su vida. La mueca que conservaba aquel rostro indicaba claramente sorpresa y frustración porque alguien le estuviera impidiendo ejecutar a su víctima.
—Soltad vuestra peligrosa sandalia y bebed un poco de agua —le dijo jocosamente la familiar y amigable voz de fray Doménico, que se hallaba ante él alargándole un cuenco de madera—. Si no llego a entrar detrás de vos, esta bestia os hubiera roto el pescuezo, como el que se lo rompe a un pollo justo antes de echarlo a la cazuela. Por cierto, ¿debe tener comida por aquí? Ya no creo que le importe que nos llevemos alguna de sus viandas. Mirad, ¡un cesto con castañas maduras!
—Fray Doménico... —empezó a decir Sergio con calma, intentando no atragantarse con las palabras saliendo de su dolorida garganta—. Creedme, nunca me he alegrado tanto de veros como en este momento, y os agradezco sobremanera que me hayáis salvado la vida, pero... ¡por el amor de Dios!, ¿podéis dejar de hablar de comida por una sola vez? Solo pensáis en qué llevaros al gaznate, mientras que yo he... he... he estado a punto de morir aplastado como un grillo, por un animal cuya única obsesión era acabar conmigo para luego ir a por...
Entonces se acordó de la chica, aquella muchacha que, en el momento en que irrumpió en la choza, se encontraba bajo el pastor, en el catre. Y allí seguía, desnuda, temblando e intentando cubrirse las vergüenzas con los trozos de su tosca ropa que, hecha jirones, se encontraba esparcida por todos lados.
El silencio se apoderó entonces de la pequeña cabaña del pastor, mientras las tres personas se miraban entre sí, en una extraña situación: Sergio, mojado, sentado en el suelo, y con una sandalia suspendida en una mano; fray Doménico, con las dos manos sumergidas en un cesto de castañas ajenas; y una chica, semidesnuda y encogida sobre un jergón de paja y que, hasta ahora, había intentado pasar desapercibida.
—Por favor, no me hagáis daño —suplicó la muchacha—. Podéis llevaros toda la comida que encontréis y yo no... no le diré a nadie que habéis estado aquí. Os lo juro, pero no me hagáis daño.
—No os preocupéis —se apresuró a calmarle Sergio, poniéndose en pie con dificultad y esquivando el cuerpo del cabrero que yacía a su lado—. No vamos a haceros daño, ¿verdad, fray Doménico?
El fraile permaneció mudo durante unos instantes, con las manos dentro del cesto y con su redonda cara adornada por una no menos redonda boca, que mantenía abierta mientras luchaba inútilmente por apartar la mirada de aquel cuerpo desnudo, el mismo que la muchacha se empeñaba en ocultar sin éxito. Luego, instintivamente, comenzó a mover los labios para murmurar algo.
—... que toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer...[35] —se oyó balbucear al monje, que seguía sin cerrar la boca.
—¡Fray Doménico! —le gritó Sergio sordamente y entre dientes, intentando captar su atención.
—Sí..., claro, es decir, no... no vamos a haceros daño —respondió mientras se giraba para obligarse a no mirar hacia el cuerpo desnudo de la muchacha encogida, que constantemente dudaba entre cubrirse los pechos o el sexo—. Pero ¿dónde habéis estado, criatura? Quiero decir, ¿cuándo habéis llegado? No os he visto cuando entré en la cabaña y, por Dios que no me hubierais pasado por alto de saber que estabais...
—Lo que mi compañero quiere decir es que no tenéis nada de qué preocuparos. No vamos a tocaros y, es más, fray Doménico va a salir un momento a buscaros unas ropas con las que podréis cubriros. Son unos viejos hábitos de novicio, como los que yo llevo, pero están secos y son calientes. Luego... Luego nos iremos y podréis enterrar a vuestro esposo. ¡Oh, Dios mío!, cómo lo siento. Lamento que hayamos matado a este hombre.
—¡No! No, por favor. No me dejéis aquí. No es mi marido y no me debo a él.
—Pero estaba sobre vos cuando yo entré —insistió Sergio, notablemente confuso—. ¿Por qué, si no, ibais a estar en su catre aquí, en medio de... de la nada, en este bosque?
—Lossón era mi tío —se apresuró a explicar la muchacha—. Hace solo dos días que falleció mi padre, con el que vivía en otra cabaña en este mismo bosque. Al morir, mi tío se hizo cargo de mí, y me trajo ayer a su cabreriza para que le ayudara en tareas como mantener el fuego, cocinar, ir a por agua o lavar la ropa en el río, a cambio de comida y techo. Pero esta tarde llegó ebrio del monte y empezó a pegarme y a arrancarme las ropas hasta que vos llegasteis.
—No lo entiendo. ¿Qué ha sucedido después? Solo recuerdo a vuestro tío sujetándome del cuello, mientras yo...
—Mientras vos casi perdéis la vida por imprudente —murmuró entre dientes fray Doménico, que seguía obligándose a mirar hacia la puerta de la choza, mientras alargaba la mano hacia la muchacha, proporcionándole las ropas que habían portado en un zurrón, sobre la mula Penélope.
—Vaya, ahora recuerdo... Querréis decir por valeroso. O, si no recuerdo mal, erais vos quien quería pasar de largo en el camino, mientras yo...
—El valeroso que no es prudente es un loco —apuntó el fraile.
—El prudente que no saber ser valeroso cae, por el contrario, en la vileza —le respondió, ágil, Sergio.
—Raramente el caballero posee ambas virtudes en proporción armónica, mi querido Sergio, pero debo recordaros que, de no ser por mí, vuestra carrera como caballero hubiera desaparecido entre las manos del señor Cochón.
—Lossón —le corrigió la muchacha, que ya estaba vestida con el sayo de tosca lana—. Se llamaba Lossón, sin duda un cerdo que merecía la muerte que le habéis dado.
Tras un breve pero necesario descanso para Sergio, y mientras la muchacha permanecía en el interior de la cabaña, el joven y el fraile se dispusieron a realizar con las manos un agujero de escasa profundidad ante la choza, aprovechando que la tierra estaba blanda y húmeda tras la abundante lluvia. Una vez hecho el hoyo, recogieron piedras con las que tapar el cadáver y ocultarlo de las alimañas.
Mientras tanto, fray Doménico respondía a todas las preguntas que le hacía Sergio sobre cómo le había salvado la vida, contándole que él también había buscado la cabaña siguiendo los gritos que salían de ella, solo que esta vez eran más bien los ahogados quejidos del joven los que le habían guiado. Al entrar en la choza, vio al novicio colgando de los brazos del pastor, quien no respondió a los gritos del fraile, por lo que, sin pensárselo, sacó la hoja de hierro que había tenido la precaución de tomar del zurrón de Sergio y de esconder en el hábito, y se la clavó varias veces en la espalda. A pesar de ello, y ciego de ira, el pastor no cesaba en su intento de ahogar al muchacho, por lo que fray Doménico tuvo que degollarlo, haciendo acopio de toda la sangre fría de que pudo disponer. Al tiempo que se ahogaba con su propia sangre, el pastor fue aflojando las manos con que agarraba a su presa, mientras esta perdía el conocimiento. Finalmente, se desplomaron los dos.
Cuando el fraile hubo terminado su relato, y tras sepultar el cuerpo sin vida del pastor, Sergio entró en la cabaña para hablar con la chica.
—¿Cómo os llamáis?
—Braida —respondió tras un instante de silencio y sin apartar la mirada del suelo en el que aún permanecía el charco de sangre de su tío.
—Braida, si lo deseáis, fray Doménico puede recitar una oración según su ritual... He pensado que quizás querríais que lo hiciera.
—No —respondió sin más—. ¿Dónde lo habéis enterrado?
—En el claro, al pie del avellano que destaca entre los castaños.
—Y vos, ¿cómo os llamáis?
—Sergio.
—Sergio —continuó con una sorprendente frialdad—, ese hombre había matado a mi padre y merecía morir, así como vuestro compañero merece sus viandas. No le privéis de ellas. Yo os he llenado el zurrón con un puñado de cebollas, una escudilla de garbanzos, una hogaza y media de pan y una calabaza de vino, además de castañas y guisantes mojados que os he metido en otro saco más pequeño. Es todo cuanto le quedaba a mi tío.
—Gracias, pero si es cuanto le quedaba, vos os quedáis sin provisiones.
—Sergio, deseo pediros que me llevéis con vos, por favor —le imploró la chica, poniéndose ahora en pie y mirándole fijamente a los ojos.
Y fue en ese preciso instante cuando Sergio reparó por primera vez en su belleza. Mientras había estado enterrando al pastor con fray Doménico, Braida se había lavado con agua calentada al fuego, y peinado sus cabellos, que ahora lucían un precioso color rubio que había permanecido escondido bajo la mugre que le daba apariencia de castaño. Efectivamente, desprovista de la suciedad y la pobreza de sus roídas ropas, aquella chica, de apenas dos o tres años más que Sergio, presentaba una imagen totalmente distinta y de una gran belleza, a pesar de su delgadez, debida probablemente a lo rústico y básico de su alimentación.
Era alta y de rasgos suaves, ojos castaños, cabello ondulado y cuello largo y delgado, lo que contribuía a otorgarle una cierta elegancia, ayudada increíblemente por unas maneras muy femeninas, que claramente chocaban con la imagen de una muchacha criada en el monte, entre ovejas y pastores. Los senos se dibujaban intuyéndose levemente a través del burdo hábito de lana, que ahora impedía averiguar ninguna de las partes que, pudorosa y avergonzada, intentara esconder cuando carecía de ropa, en una imagen que el joven aún no había podido olvidar. De hecho, tardaría décadas en hacerlo.
—Sí, claro. Podéis venir con nosotros —fue la respuesta de Sergio, quien aún no era del todo consciente de que su decisión se debía, sin duda, a que se había enamorado profundamente de la muchacha—. Fray Doménico estará encantado de que nos acompañéis en nuestro camino al país de Languedoc.
24
YA SON TRES
—¿Encantado, decís? —fue la sorprendente respuesta del voluminoso fraile, tras proponerle Sergio la posibilidad de que les acompañara la joven que acababan de conocer. Aunque, sin duda, era más la firme determinación que ya había tomado el novicio y que se reflejaba en sus ojos de joven apasionado, lo que verdaderamente enfurecía a fray Doménico. Sergio ya había tomado una decisión al respecto, por lo que la suya era más una declaración de principios que una consulta—. ¿Acaso estáis loco? Hace apenas unas horas que la hemos encontrado ¡y ya queréis que nos acompañe! No tenemos víveres suficientes para los tres, y nos costará más encontrarlos para tres que para dos, en estas montañas del diablo. Además, seguro que hará más lenta nuestra marcha, y puede que hasta más peligrosa. Y os recuerdo que tenéis una misión que cumplir.
—No gritéis, por favor. Podría oírnos y no quisiera herirla más. Me... me parece increíble que seáis vos quien me hable de caminar lentamente. Es más, seguro que es más ágil, y desde luego más silenciosa y con menos necesidad de comida que vos. Además, ha tenido la amabilidad de regalarnos una generosa saca de comida, que es más de lo que vos habéis aportado, y siempre podremos subsistir con la ayuda de las endrinas y las bayas salvajes que hemos visto por doquier[36]. Y pensad —continuó, aprovechando el silencio del fraile, derribado ahora por la aplastante lógica del joven— que acaba de pasar unos terribles momentos tras la muerte de su padre.
»Fray Doménico —siguió diciendo el joven, acercándose aún más al fraile y tomándose ahora una pausa en su discurso, silencio que claramente denotaba una íntima reflexión—, no, no estoy loco. Es solo que…
—Es solo que, o bien sois un inconsciente, o bien estáis enamorado. Y ninguna de las dos explicaciones se ciñe al concepto que tenía de vos. Os tenía —continuó el fraile, cerrando los ojos y volviendo ahora su atocinado cuello de toro para colocar el mentón por encima de su hombro, en señal de herido orgullo— por un joven inteligente, prudente y con un gran uso de la lógica.
—Pues… —le respondió Sergio, colocándose ahora frente a su cara aún girada— es curioso, porque yo os tenía a vos por una persona cálida, generosa y comprensiva. Y la situación que está viviendo Braida requiere precisamente de las tres cualidades. Fray Doménico, os lo pido como amigo.
El orondo monje, todavía cruzado de brazos, abrió los ojos poco a poco para ver al joven novicio con cara suplicante, pero con una mirada decidida y firme.
—No es necesario que apeléis a nuestra amistad, joven Sergio. Estoy de acuerdo con el hecho de que Braida viaje con nosotros, porque la situación así lo requiere. Es más, estoy convencido que, de no haberlo propuesto vos, al final hubiera sido yo quien le hubiera sugerido que nos acompañara. Al menos hasta el primer paso de montaña habitado.
—¡Gracias, amigo mío! —exclamó un entusiasmado Sergio, claramente aliviado por el giro de la conversación—. Sabía que no ibais a defraudarme. Voy a decírselo ahora mismo a Braida.
—No olvidéis decirle a vuestra bella dama que soy una persona… ¿Cómo habéis dicho?
—Cálida, comprensiva y generosa. Pero se lo diré solo a cambio de que no le desveléis que estoy… ¿Cómo habéis dicho vos?
—¿Enamorado, quizás?
—Loco, me habéis llamado loco.
Cuando Sergio terminaba de explicarle a la joven que fray Doménico también estaba de acuerdo en que les acompañara, todavía se oían las alegres carcajadas del monje dentro de la rudimentaria cabaña de pastores.
Algunos días más tarde, e inmersos ya en la escalada de las montañas que se interponían en su camino hacia el paso de Mont-Cenis, ruta directa entre la península itálica y las ferias de Champaña, el singular cuarteto compuesto por un voluminoso fraile barbado y totalmente vestido de negro, un joven monje de hábito grisáceo, una joven de largos y rubios cabellos, también vestida con hábito de novicio, y una mula negra hacían entrada en la pequeña población de Avigliana, donde les aguardaba un herrero creyente, presto a volver a alojar a fray Doménico, como ya hiciera semanas antes al pasar por el mismo villar.
—Ahí delante tenemos Avigliana, la pequeña villa donde nos espera mi amigo Pietro que, seguro, no tendrá reparo en dejarnos pasar la noche entre la caliente paja de su herrería.
—¿Qué tiempo tardaremos en llegar al paso de montaña? —preguntó Braida, deteniéndose en el camino a tomar algo de aliento. El peso, camino arriba, de las abrigadas ropas, juntamente con el par de alforjas que le tocaba llevar, la obligaban a detenerse a menudo para recobrar la respiración. Los dos hombres aprovecharon para recuperarse junto a ella.
—No es fácil de determinar, pero con nuestro paso yo diría que, al menos, entre dos y tres semanas. Si no recuerdo mal, tardé algo menos a la ida, aunque, claro está, era camino abajo. Decidme, bella dama[37], ¿por qué motivo tenéis tantas ganas de llegar al paso de Mont-Cenis?
—Es cierto —apuntó Sergio—. Hace ya algunos días que os unisteis a nosotros y, desde entonces, no habéis cesado de mencionar que deseáis llegar hasta él.
—La verdad es que no lo sé con certeza. No tengo ningún motivo que me haga desearlo claramente. Sin embargo, así es. Probablemente sean las ansias por dejar atrás la tierra y el origen de mis desgracias. El deseo por adentrarme en un nuevo mundo que me haga olvidar aquellos seres queridos que han ido quedando en el camino. Por —añadió al fin, desviando ahora levemente la mirada hacia su joven compañero de viaje— iniciar una nueva vida al lado de quien ame, sea quien sea el hombre que se enamore de mí.
El silencio se apoderó del camino, dando la sensación de que ni los pajarillos del bosque se atrevían a romperlo. Los dos jóvenes permanecían quietos y mudos, ajenos a una lluvia que, poco a poco, iba arreciando.
—Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un gran temblor de tierra, un terremoto tan grande, cual no hubo jamás desde que los hombres han estado sobre la tierra…[38] —citó algo molesto fray Doménico, al ver que la lluvia no iba a ser clemente con ellos—. Reanudemos el paso o tendremos que desnudarnos ante el horno del herrero Pietro para secar nuestras ropas. De todos modos, bella dama, dudo que estéis tan feliz cuando veáis que el paso hacia el que nos dirigimos es muy estrecho y plagado de precipicios, a lo largo de un peligroso, arduo e interminable camino. No en vano, los Alpes han supuesto desde siempre un obstáculo para las fuerzas militares que han intentado cruzarlos.
—Sin embargo, ya lo hicieron los cartaginenses del general Aníbal, atravesando pasos como el nuestro con pesados y torpes elefantes.
Ahora eran los dos hombres los que, quietos, se miraban incrédulos bajo la lluvia. La culta respuesta de la joven, que caminaba ágil y decidida unos pasos por delante, había sorprendido a los dos monjes.
—En efecto. Lo logró Aníbal, no sin perder cientos de hombres y decenas de esos grandes animales. De hecho, para todos los ejércitos, cruzar estos montes, ya sea hacia o desde Italia, implica atravesar pasos tan angostos y arriesgados como el de Mont-Cenis o el de Brenner. Estas montañas, mejor que ninguna estrategia, ejército o arma, han protegido Italia de numerosas conquistas. Además, los pasos de los Alpes han estado y siguen estando llenos de bandas de ladrones, quienes hacen que pocos comerciantes, peregrinos, religiosos u otros viajeros puedan atravesarlos sin pagar por la protección. No es de extrañar que ciudades como Milán tengan su riqueza, principalmente por controlar la mayor parte de los pasos de los Alpes. Cualquiera que desee viajar por estos traicioneros caminos termina pasando por Milán.
—Claro —intervino un pensativo Sergio—, ahora lo entiendo. Esa es la razón por la que está siempre repleta de peregrinos y comerciantes que gastan grandes cantidades en pagar sus alojamientos, sus transportes, los guías, la protección y sus vituallas a los mercaderes de la ciudad.
—En efecto, joven Sergio, la riqueza de Milán es tal que llegó a transformarse en un deseo de soberanía, como demostró en varias ocasiones el emperador Federico[39], quien llegaría a luchar por estos estrechos pasos y por el dominio de la zona de la que procedéis, durante más de veinte años, y sin lograr nada más que derrotas.
—Como la que sufrió en Legnano hace poco más de tres décadas —añadió la joven Braida, que ya se encontraba algunos metros por delante de los monjes, y a pesar de ser ella quien tiraba de la mula Penélope.
De nuevo sorprendido, fray Doménico se detuvo en el camino.
—Demonios, cómo me gusta esa mujer. Sabe sobre historia casi tanto como yo.
—Yo diría que sabe tanto como vos —apuntó orgulloso el novicio, mientras le adelantaba sin mirarle, y con una clara sonrisa dibujada en su feliz rostro.
—En efecto, bella dama, esa derrota concluyó con la captura del mismísimo emperador...
—Derrota —le interrumpió Braida, divertida por el competitivo juego— que sufrió hace poco más de treinta años y junto a sus más de dos mil caballeros, a causa de una mala táctica y a la ausencia de una línea de infantería entre las filas de su ejército.
La mirada de soslayo, ceja en alto, que le dirigió Sergio, hizo que el fraile empezara a encolerizarse. Consciente de ello, era ya solo cuestión de una gota más el que se colmara el jarro de su paciencia.
—¡Uf! Espero que no os derrumbéis, pero me atrevería a decir que sabe, incluso, más que vos, mi querido y erudito amigo.
—¡Bah! Es imposible... ¿Cómo una chiquilla criada entre ovejas y cabras y en medio del monte puede tener vuestra cultura?
—Jamás dije que me hubiera criado con mi padre y mi tío —respondió dulcemente la joven, deteniéndose en el camino sobre una loma para que le dieran alcance—. Sí, os conté que había estado con mi padre hasta que falleció, y que fue cuando me recogió su hermano Lossón. Pero no os dije que en el bosque, con mi padre, solo llevaba unos meses. Antes me había criado al servicio de un viudo comerciante de Turín que me dejó aprender muchas cosas, al tiempo que enseñaba a sus cinco hijos, al cargo de los cuales yo me encontraba. Pero no hace mucho, y venido a menos, volvió a encomendarme a mi progenitor, por lo que hube de hacerme al monte, en busca de una cabaña que no visitaba desde hacía años.
—¿Qué le sucedió al comerciante? —quiso saber Sergio—. ¿Por qué pasó a prescindir de la mujer que cuidaba de sus hijos?
—Un mercader está expuesto a todo tipo de peligros. Los comerciantes deben ir con sus caravanas a países lejanos, y viajar entre gentes y pueblos extranjeros, encontrándose con muchos peligros, que van desde los salteadores de caminos a los señores locales, muy parecidos a los bandidos, pero inclinados a poner las manos en sus riquezas, presionándolos a base de impuestos o, simplemente, quitándoles sus mercancías y ganancias. Eso fue lo que le sucedió a mi señor, Francesco Da Coria.
—Los mercaderes —añadió fray Doménico— sufren por las borrascas del mar y por las dificultades del camino en tierra, cuando no es a manos de un señor más poderoso que les retira sus favores.
—Lo que conlleva otro de los riesgos para la profesión del comerciante, cuando ya no cuenta con el favor de su señor conde, como es el rechazo social. La familia Da Coria ha estado despertando durante generaciones envidias y malevolencias. Su honestidad y conciencia inspiró serias dudas entre las gentes de Turín lo que, hace poco más de un año, despertó la curiosidad del obispo de la ciudad quien, compinchado con el conde, no dudó en reconocer el oficio de lanas de mi señor, como una profesión deshonesta e impura, y una ocupación que únicamente tenía como objetivo la usura. En pocos meses se vio desposeído por ellos de todas sus ganancias, y sin mercancías ni clientes con los que trabajar. Apenas sí fue necesario que me explicara su situación, por lo que a los pocos días me marché y no he vuelto a saber de él ni de sus hijos. Me dirigí a la montaña y no tardé en encontrar la cabaña en la que nací. Cuando llegué, mi padre yacía enfermo en su cabreriza, y mal atendido por su único hermano vivo. Mi madre, me dijo, había muerto años atrás.
—¿Y por qué vuestro tío querría matar a su hermano? —preguntó interesado Sergio, pero cálido y cercano.
—Imagino que por pura supervivencia. Veréis, los pastores se refugian en verano, generalmente entre mayo y septiembre, en frágiles cabañas en el monte, como aquella en la que me encontrasteis. Bajan en otoño, antes de que lleguen los primeros fríos a las llanuras más templadas, con sus cabras y sus yeguas cargadas de enseres, y ayudados a menudo por pastores más jóvenes, e incluso niños. Mi padre y mi tío solo se tenían el uno al otro.
»La elaboración del queso, el cuidado de las ovejas y carneros, el esquileo, la defensa del rebaño contra las alimañas del bosque, el conocimiento de los ríos y de los caminos, o la atenta vigilancia para que el ganado no entre en los terrenos cultivados son algunas de las ocupaciones esenciales de la vida del pastor. Mi padre Luc y mi tío Lossón habían subsistido prescindiendo de la habitual colaboración con los campesinos de los alrededores, con los que sí colaboran otros pastores, ante la necesidad de aunar esfuerzos para el aprovechamiento de las aguas, la vigilancia contra los incendios o para la lucha y defensa contra animales como el lobo, el zorro o el oso. Mi padre y mi tío habían sustituido ese tipo de colaboración recíproca con los habitantes de las aldeas y poblados esparcidos por el valle, por una vida nómada y de una subsistencia más propia de ermitaños que de campesinos y pastores. Los dos hermanos se habían dedicado durante años a un silencioso pastoreo de cabras durante el verano y a manualidades a la luz de la hoguera durante los meses de invierno confeccionando, casi sin hablar entre ellos, todo tipo de canastas con las ramas y hojas que recogían del bosque. Pero un mal día mi padre empezó a enfermar y su hermano terminó por tener que alternar el cuidado del enfermo con esporádicas y poco fructíferas salidas al bosque. Cuando decidía ausentarse de la cabaña en la que agonizaba mi padre, volvía a los cuatro o cinco días para encontrar a su hermano en una situación peor que cuando le dejó, ya que no había podido alimentarse ni valerse por sí mismo para realizar sus necesidades básicas. Pero, si por el contrario decidía quedarse a cuidar de él, en pocos días habían agotado las escasas reservas de alimentos que les quedaba, no pudiendo conseguir más frutos de los arrasados alrededores, ni teniendo nada con lo que lograr un solo intercambio.
»Cuando yo llegué mi tío ya había enloquecido y solo esperaba un momento adecuado para deshacerse del que ya no veía como su hermano, y sí como una molesta y casi peligrosa carga. Imagino, además, que mi presencia no ayudó a cambiar la situación más que para que viera en mí un objeto de deseo y un claro motivo de envidia. Un día desapareció dejándome sola con mi enfermo padre, y cuando volvió, meses más tarde, lo hizo mirándome a través de los arbustos, siguiéndome en silencio durante días, y creyendo que no oía cómo quebraba la hojarasca y las ramitas que pisaba. Un día, hace menos de dos semanas, me dirigió al fin la palabra, pero solo para anunciarme, con una sonrisa de loco, que mi padre había muerto. Fui corriendo hasta la cabaña y allí descansaba mi padre, tal y como lo había dejado por la mañana, antes de salir a cuidar las pocas cabras que nos quedaban. Estaba tumbado sin vida en su catre de paja. Tenía la cara hinchada y de color azul, y la garganta con grandes moratones. Siempre pensé que lo había ahogado mi tío, pero no tuve tiempo de protestar, porque poco después de enterrarlo yo misma, me ví arrastrada hacia otra cabaña, y sin más posibilidades para sobrevivir que permaneciendo en silencio.
»Al día siguiente llegasteis vos y vuestro compañero. El resto de la historia ya la conocéis.
El silencio se había apoderado del grupo, que ahora avanzaba pensativo, apesadumbrado, y ajeno a la ligera lluvia que caía sobre la única calle de Avigliana.
25
CARCASONA
Carcasona, primeros de agosto, en el año del Señor 1209
La carnicería, aunque no había sido planeada, surtió efecto. Después de Béziers, muchas fortalezas, grandes y pequeñas, capitularían sin presentar combate. Las noticias provenientes de la vecina ciudad mártir no daban lugar a plantearse lo contrario.
Los cruzados se habían quedado tres días en los verdes prados cercanos a Béziers, y al cuarto día partieron a campo llano, donde nada los detendría en su camino a Carcasona. Las pequeñas poblaciones que iban encontrando, incluida Narbona, y que habrían podido retrasar al ejército con su resistencia, habían sido abandonadas en cuestión de días, y su escaso botín no satisfacía a nadie.
Todos los caballeros maldecían a los miserables ribalds que habían prendido fuego a la ciudad, pues con el botín que había en ella habrían sido ricos de por vida. Ahora sus ambiciosas miradas se posaban en las posibles riquezas de Carcasona, ciudad de herejes que acogía a todo tipo de comerciantes y judíos, y donde habían ido a confluir todos los señores de la comarca con sus familias y servidores, dejando abandonados casas y castillos. Sin duda, la recompensa se antojaba, cuando menos, cuantiosa.
Raymond-Roger Trencavel, sobrino del conde Raimundo había abandonado Béziers antes de que la ciudad fuera rodeada y atacada por los cruzados, para refugiarse y reorganizarse en Carcasona. La masacre que había sufrido la población vecina le había decidido a resistir firmemente, por lo que empezó por arrasar todos los molinos cercanos para evitar que los cruzados tuvieran posibilidad de reaprovisionarse, en caso de que se prolongara el sitio. El vizconde disponía de pocos días, pero los aprovechó al máximo, acumulando víveres y municiones, y efectuando reparaciones en las murallas.
Carcasona, que tomaba su nombre de Carcas, la sarracena esposa del rey Balaack, surgía ante la vista ocre y dorada, con imponentes murallas almenadas y torreones salpicados de múltiples saeteras que invitaban a guardar una prudente distancia. No había duda de que la ciudad era una plaza mucho más difícil que Béziers. Las cuestas abruptas de su colina se encontraban coronadas por gruesas murallas y un destacado circuito de más de treinta torres romanas, además de una fuerte pared en el exterior de la ciudad, salpicada de resistentes puertas y un imponente castillo.
Vista desde el río Aude, Carcasona parecía inexpugnable y presta a hacer sonar las trompetas que supuestamente dieron nombre a la ciudad según la epopeya protagonizada por la dama Carcas.
El tercer día de agosto de aquel fatídico año, el ejército cruzado comenzó su ataque por el burgo que, extramuros, se hallaba prácticamente sin defensa. Sin oponer apenas resistencia, población y defensores abandonaron los suburbios mal fortificados que se hallaban en las cuestas más bajas de la colina, para penetrar en el interior de la ciudad amurallada. Fue entonces cuando entró en juego una maquinaria bélica aún sin estrenar, máquinas como las catapultas o lanzadoras de piedras, con peso suficiente como para derribar una sólida pared. De hecho, su poder de destrucción se había ido ampliando en las últimas décadas, al tiempo que aumentaban también su precisión y el alcance efectivo de los proyectiles, lo que había obligado a que fortalezas como Carcarsona aumentara su circunferencia amurallada, para evitar así el impacto de las pesadas y mortíferas bolas de piedra, muchas de ellas llameantes. Pronto se comprobó que sus murallas eran lo suficientemente fuertes para resistir cualquier ataque, incluso el de las catapultas. También a las primeras embestidas humanas se las detuvo con piedras y aceite hirviendo. Tantas bajas causaron entre los cruzados, que Arnaud Amaury tuvo que ordenar la retirada.
Pero hizo acto de presencia un factor nada despreciable: el calor. Tras varios días de batalla, mientras las tropas católicas se lamían las primeras heridas, y en pleno mes de agosto, el calor, la falta de agua, la sed, el hedor de los cuerpos sin vida, los despojos y la carroña se fueron extendiendo por las calles y casas de la ciudad, minando la moral y la salud de sus defensores.
Había llegado el momento de intentar negociar una salida airosa para él y para su ciudad, por lo que el vizconde Raymond-Roger terminaría enviando correos a su señor Pedro II, el conde de Barcelona, quien, tras la masacre de Béziers, ya se había puesto en marcha, llegando a los pies de Carcasona el cuarto día de agosto, acompañado de un vistoso séquito. No obstante, tan solo se acompañó de tres de sus hombres, sin armas ni escudos, para subir a lomos de sus caballos la empinada cuesta de acceso a la ciudad amurallada.
Tras entrevistarse con el conde Raimundo VI y con todos los condes, duques y nobles señores cruzados, así como con los obispos católicos y el propio abad Arnaud Amaury, Pedro II terminó por entrar pacíficamente en la ciudad, a fin de encontrarse con el vizconde Trencavel.
—¡Oh, mi señor! —comenzó a decir el joven vizconde cuando el rey Pedro hizo entrada en la sala principal del castillo, y mientras se arrodillaba ruidosamente con sus armaduras y espadas de diferentes tamaños. Sin duda, pensó el rey aragonés, el propio Raymond-Roger se hallaba presto a sumarse a la batalla si era necesario—. No sabéis cuánto os agradezco que hayáis aceptado acudir en mi auxilio. Ahora sé que saldré victorioso de...
La frase de bienvenida por parte del anfitrión se vio repentinamente truncada por un violento puñetazo que vino a hacer con su cuerpo contra el frío suelo de piedra. Las armaduras rechinaron entre sí, quebrándose incluso la espada larga que pendía del cinto del joven.
Raymond-Roger, incorporándose aparatosamente sobre ambas rodillas, echó una mano a la empuñadura de su espada partida, y la otra a su labio inferior para comprobar que, también partido, sangraba profusamente.
—Pero... —protestó incrédulo— mi señor, ¿qué he hecho yo para merecer vuestra ira?
—Joven vizconde —empezó a explicar el rey Pedro II de Aragón y conde de Barcelona, disponiéndose a sentarse para servirse una copa de vino, aunque no por ello menos iracundo—, para empezar debéis saber que aún no habéis conocido mi ira. Y cuidaos de llegar a conocerla. En cuanto a este cálido saludo, es mi forma de daros a entender que, vestido como un afeminado pusilánime, no vais a conseguir detener el paso de la maquinaria bélica que os amenaza a vos, a esta ciudad y a sus gentes, a los que habéis condenado al no aceptar las condiciones de la rendición. En lugar de ello, andáis hablando de vuestro auxilio y de salir solo vos victorioso de una situación imposible.
»A pesar de mis consejos, imprudente vizconde, os habéis granjeado los tormentos que se avecinan, al hacer caso omiso de cuanto os recomendé. Desconocéis el peligro que os acecha, así como el carácter y la sed de sangre y riquezas de los que están ahí fuera. Y todo por defender a unos cuantos locos, con aún más locas creencias.
—Mi señor..., yo solo he seguido las recomendaciones de mis barones, y he pretendido prestar apoyo a quien defiende la verdadera religión de Dios, tal como hiciera mi padre o mi tío Raimundo.
—¿Vuestro tío? —aulló el conde, poniéndose en pie y volcando su copa y el taburete sobre el que había estado sentado—. ¿Vuestro tío, decís? ¿El mismo conde de Tolosa que he visto en la tienda de vuestro mayor enemigo? ¡Maldita sea! —vociferó el señor de Aragón y Cataluña, agarrando con sus grandes manos la cabeza del joven, obligándole a ponerse en pie—. He visto a ese conde arrodillarse ante esa rata del abad Arnaud, y acatar sin inmutarse las órdenes de atacar esta ciudad, donde su necio sobrino de veinticuatro años pretende hacerse fuerte. ¿Acaso no habéis oído qué tipo de suerte han corrido los desgraciados ciudadanos de Béziers? ¿Pensáis que el conde Raimundo hizo algo para evitarlo? ¿Eh? ¡No va a interceder por vos ni por vuestra condenada ciudad! ¿Por qué creéis que solo han tardado unas jornadas en presentarse ante vuestras puertas?
—Yo... Yo creía que con vuestra ayuda...
—No, vizconde. No. No lograréis vencer. Tarde o temprano vuestros soldados abandonarán sus puestos acuciados por el hambre, la sed o las enfermedades que recorren estas calles. Y entonces entrarán vuestros enemigos como el agua que rompe una presa. Y antes de que os deis cuenta, os pasarán a cuchillo, ante la espeluznante vista de todos los hombres de vuestro pueblo despedazados, y sus mujeres entregadas a la soldadesca.
—¡Oh, Dios mío! —empezó a sollozar el joven—. Yo no había previsto un desenlace tan terrible. ¿Qué puedo hacer, mi señor?
El silencio en la sala, a pesar de la presencia de varios asistentes del vizconde y también del rey Pedro, denotaba los profundos pensamientos en los que se había sumido el señor de Aragón y Cataluña, quien seguía con la cabeza del joven en sus manos.
—Hablaré por vos —dijo al fin, soltándole la cabeza y acariciándole los cabellos—. Ahora todos somos reos de esta situación, por lo que no nos queda más remedio que pactar con los nobles franceses. Pero deberéis hacerme caso en todo cuanto os ordene. ¿Me habéis oído?
