VII. Haciendo méritos

No era fácil hacerse perdonar en la España de Franco, ni siquiera cuando andaba necesitada de apoyos para ganar la guerra. Edgar Neville pudo comprobarlo en sus reiterados intentos de volver al servicio activo como diplomático, que pronto compaginó con una incesante actividad en las labores de propaganda a favor de los sublevados.

En sus informes y cartas, el neofalangista hace hincapié en que su primer objetivo fue incorporarse al frente, dispuesto a servir en tareas de «reconocido riesgo», tal y como se le solicitaba. Tras presentarse en Salamanca por ser la sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores, marchó al parecer sin ningún encargo concreto a Ávila. En la capital salmantina se entrevistaría con el secretario de Exteriores, Francisco Serrat Bonastre, para agradecerle su decisiva participación en la obtención del salvoconducto y, lo que era más importante, para ponerse a disposición de José Antonio Sangroniz, «Jefe del Gabinete Diplomático de Su Excelencia». Ya le había mandado informes de sus actividades desde el 18 de julio y ahora esperaba instrucciones.

En Ávila, según el testimonio de Edgar Neville, el general Monasterio le comunicó que no se admitían para primera línea hombres mayores de treinta años. Tal vez le invitara a su cuartel general en una finca segoviana y le prestara algún tipo de ayuda, al margen de una información que cualquiera conocería. Era un militar accesible para Dionisio Ridruejo y sus amigos. Al primero le acababa de acoger en unos momentos delicados y a los segundos les intentó colocar en puestos adecuados a sus necesidades. Poco después, compaginó su afición a la poesía con la jefatura de las milicias falangistas ya militarizadas.

Tras la entrevista con el general, Edgar Neville se trasladó a La Granja, donde se encontraba por entonces su domicilio familiar a la espera de recuperar los de Madrid y Alfafar. Tal vez supo entonces del fusilamiento del dirigente local de Izquierda Republicana. Había permanecido fiel al orden constitucional.

También conocería la historia de dos jóvenes médicos, hermanos, que tuvieron poco después el mismo final. Fueron los coletazos de una violencia que llegó a la tranquila villa donde su familia «tomaba monte» durante largos veraneos. No podía albergar esa esperanza en la primavera de 1937. Edgar Nevil le necesitaba enrolarse en las filas de los sublevados y el comandante militar, atento tal vez a la solicitud de tan conocida familia de veraneantes y de su superior jerárquico, le ofreció «el puesto de enlace entre aquella localidad y Ávila, servicio considerado de primera línea».

Resulta difícil imaginar al Conde de Berlanga en estos menesteres, por mucho que fuera el entusiasmo y las ganas de probar su adhesión. Incluso sus habilidades como motorista, según dejaría demostrado años después en unas divertidas fotos publicadas por Primer Plano. Así, pues, consiguió que dicho comandante le prestara una motocicleta para trasladarse al frente de Madrid y «encontrar un puesto en el que no importara mi edad».

Tuvo que buscarse, en definitiva, la vida. No fueron generosas las autoridades de Salamanca, a diferencia de lo que recelaba el ya un tanto desplazado Eugenio Vegas Latapié. Su buena suerte fue no haber caído en el punto de mira de catedráticos como Enrique Suñer, que por entonces escribió Los intelectuales y la tragedia española (Burgos, 1937), un durísimo ataque contra Ortega, Marañón y la Residencia de Estudiantes «broche de una larga labor en pro del ateísmo». El martillo de herejes lamenta que la dictadura de Primo de Rivera no hubiera extirpado a estos enemigos. No obstante, confía en el Caudillo, salvador del «mundo civilizado», para completar la labor, al mismo tiempo que le avisa del posible arrepentimiento hipócrita de algunos de esos intelectuales. Menos mal que no tropezó con aquel «imprevisto forjador del Imperio», que andaba por entonces pidiendo ayuda a los amigos para tener en regla sus papeles como falangista en primera línea.

Las tareas diplomáticas nunca interesaron a Edgar Neville. Y menos en aquellas fechas. Como hombre de letras y de cine, era lógico que pretendiera un destino en las actividades propagandísticas bajo la dirección de su amigo Dionisio Ridruejo, que escribía por entonces su defensa de la «inconmovible metafísica», los valores eternos y el ser inmutable de España. El autor de historias como la de la vaca María Emilia nunca entendió tan abstrusos conceptos. Poco importaría que ni sus obras ni sus películas anteriores estuvieran precisamente en esa línea. Tampoco era cuestión de mostrar escrúpulos en unas fechas donde cambios más espectaculares se dieron en el campo de las letras y el cine. Estaba en juego su propio destino, en peligro cuando en Salamanca se encontró a conocidos y colegas que sabían de sus antecedentes. La «arrolladora simpatía» no le garantizaba nada, aunque le ayudara en tantas ocasiones.

