Septiembre

HUESOS DE PERRO

Ingredientes:

3 tazas de harina integral

1, 5 tazas de harina de maíz

1 taza de harina de arroz

1 taza de caldo de pollo

50 gramos de mantequilla derretida

Media taza de leche

1 huevo

1 yema de huevo

Receta:

Mezclar la harina integral, la harina de maíz y la harina de arroz. Mezclar el caldo con la mantequilla y la leche y volcar sobre la harina. Añadir el huevo y luego la yema de huevo. Amasar hasta que la masa quede bien dura. Extender hasta que tenga un grosor de 3 centímetros y cortar con forma de huesos de perro. Colocar en una bandeja y meter en el horno precalentado a 100 grados durante 45 minutos.

Volví a leer la nota de Lily, que había grapado a la receta: «Querida Faith, el chef del Four Seasons en Los Angeles me ha dado esto. Es toda una golosina. Estoy segura de que animará a Graham después de su odisea. Yo siempre se lo preparo a Jennifer cada vez que se lleva algún disgusto. ¡Guau! ¡Guau!».

Pensé que el único disgusto que Jennifer se podía llevar era que la obligaran a llevar el collar de Burberry en vez del de Gucci, pero sabía que Lily me había mandado la carta con buena intención. En cuanto a Graham, tampoco parecía muy afectado, aunque todavía estaba indignado porque se lo hubieran llevado sin miramientos de casa de Peter. Según el vecino, se había pasado allí sentado frente a la puerta veinticuatro horas.

—No vuelvas a hacerme esto —le dije mientras amasaba la masa de las galletas de perro—. En cualquier caso no te será posible, porque he arreglado esa ventana. Papá estaba preocupadísimo. Te podían haber matado, ¿sabes?

—Sí —terció Matt, blandiendo un dedo ante él—. Nos lo has hecho pasar fatal.

—Has sido un irresponsable —añadió Katie muy seria.

Graham suspiró. Después de la calurosa bienvenida, los abrazos, los besos y las lágrimas, había llegado el momento de los reproches.

—No vuelvas a hacerlo nunca más —dije—. Puedes hacer agujeros en el césped, puedes dejar pelo por toda la casa, incluso puedes vomitar en el coche, pero te prohíbo terminantemente que desaparezcas.

Graham parecía completamente abatido.

—Menudo lío has organizado —le reprendió Matt.

—Has disparado nuestro nivel de estrés —apuntó Katie—. Nos has tenido a todos corriendo de un lado para otro hasta encontrarte, incluso a Jos.

—Sí —dije—, incluso a Jos. Lo cual ha sido un detalle por su parte, ¿no crees? —Graham no parecía muy impresionado que digamos—. Pero ¿cómo habrá sabido llegar a casa de Peter? —me pregunté en voz alta por centésima vez.

—Estuvo allí una vez, el domingo de Pascua —contestó Matt—. Es evidente que se acordaba del camino.

—Se guió por el olfato —opinó Katie—. Los perros tienen un olfato doscientas cincuenta mil veces más agudo que el nuestro. Se ve que pueden detectar una gota de vinagre en ciento cincuenta mil litros de agua.

—No todos los perros —dijo Matt, con mucha razón—. Vaya, seguro que Jennifer Aniston no sería capaz de detectar ni un cubo de vinagre. Pero Graham es muy listo —afirmó, acariciándole las orejas—. Aunque ha sido malo, ¿a que sí, Graham?

—Bueno, creo que ya está bien —comenté, metiendo las galletas en el horno—. Bien está lo que bien acaba, como dice el refrán.

En ese momento sonó el teléfono.

—¡Es tu abogado! —gritó Katie.

—Hola, señora Smith —saludó una agradable voz femenina—. Soy la secretaria del señor Cheetham-Stabb. Me ha pedido que la llame en referencia a los documentos que le envió en junio.

—Ah. ¿Qué documentos son ésos?

—La declaración del demandante en apoyo de la solicitud de divorcio, que tiene usted que firmar en presencia de otro abogado. En el formulario también se le requiere que confirme que la firma de su marido es en efecto de su marido.

—¿Y eso por qué?

—Para impedir que otras mujeres falsifiquen la firma de su esposo para obtener el divorcio.

—¿Hay quien hace eso?

—Desde luego lo intentan. Le enviamos los papeles hace tres meses. Ahora que el señor Cheetham-Stabb ha vuelto de sus vacaciones quiere poner las cosas en marcha.

—Sí —suspiré—, muy bien.

—Me sorprende que no haya usted recibido el envío. Era un sobre marrón, tamaño din A5.

—Ah, ya. Es que yo nunca abro los sobres marrones —expliqué—. Una especie de fobia, supongo. Siempre se los dejo a mi marido, pero él está en Estados Unidos y no vuelve hasta la semana que viene.

—En ese caso le enviaré un duplicado. En un sobre blanco.

—Gracias. Pero no hay prisa, no se preocupe. Seguro que tiene usted otras cosas que hacer.

El sobre blanco llegó a mi puerta a las ocho de la mañana del día siguiente. Lo abrí, pero estaba tan ocupada preparando la vuelta de los niños al colegio, que pasaron varios días sin que leyera los papeles. El domingo por fin me senté en la cocina a echar un vistazo al formulario color crema. Consistía en una serie de preguntas: «Pregunta: Exponga brevemente sus razones para sostener que el demandado ha cometido adulterio. Respuesta: “Él mismo confesó”. Pregunta: ¿En qué fecha llegó a su conocimiento que el demandado había cometido adulterio? Respuesta: “El día de San Valentín”. Pregunta: ¿Le resulta intolerable vivir con el demandado? Respuesta: “Bueno, sí, supongo”».

Dios mío, aquello era horroroso. Dejé a un lado el formulario, demasiado deprimida para seguir adelante. Los niños acababan de volver al colegio y hacía casi una semana que no veía a Jos.

—Cariño, te estoy descuidando. Perdóname —me dijo cuando me llamó esa misma noche—. Pero me temo que esto va a seguir así hasta que se estrene Madame Butterfly.

—No te preocupes, lo entiendo. Ya sé que estás trabajando todo el día.

—¿Por qué no vienes mañana a verme? —me sugirió—. Te quedas a ver un rato el ensayo técnico y a lo mejor podemos escaparnos para tomar algo.

De modo que la tarde siguiente fui en metro a Covent Garden y me acerqué andando a la entrada de artistas, en Floral Street. Los altavoces estaban conectados en recepción, de manera que mientras esperaba a Jos oía golpes y ruidos en el escenario.

—El ensayo técnico se reanudará en veinte minutos —oí anunciar al director—. Todo el personal técnico volverá al escenario dentro de veinte minutos.

Eché un vistazo al programa que Jos me había dado y al leer su nombre y su biografía se me hinchó el corazón de orgullo. La sinopsis explicaba que la Butterfly, una geisha de quince años, se casa con Pinkerton, un guapo teniente norteamericano. Para él no es más que una relación sin mucha importancia, pero ella está tan enamorada que incluso se convierte al cristianismo por él. Cuando el barco de Pinkerton parte para Estados Unidos, la Butterfly está convencida de que él volverá. Tres años más tarde Pinkerton vuelve y ella se prepara jubilosa para recibirle, sin saber que él se ha casado con una norteamericana llamada Kate. Pinkerton envía al cónsul, Sharpless, para preparar a la Butterfly, pero Sharpless descubre no solo que la geisha todavía adora a Pinkerton, sino que además tiene un hijo de él. El caso es que se ve incapaz de contarle la cruda verdad. La mañana siguiente Pinkerton va a la casa de ella. Butterfly está dormida, después de esperarle despierta toda la noche. Pinkerton se lleva una sorpresa al ver al niño, que se parece a él, y se llena de remordimientos, pero es demasiado cobarde para hablar cara a cara con la geisha, de modo que deja que Kate y Sharpless se encarguen de ello. Cuando la Butterfly se despierta y ve a Kate en el jardín intuye la verdad. Kate le explica que Pinkerton y ella quieren adoptar al niño. La Butterfly accede con la condición de que Pinkerton vaya en persona a por él. En cuanto se queda sola se despide de su hijo con un beso y se suicida, porque ya no le queda nada por lo que vivir.

