LAS NAVAS DE TOLOSA

A principios de junio de 1212 huestes, mesnadas y milicias cristianas se fueron agrupando en torno a Toledo, ciudad elegida por Alfonso VIII como base central del ejército cruzado. La llegada de los guerreros ultrapirenaicos dirigidos por el Arzobispo de Narbona se recibió de forma contradictoria en las filas hispanas. Por un lado eran veteranos en el arte de la guerra, su experiencia y destreza con las armas serían decisivas en los previsibles combates, pero también, eran hombres poco acostumbrados a la convivencia entre etnias y religiones, tal y como se daba en la vieja capital visigoda. En el intento de evitar fricciones se les asentó en las afueras de la ciudad; esa táctica, sin embargo, no pudo evitar que los belicosos guerreros, procedentes en su mayor parte de Alemania, Francia e Italia, asaltaran la judería toledana causando un profundo malestar en el rey Alfonso VIII quien optó por la paciente diplomacia pensando en lo que se avecinaba.

En esos días llegó Pedro II de Aragón encabezando un ejército con más de 3.000 caballeros y sus correspondientes servidores. El 20 de junio todo estaba dispuesto para la marcha; la vanguardia del ejército cruzado era asumida por los caballeros ultrapirenaicos dirigidos por don Diego López de Haro, señor de Vizcaya. En su avance hacia Sierra Morena tomaron algunas fortalezas musulmanas como Malagón, donde los cruzados pasaron a cuchillo a todos sus defensores; manera de actuar que provocaba innumerables comentarios entre los caballeros hispanos.

La violencia demostrada por los cruzados extranjeros iba en consonancia con su pésima educación.

En España se cumplían quinientos años de presencia musulmana permanente, con todo lo que eso suponía en cuanto a intercambio cultural y conocimiento mutuo. Ese proceso era desconocido para aquellos alemanes, franceses o italianos que sólo podían valorar los efectos de las Cruzadas en Tierra Santa; lo de la península Ibérica era sin duda muy distinto; no es de extrañar que los extranjeros apenas entendieran que en ciudades como Zaragoza o Toledo convivieran en armonía judíos, musulmanes y cristianos. Este hecho diferenciaba a las ciudades españolas de otras europeas. Por tanto, aquel ejército cruzado que se dirigía a las Navas de Tolosa estaba unido en cuanto al propósito religioso pero sus integrantes aliados mantenían posturas e ideologías distintas en la concepción de la guerra contra el islam. Pronto las disensiones internas afloraron en el ejército cruzado: cada facción sostenía postulados diferentes sobre cómo se debía llevar la campaña militar. Mientras tanto, las tropas atravesaban el llano manchego sometidas a un terrible calor y a una acuciante merma del avituallamiento.

A finales de junio se atacaba el castillo de Calatrava. La forma en la que Alfonso VIII negoció la rendición de la fortaleza no debió gustar a los cruzados extranjeros, quienes muy cansados y hambrientos por las largas marchas en aquel caluroso mes de junio decidieron utilizar la excusa de la disconformidad con el modo en que se había acometido el asunto de Calatrava para dar la vuelta, abandonando a su suerte el resto de tropas peninsulares. El regreso de los cruzados ultrapirenaicos fue lamentable: muchos de ellos asolaron las juderías con las que se encontraban en su vuelta a casa, otros viajaron a Santiago de Compostela para justificar la estéril expedición. Sea como fuere, se perdieron miles de hombres que, afortunadamente, no resultaron imprescindibles como se demostró más adelante. No obstante, la retirada extranjera provocó la desesperación entre los hombres de Alfonso VIII y Pedro II; la derrota de Alarcos planeaba sobre aquel escenario incierto. Por fortuna, la llegada del rey navarro Sancho VII con doscientos caballeros supuso un refuerzo en la moral de la tropa cristiana. Allí estaban los tres reyes arropados por varios obispos y un contingente cifrado entre sesenta y ochenta mil hombres, todos dispuestos a luchar con denuedo en una batalla que ya se antojaba trascendental.

En la primera quincena del mes de julio los cristianos se acercaron a las estribaciones de Sierra Morena.

Los almohades con su líder Muhammad al-Nasir, el Miramamolín, habían preparado un poderoso ejército que esperaba pacientemente en un terreno elegido por ellos para el combate. Es difícil precisar el número de soldados musulmanes que lucharon en las Navas de Tolosa. El recuento más optimista nos hablaría de unos 600.000, cifra que disminuye ostensiblemente a medida que pasan los siglos y las investigaciones históricas se vuelven más rigurosas. Hoy en día podemos afirmar que la hueste sarracena no superaba los 150.000 efectivos; en todo caso, doblaba en número a la hueste cristiana.