Edgar Neville volvió a buscar viejos amigos que le pudieran amparar y se alistó en la «Compañía de Propaganda en el Frente», en mayo de 1937, apenas un mes y medio después del regreso a España. Prestó sus servicios en esta unidad, no reconocida como tal oficialmente, llevando a cabo diferentes tareas en un clima de improvisación y, a veces, falta de medios:

He hablado al enemigo desde las trincheras de la Ciudad Universitaria, de Carabanchel, de Toledo. He escrito y pronunciado por la Radio AZ del frente numerosísimas crónicas, proclamas, noticias. He llevado a recorrer la primera línea a cuanto periodista extranjero nos enviaba Salamanca. He realizado para la Delegación de Prensa y Propaganda informaciones fotográficas del No man’s land y de los parapetos rojos, situados a veces a veinte metros de nosotros. He hecho, en fin, todo cuanto me ha sido encomendado con el mayor entusiasmo y la más encendida fe viendo caer, en el mes de julio pasado, el 35% de nuestra compañía.

Una buena parte de estas experiencias las incorporaría a sus relatos propagandísticos publicados en revistas como Vértice (1937-1946), que pretendía ser un «símbolo indiscutible de la plenitud intelectual de la España azul». Hasta el final de la guerra coincidió en su nómina de colaboradores con Samuel Ros, Álvaro Cunqueiro, Gonzalo Torrente Ballester, Rafael Sánchez Mazas y otros autores que alimentaron las páginas de una de las mejores revistas falangistas, recordada también por su elegante y lujosa presentación. El editorial programático, publicado en abril de 1937, era tan claro como inequívoco:

La guerra que estamos ganando contra todos los enemigos de la Patria única, libre y grande, exige de nosotros con la destrucción o el aniquilamiento de aquellos, la instauración plena de nuestro dogma, que, yugulando los vicios pretéritos, atraiga para el futuro español, los vientos de imperiales grandezas que propugnamos.

Edgar Neville nunca yuguló vicios pretéritos y siempre buscó algún parapeto para refugiarse ante los vientos de imperiales grandezas. No fue el único. Incluso otros colaboradores, menos necesitados de méritos, tuvieron el privilegio de disociar la creación de la propaganda. No llegó a tanto ni se atrevió a escribir sobre lechugas enamoradas, como su colega Samuel Ros. Edgar Neville salió, no obstante, airoso del trance y reeditó, ya en tiempos del franquismo, unos relatos plagados de experiencias personales, evocaciones de un tiempo perdido y urgencias fáciles de intuir. Nunca dejó de contar su vida, su más apasionante creación, y aquellos meses le aportaron materia de sobra como hombre de acción y letras. Un ideal para quien siempre apareció ante los demás como sujeto inquieto e impulsivo. Poco dispuesto también a la autocrítica y menos a caer en la melancolía de una duda que afectara a lo hecho en el pasado.

Frente de Madrid es tal vez la novela breve más destacada y significativa de este período de su trayectoria. Gracias a las gestiones de sus amigos Arturo Ruiz Castillo, Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, fue editada en España e Italia. Cuando terminó la guerra, Edgar Neville no se apresuró a volver a su añorado Madrid, que tan cerca había visto desde las trincheras y hasta había captado en unas imágenes documentales que, según algunos investigadores, revelan emoción. Mientras su madre recuperaba las propiedades familiares, se trasladó a una ciudad por entonces más sugestiva para su círculo de amigos: Roma. Allí se iba a rodar una adaptación cinematográfica de Frente de Madrid, dirigida por el propio autor con el apoyo del gobierno de Benito Mussolini, tal y como veremos más adelante.

Dos años después, en 1941, y con el citado título, Espasa Calpe editó un volumen donde Edgar Neville agrupó varios de sus relatos relacionados con la guerra civil. Era una especie de rito literario de la inmediata posguerra, cuando tantos autores consolidaron su situación mediante ediciones que recopilaban méritos patrióticos, acaloradas denuncias e inquebrantables adhesiones. No fue su aportación la más visceral, ni mucho menos, en unos años de represión jaleada por quienes no encontraban una sola razón para la reconciliación o el perdón. Este volumen, asimismo, cierra un intervalo de literatura que hasta cierto punto consideramos como de compromiso ideológico y político. Jamás la volvería a cultivar su autor. La razón es tan sencilla como personal: unos meses antes había resuelto los problemas con el Ministerio de Estado. Podía respirar tranquilo tras ser readmitido sin sanción. Y disfrutar de la vida, con unos ajustes en su libertad que nunca le irritaron como para amargarle. No en balde su teoría del humor la incorporó a la práctica cotidiana, incluso en los momentos que le podían resultar más amargos.