—Terrible —murmuré. Se me había puesto la piel de gallina y se me habían llenado los ojos de lágrimas—. Terrible.

—¡Faith! —De pronto se abrieron las puertas de cristal y apareció Jos sonriente—. ¡Pero bueno! ¿Qué pasa?

—No, nada.

—Estás muy seria. ¡Alegra esa cara, mujer!

—No, si ya estoy más animada.

Y era verdad. La trágica historia de Puccini había desaparecido de mi mente y fue como si saliera el sol. Allí estaba Jos, todo sonrisas, y yo me sentí contenta. Tenía el pelo despeinado, la camisa fuera del pantalón y una barba de dos días. Incluso así desaliñado estaba guapísimo. Y yo me había vuelto a enamorar de él como una tonta desde que nos ayudó a buscar al perro.

«Tengo mucha suerte —me dije—. Es verdad que Jos no es perfecto y que a veces no estoy muy segura de nuestra relación, pero Lily tiene razón. Es una suerte haber encontrado a alguien como Jos».

En ese momento Jos me presentó con orgullo a la recepcionista, diciendo:

—Es encantadora, ¿a que sí?

Luego me guió por unos pasillos pintados de gris y subimos dos tramos de escaleras.

—Tengo que coger unas notas que me he dejado en el taller de modelos. Luego bajaremos al auditorio para ver el principio del segundo acto. El taller de modelos se llama así porque todos somos guapísimos.

—Tú desde luego —sonreí.

En realidad el taller de modelos era como el despacho de un arquitecto. Los diseñadores estaban sentados en sus mesas dibujando líneas en papel cebolla o cortando cartulinas. A un lado había varias réplicas diminutas de escenografías de óperas y ballets. Una de ellas era Coppélia, otra El caballero de la rosa y también estaba Madame Butterfly. Era como una casa de muñecas.

—Las hacemos veinticinco veces más pequeñas que su tamaño real —me explicó Jos mientras rebuscaba en su mesa—. Pero tiene todos los detalles, hasta las guirnaldas de flores con las que la Butterfly decora su casa cuando vuelve Pinkerton. Por suerte Madame Butterfly es una obra sencilla, de modo que la escenografía también lo es.

En la maqueta se veía la casa de Madame Butterfly, una pequeña estructura cuadrada con una cortina blanca hecha de gasa. Dentro había un futón y, en la esquina, una bandera americana y un jarrón de flores. Había incluso un espejo en la pared. En torno a la casa había un porche. Los tablones del suelo eran del tamaño de palos de polo. En la parte delantera había un jardincito, con un estanque de lirios y un puente. Y también se veía a la propia Butterfly, junto al cerezo, esperando a su amado Pinkerton. En el fondo, en lugar del puerto de Nagasaki había un horrible bloque de pisos.

—¿Te gusta? —preguntó Jos.

—Mucho. Pero el bloque de pisos es feísimo.

—Está hecho adrede, para enfatizar que la Butterfly está ciega a las duras realidades de la vida. El director no estaba muy seguro, pero al final lo convencí. Cuando Butterfly conoce a Pinkerton, piensa que la vida es un camino de rosas, pero al final tiene que reconocer que se engañaba.

—Pobre Butterfly —susurré—. Sufre muchísimo.

—La verdad es que es una idiota.

Alcé la cabeza sobresaltada.

—¿No te parece un poco duro decir eso?

—No, porque es verdad. La Butterfly se busca ella sola lo que le pasa —afirmó Jos con una sombría sonrisa—. Todo el mundo le advierte que su amor por Pinkerton es una locura, pero se niega a escuchar. Ella conocía muy bien las reglas del juego —prosiguió irritado, haciendo gestos con la mano—. Sabía que su relación era solo temporal, así que la culpa de todo la tiene ella misma.

—Sí, pero una cosa es saber y otra sentir —dije—. Además, es muy joven.

—Es una idiota —repitió Jos sin hacerme caso—. Una idiota redomada, porque un príncipe japonés le ofrece matrimonio y ella se niega, la muy estúpida.

—Bueno, porque no quiere resignarse —repliqué—. No puede. Está dispuesta incluso a morir por amor.

—Su suicidio no es más que un acto de egoísmo —dijo Jos con desdén—, para castigar a Pinkerton.

—Pero Pinkerton es un cerdo. Está bien que le castiguen.

—Yo no estoy de acuerdo. —A estas alturas Jos parecía enfadado.

«Esto es una locura», me dije. ¡Nos estábamos peleando por una mujer que ni siquiera existía!

—Pues yo creo que su suicidio es trágico. La Butterfly renuncia a todo. Es un acto noble y maravilloso.

—Lo siento, Faith, pero yo no puedo sentir nada por una niñata loca y patética que juega a hacerse la víctima. Aunque, por suerte para los que trabajamos en la ópera, mucha gente simpatiza con eso.

Los crueles comentarios de Jos me habían dejado de piedra, pero decidí olvidarme de ellos. La verdad es que a veces Jos dice cosas que no me gustan nada, que me dejan tensa, de modo que lo mejor es no hacer ni caso y pensar más bien en lo que Jos tiene de bueno. En todo caso, razoné mientras bajábamos por las escaleras, no siempre podemos ver las cosas de la misma forma. Es imposible, sobre todo porque nuestras experiencias en la vida han sido muy diferentes. De modo que si Jos quiere enfadarse por Madame Butterfly, que haga lo que quiera. Al fin y al cabo hace tiempo que trabaja en la ópera y por fuerza su punto de vista tiene que ser más sofisticado que el mío.

Ahora estábamos entre bastidores, donde los técnicos de luz y sonido estaban reunidos en pequeños grupos. Yo me quedé a un lado mientras Jos se acercaba a hablar con el diseñador de luces, el director y el productor. Varias personas llevaban auriculares. Un carpintero ajustaba la cortina en casa de la Butterfly y tres pintores muy jóvenes daban los últimos toques al telón de fondo.

—Esto es otro mundo —me dije.

Me hundí en una de las butacas de terciopelo rojo del auditorio. Jos iba de un lado a otro como un rey creativo. Todo el mundo le miraba, todo el mundo quería hablar con él, todo el mundo quería saber su opinión. Parecían respetarle muchísimo.

—Esto es lo que la gente recordará —murmuré, mirando el escenario—. Recordarán a los cantantes y la orquesta durante un tiempo, pero la mayoría del público retendrá sobre todo el aspecto del escenario y el vestuario de los actores.

«Tengo mucha suerte —pensé una vez más, mientras se atenuaban las luces y comenzaba el ensayo técnico—. Sí, mucha suerte —me repetí como un mantra—. Tengo muchísima suerte».

