EL IMPULSO DE LA RECONQUISTA

Oviedo fue saqueada por segunda vez en el año 795. Las tropas cordobesas dirigidas por Abd el-Mélic habían obtenido suculentos beneficios de aquella aceifa y se retiraban confiadas hacia sus posiciones originales. En eso una hueste cristiana dispuesta a la venganza cayó sobre los sarracenos cerca de Lutos, un paraje situado entre Belmonte y Grado; la decisión de los atacantes bien dirigidos por Alfonso II unida a la sorpresa del inesperado golpe, desembocaron en una aplastante victoria para los astures. La batalla de Lutos da paso a una serie de acciones militares que terminarán con la toma y saqueo en 798 de Lisboa, ciudad de la que saldrá una comitiva portadora de magníficos presentes destinados al gran Carlomagno, pieza fundamental del linaje carolingio y emperador desde el año 800.

La cordialidad entre Alfonso II y Carlomagno fue evidente, los dos gobernantes mantenían un claro interés por defender sus respectivos reinos de la amenaza mahometana; esa circunstancia facilitó el mutuo entendimiento.

El poder del gobernante franco se había extendido por buena parte del continente europeo incluida la famosa Marca Hispánica. Esta frontera del reino franco en la Península Ibérica, establecida desde el año 785, fecha en que las tropas carolingias habían tomado Gerona, marcaba un antes y un después en el devenir de los acontecimientos. Como ya sabemos, los francos, capitaneados por Carlos Martel, habían derrotado en Poitiers a los musulmanes quienes soñaban con una rápida expansión del Islam por toda Europa; esto ocurría en el año 732, una década más tarde nacía Carlomagno, hijo de Pipino, el Breve, y nieto por tanto del héroe de Poitiers. Carlomagno, aunque dicen que era analfabeto, tuvo la inteligencia y lucidez necesarias para unificar su reino y extenderlo más allá de sus fronteras.

Durante lustros los ejércitos francos fueron creando numerosas zonas militares en los confines del reino; a esos lugares se les denominó «marcas».

Lo que se pretendía, era sin más, establecer una suerte de colchones defensivos que protegieran Francia de cualquier ataque o invasión. En el caso de la Península Ibérica fue una obsesión para los francos que los musulmanes no volvieran a intentar una nueva aventura más allá de los Pirineos.

En el año 777 Carlomagno al frente de un gran ejército atraviesa los Pirineos dispuesto a tomar la importante plaza de Zaragoza, puntal estratégico de la marca norte musulmana en al-Ándalus; la expedición fracasa estrepitosamente. En su retirada los francos se revuelven contra Pamplona derribando sus murallas. Sin embargo un ataque combinado de tropas zaragozanas y navarras consigue diezmar la retaguardia del ejército carolingio. La batalla se produce en Roncesvalles, sitio legendario desde entonces y semilla del futuro cantar de gesta francés basado, esencialmente, en las proezas y momentos finales de Roland, caballero favorito de Carlomagno, quien en compañía de los doce pares de Francia murió en aquel inhóspito lugar pirenaico a manos sarracenas. Nunca se sabrá bien qué pasó en Roncesvalles. La cronología parece fiable al apuntar el año 778 como fecha del combate, pero es difícil precisar quiénes lo protagonizaron realmente. La leyenda habla de un caballero leonés llamado Bernardo del Carpió como capitán de las tropas que hostigaron a los franceses. Otros afirman que fueron sólo vascones los que eliminaron a Roland y los suyos. La lógica nos lleva a deducir que, seguramente, los francos recibieron un mazazo inicial a cargo de las tropas musulmanas zaragozanas y que, posteriormente, fueron rematados por los vasco-navarros en los Pirineos como venganza del ataque a Pamplona. Tras la nefasta experiencia en la península Ibérica, Carlomagno restañó heridas de una de las pocas derrotas sufridas en su reinado. Una vez repuesto sus tropas regresaron a Hispania en el 785, tomando Gerona y más tarde, en el 801, Barcelona; estas acciones fueron el germen de la Marca Hispánica y futuro condado de Barcelona. Los francos llamaron a éste territorio Septimania, una zona que se extendía desde el río Llobregat hasta los Pirineos, incluyendo condados de Gerona, Barcelona, Urgel, Rosellón, Ausona, Ampurias, Cerdeña y Besalú. Al frente de éstos territorios se situó un comes marcee (marqués), con autoridad sobre los diferentes condes territoriales.