El «alistamiento» de Edgar Neville en la «Compañía de Propaganda» no se tradujo en un nombramiento o en una vinculación con carácter oficial. Su nombre no figura en la documentación relacionada con la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda, creada por decreto del 14 de enero de 1937 de la Junta Técnica del Estado. Su misión principal era «la de dar a conocer tanto en el extranjero como en toda España, el carácter del Movimiento Nacional, sus obras y posibilidades y cuantas noticias exactas sirvan para oponerse a la calumniosa campaña que se hace por elementos rojos en el campo internacional». Sus funciones eran coordinar «el servicio de las estaciones de radio, señalar las normas a que ha de sujetarse la censura y, en general, dirigir toda la propaganda por medio del cine, radio, periódicos, folletos y conferencias». Conviene retener estas palabras, pues justifican buena parte de lo hecho por Edgar Neville desde la primavera de 1937 hasta el final de la guerra.

Tampoco es probable que esta vinculación a las tareas de propaganda fuera tan impulsiva o rápida como da a entender en los informes remitidos a la comisión de depuración. Por su cuenta y por la necesidad de acumular méritos ante las autoridades de Burgos, Edgar Neville ya había empezado a escribir en este sentido y con un convencimiento que elimina cualquier duda acerca de un posible comportamiento cínico. Tendría, no obstante, que esperar algunos meses para participar de manera más oficial en tales tareas, relegadas por unos sublevados cuyas prioridades eran otras. Dionisio Ridruejo lo lamentó en su momento y lo explicaría en unas memorias que esclarecen aquellas circunstancias.

Con la incorporación de Serrano Suñer al primer gobierno del General Franco, en enero de 1938, Dionisio Ridruejo se puso al frente del Departamento Nacional de Prensa y Propaganda. Pronto reunió un destacado grupo de colaboradores, elegidos no tanto por la afinidad ideológica como por su proximidad intelectual o sus relaciones de amistad. Entre ellos se encontraba Edgar Neville, a quien conocía desde el verano de 1935 gracias al círculo de amistades de Agustín de Foxá, Marichu de la Mora y Ernestina de Champurcín, entre otros veraneantes de La Granja. Junto a él, y en puestos más relevantes, aparecen en el organigrama de dicho Departamento Antonio Tovar, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Gonzalo Torrente Ballester, Agustín de Foxá, Eugenio Montes, Pedro Laín Entralgo, José Caballero y otro asiduo de los veraneos en La Granja, Luis Escobar, quien con su recordado humor lo refleja en sus memorias:

Dionisio se había rodeado muy bien de grandes ingenios que habrían de contar mucho en el futuro […] El doctor Pedro Laín Entralgo, los poetas Luis Rosales y Felipe Vivanco, los tres inseparables. El escritor Gonzalo Torrente Ballester y el filólogo Antonio Tovar. Todos llevaban uniforme de Falange y cuando llegaban juntos, dando fuertes taconazos y saludando brazo en alto, hasta daban un poco de miedo.

Ignoro si Edgar Neville, ausente en estas incompletas y censuradas memorias, acostumbraba a participar en el ritual de los taconazos y los saludos a la romana. Pocos meses después lo parodiaría su amigo Charles Chaplin, a quien Luis Escobar escribió la ya citada carta, publicada como folleto, recriminándole su defensa de la España republicana. Agustín de Foxá, en 1950, también contraponía «el buen Charlot» al «intelectualizado, político, disolvente y pedante de El Dictador». Edgar Neville, por el contrario, nunca perdió su amistad y hasta se desplazó a Corsier-sur-Vevey (Suiza) para reencontrarse con un Charles Chaplin censurado en la España del franquismo y alejado de la caza de brujas en EE.UU. Antes ya habían coincidido en Londres, cuando el estreno de la versión inglesa de El baile —interpretada por Conchita Montes— le permitió rememorar tiempos de cosmopolitismo y glamour.

Durante la guerra, Edgar Neville intentaría que nadie se acordara de algunas peripecias de Don Clorato de Potasa, capaz en 1925 de realizar comentarios irónicos sobre la parafernalia de voces y gestos del fascismo[66]. Pensaba, por ejemplo, que los gondoleros venecianos estaban «completamente afónicos a causa de la humedad y el fascismo» (I, XXVII). Eran bromas de quien no creía en Luzbel «porque no me aburro, porque no tengo tiempo de aburrirme». Bromas peligrosas, no obstante, cuando pasados los años el demonio volvió a cobrar actualidad. En 1947, por ejemplo, un censor escribió que Don Clorato de Potasa contenía «algunas escenas y frases reprobables desde el punto de vista moral y religioso». Menos mal que su postura fue minoritaria y la obra se pudo reeditar.

Quienes vieron a Edgar Neville en numerosas fotos de aquellos meses de 1937-1939, hoy en paradero desconocido salvo unas pocas, le recuerdan con el uniforme falangista, que al finalizar la guerra sería sustituido por un azul más suave, el de los elegantes trajes traídos de Londres que disimulaban su galopante obesidad. Otras fórmulas para perder peso implicaban un humor que sólo pudo poner por escrito en sus últimos años: «Lo único capaz de adelgazar es un campo de concentración alemán, pero también provocar una guerra internacional para ponerse en línea parece excesivo». Ya en 1927 y en una carta dirigida a Gregorio Marañón que publicó Gutiérrez, había desechado fórmulas más habituales como la del ejercicio físico: «Hacer gimnasia sueca al levantarse de dormir. Ponerse en cuclillas veinte veces, levantar una pierna y luego otra, tocar el suelo con las manos…, fíjese bien, Marañón, todo eso no es serio; se ve uno en el espejo haciendo esas cosas, y nos da vergüenza». Por entonces, sólo le sobraban ocho kilos.