Durante días los cruzados buscaron afanosamente un paso franco entre aquel conglomerado montañoso. La intervención divina, una vez más, o los conocimientos orográficos de un humilde pastor, facilitaron el pasillo deseado para un mejor transitar de los cristianos. Al-Nasir permanecía a la defensiva confiando en que el enemigo no franqueara las defensas almohades establecidas en los angostos y escarpados pasos de la serranía andaluza. Tras perder la iniciativa en ese sentido, al-Nasir ordenó ofrecer combate cuanto antes para aprovecharse del cansancio producido entre los cristianos a consecuencia de su trasiego por la sierra.

Los cruzados levantaron su campamento en un lugar llamado «Mesa del Rey» sin aceptar las reiteradas provocaciones de algunas columnas almohades. Durante algún tiempo los exploradores de uno y otro bando estuvieron midiendo las dimensiones de sus respectivos ejércitos; los preparativos aumentaban febrilmente en la confianza de lograr el mejor entrenamiento bélico cara a la tremenda batalla que se estaba gestando.

El 15 de julio de 1212 todo estaba dispuesto para la celebración de la batalla más importante que vio la Reconquista hispana. Durante ese día los dos ejércitos se pertrecharon adecuadamente a sabiendas que la jornada siguiente sería definitiva para las ambiciones de los dos mundos.

En la madrugada del 16 de julio de 1212 se dio la orden de combate en el campamento cristiano. Miles de hombres encomendaron sus almas a Dios y se dispusieron a vencer o morir. Las primeras luces del alba enseñaban un escenario decorado con los vistosos colores que engalanaban a los dos ejércitos. Frente a frente, cristianos y musulmanes, estaban a punto de someterse a un terrible juicio final por la posesión de la península Ibérica.

La formación cristiana presentaba una línea defendida por tres cuerpos de ejército: el tramo central lo ocupaba el rey Alfonso VIII con el grueso de las tropas castellanas, el flanco izquierdo estaba defendido por los aragoneses del rey Pedro II, mientras que en el flanco derecho se situaban los caballeros navarros del rey Sancho VII. Ambos extremos eran fortalecidos por las milicias concejiles castellanas, creándose una segunda línea de reserva con los guerreros de las órdenes militares, principalmente los templarios dirigidos por el gran maestre Gómez Ramírez. Los cristianos radicaban su poder en el ataque contundente de la caballería pesada, en apoyo de ésta miles de infantes, más o menos profesionalizados, con una excelente panoplia de armamento: lanzas de acometida, espadas, hachas, mazas y arcos integraban el arsenal de las tropas cristianas que participaron en Navas de Tolosa. Asimismo, estos guerreros tenían mejores defensas corporales que sus oponentes. En definitiva, el ejército cruzado presentaba un mejor aspecto defensivo que el ejército almohade. Este se dispuso a combatir confiando en su superioridad numérica. Al-Nasir distribuyó a sus hombres en tres líneas de combate. La primera, compuesta por infantería ligera era sin duda la más débil al estar integrada por soldados poco profesionales aunque, eso sí, muy fanatizados. La procedencia de estos hombres era diversa y casi siempre se alistaban al calor de la Guerra Santa; se puede decir que eran utilizados en todas las contiendas almohades como carne de cañón, aunque en ese tiempo no existieran los cañones. El propósito de la vanguardia almohade era el de desestabilizar la embestida cristiana. Los jinetes se cebarían con ellos desorganizando el ataque y quedando a merced de la segunda línea sarracena compuesta por el grueso del ejército musulmán. Estos soldados eran de mejor nivel y procedían de todos los puntos del Imperio almohade. Tras la ofensiva de esta segunda línea llegaría, según la previsión de al-Nasir, el golpe de gracia de los auténticos guerreros almohades quienes componían la tercera línea y eran la élite de aquella inmensa tropa tan heterogénea. Una reserva final custodiaba la tienda real de al-Nasir: era la guardia negra almohade, guerreros fanáticos que no dudaban en ofrecer su vida por el islam.

Al-Nasir tras comprobar la disposición táctica de su ejército se sentó en la entrada de su tienda y quedó enfrascado con la lectura del Corán. Pronto lo soltaría para atender el peligro que se cernía sobre su propia persona.