La autoridad del imperio carolingio sobre la Marca Hispánica se mantuvo dos siglos, caracterizados éstos por continuos alejamientos desde que Wifredo I, el Velloso, asumiera el control en la asamblea de Troyes celebraba en 879 en seis importantes condados de la Marca Hispánica. La delegación efectuada por Luis II, el Tartamudo, permitió al noble catalán ejercer un ataque directo contra los musulmanes acantonados en el macizo de Montserrat. Desde ese momento Wifredo, el Velloso, y posteriormente sus descendientes, Borrell y Sunyer, comenzarán a dar forma a las particularidades catalanas; nacerá la dinastía conocida como «Casa de Barcelona» y se pondrán sólidos cimientos para la construcción de la futura Cataluña.

Durante la centuria que nos ocupa fueron germinando los diferentes enclaves cristianos de la península Ibérica. Navarra y Aragón surgían como condados; en el primer caso la ocupación musulmana fue apenas representativa, limitándose tan sólo a dejar guarniciones acuarteladas en las plazas que otrora ocuparan los visigodos.

Pamplona se presentaba como la localidad más importante de la zona pirenaica. Sobre ella los mahometanos intentaron plantear un gobierno más o menos razonable. Sin embargo, la escasez de sus efectivos con la consiguiente difícil defensa de un territorio que superaba con creces los 10.000 km2, facilitó que autóctonos vascones y muladíes como la familia Banu Qasi, fueran recuperando con legitimidad aquellas tierras tan poco interesantes para el emirato cordobés, más preocupado en otras cuestiones internas.

El dominio que intentaron ejercer los carolingios sobre Navarra se disolvió en pocos decenios. Finalmente, en medio de la historia y la leyenda aparecen los primeros gobernantes de Navarra. A principios de siglo descolló la figura de un bravo guerrero llamado Íñigo Íñiguez, quien dada su vehemencia ganó el sobrenombre de «Arista». Íñigo «Arista» está considerado como el primer rey de los navarros, también denominado «príncipe de los vascones»; luchó contra musulmanes y carolingios, además supo fortalecer su linaje emparentándose con la poderosa familia Banu Qasi gracias a un oportuno matrimonio que permitió consolidar los dominios pamploneses.

El célebre monarca navarro falleció en torno al año 852, dando paso en la sucesión a su hijo García I Iñiguez, quien tuvo que lidiar con diferentes circunstancias adversas para su reino; una de ellas fue, sin duda, la invasión normanda que sufrió Navarra en sus primeros años de gobierno. Los normandos entraron en Pamplona capturando a García I, por el que sus nobles tuvieron que pagar un cuantioso rescate. Este delicado momento fue aprovechado por al-Ándalus para iniciar una potente ofensiva sobre los Pirineos. A duras penas los navarros lograron responder con cierto éxito a la incursión mahometana.

Las constantes guerras sostenidas por Navarra aceleraban un debilitamiento poco recomendable, en consecuencia, García I se vio forzado a adoptar una serie de medidas que protegieran el reino, por ejemplo, estableció relaciones de amistad con los potentes asturianos cuando se casó con Leodegundia, hija del monarca Ordoño I; gracias al enlace los navarros se comprometieron a defender los pasos pirenaicos que ya utilizaban miles de peregrinos en su camino hacia Santiago. En el año 860 los musulmanes atacaban Pamplona con la intención de asegurarse un pago regular de tributos; con ese fin hicieron prisionero a Fortún Garcés, primogénito real convertido de esa manera en rehén del emirato cordobés durante más de veinte años. Por si fuera poco, en ese tiempo se rompían las relaciones con los Banu Qasi; a pesar de todo, Navarra supo aguantar los diversos envites y en 880 un envejecido García I recuperaba por fin a su heredero, hecho que le permitió sonreír pensando en el futuro de su dinastía. La momentánea felicidad del Rey se esfumó rauda, dado que el segundo de los Arista moriría en 882 durante el curso de la batalla librada en los campos de Aibar. Fortún Garcés, el Tuerto, fue el último representante de la dinastía arista ya que por entonces las influyentes maniobras políticas dirigidas desde Asturias por los reyes Ordoño I y posteriormente Alfonso III habían abonado el campo para que una nueva familia se hiciera con el poder en Navarra. Fortún Garcés reinó hasta el año 905. Se cuenta que acabó sus días entregado a la oración en un recóndito monasterio; con él se extinguía una época, la primigenia del reino navarro. Tras su muerte fue proclamado Sancho Garcés I, el Grande, primer rey representante de la dinastía jimena y artífice de una expansión rotunda que el reino de Navarra acometió más allá de sus iniciales fronteras enmarcadas en unos pocos territorios anexos a la ciudad de Pamplona.