Poco después de la incorporación de Edgar Neville a la unidad dirigida por Dionisio Ridruejo, y con el objetivo de alcanzar un mayor grado de eficacia, se separaron las secciones de Prensa y Propaganda. Dentro de esta última área se inscribió el Departamento Nacional de Cine, a cuyo mando se nombró al joven legionario Manuel Augusto García Viñolas, siendo el periodista Antonio Obregón el secretario general y José Manuel Goyanes un jefe de producción que pronto rentabilizaría este mérito en Suevia Films y en compañía de otro «camisa vieja»: Cesáreo González. Los tres tenían menos experiencia cinematográfica que Edgar Neville, aunque mejores antecedentes políticos. Tampoco era el momento de hacer valer las enseñanzas de Hollywood, justo cuando las autoridades de la zona nacional mantenían una tensa relación con varias productoras norteamericanas. Peor hubiera sido citar a sus amistades de aquel país, movilizadas algunas de ellas en contra del fascismo. No extraña, pues, que el único cineasta del grupo se conformara con ser llamado por su amigo Dionisio Ridruejo para ponerse a las órdenes de Manuel Augusto García Viñolas, con quien a principios de los años cuarenta llegaría a polemizar en torno a las orientaciones que debía seguir el cine español. Ahora era la guerra y, como es lógico, las opiniones personales debían ser reservadas para ocasiones más oportunas. Había que esperar. El tiempo pondría a cada cual en su sitio.

Mientras tanto, Edgar Neville solicita avales para su rehabilitación y se incorpora de manera inequívoca al grupo de los literatos situados en la órbita falangista. Los estudios sobre el mismo apenas han valorado la presencia nada anecdótica de los humoristas del 27. Tal vez porque les cueste tomarse en serio una participación que careció de una específica relevancia ideológica o política y fue, en buena medida, fruto de unas circunstancias sin continuidad en la trayectoria de estos autores. También porque eran, precisamente, humoristas y como tales poco dignos de una consideración por parte de quienes se empeñan en indagar razones trascendentes donde tanto afán de supervivencia se daba.

Edgar Neville nunca se adentra en cuestiones de calado político. Se limita a manifestar una genérica adhesión a «la Causa». Sin cabeza visible, pues José Antonio ha muerto y al general Franco apenas se le cita. Siendo amigo, desde los tiempos de La Granja del Henar, del singular Ramón Franco y hasta colaborador suyo en la republicana sublevación de diciembre de 1930[67], no era su modelo un dictador tan poco carismático, de ignoto sentido del humor y que terminaría haciendo quinielas con el seudónimo de Francisco Cofran. Edgar Neville también incluye en sus textos la exaltación de unos valores que, a veces, refleja la vaguedad acerca de lo que realmente iba a ser el régimen impuesto por los sublevados. Lejos de pensar en una dictadura militar —ni siquiera la basada en «la pura autoridad», que reclamara por entonces un envejecido y temeroso Pío Baroja—, sigue hablando de república sin cesar en sus contactos con sujetos, a veces nobles como él, que añoraban la monarquía.

Al igual que otros correligionarios, Edgar Neville imagina una «España nueva» donde, paradójicamente, todo fuera como antes. No de abril de 1931, sino de febrero de 1936, aunque con el tiempo acomodaría su opinión a la postura oficial y victoriosa. Quedaría así al margen un intervalo republicano marcado —según él— por el extremismo marxista y la insolencia de unas clases populares que habían superado los límites del decoro social. Habían intentado ser protagonistas en una obra donde habitualmente encarnaban papeles de reparto.

No obstante, en sus notas o escritos nunca se aboga por una dictadura militar como la que finalmente se impuso. Tampoco por un nacionalcatolicismo que, para un agnóstico como Edgar Neville, distaba mucho de ser motivo de entusiasmo. Ya en los años sesenta y cuando entre líneas se podía dar a entender un relativo distanciamiento de la postura oficial, haría un elogio de la dictadura de Primo de Rivera. Su amigo César González-Ruano pensaba, en 1935, que en el general se daba «el mejor atisbo de las cosas, la representación más autóctona de las esencias y los perfiles españoles». Incluso consideraba que el Espíritu Santo se había posado sobre su nuca para «soñar en voz alta un nuevo renacimiento del mundo español». Edgar Neville nunca compartió tales sueños. Su ideal era más tangible. Los rasgos de la dictadura que subrayó y defendió implicaban un alejamiento con respecto a la mediocre e inalterable rigidez del franquismo. Si al «simpático» general procedente de Jerez y amante de las bellas mujeres le caracterizaba «una afabilidad irónica y liberal», no resulta difícil imaginar que, por contraposición, a su sucesor en las tareas de dictador le correspondían rasgos que nunca fueron comentados por Edgar Neville, al menos por escrito y acabada la guerra. Ni alabados, como un régimen que, en 1957, contraponía con «aquella dictadura inofensiva en la que cada cual podía hacer lo que quisiera sin ser molestado». No sucedía así con el franquismo. Lo supo —hasta lo comprobó con amargura en el caso de su hijo Rafael— sin que fuera necesario que se lo contaran. Y tal vez recordara con una media sonrisa lo que dejó publicado en las páginas de Vértice: «Franco es el sentido común. Franco modera el desenfreno. Tiene la rara virtud de enterarse de las cosas y de tener en cuenta en cada caso la opinión adversa, pulsa, mide y hace o dejar hacer lo que sea de razón».

