CINCO

Cuando los ojos de él parecían devorarla, ella, como por accidente, dejó caer el velo, y se mostró con todos sus encantos.

La confusión, que fue capaz de fingir, realzó todavía más la belleza de su rostro.

ALEXANDER DOW,

The History of Hindostan

En el jardín, una brisa muy suave movía con un leve susurro las hojas de los mangos. Las cortinas de muselina se hinchaban hacia dentro, y permitían que un rayo de luz de luna entrara en la habitación. En algún lugar en la distancia, una hiena aulló al globo blanco colgado en el cielo nocturno.

Mehrunnisa yacía despierta en la cama, con la mirada puesta en el juego de las sombras en el techo. Yadiya dormía a su lado, con la espalda apoyada en el hombro de Mehrunnisa, y su presencia le representaba un consuelo. En la calle adoquinada más allá del jardín, se oyó el ruido de los cascos de un caballo. Un búho ululó suavemente desde una de las ramas del mango, alerta a la presencia de algún pequeño roedor entre la hierba.

Los pensamientos de Mehrunnisa eliminaron todos los sonidos y los olores de la noche estival. Por primera vez se había encontrado cara a cara con Salim.

Lo rodeaba una aureola de poder. Estaba allí con su qaba de seda gruesa bordada con rubíes; el collar de perlas alrededor de su cuello; la espléndida diadema con una esmeralda en el turbante; los diamantes en los anillos y en las hebillas de los zapatos; todo tan resplandeciente como el sol que brillaba sobre ellos en el patio. Y por encima de todo eso, pensó Mehrunnisa, estaba el porte principesco de Salim. Su tono, sus modales, habían sido gentiles y educados.

El escenario había sido perfecto; ni ella misma hubiera podido planearlo mejor. Esa había sido la manera como había soñado que se conocerían. Él incluso la había mirado con el asombro y el arrobo que ella había imaginado en sus planes para cautivar al príncipe.

Mehrunnisa exhaló un suspiro y se volvió de costado, en un intento por encontrar un lugar cómodo en la cama. Finalmente había conseguido atraer la atención de Salim. Pero ¿por qué ahora? ¿Después de haber sido prometida formalmente a otro hombre?

Cuán diferentes eran el uno del otro. En su mente, desde que tenía ocho años, se había imaginado a Salim con las más espléndidas cualidades. Era bondadoso, encantador, apasionado. Incluso pensó que era todas esas cosas durante su breve encuentro. Él había querido que Manmati se marchara para poder hablar con ella. Mehrunnisa experimentó una sensación de triunfo porque la arrogante princesa había sido insultada con mucha sutileza por Salim.

Así que a él tampoco le gustaba; esa era otra cosa que tenían en común.

Estaba pensando en Ali Quli cuando apareció Salim. No conseguía imaginarse la vida que llevaría con él. La esposa de un soldado, quizá siempre sola en el hogar, sin hacer otra cosa que esperar su regreso de alguna campaña, sin saber nunca si viviría o moriría. Entonces se había producido aquel breve instante en que el tiempo había parecido detenerse y había visto a Salim.

Mehrunnisa se durmió cuando ya despuntaba el alba en la ciudad de Lahore; soñó con Salim, con su encantadora sonrisa, y, sobre todo, con su majestuosidad.

En casa, continuaban los preparativos de su boda con Ali Quli. Cuando había un acontecimiento de esas características en la casa de un noble, no era necesario acudir a las tiendas; el noble no necesitaba buscar los servicios de nadie. Los mercaderes de telas se presentaban con sus productos, mostraban piezas y más piezas de sedas, muselinas y brocados donde predominaban los rojos, los azules y los verdes. A la mañana siguiente, Mehrunnisa se sentó con Asmat en la sala mientras los vendedores desplegaban las telas y las lanzaban al aire para que se apreciara su ligereza y tonalidades. «Esta, sahiba»* decían. «Tu hija tendrá el aspecto de una princesa vestida con este azul que hace juego con el color de sus ojos.» Asmat y Mehrunnisa se sonreían la una a la otra detrás de los velos. ¿Por qué todos sabían el color de sus ojos? ¿Se lo habían sonsacado a los sirvientes?

Los joyeros no tardaron en seguir a los mercaderes de telas. Llegaron con sus cajas de terciopelo envueltas en telas blancas para mostrar los collares, los brazaletes, las pulseras, los pendientes, los anillos y las diademas de oro y plata.