—Me pongo en vuestras manos, señor —logró decir Raymond-Roger, antes de caer encogido al suelo y llorar como el niño que era.
Instantes después, Pedro II, rey de la corona de Aragón y apodado el Católico, volvía orgulloso a entrar en las tiendas cruzadas, instaladas a los pies de las murallas de Carcasona, y donde intercedería por el imprudente vizconde, logrando una salida airosa para el joven y doce de sus caballeros, aunque sin lograr convencer al inflexible abad Arnaud Amaury. Este exigiría que la ciudad, la guarnición y los habitantes quedaran a merced de los cruzados. Así, y solo unos días más tarde, Raymond-Roger Trencavel salía de la ciudad sitiada, al garantizársele un salvoconducto y siendo acompañado por varios caballeros. Pero la promesa no fue cumplida y, engañado, caería prisionero instantes después, en manos de los mismos cruzados que asesinarían a sangre fría a los caballeros que el vizconde había elegido como séquito.
Carcasona se quedaba sin su señor el decimoquinto día de aquel mes de agosto. La batalla entre asediantes y sitiados se reanudaría al día siguiente, llegando a rechazar los habitantes de la ciudad un nuevo asalto, con la ayuda de aceite hirviendo y plomo derretido que vertían desde las torres. Pero finalmente el sol y el calor, inapelables, decidirían el desenlace. Días después, Carcasona capitulaba.
La gran diferencia con lo sucedido semanas antes en Béziers era que esta vez los habitantes podrían salir sanos y salvos, aunque para ellos significaría marcharse dejando todas y cada una de sus posesiones, enseres, vestidos y riquezas. Todo. Así, la batalla de Carcasona se saldó con un inmenso botín, ahora bajo el amparo de los caballeros armados y su mofa hacia los habitantes de la ciudad, vecinos que ahora abandonaban sus hogares en camisas y calzones, vestidos solo con sus pecados.
Según se comentaba entre los soldados del campamento, el hecho de que salvaran la vida los habitantes, incluso los herejes, se debió a la respuesta que su santidad el papa Inocencio III envió al abad Arnaud, tras leer la triunfante carta en la que, el excesivamente fiel legado, le refería la toma de Béziers. Ahora, el santo padre, lamentando aquella masacre, dejaba claro que él había ordenado dar caza al hereje, pero nunca había hablado de matarlo.
Por su parte, el vizconde Trencavel, convertido ahora en rehén, era encarcelado con fuertes y humillantes grilletes en una celda de su propia ciudad. Meses más tarde moriría del mal de los asedios, como popularmente se conocía la disentería. Falleció en un agujero y sin que se le hubieran retirado por un solo instante las cadenas.
***
A diez de noviembre, en el año del Señor 1209
Sanctissimus pater, Inocencio III.
Vuelvo a dirigirme a vos, amantísimo padre, esta vez para comunicaros una muy triste noticia. El joven y valiente vizconde de la tomada ciudad de Carcasona, Raymond-Roger Trencavel, ha fallecido víctima del mal de los asedios y estando a nuestro cuidado. Dios le acoja en su seno.
Por otra parte, y como ordenasteis, tras la merecida victoria sobre los herejes de Carcasona celebramos la misa del Espíritu Santo realizando, acto seguido, una asamblea con los jefes militares de la Cruzada, y con el objeto de elegir de entre ellos a la persona a cuyas manos deben pasar los bienes del pobre vizconde Trencavel, que ya descansa en paz.
Tal y como sabiamente propusisteis, se hizo la oferta a los tres principales dignatarios: el duque de Borgoña y, tras su rechazo, a los condes de Nevers y Saint-Paul, y ninguno de ellos se avino a aceptar los bienes del fenecido. Dijeron que ya tenían bastantes tierras y que no querían despojar a nadie más.
Humildemente, en mi opinión, y si me lo permitís, creo que nadie querrá deshonrarse aceptando estas tierras, que tienen por despojos de una cruenta conquista. Los grandes barones parecen hastiados. No paran de lamentarse de que la suya solo era la intención de librar una guerra noble y que, sin embargo, se han encontrado con varias carnicerías y con un noble como ellos, encarcelado… ¡Como si otros y no ellos tuvieran la culpa de este rosario de situaciones!
Poco o nada han tenido que guerrear y, en cambio, mucho es lo que han ganado, sin dejar de quejarse por haberse visto obligados a presenciar una serie de actuaciones que no acaban de ser del agrado de tan dignos señores de la alta nobleza francesa. Han ganado indulgencias y una parte considerable del botín, y sin apenas esfuerzo. Y, sin embargo, aquellos que eran tomados como veteranos en Tierra Santa, ahora se retiran mohínos a sus posesiones y sin que ninguno de ellos acepte hacerse cargo de las nuevas tierras.
Así, deberá ser su santidad quien decida la suerte de estas.
Siempre a vuestro servicio, santo padre,
Arnaud Amaury, abad de Cîteaux.
***
Venerabilis franter, Arnaud Amaury,
Os dedicaremos solo unas líneas para responderos a vuestra anterior misiva, y tranquilizar así vuestro desasosiego.
Os equivocáis al pensar que nadie querría aceptar el expolio del fallecido vizconde Trencavel, puesto que sí hay alguien interesado. De hecho ya ha sido elegido por una comisión de dos obispos y cuatro caballeros el señor de Montfort, Simón, conde de Leicester, Inglaterra, y fiel servidor de la Iglesia.
Es deseo de nos, pues, comunicaros que dicho dignatario será, al tiempo que nuevo vizconde de Béziers y Carcasona, vuestro sustituto como nuevo dirigente de la Cruzada contra los albigenses, para marchar sobre Toulouse y resolver de una vez por todas el problema que representa. Su dominio del terreno y su sentido de las oportunidades tácticas, a buen seguro que proporcionarán repetidos éxitos a la cruzada, la misma que ya se iniciara bajo vuestro mandato, como jefe supremo (espiritual y militarmente) de los cruzados.
Con ello, seguro que en lo sucesivo encontraréis mayor descanso a vuestro pesar, por una labor tan agotadora como difícil, y por la que os estamos muy agradecidos, nuestro estimado abad Arnaud Amaury.
No obstante, debéis saber que nos seguimos teniendo presente vuestro ofrecimiento de seguir permaneciendo fiel bajo la voluntad de la Santa Sede, puesto que posiblemente algún día tengamos que volver a reclamaros.
Vuestro hermano en Cristo. Inocencio III, papa.
26
UN CABALLERO EN EL CAMINO
El tiempo transcurría monótonamente en la fortaleza de Montségur. El poblado formado a su alrededor era ya de considerables proporciones, albergando a algo más de cuatrocientas personas, que estaban instaladas sobre la cima de la áspera y abrupta montaña. Aquel pico estaba coronado por el castillo de piedra y la escarpada cascada de terrazas, sobre las que se habían asentado innumerables cabañas y casitas de madera, conformando una pequeña red de rudimentarias callejuelas. Todo ello, se encontraba rodeado de cercas y separado de las murallas por palenques, junto a un par de barbacanas que cerraban más abajo la montaña. La nieve, el frío, la lluvia y los nubarrones presentes casi todo el año lo llenaban todo de barro y socavaban las pequeñas casas de adobe y maderos.
La vida allí era relativamente fácil, agradable y hasta aburrida, sin más entretenimiento que las regulares oraciones de los monjes, las tareas diarias (orientadas a la alimentación, las manufacturas y la vivienda), y las pocas e intermitentes noticias que les iban llegando desde el exterior a los habitantes del pog. Las últimas, por cierto, nada agradables, sobre la toma y devastación de las ciudades de Béziers y Carcasona, y que habían entristecido en gran manera a la comunidad de perfectos y creyentes.
Otra de las distracciones para las gentes que vivían en aquel nido de águilas, la proporcionaba el ir y venir de enfermos, viejos e impedidos, que deseaban entregarse a Dios al llegar a su fin, mediante el ritual de los buenos hombres. Así, y aunque frecuentemente se ordenaban en Montségur nuevos perfectos y perfectas, que constantemente descendían sin descanso la bajada de la montaña, para dar asistencia a los necesitados e impartir el consolamentum, también los había quienes, ante la proximidad de la muerte, tomaban el camino de la montaña en brazos de un pariente o un amigo, a fin de subir para tener un buen final en manos de los también llamados amigos de Dios. Aquellas peregrinaciones convirtieron el castillo en pocos años en un lugar santo hacia el que se hacían transportar los moribundos a lomos de un mulo o en una carreta, y recibir allí los sacramentos supremos, antes de ser enterrados a la sombra de sus murallas.
Aquella calurosa tarde de agosto, y mientras caía el sol por detrás del pico de San Bartolomé, haciéndolo parecer un sombrío cenotafio cubierto de mantos boscosos, el joven Róbert volvía montaña arriba de otro de sus numerosos viajes a las poblaciones vecinas, a fin de abastecer a la comunidad de religiosos en Montségur. De hecho, y a medida que iba incrementándose el número de habitantes sobre el pog, más frecuentes fueron haciéndose sus incursiones, y mayor el peso que cargaba sobre su carreta, hasta el punto de que el diácono Salvatore llegó a decidir que debía viajar acompañado por los dos niños, con quienes había roto, meses antes, unas tinajas de vino y aceite.
El viaje, como tantos otros realizados con sus nuevos «compañeros de compras», transcurrió en silencio, roto solo por las bromas y juegos de Hue y Amiel, y a las que Róbert asistía obligado y fastidiado, aunque también reconocía, eso sí, en su fuero interno, que prefería no viajar solo y hacerlo acompañado de aquellos dos mocosos a los que empezaba a coger cariño.
—¡Mira, Róbert! —chilló de repente Amiel, mientras le señalaba, con el brazo extendido, hacia el final de un recodo en el camino. Allí, tirado en el suelo, yacía un caballero envuelto en su capa. Junto a él pastaba su caballo.
Hue no necesitaba más. Salió corriendo hacia la desconocida figura, lo que obligó a sus compañeros a hacer lo propio, tirando con fuerza de la mula y la carreta con lo adquirido horas antes.
—Hue, no te acerques demasiado —le gritó, prudente, Róbert—. No sabemos quién es, ni qué hace ahí.
—Es un anciano caballero —les gritó el niño que, instantes después, e ignorando el consejo, ya había llegado al recodo y agarraba el ronzal del dócil caballo—. ¡Y está muerto!
—No está muerto —apuntó en voz baja Róbert, una vez que hubieron llegado hasta donde se encontraba el moribundo anciano—. Aún respira. Debe haberse caído del caballo. Además, parece que esté muy enfermo.
—Debe haber hecho un viaje muy largo —añadió Amiel—. A su caballo le falta una herradura y lleva el casco muy gastado.
—Eres un jovencito muy observador —murmuró con un acento muy extraño y con una voz seca y arenosa el anciano, al que Hue daba por muerto, por lo que dio un respingo hacia atrás, asustando también al caballo.
—No te asustes, chiquillo —continuó diciendo el caballero, entre toses y pitidos en la respiración—. Aunque quisiera, no podría haceros daño alguno. Efectivamente, he caído de la montura cuando mi caballo dio un mal paso, por culpa de esa herradura que ya no puedo cambiarle. Estoy demasiado viejo y creo que me debo haber roto algunas costillas al caer. De eso hace ya unas cuantas horas.
—¿De dónde venís? —quiso saber Amiel—. Tenéis un acento muy raro.
—Sí, soy consciente de que mis conocimientos de la lengua de Oc son escasos, pero no podéis pedirle más a este pobre anciano que viene desde el señorío de Castellbó, en Catalonia[40]. Mi nombre es Alfonso de Rebentí y necesito que me ayudéis a llegar hasta el obispo Guilhabert de Castres y su diácono Salvatore da Clemenza. He peregrinado hasta aquí durante días y a lomos de un caballo cojo, para recibir el consolamentum, de la mano de los buenos cristianos.
El hecho de que aquel anciano de facciones ajadas pero amables conociera a los dirigentes espirituales de la fortaleza, hizo que los tres niños intercambiaran silenciosas miradas de incertidumbre.
—Vamos, no os quedéis ahí parados. Si no me ayudáis, moriré en este camino. Hace demasiado calor y ya no me quedan fuerzas.
—Quizás podamos subirle a nuestro carro —propuso con decisión Amiel.
—Querrás decir mi carro —precisó Róbert, a quien no importaba cargar con el anciano, pero sí compartir responsabilidades de un carro y una mula de los que solo él era responsable ante el diácono Salvatore—. Si metéis la pata, tendré que ser yo de nuevo quien evite que os estiren de las orejas.
—Más que estirarnos —matizó Hue—, nos las van a arrancar, si este señor se muere aquí en medio. Creo que acaba de desmayarse.
Aunque con gran esfuerzo, los tres niños consiguieron subir al moribundo anciano, quien iría recuperando el conocimiento tan frecuentemente como lo perdía, a causa de las fiebres, los huesos rotos y el verdadero motivo que le llevó a peregrinar hasta Montségur: la edad.
Cuando los tres niños aparecieron a las puertas del castillo, fue el sargento de la guardia quien salió personalmente a girar los goznes de los inmensos portones, después de apreciar desde lejos que los chicos traían, camino arriba, algo más que comida en el carro del que tiraba la mula.
—¿Quién es? —les preguntó prudente, con voz queda y frunciendo el ceño. Sin lugar a dudas, al sargento Guilhem Garnier no le había pasado por alto la larga espada que colgaba del cinto del anciano. Aquel era el típico detalle que le había hecho ganarse su prestigio como desconfiado, atento y, sobre todo, fiel y fiable hombre de armas.
—Nos ha dicho que se llama Alfonso de Rebentí y que viene de Castellbó, en Catalonia, para recibir el sacramento de manos del señor obispo y de nuestro diácono —aclaró Róbert.
—Este pobre hombre está a punto de morir. Buscad un sitio fresco y seco. Acomodadle y dadle agua. Tened cuidado cuando le mováis, porque parece tener alguna costilla rota, a juzgar por los quejidos y el pitido en la respiración. Yo iré a avisar al diácono Salvatore.
—¿Dónde lo llevamos? —preguntó Róbert al sargento, mientras este corría ya en busca del anciano diácono.
—Donde creas que vaya a estar más fresco. Luego manda a uno de tus amigos a buscar al diácono.
—¡Podemos llevarlo a la sala baja! —propuso Hue, entusiasmado, una vez que ya no podía oírle el sargento Guilhem, y al tiempo que Amiel le fulminaba con la mirada, tras intuir la intención de su pequeño amigo.
—Hue, ¡en esa cripta tienen a aquel niño muerto!
—¡No era ningún niño muerto! Yo lo ví, era…
—¿De qué niño muerto habláis? —preguntó fastidiado Róbert, harto de las fantasías infantiles de sus compañeros.
—Verás —respondió Amiel, presto a contarle la historia del día en que llegaron al castillo—. Hue viajó durante días con un niño muerto en su carro y…
—¡Bah, da igual! —le interrumpió, temiéndose una de sus típicas e interminables historietas, y mientras agachaba la cabeza, agotado—. Dime, ¿es un sitio fresco y seco, como nos ha pedido el sargento?
—¡Sí! —le apremió un emocionado Hue.
—Pues vamos, porque este anciano no durará mucho más.
La primera vez que Hue y Amiel entraron en la cripta, esta se encontraba lo suficientemente iluminada como para no tropezar por la escalera de caracol que llevaba hasta ella. En esta ocasión se hallaba totalmente a oscuras, lo que atemorizó aún más a Amiel, quien no dejaba de pensar en el niño muerto que, meses atrás, creía haber visto envuelto en unos fardos. A pesar de ello, siguió ayudando a Róbert a bajar el flaco cuerpo sin fuerzas del anciano, al que ya solo quedaba un hilo de vida, y mientras Hue volvía a subir en busca de una antorcha encendida con la que iluminar la lúgubre estancia de piedra.
—Hue, date prisa. Ilumínanos aquí —le ordenó un vacilante Róbert, después de depositar a oscuras el cuerpo del anciano, en lo que parecía ser una mesa de piedra. En la oscuridad y bajo el delgado cuerpo del moribundo había crujido algo, un ruido como de hojarasca quebrándose, que oyeron desde que entraron en la cripta.
—Creo que esto es una especie de altar —explicó Amiel palpando la piedra, y mientras esperaban a Hue, que en ese momento regresaba para iluminar la cripta—. Cuando vinimos aquí por primera vez, tenía en sus extremos unos cirios… Sí, ahí están. Hue, intenta encenderlos.
—¡Santo Dios! —fueron las últimas palabras que pronunció el moribundo anciano, justo antes de espirar, con la mirada perdida hacia las sombras. Lo que fuera que hubiera visto al encender Hue los cirios, hizo que exhalara su último aliento.
—¡Uau, mirad eso! —exclamó Amiel.
La escena que se desarrollaba ante sus ojos al iluminarse la sala dejó boquiabiertos a los tres niños: bajo el cuerpo ya sin vida del anciano caballero se hallaban desplegados por montoncitos un gran número de pergaminos, cientos de ellos que, a medida que sus jóvenes ojos fueron acostumbrándose a la débil iluminación que desprendían los cirios y la antorcha, vieron desplegados por toda la cripta, repartidos aquí y allá, sobre banquitos de madera, sillas de cuero, largas mesas habilitadas para albergarlos, o simplemente sobre el suelo de piedra. De hecho, y para poder depositar el cuerpo del anciano en el altar, habían ido pisando y desordenando cuantos se hallaban amontonados desde la entrada en la sala, y cuya disposición estaba, sin duda, ideada para entrar en la cripta con una vela en la mano, y no a oscuras.
—Esto es lo que había en los fardos, Amiel. Lo ví la última vez que estuvimos aquí —susurró un asustado Hue. Casi temía que aquellas pieles secadas echaran a volar si levantaba un poco más la voz.
—Ya me da igual que hubiera un niño o no en tus fardos, Hue. Lo que sé es que este anciano ha muerto y, encima, hemos desordenado lo que debe haberles llevado al diácono y al obispo un montón de tiempo clasificar.
Amiel llegó a esa conclusión, después de apreciar que, aparentemente, todos y cada uno de los pergaminos tenían unos números y unas letras de reciente factura en su margen superior derecho. También pudo comprobar que aquellos pergaminos amarillentos parecían escritos en una lengua que desconocía por completo.
—Y tienen unas escrituras muy raras. Róbert, ¿tienes idea de la lengua en que están escritos?
—Están escritos en copto. —La voz que les hizo girarse de repente y helar la sangre de sus venas era la del diácono Salvatore da Clemenza, quien les hablaba mientras subía lentamente las estrechas escaleras hacia la sala. Parecía cansado y rendido ante la insistencia de los niños por entrar en la cripta prohibida. Pero una luz extraña que vieron en sus ojos cuando hubo entrado, parecía decirles a los tres que se alegraba de encontrarles allí—. El copto es una lengua que hablaban y escribían los cristianos de Egipto hace muchos, muchos años. Estos manuscritos son copias de otros que fueron escritos originalmente en griego, y que hoy han desaparecido. Bueno, imagino que ya no tiene sentido que te oculte nuestro secreto por más tiempo, ¿verdad, Hue?
27
LOS CREYENTES DE SUSA
Susa, noroeste de Italia. Cerca del paso de Mont-Cenis
Las lluvias en aquella temporada del año eran, no solo un elemento común y habitual de la climatología local, sino también la principal circunstancia para tener en cuenta por las gentes que habitaban en los pequeños pueblos de montaña, y por todos los viajeros que quisieran atravesarlas. Su intensidad y continuidad habían obligado a los tres viajeros a permanecer cobijados durante tres semanas en la herrería del anciano Pietro, el mismo creyente que ya alojara a fray Doménico meses atrás.
De nuevo en el camino, e inmersos ya entre las amenazadoras montañas que debían atravesar para alcanzar las tierras de Languedoc, llegarían a Susa solo una semana más tarde y tras abandonar San Ambrogio, Follatone o Bussoleno, poblaciones que iban encontrando por el camino y en las que podían abastecerse y descansar, siempre tras el ya habitual intercambio de saludos y genuflexiones que compartían fray Doménico y cuantos creyentes se atrevían a compartir con ellos su granero, su pajar o, a veces, el gallinero. Toda ayuda era bien recibida por aquel singular trío y su mula.
Lo propio hicieron al llegar a Susa y tras encontrar la diminuta casa del granjero Armanno, una persona tan simple como humilde, a pesar de poseer varios carneros y ovejas con los que podría haber ido haciendo cierta fortuna. Frente al ganado porcino, el bovino y el de corral, en aquellas tierras destacaba la ganadería ovina, proveedora de carne y convertida en una de las bases de la alimentación, gracias a la leche que también se podía transformar en quesos. Además, la lana podía abastecer la artesanía textil, y la piel aquella otra para la confección de los pergaminos. Sin embargo aquel hombre había sido pobre toda su vida y los tres viajeros no tardarían en descubrir por qué.
Con él volvería fray Doménico a intercambiar el ritual del melhioramentum, antes de que pasara a enseñarles el henil donde podrían descansar.
—Mi casa es pequeña, pero puedo albergaros entre los animales.
—Agradecemos tu hospitalidad —se apresuró a decir fray Doménico, al percatarse de que el humilde granjero se encontraba incómodo por poder ofrecer solo el pajar a aquel predicador, que esta vez se encontraba acompañado de un novicio y una hermosa joven—. Además, seguro que vamos a estar muy cómodos entre el heno y el forraje de vuestros corderos. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo…[41]
—Me encantará dormir abrazada a una de vuestras ovejitas —intervino ágil Braida, al reconocer en las palabras del orondo fraile su intención de pasar a la comida como tema de conversación con el humilde ovejero, y mientras le arrastraba hacia el fondo del establo, donde Sergio se había adelantado para acomodar a la mula Penélope—. ¿Es que no podéis dejar de pensar en comer? —le susurró.
—Bella dama, ¿acaso no oléis esa dulce y deliciosa fragancia a pan recién horneado? A buen seguro que la mujer de nuestro amigo Armanno está preparando una deliciosa cena para celebrar nuestra llegada.
—Sois del todo insaciable. Estas gentes apenas si deben tener para comer ellos, y debería daros vergüenza que…
—Por cierto, monseñor —les interrumpió el granjero desde el otro lado del muro de ladrillos de adobe—, dentro de un rato estará lista la cena que les está preparando mi mujer.
Ahora fray Doménico ya no forcejeaba con la joven que le arrastraba y, mirándola, levantó las cejas mostrando una silenciosa pero amplia sonrisa de satisfacción.
—Podréis cenar con nosotros y mi hermano Radulfo —continuó Armanno, asomándose ahora al hueco de la puerta que separaba las pocas estancias que había en la casa del pajar, donde guardaba sus ovejas—. Espero que no os importe.
—Al contrario, amigo mío. Será un placer degustar con vosotros lo que buenamente podáis disponer para estos tres cansados viajeros. ¿Por qué nos iba a importar?
—Bueno, veréis. Mi hermano Radulfo es un clérigo, como vos.
—¡Estupendo! ¿Cuándo podremos conocerle?
—Pronto. Debe estar a punto de llegar. Pero debéis saber que su fe es católica.
Desde donde se encontraba Sergio, al otro lado del balagar donde había atado a Penélope, pudo apreciar cómo una sombra cruzaba la mirada de su voluminoso amigo, borrando todo signo de la sonrisa que instantes antes había ocupado su redonda cara.
Efectivamente, fray Radulfo llegó puntual a la invitación de la cena que durante toda la tarde había elaborado Bernarde, la mujer de Armanno. Aquel fraile entrado en carnes denotaba poseer un mal corazón, lo que dejó claro nada más llegar a la casa de su hermano. Apenas si había saludado a los tres viajeros hospedados en el establo cuando, sin mediar palabra, dio buena cuenta del aún humeante pastel de carne que había preparado Bernarde, empujándolo con un cuarto de jarra de vino, aún si aguar. Acto seguido agarró a su cuñada del antebrazo para llevarla al catre de su propio hermano, cerrando tras de sí la cortina que separaba aquel lado de la casa del resto de la estancia. El silencio con que la sumisa Bernarde consintió a entrar en la cama con el fraile, y la mirada perdida que mantenía el consentido Armanno mientras se disponía a cortar algo de leña, confirmaba que las visitas del monje eran más que frecuentes. De hecho, en cada visita solía amancebarse con aquella mujer.
—¿Acaso no vais a decirle nada? —quiso saber Sergio, interrogando al granjero que seguía cortando leña y apilándola con la mirada silenciosa del que sabe pero calla—. ¿Cómo podéis permitir que vuestro propio hermano, que además es monje, mantenga relaciones carnales con vuestra mujer? ¿O quizás no conocéis lo que hacen tras esa cortina que…?
—Sergio —le interrumpió fray Doménico—, Armanno sabe muy bien lo que sucede tras esa cortina, y no es necesario que se lo recordemos.
—¡Pues si no lo va a remediar él, tendremos que recordar nosotros a ese mal monje que tales actos no caracterizan, precisamente, la piedad cristiana!
—Joven necio. ¿Acaso creéis que podemos enfrentarnos a ese sacerdote y a todos los que encontremos desviándose de la doctrina católica? —susurró enérgicamente el fraile.
—Es… Es increíble… —protestó el joven, al tiempo que bajaba la cabeza pensativo.
—Creo que lo que fray Doménico quiere decirnos —apuntó una prudente Braida con la mirada perdida, sin duda recordando lo sucedido en la cabreriza de su tío— es que no nos conviene interponernos en el camino de ese monje indigno.
—Sergio, debemos pasar lo más inadvertidos posible, a fin de poder completar nuestro cometido en Languedoc cuanto antes —añadió fray Doménico.
Solo unos instantes después, volvía a correr las cortinas una silenciosa Bernarde que, sin mediar palabra y terminando de bajarse la falda del vestido, se dispuso a servir la cena alrededor de una gran mesa, que poco antes no estaba a la vista. La mayoría de las mesas de las viviendas eran desmontables, dado que estaban compuestas por un tablero y varios caballetes, lo que permitía despejar el espacio tras la comida. Tras la mujer salía un sonriente y sudoroso fray Radulfo.
—¿Cuándo se cena en esta casa?
La cena transcurrió tranquila y en silencio, roto solo esporádicamente por un feliz Armanno que se empeñaba en hacer contar a su hermano por qué caminos había andado últimamente, preguntas a las que este respondía con poco más que gruñidos, y más centrado en acabar con los restos del cordero que fray Doménico había rechazado, con la excusa de estar ya saciado por el delicioso pan que había elaborado la cabizbaja y avergonzada Bernarde.
—¿Estáis seguro de que no queréis probar un poco? —preguntó el grueso fraile al aún más grueso fray Doménico.
—No, gracias. Estoy lleno —respondió, sin dejar de mirar asqueado, cómo sorbía por entre el costillar del cordero, mientras le goteaba el aceite por las manos y codos. No podía dejar de pensar que aquel animal debía suponer para aquella pobre pareja la comida de una semana.
—¿Y solo con pan os habéis saciado? Cuesta creer que solo a base de pan hayáis logrado vuestro volumen —se mofó fray Radulfo, dándole un fuerte codazo a su cuñada, y estallando en una sonora carcajada, para mostrar sus pocos y deteriorados dientes.
—¿Y las mujeres? —continuó preguntando, deslizando ahora su sucia y rolliza mano por entre las piernas de su cuñada, que respondía silenciosamente con un respingo y mordiéndose el labio inferior, en señal de molesta sumisión. Todo ello no pasó de largo ante la vista de un iracundo Sergio que, a punto de estallar, guardaba un prudente silencio, siguiendo los consejos de Braida y fray Doménico.
»¿Qué mujer os sacia a vos? ¿Acaso esa hermosa jovencita, o quizás este tierno joven? —continuó preguntando, deslizando ahora su redondo pulgar por la mejilla de Sergio, y justo antes de que este retirara violentamente la cara.
—No pienso poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación… —fue la respuesta entre dientes de fray Doménico.
—Vaya, veo que conocéis la Revelación de San Juan: Apocalipsis, 2:14. ¿Sois monje como yo?
—¿Como vos, habéis dicho? —estalló Sergio al fin, poniéndose en pie, y mientras fray Doménico bajaba la mirada, al conocer lo que iba a suceder a continuación—. Vos…, vos no sois más que un sucio, depravado y corrupto seudofraile que, no contento con arrasar con los alimentos de que dispone vuestro patético hermano, llegáis a su casa para abusar de su mujer y mirar con lascivia a sus invitados, dándoos igual tocar a una mujer que acariciar a un hombre. Me dais asco y seguro que también al Cristo que decís representar.
—Vaya, vaya… Ya veo que tenemos aquí a un desvergonzado mocoso al que aún no han azotado lo suficiente. ¡Yo te voy a enseñar los modales que te faltan, granuja!
—Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco. Por tanto, arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca[42].
—¡Un momento! —pareció dudar el monje, demostrando que, además, le empezaba a afectar el abuso que había hecho del vino desde que llegara—. Si vos también sois un predicador, ¿por qué os ponéis en mi contra? ¡Este truhán me ha ofendido en la casa de mi propio hermano y merece un castigo!
—Vos —le contestó calmadamente fray Doménico, extendiendo la palma derecha hacia Sergio para calmarle y sin duda sopesando en todo momento cada una de las palabras que iba a pronunciar—. Vos merecéis ser castigado por nicolaísmo, por corrupción, por abusar de la hospitalidad de vuestro hermano y su dócil mujer, y por ostentar impunemente la palabra de Dios, como erróneamente hacéis muchos integrantes de la «Iglesia de los lobos».
—¿La «Iglesia de los lobos»? ¡Ah, ahora lo entiendo! Vosotros sois… ¿Cómo os llaman? Boni… Boni Homine. Sois de esos falsos predicadores que recorréis los caminos de dos en dos, predicando contra la Iglesia católica y mientras os tachan de herejes. ¡Oh, Dios mío —continuó diciendo el fraile Radulfo, haciéndose ahora la cruz enérgicamente a lo largo de todo su inmenso cuerpo—, tengo ante mí a varios de esos malditos zorros que destruyen la viña del Señor!
—Dejad de apelar a un Dios en el que no creéis —le ordenó fray Doménico—. Le insultáis cada vez que nombráis su nombre en vano. Y dejad también de hacer esa ridícula cruz. Está bien que lo hagáis en verano para espantar a las moscas pero no para atraer hacia vos la atención divina.
—In nomine patris, et filii, et spiritu sancti…
—Oh, vamos, dejad ya esa cancioncilla mientras os hacéis la cruz. Es lo mismo que si dijerais: «Aquí está la frente, aquí la barba, aquí una oreja y aquí la otra».
—¡Iréis al infierno, hereje! —amenazó fray Radulfo, corriendo ahora hacia la puerta de la casa y ante la que se interpuso velozmente Sergio.
—No os creo. Para empezar, eso del infierno eterno es una invención de los sacerdotes católicos, destinada a ayudaros a dominar a vuestros ingenuos fieles. Una especie de… de instrumento de regulación social, basado en la superchería teológica que habéis impuesto.
Los nerviosos ojos del fraile, oscilando de uno a otro de los presentes, anunciaban miedo e ira a partes iguales.
—Dicen de gentes como vos, vulgares jodedores, que lleváis a cabo rituales en los que besáis obscenamente el trasero de un gato... Os voy a denunciar a todos al obispo de la región, incluido tú, Armanno, por alojar a estos herejes. Todos seréis ajusticiados y también tú, asquerosa ramera.
—¡No, por favor! —suplicó ahora Bernarde, oyéndose casi por primera vez su frágil voz, saliendo de su no menos frágil y enfermizo cuerpo—. Yo no he hecho nada…
—Sí. Vos sois la tentadora libidinosa, puesta al servio del Maligno para apartarme de mi camino hacia Dios. Todas las mujeres sois el agente del pecado original para el hombre, un montón de secreciones mucosas, de porquerías y líquidos nauseabundos, un ser que no debe rozarse ni siquiera con la punta de los dedos: débil e inconsciente, y obsesionado por la lujuria y el deseo carnal, hacia el que arrastra al pobre hombre.
El silencio de todos los presentes le desconcertó en medio de su exposición de desdén hacia la mujer.
—Es cierto —continuó ahora con una maliciosa sonrisa en los labios—… y ya lo decía Bernardo el Cluniacense: la mujer es el origen de todos los crímenes y todas las impiedades. Engaña e induce al mal mediante sus gestos, sus actos, sus artificios. Toda ella es carne; su gozo, su imperio, su luz, es la noche. No soporta el pudor, engendra sin orden ni concierto. Es esclava del dinero, hermosa podredumbre y dulce veneno. Vicioso sepulcro de concupiscencia, es el vicio en persona, la perfidia, lo dañino, el crimen, la…
—¿Queréis dejar de decir sandeces? —intervino ahora Braida.
—¡Cállate, pecadora! ¡Oh, mujer! Eterna trampa del demonio, incapaz de vivir con pudor. Es por ello por lo que fornicáis con todos, y no dejáis nunca de traer niños al mundo, a los que convertís, pues, en víctimas de vuestra podredumbre. Todas, claro, menos esta desdichada —continuó diciendo, tomando ahora por el brazo a Bernarde—, mujer yerma y vaciada de entrañas, que no sirve ni para darle hijos a mi hermano. A ella la acusaremos de ser cebo de Satanás, veneno de las almas puras y concubina de herejes, y a ti, compañera adúltera de estos lobos con piel de cordero, te acusaremos de voluptuosidad de cochinos gordos y lugar de elección del diablo. Ambas seréis tonsuradas y azotadas hasta que os arrepintáis de vuestros pecados con los que…
Un fuerte golpe en la cabeza hizo con el orondo cuerpo del monje contra el suelo, levantando una pequeña nube de polvo de tierra batida. A su lado, y aún con el mango en la mano del hacha con que había cortado leña, se encontraba un silencioso Armanno, con la mirada perdida sobre el cuerpo tumbado de su hermano.
—No está muerto, solo aturdido —aclaró—. No dudéis en marcharos, puesto que aquí peligráis. Mi mujer y yo nos encargaremos de todo.
—¿Y cómo evitaréis que os denuncie? —quiso saber Sergio que, sorprendido, se encontraba a su lado.
—De momento no está muerto. —Fue toda la explicación que le dio aquel hombre, cuya mirada lo decía todo acerca del hastío y el miedo por los que, durante años, había permitido todo tipo de aberraciones y pequeños pero constantes hurtos domésticos, que le habían privado de hacer una pequeña fortuna con su reducido ganado. Todo ello por parte de un hermano que, constantemente, les había amenazado con denunciarles a las autoridades locales por adulterio y sodomía, recordándoles siempre que, según la costumbre civil, si un matrimonio carecía de hijos, y el hombre de la casa era prendido y muerto, el que heredaba sus pertenencias era el pariente más próximo del difunto (en aquel caso el propio Radulfo), pero nunca la mujer que, además, pasaría a depender del heredero y ser privada de su dote al reconocérsele el adulterio.