Edgar Neville nunca rechazó, por comodidad, el concepto de dictadura. Suponía una garantía para preservar el orden social y económico. Como la religión católica, que consideraba imprescindible a pesar de su agnosticismo. No obstante, puestos a elegir, prefería el modelo dictatorial que salvaguardara una mínima libertad de acción individual y, al menos, no cayera en lo «cursi», lo demagógico y en esa mediocridad de cortos vuelos que tanto le ahogó. No soportaba a los catetos y los bienpensantes. Su amigo Agustín de Foxá afirmó: «Hagamos de España un país fascista y vayámonos a vivir al extranjero». Era una solución, para él. Edgar Neville optó por quedarse y necesitaba crear a su alrededor una atmósfera más respirable. No porque se identificara con el Dionisio Ridruejo que, en febrero de 1940, exhortaba a sus lectores a conservarse «puros e irritados, disconformes y críticos, contra el término medio y la cochambre, contra la habilidad y la transigencia, contra las tentaciones de descanso, contra el miedo a la enemistad». Por ese camino se iba a la División Azul. El Conde de Berlanga siempre estuvo más cerca del epicureismo que de los misioneros.

Edgar Neville tampoco se identificó con otros grupos adheridos a «la Causa», pero no estaban los tiempos para matices o suspicacias. Diez años después, en un artículo publicado en ABC como homenaje a Agustín de Foxá, reconoce implícitamente que entre los sublevados había «los unos y los otros». Todos cedieron para oponerse a los de enfrente o «los de más allá» —¿los republicanos?— caracterizados por su intolerancia. En la España de 1949 y en público, Edgar Neville, a la hora de detectar signos de intolerancia, volvía la vista a los tiempos del Frente Popular. Lo que tenía a su alrededor, a veces con desagradables implicaciones familiares, lo dejaba para su diario personal. Nunca pudo publicarlo.

Según su diario de la guerra, parcialmente editado por Ma Luisa Burguera[68], en junio de 1937 es nombrado jefe de redacción de Radio AZ. Tal vez sea cierto. Hay testimonios de quienes le escucharon lanzando arengas. Podemos imaginarlas si leemos algunos de sus relatos de guerra y el guión de Altavoces en el frente. Sin embargo, en esas tempranas fechas es improbable que dicho nombramiento tuviera una cobertura oficial. Tampoco es citado por José Augusto Ventín Pereira en La guerra de la radio (1936-1939), donde da cuenta de sus actividades en dicha emisora de onda corta. La misma, a partir de abril de 1937, emitía desde el frente madrileño —«lugar increíble y maravilloso»— como uno de los más eficaces instrumentos de la futura «Compañía de Propaganda». En ella estaba integrado, más o menos oficialmente y con un sentido relativo de la disciplina, un Edgar Neville «encantado aquí en este ambiente confortador y optimista», según explica en la ya citada carta a Dionisio Ridruejo. Es indudable que participó en estas actividades, pero que, al mismo tiempo, de nuevo exageraría su protagonismo para hacerlo valer ante el tribunal de depuración.

A mediados del mes de junio de 1937 el Conde de Berlanga se encuentra en Valladolid, preocupado por el avance de los republicanos en el frente de Segovia. Lo detuvo el general Varela cuando estaba a punto de llegar a La Granja, donde permanecía la madre de Edgar Neville. Esta vez no pudo ir a verla. Tenía otras obligaciones propagandísticas en el frente vasco y el día 21 de junio entró en Bilbao con las tropas nacionales. La batalla había sido muy dura y sin posibilidad de incluir arengas de ningún tipo. Supongo que su misión consistiría en la toma de imágenes de una victoria que resultaría decisiva para el desenlace de la guerra. Lo comentaría, tal vez, con Marichu de la Mora, también presente en aquellas jornadas bélicas. No quedaron reflejadas en unas memorias que tantas circunstancias habrían iluminado[69]. La elegante dama falangista, testigo directo de acontecimientos decisivos, al parecer optó por el silencio hasta su fallecimiento en el otoño de 2001. Había decidido pasar a un segundo plano, con la discreción de quien había ejercido como periodista especializada en moda y crónicas de sociedad. Su familia también prefiere y salvaguarda esta imagen, alejada de aquella camisa vieja que en su caso llevara con aire aristocrático, inalterable en unos tiempos revueltos.