«¿Te gusta este diseño, sahiba? ¿Este otro? Cualquier diseño que quieras estará hecho en dos días.» Los bawarchis* aparecieron con muestras de su cocina para conseguir ser contratados los tres días: dorados halwas* de trigo espolvoreado con azafrán y azúcar; pulavs de cordero y pollo con uvas pasas; gulab yamuns*

con azúcar quemado; currys de varios tipos, y filetes de pescado a la parrilla, marinados con lima y ajo.

A pesar de todo esto, Mehrunnisa esperaba a que Salim la llamara, sin acabar de creerse del todo que se casaría con Ali Quli. Cuando pasó el primer día, se dijo a sí misma que, de todos modos, solo era un día. Él tenía que averiguar quién era ella, cómo se llamaba su padre. Al día siguiente, cada vez que los sirvientes acudían a la puerta principal, esperaba ver a un guardia o a un eunuco del palacio real. Entonces cayó en la cuenta de que, por supuesto, él no podía llamarla. Había que seguir el protocolo. Tendría que hablar con Akbar, y el emperador llamaría a su bapa, y después bapa debía hablar con ella.

Así que cada atardecer esperó el regreso de Ghias de la corte. ¿Cómo abordaría el tema su bapa? ¿Se mostraría encantado? ¡Claro que se mostraría encantado!

Su hija se casaría con el príncipe Salim. Sería un honor inesperado para él, para todos ellos, gracias a ella.

Los días transcurrieron lentamente, cada minuto parecía durar una eternidad. Bapa no regresaba a casa con una expresión especialmente feliz, ni llegaba ninguna llamada de Salim. Sus esperanzas fueron muriendo poco a poco, mientras los preparativos de la boda continuaban como siempre.

Profundamente desgraciada, dejó de ir a visitar a la emperatriz en el harén imperial.

Dos semanas después de su encuentro con Salim, la Ruqayya Sultán Begam envió una llamada impaciente.

Cuando Mehrunnisa llegó al palacio, la Padshah Begam la regañó severamente.

—¿Por qué no has venido a visitarme antes, niña?

Mehrunnisa permaneció en silencio, con la cabeza gacha.

—¿Es por Salim?

La muchacha miró a la emperatriz, sorprendida. Sin duda Ruqayya se había enterado a través de alguien del séquito del príncipe, porque ella no le había dicho a nadie ni media palabra.

—Oh, sí, lo sé —añadió la Ruqayya en un tono severo en respuesta a la silenciosa pregunta, pero luego su voz se suavizó—. Ven aquí, niña.

Mehrunnisa se sentó cerca de la emperatriz.

—Salim naturalmente se enamoró de ti. Pero créeme, ya ni siquiera lo recuerda. Su memoria es muy mala para algunas cosas. Si ahora te volviera a ver, no sabría quién eres.

Para Mehrunnisa fue como si le arrancaran el corazón. ¿Era verdad lo que decía Ruqayya? Esa era la razón por la que Salim no la había llamado; no porque estuviera ocupado con otras cosas, sino sencillamente porque no la recordaba.

—No hay nada que puedas hacer, querida mía —prosiguió Ruqayya—.

Recuerda que estás prometida a otro hombre. —La emperatriz puso un dedo debajo de la barbilla de Mehrunnisa y la obligó a levantar la cabeza—. Su Majestad nunca autorizaría la ruptura de tu compromiso. Nunca. ¿Lo comprendes?

—Sí, Su Majestad —respondió Mehrunnisa en voz baja. Desvió la mirada.

¿A qué venían todas estas advertencias? Lo único importante era que Salim no la quería.

La emperatriz chasqueó la lengua, y la miró fijamente.

—No sé por qué, pero no creo que lo entiendas. Ten cuidado, Mehrunnisa.

El honor de tu familia depende de ti.

El Mina Bazar funcionaba a pleno rendimiento en el palacio real. Todos los meses, durante tres días, los palacios del harén abrían las puertas a comerciantes y mercaderes, a quienes se les permitía instalar los tenderetes para mostrar sus productos. Dado que las mujeres del zenana paseaban por el bazar sin velo, solo se permitía la presencia de vendedoras, así que los mercaderes enviaban a sus esposas e hijas a que hicieran las transacciones en su representación.