»Y ahora marchaos, por favor. Bernarde y yo debemos terminar un trabajo pendiente desde hace ya demasiados años.
28
DOS SALTEADORES
Llevaban prácticamente toda la noche caminando en silencio y tirando de una protestona Penélope, que se quejaba de no haber podido descansar y comer más en aquel establo. Sergio se moría de ganas de comentar, con el que ya consideraba su mentor, todo lo sucedido horas antes con aquella peculiar pareja de creyentes. Pero fray Doménico, con su silencio y el ceño fruncido, denotaba estar preocupado e inmerso en profundos pensamientos.
El novicio deseaba también conversar con Braida sobre lo hablado acerca de las mujeres, y poder decirle que él no pensaba ni por asomo como aquel animal que se decía sacerdote. La mujer, para él, era un hermoso ser que merecía ser tratado con delicadeza y ternura. Especialmente ella.
Pero sobre todo, y tras oír las acusaciones de aquel mal monje, lo que de verdad ansiaba el inquieto joven era averiguar qué más diferencias existían entre la Iglesia en la que se había formado, y aquela que muchos se empeñaban en tildar de hereje, la de los buenos cristianos. Al final, su curiosidad pudo con él y terminó por romper el incómodo silencio.
—Fray Doménico, antes…
—No, Sergio. No debemos hablar. Ahora es el momento de apresurarnos y huir sin demora
—… Antes —insistió, poniéndose ante el fraile y caminando de espaldas, lo que pudo con el voluminoso monje que, deteniéndose, resoplaba de resignación— habéis renegado de la Cruz, y la Cruz es el símbolo por excelencia de la religión en la que he nacido y me he criado. Comprended que necesito saber qué más diferencias definen a vuestra religión de puros frente a la de los lobos, como os empeñáis en definir a la católica.
—Joven Sergio —protestó fray Doménico, al tiempo que tomaba asiento sobre una roca en el camino, consciente de que la conversación podía durar largo rato. Braida hizo lo propio, sumergida en sus propios pensamientos—, si no recuerdo mal hemos hablado ya sobre esto, así que, como imagino que no habéis tenido suficiente con cuanto os he dicho, pasaré a explicároslo con algunos ejemplos que, en su momento, fueron verdaderamente los que me hicieron inclinarme por la religión de los amigos de Dios.
»Efectivamente, como bien dices, hay dos Iglesias. Pero no la de los buenos y la de los malos. No. Eso lo dejaremos para que sea la historia la que juzgue y decida entre ambas categorías. Como nos decía el apóstol Mateo, hay dos tipos de Iglesia: una que huye y perdona y otra que persigue y desuella[43]. La primera sigue la vía recta de los apóstoles, viviendo públicamente en la pobreza y la austeridad, según la Regla del Evangelio. No miente ni se equivoca. Sabe perdonar y su única ambición es ayudar a encontrar la libertad en la esencia del bien. La segunda hace tiempo que olvidó cómo vivían los apóstoles. Miente, peca, mata y extorsiona a sus fieles, siendo su ambición la de enriquecerse y vivir inmersos en la lujuria. ¿Cuál crees tú que es la Iglesia de Roma? Antes de responderme, Sergio, quiero que no olvides que entre perseguidores y perseguidos, los verdaderos cristianos han sido siempre los perseguidos.
El silencio por respuesta animó a seguir a fray Doménico.
—En cuanto a la cruz, debes saber que los hombres puros la vemos como un objeto de crueldad humana en el que no es posible dar muerte a una divinidad. Cristo no pudo morir en la cruz, porque el hijo de Dios no puede ser carne y no puede sufrir ni morir, ya que de ser así no sería el hijo de Dios. No es, pues, un objeto de veneración, sino todo lo contrario: la cruz, perversamente glorificada por la fe romana, para nosotros es causa de horror, como instrumento de la humillación de Jesús. ¿Verdad que, cuando una viga se cae y aplasta al hijo de una casa, a nadie se le ocurre colocarla en un lugar de honor para adorarla? Es más, Jesús nunca dijo que hubiera que adorarla, sino que le ayudaran a llevarla y, si se alega que Jesús fue crucificado en ella, por la misma razón se podría adorar al asno que montó para entrar en Jerusalén.
»Así, si la cruz es, por excelencia, un instrumento del Diablo, todas las imágenes y todos los objetos que la Iglesia de Roma considera sagrados son también obra del Maligno: las imágenes santas no son más que ídolos que entorpecen la plegaria y obligan al orante a inclinarse ante la materia, mientras que las reliquias son todavía menos que eso: fragmentos de huesos podridos, pedazos de madera o de tejido, recogidos quién sabe dónde, y que unos hábiles estafadores hacen pasar por restos de cuerpos bienaventurados u objetos venerables. Quienes se inclinan ante tales objetos, con su incultura adoran la materia, que es obra del Demonio. El rex mundi o rey del mundo, de lo material, el Dios del mal, contrapuesto al Dios inmaterial del bien. Sí, sin duda la cruz es el emblema de ese rex mundi.
»Y, por último, también te recordaré que los buenos hombres también rechazamos la Eucaristía, puesto que no aceptamos que el vino pueda convertirse en la sangre de Cristo y el pan en su cuerpo. Así, el único sacramento que aceptamos es el consolamentum, ya que la salvación a través del bautismo por el Espíritu Santo es el verdadero camino que ha venido a enseñarnos Jesús.
Ahora Braida también prestaba atención a cuanto decía, y fue ella quien terminó rompiendo el pensativo silencio del joven.
—Decidme, fray Doménico. Si para el noble señor, los pecados por excelencia son el orgullo y la soberbia, y para el habitante de la ciudad, la codicia, ¿cuál diríais que es el pecado capital para el clérigo que se dice católico?
—Bella dama, sin lugar a dudas, la avaricia supera a la soberbia y la lujuria en el lugar preponderante, de entre los pecados capitales cometidos por el mal clérigo.
—Aunque, después de lo visto hoy —comenzó a hablar el novicio—, empiezo a pensar que la lujuria acaba de desplazar a ese pecado favorito.
—Cierto. Tristemente existe el nicolaísmo y numerosos son los ejemplos que, diariamente, nos llevarían a esa conclusión. Pero de no ser por la codicia, la avaricia y la ambición de poder, que lleva a las personas a terminar por poseerlo, la lujuria sería una falta mucho más difícil de encontrar.
—¿Queréis decir que con ambición se llega al poder y con este a la lujuria?
—Así es. Voy a contaros el caso de una joven muchacha de la ciudad de Reims, convicta a la religión de los buenos cristianos, y castigada por el hecho de querer permanecer virgen a toda costa. Hará cosa de veinte o treinta años, el arzobispo de Reims se paseaba un día con sus clérigos por los alrededores de la ciudad, cuando uno de aquellos, un tal Gervase de Tilbury, protegido del emperador Otón de Brunswick, y viendo a una joven que andaba sola entre los viñedos, se le acercó y, aun siendo canónigo, le dirigió palabras galanas. Y debieron ser palabras muy explícitas, hay que suponer, puesto que la muchacha, con modestia y seriedad, y sin atreverse apenas a mirarle, respondió que no podía entregarse a él, puesto que si perdiera su virginidad, su cuerpo se corrompería inmediatamente, quedando destinada sin remedio a la condenación eterna. El joven clérigo, crecido por su incipiente posición y ante aquellas palabras, reconoció en la muchacha a una hereje y la denunció como tal al arzobispo, que se apresuró a acudir acompañado de su séquito. La joven y la mujer perfecta que le había instruido, fueron condenadas a la hoguera y murieron con tanta entereza que provocaron la admiración de los asistentes a la ejecución.
»Si os fijáis, joven Sergio, debe resultaros difícil calibrar lo que resulta más admirable de esta historia, si el heroísmo de esa pobre mártir anónima o la inconsciencia de los jueces y el clérigo corrupto, a quienes pareció lo más natural del mundo que un sacerdote intentara seducir a una muchacha y utilizara su propia desvergüenza como argumento contra su víctima. Una Iglesia en la que es posible una decadencia semejante, ¿contra quién puede arrojar la primera piedra? Anécdotas como esta, y junto a las críticas que nos dedican los sacerdotes católicos por predicar la pobreza como virtud fundamental de la piedad cristiana, invitan a pensar que esos sacerdotes se hallan muy lejos de practicar la castidad y la carencia, puesto que si hubiese sido de otra forma, nuestras virtudes, las de los ministros buenos cristianos, no habrían sorprendido a nadie, ¿no creéis? Es más, en una sociedad en la que los clérigos no dan precisamente el ejemplo de la virtud, ¿qué se puede esperar de los laicos?, ¿que practiquen acaso una moral austera?, ¿que desaparezcan la vanidad, la codicia y la lujuria?
—Pero fray Doménico —continuó el muchacho—, reconoceréis que no todos los clérigos católicos han errado en su camino hacia Dios. Casi todos los monjes con los que crecí en San Teodoro eran maravillosas personas y devotos religiosos que…
—Vos lo habéis dicho, casi todos. Esa definición no puede aplicarse a los buenos cristianos, ya que todos son, o somos, hombres puros y rectos en la imitación de la bondad, a imagen y semejanza de los primeros apóstoles. Puede ser que allá, en San Teodoro de Pavía, todos los hermanos se ciñeran con rectitud a la regla de San Benito pero, por otro lado, también hay iglesias en las que no se ha dicho misa desde hace más de treinta años. Sin ir más lejos, se ha dado el caso de un arzobispo, en la población languedociana de Narbona, que jamás ha llegado a conocer su diócesis.
—Sigo pensando —añadió Sergio, cabizbajo y ahora con una voz más tenue e insegura, aunque emocionada— que la Iglesia de Roma es, salvo los casos que enumeráis y los muchos más que, a buen seguro se podrían contar, una Iglesia piadosa y caritativa. ¿Sabéis? Siempre he pensado que Dios solo podía hacer cosas hermosas.
—Y yo siempre he dicho que no es Dios quien hace el trigo hermoso. ¡Él no se ocupa de eso! Lo que hace que el trigo sea hermoso es el estiércol que se echa en la tierra.
Ahora Sergio levantó lentamente la cabeza, dedicándole una mirada llena de incertidumbre al no reconocer la parábola. Al mismo tiempo, y de reojo, intentó buscar la mirada de Braida, pero no encontró a la muchacha, aunque no le dio importancia, ya que era frecuente que abandonara el camino en busca de bayas.
—Veréis, Sergio. No es la Iglesia cristiana, a la que llamaremos trigo, la que debe aportar la belleza, sino sus componentes, aquellos clérigos corruptos, o estiércol, los que deben abonar la tierra de su rectitud. A ellos es, precisamente, a quienes criticamos con nuestra doctrina.
»Efectivamente, hay buenos cristianos en la Iglesia de Roma, y seguro que vuestro abad, fray Celestino da Clemenza, ha sabido siempre rodearse de personas bondadosas. Pero ahí precisamente radica aquello que atacamos los amigos de Dios, la doble personalidad que se halla en el seno de la Iglesia de los lobos.
—Entonces —preguntó el novicio, ahora ya levantándose y girándose para buscar con la mirada dónde podía encontrarse Braida—, ¿diríais que la Iglesia cristiana es, a su manera, una forma de dualismo?
—Sí, aunque un dualismo hipócrita: una institución que, siguiendo el Evangelio, procura que su mano derecha ignore lo que hace su mano izquierda. Una aparecerá manchada de sangre, mientras que la otra ofrecerá caridad cristiana. ¿Qué estáis buscando?
—No veo a Braida.
—Esta muchacha siempre anda despistada.
—¡Dadnos todo cuanto lleváis o le rebano el cuello a vuestra hermosa compañera! —Aquella voz ronca provenía justo desde detrás de Sergio que, sobresaltado, se giró para comprobar que pertenecía a un hombre, cuya cara recorría una cicatriz desde el ojo derecho hasta la barbilla. Estaba acompañado por otro asaltador de caminos, con una imagen tan terrorífica como la del que les había hablado.
—Por cierto, también nos quedamos con ella. —Estas últimas palabras las pronunció lentamente, mientras recorría con su lengua la cara de una asustada Braida, a la que retenía con una mano oprimiéndole un pecho y con un largo puñal de soldado, que sostenía cruzado por delante del cuello de la joven.
La frase provocaría las risotadas de su compinche y un intenso ardor recorriendo el interior de Sergio.
29
SIMÓN DE MONTFORT
Simón IV de Montfort, localidad francesa ubicada en la margen norte del bosque de Rambouillet, de ascendencia normanda, e hijo de Simón de Montfort III y de Amicia de Leicester, estaba casado con Alicia de Montmorency, y era considerado como un pequeño señor del centro político de Francia, siendo conde de Evreux y de Leicester, y vasallo directo del rey Felipe Augusto. Contaba con ser, además, un veterano ilustre de la cuarta Cruzada en Tierra Santa, de donde había vuelto con un historial militar impecable. Acababa de ser investido como comandante de la Militia Christi, jefe del ejército cruzado, y como vizconde de Béziers y Carcasona, y contaba con poco más de cuarenta años cuando se inició la cruzada albigense. Estaba en la plenitud de la vida y de su fuerza, por lo que no era de extrañar que el abad Arnaud Amaury le describiera como una persona que siente grandes deseos de reparar la situación de la Iglesia, por lo que ya ha tomado medidas destinadas a que los diezmos y primicias sean entregados íntegramente a las iglesias y a sus ministros.
Caballero de alta estatura, vigoroso, siempre al quite y vestido con armadura, destacaba por su prudencia y su notable coraje e iniciativa. Todo un jefe guerrero que no tardaría en dar muestras de ser un general audaz, por su intuición y la constancia en la adversidad. Además de reunir el coraje del buen guerrero, era un político ambicioso y de carácter intransigente que el papado de Roma no dudaría en poner a su servicio para perseguir a los herejes y castigarlos. En lo sucesivo sería el brazo justiciero de Dios para devolver la fe cristiana a los descarriados, y su crueldad para conseguirlo no tendría límites. La elección de la Iglesia no pudo ser más acertada.
Aunque en un principio, Simón empezó también negándose a aceptar el vizcondado de Béziers y Carcasona, terminó cediendo tras hacer jurar a los jefes de la cruzada que le apoyarían si alguna vez necesitaba su ayuda. Precaución sabia y necesaria, pues Simón veía cómo los barones depositaban sobre sus espaldas una carga que resultaba demasiado pesada para ellos. Y él, de momento, no era más que el representante de los más fuertes en una guerra que solo acaba de empezar. Así, solo con la fuerza, podía aspirar a mantenerse al frente de la cruzada.
Pero el formidable ejército que había sembrado el terror en las regiones invadidas no era más que un invitado de paso, y pronto pasarían a desmontar sus tiendas, transcurrida la negociada cuarentena. Ninguna obligación retenía ya a aquellos voluntarios, libres de regresar a su país de origen, al que volvían habiéndose ganado el perdón prometido.
Simón comprendió que sus enemigos, por aterrorizados que estuvieran, sabían muy bien que los barones, sus caballeros, los peregrinos guerreros y los mercenarios, no tenían la menor intención de permanecer siempre en Languedoc, y que el ejército cruzado quedaría reducido muy pronto a unas guarniciones insignificantes e insuficientes para dominar un territorio que, en gran parte, había sido conquistado únicamente con el terror que inspiraba la presencia de un ejercito de dimensiones nunca vistas.
***
A veinte de noviembre, en el año del Señor 1209
Es mi deseo dirigirme a su santidad escribiéndole una misiva que, como comprobará, carece de la alegría de cuantas haya recibido hasta el momento, en relación con la cruzada contra arios y herejes, puesto que la situación en la que me encuentro es verdaderamente desesperada.
Debe saber su santidad que los señores barones me han dejado solo, y con tan poca milicia como veintiséis fieles caballeros (cuyas tropas, por cierto, están formadas por bandas de forajidos), y en medio de los enemigos de Cristo, que se mueven a través de las salvajes montañas, los pasos estrechos y los precipicios. El Languedoc de los nobles comienza a reaccionar contra mí. Los mismos que meses antes me rendían homenaje, ahora hacen prisioneros a mis hombres, y los castillos abandonados por el terror vuelven a recuperar a sus amos, que adoptan posiciones disidentes. Como bien sabéis, santo padre, muchos castillos fueron abandonados, después de ser destruidos y de que los herejes se lo hubieran llevado todo. Pero conservan los otros, los más inexpugnables, con la firme resolución de defenderlos. En cuanto a las fortalezas de la Montaña Negra y de las Corbières ahora son el refugio de los albigenses, cuyos señores no dudan en plantar cara a mis hombres.
Dudo, pues, poder seguir gobernando sin la ayuda de vuestro auxilio y el de los fieles en este país desolado. Estoy atrapado en Carcasona, en medio de un territorio hostil y, en su mayor parte, aún por conquistar.
Así, notaréis que necesito de su santidad un mayor caudal de dinero, puesto que esas bandas de forajidos quieren cobrar más que en otras guerras. El pago a la soldadesca no alcanza como sería de esperar si se tratara de otro tipo de contienda, y es por ello por lo que os suplico vuestro auxilio en forma de capital y ejércitos, y me confirméis la posesión de las tierras que he recibido.
Espero que siga su santidad teniendo a mi persona en la consideración del más fiel de sus seguidores.
Siempre a vuestro servicio, santo padre.
Simón de Montfort, conde de Leicester y vizconde de Beziers y Carcasona.
***
A treinta de noviembre, en el año del Señor 1209
Estimado señor Simón, conde de Leicester. Solo vuestros títulos como vizconde de Béziers y Carcasona deberían bastaros para conocer de la firme decisión papal de concederos y confirmaros en la posesión de las tierras de Trencavel. Ese es, pues, el deseo de nos.
Por otro lado, debéis saber que os concedemos el apoyo económico que solicitáis para afianzar la paz y la autoridad de los soldados de Cristo en tierra de herejes. En cuanto a los ejércitos que decís precisar para combatir a esas bestias salvajes, nos os respondemos que el miedo, más fuerte que la razón, y el instinto de conservación (que sin duda ha aflorado tras las contundentes primeras hazañas de los cruzados y su uso del terror) os ayudarán a mantener vuestra autoridad con solo ese puñado de hombres fieles. No obstante, desde Roma exhortaremos a los barones franceses para que, de forma duradera, vuelvan a consolidad sus tropas y formen con ellas una institución permanente en la cruzada contra el azote de la herejía, lo que os será suficiente para aplastarla, junto a ese miedo imborrable del que os hablaba y que, eficazmente, habéis plasmado en esas gentes con vuestras gestas hasta este momento.
Al mismo tiempo, y al igual que se debe cortar y quemar una rama cuando está podrida, puesto que está en juego la supervivencia del árbol, nos os animamos a que acabéis con aquella persona que profiera ante vos palabras teñidas de herejía o de incredulidad ante la fe cristiana. Recordad las palabras de Cristo en el Evangelio de Mateo: No penséis que he venido a traer la paz a la Tierra. Yo no he venido a traer paz, sino una espada.
Inocencio III, papa.
30
LOS PERGAMINOS
En la sala baja del castillo de Montségur
Aunque solo había nombrado al pequeño Hue, realmente las palabras del diácono Salvatore da Clemenza iban dirigidas a los tres niños que, junto al cadáver del anciano caballero, permanecían petrificados en medio de la cripta, y rodeados por cientos de ajados pergaminos, que arrojaban una leve luz dorada por toda la estancia, como reflejo de las velas y la antorcha.
—Sé que a ti no pude engañarte, pequeño Hue —continuó diciendo el diácono, mientras comprobaba que el cuerpo del anciano sobre el altar carecía de pulso— con aquella increíble historia del niño muerto y enrollado en los fardos que supuestamente traías contigo en tu carro, como legado de nuestro desdichado hermano Benoît. Lo cierto es que nos vino bien al obispo Guilhabert y a mí aprovechar la historia que vosotros mismos habíais creado, pero ambos sabíamos que era solo cuestión de tiempo el que descubrierais de qué se trataba nuestro secreto. Los tres sois mucho más despiertos, ambiciosos e inteligentes que los demás niños de esta comunidad, y no me sorprende que hayáis encontrado el momento oportuno para aprovechar un despiste del sargento Guilhem y mío, claro. ¡Demonios, es que habéis tenido incluso la suerte de encontrar ese portón abierto! Creí haberlo cerrado esta mañana… Debo estar haciéndome demasiado viejo. En fin, ahora ya es tarde para lamentarse, así que no me queda más remedio que…
Aquellas últimas palabras hicieron que los tres niños contuvieran la respiración, esperando la sentencia de muerte que creían merecer, y que sin duda les llegaría de la firme mano del sargento Guilhem.
—… explicaros qué son todos estos pergaminos. Pues bien, prestad atención muchachos, porque en lo sucesivo, y cuando conozcáis la importancia y el misterio que los envuelve, necesitaré que nos ayudéis al obispo y a mí a ordenar, conservar y, sobre todo, salvaguardar tan importante secreto.
»Estos pergaminos son un fragmento prohibido y desechado por la Iglesia de Roma del Evangelio de San Marcos, incluido originalmente en el Nuevo Testamento. Parece ser que en un principio fueron escritos en griego en la misma época que los evangelios canónicos, y que estuvieron albergados en algún monasterio cristiano de Egipto. Los romanos los robaron cuando ocuparon las ciudades de los faraones y, más tarde, tras la caída del Imperio Romano, fueron trasladados a Constantinopla. Cuando la ciudad fue saqueada durante la cuarta cruzada, los pergaminos fueron introducidos de contrabando en Venecia. Allí los redescubrió un sacerdote buen cristiano, que nos los trajo personalmente no hace demasiados años, depositándolos con manos temblorosas bajo la protección de nuestro hermano Benoît Poitevin, ya que en ellos se especifica, nada menos, cuál es el linaje y la descendencia de Nuestro Señor Jesucristo y de su esposa, María Magdalena.
Las caras de incertidumbre y sorpresa de Hue, Amiel y Róbert, así como sus pequeñas bocas, abiertas hasta no parecer tan pequeñas, hizo que el diácono, sonriendo, se replanteara comenzar la explicación de nuevo y de forma más comprensible para aquellos asustados niños.
—Bueno —continuó diciendo el anciano, tomando asiento en una de las sillas de madera y cuero, y tras tomar el montón de pergaminos que había sobre ella—, ya veo que lo mejor será empezar desde el principio o, de lo contrario, no entenderéis nunca por qué son tan importantes estas pieles amarillentas. Veréis, niños. Desde hace casi mil años se nos ha hecho creer que Nuestro Señor Jesucristo era el hijo único de un humilde carpintero en Galilea, y que creció, predicó y murió en la cruz que hoy veneran los fieles a la Iglesia de Roma. Según ese argumento, la sangre y el linaje de Cristo murieron con él, antes de resucitar de entre los muertos. Pues bien, con el tiempo se ha sabido que María Magdalena, de la que Roma siempre ha omitido que fuera su esposa, desembarcó, huyendo tras la muerte de su marido, aquí cerca, en la costa de Marsella, hacia el año 58 d. C. Con ella, y junto a José de Arimatea, navegaba la descendencia de Jesús, concebida antes de su muerte. De ser cierto, esa criatura sería el vástago de la casa de David, por lo que primaba la preservación de la estirpe a toda costa, aún siendo en el exilio.
»Estos pergaminos recogen no solo esa historia, bien documentada y ampliada, sino también genealogías sobre la estirpe de Jesucristo y su mujer: árboles genealógicos que detallan la descendencia de su hija Sarah, la muchacha que llegó a nuestras costas de Languedoc, junto a su madre María y José de Arimatea, entre otros.
—Pero… —pareció querer intervenir Róbert, aunque luego vaciló en seguir, viendo que había interrumpido al anciano en su relato.
—Dime, Róbert. Es importante que me interrumpáis y preguntéis cada vez que no entendáis algo.
—Padre Salvatore, no entiendo cómo Jesús pudo casarse con una… una… prostituta. —La palabra prostituta sonó muy floja y tímidamente en la boca de Róbert, quien casi parecía arrepentirse de pronunciarla.
—Ahí está el quid de la cuestión: dos de los evangelios, los de Marcos y Lucas, aseguran que María Magdalena, que era pecadora y que amó mucho, fue curada por Jesús de la posesión de siete demonios, pero en ningún texto de la Biblia se dice explícitamente que fuera prostituta. No obstante, ese estigma la ha marcado a lo largo de la historia cristiana. El episodio originario de la unción de Jesús en Betania por la mujer que llevaba un frasco de alabastro puede haber sido mal interpretado por el autor del Evangelio de Lucas, que escribía unos cincuenta años después del suceso. La unción llevada a cabo por la mujer en Betania, de hecho, era parecida a la práctica ritual de una sacerdotisa sagrada, propia de los antiguos cultos del imperio romano a las diosas. Pero no por ello era una prostituta, ¿entendéis?
—¿Y si no era prostituta, por qué nos lo han hecho creer hasta ahora?
—Buena pregunta, Amiel. Hasta hoy, y desde hace más de seiscientos años, la Iglesia de Roma se ha esforzado en difamar la figura de la Magdalena, y en que la recordemos como la prostituta perdonada por Jesucristo y la pecadora que le lavó los pies con sus lágrimas, para secárselos luego con sus cabellos. Pero también se ha esforzado en ocultarnos que, probablemente fuera una de las personas elegidas por Jesús para transmitir su mensaje, considerándola como su discípulo más destacado, y amándola por encima de los otros discípulos, lo que haría de ella un personaje mucho más importante que el que nos ha llegado hoy en día.
»De hecho, si os fijáis en los escritos, María Magdalena no solo estuvo presente en la crucifixión. También descubre la tumba vacía y presencia la resurrección. Aparece en los cuatro evangelios y, sin embargo, conocemos muy poco de ella. Su nombre, por ejemplo, sugiere que nació en una ciudad llamada Magdala, ciudad cercana a Jerusalén, en las costas del mar de Galilea, y de la que sabemos gracias al Antiguo Testamento y a las «Lamentaciones» de los judíos, textos donde, por cierto, se cita dicha ciudad como «lugar de fornicación», al estar plagado de burdeles y de donde, sin duda, se ha deducido la mala reputación de María, aunque no fuera prostituta. Así, su nombre «De Magdala», pasa a indicar simplemente el lugar de procedencia de María, una colonia de pescadores situada a orillas del lago Tiberíades y que, por tanto, indica que no estaba casada, ya que de lo contrario llevaría el nombre de la casa de su marido. ¡María Magdalena era soltera, pero no prostituta!
—¿Y por qué no estaba casada antes de conocer a Jesús? —preguntó ingenuamente el pequeño Hue.
—Esa también es una buena pregunta, joven Hue. El Evangelio de Lucas nos dice que Jesús sacó a siete demonios del interior de María, lo que significaría que estaba poseída por espíritus malignos. Pero lo que no nos dice es que, en aquella época, las mujeres, aun siendo de buena cuna, se encontraban oprimidas por la brutalidad de algunos hombres, por lo que simulaban estar poseídas para evitar ser elegidas como esposas, defendiéndose así de recibir más palizas a manos de un mal marido. Así, la única forma eficaz de la mujer soltera, sin marido que la defendiera, y en una sociedad hostil hacia la mujer, era adoptando una personalidad endemoniada, de forma que ya no resultaría atractiva como esposa para nadie. Eso explicaría por qué María seguía soltera cuando conoció al Mesías.
—Y tras el exorcismo, se unió al movimiento de Jesús… —añadió un pensativo Róbert.
—En efecto. María de Magdala no tenía nada que perder al dejar su hogar, y tal vez el mensaje de Jesús era justo lo que había estado buscando: un mensaje especialmente atractivo para los más marginados como ella. Todo ello rompe con la imagen «tradicional» de María Magdalena: una prostituta reformada que vaga alrededor del movimiento de Jesús.
—Ya, pero ¿por qué nos lo han hecho creer así hasta ahora? —repitió Róbert la pregunta que instantes antes había hecho Amiel.
—Sí, claro. Ahora vamos con esa cuestión. Tras la muerte de Jesucristo es cuando María adopta un papel protagonista: como hemos dicho, fue una de las mujeres que veló la tumba de Jesús, ungió su cadáver y fue quien comprobó que el cuerpo del Mesías ya no estaba en la tumba excavada en la roca. Sería ella quien corriera a contarles lo sucedido a los discípulos, quienes no la creyeron. La historia era demasiado inverosímil y la tomaron por una histérica loca de atar, claro está, hasta que comprobaron que estaba en lo cierto.
»Finalmente, es ella también quien conversa con Jesús resucitado, quien le encomienda que vaya al encuentro de los demás, para decirles que ha resurgido de entre los muertos, resurrección que la Iglesia ha tomado como la razón de ser de su movimiento. Así, y si la resurrección de Jesús se plantea como el momento crucial del cristianismo, María Magdalena aparece, pues, como una figura clave en el nacimiento de esa religión, por lo que debería ser reconocida, ya no solo como un apóstol más, sino como la auténtica fundadora del cristianismo. De hecho, según el Evangelio de Lucas, para ser apóstol es necesario haber participado en la maestría de Jesús, haber presenciado su muerte y resurrección y ser capaz de salir a predicar el verdadero evangelio que Jesús dejó como legado, un perfil en el que María encaja perfectamente, ¿verdad? Y, sin embargo, la Iglesia de Roma nunca la ha mencionado, ni tan siquiera, como apóstol.
Ahora el diácono Salvatore se había levantado, buscando por entre los pergaminos del Evangelio de San Marcos uno en concreto. Los niños le miraban en silencio, masticando aún toda la información que el anciano les había explicado.
—¿Dónde demonios está el pergamino sobre la conversación de María con los demás apóstoles? ¡Ah, ya lo tengo! Aquí está. Sí. Fijaos. Según parece, en el momento de este escrito, los discípulos de Jesús acaban de tener una visión de su Mesías animándoles a que salgan a predicar sus enseñanzas, pero ellos tienen miedo de hacerlo ya que, por ello, él murió en la cruz. Pues bien, tiene que ser María Magdalena quien dé un paso adelante y responda: «No os preocupéis. Él prometió estar con nosotros para protegernos».
»Así, María fue la única capaz de dar el primer paso, permaneciendo tranquila y sin miedo, y abriendo los corazones de los apóstoles a la bondad, para que pudieran salir a predicar las palabras del Salvador
—¿Entonces fue María la responsable de transmitir las enseñanzas de Jesús a sus discípulos? —preguntó de nuevo Róbert.
—Exacto, Róbert. Llegados a este punto, Pedro le pidió a María explicaciones sobre si sabía algo que Jesús no hubiera compartido con ellos, mientras que Andrés intervino diciendo: «Bien, no sé qué pensaréis vosotros, pero todo esto me parece muy extraño, y tengo la sensación de que nos está transmitiendo enseñanzas distintas a las del Maestro, pues parece no estar de acuerdo con su pensamiento». Entonces Pedro tomó la palabra y dijo: «¿Se supone que ahora debemos escucharla a ella? ¿Ha hablado Jesús en privado con una mujer, en vez de hacerlo abiertamente con nosotros? ¿La prefería a ella, en vez de a nosotros?».
»Obviamente Pedro creyó peligrar su liderazgo al frente del grupo de discípulos, viendo a María como a un rival. El propio Pedro pudo intuir que, evidentemente, la madurez espiritual de María Magdalena y su valor eran más notables que en el resto del grupo, por lo que no es de extrañar que Jesús la eligiera, ya no solo como su más importante discípulo, sino también como su propia esposa.
—Y eso —dijo una nueva voz, entre las sombras— nos presentaría a María como el pilar sobre el que debería edificarse la Iglesia Cristiana, sustituyendo a San Pedro, al príncipe de los apóstoles, como base de la Iglesia de Roma.
El dueño de aquella voz se había colado hacía largo rato en la estancia, sin que nadie, excepto Salvatore da Clemenza, se percatara de ello.
31
CITANDO EL APOCALIPSIS
Cerca del paso de Mont-Cenis, noroeste de Italia
Fray Doménico reconoció al instante el cuchillo largo que empuñaba aquel truhán contra el cuello de Braida. Sus años de soldado al servicio del conde Raimundo le sirvieron para identificar aquel puñal como uno de los que empleaban los soldados para abrir el vientre a los caballos del enemigo, deslizándose bajo ellos aprovechando el fragor de la batalla. Sin duda, antaño aquellos dos salteadores habían formado parte de algún ejército del que habrían terminado desertando. Las fugas de desleales sucedían sobre todo en los periodos de inactividad o cuando una guerra o batalla se volvía peligrosa para un ejército. Era cuando se daban las deserciones en masa, ante las que se realizaban escasos intentos por detener a los fugitivos, debido también al escaso personal para atraparlos. Todo ello llevaba a que proliferaran por los caminos despoblados y los pasos de montaña, truhanes como aquellos dos que ahora amenazaban con segar la vida de la joven.
Otro de los signos que reconoció, gracias a haberse criado en caminos como aquel, y rodeado de bandidos como aquellos, fue la oreja mutilada que ambos se esforzaban por esconder con unos mugrientos trapos. Era el símbolo inconfundible del ladrón.
—Pero los cobardes e incrédulos, los abominables ladrones y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte…[44]
—¿Qué dice este monje seboso? —le interrumpió el bandido que aún no había abierto la boca, más que para reírse y enseñar sus pocos y podridos dientes. Ahora tenía una mueca en su cara torcida—. ¿No será uno de esos profetas del demonio que echan conjuros y mal de ojo?
—Fray Doménico —intervino Sergio—, ahora no es momento para las citas bíblicas.
—Y miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco; y le fue dada una corona, y salió venciendo, y para vencer[45].
—¿De qué caballo blanco habla vuestro atocinado sacerdote? —le preguntó al oído el bribón que retenía a Braida.
—Habla de venganza y de malos augurios. —Sin duda, la muchacha ya había comprendido la brillante estrategia de fray Doménico: las zonas salvajes cubiertas de bosques suscitaban temor a las gentes, constituyendo la negación natural de la vida social. Para incultos como aquellos dos hombres, en esos lugares reinaban las fuerzas demoníacas, lo que reforzaba aún más la separación entre la vida en sociedad, rural o ciudadana, y la vida en el bosque, al que solo se dirigían los bandidos que huían de la ley o los falsos santones que, metiéndole miedos a los anteriores, vivían gracias a su incultura y su temor a una persona capaz de entremezclar la santidad con el reino del mal.
—¡Mentís, zorra!
—Y salió otro caballo bermejo; y al que lo montaba le fue dado poder de quitar de la tierra la paz, y que se matasen unos a otros; y se le dio una gran espada…[46]
—¿Tenéis… tenéis caballos? —preguntó a Sergio el bandido que asía a la muchacha. Estaba notablemente asustado.
—¿Qué significa bermejo? —quiso saber el otro.