—Tienes mucha suerte —decía Peter unos días más tarde—. Lo sabes, ¿verdad? —Estaba de rodillas en la cocina, mirando a los ojos a Graham, que movía la cola muy nervioso—. Eres un perro muy afortunado. Así que no tientes a la suerte. —Graham le lamió la nariz—. Y la próxima vez que quieras venir a mi casa, primero me llamas, ¿de acuerdo? Muy bien, se acabó el sermón. Choca esos cinco. —Graham alzó la pata derecha—. Siento mucho no haberte podido ayudar a buscarlo —me dijo Peter.

—No podías. Pero Jos nos echó una mano.

—Vaya, qué amable. Todo un detalle, sobre todo teniendo en cuenta lo mal que se llevan. —Le serví más café—. Voy a echar un vistazo a esos sobres —añadió, señalando la pila de sobres marrones—. Deberías intentar superar tu miedo al marrón, ¿sabes?

—Ya, pero es que no puedo.

—Pues tendrás que hacerlo, porque cuando termine lo del divorcio… —Peter trazó una cuchillada imaginaria en su cuello— no podré encargarme de ellos. —Asentí con la cabeza. Era verdad—. Dime, ¿cómo van las cosas con Jos?

Me sorprendió un poco la pregunta y su tono alegre y amistoso. Pensaba que Peter no querría saber nada de Jos, como me pasa a mí con Andie.

—Va todo bien, ¿no?

—Sí, muy bien. Muy bien. En fin. Bien. —Me sentía incómoda hablando de mi novio con el que todavía era mi marido—. Todo va muy… muy bien —repetí con un suspiro.

—Bien —asintió él—. Bien. Qué bien. —Seguimos tomando el café en silencio—. Así que la relación va bien.

—Bueno, sí —contesté, jugueteando con la cucharilla—. Sí. Aunque…

—¿Qué?

—Bueno, de momento está muy ocupado con la ópera.

—Claro. Tiene un trabajo muy interesante.

—Sí.

—Así que todo va bien, ¿eh?

—Pues sí. Muy bien. Casi siempre.

—¿Casi siempre?

—Sí, casi siempre. Vaya, que todo va bien. Muy bien. Genial. Pero no es una relación perfecta.

—¿Ah, no? —Ahora él toqueteaba el azucarero.

—No, perfecta no.

—¿En qué sentido?

—No, nada. Cosas sin importancia.

—¿Como qué? ¿Graham?

—No, no, no es eso. Eso va mejorando. No, otras cosas.

—¿Qué cosas?

—Bueno, áreas de conflicto.

—¿Conflicto? Vaya por Dios.

—Bueno, no sé, diferencias de opinión. Nada más. Diferencias de actitud. Pero no tienen ninguna importancia, de verdad. Y supongo que es normal, ¿no?

—¿Ah, sí?

—Claro. Vaya, seguro que nosotros también tuvimos nuestras diferencias. Al principio, quiero decir.

—¿Ah, sí?

—Creo que sí. —Se produjo un silencio—. Sí. Estoy segura.

—¿Como qué?

—Bueno… —Me lo quedé mirando un momento. La verdad es que no se me ocurría nada—. Tendría que pensarlo. Ha pasado mucho tiempo.

—Es verdad. Ha pasado mucho tiempo. ¡Ya me acuerdo de una cosa! —exclamó de pronto con aire triunfal—. Tú no compartías mi gusto en música pop.

—¿Ah, no?

—No. Te burlabas de mí.

—¿De verdad?

—Sí. Porque me gustaban Gladis Knight and the Pips.

—Ah sí, ya me acuerdo.

Nos quedamos mirando sonrientes.

—«Eres lo mejor que me ha pasado» —dijo Peter.

—¿Cómo? —Tenía la cara caliente y se me había acelerado el pulso.

—«Eres lo mejor que me ha pasado».

—¿De verdad?

—Sí. Creo que era su mejor tema.

—Ah. Sí, supongo. La verdad es que no me gustaban mucho.

—No. Tú preferías a Tom Jones.

—Sí. «No es raro» —dije yo.

—A mí me lo parecía, porque Tom Jones era un poco antiguo para ti.

—No, digo que «No es raro» era mi canción favorita. Y mira, Tom Jones todavía es popular. Su atractivo ha durado generaciones.

—Sí. Así que todo va bien con Jos, ¿eh? —Asentí con la cabeza—. Bien. Entonces no estás preocupada por nada, ¿no?

—Claro que no.

—¿No tenéis problemas?

—No.

—¿Ni sois incompatibles en nada?

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, porque los niños me llamaron desde Francia y Katie insinuó que tal vez había… un par de problemillas.

—¿Ah, sí? Pues Katie se equivoca. Además, ya sabes cómo le gusta pasarse analizando las cosas.

—Desde luego. Así que eres feliz con Jos, ¿no?

—Sí. Y ya que hablamos del tema, ¿qué tal tú? ¿Tienes algún problema?

—¿Cómo? ¿Con Andie? —Asentí—. No, qué va. Bueno, cómo tú… En fin —suspiró—, algunas cosillas sin importancia.

—¿Qué cosas? —pregunté. No es que sintiera curiosidad ni nada de eso.

Peter exhaló el aire ruidosamente entre los labios.

—Bueno… nada, tonterías sin importancia. Nada en realidad. Menudencias.

—¿Cómo qué?

—Pues…

—¿Sí?

—Sería desleal que te lo dijera.

—Claro. Lo mismo digo.

—En todo caso, solo son detalles muy pequeños.

—Vaya, pues… estupendo.

—Sí.

—Porque las cosas pequeñas no tienen importancia.

—No.

—Bueno, ¿y qué tal las vacaciones?

—Ah, pues… genial. —Peter removió de nuevo el café—. De maravilla. Es una zona muy interesante de Estados Unidos, ¿sabes?

—Sí, eso he oído.

—Fue en Virginia donde se estableció el primer asentamiento europeo.

—En 1607.

—Se llamó Virginia en honor de Isabel I, la Reina Virgen.

—Ya.

—También se lo conoce como el estado Old Dominion.

—Sí. Y dicen que es uno de los mayores productores de tabaco.

—Sí, y de cacahuetes, manzanas y tomates.

—Eso.

—Y madera.

—Tengo entendido que además hay muchas minas de carbón.

—Sí, es verdad. Y cuenta con muchas ciudades históricas, como Williamsburg, Fredericksburg o Jamestown. Sí, es muy interesante.

—Vaya, pues sí parece que has tenido unas buenas vacaciones.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Peter.

—Ah, bueno, un poco arrepentida —contesté con recelo—. Se ha redimido trabajando mucho con Matt, que parece que ha recuperado bastante las asignaturas atrasadas. Ya tiene mucho vocabulario francés. También les ha enseñado a jugar al bridge.

—Ah, es un juego estupendo. Oye, me gustaría llevarme a los niños este fin de semana, porque hace casi dos meses que no los veo. Pensaba llevarlos a la nueva Tate.

—Buena idea.

—O a la Royal Academy.

—Genial.

Los dos sonreímos, un poco violentos.

—Bueno, más vale que le eche un vistazo a esto. —Peter cogió la pila de sobres marrones—. La cuenta del gas —anunció—. Setenta y tres libras con sesenta. Toma. Y ésta es de tu contable. Esta otra es de Hacienda, y ésta es de… ¡Vaya! Los fabricantes del desodorante Impulse. ¡Felicidades, Faith! Has ganado otro concurso. Un fin de semana en Roma para dos personas.

—¿Sí? ¡Qué bien!

—Tienes que llamarles para aceptar el premio. Es estupendo. Aunque no tan bueno como el divorcio, ¿no? Hablando de eso, en este sobre hay unos documentos de aspecto muy desagradable, de la oficina de Rory Cheetham-Stabb. Declaración del demandante en apoyo de la solicitud.