Las mujeres del harén imperial curioseaban, preguntaban y regateaban la mar de felices, y el emperador no tardó en reunirse con ellas. El bazar daba a las mujeres una sensación de libertad y tanto placer que Akbar le dio el nombre de Jushroz: días de alegría.

El príncipe Salim permanecía en su rincón del bazar, con una expresión de desánimo. Flexionó los brazos y movió la cabeza de izquierda a derecha. Unas carcajadas muy sonoras se escucharon en el tenderete de un joyero, y Salim se volvió hacia el sonido, más como un reflejo que impulsado por la curiosidad.

Vio al emperador, con los brazos alrededor de la cintura de dos bonitas concubinas que reían de placer mientras la mujer del puesto intentaba venderle un par de brazaletes de esmeraldas.

Las mujeres de Salim permanecían cerca de su señor, y miraban con anhelo los tenderetes adornados con colores vivos. El príncipe las miró sin disimular la irritación, y después llamó al eunuco encargado de su harén.

—Hoshiyar, ve con mis esposas, y ayúdalas a escoger algunas piezas de seda y telas de oro.

—Sí, Su Alteza. —Hoshiyar Jan saludó a su señor, y luego se volvió al tiempo que levantaba la mano para guiar a las esposas de Salim, con el rostro impasible. Miró al príncipe con una expresión pensativa, intrigado por su desgana. Salim no parecía ser el mismo, desde su encuentro con la muchacha en los aposentos de la emperatriz Ruqayya.

Hoshiyar se preciaba siempre de estar bien informado. Era gracias al conocimiento combinado con la astucia y una conducta despiadada a la hora de eliminar a sus rivales, que había alcanzado su actual posición. En el zenana, las mujeres lo trataban con respeto y un cierto temor, porque cualquier cosa que Hoshiyar pudiera saber y que perjudicara a cualquiera de ellas acababa por llegar inevitablemente a oídos de Manmati. Hoshiyar solo se inclinaba ante una mujer; la mujer que gobernaba el harén de Salim, la princesa Manmati. Él era los ojos y los oídos de ella fuera y dentro de las paredes del harén, su mano derecha. Listo como era, Hoshiyar reconocía la inteligencia de la princesa y nunca ponía en duda la posición de la consorte, consciente de que sería una feroz enemiga. Ahora, ella estaba preocupada por Mehrunnisa. ¿Por qué? Salim parecía haberla olvidado, aunque no del todo; boqueaba como un pez fuera del agua, en un intento por alcanzar algo que estaba fuera de su alcance, y, en realidad, sin siquiera saber qué era.

—Ah, y llévate también a las demás. Quiero estar solo —añadió el príncipe.

El grupo se dispersó por los puestos con grandes muestras de alegría. Salim se marchó en la dirección opuesta, hacia el jardín. En el camino, una vendedora le gritó:

—Su Alteza, mirad qué pájaros más hermosos.

La muchacha estaba sentada en uno de los tenderetes rodeada por jaulas de latón, donde se amontonaban las aves de los más variados y coloridos plumajes.

Era bastante bonita, y sus facciones algo toscas se veían realzadas por la vivacidad de la sonrisa. Salim la miró, complacido. La vendedora, aprovechó el interés que había despertado en el príncipe, para mostrarle un mynah* con un pico amarillo brillante.

—¿Verdad que es muy bonito, Su Alteza? —dijo la muchacha, en un tono zalamero, aunque le tembló un poco la voz.

Salim sonrió al ver cómo se esfumaba la valentía de la vendedora.

Había sido muy atrevida al llamarlo, pero ahora que lo tenía delante, se mostraba tímida.

—¿Cuánto pides?

—Un precio especial para vos, huzoor.* —Pestañeó seductoramente—. Solo cinco rupias.

—Tres —regateó el príncipe, divertido.

—Oh, huzoor. —La muchacha exhaló un suspiro, al tiempo que apartaba la jaula—. Desearía poder aceptar vuestras tres rupias, pero vivir cuesta cada día más caro. —La vendedora cambió bruscamente de expresión—. Aceptaré si me ofrecéis cuatro.

—Solo si añades las dos palomas —respondió Salim, al tiempo que señalaba dos preciosas palomas persas.

—Hecho.

El príncipe sacó cuatro rupias de plata de la faja, y se las dio a la muchacha.