—Miré —intervino ahora con los brazos extendidos hacia los ladrones un ágil Sergio, que también se había percatado de las intenciones de fray Doménico— y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía; y le fue dada la potestad sobre la cuarta parte de la Tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la Tierra[47].
—¡Callaos de una vez y dejad vuestros conjuros para…!
—Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la Tierra?[48] —La voz de fray Doménico tronó entre los árboles, asustando a los pajarillos que estaban más cerca y que huyeron en bandada con gran estruendo, lo que hizo que los salteadores levantaran la vista, para pasar a mirarse entre ellos, circunstancia que Sergio aprovechó para arrodillarse y posarse sobre los brazos, a cuatro patas, con la capucha del hábito sobre la cabeza. Luego levantó la pierna izquierda, flexionándola a modo de aguijón, y antes de hablar casi entre dientes y exagerando las eses.
—Y del humo sssalieron langostasss sobre la Tierra; y sse les dio poder, como tienen poder los essscorpionesss de la Tierra. Y sse les mandó que no dañasssen a la hierba de la Tierra, ni a cosssa verde alguna, ni a ningún árbol, sino ssolamente a los hombres que no tuviesssen el ssello de Diosss en sus frentesss…[49]
Ahora los salteadores miraban aterrorizados a aquella especie de escorpión sibilante, que les amenazaba con su aguijón envuelto en una sandalia.
—Las langostasss —continuó diciendo ahora fray Doménico, que también se había tirado al suelo, aunque con bastante mayor dificultad. De hecho, Sergio pensaría que más que un escorpión semejaba más bien una inmensa campana invertida de la que sobresalía por arriba el badajo, o un inmenso tonel con un pie sobresaliendo por arriba— …tenían corazasss de hierro; el ruido de sus alasss era como el estruendo de muchosss carrosss de caballosss corriendo a la batalla. Y tenían colasss como essscorpionesss, y también aguijonesss[50].
Aquello fue demasiado. Los bandidos, horrorizados, soltaron a Braida, empujándola violentamente contra fray Doménico. Este detendría su caída al suelo, mientras Sergio se incorporaba para saltar hacia Penélope, su mula, y a la que uno de los ladrones ya estaba despojando del zurrón.
Todo sucedió tan rápido que Sergio ni tan siquiera vio entrar la hoja del puñal en su cuerpo. Y cuando aquel bandido se la extrajo fue para propinarle con el mango un fuerte golpe en la cabeza.
Luego llegó la oscuridad.
Sergio creía flotar en un mar de nubes. A ratos se sumergía en profundas tinieblas, y otras veces se disipaban para poder apenas vislumbrar la luz a través de sus párpados. En uno de sus retornos a la realidad creyó oír la voz de sus compañeros.
—… y hemos tenido suerte de que antes de huir solo le hayan herido a él y no a vos, bella dama.
—Ojalá me hubieran herido a mí. Esta es la segunda vez que me salváis la vida y siempre es Sergio quien termina herido.
—Cierto, y esta vez se trata de una herida profunda y, sin duda, infectada. A saber qué inmundicias contenía la hoja de aquel cuchillo.
—Fray Doménico, debemos llegar cuanto antes al paso de montaña. Seguro que allí habrá quien pueda curarle. Además, tengo miedo que esos dos bandidos puedan aparecer en cualquier momento tras nosotros, para buscar el resto de las alforjas… Suerte que la que se llevaron estaba casi vacía, y que solo contenía los frutos que hemos ido recogiendo por el bosque.
—Frutos y un cuerno muy valioso, bella dama.
Aquel retorno a la realidad, y saber que ya no poseía la carta dictada en griego por su abad Celestino da Clemenza, fue muy duro para el joven, que sintió cómo sus pocas fuerzas le abandonaban, para volver a deslizarse en turbios sueños, mientras era acunado por el balanceo constante y la marcha cansina de su mula, cuyo ronzal conducía un pensativo fray Doménico a través de senderos y valles infinitos.
32
MI DULCE MANJAR…
Paso de Mont-Cenís, Alpes franceses
Varias semanas fueron necesarias para que Sergio recuperara las fuerzas suficientes como abrir los ojos e intentar articular algunas palabras. La fiebre por infección, la fea y profunda herida bajo su clavícula izquierda, el cansancio y una alimentación escasa a la que no estaba acostumbrado, convirtieron la recuperación del novicio en un arduo trabajo para fray Doménico y, sobre todo, para Braida, que en ningún momento se separó del catre donde yacía el joven, sin dejar de frotarle paños fríos para bajarle la fiebre, y de cogerle las manos en sus delirios.
Acogidos por un creyente, de nombre Bernart, los tres viajeros y su mula permanecieron ocultos el tiempo suficiente como para que, una clara noche de luna llena, Sergio abriera los ojos y, con los labios resecos, empezara a hablar.
—Fray Doménico…
—¡Oh, Dios santo! Sergio, ¡has hablado! ¡Gracias, Señor bendito y misericordioso!
—Fray Doménico…
—… aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre[51].
—Fray Doménico, si no me dejáis hablar volveré a cerrar los ojos y a dormir otro par de horas.
—¿Horas? Joven Sergio, habéis permanecido semiinconsciente casi un mes.
—¿Casi... un mes? —preguntó el joven alarmado y mientras intentaba incorporarse en el jergón—. No puede ser, tenemos… ¡Uf!, mi cabeza.
—Tenéis que descansar algunos días más. Seguís muy débil y así no podemos reanudar el viaje hacia Languedoc.
—Me duele mucho este hombro —se lamentó el novicio, llevándose la mano al hombro izquierdo, que ahora permanecía vendado.
—Habéis tenido mucha suerte. Aquel soldado erró en su puñalada hacia vuestro corazón. Solo unos centímetros más abajo y no lo contáis.
—¿Qué fue de aquellos bandidos, fray Doménico?
—Salieron corriendo. Conseguimos asustarlos con nuestra brillante interpretación de los escorpiones. Ya os dije que, antaño, fui un gran actor dramático… Luego nos dirigimos hacia aquí sin perder un solo instante. Estabais perdiendo mucha sangre.
—¿Pero, dónde estamos?
—Llevamos ya algunas semanas en la casa de nuestro amigo y hermano Bernart, junto al paso de Mont-Cenís.
—Sí —afirmó Sergio, mirando alrededor de su amigo y comprobando que estaba solo—. Ya recuerdo. Aquí es donde ansiaba llegar Braida.
—En efecto. Lo nuestro nos costó, pero por fin lo conseguimos.
—Tengo…, tengo vagos recuerdos de su voz acompañándome mientras permanecía en las tinieblas.
—No ha habido una sola noche que esa obstinada chica no haya pasado junto a vos, velando por vuestra vida.
—¡Oh, amigo mío, cómo amo a esa mujer! ¿Sabéis? A menudo he estado tentado de besar sus preciosos labios, de probar su dulce sabor. Incluso creo haber soñado que llegaba a hacerlo.
Ahora fray Doménico frunció levemente el ceño, a modo de reprimenda, para pasar a sonreír comprensivamente.
—Joven Sergio, debes saber que si pruebas esa mujer, probarás otras. De hecho, será con el sabor de sus besos con el que medirás el resto de los que des en tu vida. Y ¿sabes qué?, que nunca darás con un sabor tan delicioso y dulce como el de ese primer beso.
—No, Doménico, jamás podría besar a otra mujer… —pensó en voz alta el joven, mirando hacia el techo de paja y maderos, y sin percatarse de que ambos habían pasado a tutearse—. Pero, entonces, ¿me estás diciendo que puedo besarla y decirle que la amo?
—¡Un momento, yo no he dicho tal cosa! Te estoy diciendo que debes hacer lo que te pida el corazón para, solo así, conseguir no preguntarte mañana a qué debía saber aquel beso que nunca diste. Pero, al mismo tiempo, debo recordarte que eres novicio, y que de tu castidad dependerá la salvación de tu alma que…
Sergio ya no oía la voz del monje, soñando con tener en sus brazos la delicada figura de su compañera.
—Por cierto, ¿dónde está?
—Bueno, ya veo que no me estás escuchando. Eh…, verás, Sergio… Braida no está aquí.
Aquellas palabras con las que su amigo inició la respuesta pusieron los pelos de punta al joven, que enseguida recordó el cuchillo en el cuello con que aquellos salteadores retenían a la muchacha, exigiéndoles cuanto llevaban.
—¿Dónde está Braida, fray Doménico? —preguntó ahora, con voz alarmada y agarrando fuertemente el hábito negro de su compañero.
—Cálmate, Sergio. Braida…
—¿Que me calme? ¿Cómo podéis pedirme que me calme? Sabéis que amo a esa mujer y que estoy dispuesto a dar cien veces mi vida por evitar que sufra un solo rasguño. Es la mujer más hermosa que jamás ha existido sobre este condenado mundo y…
—Calmaos, Sergio. Por favor —la voz de Braida sonó dulce y cálida tras el inmenso cuerpo de fray Doménico, que ahora susurraba entre dientes y con los ojos saliéndose de sus cuencas.
—¡No me habéis dado tiempo a deciros que solo estaba descansando en la habitación de al lado! Lleva muchas noches seguidas sin dormir, y solo hacía un instante que se había separado de vos para refrescarse.
—Fray Doménico —propuso amablemente la joven—, quizás vos queráis ir ahora a refrescaros y descansar.
—Os lo tenéis merecido por imprudente —le susurró fray Doménico al joven, haciendo ver que se acercaba para secarle el sudor—. Seguro que lo ha oído todo. A ver cómo salís ahora de vuestro embrollo.
—¡La culpa la tenéis vos y vuestra palabrería! —le respondió Sergio, también susurrando y tirando aún más fuerte del hábito negro—. Era lo primero que deberíais haberme dicho.
—Bueno, ya veo que será mejor que os deje solos, puesto que tenéis tantas cosas que contaros.
—¡No!, no, bella dama, ya me marcho a descansar, y creo que este jovencito querrá hablar con vos un buen rato.
—¡Fray Doménico, no me dejéis solo! —se quejó Sergio entre dientes.
—¿No me decíais que ansiabais decirle cuánto la amáis? Pues ahora tenéis una excelente ocasión. Y no olvidéis que serán bienaventurados los que conservan sus cuerpos castos, porque sus almas serán el templo de Dios. Bienaventurados los que practican la abstinencia, porque Dios les dirige la palabra. Bienaventurados los que…
—Yo…
—Vos debéis seguir durmiendo —le recomendó la joven, al tiempo que fray Doménico abandonaba la habitación para oírsele poco después fuera de la casa, aún citando las bienaventuranzas de San Pablo, y conversando con alguien, probablemente el propio Bernart.
La reducida estancia permanecía casi a oscuras. Una sola vela ardía en su interior, arrojando una claridad dudosa, aunque suficiente para distinguir los reflejos cobrizos que despedían primero los hombros, luego los brazos, los senos y, por último, la cadera y los muslos de la joven. En un muy breve instante se había despojado de sus toscos vestidos, casi al tiempo que se introducía en el caliente catre del joven.
Sergio permanecía mudo ante la escena. Sencillamente no podía creer que aquello le estuviera sucediendo, y pensó que jamás había visto ni vería nada más bello que aquellas jóvenes curvas de piel olivácea.
—¿Qué... qué hacéis? ¿Habéis oído mi conversación con fray Doménico?
—Sí —fue la escueta respuesta de la joven, mientras se sentaba sobre él, y bajo las mantas.
—Yo… yo… No sé cómo deciros que…
—¡Sssh! Cerrad los ojos y besad mi boca —le susurró, justo antes de estrechar sus labios contra los del tembloroso muchacho.
Cuando se entregó a él, pudo notar claramente cómo su sexo se iba humedeciendo, a medida que las manos del joven avanzaban torpemente en su labor de acariciarle los pechos, para terminar rozando torpemente su pubis. Luego Braida comenzó a mover su cadera suavemente, sin prisa. Era la primera vez que Sergio disfrutaba el cuerpo de una mujer, y Braida lo sabía.
En pocos instantes, el calor y la humedad entre sus piernas era tal, que no pudo evitar sonreír ante la ridícula idea de que su sexo parecía una boca llenándose de saliva ante un delicioso manjar.
Sergio sabía que lo que hacían estaba mal, que era un pecado, pero también sabía que la dicha del paraíso se abría ante ellos, a su alrededor. Solo la sonrisa de la bella muchacha le hizo dudar por un instante.
—¿Os reís de mí? —preguntó Sergio, inseguro, pero ya totalmente embriagado por el olor dulzón de su piel femenina.
—No —respondió la joven sin dejar de hacerlo—. No es por vos, mi dulce manjar.
33
CARTAS DE EXHORTACIÓN
A quince de diciembre, en el año del Señor 1209
Santo padre, volvemos a dirigirnos a vos para comunicaros que el exterminio de la herejía sigue quedando pendiente. Es más, en estas últimas semanas parece haber recuperado fuerza y vuelve a ser la amenaza de antes, mientras llega la ayuda que me prometisteis, aunque de forma irregular e intermitente.
Además, sumo pontífice, debo denunciar que, incluso el rey Pedro, conde de Barcelona, y a quien debo vasallaje, me responde con evasivas y sin admitir mi homenaje, por lo que demuestra no considerarme como heredero del fallecido joven de los Trencavel. No dudéis que ello ayuda a que se siga contaminando a la sociedad, puesto que, sin el apoyo del rey Pedro, difícil me resulta extender el brazo de mi autoridad en representación de vuestra voluntad y la de Jesucristo, nuestro señor.
¿Acaso permitiréis que toda esa infección se extienda sobre vuestros inocentes hijos? ¡Permitidme arrasar esa ciudad maldita, llamada Tolosa! Si las ciudades de Sodoma y Gomorra merecieron la lluvia de fuego que las exterminó, esta, sin duda, se ha ganado el mismo castigo. Permitid que lance la cruzada contra Raimundo VI y sus súbditos, ya que no merecen seguir vivos un día más.
Todo el tiempo que transcurra sin que reciban el castigo merecido, será una maldición para la Iglesia cristiana.
Simón de Montfort, conde de Leicester y vizconde de Béziers y Carcasona.
***
A veintiocho de diciembre, en el año del Señor 1209
Conde Raimundo, comprobaréis que esta misiva carece de las prudentes palabras con las que nos os escribimos hace poco más de ocho meses, pero también comprenderéis que vuestras obras nos llevan a prescindir de ellas.
¿Qué insano orgullo ha podido dominar vuestro corazón leproso? No habéis dejado de mantener una guerra contra vuestros vecinos, habéis humillado las leyes de Dios y sois uno de los aliados de los enemigos auténticos de la fe. ¿Cómo os atrevéis a proteger a los herejes, tirano cruel y bárbaro? No contento con eso, habéis cometido además otros muchos pecados contra Dios, como negaros a aceptar la paz, ir a la guerra en domingo, día del Señor, o saquear conventos. Habéis, incluso, humillado a toda la cristiandad, concediendo cargos públicos a los judíos. No os extrañe, pues, que nuestros legados sigan excomulgándoos, y sabed que nos refrendamos su justa decisión.
Sin embargo, como la misión de un papa es perdonar, nos os ordenamos que os sometáis a penitencia, si con ella deseáis conseguir la absolución de vuestros muchos pecados. Pero sabemos que de poco o nada va a serviros puesto que, continuamente, rechazáis cuantas preciosas oportunidades os brinda la Santa Iglesia de Roma.
Así pues, dado que es imposible dejar impunes esas ofensas a la Iglesia y a Dios, nos os informamos que haremos todo cuanto esté en nuestras manos para que se levanten contra vos los príncipes, a los que será fácil convencer, puesto que os habéis convertido en el peor enemigo de Jesucristo.
Nos os advertimos que la cólera del Señor no se detendrá hasta que seáis aniquilado. Echaos a temblar, ateo, pues seréis, por fin, castigado por vuestros actos, como también vuestra depravada ciudad de Tolosa, con su hinchado vientre de víbora, lleno de desperdicios asquerosos y podridos.
Inocencio III, papa.
***
A veintiocho de diciembre, en el año del Señor 1209
Mi querido y predilecto hijo, rey Pedro.
Es deseo de nos recordaros que estáis obligado a retirar vuestro apoyo al condado de Tolosa y al conde que lo condena. Debo pediros que desconfiéis de esa lengua tan hábil en la destilación de la mentira y el ultraje.
Nos le hemos vuelto a excomulgar, motivo por el que le privamos de todos sus títulos, y por lo que nadie deberá rendirle tributo ni vasallaje. Esas son las órdenes con las que vuestra alteza serenísima es invitada a conformarse.
En caso contrario, nos veríamos obligados a amenazaros con la indignación divina, y a adoptar contra vos medidas que os causarían un grave e irreparable perjuicio. Además, y en el caso de que vos no atendierais a nuestras órdenes, nos veríamos obligados a someteros al castigo que se merece un hereje.
No olvidéis que si os opusierais a Dios y a la Iglesia, con la intención de poner obstáculos al acabamiento de nuestra santa empresa, la magnitud del peligro que os amenazaría es absolutamente incalculable y puede ser revelada por ejemplos antiguos e incluso recientes.
Inocencio III, papa.
***
A veintiocho de diciembre, en el año del Señor 1209.
Esta epístola va dirigida y debe ser tomada en consideración por cuantos obispos, arzobispos y barones franceses se apresten a luchar en nombre de Dios.
Es deseo de nos que nuestros venerables hermanos los obispos y los soldados de Dios declaren eximidos de obligaciones feudales a los vasallos del conde de Tolosa. Que todo católico quede facultado para perseguir su persona, y de arrebatarle y apropiarse de sus tierras y posesiones. De este modo, se purgará la herejía del territorio que hasta hoy ha sido dañado y mancillado por la maldad de dicho conde.
Creemos que la predicación es muy necesaria y laudable, pero creemos también que ha de ejercerse por autoridad o licencia del sumo pontífice o con permiso de los prelados. Mas en todos los lugares donde los herejes persistan manifiestamente, y renieguen y blasfemen de Dios y de la fe en la Santa Iglesia Romana, creemos es nuestro deber confundirlos de todos los modos posibles, disputando y exhortando, y yendo contra ellos hasta la muerte con frente libre.
Así, humildemente alabamos y fielmente veneramos las órdenes eclesiásticas y todo cuanto en la Santa Iglesia de Roma se sanciona, se lee o se dicta. De corazón creemos y con la boca confesamos una sola Iglesia, y no de herejes, sino la Santa, Romana, Católica y Apostólica, fuera de la cual creemos que nadie se salva.
¡Adelante soldados de Cristo! ¡Esforzaos en pacificar esas poblaciones en nombre de Dios, de la paz y del amor! ¡Aplicaos en destruir a los adversarios de Cristo y de la Iglesia, por todos los medios que Dios os inspire!
Yo, padre de príncipes y reyes, y vicario de Nuestro Salvador Jesucristo sobre la tierra, cuyo honor y gloria perseverarán a través de la eternidad, os lo ordeno.
Asimismo, desde la plenitud de nuestro ilimitado poder, y por la autoridad que Dios nos ha dado para sujetar y destruir los reinos para sembrar y desarraigar, excomulgo a todo aquel que siguiese manteniendo su herética y traicionera fe, con las más inicuas pretensiones.
Vuestro hermano en Cristo. Inocencio III, papa.
34
LA MAGDALENA
La nueva voz que irrumpió en la sala, salía desde la sombra a la que no llegaba la luz de las velas. Era la del obispo Guilhabert de Castres y su teatral aparición hizo girarse a los niños, que volvían a tener las bocas abiertas.
—Disculpad, pequeños, que interrumpa el maravilloso relato de nuestro diácono, pero como él ya sabe, llevo un buen rato en la sombra escuchándoos a todos, y he pensado que este sería un buen momento para intervenir y ayudarle en su narración.
»Si os fijáis en lo que muy bien nos ha explicado el hermano Salvatore es que, según este fragmento perdido que poseemos del Evangelio de San Marcos, ese nuevo papel de María Magdalena supone una gran contradicción con la imagen de la Magdalena y de los discípulos que conocemos a través de la religión cristiana empeñada, pues, en hacerla desaparecer de la Biblia tal y como fue, borrando de sus hojas la imagen de María como la encargada de transmitir el mensaje y la verdad de Jesús, y como la verdadera maestra de los restantes discípulos. El apóstol de los apóstoles.
—El conflicto —intervino ahora el diácono Salvatore— realmente nacía entre Pedro y María, por erigirse como guía espiritual del grupo de discípulos. Se trataba de una tensión patente, por ejemplo, en los Evangelios que aparecen en el Nuevo Testamento y, desde luego, en textos apócrifos como este. Escuchad este fragmento: «…Y la compañera del salvador es María Magdalena, a la que Cristo quería más que a todos sus discípulos, besándola a menudo en su boca. El resto de los discípulos, ofendidos por ello, le expresaron su desaprobación, y le dijeron: “Maestro, ¿por qué la quieres a ella más a que a todos nosotros? El Salvador les contestó, por que no os quiero de la manera en que la amo a ella. Cuando un hombre ciego y uno que sí ve están juntos en la oscuridad, no hay diferencia entre uno y el otro. Pero cuando viene la luz, el que puede ver, verá la luz, y el ciego seguirá permaneciendo en la oscuridad…”».
—Escuchad —añadió el obispo Guilhabert—, escuchad lo que hay escrito en este otro pergamino: «Leví dice a Pedro: “Siempre tienes la cólera a tu lado, y ahora mismo discutes con la mujer enfrentándote a ella. Si el Salvador la ha juzgado digna, ¿quién eres tú para despreciarla?”. Él, al verla, la ha amado sin duda alguna. Avergoncémonos más bien y, revestidos del hombre perfecto, cumplamos con aquello que nos fue mandado…».
—Respuestas como esa por parte del Mesías y sus seguidores —apuntó ahora el diácono con un nuevo pergamino en sus manos— no hacían sino crear una mayor desconfianza hacia la Magdalena. De ahí que un día Pedro le dijera a María: «“Hermana, sabemos que el Salvador te quería a ti más que al resto de las mujeres. Dinos las palabras del Salvador que tú recuerdas, aquellas que solo tú sabes y que nosotros no oímos”. A lo que María contestó: “Lo que se oculta de ti, yo te lo proclamaré”».
»Todo ello fue motivo suficiente para sembrar la duda y el recelo de Pedro y los demás discípulos. Y, a medida que las ideas que Pedro defendía fueron ganando terreno dentro del movimiento católico en auge, el papel de María Magdalena como primer discípulo fue perdiendo relevancia.
—Y a medida que la Iglesia cristiana fue consolidándose, se fueron expulsando de la Biblia y, por ende, de su religión, a las mujeres con papel de líder.
La voz del obispo sonó majestuosa, grave y contundente. Aquellos dos hombres habían llegado al cenit de su exposición.
—Así pues —continuó el obispo—, la figura de la Magdalena aparece como un problema para la Iglesia de los lobos, ya que podría validar el liderazgo de la mujer. María ha sido durante más de mil años una auténtica víctima de la lucha por el poder. De hecho, desde hace muchos siglos, el que las mujeres ejercieran un rol de liderazgo en público se ha considerado siempre como una herejía, impidiéndoseles que llegaran a ser obispos o, simplemente, predicadoras.
—Y eso es justo lo que hemos pretendido cambiar con nuestra doctrina, destacando por igual tanto el papel ejercido por la perfecta como el desempeñado por el perfecto.
—Obispo Guilhabert —intervino Hue. Estaba totalmente impresionado, aún con la boca abierta y los ojos a punto de salírsele de sus cuencas—. ¿Qué… Qué significa «apócrifo»?
—Vaya, pequeño Hue, tienes que perdonarnos al diácono Salvatore y a mí, por emplear según qué palabras, pero nos hemos entusiasmado, quizás en exceso, y sin tener en cuenta la edad de nuestra audiencia. Veamos, «apócrifo» es todo texto atribuido a un autor sagrado y que no está declarado como canónico por la Iglesia de Roma, la cual lo rechaza como válido llegando, incluso, a condenarlo y perseguirlo. De hecho, la palabra «apócrifo» o apokryphos es un término griego que significaría algo así como «oculto» o «secreto», debido a sus contenidos, por lo que, finalmente, suele convertirse en sinónimo de herético. Se trata, pues, de textos como este fragmento del Evangelio según San Marcos, un escrito apócrifo que identifica a María Magdalena como el «discípulo amado». ¿Entendéis ahora por qué es tan importante este manuscrito, donde se cuenta «la verdad perdida» sobre María Magdalena?
»¿Entendéis ahora —siguió preguntándoles el obispo— por qué está la Iglesia de Roma tan interesada en encontrarlo? ¿Qué pueden pretender hacer el papa y sus prelados con documentos tan «peligrosos» como estos?, ¿destruirlos?, ¿quemarlos?, ¿esconderlos, quizás? Si ese fuera el caso, estarían siempre expuestos a ser encontrados, y a que sirvieran en el futuro para divulgar la verdad sobre el cristianismo. Pero ¿quién iba a creer esa verdad? De hecho, ¿quién iba a arriesgarse a creer La Verdad? La Iglesia ha demostrado ser implacable con cuantos se han atrevido a poner en duda cualquier punto de su doctrina… y lamentablemente tenemos el triste ejemplo de lo que hizo con disidentes como vuestros hermanos: Anselmo y Benoît. Sí. A la Iglesia de Roma solo le falta dar con los que firmemente creemos en los últimos ejemplares del Evangelio perdido de San Marcos, para eliminar cualquier fuente de información que pueda hacer temblar los cimientos de la cátedra papal.
»En definitiva, lo que parecía difícil terminó siendo lo más fácil: eliminar a María Magdalena no era en ninguna manera posible. No podían borrarla de las historias de Jesús, porque ya había aparecido como uno de sus seguidores en los cuatro evangelios. Por ello, la solución al problema pasó por encontrar otro papel para ella.
—Desde el concilio de Nicea[52] se hizo necesario eliminar todas las fuentes de información sobre la Magdalena, como el evangelio de Felipe, o este de Marcos, así como encontrar una historia lo suficientemente capaz de desacreditarla. Y qué mejor que la historia de María como una prostituta —apuntó el diácono Salvatore.
—Prostituta que, con el tiempo, pasaría a convertirse en la ramera más famosa de toda la historia. Era, sin duda, la mejor y más eficaz forma de desacreditar a una líder femenina, que nunca sería capaz de eludir su nueva condición de fulana arrepentida. Y, ya de paso, desacreditaba a la práctica totalidad de las mujeres que, frente al varón, y vista como la tentadora del pecado original para el hombre, tentada a su vez por el Maligno, tendrá siempre la necesidad de arrepentirse y confesar sus pecados, por ser el camino de la perdición del hombre, e igualándose así a Eva en la ejecución del pecado carnal.
—Pero los cristianos también le han dedicado Iglesias —terció, Róbert.
—Sí —le respondió el obispo Guilhabert— e incluso han llegado a añadir un día en el santoral con el nombre de María Magdalena, pero que siempre ha representado el santo marcado por el arrepentimiento, ocultándose hábilmente su verdadera imagen como luz, líder y fundadora en los inicios del movimiento cristiano. En definitiva, no deja de parecer una pobre compensación por una desacreditación de consecuencias históricas.
—Entonces… Entonces no era… No era…
—¿Prostituta? No. No, Róbert. Fue en una homilía del papa Gregorio[53], hace poco más de seis siglos, cuando se expresó inequívocamente la identidad de María Magdalena como prostituta arrepentida. Por eso, la leyenda posterior se encargará de falsificar la verdadera identidad de Magdalena, para dar paso a la imagen de una mujer devorada por los placeres del sexo y a la que Jesús perdona sus pecados. Esa leyenda hará que María de Magdala pase el resto de su vida haciendo penitencia y mortificando su carne para expiar sus culpas.
—¿Y dónde está su hija Sarah? —preguntó Hue entre bostezos de cansancio.
—Bueno —empezó a responderle el anciano obispo, mientras le acariciaba, desordenándole el pelo rubio, y al tiempo que miraba de reojo al diácono—, aquella muchacha de nombre Sarah, y que llegó a nuestras costas hace ya casi mil doscientos años, perpetuó la supervivencia de la sangre de Cristo mediante enlaces con diferentes familias de la nobleza de nuestras tierras. La suya será conocida como «La Estirpe del Santo Grial»[54].
—¿Es verdad que estaban casados Jesús y María Magdalena?
—La verdad, pequeño Amiel —respondió el diácono Salvatore—, es que no existe ningún pasaje, ni en los evangelios canónicos ni en los apócrifos, que permita afirmar que María de Magdala fuera la esposa de Jesús de Nazaret. Pero después de llevar varios siglos ocultando estos pergaminos y recibiendo de boca en boca la tradición oral iniciada por los primeros descendientes de la mismísima hija de ambos, llevamos mucho tiempo pensando que Jesús celebró en secreto un matrimonio dinástico con María de Magdala, que al parecer no era de condición humilde, sino que era hija de la tribu de Benjamín, y cuya herencia ancestral era el territorio que rodeaba la Ciudad Santa de David, la ciudad de Jerusalén. Así, un matrimonio dinástico entre Jesús, hijo mesiánico de David, y una hija real de los benjaminitas, podría entenderse como una fuente de salvación y esperanza para el oprimido pueblo de Israel, durante su época como nación ocupada por el Imperio de Roma.
»Con ello es fácil comprender que, para proteger la estirpe real, había que mantener aquel matrimonio oculto a los romanos, por lo que, tras la crucifixión de Jesús, la protección de su mujer y su familia tuvo que ser la prioridad de cuantos conocían su identidad. De ahí que toda referencia al matrimonio de Jesús con María y su descendencia hubo de ser deliberadamente oscurecida o eliminada. Los amigos de Jesús debieron tomar medidas desesperadas para proteger a su familia, medidas como el exilio.
—Tras la muerte del Salvador —intervino ahora el obispo— la esperanza del pueblo de Israel, pasó a depender exclusivamente de aquella mujer, embarazada del hijo ungido de David, puesto que ella era la portadora de la sangre real. Se hizo necesario no permanecer por más tiempo en Jerusalén. De ahí que ni en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, ni en las cartas de Pablo haya mención alguna de María.
—En cualquier caso —dijo el anciano diácono— y aún permaneciendo en la ciudad, probablemente no hubiera hecho nunca por identificarse como la viuda de Jesús. El peligro resultaría demasiado grande.
—¿Entonces Jesús no era el hijo de un carpintero pobre? —preguntó Amiel.
—Lo cierto es que hay abundantes testimonios que confirman que Jesús fue algo más que un pobre carpintero. De hecho su prendimiento y crucifixión por el gobernador romano y los dirigentes judíos indican que todos percibían en él un peligroso insurrecto, considerando su muerte como una necesidad política para evitar una posterior rebelión del pueblo de Israel, que le veía como su Mesías y su rey prometido, el ungido de Dios que habían vaticinado los profetas.
»De acuerdo con los evangelios, fue la decisión de las autoridades judías la que determinó la crucifixión de Jesús. Pero la crucifixión no era un castigo judío, sino que se trataba de la pena de muerte que los romanos reservaban específicamente a los ladrones y los sediciosos, es decir, aquellos que promueven el levantamiento contra la autoridad legal.
—Dicho de otra manera, niños —sentenció el obispo Guilhabert—, todo parece indicar que fue la proclamación pública de Jesús como rey la que condujo a su ejecución como enemigo de Roma, cuya autoridad eclesial es ahora, curiosamente, la que nos persigue a nosotros, precisamente por predicar siguiendo el ejemplo de honestidad y bondad de Jesús. Toda una paradoja… ¡Vaya! Veo que el pequeño Hue se ha quedado dormido, lo que no es extraño, teniendo en cuenta la cantidad de información que os hemos dado en solo unas horas… Pues bien, creo que ha llegado el momento de enterrar a este pobre anciano. Lástima que no hayamos llegado a tiempo de concederle el consolamentum… En fin, Salvatore, encargaos de que reciba sepultura.
—¿No se le va a dedicar ningún…?
La frase que iniciara sorprendido Amiel, se vería interrumpida por la pronta respuesta del mismo obispo Guilhabert.
—¿Ningún ritual? No. Ya aprenderéis más cosas de nosotros, los buenos hombres, pero os voy a adelantar que nuestra Santa Iglesia de Dios no permite practicar ningún tipo de rito en particular, por lo que el cuerpo de este anciano deberá ser enterrado, sin más ceremonia, en nuestro pequeño cementerio.
»Querido Amiel, debéis acostumbraros a que siempre mostraremos una total indiferencia hacia los restos mortales que han sido modelados por el diablo. Y ahora, debemos irnos. Pronto tocan vísperas[55].
Salvo al pequeño Hue, que ya dormía plácidamente acunado por los brazos de Morfeo, aquella y bastantes noches más les costaría a los presentes en la cripta conciliar el sueño. A Amiel y a Róbert, porque habían descubierto muchos puntos que se alejaban del Nuevo Testamento, tal y como lo conocían. Quizás demasiados para sus cortas edades. Y al diácono Salvatore y al obispo Guilhabert, por el hecho de haberse visto obligados a confesar y compartir su importante y grave secreto, un secreto que habían decidido custodiar en el castillo. Aunque ambos hombres sabían que no podían apartarles por siempre de la verdad. A ellos no.
De hecho, tenían grandes planes para los tres críos, y especialmente para uno de ellos.
35
LOS AHORCADOS DE VALENCE
Valence, sureste de Francia, en el año del Señor 1210
Varias semanas más fueron necesarias para que Sergio se recuperara totalmente de su encuentro con los salteadores, en las cercanías del paso de Mont-Cenís.
Un mes más tarde, Braida se abrazaba emocionada a sus compañeros al alcanzar Grenoble, donde otra amable pareja de devotos creyentes y amigos de Dios les esperaba para albergarles, ayudándoles en su camino. Desde ahí, y con renovadas esperanzas por dejar atrás las amenazadoras montañas de los Alpes, solo precisaron algunas semanas más para llegar a visualizar la orilla izquierda del río Ródano, la misma que bañaba la preciosa ciudad de Valence.
—Ahí delante nos esperan mis amigos Jordan de Valence y la buena de Baiona —explicó un entusiasmado fray Doménico—, dos perfectos a los que debo mucho, ¿sabéis? Fueron ellos quienes mejor me acogieron en mi viaje de ida hacia Italia, facilitándome toda la información que necesitaba para atravesar esas malditas montañas.
—Montañas de luces y sombras, que por fin hemos dejado atrás— puntualizó Sergio.
—¿Luces y sombras? No sé qué luces habréis visto vos, pero dejadme recordaros que las sombras casi acaban con vuestra vida, joven Sergio. Para la próxima, ¿qué preferís: morir estrangulado a manos de un cabrero o ensartado como un pollo en el cuchillo de un ladrón?
—Si me dejáis elegir —contestó el novicio, sin apartar la mirada de la sonriente cara de Braida—, prefiero las luces con que me guían los ojos de nuestra bella dama.
—¡Ah, el amor! No sé qué habrá sucedido entre vosotros dos, pero lleváis varias semanas con miraditas y frases insoportables.
