Enero

—Feliz Año Nuevo —me dijo una enfermera.

Sonreí llorosa y me volví hacia Lily, que seguía inconsciente. Llevaba así casi tres horas.

—Por favor, Dios —rogué—, que se recupere. Si se recupera haré lo que sea. Prometo ir a misa los domingos y dar dinero a los pobres. Incluso estoy dispuesta a ser la madrina del hijo de Andie, pero por favor, por favor que no se muera.

La vida de Lily parecía pender de un hilo, o más exactamente de cuatro tubos enganchados a dos monitores que emitían pitiditos.

La enfermera cogió el historial de Lily, al pie de la cama, y anotó algo.

—¿Algún cambio? —pregunté ansiosa.

Ella apretó los labios y negó con la cabeza. Yo repasé mentalmente las últimas tres horas: el trayecto al Chelsea and Westminster, la entrada en urgencias, los médicos enfocando una linterna en los ojos de Lily y dándole golpecitos en las rodillas, la alarmante mención de un escáner cerebral y por fin su ingreso en la cuarta planta.

Entre la tensión y la noche sin dormir, estaba destrozada y además me iba a estallar la vejiga. Pedí a la enfermera que se quedara con Lily mientras yo iba un momento al servicio. Salí disparada por el pasillo y volví a la carrera, casi histérica de miedo pensando que Lily podía morirse mientras yo estaba fuera. Cuando ya me acercaba a la sala advertí el olor a desinfectante del hospital y los vistosos cuadros de las paredes, unos ronquidos lejanos y el timbre de un teléfono. Y justo cuando llegaba a la cortina que ocultaba la cama de Lily oí la voz de la enfermera.

—¿Perrier? —decía perpleja.

—Sí-í… Perr-i-er… —gimió Lily—. Perri-e-r… —repitió con un hilo de voz. Yo aparté la cortina.

—¿Quieres agua, Lily? —preguntó la enfermera. Echó agua en un vaso y se lo acercó a los labios. Pero Lily seguía sin abrir los ojos.

—Perr-i-er —murmuró de nuevo—. Quiero… Perr-i-er.

—Sí, sí, toma, aquí tienes agua.

—No; Perrier —repitió ella imperiosa. La enfermera me miró y se encogió de hombros.

—Vaya, qué remilgos. No quiere agua del grifo, tiene que ser mineral. Muy bien, ¿con gas o sin gas, Lily?

—No, agua no. ¡Perrier! —chilló Lily.

—¡Ah, lo que pide es Laurent Perrier! —exclamé yo—. Es su champán favorito. Lily —dije, cogiéndole la mano—, ¿quieres Laurent Perrier? Puedo traerte una botella. Mira, te traigo todas las botellas que quieras, pero despierta. Lily, ¿me oyes? —insistí desesperada—. Soy Faith. ¿Sabes quién soy?

Ella movió los párpados, pestañeó un par de veces y abrió los ojos.

—¡Aah! —gimió, llevándose la mano a la cabeza, que tenía vendada—. ¡Aay! —Cerró los ojos y de pronto los abrió de golpe, como sobresaltada—. ¡Faith! Esta vez sí la he cagado.

—¡Lily! —chillé, apretándole la mano—. ¡Ay, Lily! ¡Gracias a Dios que estás bien! Perdona que te gritara. Por mi culpa te has dado un golpe en la cabeza.

—No, no, perdóname tú. —Con mi ayuda y la de la enfermera, se incorporó poco a poco—. Todo ha sido por mi culpa —aseguró con voz llorosa—. Lo he hecho todo mal.

—Pero si yo no te hubiera gritado, no te habrías caído. Te resbalaste con el Vogue.

—¡Con el Vogue! —gimió ella, poniendo los ojos en blanco—. ¡Cómo no! ¡Pienso denunciarlos! Oye, Faith, tengo que decirte una cosa —añadió ansiosa.

—No importa.

—Sí que importa. Pero el problema es que ahora no me acuerdo. Solo sé que era importantísimo, pero no… ¡Ah! ¡Ya lo tengo!

—De verdad, Lily, vamos a olvidarlo.

—No. Es que…

—De verdad que me da igual —repetí—. De verdad. Estoy tan contenta de que estés bien…

—Pero es que es sobre ella —susurró.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? Andie.

—¿Qué pasa con Andie?

Lily respiró hondo.

—Que no está embarazada.

—¿Cómo?

—Que Andie no está preñada.

—¿Qué dices?

—¡Que no hay bollos en el horno, hija!

—¿Ah, no? ¡Ah! —Me había quedado tan parada que solo pude repetir—: Ah. ¿Pero tú cómo lo sabes?

—Porque hace tres semanas me la encontré en el Savoy, en los servicios. Estaba sacando Tampax de la máquina.

—Ah. Igual eran para una amiga.

—Lo dudo mucho. Además, se puso casi colorada al darse cuenta de que la había visto.

—¿Seguro que era ella?

—Segurísimo. No la conozco en persona, pero sí de vista. Era ella.

—¿Y crees que no está embarazada?

—Sí. Eso era lo que quería decirte anoche.

—Un momento, un momento. —Se me había acelerado el corazón—. ¿Por qué demonios no me lo dijiste antes?

—¿Qué por qué no te lo dije antes? —repitió, mirando a lo lejos con expresión contrita—. Pues porque soy una hija de puta, por eso.