—Ah, sí, ya estoy al tanto —contesté—. Me han enviado un duplicado.

—¿Y lo has rellenado? —preguntó como quien no quiere la cosa.

—Sí.

—¿Cuándo? —Peter miró por la ventana. Estaba lloviendo.

—Ayer. Lo he firmado delante de Karen esta mañana. Nos darán la separación a finales de noviembre.

—Muchas precipitaciones.

—¿Qué?

—Que hay precipitaciones. Que llueve. ¿No es así como lo decís en los boletines del tiempo?

—Bueno, la verdad es que últimamente no hablamos de precipitaciones, sino más bien de porcentajes. «Esta mañana tenemos un sesenta por ciento de posibilidades de lluvia», por ejemplo. O: «Hay un diez por ciento de posibilidades de nieve».

—Y yo tengo un ciento diez por ciento de posibilidades de llevarme una bronca si llego tarde a mi cita con Andie —dijo él, levantándose—. Así que más vale que me vaya. Adiós, cariño. Tú sabes que te quiero, ¿verdad?

—Adiós —me despedí, un poco sorprendida por su declaración de afecto, aunque de pronto me di cuenta de que hablaba con el perro.

—Adiós, precioso —le dijo dándole un beso—. Y nada de volverte a escapar, ¿eh? Nos veremos muy pronto.

Pensé que había alguna posibilidad de que Peter me besara a mí también, pero no. Me dedicó una sonrisa un poco triste y se marchó sin más.

—Adiós, Faith —le oí decir desde la puerta.

—¡Hasta luego! —Esperé a oír el clic de la cerradura, pero Peter se dejó la puerta abierta. Qué cosa más rara.

«—Diez, nueve, ocho…».

—De modo que el pronóstico es bastante inestable —terminaba mi boletín de las nueve y media el lunes por la mañana.

«—Siete, seis…».

—En lugar del buen tiempo que cabría esperar en esta época del año.

«—Cinco…».

—Se esperan bastantes lluvias.

«—Cuatro…».

—La causa son estas líneas en las isobaras, que indican una oclusión.

«—¿Una qué?», oí por los auriculares.

—Una oclusión se produce cuando se encuentran un frente cálido y un frente frío, lo cual por lo general provoca un tiempo nuboso, que es lo que cabe esperar los próximos días.

«—Tres, dos…».

—Con un cincuenta por ciento de probabilidades de lluvia.

«—Uno…».

—Lo cual por otra parte significa un cincuenta por ciento de probabilidades de sol.

«—Y cero…».

—Hasta mañana.

«—Gracias, Faith».

—Y gracias a ustedes por estar con nosotros —dijo Terry—. En el programa de mañana entrevistaremos a la fundadora de El Amor es Ciego, una agencia matrimonial para gente increíblemente fea. También conoceremos a algunos de sus clientes.

—Además —terció Sophie— veremos más desastres decorativos. Y hablaremos con los autores de El libro de las medias, una guía para hacer cosas útiles con medias viejas. Y antes de terminar —añadió—, me gustaría dar las gracias a todos los telespectadores que me han escrito. Siento no haber podido contestar, pero se ve que hemos tenido un problema con el correo.

Sophie dedicó una sonrisa deslumbrante a la cámara y en cuanto aparecieron los créditos se levantó muy decidida. Yo me quité el maquillaje con un poco de crema, consulté una vez más los mapas del satélite y fui a la sala de juntas para la reunión semanal. Allí estaba Terry, hurgándose los dientes y Tatiana hablando en susurros por su teléfono móvil. Estaban también los productores e investigadores, con sus carpetas y sus notas. Y Darryl, claro, sentado al fondo. Mientras esperábamos a que llegaran todos me dediqué a hojear las revistas. Al final de la pila estaba el Moi! de octubre. Fui directamente a la sección diaria del corazón «Veo veo». Sí, ahí estaba yo, al principio de la página. Aparecía en la foto con Jos en el partido de polo. El pie de foto era sencillo, pero correcto: «Jos Cartwright y la señora Smith». Jos me rodeaba con el brazo y los dos sonreíamos. Habíamos salido muy bien, aunque a pesar de mi expresión alegre mis ojos no reflejaban la sonrisa. Claro que ésa era la mañana que Jos había gritado a Graham, y yo estaba un poco tensa. Pero ahora las cosas iban muy bien. En general, quiero decir. Vaya, que nunca hay nada perfecto, ¿no? No se puede esperar perfección en las relaciones, sobre todo en las recientes. De pronto Darryl interrumpió mis pensamientos tamborileando con el bolígrafo en la mesa. No parecía muy contento.

—¿Dónde está Sophie? —preguntó irritado—. Quiero empezar de una vez.

—¡Ya estoy aquí! —contestó ella. Acababa de entrar en la sala sonriente, aunque sin aliento. Traía una enorme caja de cartón—. Siento llegar tarde.

—¿Qué es eso?

—Ahora verás.

Sophie sonrió a Terry y Tatiana y de pronto volcó la caja, dejando caer un mar de cartas que fluyó lentamente como lava. Había sobres blancos, rosas, amarillos y marrones. Había sellos extranjeros muy bonitos. Había postales y tarjetas. Venían con tinta verde, rotulador azul, lápiz y bolígrafo malva. Muchas estaban escritas a máquina, otras con mala letra, otras con elegante letra inglesa. Varias tenían pegados corazones y estrellas. Debía de haber más de quinientas cartas, todas dirigidas a Sophie.

—El correo perdido —anunció ella encantada—. Lo he encontrado esta mañana. Tiene gracia, ¿eh? Pensé que os gustaría saberlo.

—¡Madre mía! —exclamó Darryl—. ¿Dónde estaba?

—Ha sido una cosa rarísima —contestó Sophie con aire inocente, mirando a Terry y Tatiana—. Antes de empezar el programa fui al armario porque necesitaba un rotulador. Justo al fondo estaba esta caja. ¡Imaginad mi sorpresa cuando miré dentro! Es el correo de seis meses.

—¿Terry? —dijo Darryl—. ¿Nos lo puedes explicar?

—A mí no me miréis.

—Ya. ¿Tienes alguna idea de quién puede haber hecho esto?

—Pues el chico del correo —sugirió Tatiana—. Tenía la ambición de ser presentador.

—¿Ah, sí? —terció Sophie con ojos como platos—. ¿Por qué no le preguntamos a él?

—No es posible. Se marchó la semana pasada —contestó Darryl.

—¿Adónde?

—A trabajar en el Savoy, creo.

—Vaya, pues eso no le ayudará mucho a progresar en su carrera en la televisión —señaló Sophie—. ¿No te parece, Tatty?

Tatiana se encogió de hombros.

—Es un misterio —dijo Terry—, pero como no creo que podamos resolverlo, sugiero que comencemos la reunión.

Darryl no escuchaba. Estaba leyendo las cartas que Sophie le tendía.

—Claro que no las he abierto todas —explicó—, porque no he tenido tiempo. Pero os voy a dar una muestra. Seguro que a Terry le encantará saber lo que los espectadores opinan de mí.

—«Querida Sophie —leyó—, creo que eres lo mejor del programa. Querida Sophie, sin tu sonrisa y tu ingenio no sería capaz de hacer frente al día. Querida Sophie, me levanto temprano solo para verte. Querida Sophie, eres muchísimo más inteligente que ese imbécil de tres al cuarto que se sienta contigo en el sillón».