—¿Acaso no os habéis enamorado nunca, fray Doménico? —le preguntó Braida, dándole al monje un sonoro y fraternal beso en su inmensa mejilla.
—Y le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse…[56]
La cita bíblica, recitada por el fraile con los brazos en cruz y la mirada perdida hacia el cielo, hizo estallar las risas del pequeño grupo que, de esa manera y al alba, hacía entrada en la pequeña ciudad de Valence. Sus desiertas calles aún no estaban transitadas por sus habitantes, por lo que el singular trío y su mula llegaron hasta la plaza central sin haber visto ningún alma. Y de haber adivinado lo que iban a ver, hubieran deseado seguir sin avistar a nadie.
El espectáculo que de pronto se abrió ante ellos, justo en el centro de la plaza, les dejó estupefactos: colgando de sendas cuerdas, y sobre un improvisado patíbulo de madera, se encontraban, desnudos, los dos salteadores de caminos con que se habían topado meses atrás. Sus rostros, desfigurados por numerosos golpes, conservaban todavía el rictus de la agonía por asfixia. Los ojos, casi colgando de sus cuencas, las orejas cortadas (que ya identificara fray Doménico en el bosque, bajo unos mugrientos pañuelos que ahora no tenían), y las moradas lenguas, sobresaliendo desmesuradamente de sus bocas, no hacían sino otorgarles un aspecto casi cómico, y sin duda aterrador.
Tuvo que ser Braida quien rompiera el silencio, puesto que sus dos compañeros permanecían petrificados ante la escena.
—Vayámonos, por favor —propuso Braida, justo antes de que Sergio la girara, abrazándola—. Esto es horrible.
No tardaron en dar con la discreta casa de buenas damas que regentaba la perfecta conocida de fray Doménico. Tras llamar varias veces a la puerta, fue la propia Baiona quien les abrió discretamente haciéndoles pasar, tras realizar el ya acostumbrado ritual del melhioramentum con el monje.
Poco después, empezó a enumerar las malas noticias con que les esperaba.
—Malos tiempos estamos viviendo, fray Doménico. No hace demasiados meses, y poco después de que marcharais hacia tierras italianas, pasó por nuestra ciudad un inmenso ejército proveniente de Lyon y compuesto por miles de soldados, bajo las órdenes de los peores hijos de Satán que hemos visto nunca. Monjes sin escrúpulos, como ese oscuro abad de Cîteaux y otros de su calaña, que dieron con algunos de nuestros más preciados hermanos puros, para darles muerte en la hoguera.
»Nos contaron que ese ejército tardó solo unas semanas en llegar a tierras occitanas, donde cercarían ciudades como Béziers o Carcasona, destruyéndolas y arrollando a sus gentes. La excusa, supuestamente, era dar caza al hereje revestido, que es como consideran a todos los bons hommes. Pero, finalmente, han terminado siendo miles los ciudadanos asesinados, cientos las mujeres violadas brutalmente, e incontables los niños huérfanos, independientemente de su fe o su creencia religiosa. Muerte y desolación, siempre…, siempre…
La mujer tuvo que dejar la frase sin finalizar, presa de lastimeros llantos que, poco a poco, aflorarían hasta hacer que se derrumbara sin poder seguir hablando, ahora ya con la cara entre sus ajadas manos. Aquella dama, a la que fray Doménico conoció llena de vida solo unos meses antes, aparentaba tener muchos más años de cuantos realmente tenía, a juzgar por las bolsas de arrugada piel que rodeaban sus ojos grises, y la extrema delgadez de su rostro. Sus ropas negras y su pelo cano, casi blanco, pronunciaban aún más su imagen cadavérica.
—Calmaos, hermana Baiona, y decidme: ¿dónde podemos encontrar a nuestro hermano Jordan?
—¡Ay, fray Doménico! Demolieron decenas de casas de labranza y hogares hasta los cimientos, para convertirlos en depósitos de basura con la excusa de haber servido como «receptáculos de perfidia». Luego fueron a buscar, uno por uno, a todos los bons hommes que aparecían en sus listas. El bueno del perfecto Jordan fue el primero en sucumbir ante las llamas de una gran hoguera, que aún habrían de avivar siete creyentes más, y que ardería hasta el día siguiente de que se marchara aquel ejército mal llamado de Dios.
—¿Os delató a vos, o a vuestras creyentes, alguno de ellos?
—No, a pesar de que les interrogaron por separado, antes de hacerles desfilar, humillándoles como a bestias, por las calles de la villa y hasta que entraron en las llamas recitando el padre nuestro. Sin embargo, desde entonces casi no hemos podido reunirnos los buenos cristianos, ante el temor generalizado de que nos descubran.
»Pero aún tengo algo peor que contaros, mi querido Doménico. Hace varios días, unos soldados apresaron a dos ladrones que asaltaban a las gentes de los alrededores, desde hacía meses. Antes de castigarlos con la horca, se hizo venir a un sádico obispo para que los interrogara públicamente, puesto que dijeron haberse cruzado con tres viajeros en Mont-Cenís: un muchacho con aspecto de novicio, una bella joven y un albigense corpulento, barbado y vestido de negro que, sin duda, identificó como a vos. Desde entonces os anda buscando ese obispo vestido de púrpura, de voz sibilante y rostro severo, adornado con una cruz pectoral de plata, como símbolo de su supuesta dignidad.
—¿Quién es ese obispo, fray Doménico? —preguntó Braida, con los ojos entrecerrados.
—Es el obispo Cirile de Montnoir. Me sigue los pasos desde hace varios meses, pero creía haberme librado de él con mi viaje a Pavía.
—¿Y qué quiere de vos?
—Bella dama, creedme si os digo que eso es algo que no os puedo contar.
El silencio se apoderó de la reducida estancia, mientras entraban en ella los primeros rayos de sol, en aquel frío día de diciembre.
—Permitidme una pregunta más, buena dama —intervino Sergio, rompiendo el silencio y cogiéndole las temblorosas manos a la mujer—. ¿Recordáis a los bandidos?
—Sí, especialmente a uno de ellos, con una gran cicatriz que le recorría el rostro de arriba abajo. Fue el único al que, tras la paliza, dejaron con consciencia suficiente como para delataros, relatando vuestro encuentro.
—Sobre él —pareció dudar Sergio, acariciándose ahora su aún reciente herida en el hombro izquierdo—. Sobre él quería preguntaros, buena dama. ¿Recodáis si llevaba algo encima? ¿Algún objeto que os llamara la atención?
—No. Ya estaban desnudos cuando los apalearon en público. Lo siento. Y, ahora escuchadme los tres. Os ruego por vuestro bien que no tardéis en iros de esta ciudad. Seguro que ese obispo maldito no debe andar muy lejos, buscando por los caminos y poblados cercanos a los tres viajeros de los que les hablaron los ladrones.
—¿Qué camino creéis más seguro hacia Languedoc, hermana Baiona?
—Mi querido fray Doménico, con semejantes lobos tras vuestra pista, ningún camino es seguro. Pero, conociendo a nuestro fallecido hermano Jordan, seguro que él os hubiera recomendado descender por el río Ródano hasta llegar a las costas de Arles y, desde allí, tomar alguna embarcación que arribe a las playas de Narbona
Fray Doménico había intuido en los ojos de Baiona un miedo cercano al terror. Muchas eran las penas que ya había sufrido, por lo que apenas sí permanecieron unos instantes más con aquella buena dama que, sin duda, también temía ser delatada o descubierta en compañía de aquellos tres viajeros tan buscados. Pero aún añadiría algo más, antes de cerrar las puertas tras ellos.
—Por cierto, joven —añadió la perfecta Baiona, dirigiéndose a Sergio—, ahora he recordado que, aunque los salteadores no portaban nada consigo, el descarnado obispo sí llevaba algo que me llamó la atención. Sobre su hábito de color púrpura destacaba algo totalmente fuera de lugar: era un cuerno de res, de esos que se utilizan para portar pequeños pergaminos en su interior.
36
BERTO EL COMERCIANTE
Cuando se despidieron de la perfecta Baiona para reiniciar su camino, los corazones de los tres viajeros se hallaban invadidos por una oscura tristeza, inevitablemente motivada por cuanto les había contado. Una pesadumbre que, mezclada con el miedo a ser descubiertos, les hacía avanzar a paso ligero por las calles de la ciudad, y con la mente puesta en el incierto y sombrío futuro que les esperaba en adelante: serían perseguidos como presas por aquel obispo, de nombre Cirile de Montnoir, y que poseía la carta redactada en griego por el abad Celestino da Clemenza quien, por cierto, en lo sucesivo quedaría implicado, al igual que Sergio, y siendo ahora también susceptible de recibir la ira del santo padre y la Iglesia católica. Por otro lado, debían atravesar un país que se encontraba en guerra, y cuya primera línea eran, precisamente, las ciudades a las que se dirigían. Entre ellas Béziers, de forma que, cuando fue nombrada como una de las tomadas por el ejército, hizo dar un vuelco al corazón de fray Doménico quien, desde entonces, no dejaría de preguntarse cuál habría sido el destino de su amado filius major, Benoît Poitevin, a quien tanto debía y al que había dejado en la catedral de Saint-Nazaire, rodeado de lobos cristianos que desconocían su naturaleza hereje. La suya era una posición tan arriesgada como estratégica y privilegiada, para conocer in situ los movimientos de la Iglesia de los lobos. La responsabilidad de su filius major era, pues, enorme, implicando un grave peligro, especialmente desde que se recrudeciera la persecución a los albigenses. Por eso, fray Doménico nunca entendió que se consintiera su petición y se le permitiera, precisamente a él, permanecer entre lobos, en una situación tan arriesgada y en posesión de unos pergaminos tan valiosos…
Las indicaciones que les había dado aquella buena mujer parecían las más lógicas y prudentes. Debían llegar a la orilla del Ródano, viajar río abajo hasta su desembocadura y, ya en el mar, tomar otra embarcación hacia tierras occitanas.
Ahora el problema era contactar con alguien que pudiera transportarles sobre el caudal del río más oriental de Francia.
—¡Buenos días! —les saludó alguien amablemente, cuando desembocaron desde una estrecha callejuela a uno de los diques en que se amarraban las barcas para cargar y descargar mercancías. La voz pertenecía a alguien que, ataviado por un llamativo abrigo de pieles, a conjunto con un inmenso gorro confeccionado con la piel de la misma alimaña, ahora andaba hacia ellos a grandes zancadas.
—Me llamo Berto Peruzzi. Soy comerciante y creo que ustedes desean viajar en barca, ¿no es así? Si su viaje es hacia el sur, tengo una propuesta que hacerles.
La acogida de aquel hombre y su lucidez a horas tan tempranas sorprendieron al singular trío que, tirando de una mula, acababa de llegar al embarcadero. Sin embargo, fray Doménico no tardó en reaccionar, intuyendo poder sacar provecho de aquel hombre que, ahora más cerca, y con la palma extendida, denotaba ansiedad y una amable desesperación, mientras sorteaba saltando numerosos fardos de lana y cajas de especias que derramaban su olor entre el hedor a pescado salado, y pescado fresco y no tan fresco, así como el propio de los marineros y cargadores cuyo sudor realmente dominaba en los muelles.
—Buenos días tengáis vos también. Mi nombre es Doménico, fray Doménico. Mis jóvenes acompañantes son Sergio y Braida. Y sí, deseamos viajar en barca río abajo, por lo que esperamos que nuestra mula no suponga un estorbo.
—Ya…, bueno. Lo cierto es que a mí no me molesta lo más mínimo, auque debería ser el barquero quien lo decida. Ese obstinado y testarudo hombre se niega a embarcarme junto a mis mercancías, aduciendo que nunca ha movido su barcaza para transportar únicamente a un solo viajero; y que no piensa hacerlo si no es, como mínimo, con cuatro personas más. Dice que, si no es así, perdería dinero.
—¿Y por qué no le pagáis la diferencia para que no lo pierda? —preguntó Sergio, con evidente lógica.
—¡Ah, querido amigo! Eso es lo que he intentado explicarle durante las dos últimas horas a este terco barquero, y después de estar todo un día cargando mis mercancías en su barcaza, desgraciadamente la única que partirá en los próximos días hacia la desembocadura de este río. Está obcecado con el número de viajeros que debe transportar, y no atiende a razones económicas. ¡Y eso que he llegado a ofrecerle el triple de lo que me pedía ayer!
—¿Y decís que tienen que ser cinco los viajeros que deben subir a la barcaza? —preguntó ahora Braida, cerrando pensativamente su ojo izquierdo.
—Ridículo, ¿verdad? Es increíble el poco interés comercial de estas gentes.
—Dejadme a mí, señor. Creo que podré convencerle, aunque antes debo cerrar un trato con vos.
—¿Conmigo? —preguntó el comerciante, cerrando también su ojo izquiedo, aunque en señal de desconfianza.
—Sí. Yo conseguiré que acepte partir sin demorarnos más, y, a cambio, vos os haréis cargo del pago de nuestro viaje en la barcaza. ¿Qué decís?
—Hum… No es un mal trato. Necesito partir cuanto antes o terminará por estropearse parte de mi carga. Además, ahorro dinero, respecto a cuanto le había prometido hace solo un instante… Está bien, pero decidme solo una cosa más: ¿De dónde vais a sacar al quinto pasajero? Solo sois tres y, junto a mí, seríamos cuatro.
—Eso, amable Berto, dejádmelo a mí.
Fray Doménico y Sergio asistían atónitos a la escena que se desarrollaba ante ellos, y permanecieron sin abrir la boca hasta que Braida hubo regresado de negociar con el barquero.
—Solucionado —dijo por fin, frotándose las manos y dando leves palmaditas—. Penélope será el quinto viajero. ¿Embarcamos?
—¿Penélope? —preguntó Berto a Sergio, mientras accedían a la barcaza por una rudimentaria pasarela de madera.
—Nosotros no viajamos nunca sin nuestra mula. —Fue la respuesta de Sergio, cuando sobrepasaba al mercader.
—¿Queréis decir que he pagado el pasaje de una mula al precio del de una persona?
—Creedme si os digo que es más inteligente que muchos hombres, y aún más terca que ese bobo barquero —apuntó en voz baja fray Doménico, mientras hacía tambalearse a la barcaza con su peso—. Si la dejáramos aquí, seguro que sabría encontrarnos, antes incluso de que llegáramos a Arles. Por cierto, bonito gorro.
Una embarcación fluvial de quilla plana como aquella podía recorrer hasta treinta kilómetros al día, navegando río abajo, por lo que antes de doce o quince días sus pasajeros deberían poder avistar el mar. Pero su viaje hasta Arles duraría realmente varias semanas, al realizar frecuentes paradas en las poblaciones que iban atravesando, y deteniéndose siempre al atardecer, ante la imposibilidad de continuar navegando de noche. El río era suficientemente caudaloso y profundo, pero siempre podían toparse con algún tronco flotando, o con un imprevisto recodo. Además, el barquero no tenía prisa alguna por finalizar su trayecto, ya que, prácticamente en cada parada, bajaba un viajero, para terminar subiendo algún otro. Casi siempre se trataba de oscuros personajes envueltos en capas para ocultar sus identidades, o bien comerciantes enfundados en abrigos de pieles, similares al que poseía Berto. Era entonces cuando, entre ellos, cruzaban discretos saludos, consistentes en leves movimientos de cabeza, y con los que hacían saber el uno al otro que formaban parte del mismo gremio: el de los orgullosos comerciantes.
—Decidme, fray Doménico. ¿A dónde os dirigís con vuestros jóvenes compañeros de viaje? Diríase que venís de muy lejos, a juzgar por vuestras desgastadas ropas y, sin embargo, no poseéis los típicos y necesarios elementos de viaje salvo, claro está, vuestra vieja mula.
Berto, a pesar de empeñarse en demostrar lo contrario con sus refinados modales y sus caros ropajes, era solo un muchacho, y no mucho mayor que Braida. Era pelirrojo, con una pálida piel salpicada por miles de pequeñas pecas de color naranja, y con restos de cicatrices en la cara por la enfermedad de tiña, aún no muy bien curada. Sus manos, también con restos de antigua tiña, eran finas y alargadas. Un gran medallón de oro, sostenido por una amplia y plana cadena del mismo material, adornaban su caliente abrigo de pieles. Pero, a pesar de sus exagerados aires de importancia y su fingida severidad, Berto denotaba ser una persona de gran corazón y amabilidad.
—Venimos desde la ciudad italiana de Pavía —respondió Sergio, añadiéndose a la conversación— y efectivamente ha sido un viaje largo y lleno de complicaciones, que no acabará hasta que lleguemos a tierras languedocianas.
—¡Vaya!, yo también procedo de Italia y, al igual que vos y vuestros amigos, también me dirijo a Languedoc. De hecho, tengo varias embarcaciones en la costa marsellesa y pensaba tomar una de ellas para transportar parte de mi actual mercancía hasta Narbona. Si queréis, podéis viajar conmigo, claro está, pagándome vuestro transporte. Debo recuperar el gasto que me habéis supuesto hasta ahora, aunque la mula no os la cobraré, por muy inteligente que sea.
—Bueno —intervino fray Doménico—, lo cierto es que no nos vendrá nada mal viajar en compañía de alguien a quien ya conocemos. Y, por cierto, contadnos algo más sobre vos, amigo Berto. ¿De dónde procedéis exactamente?
—Veréis, mi religioso amigo. Los Peruzzi somos una familia de comerciantes florentinos, y desde siempre hemos controlado un voluminoso comercio de cereales del sur de Italia, mucho mayor del total necesario para alimentar a toda Florencia, por lo que ya hace tiempo terminamos por exportarlo a otras regiones mediterráneas donde escasea el grano. Pero no solo nos hemos enriquecido con el cereal. También negociamos con lana, aceite, vino y otros productos necesarios.
—¿Y tenéis mucha competencia? —quiso saber Sergio.
—¡Oh, sí, ya lo creo! Por ejemplo, están las otras grandes familias florentinas, los Bardi o los Acciaiuoli, pero hace algunos años que les llevamos ventaja, especialmente desde que se me ocurrió que podíamos pagar a los agricultores con años de antelación, obligándoles a negociar solo con nosotros. El volumen generado es tan grande que nos ha facilitado estar presentes en casi todas las grandes ferias.
—Y si tan grande es vuestro patrimonio —terció ahora Braida—, ¿por qué viajáis vos, exponiéndoos al peligro con vuestras mercancías y no un lacayo?
—Creedme, Braida, cuando lo que está en juego es el patrimonio y el prestigio familar obtenido tras décadas de duro trabajo, no hay comerciante que no acompañe a sus mercancías en tránsito.
—¿Y qué lleváis ahora entre tantos bultos?
—Veréis, Sergio. Suelo viajar siempre con la misma carga: paños, lana y cereales. Productos de interés para el mercado popular, aunque también hay gran demanda de aceite de oliva y cerveza que, por cierto, viaja en esas grandes tinajas de ahí. Pero si hay un comercio realmente rentable ese es el del vino y la sal, ya que son los productos más solicitados en el norte, donde escasean. Ello me permite viajar cargado con ellos hacia tierras septentrionales y, tras venderlas, volver cargado de lana y paños hacia el sur, que son esos fardos de allá. Además, el comercio del vino, que tiene un precio muy elevado en todas partes, resulta precisamente muy rentable, ya que sus costes laborales son inferiores a los de los cereales, y el producto final, menos pesado. Eso me permite su transporte por vía fluvial.
—Entonces —concluyó Sergio—, ¿ya veníais del norte de vender vuestro vino y la sal?
—Sí, y frutas del Mediterráneo, productos de madera, miel y tintes para telas, entre otras cosas.
—Debéis ser una persona muy bien considerada en vuestra ciudad, a pesar de vuestra corta edad.
—No soy tan joven, fray Doménico. ¡Tengo ya diecinueve años! Y no, salvo en los círculos de amigos y familiares más cercanos, el mercader no goza de buen prestigio en ningún sitio. Veréis, a medida que he ido enriqueciéndome, mi prestigio social ha ido variando. Por ejemplo, en mi Florencia natal empecé siendo llamado Bertoldus Scabiosus, cuando no era más que un tiñoso niño tratado con escabiosa blanca. Pero luego, al convertirme en uno de los principales señores de la ciudad, empecé a ser conocido como Dominus Bertoldus y, a continuación, Meus Dominus Bertoldus, por la misma población que, al mismo tiempo, pensaba que este ascenso a lo largo de la escala social concluiría con una inevitable caída en el infierno. Y es que, como debéis saber, el oficio de mercader no es grato a Dios, y esa triste popularidad, fray Doménico, se la debemos los comerciantes precisamente a ministros de Dios como vos, que nunca habéis visto con buenos ojos que adquiramos unas mercancías a un precio y las revendamos a otro más alto.
—Bueno, ciertamente vuestro negocio puede esconder ciertas posibilidades de engaño y de lucro injusto, pero creedme si os digo que, ante vos, tenéis a un verdadero disidente de la Iglesia de Roma: la verdadera responsable de vuestra vergüenza. Además, personalmente considero que todos precisamos de la figura del mercader. Desde los soberanos hasta los prelados, pasando por la aristocracia o el campesinado. Todos necesitamos vuestros artículos y mercancías, que no pueden ser producidos en algunos lugares, por lo que deben ser importados de otros sitios, a menudo, lejanos. No solo los alimentos y productos básicos sino, también, vestidos y tejidos de lujo, vajillas de gran valor, piedras preciosas, oro y otras rarezas, que debéis transportar para satisfacer las necesidades de prestigio de los nobles. Unas mercancías que, obviamente, debéis vender a un precio mayor del que pagasteis produciéndolos o adquiriéndolos. Y ello es así, puesto que debéis sacar un provecho para mantener vuestras familias.
—Sin embargo —opinó Braida— tengo entendido que, más que el mercader en sí, especialmente son aquellos ricos que prestan dinero a interés, los que despiertan particular indignación entre los representantes del clero.
—Oh, sí. Siempre han dicho a sus fieles, al tiempo que lanzan excomuniones sobre nuestras cabezas, que los cielos están destinados a aquellos que han repudiado los bienes terrenos, y que la codicia es uno de los pecados más graves. Sin embargo, siempre han omitido y ocultado sus propios pecados, como la simonía, con los que también se han enriquecido, más incluso que el mayor y más ambicioso de los avaros…
Ahora fray Doménico miraba de reojo y con la orgullosa barbilla exageradamente elevada, a Sergio, quien sonreía reconociendo en las palabras de Berto, cuantas ya le había dicho el orondo fraile.
—… Como también han omitido las grandes sumas de dinero que les prestamos a un bajo interés, lo que también toman como motivo suficiente para condenarnos. Los mercaderes nos vemos obligados a menudo a recurrir a este sistema de multiplicación del capital. Puesto que lo tenemos, nos pide capital todo aquel que lo necesita. Y lo necesitan todos: de los soberanos a los nobles; del pequeño comerciante al artesano; de obispos a sacerdotes. Todos tienen deudas, pero todos nos llaman usureros, «enemigos de Dios, de la naturaleza y del hombre». Y dicen que es así porque no existe otro pecado que no conceda nunca un poco de reposo: los adúlteros, los libertinos, los asesinos, los perjuros o los blasfemos se cansan de sus pecados, mientras que el usurero, dicen, continúa exigiendo y recibiendo sus beneficios sin interrupción.
—Cierto, incluso cuando dormís o cuando escucháis predicación, vuestros intereses continúan aumentando —se mofó Braida.
—Sí, pero casi siempre es a costa del innoble, del corrupto y del ambicioso, tres facultades que suelen abundar entre el clero, así que me alegro, fray Doménico, de que no profeséis una ciega devoción a la Iglesia romana, y que distingáis al mercader por su energía, su espíritu de iniciativa y por su agudeza.
—Bueno —continuó burlándose Braida, cariñosa pero también, inteligentemente—, no digo que vos seáis de esos, pero reconoceréis que en el oficio del mercader, abundan también los que se distinguen por su desvergüenza y su egoísmo. No negaréis que, para muchos, el camino hacia «lo alto» se les ha abierto por la adquisición de grandes propiedades agrícolas y por los matrimonios mixtos, a los que recurren los caballeros empobrecidos que desean recuperarse de su ruina, ofreciendo a sus hijas con los mercaderes más pudientes, o casándose con las hijas de estos.
Sergio y fray Doménico se miraban disimuladamente, haciendo oscilar las palmas de arriba abajo, ante la atrevida arremetida de su compañera, a la que conocían muy bien.
—Es cierto. He prestado dinero a nobles, a altos clérigos e incluso a monarcas. He adquirido propiedades agrícolas y arreglado matrimonios con familias de caballeros, en busca de blasones nobiliarios, pero no me arrepiento de ello.
—¡No lo hagáis! —le animó Braida—. Sin duda, el vuestro es un oficio necesario para la sociedad… Aunque también os animaría a que no os vanagloriarais de la supuesta humildad y rectitud de vuestra profesión.
—¡Ah, mirad! —pronunció Berto, con un tono mucho más alto, sin duda buscando cambiar de tema ante una situación incómoda y una adversaria inusualmente más inteligente que él—. ¡Ahí está Avignón! Ya solo nos quedan unos días más hasta alcanzar el mar.
37
MINERVA
A cinco de abril, en el año del Señor 1210
Santo padre, vuelvo a dirigirme a Vos con la intención de poneros al corriente de cuanto acontece, en relación con nuestra santa cruzada contra arios y herejes.
Debéis saber que nuestro ejército de cruzados, al frente del cual me habéis situado, llegaba el pasado 2 de abril a las puertas de la villa de Bram, sitiándola y esperando el momento de la batalla. Cuando di la orden de ataque, nuestros soldados de Dios se lanzaron valientemente a la guerra, denotando los largos meses de espera y sin combate a los que se han visto expuestos. La violencia del choque fue tremenda, aunque siempre superior para los soldados de Cristo, quienes no tardamos en inclinar la balanza de la justicia hacia nuestro lado. Hicimos que en poco tiempo se rindiera la orgullosa villa, a la que ordené tratar sin clemencia y de modo ejemplar. Con ello, y siguiendo vuestras recomendaciones, me propongo sembrar un mayor respeto en las ciudades que, en adelante, osen levantar campaña contra vos y cuantos defienden la verdadera palabra de Dios: así pues, tras la batalla, ordené separar a un centenar de prisioneros a los que mandé cortar las manos, la nariz, un labio y arrancar los ojos. Así fueron tratados todos menos uno, al que también dejé sin manos, labio ni nariz. Sin embargo, ordené que solo le arrancaran un ojo para que, con el otro, pudiera hacer de guía. Luego expulsamos en fila a tan monstruoso grupo de herejes y los dejamos marchar, con la orden de actuar como rojo emblema de nuestra autoridad y ejemplo de los posibles castigos que podemos infligir al resto de ciudades que no se dobleguen ante la santa voluntad de Roma.
Acto seguido levantamos campamento para reanudar nuestra ruta de conquista, de cuantos puntos de resistencia y focos de herejía vamos encontrando.
Sin más, y siempre al servicio de su santidad,
Simón de Montfort, conde de Leicester y vizconde de Béziers y Carcasona.
***
Las semanas siguieron transcurriendo con las tomas de diferentes castillos y fortalezas y, durante la primavera, con nuevos contingentes de cruzados, Simón de Montfort, caudillo de la Militia Christi, conquistaría aún algunos castillos menores y sin demasiada relevancia, aunque también contribuirían a que, poco a poco, el conde se fuera convirtiendo en amo y señor de todas las zonas por cuantas desfilaba su ejército.
El 15 de junio llegaba a las puertas de Minerva.
La fortaleza de Minerva se encontraba protegida por una importante defensa natural: ubicada a noventa metros sobre la garganta de dos ríos, el Cesse y el Brian que la protegían por tres de sus flancos, y rodeada por grandes murallas, parecía inasequible a cualquier tipo de asalto. O, al menos, así se lo comunicaron a Simón de Montfort los cuatro generales que conformaban su séquito personal, y que habían llegado de reconocimiento varios días antes que él.
El semblante del conde, duro, casi enigmático, con una frente despejada y los labios tensos, se recrudeció aún más cuando apretó fuertemente las mandíbulas, expresando serenidad pero también la gravedad que suponía una situación verdaderamente más complicada de lo que parecía en un principio.
Tras permanecer en silencio, escuchando atentamente las diferentes exposiciones que sus consejeros de guerra hicieron en su tienda, y con los brazos apoyados en la mesa donde se hallaban desplegados múltiples mapas de la zona, Simón de Montfort se puso en pie, haciendo que aquellos generales levantaran la cabeza, dada su gran estatura.
—El acceso —empezó a decir, echándose la mano al mentón—, ciertamente, parece muy complicado, y no estoy dispuesto a perder ni uno solo de mis hombres. Y menos aún si solo serviría para levantar el sitio sin haber conquistado la plaza.
—Señor —intervino uno de los generales presentes y mientras se secaba el sudor de la frente con el faldón que colgaba bajo su cinto—. Llevamos tres días utilizando nuestras catapultas para destruir esos malditos muros…
—Sí —le interrumpió el conde—, y poco a poco habéis ido abriendo brecha, pero ahora es preciso dar el golpe de gracia, a fin de que el cerco sea lo más breve posible.
—Podríamos construir un trebuquete aún mayor —terció el más joven de los generales, aprovechando el pensativo silencio de los presentes que se había hecho bajo el caliente toldo de la tienda.
—No por ser más grande, va a ser mayor la brecha que abra —le respondió, arrogante, uno de sus compañeros.
—Puede ser —dijo el joven, sin dejar de mirar a los ojos del conde. A pesar de su corta edad, el flamenco Amaury de Craon había demostrado sobradamente su valentía y sus dotes como estratega—. Pero también puede suceder que tenga un mayor alcance, lo que nos permitiría derribar el muro de protección de las reservas de agua.
—¿Y matarlos de sed? ¿Qué honor hay en ello? —le replicó el veterano general.
—¿Honor, decís? —tronó el conde, haciendo agachar la mirada de aquel consejero—. ¿Y qué mayor honor hay que el vencer una batalla de forma rápida y sin una sola baja en nuestro ejército? Ahora decidme vos, Amaury, ¿en qué consiste vuestro trebuquete?
—Veréis, señor, como ya sabéis, el trebuquete es una máquina capaz de lanzar grandes piedras con razonable puntería. Es… Es una especie de catapulta, pero más grande y más poderosa. Debemos construir uno que posea un largo brazo que, tensado hacia atrás, nos permita colocar en su eslinga un proyectil aún más pesado que los habituales.
—¿Y cómo pretendéis lanzar más lejos de lo normal una piedra tan pesada? —quiso saber el conde, ojeando ahora los dibujos y proyectos que empezaba a desplegar aquel joven flamenco.
—Colocando en su extremo un gran peso, quizá un grupo de grandes piedras dentro de un cajón de madera, como aparece dibujado aquí. Al soltarse el brazo, ya liberado del gatillo, el peso cae, haciendo que este brazo apuntado y semi flexible sea volteado hacia delante, arrastrando consigo la eslinga y lanzando el proyectil con violencia.
—Querido amigo —intervino fastidiado el veterano general, de origen francés—, estáis describiendo las catapultas que empleamos aquí desde hace años.
—No exactamente. El mecanismo es similar, pero este trebuquete ya fue inventado hace siglos en el lejano oriente, llegándonos por medio del mundo árabe. Aquí, el efecto del contrapeso y de la eslinga flexible supone la posibilidad de lanzar piedras mayores, con más precisión y con mayor fuerza, permitiéndonos albergar esperanzas de derribar muros más gruesos y lejanos. Las bolas pueden ser trabajadas por nuestros canteros a pie de máquina, por lo que no hay motivo para no intentarlo.
El silencio se apoderó de la tienda. Las cinco personas allí presentes estudiaban con detenimiento los proyectos que seguía desplegando el joven flamenco. Pero el conde ya estaba pensando en otras cosas.
—Hagámoslo —ordenó al fin Simón de Montfort—. Por cierto, Amaury, puesto que el objetivo es conseguir la rendición de la plaza, por la sed y el desaliento de quienes la defienden, quiero que también se lance otro tipo de proyectiles.
»Ordenad lanzar todos los caballos y animales muertos que encontréis en el campo de batalla. Tampoco dudéis en lanzarles los cuerpos de los soldados, sean de su bando o del nuestro. No importa, ya que lo que pretendemos es provocar la aparición de brotes epidémicos en el interior de la fortaleza y necesitaremos lanzar un gran número de cuerpos. Incluso, posiblemente, lograréis el desorden y el pánico si conseguís encontrar y lanzar alguna colmena de abejas. Eso sería muy divertido…
El apunte de Simón de Montfort hizo que, salvo un pensativo Amaury de Craon, los demás asistentes a las órdenes del conde rompieran a reír sonoramente, levantando la moral de cuantos soldados se hallaban rodeando la tienda.
Días después, y tal y como había apuntado el joven general flamenco, lanzaron sin descanso todo tipo de piedras, que llovían desde aquellas máquinas cubriendo el sol y el cielo como si de una oscura nube se tratara. Los enormes proyectiles lograron destruir los accesos a los depósitos, haciendo de Minerva una ciudad sin agua, una ciudad vencida. Además, en poco tiempo, el olor a podredumbre de los cuerpos sin vida lanzados con los trebuquetes, se hizo insoportable, por lo que, para evitar más enfermedades, los ciudadanos de la villa se decidieron a arrojarlos durante la noche por el precipicio hacia los ríos.
La villa de Minerva soportó el duro asedio durante cinco semanas más. Pero, por fin, el 22 de julio, y con las riberas de los cercanos ríos ocupadas por los cruzados, la ciudad capitularía por el efecto de las enfermedades, la falta de agua y alimentos. La estrategia propuesta por el joven Amaury de Craon concluyó con la rendición de la villa y el castillo, ubicado este en medio del pueblo, y regido por el señor Guilhem de Minerva y su esposa, Ricsoventa de Termes. Poco después, los más de 1500 soldados del ejército del conde de Montfort, se disponían a contemplar la primera gran masacre de perfectos y creyentes, desde que se iniciara la cruzada: ante la elección entre la abjuración y la hoguera, más de 150 albigenses, en su mayoría perfectos, se autoinmolaron, arrojándose a las llamas por su propio pie, y al grito de: No queremos nada de vuestra fe. Hemos renunciado a la Iglesia de Roma, y ni la vida ni la muerte podrán hacernos abandonar nuestras creencias.
Los términos de la rendición, controlados y dirigidos aún por el abad Arnaud Amaury, habían exigido aquella masacre.
Al día siguiente, los señores del castillo, junto a los demás habitantes de la ciudad, juraron obediencia a Roma y pudieron, previa negociación entre Guilhem de Minerva y Simón de Montfort, abandonar el castillo sanos y salvos, lo que llevaría a que, como un castillo de naipes, otros nobles se arredraran, tal y como pretendía el conde Simón de Montfort, poniendo a su disposición y apenas sin presentar batalla, las villas de Montreal, Termes y Cabaret. Tras ellos, y en lo sucesivo, irían capitulando una larga lista de castillos, de cuyas almenas también caerían blancos lienzos de rendición.