—¿Lo sabías desde mediados de diciembre? —Lily asintió con expresión culpable—. ¿Y no me dijiste nada? —Volvió a asentir—. ¿No dijiste nada?

—Perdóname, Faith —susurró, toqueteándose la pulsera de papel del hospital—. Tenía que habértelo dicho.

—¡Sí! —exclamé acalorada—. ¡Desde luego!

—Pero me engañé pensando que para ti no significaría gran cosa, porque estabas con Jos.

—Pero tú sabías que yo no era feliz con Jos.

—Sí.

—Y sabías que quería volver con Peter.

—Sí —murmuró—, es verdad.

—Y sabías que la única razón de que no estuviera con él era el embarazo de Andie.

—Sí —gimió.

—¡Ay, Lily! No entiendo cómo has podido hacer una cosa tan baja y rastrera.

Lily tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Perdóname, Faith —suplicó cogiéndome la mano—. Pero es que estaba furiosa con Peter. Cuando anoche me contaste lo bien que había hablado de mí en el informe, me di cuenta de que había cometido un error garrafal. Entonces intenté contarte lo de Andie, pero tú no querías escuchar. Y luego vino lo de mi resbalón freudiano.

—Así que Andie no está embarazada. —Sentí tal oleada de euforia que mi enfado se evaporó—. ¡Estás viva! —exclamé—. ¡Y Andie no va a tener un hijo! Así que Dios existe. —Y entonces rompí a llorar.

—Lo siento —dijo Lily, con la frente arrugada en expresión de ansiedad—. Lo siento mucho, de verdad. —Dos lagrimones le surcaron las mejillas. Me dio un pañuelo y cogió otro para ella—. Es que estaba convencida de lo de Peter, estaba furiosa, estaba…

—Obsesionada.

—Le odiaba con toda mi alma —confesó.

—A muerte.

—Sí, pero tú sabes que mi carrera lo es todo para mí.

—Así que estabas dispuesta a vengarte de Peter por algo que no había hecho, y terminaste haciéndomelo pagar a mí. ¡Ay, Lily! ¡Has hecho mucho daño!

—Sí —gimió ella—, ya lo sé. Haría lo que fuera por solucionarlo, Faith, pero es que no sé cómo.

—¡Yo sí! —exclamé, enjugándome los ojos con otro kleenex. Tragándome las lágrimas miré el reloj, que marcaba las cuatro y media—. Quiero que llames a Peter ahora mismo y que le digas lo que acabas de contarme.

—¿A estas horas? —preguntó nerviosa.

—Sí, da igual. Le gustará saberlo.

—Pero no tengo mi móvil.

—Está el teléfono del hospital —señalé.

—Está bien. Acércamelo.

De modo que traje el carrito del teléfono, lo enchufé y metí unas monedas. Luego marqué el número del móvil de Peter y pasé el auricular a Lily. Ella respiró hondo.

—Peter, soy Lily. Sí, ya sé que son las cuatro de la mañana, pero escucha… No, no, no, por favor, espera un momento, espera. Creo que deberías saber una cosa…

La conversación duró menos de un minuto, al cabo del cual Lily me tendió el auricular.

—Faith —dijo Peter, con la voz rota por la emoción y el sueño—. ¿Faith?

—¿Sí, cariño? —sollocé.

—Vuelvo a casa. Dame cuarenta y ocho horas.

—¡Feliz Año Nuevo! —me dijo el quiosquero dos días después, cuando fui a comprar el Mail.

—¡Igualmente! —repliqué.

—Se ha comprado usted otro perro —comentó él, mirando a Jennifer Aniston.

—No, no, de momento lo estoy cuidando porque su ama está en el hospital.

—Vaya. Espero que no sea nada serio.

—No, no es nada. Claro que la cosa podría complicarse.

—¿Tiene para mucho tiempo en el hospital? —preguntó el hombre, solícito.

—El tiempo que pueda.

El quiosquero me miró extrañado, pero no tenía tiempo de explicarle la situación. El caso es que Lily se negaba a salir del hospital y yo creía saber por qué.

Ese mismo día fui a verla.

—Todavía me duele… la cabeza —le oí decir al doctor Walter, el neurólogo, un hombre muy atractivo.

—Hemos hecho todos los análisis posibles, Lily —contestó él, poniéndole el termómetro—. Lo único que tenías era una contusión, y creo que ya podemos darte de alta.

—¡No, no! —se apresuró a exclamar ella—. Seguro que necesito más observación. ¿No puedo quedarme una noche más?

—Pero ya llevas aquí tres días.

—Por favor.

—De acuerdo… puesto que estás en una cama privada —concedió él—. Pero mañana te vas a casa.

—¿Y si tengo una recaída? —sugirió Lily alegremente.

—Lily, estás bien.

—Pero podría haber sufrido un daño permanente en el cerebro —insistió ella.

—Es muy poco probable.

—¿No podría venir como paciente externa? —pidió Lily a la desesperada, cuando el doctor ya se marchaba.

—No creo que sea necesario.

—Pero necesitaré revisiones.

—Está bien —accedió él—. Te veré una vez más.

—Tal vez podrías examinarme mientras cenamos —propuso Lily encantada—. En mi casa. Vivo muy cerca de King’s Road.

—Ah. Bueno, es muy tentador, pero tendré que pensarlo, por aquello de la ética profesional. A propósito —prosiguió, mirando la bolsa de Louis Vuitton que yo había metido a hurtadillas en el hospital a petición de Lily—, seguro que sabes que aquí no se permiten perros.