Alfonso VIII dio la orden de ataque generalizado sobre los sarracenos. Un ruido ensordecedor cubrió todo el campo de batalla; era el avance de la caballería pesada castellana. A su lado cabalgaban los jinetes aragoneses y navarros, todos juntos formaban una línea compacta que destrozó la vanguardia mahometana en el primer choque. Pero tal y como había previsto al-Nasir, los jinetes cristianos fueron agotando su carga en la persecución de las tropas ligeras musulmanas. Fue entonces cuando el grueso del ejército almohade lanzó una terrible contraofensiva con la caballería y el cuerpo principal de arqueros y honderos. La situación de los cruzados comenzó a ser muy comprometida: decenas de caballeros estaban siendo desmontados y masacrados por los guerreros almohades. La tensión se podía ver en la cara del Rey castellano. Durante minutos el resultado no pareció decantarse por ninguno de los contendientes; cientos de cadáveres iban sembrando aquel paraje sin que se intuyera el resultado final. Al-Nasir se dispuso a dar la orden de ataque definitivo sobre los cristianos. Sus fieles guerreros almohades se prepararon para la acometida; la sombra de Alarcos volvía con más fuerza que nunca. Fue entonces cuando el rey Alfonso VIII asumió su lugar en la historia y encabezó un ataque desesperado con todas las reservas disponibles del ejército cristiano. Esa última carga se llamó posteriormente la de los «Tres Reyes»; en efecto, Alfonso VIII, Pedro II y Sancho VII atacaron como uno solo al enemigo almohade; les acompañaban los guerreros de las órdenes militares y el último aliento de los cruzados en ese día tan decisivo. El impacto de la frenética cabalgada debió ser brutal, pues pronto las líneas almohades cedieron sumidas en el desconcierto provocado por la embestida. Los jinetes cristianos llegaron al campamento central almohade, defendido por la guardia negra, donde se produjeron los combates más sangrientos. Los navarros de Sancho VII rompieron las cadenas que defendían la tienda real. Este gesto supondría la última actuación destacada de Navarra en la Reconquista hispana, un broche de oro que quedaría inmortalizado al incorporar dichas cadenas al escudo del reino.

Palmo a palmo los sarracenos hicieron pagar muy caro el avance cristiano. Finalmente, los últimos supervivientes almohades cerraron filas en torno a la tienda real de al-Nasir, un fortín rodeado por empalizadas y cadenas; el propio al-Nasir se vio obligado a escapar abandonando a sus hombres en esa última refriega.

La victoria cristiana fue total; en el alcance posterior sobre musulmanes huidos se produjo la misma mortandad que en la batalla. Aunque es imposible saber cuántos muertos quedaron sobre las Navas de Tolosa, hay quien calcula unos cien mil en el bando musulmán y unos pocos miles entre la hueste cristiana. Lo cierto es que nunca lo sabremos.

Alfonso VIII saboreó con deleite el triunfo cristiano en las Navas de Tolosa, desde ese momento, sería llamado Alfonso «el de las Navas». Los días que siguieron al encuentro bélico fueron de zozobra para los temerosos, y ahora desprotegidos, habitantes de al-Ándalus. Los cruzados tomaron algunas ciudades como Baeza y Úbeda donde originaron una cruel escabechina entre los lugareños. Andalucía parecía abocada a una nefasta caída en manos de los cristianos. Por fortuna para los almohades, el cansancio y, sobre todo, enfermedades como la disentería o la peste causaron estragos entre las tropas cruzadas, obligando a éstas al abandono de aquella santa empresa. Las consecuencias de la victoria quedaban patentes desde ese momento: Castilla consolidaba de forma definitiva su frontera sur y el imperio almohade dejaba de ser una amenaza militar para los hispanos; además, el botín capturado por los cristianos alcanzaba medidas desorbitantes.

Comenzaba la agonía almohade, mientras que los reinos cristianos especulaban sobre cómo repartirse la tarta hispano-musulmana. Al-Nasir se retiró a Marrakesh donde intentó olvidar la tragedia de las Navas mediante placeres y excesos. Abdicó en su hijo, falleciendo en 1213 con poco más de treinta años.