¿Cómo compaginaba Edgar Neville esta presencia en diferentes ciudades con las emisiones radiofónicas en el frente madrileño? Nunca estuvo verdaderamente militarizado y sujeto a la disciplina de una unidad. Le llamaban de manera intermitente para realizar misiones propagandísticas y cinematográficas. Su obligación era permanecer disponible. En cualquier caso, aprovecha la circunstancia de encontrarse en Bilbao para, con una sorprendente libertad de movimientos subrayada en los informes confidenciales de la policía, pasar la frontera y trasladarse a San Juan de Luz. Allí se reencontró con su nunca olvidada Conchita Montes, que no le había podido acompañar por carecer todavía de salvoconducto y trataba de compensar la ausencia con numerosas cartas. Siempre emprendedor, Edgar Neville tuvo tiempo de abrir en la localidad fronteriza una pensión, sin derecho a desayuno, ni comida, ni cena. Sus clientes eran los españoles que estaban a la espera del salvoconducto expedido por las autoridades del bando sublevado. Al frente de la misma quedó quien todavía era conocida como Conchita Carro. Nunca recordó en público o por escrito este episodio. Hablar de lo sucedido en la pensión no era propio de una dama de la alta comedia.

Edgar Neville deja solucionados los problemas de intendencia de su amante y se reincorpora al frente cercano a Madrid. El 22 de julio le encontramos en Toledo, aunque, en su continuo ir y venir por la España nacional, justo un mes después se traslada a San Sebastián. Contactaría con numerosos colegas que, como él, estaban impulsando diferentes publicaciones editadas —y bien pagadas— en la que sería capital cultural del bando sublevado: «Aquí [San Sebastián] la vida es interesante porque están las embajadas, los actores, los toreros y literatos de Madrid. En realidad, es Madrid al borde del mar» (Agustín de Foxá, 31-X-38). Edgar Neville llegó a decir, en febrero de 1938, que «en Prensa y Propaganda» le habían encargado la dirección de La Ametralladora, la brillante revista de humor en la que terminaría colaborando bajo la dirección de un sorprendido Miguel Mihura. El autor de Tres sombreros de copa estaba mejor que con el Frente Popular, que le había obligado a presentarse en su burocrático puesto de los Jurados Mixtos del Ministerio de Trabajo. Por un sueldo de ciento cincuenta pesetas, hasta entonces cobrado sin aparecer por tan tristes dependencias ministeriales. Otros detalles similares le condujeron a una conclusión: «Comprendí que la zona roja no nos iba ni a España ni a nosotros, los españoles. Y entonces, yo me dije: “Estos señores que se vayan a hacer puñetas. No me interesan y me voy con los otros”». Con estos últimos, y una vez provisto del correspondiente carné falangista, cobraba setecientas cincuenta pesetas como director de La Ametralladora.

Edgar Neville tenía durante su estancia en San Sebastián otras preocupaciones más personales que las del lanzamiento de una revista, tal y como refleja en su diario. En la capital donostiarra permanecía su esposa. Mantuvo una larga entrevista con ella y acordaron, para cuando terminara la guerra, el divorcio. ¿De mutuo acuerdo, como afirma en una anotación? Imposible saberlo con seguridad. Ella seguía enamorada y hasta celosa, al menos así la podemos imaginar a partir de varias referencias y testimonios. Él ya había dejado atrás ese amor, aunque nunca terminara de romper con el mismo. Tal vez porque quedaban algunos rescoldos, dos hijos e intereses comunes. En cualquier caso, tras la entrevista se siente esperanzado con la perspectiva del divorcio como solución. Se seguiría manifestando partidario de esta opción durante el franquismo: siempre la consideró más civilizada que el espectáculo de una convivencia imposible.

Tras el encuentro en San Sebastián, Edgar Neville también se siente emocionado por la serena actitud de Angelita. Confía en que el acuerdo adoptado sirva para la felicidad de ambos, sin hacer referencia a los dos hijos que, después de pasar una temporada en Sevilla, se encontraban internos con los jesuitas en un colegio de Villafranca de los Barros (Badajoz):

En San Sebastián encontré a Angelita. Dramática y sencilla conversación a la luz de la luna. Apenas hubo cargos, decidimos el divorcio de común acuerdo al terminar la guerra. Quedé muy impresionado y conmovido. ¡Qué triste es llegar a estas situaciones!

El acuerdo de divorcio no sólo fue fruto de esa reunión. El 29 de noviembre de 1936, en un pliego de escribir del Hotel Inglaterra, en la sevillana Plaza de San Fernando, Ángeles Rubio-Argüelles, que ya es plenamente consciente de la relación de su marido con Conchita Montes, redacta una carta en la que acepta su insistente petición de separarse: «Desde ahora, puedes sentirte completamente libre de compromiso conmigo y vivir fair (A tu modo)». Fue transcrita por Jesús García de Dueñas, pero no me han permitido consultar el original, como otros documentos que probablemente sigan en poder de José Luis Borau tras sus entrevistas con la mujer y uno de los hijos de Edgar Neville, realizadas con motivo del libro que dedicó a Henri d’Abbadie d’Arrast[70].