Lily sonrió con expresión culpable y abrió la bolsa.

—Ya lo sé, pero solo ha venido de visita, ¿a que sí, cariño? Me ayuda a recuperarme.

Jennifer salió gruñendo de la bolsa.

—Mi madre tiene un shih tzu —dijo el doctor Walker.

—¡No! —exclamó Lily, encantada.

—Ha concursado en Crufts y todo.

—¿De verdad? —Lily estaba encendida de alegría—. Yo estaba pensando en inscribir a Jennifer. Su nombre en el Kennel Club es Fantasía Traviesa. Su padre era de muy buena raza. ¿Verdad que son preciosos? —preguntó. Jennifer la miró con su cara hinchada.

—Pues… sí —concedió él de mala gana—. Si a uno le gustan esas cosas. Pero no creo que puedas inscribirla este año porque te habrás dado cuenta de que está embarazada.

Lily se llevó las manos a la boca, mostrando su impecable manicura, y se quedó mirando pasmada a la perra.

—Mi madre criaba perros —explicó el doctor Walker—, así que estoy seguro.

Acarició a Jennifer, que se tumbó boca arriba, y entre la cortina de pelo blanco advertimos un claro bulto.

—Dará a luz dentro de un mes, yo diría. La has cruzado, ¿no?

—¡Yo no! ¡Jennifer! —exclamó—. ¡Cómo has podido! ¡Serás descarada! —Entonces se volvió hacia mí—. No habrá sido Graham, ¿no?

—No, imposible.

—Entonces debió de ser cuando se escapó en diciembre. —Lily puso los ojos en blanco—. Llegó hasta King’s Road. ¡Señorita Jennifer Aniston! —prosiguió, blandiendo el dedo—. ¡Dios sabe cómo saldrán los cachorros! —exclamó consternada—. Dudo que Jennifer se liara con el equivalente canino de Brad Pitt. ¡Ay, Dios! Serán chuchos.

—Serán cruces —la corregí—. Y eso no tiene nada de malo.

—Pero igual salen feísimos. —Yo guardé un silencio diplomático—. Podrían ser perros feísimos, Faith —repitió—. Claro que por otra parte podría sacarla en la revista —dijo de pronto animada—. ¡Sí! Ya lo estoy viendo. Jennifer, desnuda y embarazada en la portada del Moi! Vamos, si Demi Moore lo hizo no veo por qué Jennifer Aniston va a ser distinta. Lo sacaremos en abril. Toda la revista será un especial de perros. Podríamos llamarla Dogue. Traeré al mejor fotógrafo. —Cogió su móvil y marcó un número—. ¿Polly? Escucha, soy Lily. Quiero que llames a John Swannell.

—No te canses demasiado —advirtió el doctor Walker—. Pasaré a verte después de comer, ¿de acuerdo?

—¡Sí! —contestó ella con una sonrisa beatífica—. Puedes pasar a verme cuando quieras. ¡Ay, Faith! —exclamó en cuanto el médico se marchó—, ¿no te parece divino?

Asentí con la cabeza. Desde luego era muy atractivo y parecía muy agradable.

—¡Y pensar que he conocido a un hombre maravilloso gracias a una contusión! Pero dime, ¿cómo está Peter? ¿Cómo van las cosas?

—Vuelve a casa mañana.

—¿Tienes algo de lencería fina?

—Creo que no me hará falta —contesté con una sonrisa.

La mañana siguiente me levanté de un brinco a las tres y media, me di una ducha y me eché mi nuevo perfume, C’est La Vie! A las cuatro y cuarto llegué al trabajo contentísima.

—Un cambio estupendo —me dije alegremente estudiando los mapas isobáricos.

Y en el boletín de las ocho informé:

—De modo que tenemos por delante un día glorioso.

«¿Pero qué dice? ¡Si hace un frío horroroso!».

—Suben las temperaturas…

«¿Está loca? ¡Estamos a dos bajo cero!».

—Aunque hay un sesenta por ciento de probabilidades de lluvia.

«Ocho, siete…».

—¿Pero qué importa un poco de agua?

«Seis, cinco…».

—Y lo bueno de la lluvia…

«Dos, uno…».

—… es que sin lluvia no habría arco iris.

«¿No estará borracha?».

—Así que abríguense, no se olviden del paraguas, por si acaso, y pasen un buen día.

«Cero».

—Gracias, Faith —dijo Terry, con Tatiana sonriendo como una tonta a su lado—. Tú sí eres un sol. —Sonreí—. Y ahora —prosiguió él, volviéndose hacia el autocue— la peliaguda cuestión del flúor en el agua potable. ¿Deberían las autoridades obligar a las compañías de agua a añadir esta controvertida sustancia química en nuestro oso australiano de la crema facial de Clinton…?

Terry se interrumpió y miró a la cámara confuso.

—El marco de la privatización, neurología, tejones… pájaros… —Se interrumpió de nuevo, buscando en vano algún significado en la extraña aglomeración de palabras que rodaban en la pantalla—. Tamaño de pechos —prosiguió lentamente, pasándose el dedo por el cuello de la camisa—. Acuerdo confidencial de los contribuyentes, laca Livingstone… —Terry se agitó en el sofá con la cara encendida.

—¿Qué demonios está pasando? —oí en mi auricular. Era Darryl—. ¿Qué estás haciendo, Lisa?