—Ay, perdona, Terry —dijo con teatral exageración—, no quería herir tus sentimientos.

—«Querida Sophie, ¿por qué no eres tú la principal presentadora?».

Sophie abrió un pequeño sobre marrón.

—«Querida Sophie, ¿por qué estás haciendo esa birria de programa? ¡Deberías estar en el telediario!».

A estas alturas Terry tenía los labios tan finos y duros como una horquilla.

—Vaya, me alegro de saber que eres tan popular —terció Darryl—. Dime, ¿quieres denunciar este asunto?

Sophie negó con la cabeza.

—No quiero crear problemas —contestó mirando a Terry—. Solo quería que lo supierais.

—Bien. —Terry se cruzó de brazos y se inclinó en la silla con una sonrisa insolente—. Es verdad que todos deberían saberlo. Sí, todos deberían saber de ti —dijo con vehemencia. La temperatura en la sala descendió bruscamente del punto de ebullición a veinte grados bajo cero—. Hay cosas de ti que todos deberían saber, Sophie. —Entre ellos se cruzó una mirada de odio visceral. Los arañazos y estocadas de los últimos diez meses habían sido meras escaramuzas. Esto era una declaración de guerra—. ¿Te escriben muchos hombres? —preguntó Terry inocentemente, cogiendo una carta y volviéndola a tirar en la pila—, ¿o eres más popular entre las mujeres?

—Me parece que soy popular con todo el mundo —saltó ella, pero tenía el cuello colorado.

—Ya —replicó Terry con una sonrisa escéptica—. ¿De verdad? Yo no estoy tan seguro.

—Ya está bien —dijo Darryl. Tragó saliva nervioso y su nuez de Adán descendió por lo menos diez centímetros—. En fin, gracias por llamar nuestra atención sobre este asunto, Sophie. Vamos a comenzar con la reunión. Ideas, por favor. Y no olvidéis que éste es un programa para toda la familia.

El viernes por la tarde fui a Charing Cross a recoger a los niños, que volvían a casa. Al día siguiente fueron a casa de Peter en metro y no volvieron hasta las ocho.

—¿Lo habéis pasado bien con papá? —pregunté mientras lavaba la lechuga.

—Estupendamente —contestó Matt—. Por la mañana fuimos a la Tate moderna.

—¿Y por la tarde? —pregunté. Se produjo un silencio—. ¿Qué hicisteis?

—Bueno, nada.

—Algo habréis hecho. Habéis estado fuera todo el día.

—Fuimos a tomar el té, nada más. Nada especial.

—¿Dónde? —insistí—. Venga, hablad de una vez.

—No fuimos a ningún sitio especial, de verdad —dijo Matt.

—Ay, vamos a dejarnos de teatro —terció Katie—. Mamá, fuimos a casa de Andie.

—Ah —dije consternada.

—Bueno, Jos viene mucho por casa, así que no veo por qué papá no puede ir a casa de Andie.

—Sí, supongo. —Pero dolía. Yo ya sabía que Peter iba a casa de Andie. Por supuesto. Pero no me gustaba nada la idea de que llevara a mis hijos.

—Tienes que aceptarlo, mamá —afirmó Katie—. Hace ya seis meses que papá y tú os separasteis.

Yo la miré y suspiré. Era verdad. No se puede nadar y guardar la ropa.

—¿Y cómo es su casa? —pregunté, tragando saliva.

—¡De lujo! —exclamó Matt.

—Ya me imagino. ¿Dónde está?

—En Notting Hill.

—También era de esperar.

—Tiene cinco habitaciones —explicó Matt con ojos como platos.

—Qué sorpresa.

—¡Y una cama de matrimonio gigante! —Me sentí enferma—. ¿Y sabes lo que tiene en la cama, mamá?

—No, y no quiero…

—¡Muñecos!

—¿Qué?

—Un montón de muñecos de peluche —repitió Matt—. ¡Y todos tienen nombre!

—Vaya, es un poco raro para una mujer de treinta y seis años.

—Qué va, mamá —terció Katie.

—Pues a mí me lo parece.

—No, digo que tiene más de treinta y seis.

—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque le he visto el pasaporte. Se lo había dejado en la mesa de la cocina y le eché un vistazo.

—¡Katie! Eso no se hace. Pero dime, ¿cuántos años tiene?

—Cuarenta y uno.

—¡Caramba! ¿Lo sabe papá?

—No lo sé. No se lo he preguntado.

—Pero tiene gracia —apuntó Matt.

—¿Que tiene gracia? —pregunté, recordando a la rubia tan seria que había visto en la tele. No me imaginaba que pudiera tener gracia en nada.

—Lo que quiero decir es que es un poco rara —explicó—. Llama a papá todo el rato como si fuera un niño pequeño —añadió con una carcajada.

—¿Cómo le llama?

—Bueno… —Matt se moría de risa—. Le llama caramelito.

—¡No!

—¡Y cariñín!

—¡Aaagh!

—Y pastelillo.

—Qué horror.

—Y chatito.

—¡Aaaaagh! —Graham me puso las patas en el regazo—. ¡Yo eso no lo he dicho nunca! ¿A que no, chiquirritín? ¿Y papá qué dice?

—Nada. Sonríe más o menos —contestó Matt.

—¿Y él cómo la llama?

—Andie. Pero ella misma se llama…

—¡No me lo digas!

—Sí —dijo Katie—. ¡Andie Pandy! —A mí se me salían los ojos de las órbitas—. A papá no le hace mucha gracia. Me parece que lo encuentra estúpido. No creo que entienda por qué Andie lo hace, pero yo sí lo entiendo. Es una forma de infantilismo —explicó dándoselas de entendida—, porque es evidente que Andie tiene problemas con su edad. Además intenta proyectar una imagen de niña pequeña y vulnerable para ocultar el hecho de que es una persona dura y ávida. Los muñecos de peluche también responden a eso. Por supuesto, a un nivel psicológico más profundo todo concuerda, incluyendo su casa de cinco habitaciones, con su evidente deseo de…

—Un momento, un momento —interrumpí—. Esta mujer es una gran cazadora de talentos. No creo que quiera dar una imagen de niña pequeña.

—En casa sí. Quiere ser la nenita de papá, para que él la cuide, porque Andie sabe que a los hombres les gustan las mujeres vulnerables e indefensas. Y esto, por cierto, es la razón de que Lily siga soltera. Por otra parte —prosiguió— es también una forma de manipulación. Le ha puesto a papá todos esos nombres de niño de pecho para poder manipularlo. Es una forma de castración —concluyó Katie—. Para así poder conseguir lo que quiere.

—Vaya —dije—. Pobre papá.

—También es una manera de mostrar posesión. Todos sus apelativos cariñosos van precedidos del posesivo «mi». Muy significativo. Es una señal evidente de desesperación.

—Madre mía. Qué raro —comenté—. ¿Seguro que no te estás pasando Katie? Vaya, papá parece contento. A mí me dijo que no tenía problemas, y papá siempre dice la verdad. —Los niños guardaron silencio—. Papá es feliz, ¿no?

Matt se encogió de hombros.

—No sé.

—No se lo hemos preguntado directamente —explicó Katie con cautela—. Solo sabemos lo que vemos. Pero yo diría que papá está tan bien con Andie como tú con Jos.

—Yo estoy estupendamente con Jos —dije muy tiesa—. Nuestra relación es seria.

—Ya —dijo Katie con aire de superioridad—. Ya lo sabemos. —Entonces me dedicó una de sus peculiares sonrisas. Es una mala costumbre que ha heredado de su padre. La verdad es que se parece a Peter en muchas cosas.