Mientras tanto, la guerra continúa con su sucesión de conflictos, los del frente y los personales. Edgar Neville se dirige a Salamanca y vuelve a su casa de La Granja para visitar de nuevo a su madre, cuya generosa ayuda era necesaria para afrontar unos gastos superiores a lo que, de manera esporádica, recibía por su labor en la «Compañía de Propaganda». Una semana después, el 29 de agosto, se encuentra en Brunete, cuya cruenta batalla se había iniciado en julio tras la ofensiva de las tropas republicanas. Cerca de cuarenta mil hombres habían muerto. Edgar Neville no sintió o no pudo dar cuenta de semejante horror. Levanta testimonio, de acuerdo con las instrucciones recibidas, a favor de quienes derogaron la ley del divorcio como una de sus primeras medidas. Paradojas de la vida. Las soportaría con humor el elegante combatiente, que fecha en francés las anotaciones de su diario y manifiesta que «Uno de los motivos que ha tenido mi subconsciente en ir a la guerra es la esperanza de conquistar como botín grandes latas de caviar Romanoff Beluga». La preocupación de su amigo Agustín de Foxá por aquel entonces, si nos fiamos de un diario repleto de exquisitas referencias gastronómicas, era encontrar cada día un champán muy frío para acompañar a un raro y memorable caviar de alguna república soviética. No tengo noticias de que lo vendido al gobierno español incluyera tan delicado manjar, añorado por quienes admiraban la sabiduría gastronómica de Julio Camba y permanecían indiferentes a un hambre que, no por real, dejaba de parecerles una impertinencia de la literatura social.

En Brunete, cuando las posiciones de ambos bandos se habían estabilizado tras el fragor de la batalla, Edgar Neville no tendría demasiado tiempo para estos placeres, que tanto sorprendieron al más sobrio Dionisio Ridruejo. Hacía mucho calor, incluso para sobrevivir después del pánico. Su misión era remachar la victoria bélica, todavía precaria, con la propagandística. Aparte de otras tareas, tomó notas para escribir el relato titulado Las muchachas de Brunete, también publicado en Vértice (julio, 1938). Las protagonistas son dos enfermeras falangistas: señoritas elegantes, cultas y bellas, que caen prisioneras de «Los hijos de Lenin» durante la ofensiva republicana. Se basa en un episodio real protagonizado por las hermanas Ma Luisa y Ma Isabel Larios, a las que se impuso, todavía en guerra, la Cruz del Mérito Militar después de ser supuestamente liberadas por las tropas del general Franco. Eran «aquellas muchachas hechas al lujo y a la vida fácil que en el momento solemne para su Patria lo habían abandonado todo para ir a trabajar de sol a sol».

Edgar Neville tenía motivos personales para comprender esa decisión, pues conocía a las hermanas Larios, hijas de los marqueses malagueños en cuya casa de Hendaya se había entrevistado con un representante de la Junta de Burgos cuando salió de España, en septiembre de 1936[71]. Formaban parte del círculo social en el que había alternado en compañía de su esposa y, llegado el momento, asumió con entusiasmo la tarea de exaltar el valor de unas heroínas del «señorío español» que le resultaban próximas.

Edgar Neville tal vez concibiera este relato como réplica propagandística a un documental republicano titulado Nuestros prisioneros (1937)[72], que presentaba a la enfermera Ma Luisa Larios explicando el buen trato recibido tras haber sido capturada. Con este objetivo ya su amigo Agustín de Foxá había publicado «Dos muchachas de Brunete» en el no 1 de Y (feb., 1938; reed. Arriba España, Pamplona, 18-IX-1938), donde podemos ver las fotos de las guapas hermanas Larios, que como tales pronto se convertirían en un disputado reclamo propagandístico.

El relato de Edgar Neville utiliza el previsible maniqueísmo, el de la supuesta y exclusiva lucha entre los falangistas y los comunistas. Un fondo político, no tan alejado de lo sucedido en aquella ocasión, que a veces deja en primer plano una historia galante muy del gusto de las películas propagandísticas de la inmediata posguerra. Lo verdaderamente ajeno a la realidad de los hechos fue el desenlace. En el relato, las hermanas son canjeadas en Valencia por un prisionero republicano. Evitan así la inminente ejecución. La intervención de un oficial soviético resulta decisiva. Se trata de Bakanik, un noble y apuesto galán que no ceja en su denuncia de las contradicciones y los peligros del comunismo, del que acaba huyendo en el mismo barco que las falangistas. Lo sucedido fue distinto, pues la liberación se produjo gracias a un canje por varios prisioneros republicanos, que no se apresuraron a refugiarse en una embajada —como hace el que aparece en el relato— y permanecían encerrados en las cárceles franquistas cuando, en 1941, se reeditó Las muchachas de Brunete.