—El helicóptero rosa de la abuela…

—No es culpa mía —gimió ella—. Se ve que los textos se han mezclado.

Mientras estallaba el caos en realización, Tatiana sonreía impertérrita.

—Vaya por Dios, Terry —dijo por fin—. Parece que tienes problemas.

—Bueno, yo…

—A tu edad ha de ser la vista —prosiguió Tatiana fingiendo preocupación—. Deberías ir al oculista. Pero ahora, queridos telespectadores, vamos a pasar al siguiente tema. Hablaremos de un cambio radical en el transporte público. Tenemos con nosotros al alcalde de Londres, Ken Livingston, para comentar sus nuevos planes para subvencionar el metro. Buenos días, Ken —saludó con una sonrisa obsequiosa—. Bienvenido a la AM-UK!

Corrí a mi mesa para llamar por teléfono a Sophie.

—¿Has visto a Terry? —pregunté sin aliento.

—¡Sí! —exclamó ella, echándose a reír—. ¡Genial! Casi me ha dado pena. ¿Y tú has visto el Daily Mail?

—No. ¿Qué sale?

—¡Yo!

Cogí el periódico de la mesa de producción y enseguida encontré una foto de Sophie en traje de chaqueta bajo el titular: ¡DELICIA GAY!

«Sophie Walsh, recientemente despedida de la AM-UK! tras publicarse unas revelaciones sobre su vida privada, ha entrado en la BBC con un contrato de doscientas mil libras al año. Por petición específica de la directora general, Greg Dyke, que el año pasado confesó su tendencia homosexual, Walsh dirigirá la versión televisiva de El laberinto moral en la BBCI. Los críticos ya presagian que será la heredera de Jeremy Pasman».

—¡Sophie! —exclamé—. ¡Eres una estrella!

—En parte gracias a ti, Faith.

—No, gracias a Terry y Tatiana.

—Sí. —Rió—. Supongo que sí. Se acabaron las abuelas videntes —dijo alegremente—. Se acabaron los gatos patinadores, las jugarretas y los madrugones de las tres de la mañana. Y por fin mi hermana ha denunciado a Jos a la Agencia de Apoyo al Menor.

—¡Bien!

—¿Y tú, Faith? ¿Cómo estás? Se te veía muy contenta en la tele.

Me puse a toquetear mi anillo de casada.

—Sí, estoy muy contenta.

No les habíamos dicho a los niños que nos habíamos reconciliado, porque queríamos darles una sorpresa. Mis padres se los habían llevado a esquiar una semana. A su vuelta encontrarían a Peter en casa. Así que el día 5 me encontraba con Graham en el salón, esperando a Peter, después de firmar la tarjeta llena de corazones de nuestro aniversario de boda, que sería al día siguiente. Había champán en la nevera e ingredientes para hacer arroz con marisco, su plato favorito. Era día 6 de enero, fiesta de la Epifanía. Habría que quitar los adornos de Navidad. Ya habíamos tenido bastante mala suerte el año anterior y no quería arriesgarme. De modo que mientras esperaba quité el ángel de la copa del árbol y luego me puse a sacar el espumillón, las bolas y las relucientes estrellas. De pronto Graham echó a correr ladrando hacia la puerta. Se había oído un chasquido en la cerradura.

—¡Peter! —Le eché los brazos al cuello y él me rodeó la cintura—. ¡Peter! —Graham no dejaba de dar brincos para lamerle la oreja, gimiendo de alegría—. ¡Ay, Peter! —Él se quitó el abrigo y me llevó de la mano al primer piso.

—¡Faith! —Nos abrazamos a la luz de las velas en nuestra habitación—. ¡Faith! Faith, casi lo estropeamos todo.

—Ya lo sé.

—Nos hemos metido en un lío tremendo.

—Sí. —Le acaricié el pelo—, pero todo ha terminado bien.

Luego nos quedamos en la cama media hora. Graham yacía encantado entre nosotros, con la cabeza sobre las patas.

—Te quiero —le dije, acariciándole las orejas sedosas.

—Yo también te quiero —se sumó Peter.

—Mamá y papá te quieren.

Graham lanzó un suspiro de contento. Una vez vestidos bajamos a la cocina. Peter abrió una botella de champán y yo me puse a preparar el arroz. Mientras tanto discutimos los eventos de los últimos días.

—Habrás parado el proceso de divorcio, ¿no? —me preguntó Peter.

—Claro que sí. Hace dos días dejé un mensaje en el contestador de Rory Cheetham-Stabb.

—¿Y qué pasa con la separación?

—Nada. Pero en su momento habrá que pedir al juez que desestime nuestra petición.

—Oliver se ha marchado de Fenton & Friend —comentó Peter mientras ponía la mesa.

—Qué alivio.

—Sí. Aunque creo que le he hecho más daño del estrictamente necesario. Creí que era el responsable de esos horribles artículos en la prensa. No me pasó por la cabeza que hubiera sido Lily, porque parecía imposible que pudiera hacer algo contra ti.

—Ya, pero es que se convenció de que eras el anticristo, cariño, y que todo lo hacía por mi bien. Se engañó pensando que yo merecía que me liberase de una vida tan gris y aburrida.

—Y por un tiempo te liberó.

—Sí, pero yo quería volver a estar como antes. Me gusta mi vida gris y aburrida —aseguré dándole un beso—, siempre que pueda aburrirme contigo. ¿Vas a perdonar a Lily?