Esa noche todos aquellos irritantes comentarios me daban vueltas en la cabeza sin dejarme dormir. Aunque en algún momento debí de quedarme frita, porque tuve un sueño muy raro sobre un iceberg. De todas formas no debí de dormir muy bien, porque me despertó el chasquido del buzón cuando llegó el periódico. Graham y yo bajamos un poco atontados. Le preparé un té (con leche y sin azúcar) y me puse a leer el Sunday Times, pegándomelo a la cara, porque no me había puesto las lentillas. Fui directamente a la sección de cultura, suponiendo que habría alguna reseña sobre ópera. Pero en lugar de un pequeño artículo, había toda una página doble sobre Jos. Se titulaba: EL DISEÑADOR DE LA BUTTERFLY EN PLENO VUELO. Ahí estaba Jos, sonriendo con el pelo alborotado, tan guapísimo como siempre. Tiene algo en esos ojazos grises que resulta irresistible. El artículo era bastante halagador. Era evidente que el periodista había quedado encantado con Jos. De hecho se parecía mucho al que había publicado el Independent hacía seis meses. «Supongo que tengo mucha suerte… —decía Jos—. Me apasiona lo que hago… La obra de Stephanos Lazaridis es maravillosa… Los deseos del director siempre son lo primero».

Este último comentario me resultó curioso, porque me acordaba de lo que me había dicho en la ópera: «El director no estaba muy seguro con la escenografía, pero al final lo convencí». Qué raro. Pero enseguida se me fue de la cabeza, porque me llevé la sorpresa de ver mi nombre impreso. «Últimamente se habla de la relación de Cartwright con la chica del tiempo de la AM-UK!, Faith Smith —escribía el periodista—. No sé qué haría sin Faith —decía Jos—. Hace seis meses caí bajo el cálido hechizo de su rayo de sol, y ahora estoy totalmente embrujado». Creo que leí la frase noventa y cinco veces. Y luego la volví a leer. A continuación hablaba de Madame Butterfly: «La ópera más poderosa de Puccini… Quería mostrar la vulnerabilidad de la Butterfly… Su bonita casa queda eclipsada por los feos bloques de pisos, contra los cuales parece frágil y aislada… Sí, creo que es la mayor heroína de Puccini. Sus alas son de acero. Renuncia a todo por el hombre que ama… Su nobleza y su coraje son inolvidables —concluía—. Admiro su tremendo sacrificio».

Me quedé boquiabierta. Subí a ponerme las lentillas y volví a leer el artículo para estar segura. Luego me puse a mirar por la ventana. La veleta de la casa vecina oscilaba bajo la brisa matutina. Volví a mirar el periódico, la foto de Jos. ¿Cómo podía decir eso?, me pregunté, notando un nudo en el estómago. ¿Cómo podía hablar con tanto desprecio de la Butterfly en privado y luego alabarla de esa forma en público? Me quedé con la mirada perdida, intentando comprender. El teléfono me hizo dar un brinco. ¿Quién demonios me llamaba a las siete y media de la mañana un domingo?

—¡Faith! —gritó Lilly—. ¡¡Levántate ahora mismo y ve por el Sunday Times!!

—Estoy levantada. Ya lo he visto.

—¿Has visto el artículo sobre Jos?

—Sí.

—¡Pero Faith! ¿No es increíble?

—Sí. Increíble.

El estreno de Madame Butterfly iba a ser todo un evento social, con multitud de celebridades. Debería estar encantada, me dije, pero el caso es que me sentía deprimida. Tan baja como un estrato, pensé mirando el cielo. Me habría sentido mejor si Lily también viniera, pero tenía que asistir a un baile de la caridad. Yo estaba tan alicaída que ni siquiera sabía qué me iba a poner, de modo que fui a echar un vistazo al guardarropa. Tenía mi viejo vestido de Principies, «el de vestir». Era una elección segura: terciopelo negro, bastante elegante. Pero hacía tiempo que no me lo ponía. Al lado había un traje muy bonito de Next (fue una compra de esas impulsivas. Nunca me había sentado muy bien). Había también un vestido de raso que, aunque era barato, tenía buen aspecto. Pero no sería apropiado para la ópera. La verdad es que no tenía nada adecuado, así que le pregunté a Lily si no le importaba prestarme de nuevo el traje rosa de Armani.

—¿El que llevaste a Glyndebourne?

—Sí.

—¡No digas tonterías! ¡De eso ni hablar!

—Bueno, perdona.

—Ni pensarlo siquiera, cariño, porque alguien se podría dar cuenta. ¿Cómo puedes ir a una noche de estreno en Covent Garden con un vestido que todo el mundo conoce?

—Pero es precioso. Además, no irá la misma gente.

—Faith, no puedes correr el riesgo —me aseguró con firmeza—. Mañana por la noche vas a estar en el escaparate, cariño. Te van a señalar, te van a hacer fotos… Y no solo porque eres una celebridad menor, sino porque estás con Jos. Mira, tengo un traje maravilloso de Clements Ribeiro. Te irá de maravilla.

El martes al mediodía envió el vestido con un coche de la compañía, cinco horas antes de que se alzara el telón. Era de punto gris sedoso, cortado al bies, con unos tirantes de brillantes muy bonitos. Era precioso; llamativo pero sin exagerar, elegante y discreto a la vez.

—Lily sabe lo que se hace —le dije a Graham, mirándome en el espejo. Cuando llamé a Jos para decirle que iría al centro en metro, puso el grito en el cielo.

—Ni se te ocurra coger el metro.

—¿Por qué no? Podemos vernos allí.

—Porque vamos a llegar juntos, en limusina. Ya veo que se te ha olvidado. Te lo dije esta semana.

De modo que a las seis y cuarto llegó a casa un enorme Mercedes, más negro y reluciente que un cuervo. Fuimos hasta Burnaby Street a recoger a Jos, que apareció con un esmoquin blanco. Estaba de cine.

—Estás guapísima —me dijo al subir al coche. Le di un apretón en la mano.

—Tú también.

—Esto es lo más importante de mi vida —comentó—. ¿Has leído el artículo del Sunday Times?

—Sí —susurré—. Sí. Genial.

Jos miró nervioso su reloj un par de veces mientras avanzábamos entre el tráfico de la hora punta. Para cuando llegamos a Haymarket eran ya las siete y diez. Por fin giramos por Wellington Street y apareció Bow Street y el pórtico corintio del teatro de la ópera y la gigantesca ventana de Floral Hall. Lily tenía razón: había paparazzi a montones. ¿A quién estaban fotografiando? Me incliné un poco para ver. Era Anna Ford, con su nueva pareja. Y allí estaba Emma Thompson con Greg Wise. ¿Y no era aquel Stephen Fry?

—Esta noche van a brillar las estrellas —dijo Jos—. Muy bien, respira hondo. Nos toca a nosotros.

El conductor detuvo el coche y vino a abrirnos la puerta. Yo salí primero.

—¡Faith! ¡Aquí! ¡Faith! ¡Por favor!

Nos detuvimos al pie del escalón y nos volvimos sonrientes. Yo noté la mano de Jos en la espalda.

—Una más —susurró—. Muy bien. Adentro.