En cuanto a Alfonso VIII, tampoco pudo sobrevivir mucho tiempo más, muriendo en 1214 tras haber pactado acuerdos de amistad con Navarra y León. Le sucedió su hijo Enrique I, un joven de diez años sin capacidad para reinar dada su minoría de edad. La regencia fue asumida por su madre Leonor Plantagenet y la tutela por el caballero don Álvaro Núñez de Lara. Por desgracia la gran reina Leonor falleció veintiséis días después que su marido Alfonso. La incierta situación se resolvió cuando Berenguela de Castilla, hermana mayor de Enrique, se hizo cargo de la regencia. Doña Berenguela merece un lugar de honor en el panteón de las grandes reinas de España: fue una mujer prudente, diplomática y llena de sabiduría política. Con mesura propia de gobernantes educados en el máximo nivel, condujo los designios de Castilla y León hasta su total fusión en octubre de 1230.

Sorteando innumerables obstáculos supo estar a la altura en cuanto a la protección del pequeño rey Enrique I. Este se abonó a la leyenda negra que se cernía sobre los hijos varones de Alfonso VIII y Leonor Plantagenet, cuando en la mañana del 6 de junio de 1217 encontró una temprana muerte a consecuencia de un fatal accidente. El lúgubre episodio fue aprovechado por el rey leonés Alfonso IX, quien, alentado por una facción de la nobleza castellana, exigió con energía su derecho al trono de Castilla. A pesar de todo, las buenas artes de doña Berenguela consiguieron el nombramiento de su hijo Fernando. Eran hechos consumados a los que Alfonso no se pudo oponer acaso en el temor de verse involucrado en una fatídica guerra civil. De ese modo, gracias a la actuación de doña Berenguela, quien pasó a la historia con el sobrenombre de «la Grande», su hijo Fernando III de apenas dieciséis años de edad ocupaba el trono de Castilla con la mirada puesta en León.

Alfonso IX continuó dedicado a su política de conquistas en el sur peninsular. Las tropas leonesas realizaron en este período numerosas incursiones por Extremadura hasta la anexión total en 1229 tras haber tomado las importantes plazas de Cáceres, Badajoz, Mérida y Montánchez. Con el firme propósito de agradecer al cielo tantas victorias, el Rey leonés emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela pero, cuando regresaba de ésta, falleció inesperadamente. Corría el año 1230, fecha histórica para España dado que, gracias a los derechos de sucesión, el rey Fernando III asumía el trono de León, Asturias y Galicia. Nacía de ese modo la corona de Castilla y su monarca pasaba a convertirse en uno de los mandatarios más influyentes de Europa dominando una extensión geográfica que superaba los 250.000 km2 superficie que pronto se ampliaría con la conquista de muchos territorios andaluces. No podemos obviar en este asunto sucesorio el excelente comportamiento de la noble Teresa de Portugal, a la sazón, primera esposa de Alfonso IX y madre de tres hijos en los que el Rey leonés pensaba confiar la sucesión; puesto que Fernando, el único hijo varón de este matrimonio murió tempranamente, quedaban dos hijas con legitimidad suficiente para optar al trono. Una vez más la intervención de doña Berenguela favoreció la situación dejándola propicia para su hijo Fernando III tras una oportuna entrevista entre las dos esposas de Alfonso.

Desde 1224 el soberano castellano había lanzado ataques sobre algunas localidades ribereñas del Guadalquivir como Martos, Andújar o Cazorla. En 1236 sus huestes logran la consumación de un sueño. Nada menos que la toma de Córdoba, antigua capital califal. Lo cierto es que la sultana ofreció muy poca resistencia a los atacantes castellanos. Fernando III hizo su entrada triunfal en la ciudad, convirtiendo la emblemática Mezquita en Catedral católica y enviando a Compostela las campanas que Almanzor le había arrebatado doscientos cuarenta años antes. Algo muy similar, en cuanto a la falta de resistencia armada, ocurrió con Murcia, reino conquistado por su hijo el infante don Alfonso entre 1243 y 1246 con la única oposición bélica de Cartagena, Lorca y Muía, localidades que sufrieron el asalto de las órdenes militares. El reino murciano optó por rendirse a los castellanos al ver amenazada su integridad por el incipiente reino nazarí de Granada.

En 1246 caía la ciudad amurallada de Jaén y dos años más tarde, en 1248, el ejército de Fernando III entraba victorioso en Sevilla. De esta manera, las posesiones musulmanas quedaban reducidas a los reinos de Granada y Niebla. La grandeza territorial de Castilla había aumentado un cuarenta por ciento en tan sólo treinta años.