A lo largo del siglo IX la sociedad cristiana establecida por toda la línea pirenaica comienza a estructurarse, principalmente, en al ámbito de los diferentes conventos y monasterios que se van levantando en las proximidades de núcleos urbanos y fértiles valles.

En el caso del condado de Aragón, una vez resuelta la expulsión musulmana se tuvo que aceptar la llegada y ocupación de las tropas francas de Carlomagno. En ese tiempo Aragón suponía un minúsculo territorio de apenas 600 km2 que se extendían por los valles de Hecho y Canfranc, geografía por la que discurrían las saludables aguas del río Aragón del que toma su nombre el territorio del Pirineo central. La localidad más influyente por el número de habitantes y mejores defensas es Jaca; desde esta urbe considerada justamente como la primera capital aragonesa, se inician toda suerte de acciones dispuestas para arrebatar el control que los francos ejercían sobre aquel tramo de los Pirineos. En el siglo IX algunos magnates aragoneses unen esfuerzos y consiguen derrotar a los debilitados gobernantes francos, Aureolo, el último de ellos, es vencido y expulsado de Aragón. Desde ese momento, el notable conde aragonés Aznar Galindo proclamará su autoridad independiente sobre el condado, lugar que va recibiendo flujos constantes de mozárabes sureños huidos de al-Ándalus; con estos cristianos convencidos, la nueva y emergente realidad peninsular encuentra habitantes suficientes para acometer una política que repueble los desiertos valles de la zona. Surgen dos enclaves vitales para el condado, son los monasterios de San Pedro de Siresa, de inspiración franca, y San Juan de la Peña, más cercano al gusto mozárabe. Estos núcleos religiosos se confirmarán como catalizadores culturales de su época, siendo por su labor fundamentales en la futura concepción del reino aragonés. En este primer tramo de su historia los condes se acercan progresivamente a Navarra hasta que, inevitablemente, quedan unidos gracias al enlace matrimonial de Aznar Galindo II con una descendiente del rey pamplonés García Iñiguez; desde esos instantes Aragón permanecerá bajo la influencia de Navarra aunque sin perder su identidad y gobierno. Las dos pequeñas potencias cristianas caminarán juntas hasta el año 1035, fecha en la que el condado de Aragón ampliará sus dominios hasta los 4.000 km2.

Mientras se confirmaban los nacimientos de Aragón y Navarra, en el oeste peninsular el reino astur-leonés seguía creciendo a buen ritmo bajo el mando del rey Alfonso II. El insigne monarca se empeñó en la recuperación de la rancia tradición visigoda. Por los escasos documentos de la época sabemos que fue ungido a la usanza goda, hecho que le diferenciaba ostensiblemente con respecto a reyes anteriores. Desde los tiempos del rey don Rodrigo todos los mandatarios del reducto asturiano habían sido aclamados por su valía, pactos o poder militar.

Alfonso II busca con ahínco en las raíces góticas el refuerzo moral tan necesario para su pueblo; vigoriza el uso del Liber Iudiciorum, texto legal que le permite un mejor gobierno sobre las gentes asturianas. Se reivindica Oviedo como la nueva capital de los cristianos, en detrimento de la perdida Toledo. Oviedo será remozada en sus calles y plazas, embellecida por palacios, iglesias y monasterios. Todo esto logrará que la capital asturiana consiga la fuerza necesaria para crear un obispado, además, el descubrimiento de las tumbas de Santiago, el Mayor, y sus discípulos favorece una proyección del reino asturiano en el orbe cristiano occidental; era momento propicio para dar un paso más en lo que ya empezaba a ser la idea nada despreciable de reconquistar el antiguo reino de los godos.