El vestíbulo relucía con los destellos de diamantes, oro y piedras preciosas. El aire estaba cargado de distintos aromas de perfumes caros. Subimos por la enorme escalera alfombrada de rojo y nos sentamos en el Grand Tier. Yo miré un momento el enorme telón de terciopelo rojo, con el emblema real bordado en oro. Justo bajo nosotros estaba el patio de butacas y muy por encima los palcos escalonados, como las cubiertas de un crucero. Miré discretamente a izquierda y derecha. Es verdad que a la AM-UK! vienen a veces famosos, pero aquello no tenía comparación. Al final de nuestra fila estaba Cate Blanchett con su marido, y justo delante William y Ffion Hague. A un lado del patio de butacas vi a Michael Portillos y a su derecha a los Blair. En uno de los palcos estaba Joanna Lumley y en otro Michael Buerk. Había tantos famosos que de pronto sentí el impulso de levantarme para hacer la ola.

—¿Qué tal andas de italiano? —preguntó Jos sonriente.

—No demasiado caldo, me temo. Leeré los subtítulos.

De pronto llamearon las luces y cuando se atenuaron estalló un susurro reverencial. A continuación salió el director de orquesta, entre los aplausos del público. Se acercó al foso, subió al podio, se inclinó una vez y alzó la batuta. Se produjo un instante de silencio y de pronto, entre el estallido de los violines, se alzó el telón y apareció Pinkerton el día de su boda. La belleza de la música contrastaba con sus cínicas palabras: «Me caso de acuerdo con la costumbre japonesa… —cantaba—. Puedo divorciarme en cualquier momento». Luego brindaba por «el día en que me case con una auténtica americana». Entonces, entre bambalinas, se oye la voz de la Butterfly, dulce y aguda. Se acercaba a la casa con sus criadas. «Soy la mujer más feliz de Japón —cantaba—. Éste es un gran honor». Llevaba su quimono ceremonial, con flores en el pelo. Se adelanta para saludar a Pinkerton. «La mariposa ya no puede volar —cantaba él mientras los casaban—. Te he cazado y ahora eres mía». «Sí, para toda la vida», contestaba ella feliz.

Yo moví la cabeza, compadecida de su terrible destino. Seguramente lancé un suspiro, porque de pronto Jos me apretó el brazo y vi de reojo que se llevaba el índice a los labios. Pero la verdad es que no podía evitarlo. Me daba mucha pena la Butterfly. Cuando cayó el telón una hora más tarde, al final del primer acto, me dolía la garganta de contener el llanto.

—Cariño, espero que no te pases toda la obra lloriqueando —me dijo Jos mientras íbamos al bar.

—Seguramente —contesté con una débil sonrisa.

—Pues intenta controlarte. Es muy molesto.

—Está bien. Pero es que es tan triste… Deberían dar un par de kleenex con el programa —bromeé.

Jos no se rió, pero es verdad que tenía otras cosas en la cabeza. Al fin y al cabo era una noche muy importante para él, y yo no lo había tenido en cuenta.

—La escenografía es maravillosa —le dije cuando volvió con el champán—. ¡Eres genial, Jos! Estoy muy orgullosa de ti.

Ahora por fin sonrió. El bar de Floral Hall era una aglomeración de alta costura y sarga negra.

—… una voz fabulosa.

—… prefiero a Laurent Perrier.

—… ah, no lo conozco. ¿Es bueno?

—… una casita estupenda.

—… no me entusiasma el libreto.

—… los dos pequeños están en Stowe.

El timbre sonó un par de veces y volvimos a nuestros asientos. El champán se me había subido un poco a la cabeza y todo me giraba. «No debo llorar en el segundo acto —recordé—, porque a Jos no le gusta nada». Así que para distraerme me puse a mirar el auditorio, primero los palcos y luego las butacas. Y de pronto se me aceleró el corazón de tal manera que pensé que se me iba a salir del pecho. Porque en la zona derecha estaba Peter… con Andie. Fue como si me hubieran arrojado al vacío desde un avión.

—¿Pasa algo, Faith? —preguntó Jos. Se me había caído el alma a los pies.

—No, no, nada.

Tenía la cara ardiendo, la boca seca y los pelos de punta. Era como si tuviera una hormigonera en el estómago y un puñal clavado en el pecho. Dios mío. Dios mío. Nunca los había visto juntos. Y ahora ahí estaban, el uno al lado del otro, el que había sido mi marido durante quince años… y ella. Me quedé con la vista fija en ellos. Era de masoquistas, ya lo sé, pero no podía evitar mirarlos, aunque no quería verlos. Peter iba de esmoquin y ella llevaba un vestido de raso rojo. Estaba charlando con él y le quitaba pelusas de las solapas. De pronto apoyó la cabeza en su hombro. A mí me dieron ganas de levantarme y gritar: «¡Hija de puta! ¡Deja en paz a mi marido!». Pero conseguí recordar dónde estaba. Aquello era un infierno. ¿Por qué demonios habían tenido que ir esa noche? ¿Y por qué Peter no me había dicho nada? Tenía que saber que yo estaría allí. Ahora Andie le cogió la mano mientras se atenuaban las luces. «¿Qué le estará diciendo?», me pregunté sombría. «Aaay, se está haciendo oscuro, mi caramelito. Tendrás que cuidar de tu nenita, porque tiene un poquitín de miedo». Estaba mareada y el champán todavía empeoraba más las cosas. La orquesta comenzó a tocar y se alzó el telón. Un amargo suspiro escapó de mis labios.

—¡Sssshh! —susurró Jos.

La música acompañaba mi estado de ánimo. Era plañidera, casi funeraria, con un incesante y lento ritmo de tambor. Allí estaba la Butterfly, tres años después, pobre y sola. Había abandonado los quimonos y llevaba un vestido occidental. Había sacado una bandera americana. Su doncella, Suzuki, le decía que no pensaba que Pinkerton fuera a volver.

—Volverá —replica desafiante la geisha—. ¡Dilo! ¡Volverá! —Entonces canta «Un buen día», donde imagina el barco de Pinkerton entrando a puerto y a él subiendo la colina hasta su casa—. Me llamará «mi pequeña esposa» y «fragancia de verbena», como me llamaba antes.

Todavía estaba tan enamorada y tan ciega… Había que tener un corazón de piedra para no compadecerse. Ahora llegaba Sharpless, con una carta de Pinkerton. Era obvio lo que significaba. Pero la Butterfly insistía en que Pinkerton todavía la quería. Sharpless intentaba explicarle con mucho tacto la verdad, pero ella no quería oír. Justo cuando estaba a punto de darse por vencido y la música subía en un ominoso crescendo, ella entraba corriendo en la casa y volvía a salir con el niño en los brazos. La Butterfly se quedaba allí, sosteniéndolo con aire desafiante, mientras la música alcanzaba un apogeo insoportable. Se oyó un fragor de trombones, trompas y fagots y luego el ruido ensordecedor de un gong gigantesco.

—¿Y él? —cantaba ella, adelantándose con el niño—. ¿También se olvidará de él?

Sharpless parecía consternado.

—¿Es suyo el niño? —preguntaba débilmente.

—¿Quién ha visto a un niño japonés con los ojos azules? —contestaba ella—. Mira su boca, su pelo dorado.

Jos se tensó a mi lado. Le miré un instante. No, no estaba llorando. Ni una lágrima. Supongo que estaba concentrado en la escenografía y el vestuario, más que en la historia y la música. Luego bajé la vista hacia las butacas, por si podía vislumbrar a Peter en la penumbra. ¿Estaría llorando? Seguramente. Es un sentimental, como yo. «Él no podría haber abandonado a la Butterfly —pensé emocionada—. Desde luego que no. Él habría hecho lo correcto».