—Sí —contestó él pensativo—. Me dijo que lo sentía de verdad, y con eso me basta.

—¿Y Andie? —pregunté mientras echaba más caldo al arroz—. ¿Te ha tirado los trastos a la cabeza?

—No. No estaba en posición de echarme la bronca porque sabía que el juego se había acabado.

—¿Llegó a quedarse embarazada?

—No, pero ella creyó que sí. Tuvo dos faltas, así que estaba convencida. La verdad es que no me engañó. Fue un embarazo psicológico, supongo.

—Pero yo creía que se había hecho la prueba…

—Sí, pero estaba tan emocionada con la perspectiva que no leyó bien las instrucciones. Y en diciembre, cuando se dio cuenta de que no estaba embarazada no tuvo valor para decírmelo. Yo me habría enterado tarde o temprano. La llamada de Lily no hizo más que acelerar las cosas.

Para cuando terminé de preparar el arroz el champán se nos había subido un poco a la cabeza. Peter lavó y aliñó la ensalada. Abrimos una botella de Sancerre y nos sentamos a comer en la cocina. La luz de las velas iluminaba el rostro de Peter. «Te quiero tanto —pensé—. Nunca querré igual a ningún hombre. He estado a punto de perderte, pero has vuelto».

—Vamos a mudarnos de casa —dijo Peter—. ¿Qué me dices?

—Muy bien.

—Empezaremos de nuevo.

—Sí.

—Éste es nuestro nuevo capítulo, Faith. Un nuevo comienzo.

—Y un final feliz.

—Sí. ¡Oh, Faith! Tenemos mucha suerte. ¡Me he salvado por los pelos!

—Y que lo digas.

—¡No quería tener que hacer «lo correcto» otra vez!

—¿Cómo que «otra vez»?

Me miró desconcertado.

—Faith, lo sabes muy bien.

—No, no lo sé.

—Sí que lo sabes —insistió. Se me encogió el corazón—. Mira, no me arrepiento de nada, pero sabes muy bien que tuve que pasar por el aro cuando tenía veinte años. Simplemente no quería que me pasara dos veces lo mismo.

—¿Qué estás insinuando? —pregunté. Me había puesto pálida.

—No insinúo nada, te lo estoy diciendo.

—¿Qué?

—Oh, Faith, no discutamos ahora, después de lo que hemos pasado.

—No —insistí, jugueteando con mi vaso—. Acabas de insinuar algo que… que no me gusta nada.

—Mira, cariño, los dos sabemos que estabas embarazada cuando nos casamos. Pero no me importa, de verdad. Conseguimos que lo nuestro funcionara y hemos sido muy felices, así que no hablemos más.

—Pero yo quiero hablar, porque creo que estás siendo bastante desagradable.

—Bueno, pues lo siento. Pero lo que digo es verdad.

—Nos casamos porque nos queríamos, Peter.

—Sí, pero acuérdate de que nos casamos sobre todo porque estabas embarazada. Anda, vamos a cambiar de tema. Lo había dicho en broma, pero por lo visto he metido la pata.

—Ah, o sea que era una broma, ¿no? Pues como dice Freud, las bromas no existen, y ahora veo muy claro que me has guardado rencor por eso durante todos estos años.

—Vamos a ver, es evidente que yo no planeaba casarme a los veinte años, Faith. Pero no te iba a dejar en la estacada.

—¡Vaya, qué considerado! —exclamé sarcástica—. Y supongo que yo debería estarte agradecida, ¿no?

—Yo no he dicho eso.

—Pues no me gusta nada que insinúes que te tendí una trampa y que no tuviste más remedio que casarte conmigo, porque aunque sea verdad no me parece necesario que lo menciones precisamente hoy, después del año que hemos pasado, justamente cuando volvemos a estar juntos y todo parecía ir tan bien…

—¡Pero si todo va bien!

—Es evidente que me culpas de lo que pasó porque no me gustaba tomar la píldora ya que me sentaba mal. Yo también me he tenido que sacrificar, ¿sabes? No pude terminar la carrera, he criado a los niños, he tenido que apretarme el cinturón y no sé por qué has tenido que sacar el tema después de tanto tiempo.

—Supongo que el falso embarazo de Andie me lo ha recordado todo.

—Pues yo me siento insultada, Peter. Al fin y al cabo esas cosas pasan, ¿no? Pasan todos los días, y yo no lo hice adrede, y creo que está muy mal que saques el tema ahora, porque me hace daño.

—Mira, olvídalo, ¿quieres? —dijo Peter mientras recogía los platos—. No sabía que ibas a tomarlo tan a pecho.

—Pues claro que me lo tomo a pecho, porque me estás acusando de ser deshonesta y de tenderte una trampa y puede que… sí, puede que por eso me hayas sido infiel, para castigarme, porque me has guardado rencor todos estos años. Pero tú sabes muy bien que para concebir un hijo hacen falta dos personas y lo mío no fue precisamente una inmaculada concepción, ¿no? No me gusta nada de nada que me vengas ahora con ésas, porque yo también lo he pasado muy mal.

—¿Ah, sí? Pues mira, a lo mejor eras tú la que querías tener una aventura. O puede que fuéramos los dos. —Me lo quedé mirando un instante y aparté la vista—. Puede que los dos quisiéramos un cambio. ¿No era eso lo que querías, Faith?