Hubiese querido darle más por lo bien que lo había hecho, pero hubiese significado estropear su pequeño juego. Miró en derredor para ver dónde estaba Hoshiyar, quien, como siempre, se encontraba muy cerca, a pesar de la orden de Salim de acompañar a sus esposas.

Le entregó la jaula con el mynah a Hoshiyar, sacó las dos palomas persas, y las acunó contra su pecho. Las aves comenzaron a arrullar con mucha suavidad entre sus brazos. El alboroto del bazar pareció perderse en la distancia. Ante él se extendía la hierba verde, luminosa con el rocío de la mañana. Las abejas volaban de flor en flor, sus alas iridiscentes a la cálida luz del sol.

Por unos momentos contempló el mar de rosas rojas que bordeaban el sendero. Las espinas habían sido quitadas por los malis* reales, eliminadas a mano laboriosamente una por una para proteger a la familia imperial. Salim se inclinó para disfrutar del dulce aroma de las flores iluminadas por el sol. Luego, al erguirse, buscó otra vez a Hoshiyar, pero el eunuco parecía, por una vez, haber desaparecido. Fue entonces cuando vio a la muchacha con el velo sentada a la sombra de un chenar.

—¡Eh, tú! —llamó.

La muchacha se levantó, obediente, y se acercó al príncipe.

—Sujétalas un momento. —Salim le entregó las palomas, y fue a cortar unas rosas. Cuando volvió, la muchacha permanecía en el mismo lugar, con la mirada baja, pero solo sujetaba una paloma.

—¿Dónde está la otra paloma? —le preguntó, furioso.

—Su Alteza, ha volado.

—¿Cómo?

—¡Así!

Para gran asombro de Salim, la muchacha levantó las manos y el tintineo de los brazaletes de cristal azul acompañó la partida de la segunda paloma. El príncipe estaba fuera de sí. Se volvió hacia la joven que contemplaba cómo la paloma se alejaba. Algo se agitó en su memoria. ¿Dónde había escuchado antes esa voz? Una suave brisa recorrió el jardín, y el velo modeló las facciones de la muchacha.

—¡Mehrunnisa!

—Su Alteza, os pido perdón.

Salim descartó la disculpa con un ademán impaciente, y dejó que las rosas cayeran a sus pies.

—Olvídate de las palomas. ¿Por qué escapaste de mí el otro día?

—No podía quedarme.

—¿Por qué no? —Salim buscó su mano y la retuvo. Tenía los dedos largos y delgados, las uñas pintadas con alheña, la piel suave como las perlas. Se sonrieron el uno al otro, sin palabras, absolutamente felices. El príncipe le apartó el velo de la cabeza. Aspiró profundamente y luego dejó ir el aire de los pulmones poco a poco. De pronto, deseó tocarla, sentir su piel contra la suya, escuchar su voz y su risa.

—Eres la mujer más hermosa que he visto, Mehrunnisa.

Ella ladeó la cabeza con coquetería. Un mechón de pelo empujado por la brisa le cubrió los labios por un instante.

—Tenéis tantas mujeres hermosas en vuestro harén, Su Alteza. Alguna habrá que me supere en belleza.

Salim ladeó la cabeza en la dirección opuesta, e imitó el tonillo que había empleado Mehrunnisa.

—Eso es algo sencillamente imposible. ¿Qué haces aquí sola en el jardín?

¿Por qué no estás en el bazar?

—Me cansa.

—A mí también. —Salim acercó la mano de Mehrunnisa a sus labios y le besó el dorso con mucha ternura. Luego, apartó las pulseras y le acarició la muñeca.

—Su Alteza, Su Majestad desea vuestra presencia.

Los jóvenes se volvieron al escuchar la voz del eunuco, que los observaba con una expresión alerta desde lo alto de la escalinata de piedra.

—Dile que estoy ocupado. Me reuniré con él en unos minutos —le ordenó Salim.

—Ahora, Su Alteza —insistió Hoshiyar, amablemente—. A Su Majestad no le agrada esperar.

—¿Me esperarás? —le preguntó Salim a Mehrunnisa—. No tardaré en volver.

—¿Dónde podría ir, Su Alteza? Si me lo ordenáis, solo os puedo obedecer.

El príncipe se acercó todavía más, con una expresión risueña en la mirada.

—Esto me lo dice la muchacha que ha soltado a mis palomas. No te lo ordeno, Mehrunnisa. Te lo pido. Por favor, espera, así podré volver a ti.