38
NOCHE DE INSOMNIO
De haber sabido que aquella noche de julio iba a marcar un antes y un después en la vida de Róbert y cuantos habitaban en la fortaleza de Montségur, seguro que el diácono Salvatore da Clemenza no hubiera consentido que llegaran a suceder tan nefastos acontecimientos.
Obsesionado por cuanto había visto y oído semanas atrás en la cripta de la sala baja, Róbert llevaba demasiadas noches sin apenas dormir. Hasta que aquella calurosa noche de verano, harto de quitarse el sudor de la frente y de no pegar ojo, decidió seguir ojeando aquellos ajados y amarillentos pergaminos. Los que había visto el día que fue sorprendido junto a Hue y Amiel estaban escritos en una lengua que no entendía y que el diácono Salvatore había llamado «copto». No obstante, estaba seguro de que los que habían empleado el diácono Salvatore y el obispo Guilhabert para su magnífica exposición ya estaban traducidos a lengua vulgar. Probablemente, mientras los habían ido ordenando ya habían empezado a traducirlos en lengua occitana, sin molestarse siquiera en transcribirlos en latín.
Aquel tesoro era demasiado preciado para que solo lo pudieran contemplar dos ridículos ancianos demasiado asustados como para compartirlos con nadie más. ¿Qué había de malo en que alguien más los leyera? Y, sobre todo, ¿qué había de cierto de cuanto les habían relatado sobre María Magdalena, su supuesto matrimonio con Jesús, su descendencia, su viaje a tierras occitanas y tantas historias maravillosas?
Debía verlos una vez más. Tocarlos, acariciarlos, olerlos y, desde luego, leerlos, si ello era posible. Y aquella noche, cuando abandonó el establo donde debía descansar junto a los demás muchachos de la fortaleza, entre ellos Hue y Amiel, lo hizo con el firme propósito de volver a encender una vela, y permanecer leyendo bajo su tenue luz hasta que tocaran la campana para las oraciones de prima.[57]
Sigilosamente, y sin que la guardia se percatara, una sombra recorrió todo el patio central del castillo, hasta deslizarse en la sala en la que descansaban los señores de la fortaleza, y donde también dormían algunos de los soldados que formaban parte de la guardia. Entre ellos Guilhem Garnier.
En cierta ocasión oyó al diácono contarle la historia del sargento Guilhem a Hue y Amiel. Por lo visto, aquel hombre que ahora contaba con poco más de veinte años, había sido molinero en Lantarès, pero su lealtad a una familia de buenos cristianos, los Auriol, le expuso a la religión de los bons hommes, conduciéndole a una ferviente devoción. Tras servir unos años en la guardia personal del conde Raimundo terminó presentándose en Montségur, donde sería ascendido a sargento de la guardia. Y él era el encargado de custodiar las llaves que abrían las puertas de toda la fortaleza. Incluso la de la cripta.
Cuando Róbert entró en la sala donde dormían más de veinte hombres le llamó la atención el atronador sonido de sus ronquidos, lo que, en cierta manera, le tranquilizó. Si con aquel estruendo seguía durmiendo el sargento Guilhem no se iba a despertar por mucho ruido que hiciera al quitarle las llaves. Y así fue. Cuando localizó al sargento, roncando sonoramente en una esquina de la estancia, este dormía con la cabeza apoyada en su capa doblada, y de la que, casi colgando, sobresalía una argolla con una quincena de grandes llaves de hierro ya oxidado. Durante casi un minuto, Róbert aguantó la respiración y, mientras extraía muy despacio el juego de llaves, se dedicó a estudiar el ritmo de los ronquidos del sargento: eran regulares y largos, por lo que dedujo que estaba profundamente dormido.
—No te preocupes, molinero —le dijo en voz baja—. Te las voy a devolver antes de que despiertes.
Luego salió de la estancia a toda prisa, procurando no pisar a ninguno de los señores y soldados que dormían esparcidos por el suelo, y atravesó la plaza de armas como una exhalación, llegando a la cripta de la sala baja sin que nadie le hubiera visto ni oído.
Tras probar con cuatro o cinco llaves, dio con la que se correspondía con la sólida cerradura de la puerta que le separaba de su obsesión. Tras empujar y arrastrar ruidosamente el pequeño pero pesado portón, volvió a entrar en aquella sala con la que tanto había soñado.
La cripta se hallaba totalmente a oscuras, al igual que la primera vez que entró en ella. Pero ahora, al encender la tea que había cogido de la sala de soldados, y aunque estaba preparado para no pisar y desordenar los montoncitos de pergaminos que esperaba ver colocados por el suelo, pudo apreciar que la sala se encontraba casi vacía, a excepción de una silla de madera y cuero y el pequeño altar de piedra, sobre el que había tres grandes montones bien ordenados de pergaminos. Cuando se acercó, pudo comprobar que el más grande de ellos, casi rozando el techo de la cripta, era el de los manuscritos originales que, ordenados y clasificados, esperaban a ser traducidos. El siguiente montoncito, también con pliegos originales, era el más pequeño, y contenía los pocos que ya habían sido traducidos a lengua vulgar. Y esas eran, precisamente, las transcripciones que se encontraban en el tercer montón, también ordenado y clasificado cuidadosamente. Era el grupo de pergaminos que le interesaba a Róbert.
Con sumo cuidado de no estropearlos, dada su antigüedad y su grado de deterioro, empezó a ojearlos, primero leyendo en diagonal, a grandes pasos y rápidos, aunque prudentes giros de hojas, mientras pronunciaba entre susurros los pequeños fragmentos en los que posaba la vista:
[…] El extranjero de Galilea tenía la genealogía correcta, ¿y no era, además, un obrador de milagros y maravillas, curando a los enfermos y expulsando a los demonios? Sin duda que era el elegido de Dios. Ahora tenía que elegir su novia de la tribu de Benjamín, pues estaba escrito en el libro primero de la Torah que la copa de plata estaba escondida en el saco de Benjamín. De acuerdo con sus doctores inspirados, eso significaba que una mujer de la tribu de Benjamín sería el instrumento de reconciliación y salvación de Israel.
[…] Algunos meses después se casaron. Ahora sonreía Yosef recordando su sorpresa, cuando su hermano Lázaro acudió a él para darle la noticia de que Miriam había aceptado al extranjero de Galilea como esposo. Como heredera de las tierras contiguas a Jerusalén iba a ser la novia de Yeshúa de Nazaret, nacido del linaje del rey David.
[…] Los invitados a la boda habían estado jubilosos en la creencia de que la línea de David iba a restablecerse y Sión sería liberada. Las naciones, todas, acudirían a Jerusalén a adorar al Altísimo en su templo y tendría su cumplimiento la palabra de Dios, transmitida por los profetas hebreos.
[…] Él había querido que permaneciera en Betania con Marta, después de que los soldados del sanedrín se llevaron a Yeshúa; pero Miriam había insistido en seguir los pasos de su esposo en su camino hacia el Gólgota.
[…] Yosef le puso sus manos sobre los hombros y la sostuvo con firmeza. Hasta ese momento no había advertido la hondura de su propia pena. La larga y oscura cabellera de Miriam refulgía a la luz de la luna y sus ojos brillaban por las lágrimas.
[…] — Miriam, he recibido un aviso. Tenemos que abandonar Jerusalén esta misma noche. Si te quedas aquí no estarás segura. Pilato y Herodes pueden ordenar tu búsqueda.
[…] —Sí, Miriam. Es la única salida. Prometí a Yeshúa que te protegería hasta con mi misma vida. No hay otra elección.
[…] Y había que huir también de los romanos, temerosos de una insurrección de la nación judía. El odio de los judíos a las fuerzas romanas de ocupación era intenso; su amor y entusiasmo por el Hijo de David, que había sido tan brutalmente ejecutado, podían encender en cualquier momento una revolución. Lo mejor era que ella huyese.
[…] Ella es la esperanza de Israel, porque lleva en su seno el hijo de Él, pensó Yosef…
Ahora Róbert ya no pasaba tan rápidamente los amarillentos pergaminos. Había dejado de susurrar los pequeños fragmentos traducidos que leía al azar, para pasar a leerlos en silencio y, más detenidamente, moviendo los labios sin parar de recorrer aquella preciosa caligrafía con su dedo índice. Acercó aún más la tea y, entusiasmado, se preparó para seguir leyendo.
[…] El niño se movía dentro de ella. Y, bajando los ojos, Miriam sonrió. Ahora ya no faltaba mucho. Su hijo sería fuerte y hermoso. Sería el cumplimiento de las profecías: sería un gobernante justo, el hijo ungido de David. Sería el hijo más especial, la esperanza de Sión»
[…] —Tu hijo, Miriam; tu bebé vive, anunció gozosa la partera, tras largas horas de desesperación. Es un bebé precioso, una niña. La sorpresa y la incredulidad golpearon a Miriam como una bofetada. No puede ser, pensó. ¿Qué fue de las promesas y las profecías? Debía de haber un error. No podía ser una hija. ¡El Hijo de David, el cetro de Israel, no podía ser una niña! Exhausta y confusa, Miriam perdió la conciencia.
[…] —Sarah —susurró—. Tengo que llamarla Sarah, porque Sarah creyó, incluso cuando parecía que no había esperanza de que pudiera cumplirse la promesa de Dios. No entiendo nada, pero sí sé que mi hija es la respuesta de Dios a nuestras oraciones.
[…] Yosef había oído hablar de un país, en la otra orilla del mar Mediterráneo, con pastos y árboles en abundancia, donde la nieve cubría los campos en invierno y donde el rechinar de dientes con la arena del desierto no sería más que un recuerdo. Tal vez sería posible llevarse la niña a las Galias, pensó para sí. La «parra de Judá» podría florecer allí, a salvo de las penas de la opresión. Yosef contempló a la madre y a la niña dormidas. Sí. Seguramente emprenderían viaje y se crearían un nuevo hogar»
[…] Duermen serenas, sobre el regazo de las profundidades, mientras Yosef, vigilante, monta la guardia como custodio de la Sangre Real, del Santo Grial.
[…] Despierta a sus amigos y les señala el norte al otro lado del mar: —Mirad, nuestro Dios está con nosotros. ¡Hemos encontrado la tierra prometida! —Máximo y Lázaro empuñan los remos abandonados durante la tempestad y empezaron de nuevo a remar. Blancas playas brillan bajo un cielo azul. Cipreses, cidros y flores silvestres deleitan sus ojos anhelantes. Los hombres saltan al agua y empujan su nave hasta tierra.
Varias horas después de haber iniciado la lectura, Róbert se encontró ante el que suponía ya el último de los manuscritos traducidos a lengua occitana. Levantó la vista y, a través de las rendijas que había entre el encajado portón de entrada y las jambas de piedra, pudo apreciar cómo, aún débilmente, empezaba ya a entrar la tímida luz del amanecer. Estaban a punto de tocar prima para las oraciones.
—Debo darme prisa —se dijo—, pero aún me da tiempo a leer el último que hay traducido.
Róbert no pudo evitar esbozar una sonrisa, ante la idea de que, en breve, iba a saber cómo terminaba el viaje de María Magdalena, su hija Sarah y José. Pero, sobre todo, lo que le hizo inmensamente feliz fue pensar que, en lo sucesivo, y cada cierto tiempo, podría venir a leer los nuevos fragmentos que, seguro, irían traduciendo los ancianos.
[…] Ella contempla tiernamente a su hija, nacida en el duro destierro. «De Egipto llamé a mi hija. Sarah». El designio de Dios no fue un hijo que condujese ejércitos a la batalla, vástago de la casa de David y de la tribu de Judá, un león valiente para aplastar el puño brutal de Roma y exigir el trono real. No. Esta vez, Dios ha elegido una niña. Lo que sembraron con lágrimas lo recogieron con gozo y regresaron a casa cargando sus gavillas. Y tú, oh Magdal-eder, torre del rebaño, colina de la hija de Sión, por ti llegará la soberanía de antaño… Mas ahora vivirás en el campo… y de allí serás liberada[58].
Justo en el momento en que Róbert, lleno de gozo, levantaba la mirada hacia la llama de la antorcha, sonaban las campanas para prima.
—¡Oh, no! —exclamó. Había apurado demasiado el tiempo. Debía volver a ordenar los pergaminos que había leído, salir de la cripta y cerrar el pesado portón. También recordó que aún tenía que devolver la antorcha y, sobre todo, la argolla con las llaves al sargento Guilhem que, sin duda, estaría ahora despertándose para el cambio de guardia. Desgraciadamente, los cambios de guardia los hacían coincidir con las diferentes llamadas para orar.
—Debo darme prisa —se dijo, al tiempo que recogía apresuradamente los escritos sobre el altar.
Fuera volvían a repicar las campanas, en el segundo de los tres avisos. Fue entonces cuando, sin querer, posó su nerviosa mano sobre la tea, quemándose superficialmente pero haciendo que se derramara la ardiente resina sobre algunos de los pergaminos que había amontonados sobre el altar.
En un principio, su cuerpo se quedó paralizado, sin siquiera notar la quemadura: acababa de ganarse la reprimenda más grave que podrían echarle jamás, y ya no había solución alguna. Pero, enseguida, viendo que aquellos malditos pliegos ardían como la paja seca, se desprendió de sus ropas, agitándolas para golpear los ardientes manuscritos.
—¡No, por favor! ¡No, por favor! ¡No, por favor…!
Ahora sus lágrimas se confundían con su saliva, brotando despedidas de su boca, mientras agitaba con fuerza sus vestidos cada vez más desgastados por el fuego.
La desesperación del niño, viéndose cada vez más mareado por el humo, y tras comprobar que las llamas poco a poco iban ganando terreno entre los cientos de pergaminos que, sin querer, estaba esparciendo por toda la sala, le hizo gritar a todo pulmón, tanto como le permitió su irritada garganta.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
Pero las voces no se oían en el exterior, aplacadas por el firme portón de madera remachada y por el tañer de las campanas, anunciando ya la tercera llamada a oración.
39
SANTA MARÍA DEL MAR
Santa María del Mar, en la costa de Marsella
Dos semanas después de sobrepasar Avignón y tras pasar por poblaciones como Beaucaire, Tarascón o Arles, pudieron apreciar, al otro lado de las marismas y pantanos de Camarga, el pálido azul horizontal del mar.
Las jornadas a bordo de la barcaza se habían sucedido tranquilas y sin contratiempos, pero también tediosa y lentamente. Solo las conversaciones en que se enfrascaban, permitiéndoles conocerse entre sí, habían hecho pasar el tiempo de los cuatro viajeros más livianamente.
Braida había hecho una buena amistad con el mercader, sorprendiéndose mutuamente de la inteligencia del otro. Mientras ella le relataba cuanto sabía de la familia Da Coria, los mercaderes con los que había crecido en Turín, Berto la instruía sobre cuanto ignoraba y deseaba saber acerca del oficio del comerciante.
Además de su románica lengua natal, hablada en la península itálica y oficial para todo comerciante del Mediterráneo, aquel joven dominaba perfectamente la lengua de Occitania, adquirida tras sus habituales pasos por el sur de Languedoc; el germano, necesario para el comercio en el Báltico; y el ruso, imprescindible para sus provechosos negocios en las proximidades de Novgorod. Compaginaba la cultura con el comercio, la religiosidad con la racionalidad y la devoción con la amoralidad. Siempre, claro está, de modo que la fe en Dios no fuera un obstáculo en sus operaciones «no demasiado limpias», y viceversa: que sus negocios no le impidieran entrar en el reino de Dios a su muerte. Así, las preocupaciones de Berto por la salvación del alma no constituían un impedimento a la hora de comerciar con gentes provenientes de todas partes y de todas las índoles: desde obispos o el mismísimo papa, hasta enemigos del cristianismo como musulmanes o albigenses. Todo ello, hacía que la religiosidad de Berto se fundiera con su afán de lucro y ansia por poseer riquezas y títulos. Sobre esa ansia los Peruzzi habían edificado su ética personal, de la que se hallaban absolutamente convencidos.
En cierta ocasión, Braida y Sergio le interrogaron acerca de un libro de notas que siempre llevaba consigo y que, a menudo, extraía de un cofre pequeño.
—Aquí anoto, entre otras cosas, las cuentas de compra y venta: los nombres de mis deudores y a cuánto ascienden sus deudas; en qué meses del año crece la demanda de dinero y, por lo tanto, cuándo se puede invertir con el máximo beneficio: por ejemplo, en Génova, en septiembre, enero y abril, que son los meses en que las naves se hacen a la mar; en Valencia, en julio y agosto, tras la recogida del grano; en Montpellier la necesidad de moneda es mayor en el período de las ferias, que celebran tres veces al año.
—¿Te has fijado, Sergio? Mientras calculan sus propios recursos y la manera de multiplicarlos, los mercaderes tienen la mirada fija en el calendario.
—¡El tiempo es dinero, bella Braida! —explicó Berto, acertadamente.
—¿Qué más lleváis en vuestro cofrecillo?
—Acercaos, Sergio. Esto es lo que llamamos un «portulano». Es un tipo de mapa que traza las líneas costeras, marcadas con indicaciones de navegación.
—¿Y esto otro? ¿Qué… Qué es esto? —preguntó, sacando del cofre un extraño artilugio de madera.
—Es una brújula magnética. Se utiliza en países del lejano oriente desde hace más de un siglo. Esta se la compré a un comerciante árabe hace poco más de un año, y consiste en una mágica aguja imantada que gira libremente, señalando siempre el norte. Como podéis imaginar, es especialmente útil para todo aquel que se haga a la mar, o aquel que recorra los caminos hacia las ferias que hay desde Champaña o el Rhin hasta Amberes o la Valencia ibérica. De hecho, nos será muy práctico cuando partamos desde el puerto de Santa María del Mar, al que llegaremos mañana, hacia la costa languedociana de Narbona, donde…
Cuando fray Doménico oyó el nombre del puerto costero donde llegarían al día siguiente, dejó de escuchar a Berto y llamó aparte a Sergio, con quien se dirigió al otro extremo de la barcaza, junto a un farolillo y lejos de quien pudiera oírles.
—Decidme, Sergio —le preguntó con semblante severo y tomando firmemente sus hombros entre sus inmensas manos—. ¿Qué sabéis de María Magdalena tras la muerte de Cristo?
La pregunta tomó por sorpresa al novicio, sorprendido por el hecho de ser el fraile quien, esta vez, iniciara una conversación de índole religiosa, cuando eso era algo más propio de él.
—Pues… Que se retiró a Éfeso y…
—No, Sergio —le interrumpió—, esa es la versión que nos ha dado a conocer la tradición ortodoxa. ¿No habéis oído hablar de su viaje hasta el puerto de Santa María del Mar?
—Ese es puerto al que llegaremos mañana.
—Sí, Sergio. Y es el puerto al que María Magdalena llegó en barca, acompañada de su hija Sarah, Lázaro, Marta, María Jacobé, María Salomé y, entre otros, de José de Arimatea.
—No, no sé de qué me estáis hablando. De hecho, ¿qué habéis dicho de una hija de la Magdalena?
—Veréis, Sergio. Debéis saber que tras la crucifixión de Cristo, María Magdalena se vio obligada al exilio y a buscar refugio en comunidades judías, como la que se había asentado en la costa de Marsella, hace más de mil años. Precisamente fue aquí donde llegó, en un barco sin remos ni velas, y empujado por las corrientes…
Aquella tarde, y el resto de la noche, prácticamente solo habló fray Doménico, relatándole al muchacho la procedencia de María Magdalena, desde su pueblo Magdala, en Betania, y sobre su supuesto origen de sangre real; la negación de su supuesta profesión como prostituta, y su relación de amor y profunda devoción hacia el Mesías, con quien terminó casándose. Todo ello le llevó a hablarle de su descendiente, llamada Sarah y, consecuentemente, de la continuación de la estirpe y sangre real de Jesucristo, ocultada intencionadamente por la Iglesia de los lobos.
Después de varias horas de explicación, y ya al alba, Sergio empezó a hablar sintetizando los relatos que le había expuesto el fraile.
—Si la Magdalena era en realidad la esposa de Jesús; si su unión produjo vástagos, y si después de la crucifixión fue llevada clandestinamente a la Galia, donde ya existían comunidades judías y donde encontró refugio, sería posible que se iniciara una estirpe hereditaria que descendía directamente de Jesús. Quizás esa sangre real se perpetuó luego, intacta y de incógnito, durante unos cuatrocientos años…
—Lo cual, bien mirado, no es mucho tiempo para un linaje importante —añadió fray Doménico, sin conseguir interrumpir la reflexión de Sergio.
—… Y quizás, ya en el siglo quinto, el linaje de Jesús se alió con el linaje real de los francos, engendrando así la dinastía merovingia. Eso explicaría la extraordinaria categoría concedida en los escritos a la Magdalena y el significado de culto que ha adquirido durante las cruzadas a tierra de infieles.
—En efecto, y explicaría también la obsesión de los carolingios por legitimarse a sí mismos como sacros emperadores romanos, basándose en una genealogía merovingia. Y no debemos olvidar que, entre los descendientes de los carolingios, legitimados mediante alianzas dinásticas con princesas merovingias, estaba el señor Godofredo de Bouillon, el conquistador de Jerusalén, hace poco más de un siglo, y con el que el linaje de Jesús recuperaría su patrimonio legítimo, el patrimonio que le fuera conferido en tiempos del Antiguo Testamento.
—Entonces, los descendientes de Jesús, a través del señor Godofredo de Bouillon, han terminado por alcanzar la prominencia en occidente y también en oriente.
—Así es. Solo ellos conocerían el árbol genealógico de sus antepasados y, aún deseándolo, no podrían probar su identidad ante el mundo en general, a menos que tuvieran algo que pudiera legitimar su verdadera identidad: su sangre real.
—Pero… Fray Doménico, si la Iglesia de los lobos… Quiero decir, si la Iglesia católica hubiera sabido que podía existir tal prueba, tened seguro que no hubiera escatimado ningún esfuerzo en encontrarla.
—Y, de hecho, así ha sido, Sergio. Existe ese «algo» que certifica el origen real de la Magdalena, su regio matrimonio con el Mesías, su descendencia, el viaje a tierras de Languedoc, y el linaje de su sangre que nos ha llegado hasta nuestros días.
Ahora Sergio ya no respiraba. Permanecía sin pestañear, con la boca entreabierta, y los labios resecos. Esperaba el momento culminante que, en lo sucesivo, marcaría el resto de su vida. Aunque eso él aun no lo sabía.
—El verdadero motivo por el que la Iglesia persigue a los buenos hombres, bajo el pretexto de perseguir la herejía, es porque conoce que poseemos el documento en el que se especifica que María Magdalena es la verdadera fundadora de la Iglesia cristiana y, por lo tanto, la heredera legítima a la cátedra pontificia. Esa Iglesia nos persigue y masacra con el verdadero fin de legitimarse como única heredera al trono de Dios, sin otra religión que pueda optar a dicha herencia.
—¿Y por qué os persigue a vos ese obispo… Ciri… Cirile? Hace días, en la casa de la perfecta de Valence, le dijisteis a Braida que no podíais contarle por qué os persiguen.
—Y es preferible que siga sin saberlo. Así estará más segura. Veréis, Sergio, el obispo Cirile de Montnoir es el perro de caza del papa Inocencio, y me persigue desde hace tiempo en busca de aquello que certificaría el verdadero origen de la sangre real de Cristo.
—Pero… ¿Por qué a vos?
—Porque les hemos podido engañar mi filius major, Benoît Poitevin y yo, sobre quién transporta ese tesoro. Al tiempo que yo interpretaba el papel de «portador», viajando hacia tierras italianas, supuestamente con él encima, salía de incógnito hacia un lugar seguro y secreto el verdadero portador del tesoro, el hermano pequeño de Benoît. Sergio, ese era el motivo por el que viajé hasta vuestras tierras: además de acompañar al perfecto Paulo Bartoldi en su camino hacia Languedoc, el fingir que transportaba conmigo tan valioso tesoro.
—¿Y cómo pudo llegar ese tesoro, a manos de vuestro filius major? Se supone que solo los descendientes y los herederos reales de la sangre de Cristo pueden poseer…
Sergio interrumpió su pregunta al entender cuál era la respuesta.
—¡Vuestro filius major pertenece al linaje de Cristo!
—Exacto. Entre sus venas corre sangre real, la sangre real que le acredita como sucesor del mismísimo Jesucristo hecho hombre y por la que le fue concedida la custodia de unos antiguos escritos, pero si es cierto que han tomado la ciudad de Béziers, arrasándola como acostumbran a hacer soldados y ribalds, me temo que muy probablemente Benoît Poitevin no haya podido huir.
—Por lo que, de haber fallecido, ahora vos seríais filius major.
—Sergio, eso carece de importancia ya que, si le han dado muerte, ahora el único descendiente real del linaje y la sangre de Cristo, es Hue, su hermano pequeño, y con el que precisamente viajan unos pergaminos en los que se expone la realidad sobre María Magdalena y Jesucristo, sus antecesores.
40
LOS REGALOS DE BERTO
Costa de Narbona. Finales de julio, en el
año del
Señor 1210
Después de llegar a Santa María del Mar, y tras poco más de dos semanas, necesarias para efectuar los preparativos oportunos para desembarcar y embarcar diferentes mercancías y para realizar la travesía en sí, llegaba la pequeña embarcación propiedad de Berto Peruzzi, a la costa de Languedoc, avanzando lentamente hacia la playa de Narbona.
—¿Sabéis, fray Doménico? Llevamos días hablando de ello, y sigo sin entender cómo la Iglesia ha ocultado tan hábilmente la identidad de María Magdalena. Me parece increíble que estuviera casada con Nuestro Señor Jesucristo.
—Bueno, Sergio, realmente no hay ninguna razón por la que debamos negar que Jesús no pudiera casarse y engendrar hijos, al tiempo que conservara su carácter divino. Y no hay motivo por el cual ese carácter divino tuviera que depender de la castidad sexual. Aunque fuera el hijo de Dios, no hay razón alguna por la cual no pudiera contraer matrimonio y tener descendencia. La Iglesia de los lobos tiende a rechazar la idea de que Jesús, casado con María Magdalena, tuviera algún hijo, y la razón es tan simple como su propio interés en mantener su estatus y poder. Un interés que justifican argumentando que, de estar casado, los evangelios nos lo habrían dicho.
—Los mismos evangelios que la Iglesia se ha encargado de censurar, eliminando todo fragmento donde se especifique el verdadero linaje real.
—Fragmentos apócrifos, como el que ha debido viajar junto al pequeño Hue, y que dan sentido a los insuficientes datos que podemos hallar, tras un examen a fondo de las escrituras canónicas, en apoyo de ese matrimonio real. Fue en el siglo IV de Nuestro Señor cuando la corriente cristiana de Roma decidió que los muchos evangelios que circulaban en la Iglesia primitiva hasta entonces debían quedar revocados, y que solo cuatro habían sido inspirados verdaderamente por Dios.
—Por lo que empezó a condenarse los escritos restantes, considerándose apócrifos.
—Sí, a pesar de haber sido utilizados hasta entonces indistintamente por la Iglesia que se estaba imponiendo. Luego pasaron a exigir que debían ser destruidos, al tiempo que comenzaban a perseguir a todos aquellos que no aceptaban la doctrina que ya se consideraba oficial. Tacharon de «herejes» a todos los disidentes y de «heréticas» sus teorías.
—Entonces, si María Magdalena y Jesucristo volvieran a nacer…
—… Ahora sería la propia Iglesia cristiana la que, por intereses propios, se encargaría de crucificarlos. Probablemente, si el cristianismo primitivo hubiese seguido el rumbo que había tomado durante los primeros treinta años tras la muerte de Jesús, María Magdalena podría haber llegado a ser considerada la inspiradora y fundadora de la nueva religión que seguía las enseñanzas del Mesías nazareno. ¿Lo entiendes ahora? María y cualquier posible descendiente de su linaje debían ser borrados de la historia. Si por el contrario, y por defender la estirpe de Cristo, el buen cristiano se esfuerza en recuperar la importancia de la sucesión dinástica de Jesús como hijo mortal de Dios, entonces es cuando nosotros pasamos a ser perseguidos como herejes. ¿De qué serviría el papa, si Cristo o algún sucesor auténtico existiera? Si el papel del papa como caput mundi es hacer de intermediario entre Jesús y el hombre, ¿cuál sería entonces la función de su santidad, si el buen cristiano convence al hombre de la existencia de Cristo o, mejor dicho, de la existencia de un sucesor real?
—¿Y qué solución os queda, fray Doménico? —ahora era la voz de Braida, la que intervenía en la conversación—. Siento haber escuchado vuestra conversación, pero lleváis semanas ignorándome y se hace muy aburrido hablar, día tras día, solo con una persona.
—Braida —aseguró fray Doménico, mirándola fijamente a los ojos—, sabréis que, cuanto habéis oído es de una gravedad extrema.
—Lo sé, y debo deciros que llevo, prácticamente desde nuestra partida en el puerto de Santa María del Mar, oyéndoos. Y también os diré que no siempre habéis sido tan discretos en vuestras conversaciones como para evitar que os escuchara cada vez que Berto se retiraba a estudiar sus libros de cuentas. Me ha bastado simplemente una cierta distancia prudencial. Pero no temáis, porque creo haber sido la única persona que os ha oído
—¿Veis, Sergio? Siempre dije que nuestra bella dama era una mujer muy inteligente. Pues bien, la solución al problema es…, bueno, lo cierto es que no creo que haya una solución airosa para los amigos de Dios, como custodios del descendiente directo de la sangre de Cristo.
—Y como custodios de esos pergaminos, escritos con la verdadera historia de la Magdalena, su sucesión y la traición de Roma a la idea original de Jesús, quien había confiado a María de Magdala la continuación de su estirpe y la fundación de una nueva religión.
—Así es, bella dama, así es. La implantación de, digamos, la corriente «masculina» representó esa traición a la doctrina ideada por Jesús, y todo ello está recogido en unos pergaminos que, probablemente, ya estén ocultos en la fortaleza de Montségur.
—Donde iremos —sentenció Sergio, feliz de poder compartir el nuevo «secreto» con Braida, y con la mirada puesta en la cercana playa de Narbona—, tras pasar por las poblaciones de Narbona, Béziers y Toulouse, donde antes deberemos contactar con los filius major Anselmo Aicart, Bernard de Mourois y, el más importante de todos, Benoît Poitevin. Nos acompañaréis, ¿verdad?
—Me encantará hacerlo, fray Doménico —respondió decidida Braida—. ¿Hasta cuándo debe seguir ocultándose el secreto sobre la verdadera descendencia de Jesús con María Magdalena?
—Deberá seguir siendo así hasta que llegue el momento de desvelar el secreto. Quizás porque entonces sea necesario hacerlo, o simplemente porque haya llegado el momento de revelar la verdad, reconocer lo que no fue Magdalena, admitir su verdadero papel en la fundación del cristianismo y restituir a sus herederos en el lugar que verdaderamente les corresponde.
Al día siguiente, la embarcación con poco calado del comerciante Berto Peruzzi ataba cabos en el pequeño puerto ubicado en la playa de Narbona.
—Bueno, amigos —empezó a despedirse el mercader—. Creo que es aquí donde se separan nuestros caminos o, al menos, por el momento. Hoy dedicaré todo el día a desembarcar con mis hombres las mercancías que traemos, y a cargar cuantas llevaremos al puerto de Valencia, hacia donde partiremos en unos días.
—Berto —respondió Braida—, ha sido un placer conoceros y viajar junto a vos. Vuestra conversación ha amenizado el tedio de estas últimas semanas.
—Sí, os estamos muy agradecidos por vuestra hospitalidad y vuestra compañía —añadió Sergio.
—Rezaré a Dios por vos, y por tener ocasión de volver a veros.
—Gracias, amable fray Doménico. Gracias a los tres. Yo también os he cogido gran aprecio, y es por ello por lo que me he permitido regalaros algunos presentes, que encontraréis en las alforjas de vuestra mula. Quizás con ellos, y a partir de ahora, seáis más indulgente con los mercaderes, bella Braida.
Esta respondió al guiño con una bonita sonrisa, justo antes de despedirse y marchar por el camino que, al anochecer, les haría llegar a Narbona.
Los regalos que el joven y amable Berto les había dejado en los zurrones de Penélope consistían en el precioso medallón de oro y la cadena del que colgaba sobre su abrigo de pieles. En una emotiva carta de despedida, se especificaba que ese presente era para Braida. Para Sergio había dejado la brújula que tanto le había llamado la atención y, para fray Doménico, su característico gorro de piel de nutria.
Una frase cerraba la carta que les había escrito el mercader:
… y les deseo toda la suerte del mundo. Según me comentan los hombres que esperaban nuestra llegada esta mañana, las arrasadas tierras hacia las que se adentran ustedes están dominadas bajo la tiranía de un señor, de nombre Simón de Montfort. Este conde está empeñado, según parece, en aplastar la herejía a la que, o mucho me equivoco, vos profesáis, fray Doménico.
Que Dios os acompañe y proteja.
Afectuosamente,
Bertoldo Peruzzi.
41
CARTAS DEL OBISPO CIRILE DE MONTNOIR
Valence, el tercero de marzo, en el año del Señor 1210
Sactissimus pater, Inocencio III.
Amantísimo padre, con la presente es deseo de nos el manteneros debidamente informado de cuanto acontece, en relación con el «tesoro espiritual» que custodian los monjes negros, y tras cuya búsqueda me mantengo.
Sabed que no hace demasiado tiempo tuve ocasión de conversar con dos truhanes que decían haberse cruzado, allá en los Alpes, con un voluminoso monje vestido de negro, barbado y que se expresaba mediante conjuros y amenazantes proverbios. Esa figura, al igual que estará haciendo su santidad en este momento, nos la identificamos como ese orondo monje, de mal nombre fray Doménico da Sola, que acostumbra a expresarse mancillando pasajes del Apocalipsis de San Juan, y que es reconocido como filius minor de aquella otra rata pestífera, y ya desaparecida, de Benoît Poitevin. Al parecer, nuestro falso fraile vuelve a tierras occitanas, tras haber recorrido esas montañas en compañía de un joven, de nombre Sergio, y una muchacha.
Según me relataron mis dos confidentes tras pagarles debidamente la información de que dispongo, no portaba consigo fardo alguno, ni tampoco la mula con que viajan, por lo que, o ya se han desprendido de nuestros pergaminos en tierras italianas, o jamás han viajado entre las impías manos de ese hereje de fray Doménico. Si así fuera, su viaje hasta algún lugar del norte de Italia, no habría sido más que un señuelo para despistarnos a nos y a su santidad, del auténtico paradero de tan trascendental «tesoro».
Sabed, pues, que seguiremos buscando a ese graso monje y sus nuevos compañeros, mientras continuamos averiguando dónde pueden haber escondido los escritos.