Alfonso II asume una trascendental decisión religiosa intentando controlar el poder eclesiástico; en su mandato se provocará la ruptura con la iglesia mozárabe de Toledo. En la antigua capital goda, ahora bajo el dominio musulmán, los cristianos preconizaban el adopcionismo, es decir, defendían que Jesucristo era tan sólo un ser humano escogido por Dios para su representación en la tierra. Este argumento chocaba frontalmente con las posturas tradicionales de la iglesia más ortodoxa que seguía viendo en Jesús una prolongación de la divinidad. Por otra parte, resultaba complejo seguir dependiendo religiosamente de Toledo, una ciudad gobernada por los mahometanos. La cuestión desembocó en una ruptura total de relaciones dejando al reino de Asturias como custodio y garante de las viejas leyes cristianas.

En el año 842 un octogenario Alfonso II sin descendencia abdica dejando paso libre a su primo Ramiro I, hijo de Bermudo I, el Diácono. En sus ocho años de gobierno se preocupará en seguir ampliando el reino así como en defenderlo de una primera invasión vikinga sobre las costas gallegas en el año 844, cuando naves normandas fueron detenidas junto a la Torre de Hércules en la Coruña.

En ese mismo año se supone acontecida la celebérrima y siempre dudosa batalla de Clavijo; aunque bien es cierto que otros autores la sitúan en el año 859, ya en tiempos de Ordoño I. Sea cómo fuere, el supuesto combate sirvió para enaltecer el ánimo de la cruzada cristiana durante siglos ya que una vez más entró en juego la sobrenatural ayuda celestial, cuando nada menos que el apóstol Santiago se apareció en sueños ante el Rey para informarle de que no bajara el ardor guerrero por el desastre sufrido jornadas antes en la riojana Albelda y que, sin dudar, lanzara sus huestes contra las musulmanas pues el mismísimo Santiago, desde entonces «matamoros», se pondría a su lado cabalgando a lomos de un caballo blanco y enarbolando un pendón del mismo color para conducir a las tropas de la fe verdadera hacia la victoria. Dicho y hecho, el rey Ramiro muy confiado por la visita celestial, transmitió la visión a sus hombres quienes alborozados se lanzaron al grito de «¡Santiago y cierra España!» sobre la horda mahometana a la que causaron más de 70.000 bajas obteniendo una gozosa victoria que evitaría por añadidura el tradicional y humillante pago de las infortunadas cien doncellas de las que ya hablamos en páginas anteriores. La increíble masacre efectuada sobre los musulmanes sirvió para que los agradecidos astur-leoneses instituyeran el voto de Santiago, una ofrenda anual que se entregaba al santuario de Compostela conmemorando aquella jornada tan necesaria y oportuna para el mundo cristiano. Este épico y seguramente fabulado episodio no queda más remedio que inscribirlo en la leyenda de una contienda muy necesitada de acontecimientos fascinantes que alentaran el espíritu de una población sometida al rigor y trajín bélico de la época.

Capítulos como el de Clavijo forman parte del acerbo popular de cualquier país que a través de los cantares de gesta y de las baladas juglarescas ensalzaban valores y virtudes fundamentales para el levantamiento y definición de la personalidad nacional. Los gobernantes europeos de ese siglo, y de otros posteriores, sabían que un pueblo orgulloso de sus hazañas y logros es un pueblo que progresa; en consecuencia, apadrinar este tipo de acciones y su consabida difusión, sería práctica común a lo largo de la historia.

Clavijo es el ejemplo más claro y diáfano de todos los ocurridos durante la Reconquista.

Pero no sólo de guerras justas vivió la novena centuria de nuestra era, también aquella sociedad campesina y ganadera disfrutaba con todo tipo de manifestaciones culturales. El propio Ramiro I, pasará a la historia como un gran protector de las bellas artes. La construcción de templos y ermitas, tales fueron los casos de San Miguel de Lillo o Santa María del Naranco, permitirán hablar de un estilo ramirense característico del prerrománico asturiano. También el monarca se interesó por la literatura, ordenando la elaboración de algunos textos. Fallece en 850 pasando el testigo a su hijo Ordoño I, quien destacará por varios asuntos, uno de ellos fue sin duda la febril actividad repobladora de diversas plazas arrebatadas definitivamente a los musulmanes; de ese modo Astorga, León, Tuy y otras localidades fueron recibiendo diferentes contingentes mozárabes llegados desde al-Ándalus. Cincuenta años antes ya se había iniciado la colonización de la antigua Bardulia, ahora llamada Castilla por los innumerables castillos que se iban alzando en los asentamientos establecidos por colonos llegados de cualquier parte del norte peninsular.

