El carisma de César
A nadie se le escapa la celebridad de Cayo Julio César; su innegable talento lo convirtió en el arquitecto indiscutible del Imperio romano. Pero es sin duda Hispania uno de los promontorios fundamentales desde donde divisar su inmensa figura como genio militar y visionario de los acontecimientos trascendentales que ocurrían en una Roma abocada al fracaso republicano.
Aunque su biografía es sobradamente conocida, bueno será que nos acerquemos a algunos de los aspectos más significativos de su peripecia vital.
Nos encontramos en una calurosa mañana del decimotercer día de Quintilis (julio) en el 653 después de la fundación de Roma (100 a.C.). La hermosa Aurelia, una patricia de clase media sometida a los rigores de un barrio romano extremadamente modesto, se disponía para el parto. Los galenos y asistentes en general reflejaban en su rostro cierta preocupación, ante la dificultad del nacimiento de un niño que no terminaba de salir del seno materno. La sudorosa madre era joven y fuerte, aunque eso no parecía ayudarla en los esfuerzos por culminar aquel angustioso trance. Los médicos, viendo que peligraban las vidas de madre e hijo, decidieron abrir a la desesperada extrayendo al bebé. Afortunadamente todo salió bien y se pudo escuchar el potente llanto de aquella criatura que asombraría al mundo conocido: había nacido Cayo Julio César mediante una operación que desde entonces llevaría su nombre: cesárea.
La familia, aunque noble, era económicamente modesta. Entre los ancestros del clan figuraba, según la tradición, la mismísima y erótica diosa Venus, algo que César llevó a gala durante toda su vida y que lo ayudó anímicamente en los tiempos de necesidad. Formar parte de la aristocracia le sirvió en sus primeros años públicos, aún más siendo como era sobrino del gran Mario, hombre al que quiso como a un padre, pues César quedó huérfano de su progenitor a temprana edad. A imitación de su padre, se afilió al partido de los «populares» y participó en los múltiples y enrevesados escenarios planteados por las refriegas entre los suyos y los optimates.
Con 16 años se casó con Cornelia, hija de Cinna, uno de los principales lugartenientes de Mario, y fue nombrado flamen dialis o sacerdote de Júpiter. Dos años después sufrió la persecución como otros muchos proscritos populares del general Sila, quien estaba empeñado en disolver los férreos vínculos matrimoniales de las casas nobles romanas.
Miles de personas se vieron forzadas al exilio y cientos de parejas fueron divorciadas muy a su pesar. Cuando le llegó el turno a César, los emisarios del dictador sólo obtuvieron como respuesta una de las frases que desde entonces pasaría a la historia: «Dile a tu amo que en César sólo manda César».
La respuesta del tirano no se hizo esperar. Condenó a muerte al insolente sacerdote; una drástica decisión que conmocionó incluso a los partidarios de Sila. Éstos no tardaron en avisar a César, quien, presa de unas fortísimas fiebres, huyó de Roma a uña de caballo. El muchacho encontró cobijo en los bosques próximos a la ciudad; allí descansó y curó su enfermedad gracias a los cuidados de gentes humildes; de esa manera salvó su vida el futuro líder de la potencia más influyente del mundo antiguo.
Era de cuerpo menudo y con escasa musculatura, teniendo además una incipiente alopecia que le causaba un profundo complejo. Qué curioso es este dato si tenemos en cuenta que la palabra César significa «cabellera». No obstante, su mirada penetrante, sus rasgos agraciados, y sobre todo su extensa cultura y aguda inteligencia, le otorgaban una aureola digna de ser recordada en los anales históricos.
Tras un período de exilio, Sila le concedió el perdón a instancias de sus seguidores. Mientras firmaba el documento, aquel feroz dictador pronunció una intuitiva y certera frase: «Alegraos con su perdón, pero no olvidéis lo que os digo, porque un día ese joven de aspecto indolente e inofensivo causará la ruina de vuestra causa. ¡Hay muchos Marios en César!». No le faltó razón.
Una vez llegado a Roma, César pidió a Sila que lo destituyera de su cargo como sacerdote de Júpiter, cosa que el dictador concedió al instante, quitándose de un plumazo a un molesto senador, ya que César tampoco contaba con recursos económicos para serlo.
Con 19 años se alistó como oficial en las legiones de Minucio Termo que combatían en Oriente. En este destino el joven asombró a todos ganando la famosa corona cívica después de protagonizar heroicas gestas en el asalto a una ciudad enemiga. La corona cívica era la más alta condecoración romana al valor, y todo aquel que la ganara entraba por derecho propio en el Senado romano. En esta ocasión César aprovecharía bien su cargo para el ascenso social que tanto ansiaba, y emulaba a su tío el gran Mario, siguiendo los postulados políticos de éste y soñando con profundas reformas sociales para una Roma sumida por entonces en una grave crisis.
Con veinticinco años, y buscando una mejor formación, viajó a la isla de Rodas para estudiar retórica. A su vuelta nos encontramos con otra de las famosas anécdotas que nos hablan del carácter y personalidad de Cayo Julio César: en plena navegación su barco fue interceptado por piratas cilicios (griegos), que apresaron a los pasajeros y a la tripulación. Según la costumbre de la época, lo habitual era pedir rescate a las familias por aquellos que a juicio de los captores lo valieran, pero al ver a César, el jefe de los piratas exclamó: «Por este joven aristócrata sin importancia no pagarán ni veinte talentos de plata». César reaccionó de forma violenta y airada, espetando al curtido capitán que por él, no veinte, sino cincuenta talentos se pagarían, ya que era descendiente de la diosa Venus. Los piratas sonrieron irónicamente, aceptando el reto; pidieron el rescate y advirtieron al preso que, de no pagarse, lo crucificarían.
César, en compañía de un esclavo, aguardó con paciencia y resignación su incierto futuro dentro de la guarida pirata, mientras que su madre, Aurelia, ya informada del rescate pedido por los griegos, reunió con presteza la cantidad solicitada y la envió con la esperanza de recuperar pronto a su hijo.
Los cincuenta talentos de plata llegaron a la isla. Entonces el jefe bandido, satisfecho por el botín obtenido, puso en libertad al prisionero. Este, que no estaba dispuesto a dejar pasar ese momento sin venganza, le dijo: «Ahora deberás temer tú, porque volveré para crucificarte a ti y a los tuyos». Dicho esto, regresó a Italia, donde convenció a unos armadores para que fletaran naves de guerra que él mismo guio hacia la morada de los piratas. Allí los venció y, cumpliendo su amenaza, ordenó la crucifixión de todos. A partir de entonces, nadie volvió a poner en duda la palabra de Julio César.
Desde ese momento, inició una carrera política imparable, recurriendo al soborno siempre que fuera necesario, ganando todas las elecciones a las que se presentaba y llevando a juicio a muchos senadores corruptos, granjeándose así la simpatía del pueblo.
A los 31 años recaló en Hispania como cuestor de la provincia Ulterior. Fue su primer contacto con la península Ibérica. Allí se impregnó de las mejores esencias del rico valle del Guadalquivir; recuerdos imborrables que lo pondrían en la pista decisiva de sus futuras actuaciones en pos del triunfo final que le concediera poder absoluto en la Roma que soñaba. Hispania y sus inagotables recursos materiales y humanos supondrían el puente necesario para la consumación de los fines ambicionados. En 68 a.C. regresó a la ciudad eterna dispuesto a seguir ascendiendo en el escalafón social. Volvería siete años más tarde, siendo pretor de aquella provincia tan querida por él.