Mientras él se marchaba, Mehrunnisa se giró para no ver a Hoshiyar que la observaba con una expresión pensativa. El eunuco se rascó la barbilla y después siguió a su amo.

Mehrunnisa se sentó en el banco de piedra a la sombra del árbol, y se volvió a cubrir con el velo. Así que él no la había olvidado.

Una sonrisa apareció en su rostro. Lo había visto entrar en el jardín mucho antes de que él advirtiera su presencia. Se había acurrucado junto al árbol, convencida de que Salim, cegado por el resplandor del sol, no la vería a la sombra del chenar. Mehrunnisa recogió las piernas hasta apoyar el pecho contra los muslos, se las abrazó, y contempló a Salim. En aquel momento, no le había preocupado lo más mínimo que él la hubiera olvidado, que no supiera quién era. Se conformaba con esta oportunidad que acababa de depararle el destino.

Sorprendida cuando Salim la llamó para que se ocupara de las palomas, se había levantado para ir hacia él sin pensar en nada. Cuando el príncipe le había vuelto la espalda, ella había dejado escapar a una de las palomas para ver cuál sería su reacción. Mehrunnisa se apoyó en el respaldo del banco y repitió en su imaginación todas y cada una de las palabras y los gestos de Salim, la mirada en sus ojos, el roce de sus labios en su mano.

Escuchó un ruido de pisadas y abrió los ojos con una sonrisa que se esfumó al ver a Ruqayya Sultan Begam entrar en el jardín, escoltada por sus criadas.

Por favor, Alá, haz que la emperatriz se marche antes de que vuelva Salim.

Ruqayya se apartó de su séquito y se acercó a la muchacha. Mehrunnisa se levantó para inclinarse ante la soberana.

—¿Qué te traes ahora entre manos, Mehrunnisa? —preguntó Ruqayya al tiempo que se sentaba y daba unas palmaditas en el banco para indicarle a la joven que se sentara a su lado.

—No sé a qué os referís...

—Sí que lo sabes —la interrumpió Ruqayya—. Escúchame. Salim puede tener la apariencia exterior de un hombre, pero por dentro es un niño. Siempre está buscando a su pareja ideal. —La mujer hizo una pausa para mirar muy atentamente a Mehrunnisa—. Veo que conoces muy bien el carácter del príncipe y que te estás aprovechando de ello.

—Su Majestad, eso es injusto —protestó Mehrunnisa con vehemencia—. No estoy haciendo nada de eso. El príncipe está interesado en mí. ¿Por qué no puedo alentar ese interés?

—Porque prácticamente ya estás casada, por eso —replicó Ruqayya en un tono firme—, y Su Majestad no anulará tu compromiso matrimonial.

—¿Por qué no?

—Querida mía, tú estabas lejos de la corte cuando ocurrió el incidente. El príncipe Salim intentó envenenar a su padre a través de uno de los médicos reales.

—Eso no es verdad, solo es un rumor.

Ruqayya sonrió con una expresión severa al escucharla.

—¿Pones en duda mi palabra?

Mehrunnisa meneó la cabeza.

—Es verdad. Esa es la razón por la que el emperador y Salim se han distanciado en estos dos últimos años. —La emperatriz cogió la mano de la muchacha—. El emperador no cambiará su decisión, aunque solo sea para demostrar que Salim lo ha decepcionado profundamente.

—¿Por qué el príncipe Salim ha sido motivo de decepción para el emperador? Creía que él lo amaba —manifestó Mehrunnisa en voz baja.

Ruqayya exhaló un suspiro; se apoyó en el respaldo.

—Lo ama. Quizá demasiado. Todos amamos a Salim. Lo deseábamos, rogábamos por él, y, cuando llegó, fue como si Alá nos hubiera sonreído a todos nosotros. Pero a lo largo de los años, el emperador y Salim no han sido capaces de ponerse de acuerdo en la mayoría de los temas. El príncipe quiere una corona que es suya, y no está dispuesto a esperar para tenerla. Escucha demasiado a sus consejeros y muy poco a nosotros. Está inquieto, insatisfecho con su vida.

—¿Quizá si Su Majestad le diera más?