Desde principios de siglo miles de cristianos engrosaban el censo de nuevos pueblos y viejas ciudades en el valle del Duero; de esa manera, lenta pero constante, se empezaba a dar cuerpo a lo que un día sería la orgullosa Castilla.

Con Ordoño I la empresa de la Reconquista se presenta como una realidad ya imparable: cada vez son más los kilómetros ocupados por el reino astur-leonés, con urbes fortificadas y valles defendidos gracias a inexpugnables y almenadas moles pétreas. Gracias a Ordoño el valle del Duero dejará de ser un lugar yermo y despoblado. En sus dieciséis años de reinado se trazarán las pautas adecuadas para la expansión definitiva por el territorio hispano. Fallece en 866 tras haber afianzado una práctica hereditaria de la que se beneficiará su hijo y sucesor Alfonso III, el Magno, llamado así por sus notables victorias frente al poder musulmán. Lo cierto es que Alfonso consigue, mediante mandobles, la máxima expansión de su reino, además impulsa el esplendor cultural con la publicación de varias crónicas que sirven como propaganda justificadora de lo que ya se considera una Reconquista legítima del antiguo reino visigodo. A tal efecto surgen las crónicas: Profética, Albedense y la propia de Alfonso III. El mismo monarca se encarga de la redacción de alguno de esos manuscritos.

En el plano militar su reinado comenzó con una sublevación en toda regla de los vascones. En Arrigorriaga las tropas de Alfonso sufrieron un severo revés; no obstante, las relaciones internas del reino cristiano se fueron normalizando con el transcurso de los años. Las acciones bélicas contra al-Ándalus se intensificaron por toda la frontera. El empuje cristiano y las propias disensiones cordobesas favorecieron un desplome mahometano en la zona occidental de la península. Por ese territorio las tropas de Alfonso III desplegaron su poder ante la impotencia musulmana que, sin embargo, resistió organizadamente en el frente oriental, desde la marca cubierta por la ciudad de Zaragoza.

En occidente cayeron diversas plazas como Braga, Oporto y Coímbra, cerca de esta última se libró en 878 la batalla de Polvoraria donde los musulmanes perdieron 13.000 efectivos. La derrota musulmana tuvo como consecuencia una tregua de tres años muy beneficiosa para los cristianos quienes aprovecharon para continuar con el esfuerzo repoblador de los diferentes enclaves reconquistados. Se rebasó la frontera natural del Duero para fijarla en el río Mondego.

Los soldados de Alfonso III llevaron su osadía hasta la propia Marca Sur musulmana, sometiendo a Mérida a una feroz presión guerrera.

Por el centro peninsular también avanzaron las tropas cristianas tomando plazas tan significativas como Zamora, Toro, Simancas, Castrojeriz, Oca, Ubierna y Burgos. Los problemas del frente oriental se resolvieron gracias a un acercamiento amistoso entre Alfonso III y la familia muladí Banu Qasi.

Los éxitos militares de Alfonso III quedaban manifiestos, sin embargo, las disputas entre sus hijos por el control sobre las conquistas le hicieron fracasar como padre. En el año 909 se vio obligado a dejar la corona en beneficio de sus tres hijos: García, Ordoño y Fruela. Al primero, García I, le correspondería León; al segundo, Ordoño II, Galicia; mientras que al tercero, Fruela II, le tocaba en suerte Oviedo y sus territorios; bien es cierto que tanto Ordoño II como Fruela II subordinaron su autoridad a la de García I.

Tras peregrinar a Compostela Alfonso III se instaló en Zamora, donde falleció en diciembre del año 910 siendo enterrado en la catedral de Oviedo.

Más tarde volveremos a los cristianos del siglo X. Ahora descubramos cómo fue el siglo IX en la poderosa al-Ándalus.