—Sí —gemí—. Es verdad. Ya llevaba un tiempo pensando qué habría pasado si…

—Yo también. Y ahora ya lo sabemos. Y el cambio no nos ha hecho muy felices, ¿no?

—No.

—Pero ahora estamos bien, ¿no?

Mi enfado se había desvanecido.

—Sí —contesté llorosa—. Ahora soy muy feliz.

Peter me atrajo hacia él.

—Yo también. Así que, por favor, no te enfades más. Ahora estamos juntos de nuevo. Estamos juntos de nuevo —repitió, rodeándome con los brazos—. No para siempre —añadió. Yo lo miré—. Pero sí de forma permanente. Mira, puede que al final Lily nos haya hecho un favor y todo.

—Sí —sonreí—. Puede que sí.

A las tres y media de la mañana siguiente me levanté al oír la alarma. Peter se dio la vuelta con un gruñido y siguió durmiendo. Era como si nada hubiera cambiado, pensé mirándole. Como si el último año no hubiera pasado, como si todo hubiera sido un sueño. Hoy es nuestro aniversario, recordé mientras me duchaba. Llevamos casados dieciséis años. Le dejé una tarjeta de felicitación en la almohada, me despedí de Graham con un abrazo y bajé a coger un taxi.

Al llegar a la oficina sonreí alegremente a mis compañeros, me tomé el consabido café doble y encendí mi ordenador con su salvapantallas de arco iris. «Aquí está mi arco iris —me dije—. Siempre ha estado aquí». «Y los arco iris —recordé—, solo se pueden ver cuando estás de espaldas al sol». «Soy feliz de nuevo», pensé mientras echaba un vistazo a la prensa.

Me llevé la sorpresa de ver un artículo sobre Lily en la primera página del Times. «Nueva edición mejorada del Moi! —anunciaba con aprobación—. Después del accidente sufrido la semana pasada al resbalar sobre la revista Vogue, un accidente que resultó casi fatal, Lily Jago, editora del Moi! ha hecho una llamada a todas las revistas para que impriman sus portadas en papel mate. El Moi! será la primera revista en introducir en la edición del mes que viene una portada sin brillo, aunque no perderá nada de su natural esplendor». Sonreí y al volver la página me encontré con una fotografía de Rory Cheetham-Stabb. «Célebre abogado divorcista censurado —rezaba el titular—. Rory Cheetham-Stabb… reputación de tiburón… acusado de falta de ética profesional». ¿Por qué? ¿Qué demonios habría hecho? «Presuntamente ha mantenido relaciones sexuales con varias de sus clientas. —¡Dios mío!—. William Thompson se quejó ante el colegio de abogados de que el señor Cheetham-Stabb no solo mantenía una relación con su esposa, sino que además pretendía cobrarle a él por el tiempo que pasaba con ella».

Eché un vistazo a los demás periódicos. No se hablaba de otra cosa. ¡ESCÁNDALO DE UN ABOGADO!, anunciaba el Sun. En uno de los artículos el señor Thompson comentaba que, puesto que le tocaba pagar los gastos del divorcio, se negaba a «tener que pagar también la cama». Iba a celebrarse una audiencia en el colegio de abogados. A mí me daba un poco de pena Rory Cheetham-Stabb, pero la verdad es que no me sorprendió lo sucedido. Por eso hablaba tanto de «sus esposas».

En cuanto salí del trabajo llamé a Peter. Él también estaba al tanto.

—Pobre tío. ¿A ti no te hizo proposiciones?

—Siento decir que no.

—Vaya, qué decepción, cariño. Bueno, no importa. Oye, Faith, ¿has comprobado si se retiró la demanda de divorcio?

—Seguro que sí. Rory Cheetham-Stabb es muy eficiente.

—Puede, pero deberías llamar a su secretaria, para estar segura.

—Muy bien.

Llamé de inmediato y la secretaria me dijo que el abogado no estaba.

—Tiene un día muy… ajetreado —me explicó diplomática.

—Lo entiendo —pregunté si me podía atender alguna otra persona. Por lo visto había otro abogado que conocía mi caso, pero había salido a almorzar—. Es que quería saber si el señor Cheetham-Stabb siguió mis instrucciones sobre mi divorcio.

—Seguro que sí —contestó la secretaria—. Pero me temo que la única persona que puede ayudarla es el señor Blake, que no volverá hasta las dos y media.

Así que me llevé a Graham a dar un paseo y luego me ocupé en poner un poco de orden en casa. Volví a meter en el armario la ropa de Peter y colgué su abrigo en el recibidor. Luego metí los platos en el lavavajillas y terminé con el líquido de aclarar Finish que había ganado hacía un año. Saqué la foto de boda del cajón y después de pulir el marco la coloqué en su sitio. Además tomé nota de llevar a arreglar el espejo que nos había regalado Lily. El sol había vuelto a nuestras vidas.

A las dos y media llamé al señor Blake.

—Es que mi marido y yo nos hemos reconciliado —expliqué—. Así que hace tres días llamé al señor Cheetham-Stabb para que retirara la demanda de divorcio, porque la sentencia debe de estar a punto de salir. Le dejé un mensaje.

—Espere un momento. Voy a ver para cuándo estaba prevista. Le dieron la separación el 22 de noviembre, así que la sentencia definitiva saldría seis semanas y un día después. Si descontamos los tres días de fiesta que hemos tenido… Debería salir el 6 de enero.