—¿Qué más puede pedir un príncipe real, su supuesto heredero, de su padre? Salim es demasiado joven para ceñir la corona, demasiado irreflexivo a la hora de intentar conseguir sus deseos. Su Majestad todavía se siente dolido por el atentado contra su vida; se siente traicionado por este hijo que tanto deseaba, al que tanto ama. Es algo que ni siquiera yo comprendo, Mehrunnisa, y no creo que tú puedas. Así que no deposites tus esperanzas de futuro en otra cosa que no sea tu matrimonio con Ali Quli. Recuerda esto, querida, tus acciones en el futuro podrían afectar a la posición de tu padre en la corte. Tú no querrás que eso ocurra, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Su Majestad. Pero ¿cómo podría afectar a mi padre?

—Mehrunnisa, Mirza Beg ha prometido casarte con Ali Quli. El emperador no permitirá que no cumpla su promesa y, si tú insistes en alentar a Salim, tu padre tendrá que cargar con la responsabilidad.

El silencio se prolongó entre las dos mujeres mientras la emperatriz miraba cómo se reflejaba en el rostro de la muchacha la lucha de las emociones que se estaba librando en su interior.

—¿Qué debo hacer, Su Majestad? —preguntó Mehrunnisa finalmente.

—Su Alteza, la emperatriz está hablando con Mehrunnisa en este mismo momento —le susurró Hoshiyar a Manmati.

—Bien. Hazme saber lo que ocurre.

El eunuco se volvió dispuesto a marcharse, pero la princesa lo cogió por la manga, y lo detuvo.

—Hoshiyar, no le digas ni una palabra de todo esto a nadie, ¿está claro?

—Sí, Su Alteza. Seré la discreción en persona. —Hoshiyar saludó a la princesa y se retiró.

Manmati observó a su marido. Salim estaba sentado junto a Akbar en el centro del bazar, y movía los pies como si siguiera el ritmo de una música que solo él escuchaba. Así que su señor estaba impaciente por volver al jardín y reunirse con su último capricho. Por unos momentos, contempló al malabarista que actuaba para el emperador. Mantenía en el aire tres antorchas, y las hacía pasar primero por debajo de una pierna y después de la otra. Las mujeres del zenana lanzaban sonoras exclamaciones ante la maestría del artista, y lo aplaudieron a rabiar cuando acabó el número. El malabarista agradeció los aplausos y se retiró rápidamente para dar paso al encantador de serpientes que se presentó con un canasto lleno de cobras y una mangosta sujeta con una correa.

La princesa se acarició la frente. Había algo en Mehrunnisa que no le agradaba, y si era capaz de admitirlo, algo que la asustaba. Una sonrisa irónica apareció fugazmente en su rostro. Nacida de sangre real, una princesa en todos los sentidos, Manmati había sido educada en el convencimiento de que se trataba de una persona especial y, luego, cuando se había concertado la boda con el príncipe Salim, todas sus expectativas se habían visto cumplidas. Salim sería emperador, y ella gobernaría el zenana como su Padshah Begam y, un día, Jurram ascendería al trono del Imperio mogol. Ahora parecía como si una nueva amenaza a sus ambiciones comenzara a asomar en el horizonte.

Si Mehrunnisa entraba a formar parte del zenana, se produciría una lucha por el poder; eso lo tenía claro. La muchacha era una deslenguada, sin el menor sentido de la etiqueta, ni de cómo comportarse en presencia de la realeza. Si Salim insistía en su encaprichamiento con Mehrunnisa, Manmati, podía perder la ventaja que había conseguido tan cuidadosamente a lo largo de los años. No estaba dispuesta a renunciar sin presentar batalla. Le había llevado tiempo imponerse a las madres de Jusrau y Parviz, pero finalmente lo había conseguido. Cuando Salim se convirtiera en emperador, ella sería la Padshah Begam. Salió de su ensimismamiento cuando alguien le tocó el hombro.

—El jardín está vacío, Su Alteza.

—Gracias, Hoshiyar. —Manmati se apartó del grupo que rodeaba al emperador con una expresión sombría.

El príncipe consiguió por fin el permiso para retirarse de la presencia del emperador. Sin perder ni un segundo, corrió al jardín pero lo encontró desierto.

Miró al eunuco que lo había seguido hasta allí.

—¿Dónde está, Hoshiyar? —le preguntó Salim—. Dijo que me esperaría.

—Ha pasado algún tiempo, Su Alteza.

—¿Dónde la puedo encontrar?