Por otro lado, apreciará su santidad que, junto a esta misiva, viaja otra escrita en griego. Está firmada por un tal Celestino da Clemenza, abad en algún monasterio del norte de Italia y, sin duda, familiar de ese otro enemigo de Dios, llamado Salvatore da Clemenza, cuyo paradero también desconocemos. Debéis saber que esta carta nos la entregaron nuestros confidentes, tras arrebatársela al grupo con que viaja ese cebado hereje. En ella se especifica que el tal novicio, de nombre Sergio, conoce dónde se esconde el familiar del remitente al que dirigen la misiva en griego, con la buena noticia para nos y la Santa Iglesia, de la muerte de ese otro hereje y filius major, de nombre fray Paulo Bartoldi, quien, por lo visto, hace ya meses conoció un justo fin. Así pues, queda ya solo un único filius major conocido y empeñado en destruir la viña del Señor: el citado fray Doménico da Sola.
Quizás sería buena idea interrogar a ese abad Celestino da Clemenza, sin duda simpatizante de herejes y maniqueos, sobre si ahora él oculta nuestro «tesoro» o, si no es así, acerca del lugar donde se encuentra su familiar, allá en Languedoc, ya que con él quizás puedan estar nuestros ansiados pergaminos.
Mientras aguardo a la espera de vuestras instrucciones, permanezco en la ciudad de Valence, siempre al servicio de su santidad.
Cirile de Montnoir, obispo.
Las instrucciones papales que habían partido hacia la ciudad de Valence fueron claras y concisas: el fiel obispo Cirile de Montnoir debía partir de inmediato hacia la población italiana de Pavía y, más concretamente, personarse en la abadía de San Teodoro, donde encontraría al citado abad Celestino da Clemenza que era, efectivamente, hermano del también hereje Salvatore. Debería interrogarle acerca del destino de los escritos que posiblemente le hubiera llevado el tal fray Doménico da Sola. Para ello otorgaba a su prelado plenas facultades para, en nombre de Dios, extraer la información necesaria, tanto sobre el paradero de su ansiado «tesoro», como por el de ese grupo de viajeros, encabezado por el grueso fraile. También debía averiguar el lugar exacto donde se ocultaba uno de los mayores enemigos de la verdadera religión, el diácono Salvatore da Clemenza. Con él no cabría piedad posible, como ninguna encontró el filius major Paulo Bartoldi, al que, efectivamente, el propio papa mandó callar.
La carta firmada por el obispo y la otra en griego, signada por el abad Celestino da Clemenza, habían llegado a Roma hacía ya más de dos meses. Ahora, mientras el papa Inocencio III paseaba a solas por el fresco claustro de la abadía de Fontfroide, a la que había llegado hacía poco más de un mes para seguir de cerca los avances de conquista del conde Simón de Montfort, ambas misivas eran leídas una vez más, como introducción a la nueva carta que le volvía a remitir el obispo Cirile.
A quince de julio, en el año del Señor 1210
Sanctissimus pater, Inocencio III.
Amantísimo padre, como ordenasteis hace meses nos dirigimos con gran diligencia hacia la abadía de San Teodoro de Pavía donde, como sabíamos, se ocultaba esa otra rata contaminadora de la peste herética, llamado Celestino da Clemenza.
A pesar de los esfuerzos que nos dedicamos por convencerle sobre su errática postura, el citado hereje se negó a confesar cuanto nos le exigimos, al tiempo que no paraba de escupir mentiras sobre su supuesta inocencia, y su falsa y recta devoción a Dios y su hijo Jesucristo. Así pues, no nos fue posible saber sobre el paradero de los escritos (puesto que no se encontraban en la abadía), ni hacia dónde se dirigen los herejes fray Doménico da Sola, el antiguo novicio de la congregación, de nombre Sergio, y la muchacha que con ellos viaja, sin duda como concubina del diablo. Tampoco hemos podido averiguar en qué apestado lugar de Languedoc se encuentra escondido ese adversario de Cristo, llamado Salvatore da Clemenza.
Al mismo tiempo, debéis saber, santo padre, que, puesto que el abad Celestino da Clemenza no fue capaz de demostrar su inocencia con una adecuada justificación, le fue aplicada la espada del anatema, como paso previo a la entrega de su corrupta carne al brazo secular, acusado por Nos de ser uno más de tantos «Receptator et Nuncio Haereticarum»[59].
Ahora, mientras aún humean sus restos frente a la plaza de San Teodoro y ante el foro romano de Pavía, nos dirijimos a tierras occitanas, a retomar nuestra investigación en la ciudad de Béziers; hoy remanso de paz, pero antaño colmena de avispas herejes, como la de Benoît Poitevin. De esa ciudad, y hacia algún lugar alejado de la mano de Dios, salió nuestro preciado «tesoro», hace ya demasiado tiempo. Quizás allí pueda saber del agujero donde se esconde ese monje albigense de fray Doménico y su nueva compañía.
Siempre al servicio de su santidad,
Cirile de Montnoir, obispo.
Cuando el papa Inocencio hubo terminado de leer las cartas, ya se encontraba en la fresca estancia que para él había preparada en la abadía. Había paseado durante horas leyendo los pergaminos en silencio y bajo la carpintería de madera cubierta por tejas del bellísimo claustro, completamente ajeno a las hermosas columnitas geminadas y rematadas por capiteles adornados con follaje. Finalmente, en la estancia, fue donde, lenta y pensativamente, se dedicó a quemar los tres pergaminos, uno tras otro, en uno de los altos candelabros que iluminaban la sala. Solo dejó de mirar las cenizas en el suelo de piedra, cuando se levantó para cerrar violentamente el portón de madera.
42
TRES CIUDADES, TRES ASESINATOS
Al día siguiente de su llegada a la playa de Narbona hacía entrada en la ciudad con el mismo nombre el singular trío, acompañado por una mula.
A Sergio, Narbona no le pareció muy diferente respecto a las otras ciudades que habían dejado atrás: de nuevo se trataba de una revuelta maraña urbana, aparentemente carente de un proyecto urbanístico organizado. Las casas se presentaban adosadas unas a otras, creando un laberinto de callejones sin salida. Los establos para bovinos y cerdos, así como los recintos para animales de corral tenían salida directa a los callejones que flanqueaban las casas, de las que formaban parte integrante.
Por todas partes surgían graneros, bodegas, talleres para artesanos y mataderos privados. Cerdos, cabras, gallinas y ocas andaban libremente entre la gente, llenando a todas horas las callejas y obstaculizando el tránsito de carros y caballeros que, por su parte, hormigueaban desde el alba hasta el ocaso, ofreciendo el consiguiente rastro de inmundicias y residuos corporales que, poco a poco, se iban acumulando por todas partes y donde permanecerían largo tiempo pudriéndose, sin que fuera posible su eliminación, pues nadie sabía dónde hacerlos desaparecer, cómo transportarlos y, sobre todo, a quién correspondía tan ingrata tarea.
Por otro lado, y dada la frecuente escasez de espacios disponibles, los ciudadanos desarrollaban sus actividades fuera de sus tiendas: barberos, carniceros, médicos, escribanos, carpinteros y artesanos trabajaban en la calle al lado de curtidores y peleteros, que trataban los materiales de su oficio teniéndolos a remojo durante meses en grandes pilas con ácidos orines de caballo que contribuían generosamente al estancado aroma de la ciudad.
Con ello, el aire de Narbona se le antojó a Sergio cargado de fétidas exhalaciones que se estancaban en las calles más estrechas, y a las que se añadía el particular olor despedido por la gente y sus animales, obligados a vivir juntos en espacios forzosos.
—En invierno y en los días de lluvia —empezó a explicar con voz queda fray Doménico quien, sin duda, se había percatado de cuanto estaba pensando el novicio— estos pasadizos y callejuelas se transforman en canales de desagüe que remueven y arrastran todo tipo de fango, estiércol e inmundicias. Calles como esas de allá terminan hacinando todo tipo de residuos y basuras. De ahí el intenso olor que percibís, joven Sergio, producto de la escasa higiene de estas gentes. Ha caído la gran Babilonia, y se ha hecho habitación de demonios, guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible[60].
La cita apocalíptica en boca de fray Doménico concluyó con otra martilleando la mente de Sergio: Y oí otra voz del cielo, que decía: salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas[61].
Silenciosos y discretos, aquel voluminoso fraile vestido de negro, el joven novicio con ropas grises y una muchacha ataviada con ropas sencillas se dirigieron sin perder tiempo hacia el pequeño convento que había ubicado anexo a la iglesia de Nuestra Señora de La Mourgié. Allí debían hacer por ver a fray Bérnard de Mourois, el primero de los contactos a los que Sergio debía entregar una carta que ya no poseía, pero que conocía de memoria, tras repasar mentalmente y casi a diario su texto en griego.
Sabían que ahora el nuevo propietario del cuerno de res donde estaba enrollada era el obispo Cirile de Montnoir, por lo que debían andar con mucha cautela. También sabían a esas alturas que ya debía estar informada toda una red de obispos, abades, priores y demás religiosos que, sin duda, permanecerían alerta y con la intención de detectar y delatar a un llamativo trío y su mula que debían llegar a Languedoc haciendo preguntas.
Debían ser muy prudentes y contactar solo con amistades de confianza, por lo que fray Doménico se decantó por su alegre compañero fray Gervase, al que unía una antigua amistad tras haberse iniciado juntos al servicio de Dios y en compañía del filius major Benoît Poitevin. De aquello hacía ya muchos años y remontaba los felices recuerdos de Doménico a Béziers, la ciudad que habían fijado como siguiente parada, una vez que abandonaran Narbona y tras entrevistarse con Bérnard de Mourois.
Fue fácil encontrar a fray Gervase y la iglesia en Narbona en que oraba y trabajaba. Fray Gervase era, en definitiva, otro de tantos buenos hombres convencido del voto de pobreza y castidad, pero que habitaba y oraba rodeado de religiosos de fe católica. Era, pues, un creyente en medio de la Iglesia de los lobos, que había seguido por todas partes a su compañero fray Bérnard de Mourois, convencido de la verdad que se escondía con la fe de los cátaros, que era como empezaban a ser conocidos aquellos buenos cristianos.
—Benidicite, parcite…
—¡Ssh! —silenció fray Gervase, interrumpiendo a su voluminoso amigo fray Doménico cuando este hubo empezado el ritual del saludo que conocían como melhioramentum. Aquel hombre traspiraba miedo por todos sus poros, mirando nerviosamente de un lado a otro, y mientras tiraba del brazo de su amigo, al que cogía por la axila—. No, fray Doménico, no. Aquí no podemos saludarnos según nuestro antiguo ritual… Las cosas han cambiado mucho. Demasiado como para ignorar el peligro que se cierne sobre vosotros, los buenos hombres.
Fue entonces cuando, conduciendo a su viejo amigo y sus acompañantes al exterior del convento, les relató cuanto aún ignoraban sobre la persecución a la que se estaba sometiendo a los hombres puros, tanto perfectos como creyentes. Entre lágrimas les comentó detalladamente el asesinato de varios componentes de la congregación y del rapto de fray Bérnard de Mourois, al que, según creían, habían llevado a la cercana abadía cisterciense de Fontfroide, donde debieron interrogarle a golpe de maza, para terminar condenándole a ordalía y fallecer días después en la plaza central de la ciudad, para escarnio de todos cuantos herejes quisieran seguir su erróneo camino.
—Fray Doménico —continuó relatando fray Gervase, ahora con la mirada perdida hacia algún punto de la plaza frente a la basílica de San Pablo y ante la que había conducido a los viajeros—, nuestro hermano no pidió en ningún momento clemencia para su cuerpo, convencido de que, al menos, su alma podría liberarse de su cárcel y su dolor… Pero lo más curioso es que ni siquiera lanzó queja alguna. Tan solo gritaba el nombre de su hijo al que, por lo visto, creía perdido hacía años, y del que, sin embargo, citaba su nombre como si hubiera vuelto a saber de él.
»Creo que no podré olvidar nunca el olor de su carne y su pelo ardiendo, inundando toda la plaza mientras se deshacían en las brasas y los hierros al rojo vivo. Tuve, además, la desgracia de ser yo a quien ordenaran retirar, días después, los restos aún humeantes de cenizas, huesos y hierros retorcidos, o lo poco que habían dejado los «coleccionistas de reliquias». Esos malditos basureros acudieron con sus sucios sacos a la mañana siguiente de la ejecución, dispuestos a barrer las cenizas, y aún sabiendo que no iban a encontrar joya alguna ni nada de valor.
—Entonces, ¿qué buscaban? —preguntó Sergio, que no podía dar crédito a cuanto estaba relatando aquel hombre.
—Buscaban huesos de cráneo a medio calcinar y trozos de ropas más o menos grandes y susceptibles de ser divididos en fragmentos más pequeños. Son gente ruin que piensa sobre los que mueren quemados que son mártires y que merecen ser venerados.
—Con la consiguiente rentabilidad económica —intervino fray Doménico—, que supone el poseer una reliquia venerada como tal, y que puede ser «explotada» según el culto a las reliquias. El mismo culto que ha extendido la creencia de que, el hecho de tocarlas, puede dar lugar a un milagro.
—¿Cómo puede la gente ser tan…?
—¿Vil?, ¿despreciable?, ¿mezquina? —le preguntó fray Doménico, interrumpiendo a Braida—. Podéis emplear cualquiera de esos calificativos, bella dama, pero, sin duda, no debéis olvidar añadir el de «incultos». La falta de cultura lleva a eso y más.
—Así es —concluyó fray Gervase—. Además, el fuego ha terminado por convertirse en el suplicio específico de los brujos y los herejes, probablemente ante el miedo de que se pueda propagar la «contaminación» al resto de la población. Pero lo más curioso del caso es que es así por petición popular. La gente piensa que deben librarse por completo de la influencia del demonio, puesto que tolerar el mal puede atraer la ira de Dios sobre ellos.
»Como podéis imaginar, se trata de todo un espectáculo el que se desarrolla alrededor del combustus[62]. Sadismo colectivo, puro y salvaje, disfrazado de falsa religiosidad. Ante un espectáculo protagonizado por las llamas, son los lamentos y el penetrante olor a quemado el que extrae la violencia espontánea de hombres y mujeres desarraigados, que hacen de estas ciudades un lugar muy poco acogedor. Especialmente desde que, hace poco más de un año, se instaurara el terror por sus calles.
—¿Habéis visto, acaso, más procesos de ordalía? —quiso saber Sergio.
—Demasiados, joven Sergio. Prácticamente cada mes se somete a ordalía a uno o varios desgraciados acusados de herejía. Y siempre debe ser el «juicio de Dios» quien determine si es inocente. En caso de serlo, pasaría sin daños por entre las llamas o al agarrar un trozo de metal incandescente, lo que, obviamente, nunca sucede. Así pasa a demostrar la Iglesia de los lobos la culpabilidad del reo. En el caso de la hoguera, y si este está de suerte, contará con familiares o conocidos influyentes que harán que entre la leña se coloque abundante madera húmeda, a fin de que genere mucho humo.
—Pero eso matará igualmente al reo.
—En efecto, joven, pero la muerte por asfixia siempre es preferible a la agonía de quemarse vivo. Pero lo que no evitarán las influencias del reo será el suplicio de su familia, para la que lo peor está aún por llegar, cuando las autoridades civiles confisquen todas las propiedades del hereje fallecido, aunque ello suponga dejar desvalidos a su esposa e hijos, y sin importar su indemostrable lealtad religiosa. De hecho, tanto da que el acusado sea condenado a muerte o a prisión perpetua, ya que ambas condenas conllevan la confiscación de todos sus bienes, privándole de todo oficio público, todo honor y todas las dignidades y beneficios nobiliarios o eclesiásticos, si los hubiere. Y es así para su mujer, hijos y sobrinos, hasta la segunda generación. Incluso los súbditos, en caso de tenerlos, estarán desligados del débito de fidelidad, si su señor cae bajo las cadenas que merece la herejía, quedando libres de toda obediencia o pacto. Y ahora decidme, fray Doménico, ¿qué es lo que os lleva a viajar desde tan lejos y preguntar por nuestro desaparecido hermano Bérnard de Mourois?
El silencio se había apoderado de los tres viajeros. Las explicaciones de fray Gervase les habían aterrorizado.
—Nada, querido amigo —le respondió fray Doménico, levantándose de su asiento frente a la plaza—. Será mejor que no os expliquemos nada, e incluso que olvidéis habernos visto por esta hedionda ciudad.
Dos días después de abandonar la ciudad de Narbona llegaban a la vecina población de Béziers, con la ilusión y la esperanza de poder localizar al que suponía ser otro de los firmes candidatos a filius major y, consecuentemente, a un obispado cátaro: el amigo y mentor de fray Doménico, Benoît Poitevin. Pero ante todo, Benoît Poitevin era el descendiente directo del linaje y la sangre de Jesús, motivo por el que Sergio y Braida soñaban con conocerle desde hacía semanas. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar a lo más alto de la villa, y a los pies de la catedral de Saint Nazaire, donde debían encontrarle, se toparon con una iglesia en ruinas, y con los restos de sus muros y arcos aún calcinados y ennegrecidos por las mismas llamas que también habían consumido, solo un año antes, a cerca de mil personas que habían acudido a refugiarse al amparo de sus puertas, tras el asedio y toma de la ciudad.
Fray Doménico sintió encogerse su corazón, recordando el lugar donde tantas veces había orado: una preciosa catedral iniciada casi un siglo antes, con sus arcos apuntados y una maravillosa torre de planta cuadrada y cinco tambores, acabada en un orgulloso campanario con ocho vanos, y desde el que se veía el precioso claustro interior, con arcos ojivales y cubierta con bóveda de crucería. Ahora, apenas sí quedaba una piedra sobre otra.
Al preguntar por fray Benoît Poitevin a uno de los canteros que trabajaban las piedras con que reconstruirían la renovada iglesia de Saint Nazaire, este les relató la historia que aún comentaban los lugareños por los rincones de la devastada ciudad: hacía poco más de un año, un fraile con ese nombre había muerto al caer del campanario en la torre de la catedral y, mientras, otro fraile más joven perdía la vida con él al intentar rescatarle.
—Pero ¿sabéis una cosa, amigos? Yo creo que no fue así. Aquí todos pensamos que aquel otro fraile intentaba asesinar a aquella rata hereje de fray Benoît —explicó el cantero, con las manos y el rostro ocultos tras una fina capa de polvo blanco, y mientras escupía insultantemente en el suelo—. Sí, creo que era uno de esos malditos albigenses herejes a los que debemos la matanza que sufrió esta ciudad hace meses, y después toda Occitania.
—¿Estáis…, estáis seguro de que era fray Benoît Poitevin el fraile que cayó por el campanario? —Fray Doménico estaba al borde del llanto.
—Sí, completamente seguro. Cayeron ahí, sobre esos peldaños de piedra. Aunque ya no se ve la sangre que dejaron tras el derrumbe de la iglesia. ¿Sabéis? Los soldados han arrasado las ciudades de Narbona, Carcasona y, últimamente, creo que también ha caído Minerva. Y siempre por culpa de esos malditos herejes que, con su locura, han enfurecido al papa Inocencio. Dios confunda a esos endemoniados monjes barbados y vestidos de negro, como vos…, ¡un momento! —se interrumpió a sí mismo el cantero, para estudiar, entrecerrando los ojos, el aspecto del orondo monje—. ¡Vos sois uno de esos albigenses! ¡Oiga...!
Pero el pequeño grupo de viajeros ya no le escuchaba, huyendo, mientras descendían por las calles de la ciudad, y todo lo rápido que sus cargas y la mula les dejaban. La tristeza ante la pérdida de fray Benoît Poitevin se había apoderado de aquellos tres corazones, conscientes de la muerte de uno de los dos herederos que quedaban del linaje de Cristo. Pero era especialmente fray Doménico quien más profundamente sentía la ausencia de un futuro obispo de los bons hommes. Su filius major y, sobre todo, su amigo.
Dos semanas más tarde llegaban, desesperados, a la que suponía ser su última parada antes de llegar a Montségur: la hermosa y orgullosa ciudad de Toulouse, una de las más grandes del país y de todos los países vecinos. Según contaba la leyenda, había sido fundada por Tolus, nieto de Jafet, uno de los hijos de Noé, y poseía más de veinticinco mil habitantes que hacían de ella una de las ciudades más pobladas de Occidente, unos ciudadanos que deambulaban masivamente por sus estrechos callejones y sus amplias plazas, lugares que Sergio, Braida y fray Doménico no dudaron en recorrer sin entretenerse, a fin de presentarse cuanto antes ante fray Anselmo Aicart, y poder recitarle a él la carta que ya no poseía el joven novicio.
Al llegar a las puertas de Saint Sernin pudieron contemplar la popular iglesia colegial dirigida por un abad y cuya finalización databa, tan solo, de unas décadas atrás, tras iniciarse en el año del Señor de 1080. Ante sus ojos se extendía maravillosa la mayor y más completa construcción de estilo románico de toda Occitania y también de Francia, toda una joya del arte y parada obligatoria para todos aquellos peregrinos que deseaban dirigirse a Santiago de Compostela. Su único campanario, compuesto por un solo pero soberbio tambor octogonal y con dos vanos por cara, anunciaba tercia[63], justo cuando se disponían a atravesar sus dos altos portones de entrada con arcos de medio punto.
—Vos sois un boni homine, ¿verdad? —Aquella joven voz, aún llegándoles en forma de discreto susurro, alertó a fray Doménico y sus dos acompañantes. El temor a ser delatados, como casi les sucedió en Béziers y, realmente, desde que iniciaron su viaje en las ya lejanas montañas de los Alpes, hizo que se giraran, mirándose entre ellos y a su alrededor—. No temáis. Estáis en la ciudad del conde Raimundo, fiel a la doctrina de los amigos de Dios. Mi nombre es Félibien.
Aquel amable novicio había reconocido en el largo pelo y el hábito negro de fray Doménico a uno de los tantos hombres puros que peregrinaban continuamente a la ciudad de Toulouse, llegados de todos los puntos de Languedoc y empujados por la implacable persecución a la que les sometía desde hacía meses la Iglesia de Roma y los prelados del papa Inocencio.
Tras preguntarle por el tercer nombre de los cuatro con quienes debía haber contactado el joven Sergio, el novicio Félibien arrancó a llorar desconsoladamente, mientras les relataba el cruel asesinato cometido frente al altar y a las puertas de Saint Sernin.
—Justo sobre esa piedra terminaron de darle muerte aquellos dos soldados. Desde entonces maldigo la cobardía que paralizó mis brazos e hizo que mis piernas me alejaran de…
Sergio dejó de oír la explicación del novicio, al llamarle la atención un destello emitido por algo metálico que había incrustado en la junta entre dos piedras. Cuando por fin lo extrajo, se quedó perplejo mirándola.
—Esa —dijo pensativo el tal Félibien— debe ser la punta de la espada con que dieron el último golpe contra el cuerpo de nuestro hermano Anselmo. Recuerdo haber oído comentar que la espada se quebró contra la piedra. Es curioso que la hayáis encontrado vos, puesto que ya ha pasado más de un año de aquella lluviosa noche de invierno.
Con su llegada a la ciudad de Toulouse, acogedora y permisiva con perfectos y creyentes seguidores de la doctrina albigense, llegó un brusco cambio de estación, seguido de fuertes lluvias y un gélido frío que obligaron a los tres viajeros a permanecer en Toulouse durante varias semanas. Allí serían acogidos cálidamente en diferentes casas de perfectos y perfectas, a la espera de que, con la entrada del nuevo año, llegara un clima más propicio para su difícil y último viaje. Un trayecto con el que debían adentrarse en las amenazadoras montañas de la cordillera pirenaica, y donde, no muy lejos de Foix, se encontraba la fortaleza de Montségur.
43
FUEGO EN LA SALA BAJA
Las campanadas que anunciaban tanto a creyentes como a perfectos las diferentes horas para oración eran ya tan habituales que el propio sargento Guilhem Garnier necesitaba de las tres llamadas para saltar del catre donde dormía.
Ya se había acostumbrado a aquella dinámica, como también se había acomodado al jergón de paja, demasiado duro, a pesar del colchón de pluma que había sobre él. Aún encontrándose en primavera, sobre aquel pico de más de 1200 metros, y por la noche, refrescaba lo suficiente como para echarse encima un cobertor de fustán forrado de piel. El peso y el calor de aquella manta, sumado al calor que se proporcionaban entre sí los cinco o seis hombres que dormían juntos en aquella gran cama, hacían que el sueño fuera pesado y profundo. De ahí que el sargento de la guardia precisara siempre llegar hasta el tercer repicar de las campanas para empezar a desperezarse.
Pero aquella mañana, y tras la tercera llamada a prima, siguieron sonando las dos pequeñas campanas de la fortaleza. Incluso más rápidamente, con urgencia.
—¿Qué le pasa hoy a esa campana? —preguntó perezosamente una voz al otro lado de la sala a oscuras—. ¿Tanto viento hace ahí fuera?
Entonces Guilhem abrió los ojos. El religioso que tañía las campanas estaba anunciando algo grave.
—¡Hay fuego! —exclamó el sargento, incorporándose de un salto en el jergón.
El primero en entrar en la cripta fue el propio sargento Guilhem. Había cruzado la plaza de la fortaleza en apenas tres zancadas, tras haberse tomado unos segundos para averiguar donde podía estar el fuego. Había visto salir un humo muy negro por las rendijas que dejaba el portalón contra las paredes de la cripta, y de una patada la abrió de par en par, comprobando que no estaba cerrada con llave y que allí, tumbado en el suelo y exhausto, se encontraba alguien que no dejaba de toser. Era un niño.
—¿Qué has hecho, insensato? —La voz que estaba interrogando a Róbert anunciaba la gravedad de cuanto había provocado su necedad. Entre toses y vómitos terminó por reconocer en ella al diácono Salvatore da Clemenza, que se encontraba ahora en medio de la plaza de armas del castillo, hasta donde habían arrastrado a un moribundo Róbert.
Tras abrir los ojos a duras penas, pudo apreciar asustado que, junto al anciano, se encontraba el sargento Guilhem, con un semblante más duro y frío de lo habitual. Pero también le alivió ver que una fila organizada de religiosos estaban transportando los valiosos pergaminos, intactos, fuera de la cripta, de la que ya no salía humo.
—Jovencito, te estoy hablando a ti… ¿Se puede saber qué demonios pretendías?
—Yo… yo solo quería leer los manuscritos.
—Ya —continuó diciendo el diácono, ahora con la mirada perdida en los clérigos que transportaban los preciosos escritos—. Y para ello tenías que robar las llaves de la sala baja al sargento, aprovechar la oscuridad de la noche y, lo que es peor, aprovecharte de la confianza que hemos depositado en ti el obispo Guilhabert de Castres y yo. Ya deberías saber, joven necio e imprudente, que esos escritos son de un valor incalculable, y que su importancia ha provocado y provocará auténticas guerras entre hombres, cuyas vidas, tristemente y para muchos, carecen de importancia a la hora de salvaguardar tan preciado tesoro.
»Esos pergaminos —continuó, acercando ahora su barbado e irritado rostro al del asustado Róbert—, pequeño e insensato ladronzuelo, justifican hasta nuestro último aliento, y hacen de nuestras vidas algo absolutamente prescindible y miserable. Por suerte, no has conseguido que se pierda ni uno solo de los originales porque, de haberlo hecho, es seguro que Dios te hubiera castigado por ello.
—Señor, no lo hice a propósito. Yo…
—Yo le animé a hacerlo —la que intervino fue la dulce y llorosa voz del pequeño Hue. Se encontraba de pie en medio de la plaza y vestido solo con su camisola de dormir, con la que claramente había saltado del catre al oír las voces de alarma por el fuego. A su lado estaba su fiel amigo Amiel.
—¿Cómo?
—Sí, es decir, la culpa es mía, por convencerles a él y a Amiel para llevar a aquel anciano moribundo a la cripta. De no haber sido por mi insistencia, todo esto no habría sucedido. Lo siento. No volveré a entrar en esa sala.
—No, Hue —negó el diácono—. Tú no tienes la culpa. Precisamente tú sí debes estudiar esos escritos. Eres tú el verdadero heredero de cuanto ocultan sus líneas, y eres tú quien debe guiarnos por sus misterios. Tú justificas nuestro exilio en este nido de águilas, y solo tú tienes el verdadero derecho de acceder a esa sala. Pero todo eso se te explicará más adelante y lo comprenderás con los años.
»Sin embargo tú, Róbert Descobeaux, hoy hubieras hecho avergonzarse a tu padre. Incluso el obispo Guilhabert me había advertido de que, quizás, no había sido una buena idea haberte permitido conocer la existencia de nuestro preciado tesoro. Pero tu padre ha supuesto tanto para nosotros, los bons hommes, que también creímos oportuno que conocieras la existencia y la importancia de los pliegos que has estado a punto de destruir.
—¿Por qué decís eso de mi padre? ¿Acaso le conocisteis? ¡Nadie le conoció nunca, ni tampoco a mi madre! No sé quién soy, ni tampoco vos lo sabéis, diácono Salvatore.
—Te equivocas, niño…
—¡No, no mintáis! Lo que sí habéis sabido siempre es que yo os fallaría, y por eso me vais a apartar de esos pergaminos, lo único que me ha hecho feliz en mi vida.
—No, Róbert —sentenció el anciano—. Verdaderamente no tienes derecho a conocer el enigma de cuanto hay escrito en ellos y, además, has demostrado ser lo suficientemente inmaduro e irresponsable como para no poder acercarte a la cripta nunca más. En lo sucesivo, deberás mantenerte por siempre alejado de esa sala y cuanto guardamos en ella.
»En cuanto a tu padre, de momento solo te diré que le conocí lo suficiente como para prometerle que me haría cargo de ti. Y es por esa antigua promesa por la que consentiré que permanezcas con nosotros. Si lo deseas, podrás seguir haciéndote cargo de la compra de víveres para la comunidad, pero deberás permanecer en estricto silencio sobre esos pergaminos cada vez que cruces las puertas de esta fortaleza, de la que no dudaré en expulsarte si, por primera vez, alguien te oye pronunciar una sola palabra al respecto. ¿Queda claro, joven Róbert?
El amargo llanto por la vergüenza y por el castigo que le infligía el diácono, le sirvió a este como respuesta, por lo que, girándose, se marchó cabizbajo y abatido, y dejando en el centro de la plaza a un desolado chiquillo, cuyo llanto no frenaban ni consolaban las palabras de ánimo de sus pequeños amigos Hue y Amiel.
44
LAVAUR
Lavaur, 3 de mayo, en el año del Señor 1211
Tras la toma de la villa y el castillo de Minerva, las tropas del conde Simón de Montfort dirigieron su macabra mirada hacia la villa de Montreal y el castillo de Termes, tomándolos el mes de noviembre, en el año del Señor 1210. Los occitanos no llegaron a rendirse ante el ejército invasor, puesto que perecieron antes víctimas de las enfermedades producidas por las ratas muertas que, premeditadamente, habían sido arrojadas por los cruzados a las canalizaciones de agua potable.
Por su parte, el castillo de Cabaret, tras una mayor resistencia, acabaría claudicando en marzo del siguiente año.
Ya solo restaba por conquistar un castillo, no tan importante como las plazas anteriores, pero que había ido proporcionando cobijo a perfectos y creyentes huidos por el empuje del nuevo vizconde de Béziers y Carcasona. Aquel castillo estaba en Lavaur, la población más cercana a Toulouse de cuantas debían conquistar.
La ciudad de Lavaur, conocida como «la silla de Satanás» o «el lugar donde el diablo se ha preparado una larga estancia», por ser uno de los más importantes focos de herejía, asilo de numerosos perfectos, y núcleo de una tenaz resistencia, estaba dirigida por una bella dama de nombre Giraude de Laurac, su hermano Aimeryc y su padre Sicart de Montreal.
La rebelión de la familia entera, especialmente protagonizada por la negativa de aquella «herética obstinada» de Giraude, (hija de la célebre perfecta, Blanca de Laurac), y ante la petición del conde de Montfort de deponer las armas y entregar a la población, fue aplastada de forma brutal: tras casi dos meses de resistencia, Aimeryc y sus caballeros fueron obligados a rendirse, a causa de la brecha abierta en los muros de la ciudad por la potente maquinaria de guerra que poseían las tropas del conde. El ejército de cruzados entró con rabia en la plaza fuerte y, mientras eran acompañados por la presencia y las bendiciones de los obispos de Lisieux y Bayeux, entonaban:
Veni creator spiritus… mentes tuorum visita.
Accende lumen sensibus… infunde amoren cordibus…[64]
Las tropas de Montfort se dedicaron a una masacre generalizada en la que nadie fue respetado: Aimeryc y sus casi ochenta caballeros y barones fueron colgados allí mismo. Pero la horca preparada a toda prisa se vino abajo, por lo que la mayor parte de aquellos desdichados fueron, simplemente, pasados a cuchillo y al tiempo que otros soldados eran colgados de las almenas, semejando terroríficos odres.
La hermana de Aimeryc, Guiraude de Laurac, fue atada en el centro del patio de armas, para ver con horror cómo se organizaba una fila de cien soldados bajo las estrictas órdenes del propio Montfort. Tras varias e interminables horas de tormento, uno tras otro fueron haciendo uso de su turno, violando y sodomizando a la dama que, tras ser humillada y tomada sin piedad alguna, terminaría perdiendo toda sensación de realidad. Guiraude se sumergió en una densa nube de semiincosciencia, por la que no llegó a percatarse del río de semen que corría caudaloso por sus piernas, sirviendo para que los ebrios soldados resbalaran entre risas y violentos embistes. Después fue arrastrada desnuda fuera del castillo y arrojada en vida al fondo de un pozo, donde finalmente sería sepultada por cientos de piedras. No importó que estuviera notablemente embarazada y que hubiera consagrado su vida a la oración, a la caridad y a las buenas obras.
Los herejes capturados, cerca de cuatrocientos, fueron conducidos hasta el prado situado fuera del castillo y quemados sistemáticamente en un holocausto colectivo. El celo de los peregrinos, que en toda guerra acompañan al ejército, hizo que, para cuando hubieron llegado los herejes capturados, ya estuviera preparada la improvisada hoguera. Sería la mayor de toda la cruzada.
El terror le sirvió una vez más a Simón de Montfort para contrarrestar la falta de personal, ante el vasto territorio por ocupar y el ingente número de herejes, que a cada día parecían multiplicarse. En adelante, la deliberada masacre haría mantener a raya a cuantos osaran resistirse.