—¿El 6 de enero? —resollé—. ¡Pero eso es hoy!

—Pues… sí.

—Entonces necesito estar segura de que el abogado retiró la demanda. Para eso llamo precisamente.

Oí ruido de papeles al otro lado de la línea.

—Estoy mirando su expediente y no veo que la demanda se haya retirado. Vamos, estoy seguro de que no.

—¿Qué?

—Que no se ha retirado.

—¿No?

—Me temo que no, señora Smith.

—Pero no lo entiendo. Le dejé un mensaje hace tres días pidiéndole que la retirara de inmediato.

—Lo siento, señora Smith. Mire, es muy raro que alguien retire una demanda a estas alturas del proceso. Además, el señor Cheetham-Stabb ha estado muy ocupado.

—Sí, lo sé. Pero esto era importantísimo. Mi marido y yo ya no queremos divorciarnos.

—Le repito que lo siento mucho. —A mí me había entrado el pánico—. Pero la demanda se ha enviado. Esta misma mañana llegaba al tribunal.

—¡Pues hay que impedirlo!

—No se puede. Estas solicitudes se procesan muy deprisa. Me temo que su divorcio será definitivo hoy mismo.

—¡Pero es que yo no quiero el divorcio! —insistí desesperada.

—Siento decirle que es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? ¡No puede ser! Mire, llevo casada mucho tiempo, señor Blake, y pienso seguir casada.

—No quisiera desanimarla, señora Smith, pero no puede usted hacer nada.

—Pero…

—Lo siento mucho, de verdad. Tendrá que hablar con el señor Cheetham-Stabb cuando vuelva. Perdone, pero tengo una reunión ahora mismo.

Me quedé aferrada al auricular. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Yo no quería divorciarme. Peter y yo queríamos seguir casados el resto de nuestras vidas. Llamé a Peter para darle la noticia.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Qué desastre! Yo también pienso denunciar a Cheetham-Stabb.

—¿Pero qué vamos a hacer, Peter? El divorcio será definitivo hoy mismo.

—Llama a Karen. A ver qué te dice. Siempre nos ha aconsejado bien.

Así que telefoneé a nuestra abogada.

—Qué horror —comentó—. Rory Cheetham-Stabb debía haber seguido tus instrucciones de inmediato. Sobre todo sabiendo que la sentencia era inminente.

—El señor Blake ha dicho que ya no se puede hacer nada —expliqué mirando nuestra foto de boda con los ojos llenos de lágrimas. Se nos acababa el tiempo.

—Bueno, se puede intentar una cosa, como último recurso. Podríais ir a First Avenue House.

—¿Eso qué es?

—El edificio del Registro Civil, donde se sellan todos los papeles de divorcio. No sé si servirá de algo —añadió—, pero tampoco tenéis nada que perder. Está en High Holborn número 42. Ve ahora mismo y pide que busquen tu expediente. Con algo de suerte todavía no lo habrán sellado. Pero tienes que darte prisa, porque cierran a las cuatro y media.

Miré el reloj. ¡Dios mío! Eran las tres menos cinco. Di las gracias a Karen y llamé a Peter.

—¿Puedes ir ahora mismo? —le pregunté.

—No; estoy en una reunión hasta las cuatro.

—Pues cancela la reunión. Es muy urgente.

—Imposible. Es con el presidente Jack Price. Pero en cuanto termine salgo disparado. Tú coge un taxi.

—No puedo arriesgarme a meterme en un atasco. Mejor voy en metro. Nos vemos en la salida de Chancery Lane a las cuatro y diez.

Salí de casa a toda prisa, con la adrenalina corriéndome por las venas. Por suerte el metro llegó enseguida, pero cada vez que se paraba en un túnel miraba el reloj con un ataque de pánico. A las cuatro menos veinte estaba en la estación de Victoria, a las cuatro menos diez en Oxford Circus. Pero se me había olvidado lo largo que es el trasbordo de Victoria a la Central Line. Además, había muchísima gente y las escaleras mecánicas no funcionaban, para variar. Así que para cuando llegué a la salida de Chancery Lane eran ya las cuatro y cuarto. Peter me esperaba. Parecía muy agitado.

—¡Vamos! Creo que es por aquí.

Giramos a la izquierda, pasamos por delante del edificio Prudential, de ladrillo rojo, y nos dirigimos hacia St Giles. Pero no encontrábamos por ningún lado el número 42. Ya era casi de noche. Por fin vi que estábamos en el 236.

—¡No es por aquí, Peter! Es en la otra dirección.

Volvimos corriendo hacia el metro. Pasamos por la United House, Rymans y el arco de la entrada de Gray’s Inn. Por fin vimos la Alliance House, pero no encontrábamos el 42, así que nos paramos para ver si era al otro lado de la calle.

—Perdone…

Me volví. La que me había llamado era una anciana de ochenta años por lo menos, una mujer diminuta, de pelo blanco y algo encorvada. Me miraba sonriente y un poco confusa.

—Perdone —repitió—, ¿pero no nos conocemos?

—No, yo…

—Es que su cara me suena mucho. Seguro que la conozco.

—No, de verdad. Mire, tengo muchísima prisa…

—¡Ya sé! —exclamó—. ¡Es la chica de la tele! —Asentí con un suspiro—. Quería decirle…

Me preparé para recibir algún insulto, como aquella vez en el supermercado.