Hoshiyar vaciló unos momentos, mientras buscaba la respuesta más apropiada. La princesa se enfurecería si llegaba a saberlo, pero, por qué no decirle al príncipe...

—Responde a la pregunta, Hoshiyar. ¿Vacilas porque mis esposas están celosas? —preguntó Salim, al darse cuenta del apuro en que se encontraba el eunuco.

—En los aposentos de la Ruqayya Sultan Begam. Viene a visitar a la emperatriz.

Salim le agradeció la respuesta con una sonrisa.

—Bien. Debes comprender que soy tu amo, que me informas a mí, no a mis esposas. ¿Está claro?

—Sí, Su Alteza —contestó Hoshiyar, con el rostro impasible.

Esta vez, Mehrunnisa no se borró fácilmente de la memoria de Salim.

El largo y ardiente verano de Lahore dio paso a un muy bienvenido otoño.

El sol se movía un poco más bajo, y por la tarde, sus últimos rayos eran acompañados por un aire más fresco. Todas las ventanas de los palacios reales estaban cerradas al aire exterior, y en las salas y habitaciones ardían alegremente los braseros.

Habían pasado dos semanas desde el encuentro de Mehrunnisa con el príncipe en el jardín. Ella venía a visitar a Ruqayya durante el día y no sabía que Salim acudía casi todas las tardes a última hora a ver a su madrastra, con la ilusión de encontrarla allí. La emperatriz no le mencionaba a Mehrunnisa las visitas de Salim, no hablaba del príncipe ni de las charlas que mantenía con él en el jardín. Ruqayya se limitaba a observar, complacida, el devenir de los acontecimientos. Entonces un día, en el momento en que Mehrunnisa ya se marchaba, la emperatriz la convenció para que se quedara un poco más. Sus sirvientes le habían avisado que Salim vendría a visitarla.

—¿Puedo salir unos minutos, Su Majestad? —preguntó Mehrunnisa. La atmósfera en la habitación estaba muy cargada. El humo de los braseros unido al del incienso de sándalo, que era el perfume favorito de la emperatriz, formaba una nube densa que oscurecía el techo.

—Ve, hija mía. —Ruqayya la despidió con un gesto lánguido mientras se reclinaba en el diván.

Hoy, Salim y Mehrunnisa debían encontrarse, y lo harían en su presencia, algo que quizá serviría para hacerles entrar en razón. Este amorío, aunque resultaba excitante para todas las mujeres del harén, no tenía el menor sentido.

El emperador nunca lo consentiría.

Mehrunnisa saludó a la emperatriz y salió de la habitación lentamente. El ocaso teñía el cielo de un magnífico color dorado donde se recortaban las siluetas de las torres y los minaretes de la ciudad. A lo lejos se escuchaban las voces musicales de los muecines que llamaban a la oración. Alá-u-Alá-u-Akbar...

La muchacha apoyó la cabeza contra una columna y cerró los ojos. Estaba tan cansada. En su casa y aquí, en el harén imperial, tenía que hacer ver que no había pasado nada. Ruqayya nunca hablaba del tema, aunque la observaba como un ave de presa.

Aspiró con fuerza y se asomó por encima de la balaustrada para recibir el refrescante aire del anochecer. Al menos maji y bapa no sabían nada de todo esto. Pero fingir le estaba pasando factura a Mehrunnisa. Apenas comía ni dormía, y las ojeras eran cada vez más evidentes, mientras que la fatiga daba a su tez un color enfermizo.

Pero en medio de todo esto estaban los pensamientos de Salim. Mehrunnisa sonrió involuntariamente. El primer encuentro en el jardín del zenana había sido tan precipitado, que la había pillado desprevenida. El segundo, durante el Mina Bazar había sido tal como lo había deseado, hasta que el emperador había reclamado la presencia de su heredero, y él había acudido a la llamada no sin antes decirle: «Espérame, Mehrunnisa». Cuán dulce había sonado su nombre en sus labios.

—¿Mehrunnisa?

Se quedó como paralizada. No podía ser... Mehrunnisa se irguió lentamente y se volvió. Sabía quién había pronunciado su nombre.

Salim estaba delante de ella.

No había nadie más que ellos en la galería; el aire fresco había empujado a todos los demás a buscar el calor de los braseros.