Fernando III es uno de los reyes más populares de la Reconquista española: sus virtudes y capacidad para el gobierno destacaron sobremanera en aquella época llena de grandes nombres. Entusiasta de las relaciones internacionales supo abrir la corona de Castilla al mundo. Además, su política pactista con los territorios conquistados le granjeó la amistad de sus nuevos súbditos mudéjares; de hecho, muchas ciudades andalusíes no ofrecieron la más mínima resistencia militar al avance de Fernando III, tales fueron los casos de Estepa, Écija, Lucena, Priego, Aguilar, Morón, Osuna, Alcalá de Guadaña o Carmona. En todas estas localidades apenas se produjeron combates a sabiendas de que el buen talante del Rey castellano procuraría notables beneficios a cambio de un leal vasallaje.

Fernando III murió en su querida Sevilla el 30 de mayo de 1252 dejando a su hijo Alfonso X preparado a conciencia para asumir un reino que abarcaba casi 360.000 km2. Alfonso X ya había participado representando a su padre en algunas acciones bélicas; la principal, sin duda, se centró en el reino de Murcia. En mitad de esa campaña guerrera se firmó con Aragón el 26 de marzo de 1244 el célebre Tratado de Almizra, en una localidad de idéntico nombre cercana a Alicante. En ese tiempo, los ejércitos aragoneses y castellanos combatían por Levante llegando incluso a divisarse en Játiva donde la tensión del encuentro estuvo a punto de desembocar en un combate entre las dos huestes cristianas.

Sin embargo, la caballerosidad demostrada por Jaime I y el príncipe Alfonso hizo posible la firma del acuerdo anteriormente mencionado por el que se delimitaban las pretensiones territoriales de unos y otros. De esa manera, se trazaba la frontera entre las aguas del Júcar y del Segura por lo que Aragón quedaba, desde ese momento, al margen de la Reconquista peninsular, gesto que a la postre resultaría fundamental para la expansión mediterránea del reino aragonés. Castilla, por su parte, se ocuparía de combatir en solitario a los últimos reductos musulmanes. Aunque éstos todavía resistirían casi doscientos cincuenta años, más por dejadez cristiana que por fortaleza mahometana.

En el caso de Alfonso X, el Sabio, el monarca mostró más preocupación por conseguir el título principal del Sacro Imperio Germánico que por mantener la Reconquista peninsular. Dotado para la cultura y las leyes, su aportación intelectual será fundamental para asentar los cimientos del futuro Estado moderno hispano. Alfonso X dedicó tiempo y recursos a la creación de nuevas universidades como las de Valladolid y Sevilla, además de ensalzar el papel de la Universidad de Salamanca creada por su abuelo Alfonso IX de León. En el terreno literario completó obras de gran calado como las Cantigas, el Fuero Real, las Siete Partidas, las Tablas astronómicas alfonsíes o la magna empresa de recopilación histórica plasmada en La Grande e General Estoria y la Primera Crónica General de España. Todos estos trabajos dejaron una huella imperecedera a lo largo de los siglos potenciando el uso de la lengua vernácula castellana en un proceso donde, gracias al apoyo de la famosa escuela toledana de traductores, la cultura española cobró la máxima dimensión de su época.

En el plano militar, además de las acciones bélicas protagonizadas por él en sus años de príncipe, cabe destacar, ya como rey, la toma de algunas comarcas en el reino de Niebla, así como la anexión de ciudades importantes como Cádiz o Jerez. Los años finales de Alfonso X serán tristes dado que, en su afán por hacerse con la dignidad imperial, se vio obligado a desembolsar fuertes sumas monetarias, intentando de ese modo comprar la voluntad de algunos príncipes electores. Este capítulo hizo que la figura del soberano se devaluara ante el núcleo duro de la aristocracia castellana; cuyos integrantes lo criticaron hasta tal punto que, en 1282, se vio obligado a un exilio interno en Sevilla, una de las pocas ciudades que todavía le rendían respeto y amistad.