Una posibilidad que, como era previsible, ni se apunta en un relato de clara intención propagandística donde el proceso del canje queda reducido al mínimo, como si se temiera un menoscabo de la condición heroica de las protagonistas. Agustín de Foxá en su citado artículo fue más claro dentro de lo escueto: «Y las vuelven a Valencia. Después, la negociación, el canje. Y un barco que se lleva a las dos hermanas sobre la alegría libre del mar».

El relatado episodio era una golosina para los aparatos de propaganda. Es obvio, por otra parte, que ambos bandos pretendieron rentabilizar el caso de estas mujeres, que acabarían en un acomodado anonimato poco después de un fugaz protagonismo. Tendrían ocasiones en Málaga para comentarlo con Edgar Neville y hasta para preguntarle por aquel ficticio oficial soviético, tan peculiar y galante. Más sugerente, por supuesto, que unos prisioneros republicanos procedentes de Cádiz. Algunos de ellos eran, además, obreros y sindicalistas. No se les podría presentar como a Don Pedro Hambre: «Se adivinaba por su trato afable y educado que no era un rojo».

La participación del citado oficial soviético no fue la única aportación original en un relato marcado por lo propagandístico. Edgar Neville, en su afán de ampliar la base social y política de los sublevados para normalizar una situación como la suya, radicalizó la oposición entre el general Miaja y el líder socialista Indalecio Prieto. Hasta tal punto que «Don Inda», como era conocido quien tanta popularidad alcanzara en el Madrid anterior a la guerra, casi se muestra partidario de los sublevados:

En el campo enemigo hay una presencia inmaterial de un futuro, hay una idea que ya es común al aristócrata, al hombre de carrera y al proletario. De otro modo no estarían muriendo juntos en las trincheras. Ellos se baten, no por el pasado, se baten por un porvenir que han adivinado.

El líder de la facción moderada del PSOE y José Antonio Primo de Rivera mantuvieron una buena relación mutua, incluso publicaron elogiosas palabras el uno del otro. Es cierto que Indalecio Prieto lamentó no haber apreciado a tiempo elementos comunes con sus adversarios que podrían haber evitado la guerra, pero sus matizadas opiniones distan mucho de coincidir con lo imaginado por Edgar Neville. Y, por supuesto, nunca tuvo la oportunidad de alegar estas supuestas palabras suyas para evitar correr la misma suerte que tantos otros republicanos. Murió exiliado en México, en 1962. La Victoria también excluyó a quien, según nos recuerda Edgar Neville, estaba dispuesto a comprender a los vencedores[73]. Esta actitud tan violenta como ajena a cualquier tipo de reconciliación ya se pudo comprobar, mucho antes, en el significativo caso de Julián Besteiro.

Tras realizar las tareas propagandísticas en el frente de Brunete, es probable que en septiembre de 1937 Edgar Neville volviera a París. Algunos envidiarían su suerte, sobre todo porque lo hacía por motivos personales relacionados con las continuas cartas que recibía de Conchita Montes, con quien por entonces planea una boda que nunca pudo tener lugar. ¿Aprovechó aquella visita para realizar otras misiones? Lo dudo, puesto que las habría incluido en sus informes ante la comisión de depuración. El 26 de noviembre ya se ha reincorporado al frente de Madrid, desde donde escribe a su admirado amigo José Ortega y Gasset, que había dejado en la capital francesa. Le anuncia la, según él, inminente entrada de las tropas en la capital:

Espero que esta carta le llegue cuando los diarios voceen nuestras primeras victorias de la gran victoria final y que le encuentren a usted sano y en buen equilibrio como un personaje de Velázquez, y sepa usted que entre la avalancha de los que entraremos en Madrid portaremos como un guión su recuerdo, su presencia de madrileño y que así lo haremos constar a las calles y plazuelas de nuestra ciudad para que no puedan creer que la olvidó usted en el gran día de su liberación (Fundación Ortega y Gasset).

¿Soñaba Edgar Neville con esa futura gloria, tan inconsciente era de la realidad? ¿Cuántas veces recordaría estas palabras hasta que el filósofo pudo, por fin, regresar en 1945 sumido en el silencio de una forzada discreción? ¿Qué le contaría en aquellas otras cartas hoy en paradero desconocido al margen de las doce conservadas en la Fundación Ortega y Gasset? ¿Cuál fue la respuesta de Don José? ¿Se consideraba «un guión» de los que iban a entrar en Madrid? ¿Se sintió molesto o inquieto ante la rendida admiración de su amigo?

Poco después, el 9 de diciembre de 1937, se redacta la ficha policial de Edgar Neville ya citada. A pesar de los méritos acumulados, sigue mostrando recelos hacia un diplomático que en 1938 tuvo que superar nuevas pruebas, algunas particularmente desagradables por afectar a una Conchita Montes que también se cartearía con Don José.