Ahora, todavía convencida de que Pinkerton era suyo, la Butterfly llenaba su casa de flores y se ponía el quimono de boda. Luego se quedaba dormida mientras le esperaba. Noté que el público se tensaba, inmóvil, a medida que el drama se intensificaba. Ahora, por fin aparecía Pinkerton con su esposa. Sharpless le recuerda que él siempre supo que la Butterfly se enamoraría perdidamente de él.

—Sí —cantaba Pinkerton—, comprendo mi error. Y me temo que nunca quedaré libre de este tormento. ¡Nunca! ¡Soy un cobarde! —Sí, pensé. Eres un cobarde—. ¡Soy un cobarde!

Y al ver que la Butterfly se movía en sueños sale corriendo. Y yo pensé: ¿Cómo puede un hombre huir de una mujer y un niño pequeño, sobre todo siendo un valiente oficial de la marina? Ahora se oía el llanto de la Butterfly, cuando comprende la terrible verdad.

—¡Todo ha muerto para mí! —lloraba—. ¡Todo ha terminado! ¡Ah!

Entonces llega el momento fatal en que se despide de su hijo.

—¿Eres tú, mi pequeño? —canturrea suavemente—. Espero que nunca descubras que la Butterfly murió por ti… Adiós, mi amor. Vete a jugar.

A mi alrededor se oían llantos contenidos. Yo intenté tragarme mis propias lágrimas. Cuando la geisha saca la espada ceremonial de su padre y se la hunde en el costado, no pude ni mirar. La música volvió a alzarse, entre ahogados sollozos y resoplidos, y luego se fue desvaneciendo poco a poco.

El silencio que se produjo mientras el telón caía delante del cuerpo sin vida de la Butterfly duró por lo menos treinta segundos. Luego estallaron los aplausos, que fueron creciendo hasta convertirse en un estruendo. La gente silbaba y gritaba «¡bravo!». Yo me hubiera unido al clamor, pero no podía. Estaba agotada. Me enjugué las mejillas con la estola. El telón se abrió y uno a uno fueron saliendo los miembros de la compañía.

—¡Bravo! ¡Bravo!

De pronto Jos se puso en pie.

—A mí también me esperan en el escenario —susurró—. Nos vemos luego en el vestíbulo.

En ese momento la Butterfly saludaba al público, abriendo los brazos para agradecer los fervientes aplausos y las rosas que llovían a sus pies. La gente se había puesto de pie, pero yo todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Luego salió al escenario el director de orquesta, con el director de la obra y Jos, y los aplausos crecieron de nuevo. Ellos saludaron sonrientes y luego aplaudieron a la orquesta, que seguía en el foso.

Cuando el primer violín se puso en pie miré hacia las butacas y vi que Peter se enjugaba los ojos. Los aplausos se acallaban por fin y las luces se habían encendido. Al ir volviendo a la realidad sentí una oleada de pánico. ¿Qué tenía que hacer? ¿Quedarme en el asiento hasta que la sala se despejara? No podría soportar encontrarme con Peter y Andie. Decidí quedarme donde estaba, pero no pude, porque el resto de la fila se quería marchar. De modo que me vi arrastrada hacia la salida por una marea humana. La gente a mi alrededor parecía agotada. Muchos habían llorado. Pero es que la obra había sido terrible. Era como ver crucificar a alguien.

Por fin bajamos las escaleras y llegamos al vestíbulo, y yo todavía tenía los ojos llenos de lágrimas. Al llegar abajo miré nerviosa hacia atrás, por si veía a Peter y Andie. Volví la cabeza un segundo, nada más, y se me cayó una lentilla. ¡Dios mío! Se me había nublado la vista. Noté la lentilla rozarme el pómulo. ¡Vaya por Dios! ¡Justo lo que me hacía falta! Habiendo tantísima gente me dio miedo de que la pisaran, de modo que me puse a tantear el suelo a gatas. No veía nada, pero noté que el espacio se iba despejando a mi alrededor.

—¿Ha perdido una lentilla? —preguntó un hombre—. Ya la ayudo a encontrarla.

—Muchas gracias.

—¿Dura o blanda? —terció una mujer.

—Dura. —A pesar de tener la vista nublada, advertí que seis personas se ponían a buscar.

—Menos mal que no es blanda —dijo una voz—, porque son imposibles de encontrar.

—¿Ah, sí?

—Sí, porque se secan y se desintegran.

—Pero por otra parte son más cómodas.

—Ah, a mí no me lo parece.

—Hombre, se pueden llevar mucho más tiempo.

—Yo prefiero las duras.

—¡Ya la tengo! Ah, no, es una lentejuela.

—Yo las llevo de color.

—Yo desde luego prefiero gafas.

—¿Hace mucho que las lleva? —me preguntó alguien.

—Muchos años. No suelo perderlas.

Aunque les agradecía que quisieran echarme una mano, me sentía ridícula. Sabía que Jos se pondría furioso cuando bajara después de su triunfo y se encontrara a su pareja a gatas en el suelo.

—¿Ha traído lentillas de repuesto?

—No —contesté sombría.

—Pues entonces hay que encontrarlas, porque si no se va a quedar a ciegas.

—Lo que necesitamos es una linterna —aseveró un hombre de esmoquin—. ¿Alguien tiene una?

—No.

Suspiré. No encontraríamos esa lentilla jamás. Al día siguiente tendría que ir al trabajo medio ciega. Dios mío, qué noche más espantosa. Y qué final más absurdo.

—Me rindo —dije por fin—. Muchas gracias a todos, pero no creo que la encontremos.

De pronto alguien tendió la mano hacia mí. En la palma estaba mi lentilla.

—¡Gracias a Dios! —susurré. La limpié un poco con saliva y me la puse—. Muchísimas gracias —dije parpadeando—. No…

—Tranquila —dijo Peter.

—¿La ha encontrado? —preguntó alguien—. ¿La tiene o no?

—Sí, sí, muchas gracias. Gracias, Peter.

Los dos nos levantamos un poco temblorosos mientras la multitud circulaba a nuestro alrededor. Peter me sonreía, pero noté que tenía los ojos enrojecidos.

—¿Te ha gustado la ópera? —preguntó.

—Sí. Bueno, no. Demasiado triste.

—Lo mismo digo. Terrible.

—Terrible. —Nos sonreíamos llorosos—. No sabía que vendrías —dije.

—Ni yo. Ha sido una sorpresa.

—¡Pues qué bien! —exclamé alegremente, aunque por dentro estaba tan desolada como un páramo de Yorkshire. Tenía los nervios de punta, esperando que Andie apareciera en cualquier momento.

Peter sonrió de nuevo aunque con cara triste, y de pronto me cogió la mano.

—Faith —comenzó. Tragó saliva—. Faith, esto es una locura. No puedo soportarlo. Esto que estamos haciendo… es de locos. Faith —imploró—, yo no quiero divorciarme.

—Ya lo sé —contesté con un hilo de voz—. ¿Dónde está ella?

—En el servicio. Vendrá en un momento. ¿Y él? ¿Dónde está Jos?

—También viene hacia aquí.

—No tenemos mucho tiempo, Faith. —Peter me agarraba la mano con tanta fuerza que creí que me iba a romper los dedos—. Tenemos que hablar. Tenemos que hablar de verdad, Faith. No tenemos mucho tiempo. Tenemos que… —De pronto me soltó la mano como si le quemara.

—¡Peter, cariño! —Era Andie, que bajaba las escaleras como una arpía dispuesta a acabar con todo—. Vamos, cariñín. Quiero que me lleves a casa.

De pronto me vio junto a él y se frenó en seco. Luego me dedicó una frágil sonrisa, se dio media vuelta y se llevó a Peter.