Allí pasó «el Sabio» los dos años finales de su vida falleciendo en 1284 y siendo sucedido por su hijo Sancho IV, el Bravo, quien dedicó sus once años de reinado a litigar con los infantes de la Cerda, herederos de su fallecido hermano mayor Fernando. En este sentido numerosas familias de la influyente aristocracia se disputaban la hegemonía en la corte castellana. Fue el caso de los Haro y los Lara, linajes enemigos que combatieron entre sí por el control dinástico. La debilidad política de Alfonso X había abonado el campo de la contienda fratricida. Su hijo Sancho tuvo que emplearse a fondo intentando equilibrar el panorama castellano. No obstante, este corto período de nuestra historia se convierte en muy interesante por la cantidad de nombres ilustres que aparecieron en la escena político social. Por ejemplo, la reina y esposa de Sancho IV, María de Molina, mujer inteligente y habilidosa que supo ejercer preponderancia en los momentos difíciles por los que atravesó la corona de Castilla. Esposa, madre y abuela de reyes, su figura se nos antoja crucial para entender con cierta lógica el tránsito del siglo XIII al XIV.

Volviendo a Sancho IV y a sus operaciones guerreras diremos que en su reinado, tras apaciguar los conflictos internos, se decidió por la alianza con Aragón para emprender la tarea reconquistadora; peligros no faltaban, pues en 1285 una nueva invasión musulmana representada por los benimerines planeaba sobre el horizonte peninsular. Estos no eran tan poderosos como los almorávides o los almohades, pero sí lo suficientemente belicosos como para inquietar a los reinos cristianos de la península Ibérica.

En la primavera de 1285 un ejército benimerí desembarcaba en las costas andalusíes. Su líder Abu Yaqub Yusuf estaba determinado a ocupar los antiguos territorios de al-Ándalus; contaba con miles de guerreros muy avezados en el combate y dispuestos a obtener el mejor de los botines. Durante meses rapiñaron el sur peninsular amenazando incluso a la propia Sevilla.

En ese tiempo, las disensiones castellanas no permitieron un contraataque eficaz sobre los invasores musulmanes, en consecuencia, Sancho IV se vio forzado a negociar con Abu Yaqub Yusuf, cediéndole magros patrimonios a la espera de una negociación con Jaime II de Aragón que posibilitara la futura ofensiva cristiana.

Por fin, en 1292 el ejército aliado atacaba Tarifa, tomándola tras crudos combates el 13 de octubre.

Sancho IV fortificó la plaza y se la encomendó al caballero leonés don Alonso Pérez de Guzmán, quien pasará a la historia con el sobrenombre de «el Bueno». El motivo de este merecimiento es conocido de sobra: los benimerines contraatacaron de forma desesperada intentando recuperar la perdida Tarifa; don Alonso repelió con éxito cuantos ataques sufrió la ciudad. Con los musulmanes se encontraba el infante don Juan, hermano menor del rey Sancho IV, y rebelde a los intereses de la corona. Don Juan custodiaba por azar al hijo de don Alonso, en lo que se puede considerar un auténtico secuestro. Ante la tenacidad defensiva del alcaide, los magrebíes amenazaron con el asesinato del muchacho sino se entregaba la plaza. Don Alonso, abrazado a su responsabilidad como alcaide y delegado del rey, denegó cualquier negociación y para más claridad de su gesto, ofreció su puñal a los sarracenos con el propósito de que fuera esa daga, y no otra, la que degollara a su pobre hijo. Los benimerines cumplieron las amenazas y don Alonso entró con honores en la historia de España. Tarifa no sucumbió y los musulmanes tuvieron que levantar el asedio. Don Alonso siguió realizando servicios para la corona como su participación en el asedio de Algeciras o en la toma de Gibraltar. Murió en combate en 1309.

Sancho IV, por su parte, fallecía en Toledo en 1295 víctima de la tuberculosis sin haber cumplido los treinta y siete años. Su heredero Fernando IV el Emplazado, era menor de edad; sin embargo, la regencia de su madre María de Molina facilitó las cosas en un momento realmente complicado. En esos años muchos eran los aspirantes a ocupar el trono de Castilla; otros, como la corona de Aragón o el reino de Portugal, soñaban con una merma en la influencia castellano-leonesa. Hasta su mayoría de edad, producida en 1301, el Rey niño tuvo que soportar tres guerras civiles incentivadas desde el exterior con ataques continuos por todas las fronteras de la corona de Castilla. La eficaz regencia y tutela de doña María de Molina y el infante don Enrique, hermano de Alfonso X, consiguió sortear los innumerables obstáculos que levantaban la ambiciosa aristocracia y las potencias vecinas. De esta forma tan abrupta, la corona castellana entraba en el siglo XIV con un Fernando IV que por fin obtenía la mayoría de edad con tan sólo dieciséis años en 1301.

Pero antes de continuar esta historia retrocedamos en el tiempo para averiguar cómo fue el siglo XIII para la corona de Aragón.