—Quería decirle lo mucho que me gusta. De verdad que me alegra usted el día. Sí, me alegra el día verla en la tele. —Me tocó el brazo con su mano frágil. Bajo la piel fina como el papel se veía un entramado de pálidas venas azules—. De verdad —insistió—. Sí, me anima muchísimo.

—Bueno, se lo agradezco, pero es que no puedo pararme porque…

—Sí, me da usted una alegría, ¿sabe?, y me hace mucha falta sobre todo ahora. Mi marido murió hace tres semanas.

—Ah.

—Lo sentimos mucho —terció Peter—. Es una tragedia.

—Sí, es muy triste —dijo la anciana con los ojos llenos de lágrimas—. Llevábamos casados sesenta años. Nos casamos cuando teníamos veinte, ¿saben? Entonces no era como hoy en día —comentó, sacándose de la manga un pañuelo de papel—. Ahora la gente tarda mucho en casarse. Sesenta años —repitió, enjugándose los ojos.

—Es maravilloso, pero nosotros tenemos que…

—¿Y saben cuál es el secreto? —Yo negué con la cabeza—. El amor. Yo siempre le dije a mi marido cuánto le quería. Se lo decía todos los días: «Te quiero, Harry. Siempre te querré». Y siempre le quise. Espero que no le importe que se lo diga, pero es como si la conociera.

—No, no me importa. —Yo sentía un nudo en la garganta—. Y siento mucho lo de su marido, pero es que…

—¿Están ustedes casados?

—Sí —contestó Peter.

—Lo imaginaba. Se les ve enamorados.

Sonreí.

—Lo estamos —dijo Peter—. Pero tenemos que irnos ya. Si no llegamos al registro antes de las cuatro y media nos van a dar el divorcio. No quisiera parecer grosero, pero tenemos muchísima prisa.

—Entiendo. Vayan ustedes, vayan. Y buena suerte. Me ha alegrado el día hablar con ustedes. Espero que también pasen juntos sesenta años.

Por fin echamos a andar y enseguida vimos el edificio.

—¡Ahí está! —exclamé—. ¡Vamos!

En ese preciso instante oímos dos sonoras campanadas. Habían dado las cuatro y media. Seguimos andando como si fuéramos al cadalso. Las enormes puertas de roble de First Avenue House estaban cerradas.

—Hemos llegado tarde —murmuré—. Hemos llegado tarde, Peter. Estamos divorciados. Justo lo que no queríamos.

—No.

—Estamos divorciados —repetí llorosa y desesperada. Peter me miró, pálido.

—¡Dios mío! —susurró.

Dimos media vuelta y echamos a andar deprimidos. Al cabo de un momento Peter sacó del bolsillo un sobre rojo.

—Es una tarjeta de aniversario —explicó—. Puede que ya no sea muy apropiada. Estamos divorciados. —Parecía tan traumatizado como yo—. Pero por otra parte… —Me rodeó los hombros con el brazo—. Por otra parte no nos vamos a separar. Puede que técnicamente estemos divorciados, Faith, pero seguimos juntos.

—Sí, eso es verdad.

—De hecho, nunca hemos estado más unidos, ¿no?

—No.

—Además, el matrimonio no es más que un papel.

—Desde luego.

—Muchas parejas conviven sin casarse.

—Así es.

—Así que podemos vivir juntos y en paz, ¿no?

—Sí.

Me había animado un poco. Una perfecta luna llena se alzaba en el cielo oscuro. ¿Qué era lo que había predicho el horóscopo de Lily? Que para cuando llegara la luna llena de enero sabría por qué cierta persona me atraía. Y la vidente que me había leído los pies me había dicho que me divorciaría. Y era verdad.

—Viviremos juntos, cariño —repitió Peter, abrazándome por la cintura—. Claro que, ¿sabes lo que podríamos hacer?

—No, ¿qué?

—Pues casarnos otra vez.

—Mmm.

—Elizabeth Taylor lo hizo, ¿no? ¿Por qué no nos casamos? Podríamos pasarnos por el Registro Civil. ¿O preferirías casarte por la Iglesia?

—Pues…

—Ah, no, no podemos. Se me olvidaba que los católicos no pueden casarse dos veces por la Iglesia. Claro que igual podrían hacer una excepción con nosotros. ¿Por qué no nos enteramos, cariño? Podría escribir al Papa.

—Mmm…

—Sería estupendo casarnos de nuevo, ¿no te parece? Me encanta la idea. ¿Crees que Lily querría ser dama de honor otra vez? ¿Y yo qué debería ponerme? Graham podría recibir a los invitados para irlos sentando. Tiene mucho de perro ovejero, así que se le daría bien. Podríamos ponerle un lazo en el collar. A los niños les encantaría. Sí, ya lo estoy viendo. Y esta vez daríamos una recepción por todo lo alto, en un buen hotel, con banda de jazz y todo —prosiguió soñador—. Y champán auténtico, por supuesto. Y lo mejor es que nos harían un montón de regalos. Sí, Faith. ¿No te gustaría? Una boda a lo grande. Y una luna de miel de fábula, claro. Dime, cariño, te has quedado muy callada. ¿Qué piensas?

Le miré sonriendo.

—Peter, todo eso suena muy bien. Y me siento muy halagada. ¿Pero no te parece un poco… prematuro?

—¿Prematuro?

—Bueno, me parece que no deberíamos apresurar las cosas. ¡Al fin y al cabo el matrimonio es un gran paso!