***
El mismo día en que fueron tomadas la ciudad de Lavaur y la fortaleza con el mismo nombre, llegaban fray Doménico, Sergio y Braida a las puertas de Montségur. Allí les esperaban los más altos dignatarios de la fortaleza para hacerles los honores de bienvenida: estaba Raimon de Perelha, señor del castillo y de la tierra en que estaba ubicado; su hija Felipa y su marido Peire Roger de Mirepoix, comandante de la guarnición allí apostada; su sargento, Guilhem Garnier y, desde luego, el obispo Guilhabert de Castres y el diácono Salvatore da Clemenza, siendo este último ante el que Sergio hizo su más sincera reverencia. Era el hombre con quien debía hablar lo antes posible, el hermano de su abad, Celestino da Clemenza, y el único con vida de los cuatro hombres con que debía haber contactado.
Sin duda aquel comité de bienvenida sabía de la inminente llegada de los tres viajeros. Pero, sobre todo, ya conocían que aquel voluminoso fraile con cara de bonachón estaba llamado a convertirse en una de las máximas figuras entre los bons hommes, cuando fuera reconocido y nombrado como filius major tras el asesinato de su mentor, Benoît Poitevin. En definitiva, algún día fray Doménico sería uno de los próximos obispos para los buenos cristianos de Languedoc.
Aún a las puertas de la fortaleza, fray Doménico fue presentado a los más recientes inquilinos de Montségur, especialmente al pequeño Hue, del que el monje sabía se trataba del hermano de su fallecido filius major y, con ello, del heredero de la estirpe real de Jesucristo.
Ante él, y sin que el sorprendido niño supiera por qué, se arrodilló pesadamente, besando sus pequeños pies.
Al mismo tiempo, Braida iba a ser conducida hacia la casa de perfectas que dirigía la dama Fornèira de Perelha, y Sergio entraba en la fortaleza con la mano del diácono Salvatore sobre sus hombros.
—Señor, debo hablar con vos cuanto antes.
—Joven Sergio, creo conocer todo cuanto me vais a contar sobre las misteriosas muertes de los hermanos fray Anselmo Aicart, fray Bérnard de Mourois, nuestro preciado fray Benoît Poitevin, e incluso de la de vuestro compañero en San Teodoro de Pavía, fray Paulo Bartoldi. Imagino que habéis viajado desde tan lejos con la admirable intención de darme un mensaje en nombre de mi hermano, el abad Celestino.
—Sí, monseñor —le interrumpió, impaciente, el joven novicio—, pero nos robaron unos salteadores la carta que traía para vos. De todas formas la tengo memorizada y…
—Vaya, eso es una lástima. Me hubiera gustado conservar algo proveniente de mi hermano. Bueno, joven Sergio, habrá tiempo para que me hables de él y de vuestra abadía en tierras italianas, pero creo que, de momento, debo ser yo quien os cuente algo que, probablemente no sepáis sobre mi pobre hermano Celestino y que hemos sabido hace muy pocos días.
Tras conocer la noticia de que su abad fray Celestino da Clemenza había sido condenado injustamente a la hoguera por el obispo Cirile de Montnoir, Sergio lloraba en silencio, abrazado a su compañera Braida y ante el diácono Salvatore, que apenas sí conseguía ocultar su pesar con la mayor entereza de la que podía disponer.
Mientras tanto, desde una oscura esquina al otro lado de la plaza de armas del castillo, Róbert Descobeaux contemplaba la escena completa.
—¡Malditos herejes! —pronunció entre dientes.
45
LA MUERTE DE UN REY
La escalada de violencia, pillaje y muerte continuó durante los años que siguieron al lamentable episodio de Lavaur.
Los seguidores de la doctrina cátara pasaron ya a ser considerados como herejes en toda Europa, por lo que siguieron siendo masacrados mientras el conde Simón de Montfort se consolidaba en su papel de comandante de los ejércitos cruzados, en defensa de la fe y la piedad cristiana, y liderando, en nombre del papa Inocencio III, las delicadas relaciones diplomáticas con el resto de figuras políticas del occidente europeo. Así, Simón de Montfort pasaría a debatir en asambleas, concilios y reuniones con otras personalidades como el nuevo arzobispo de Narbona, Arnaud Amaury, el conde de Toulouse, Raimundo VI, o el rey de Aragón, Pedro II.
Aquellas reuniones diplomáticas no siempre llegarían a buen puerto: Pedro el Católico debía someter a Montfort a su autoridad, lo que no dejaba de ser legítimo según el derecho feudal. Si Simón de Montfort no acataba los deseos del rey, este tendría razones suficientes para declararle la guerra y pudiendo ocupar legítimamente sus tierras. Pero, por su parte, las razones de Montfort eran igualmente sólidas, ya que de todos era conocido que el rey de Aragón había protegido a numerosos barones excomulgados por herejía, lo que le convertía en enemigo de la Iglesia y por lo que quedaba anulada toda fidelidad hacia ese señor cómplice de herejía. La postura del vizconde de Béziers y Carcasona quedó clara al desligarse de su señor, lo que desembocaría en un nuevo conflicto que terminaría por enfrentarles ante las puertas de Muret. Era el duodécimo día del mes de septiembre, en el año del Señor 1213.
La villa de Muret está situada sobre una colina, en la orilla occidental del río Garona, a unos 16 kilómetros al sudoeste de Toulouse. El conde Simón de Montfort había conquistado la plaza con el objetivo de eliminar cualquier ayuda que pudiera recibir de la ciudad vecina. Su noble castillo, débil y con escasas fortificaciones, poseía una guarnición de unos 700 infantes mal armados y unos 30 caballeros de a pie, junto a otros 60 a caballo, además de algunos sirvientes y escuderos. Sin embargo, los provenzales, encabezados por el excomulgado conde de Tolosa, y hostiles al ejército de cruzados que permanecía apostado tras las murallas, contaban con otro comandante de excepción, llegado solo cuatro días antes y acampado a escasa distancia de la ciudad sitiada. Era el rey Pedro II de Aragón que, harto de una guerra absurda en la que tanto se masacraba al indefenso campesino (hereje o no), como al noble de sangre real, y cansado de ver expuestas sus propias tierras a la ambición de Montfort, se decidió a actuar, llegando por Cerdaña con 40 000 infantes y más de 4000 caballeros.
—Dividiremos nuestro ejército en tres cuerpos distintos —empezó a explicar el rey aragonés al resto de generales y caballeros que había reunido en su tienda redonda, ubicada a solo varios disparos de flecha de las murallas sitiadas. El silencio con que escuchaban al héroe de las Navas de Tolosa evidenciaba el profundo respeto que le profesaban—. El primer cuerpo estará formado solo por caballeros catalanes y aragoneses, y estará comandado por vos, conde de Foix.
La silenciosa respuesta del conde vino en forma de un leve asentimiento de cabeza. Ramón Roger permanecía atento a los planos desplegados ante el monarca y con el mentón sujeto por su enguantada mano derecha. Aquel silencioso asentimiento le mostraba de acuerdo con los planes del rey.
»El segundo cuerpo, el de los tolosanos, obviamente lo capitanearéis vos, conde de Toulouse, puesto que solo a vos siguen vuestras gentes.
Los decididos ojos del conde Raimundo VI se toparon con la no menos dura mirada del rey de Aragón. Eran dos hombres aguerridos y curtidos en decenas de batallas. Guerras no siempre victoriosas y honrosas. A veces humillantes e, incluso, contradictorias, pero nunca en contra de sus pueblos y gentes, y ese factor común les volvía a unir en esta ocasión, a punto de entrar en batalla. Sin duda, el conde de Tolosa también estaba de acuerdo con los planes del rey Pedro.
»Bien, condes. Así, solo queda un tercer cuerpo de caballeros y será el que dirija yo mismo.
Un leve murmullo de sorpresa y desaprobación se elevó sobre las cabezas de los presentes en la tienda.
—¿Vos, majestad? —preguntó un sorprendido e incrédulo Juan Rodrigo, un joven aragonés que ya había destacado en batallas anteriores como uno de sus generales más audaces y fieles. La confianza con que se dirigía al monarca denotaba la profunda y mutua amistad que les unía—. Mi señor, sin duda seguís bajo los efectos del vino que hemos compartido esta noche. Ha estado bien festejar la victoria que nos aguarda, pero una vez más hemos bebido demasiado, y en compañía de no pocas mujeres. Ciertamente sería un error que vos encabezarais un cuerpo de caballeros, rey Pedro. Por ello, debo imploraros que recapacitéis y que no pongáis en peligro vuestra valiosa vida.
—Mi querido Juan Rodrigo —le tranquilizó el monarca, pasándole amigablemente su robusto brazo izquierdo sobre el cuello—. Mi mejor amigo y casi mi hermano. Siempre preocupándoos por mí: atento, fiel, franco y dispuesto a recordarme en todo momento que no debo abusar tanto de las mujeres y el vino. ¡Si aún no hubierais contraído nupcias, sin duda seríais mi esposa ideal!
El jocoso comentario serviría para que todos los generales presentes arrancaran a reír, sin duda tranquilizados por la autoconfianza que demostraba el monarca aragonés, que ahora pasaba a hablar con un tono de voz más decidido y autoritario.
»Queridos caballeros, deseo una magnífica batalla en la que nuestro ejército pueda medirse valientemente con la, hasta ahora, invencible caballería francesa. Una caballería que, sin duda, nada tiene que ver con los ejércitos de sarracenos almohades con los que nos enfrentamos el pasado año. Una caballería de la que dicen que aún no ha encontrado un adversario de su talla y, por lo tanto, una caballería que deseo aplastar en campo abierto y con un ejército cincuenta veces superior. Sin duda la victoria será nuestra y esa, caballeros, y no la de las Navas de Tolosa, será la victoria de la que hablen las crónicas durante muchos años.
Las valientes palabras del rey concluyeron con el metálico sonido de las espadas chocando sus puntas en alto a modo de celebración. Todos los presentes confiaban en la presumible victoria, brindando con sus espadas por la decisión del valiente rey caballero.
Ignoraban que la decisión supondría un lamentable error.
Aquella misma mañana del 12 de septiembre, y mientras los nobles señores entrechocaban sus espadas bajo el toldo de la tienda del rey Pedro, la caballería de cruzados sitiados de Montfort salía hacia el sur por la puerta de Salas, al este de la villa de Muret. Se trataba de una salida sin vigilancia que daba a la parte más alejada y fuera del campo de visión del ejército de aliados, semejando desde el punto de vista aragonés una huida de cobardes caballeros. Luego, esa avanzadilla se deslizó por detrás de las fortificaciones que bordean el Garona, atravesando el pequeño río Louge por el puente de Saint-Sernin. Cabalgaron a través de las marismas y directos a las tiendas, exhibiendo sus banderas ondeantes y, cogiendo por sorpresa al mayor, pero desorganizado ejército que esperaba tras las murallas, ahora aturdido al ver a tantos caballeros con todos los estandartes desplegados y los pendones al viento, y que no dudaban en atacarles por la derecha, su flanco sin escudos.
El rey caballero, sin dudarlo, corrió a ayudar a su vanguardia sin orden ni concierto, enfrentándose los dos ejércitos en un violento y confuso choque, del que las crónicas dijeron: Se oía como cuando se abate un bosque de árboles a hachazos. Lanzas y escudos volaban hechos astillas. Los caballos eran abatidos mientras pisaban a sus caballeros. Las espadas cortaban miembros, cercenando y retumbando sobre el acero de los cascos. Las mazas aplastaban cabezas, mientras el ruido de las armas amortiguaba los gritos de guerra.
El rey aragonés, movido por las prisas por entrar en combate, había intercambiado su armadura y escudo con Juan Rodrigo, su fiel general, lo que hizo que, al reconocer sus reales armaduras, algunos caballeros cruzados se abalanzaran hiriendo de muerte a Juan, el desdichado caballero aragonés que las portaba y descubriendo poco después el engaño.
—¡Este no puede ser el rey! ¡El rey es mejor caballero! —gritaron sus engañados verdugos Alain de Roucy y Florent de Ville, dos caballeros franceses que habían jurado solemnemente matar al rey de Aragón.
Cuando el buen rey Pedro oyó tales palabras, se lanzó a socorrer a su fiel compañero, abandonado y malherido en medio del campo de batalla.
—Lo siento, mi señor —empezó a disculparse entre gorgoteos de sangre Juan Rodrigo—. Lo… Lo siento, pero ya que no me ibais a hacer caso, decidí armaros con vuestro casco, pero con mi escudo y armadura y acompañaros a la batalla armado con la vuestra.
—No habléis más, mi fiel amigo. Reservad vuestras fuerzas para la celebración que llegará tras la contienda.
Ahora el dolor hizo aullar al herido caballero que, estremeciéndose, estiraría todos los músculos de su cuerpo en una postura de mortal rigidez.
—Mi señor, quiero… Quiero compartir una copa más de vino con vos. Pero antes es preciso que os cuidéis de esos dos caballeros que juraron vuestra muerte…
—Ssh, ssh… No habléis más, Juan. No habléis más. Intentad descansar.
Un último estertor, seguido de un prominente brote de sangre desde la boca del caballero aragonés y una vacía mirada perdida hacia el cielo de Muret, indicaron al rey Pedro que ya no volvería a compartir el vino con su compañero de batallas y orgías: su buen amigo que tan noblemente había dado la vida por él.
—En verdad que este no es el rey. Vedlo aquí. ¡Aquí tenéis al rey! —gritó enardecido y tras reconocer el gélido abrazo de la muerte en el rostro de su inseparable general—. Malditos bastardos, ¡aquí tenéis al rey!
Dos soldados montados sobre sendos caballos de guerra, giraron sus rostros y monturas tras oír las temerarias palabras, y tras reconocer los dos metros de altura con que el rey destacaba por encima del resto de jinetes, pronunciada aún más por su famoso yelmo agudo, el casco de forma cónica que aún le hacía parecer más alto y que acababa de cambiar por el de su fiel general. Los caballeros Alain de Roucy y Florent de Ville no dudaron en rodear el caballo sobre el que ya había montado el rey de Aragón para desmontarle y clavarle sus espadas y lanzas hasta darle muerte. El temerario rey Pedro perdería la vida, tumbado e indefenso sobre el suelo, y a escasos metros del cuerpo de su general Juan Rodrigo. Desde allí vería cómo su propia sangre salpicaba las patas de los inquietos destrers[65] de sus ejecutores, y sin que pudieran evitarlo sus fieles caballeros llegados del otro lado de los Pirineos.
La noticia de la muerte del rey aragonés corrió como una liebre por el campo de batalla, minando la moral del ejército aliado, y haciendo de aquel primer enfrentamiento un estrepitoso fracaso. Los caballeros catalanes emprendieron en desorden la retirada ante el movimiento de cerco preparado por el triunfante ejército, movido bajo el estandarte rojo con un león rampante del conde Simón. El pánico se había apoderado de aquellas desmoralizadas tropas que, apenas, sí habían tenido tiempo de entrar en batalla. Se abalanzaron en masa hacia el río Garona, de aguas profundas y rápidas, en un punto con una anchura de más de 150 metros y con escarpadas y altas barrancas que lo flanqueaban. Allí, más de quince mil hombres encontrarían la muerte ahogados, o bajo los cuchillos de sus propios compañeros, preocupados solo por conseguir un espacio en las barcazas que esperaban ancladas en el río, después de haber transportado el inútil material bélico. Deseaban así evitar la masacre que se realizaba a sus espaldas, empujándoles a retroceder, pero provocando un mayor desorden y muertes por aplastamiento.
Tras el enfrentamiento de aquel 12 de septiembre, y paseando por entre los miles de cadáveres mutilados que sembraban el campo de batalla, Simón de Montfort, hombre profundamente devoto, creyó que instantes antes se había obrado un milagro. Buscó personalmente el cadáver del rey Pedro y lo halló desnudo, tras ser expuesto a la rapiña a manos de los llamados soldados de Cristo.
El conde de Barcelona, rey de Aragón, señor del Rosellón y de Montpellier, y llamado Pedro el Católico a pesar de morir a manos de las tropas de la propia Iglesia católica, y en defensa de la herejía, perdía la vida en la pantanosa llanura de Muret. De nada le sirvió su fuerza hercúlea, su alta estatura y ser tenido por el caballero más valiente de su reino.
Tenía treinta y nueve años cuando su cadáver era entregado con honor a los frailes hospitalarios de la Orden de San Juan de Jerusalén de Tolosa. Todos sabían que el rey había muerto no tanto en defensa de una fe (que él también consideraba una herejía), sino más bien en defensa de la libertad de sus súbditos y, claro está, de sus intereses territoriales.
La victoria de Montfort supuso la eliminación de Aragón como potencia política, y el fin de su expansión hacia tierras francesas. El trono de Aragón estaba ahora en manos de Jaime, un niño de corta edad, retenido por el vencedor como rehén. Los príncipes aliados, ahora desamparados, pasaron a acusarse mutuamente de traición, retirándose sin intentar reunir sus fuerzas para, de nuevo, presentar batalla. El conde de Toulouse y su hijo abandonaron la región para refugiarse en su ciudad.
Las fuerzas heréticas habían sido barridas y, ciertamente, como creía De Montfort, la batalla de Muret había parecido un juicio de Dios.
46
LA MUERTE DE LOS CÉLEBRES
En los años siguientes fueron falleciendo el resto de hombres que decidieron, por obra u omisión tanto el sangriento pasado de Languedoc, como el incierto y oscuro futuro de una tierra devastada por el odio y la ambición.
En el año del Señor 1216, Lotario Segni, nombrado papa dieciocho años antes, con el nombre de Inocencio III, y que pasaría a ser recordado como el capital protagonista del desencadenamiento de la cruzada contra el catarismo, fallecía en Peruggia a la edad de cincuenta y seis años. En su haber contaba, como luces y sombras, haber sido el hombre que había acogido y aprobado a Domingo de Guzmán y a Francisco de Asís y sus órdenes mendicantes, o haber supuesto uno de los pontífices más firmes en la reforma de la corrupción en la Iglesia. Pero también sería recordado por ser el primer responsable de sembrar el germen de lo que, una década después, se conocería como La Inquisición; de predicar la Cuarta Cruzada contra Egipto, que quedaría marcada por la sangrienta toma de Constantinopla y, desde luego, de promulgar enérgicamente la cruzada contra los herejes del norte de Italia y Languedoc, siendo, en definitiva, el primer responsable de miles de muertes y persecuciones por toda Europa, tras hacer uso y abuso de su «ilimitada autoridad» como solo él la llamó. Poder y pobreza, dominio y fraternidad, el orgullo del poderoso y la humildad del marginado eran aspectos que aquel odiado, pero respetado papa, haría que fueran, al mismo tiempo, contradictorios y complementarios en aquella Iglesia de Dios.
Así, no fue de extrañar que a su muerte algunos desaprensivos le despojaran de los preciosos ornamentos con los que debía ser enterrado, quedando su cadáver abandonado en una iglesia, casi desnudo y en un avanzado estado de descomposición.
Incluso anónimos trovadores se atrevieron a cantar aquello que otros callaban:
Ante Cristo, en la tranquilidad de la noche,
se arrodilla Inocencio y reza en voz alta.
¿Siente tal vez horror ante el silencio
que él ha hecho reinar sobre este mundo?
Eleva su mirada a la imagen de Dios,
cuyo amor y dulzura le horrorizan,
mientras piensa en lo que ha hecho,
en su forma sangrienta de guiar al mundo…
El nuevo sucesor sería Honorio III, por lo que la cátedra pontificia quedaría ahora en manos de alguien que debía terminar cuanto dejó pendiente su predecesor: crear definitivamente el brazo de justicia eclesial que ya propusiera Inocencio III, erradicar definitivamente todo foco de herejía y, sobre todo, encontrar los pergaminos que, según se le había informado tras un breve cónclave en Peruggia, donde saldría elegido como nuevo pontífice, contenían una comprometedora información para el futuro de la Iglesia cristiana. Además, aquel que portara los pergaminos debía ser detenido e interrogado acerca de su supuesta, aunque infundada e ilegítima descendencia directa de Nuestro Señor Jesucristo.
Solo un mes después de que falleciera el papa Inocencio III, Raimundo VII, hijo del conde Raimundo VI, y con la ayuda de la población de Aviñón y Tarascón, asediaba la ciudadela de Beaucaire, dominada por los cruzados. Se trataba de un asedio que haría al nuevo señor de Languedoc, Simón de Montfort, abandonar la batalla, ante el embate del joven y sus nuevos refuerzos, llegados de toda la Provenza.
El suceso haría que muchos de cuantos se hallaban escondidos empezaran a levantarse e insubordinarse contra el nuevo conde de Toulouse, Simón de Montfort quien, meses después, justo cuando se cumplían cuatro años de la derrota en Muret y de la muerte del buen rey Pedro, no podría evitar que el anciano conde de Toulouse, Raimundo VI, finalizado su exilio en Catalonia, entrara victorioso en su propia ciudad. Allí sería recibido con entusiasmo por los habitantes que le habían requerido, tras juzgar llegado el momento de la insurrección contra su nuevo conde, y después de degollar a la pequeña guarnición de soldados franceses apostados en la ciudad.
De nuevo, un mes más tarde de la toma de Toulouse por su legítimo señor, llegó a sus puertas Simón de Montfort, comenzando el sitio a la vez que el nuevo papa, Honorio III, enviaba todo tipo de misivas al propio conde Raimundo VI, reclamándole que reconsiderara su posición ante una ciudad que «ya no le pertenecía». Al mismo tiempo, escribía al rey Felipe Augusto, reclamándole una vez más su intervención y una ayuda real que sí llegó aquella vez.
En abril del año del Señor 1218, se presentaban las huestes francesas y flamencas en las cercanías de Toulouse, donde el conde Simón tenía establecido su campamento, sin haber logrado que los asediantes avanzaran un solo metro. Habían transcurrido ocho meses de cerco a una ciudad de Toulouse en la que las tropas del conde Raimundo habían improvisado defensas en torno a las torres, así como 900 metros de trinchera excavada. Eran medidas más que suficientes para mantener a raya al ejército de Montfort.
La mañana del 25 de junio, Simón de Montfort decidió lanzar un asalto decisivo utilizando una gata gigantesca[66]. En un primer intento sería dañada por las piedras lanzadas por las catapultas tolosanas pero, una vez reparada, siguió avanzando de nuevo. La inminente y definitiva amenaza que suponía aquel artilugio de madera para sus murallas hizo que los defensores de la ciudad salieran a realizar un ataque por sorpresa, con el que conseguirían desconcertar a todos los soldados del campamento cruzado, incluido al propio Simón de Montfort, a quien tomaba por sorpresa en plena misa.
—Jesucristo, concédeme la muerte hoy en la batalla o hazme vencedor —susurró el conde mientras oraba ante una gran cruz de madera, con la rodilla derecha hincada en la tierra y sus poderosas manos agarradas suplicantes ante el rostro.
—Mi señor —le interrumpió uno de sus escuderos desde la puerta de la improvisada capilla—. Los tolosanos han realizado una salida sorpresa y…
—¡Maldito lacayo! He dado órdenes estrictas de no ser interrumpido jamás en misa. ¿Cómo osas…?
—Lo lamento, señor, pero vuestro hermano Guy de Montfort ha sido herido y yace a escasos metros de las murallas.
La noticia cayó sobre el conde como un jarro de agua fría, lo que le hizo abandonar su postura orante de un salto. Maldiciendo y casi aullando salió de la tienda, mientras fulminaba con la mirada al escudero y sin acabar de presenciar el oficio. El general de los cruzados salía con su brillante armadura para unirse a los combatientes, que ya se encontraban luchando cuerpo a cuerpo con los defensores de Toulouse.
Esquivando cuerpos despedazados y cabezas aplastadas a golpes, así como las flechas y lanzas arrojadas desde los muros de la ciudad, el conde Simón corrió a ciegas hacia el fragor de la batalla, decidido a salvar a su hermano Guy de Montfort, a quien poco después vería malherido en el campo.
—¡Simón! ¡Simón! ¡Estoy aquí!
—¡Guy! —A medida que el conde se iba acercando, y mientras clavaba su espada corta en la espalda de todos los adversarios que, a su paso luchaban contra sus soldados, pudo apreciar cómo al menos seis o siete varillas de flechas, sobresalían del cuerpo de su hermano—. Guy, hermano mío. Acabo de enterarme de lo sucedido.
—Ten cuidado, Simón. Estamos muy cerca de las murallas y también pueden alcanzarte a ti con sus flechas.
—No temas. Yo mismo te trasladaré a mi tienda… —Pero cuando se dispuso a agacharse, solo tuvo tiempo de oír un golpe sordo y un gruñido que surgía de su propia garganta.
Simón de Montfort, el adalid de la fe, el enemigo implacable de la civilización occitana, el magnífico y orgulloso conde de Leicester y de Toulouse, y vizconde de Béziers y Carcasona era derribado por el golpe de un enorme bolaño lanzado por una catapulta, según dijeron más tarde, controlada por damas y doncellas de la nobleza tolosana. Tal como contarían aquellos que pudieron compartir sus últimos instantes de vida, el proyectil cayó justo sobre su yelmo de acero, de manera que los ojos, el cerebro, los dientes y la frente le saltaron a pedazos, como si de fruta madura se tratara. Simón de Montfort falleció al instante, en medio de un gran charco de sangre y pequeños huesos que salpicaban el cuerpo de su moribundo hermano Guy.
Horas más tarde, cuando el ejército de cruzados dirigido por Amaury, el hijo de Simón, se percató de la muerte de su capitán, retrocedió abandonando la lucha para levantar el asedio y dirigirse a Carcasona. Mientras, los clérigos que permanecían dentro de la ciudad hacían sonar las campanas para celebrar la victoria: Los cuernos, las trompas, los carillones, los tañidos y los repiques de las campanas, junto a los tambores, los timbales y las cornetas hicieron resonar la ciudad y su suelo.
Simón de Montfort se unía así al ingente número de personalidades que, a lo largo de la historia, ha visto culminada su triunfante carrera con anónimas canciones, y no precisamente de elogio:
…quien sepa hacerlo, puede leer en su epitafio que es un santo, que es un mártir, que deberá resucitar, que participará de la herencia y descansará en la felicidad sin igual. Llevará corona y se sentará en el reino. Yo he oído decir que así será. Sí, pero por matar a hombres y derramar su sangre, por perder almas, por consentir asesinatos, por creer perversos consejos, por prender incendios, por destruir barones, por deshonrar, por arrebatar tierras con violencia, por hacer triunfar el orgullo, por atizar el mal y apagar el bien, por matar a mujeres y degollar a niños. Se puede conquistar a Jesucristo en este mundo. Sí. ¡Sin duda deberá llevar corona y resplandecer en el cielo![67].
O aquella otra:
Montfort está muerto, está muerto, está
muerto.
Viva Tolosa, ciudad gloriosa y poderosa.
Vuelven la nobleza y el honor.
Montfort está muerto, está muerto, está muerto.
Tras la muerte de Simón de Montfort, sus fieles proclamaron conde a su hijo mayor Amaury, pero este no había heredado la extraordinaria tenacidad ni el carisma de su padre, así como tampoco sus incontestables dotes de estratega, por lo que sería Luis, el primogénito del rey Felipe Augusto de Francia, quien debería capitanear en lo sucesivo la causa cruzada en tierra cristiana.
Fueron necesarios muchos años de guerra, pero ya se había dado el golpe definitivo al invasor francés, el cual, cada vez menos combativo, abandonaba ciudades y plazas fuertes, para terminar encontrándose un buen día sin soldados, sin dinero y, peor aún, sin un motivo por el que mantenerse fuera de sus tierras y expuestos a una ignorada y anónima muerte en batalla. Además, a pesar de los esfuerzos del anterior y el actual papa y sus legados, aquella guerra ya hacía demasiado tiempo que había dejado de ser una cruzada contra la herejía. De hecho, nadie hablaba ya de herejes ni de cátaros.
En el mes de agosto del año del Señor 1222 fallecía Raimundo VI, el «conde viejo» de Toulouse. Uno de los grandes protagonistas en la triste cruzada contra los albigenses, y a quien ningún papa concedería jamás su permiso para que recibieran sepultura cristiana sus restos mortales.
Ramón Roger, conde de Foix expiraba en abril del año del Señor 1223. Tres meses más tarde, hacía lo propio el rey de Francia, Felipe Augusto, efectuando con su muerte un último intento por mantenerse al margen de la guerra y de las peticiones de uno y otro bando. Ahora recaerían sobre su hijo Luis VIII todas las responsabilidades de su recién estrenada corona.
El 29 de septiembre, en el año del Señor 1225 moría el que antaño fuera abad de Poblet, en Tarragona, y más tarde de Cîteaux siendo, por lo tanto, presidente del capítulo general de la orden, hasta terminar siendo nombrado como arzobispo de Narbona. Arnaud Amaury había dedicado los últimos diecisiete años de su vida a combatir enérgica y contundentemente la herejía cátara, sin lograr erradicarla por completo.
Un año más tarde, y tras haber tomado posesión de puntos clave como Béziers, Carcasona o Pamiers, así como buena parte del condado de Toulouse, el joven rey Luis VIII, aquejado de problemas de salud, decidiría tomar el Albigés antes de regresar a París. Pero en Auvernia se agravaría su estado, falleciendo en Montpensier a la edad de treinta y nueve años.
Ahora el trono de Francia pasaba a manos de su hijo y sucesor Luis IX, que tan solo contaba con doce años, por lo que debería permanecer bajo la regencia de su madre, Blanca de Castilla.
47
EL TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN
En diciembre del año del Señor 1227, y ya con el cardenal Hugolino como pontífice[68], se tomaba una primera decisión de crear un proceso inquisitorial diocesano, un proyecto que se vería materializado tres años más tarde, con la creación definitiva del Tribunal de la Inquisición.
Desarrollado dentro del derecho canónico en el año del Señor 1215, y como Inquisitio Famae, consistía en un procedimiento de indagación concebido para poner en marcha una investigación[69] de los hechos, que debía aportar evidencias o refutar sospechas. Plenamente formado en 1231 como procedimiento jurídico, el Tribunal de la Inquisición aparecía con el fin de ayudar a que pudiera ser arrancada por las autoridades apropiadas la cizaña presente en el campo del Señor. La erradicación de la herejía era, pues, uno de sus claros objetivos, siendo esa la vertiente oficial y popularmente reconocida. La extraoficial y desconocida era la de secundar al ya muy anciano obispo Cirile de Montnoir en su búsqueda de unos valiosos pergaminos, tras los que andaba desde hacía muchos años. Tras ellos y tras quienes los ocultaban.
Para todo ello, el santo padre confió la persecución de la herejía en Languedoc, la Provenza y el norte de Italia a la orden de los Hermanos Predicadores, creada por el ya fallecido Domingo de Guzmán, y conocida como los Dominicos de Tolosa, o también como los «frailes negros», nombre que debían al color de su manto.
Se nombró inquisidores mayores a los frailes Peire Seila y Guilhem Arnaut de Montpellier, que en lo sucesivo serán los inquisidores pontificales encargados de «La causa de fe» que comenzó a establecerse en Languedoc desde el mes de abril, en el año del Señor 1233. Ahora ya podía iniciarse de forma abierta y oficial la caza de herejes.
Para los frailes dominicos, La Inquisición representará la última espada represiva que empuñe la Iglesia de Roma para resolver un grave problema que se le ha estado escapando de las manos durante décadas, por lo que debía ser un instrumento de terror o no tendría razón de ser. Así, las condenas a herejes comenzaron siendo leves, consistiendo la mayoría en llevar cruces amarillas cosidas en las ropas durante un año y como signo de infamia, convirtiéndose sus portadores en parias de la comunidad, y siendo objeto de burlas e insultos, así como el blanco para las piedras que tiraban los niños. Si la falta había sido más grave se recurría a peregrinaciones expiatorias a Saint-Gilles o, en el peor de los casos, a Constantinopla.
Pero no tardaron en aplicarse sentencias mucho más severas, poniéndose de manifiesto la falta de compasión de los jueces, y dando la sensación de querer recuperar un tiempo ya perdido. Se empezó a exhumar cadáveres de sospechosos de herejía, y a exponerlos en paseos públicos para acabar quemándolos en calles y plazas. Así fue como sucedió en Caors y en Albi, en el año del Señor 1234, o en Toulouse dos años más tarde, cuando se desenterraron los cuerpos de todos los perfectos que aparecían en una lista confeccionada por un converso. Se prendió fuego a los cadáveres en descomposición, ante la residencia tolosana del propio conde, y después de hacer que desfilaran por la ciudad con la macabra leyenda de: Quien tal hará, tal acabará.
Y no solo fueron los muertos, sino también los vivos quienes padecieron las consecuencias del celo inquisitorial. Así, en Moissac, 210 herejes fueron condenados a la hoguera por los inquisidores mayores Guilhem Arnaut y Peire Seila, generándose una auténtica oleada de terror en la región. En el mes de mayo del año del Señor 1239 fallecerían quemados nuevos herejes en Mont-Aimé, en Champaña, donde se ubicaba el primer obispado cátaro al norte de Francia. En aquella ocasión, el masivo auto de fe había conducido a 183 cátaros a las llamas.
Después les llegó el turno a casi un centenar más de desdichados herejes que permanecían ocultos en Lavaur.
Mientras las cruzadas habían supuesto un instrumento de violencia indiscriminada, la Inquisición se configuraba como un tribunal de justicia potencialmente más selectivo. La Cruzada albigense había intentado acabar con los bons hommes por la fuerza de las armas, llegando a eliminar a los señores que respondían de los cátaros. Pero los perfectos no luchaban con lanzas ni dagas, y era, por tanto, difícil abatirlos. De hecho, tras más de treinta años de guerra, seguían difundiendo su doctrina y llevando adelante su labor. Si tradicionalmente había sido función del obispo detectar herejes dentro de su diócesis, ahora había llegado el momento de eliminar su presencia, y los dominicos de Toulouse tenían el perfil ideal para desempeñar a la perfección cuanto se les exigiera, ya que eran hombres probos que lo habían abandonado todo para servir plenamente a la Iglesia. Eruditos en Teología y ajenos a todo tipo de prejuicios e influencias demostraban, además, poseer el celo religioso necesario para esa tarea, por lo que fueron obligados a prestar aquel servicio, presionados por las más altas autoridades del Estado y de la Iglesia.
Ante aquellos inquisidores y sus escribanos se citó a cientos, miles de personas para que desfilaran testificando ante preguntas reiterativas y concebidas para crear en el interrogado todo tipo de dudas sobre qué era exactamente lo que sabía el inquisidor y quién se lo había contado. A alguien sospechoso de hereje no se le informaba sobre las acusaciones que le llevaban a ser interrogado. Tampoco tenía derecho a saber quién le había acusado, y si osaba buscar ayuda legal, también se acusaba a su desafortunado abogado de ser cómplice de herejía. De hecho, fuera cual fuera el veredicto del inquisidor, no cabía recurso alguno.
Con aquellos «frailes negros» y, en definitiva, con el Tribunal de la Inquisición, unos tras otros, muertos y vivos terminarían expiando sus pecados en las llamas, lo que, por un lado, suscitó el terror deseado pero, por otro, no dejó de acrecentar una ira que terminaría desencadenándose muy pronto.