Asdrúbal, caudillo de Iberia
Las tropas púnicas honraron los restos fúnebres de su querido general, ése que con tanto acierto los había dirigido durante casi nueve años.
La situación parecía difícil para el ejército expedicionario pues, una vez desprovisto de su cabeza visible, ¿quién estaría capacitado para asumir el mando? La respuesta no se hizo esperar, volviéndose todas las miradas sobre Asdrúbal, yerno de Amílcar, un hombre muy bien preparado para afrontar el inquietante presente. Por aclamación popular, el joven militar fue elegido como jefe del contingente colonial. Una decisión que Cartago aceptó, más preocupada por seguir asegurando sus conquistas en Iberia que por otros motivos.
Asdrúbal se destapó con una brillantez inusual, optando por las alianzas con las tribus ibéricas antes que por la extenuante contienda contra las mismas. Hábilmente, se casó con una princesa local, lo que le granjeó la amistad de muchos pueblos nativos. Una vez más, la secular devotio peninsular se puso en marcha y fueron miles de guerreros íberos los que se sumaron a la causa de Asdrúbal, llamado «el Bello» por sus agraciados rasgos. Fue nombrado strategós autokrátor, es decir, caudillo de los ejércitos establecidos en Iberia. Con este gesto, los autóctonos peninsulares reconocían la autoridad de los Barquidas, desvinculándose de cualquier servidumbre hacia Cartago.
En 227 a.C., el nuevo líder eligió la ubicación de la antigua ciudad de Mastia para levantar una urbe que le sirviera como centro de mando y operaciones. De esa manera nació Qart Hadas-hat, la que los romanos conocerían como Cartago Nova, enclavada en uno de los lugares más ricos y estratégicos de todo el Mediterráneo.
Cartago Nova estaba rodeada de excelentes yacimientos minerales, entre los que destacaban los argentíferos; era además una zona privilegiada para los cultivos, y su bahía marítima no tenía parangón en aquellas geografías. Desde su nueva ciudad, Asdrúbal administró inteligentemente los recursos disponibles, mejoró el comercio de las tradicionales salazones ibéricas, obtuvo una ingente cantidad de metales y gestionó con eficacia la industria del esparto. La riqueza comenzó a llenar las arcas cartaginesas y se acuñaron monedas de plata con la efigie del propio Asdrúbal.
Una vez más, el creciente poder púnico asustó a las factorías griegas establecidas en el noreste de la península Ibérica y este justificado temor provocó que volvieran a solicitar la mediación romana. Pero los latinos no estaban para muchos dispendios, dado que por entonces los celtas cisalpinos amenazaban con una invasión en toda regla desde el norte de la bota italiana. Roma envió embajadores para que se entrevistasen con Asdrúbal. Éste, consciente de la situación y de las ventajas que podría obtener, negoció con astucia una ampliación de influencia por el Levante peninsular. Los romanos, con más prisa que pausa, firmaron el tratado del Ebro en 226 a.C.
Por este documento se fijaba el río Ebro como frontera entre púnicos y griegos, con algunas cláusulas, como por ejemplo la que afectaba a la población de Sagunto, ciudad aliada de Roma que debía ser respetada aunque quedara rodeada por territorio afín a los cartagineses. Sin duda fue un gran acuerdo para Asdrúbal, siendo la primera victoria política tras el desastre de la primera guerra púnica.
Cartago Nova (Cartagena) aparecía en el concierto internacional como floreciente ciudad del Mediterráneo y era el centro de las actuaciones púnicas en Iberia.
En la metrópoli, el auge de Asdrúbal se contemplaba con recelo; algunos llegaron a denunciar que el yerno de Amílcar se estaba desentendiendo de Cartago para pensar en la creación de un reino independiente. Pero Asdrúbal se mantuvo fiel a su ciudad natal, fortaleciendo las relaciones con África y nutriendo a la urbe gracias a los beneficios de su envidiable situación económica.
Por desgracia, nunca sabremos lo que hubiese pasado de vivir unos años más, ya que en 221 a.C. Asdrúbal murió asesinado de un tajo con una falcata íbera. Según cuenta la historia, un guerrero fiel a su devotio se cobró venganza tras la ejecución de su jefe por orden de Asdrúbal.
La pérdida del valiente estratega cartaginés sembró de incertidumbre el campo púnico. No obstante, los soldados supieron elegir un nuevo caudillo que los comandase. A pesar de su juventud (tan sólo tenía veinticinco años), Aníbal Barca, hijo mayor de Amílcar, aceptó el honor de liderar aquella tropa tan identificada con su familia. Hasta entonces el muchacho había dirigido la caballería cartaginesa, dando buenas muestras de su genialidad. Había llegado la ocasión para que aquel siglo se descubriera ante uno de los mayores talentos de la epopeya militar, sólo comparable con la figura del mismísimo Alejandro Magno.
Aníbal, tras conseguir el mando, retomó su viejo —aunque no olvidado— juramento: el odio eterno a Roma.