Se miraron en silencio. Salim también parecía cansado, pensó Mehrunnisa, y deseó borrar con sus caricias las huellas de la fatiga en su rostro. Se llevó una mano a la cabeza para cubrirse el rostro con el velo.

—No lo hagas —le rogó Salim. Estiró la mano, pero después la apartó como si tuviera miedo de tocarla—. Por favor, déjame mirarte.

Mehrunnisa vaciló por un momento, y luego bajó la mano. Que él la mirara, como haría ella, sin el estorbo del velo. Esa sería la última vez. De pronto, en una súbita muestra de atrevimiento, Salim apoyó los dedos debajo de la barbilla, le levantó suavemente el rostro y se inclinó para unir sus labios a los suyos.

Una hoguera se encendió bruscamente en el interior de Mehrunnisa.

Ningún hombre la había besado antes, ningún hombre la había tocado antes con tan exquisita ternura. En ese momento, Salim solo era un hombre que, con el amor reflejado en sus ojos, había unido sus labios a los suyos en una ofrenda de amor. Pero ella estaba prometida a otro. Mehrunnisa se separó al tiempo que apartaba a Salim.

—No puedo, Su Alteza.

—¿Por qué no? —preguntó el príncipe, en un tono risueño.

Efectivamente, ¿por qué no? Rendida, acercó una mano a su mejilla y siguió el contorno de la mandíbula hasta la barbilla, para luego subir por el otro lado.

Con un suspiro, Mehrunnisa le sujetó el rostro y lo acercó al suyo. Cubrió de besos las cejas, los ojos cerrados, las mejillas. Siguió el contorno de su boca con su aliento, olió su perfume a limpio, y acabó apoyando su cara contra la del príncipe.

—Ahora me toca devolver el favor —dijo Salim con voz ronca, al tiempo que le cogía las manos. Con muchísima suavidad, primero apoyó una y después la otra contra sus labios. Luego se agachó para besar en la unión del cuello con el hombro, su rostro a un palmo de sus pechos. Mehrunnisa dejó caer la cabeza hacia atrás con un gemido. Cada uno de sus nervios parecía arder con sus caricias, la piel le temblaba al sentir el roce de su lengua. Lo estrechó entre sus brazos, y frotó la barbilla en el pelo del príncipe. ¿Cómo podría ser que supiera lo que debía hacer, si nunca lo había hecho antes?

Salim fue ahora quien se separó del abrazo. Con el telón de fondo del cielo dorado del ocaso, se miraron el uno al otro, con la respiración alterada.

—Hueles a rosas.

—Mi madre... —tartamudeó Mehrunnisa. ¿Qué había dicho Salim? ¿Qué intentaba ella responderle?—. Mi madre prepara agua de rosas para nuestros baños.

Salim la miró con una intensidad que la hizo estremecer.

—Muy pronto vendrás a mí, Mehrunnisa. Sé que tu padre es Mirza Ghias Beg. Le pediré al emperador que envíe una propuesta formal a tu casa mañana, no, hoy mismo. —Sonrió con una expresión traviesa—. ¿Qué te agradaría como regalo de boda? ¿Una bandada de pájaros para darles la libertad?

Pero ella pertenecía a otro hombre. No tendría que haber hecho eso, no tendría que haberlo besado con tanta pasión. Sin embargo, durante las últimas semanas, él había ocupado todos sus pensamientos. ¿Por qué habían tenido que encontrarse de esa manera si del encuentro no saldría fruto alguno? ¿Para qué introducirlo en su vida si no sería para ella?

—Me casaré dentro de unas semanas, Su Alteza —dijo, con voz cansada.

Salim frunció el entrecejo.

—Nadie me lo ha dicho. Pero —añadió, al tiempo que buscaba su mano— eso no será un problema. Hablaré con el emperador para que anule tu compromiso. Muy pronto serás mía, Mehrunnisa.

—No, Su Alteza, por favor, no lo hagáis. —Mehrunnisa apartó la mano—.

Mi padre me ha prometido en casamiento. No cumplir su palabra acabaría con su reputación. Por favor...

—No puede ser tan grave, Mehrunnisa. El emperador ha ordenado la disolución de muchísimos matrimonios, y no hablemos de compromisos. Una palabra suya bastaría...

—No, Su Alteza —exclamó Mehrunnisa, las palabras de advertencia de Ruqayya retumbaban en sus oídos. Aún se negaba a creer que Salim hubiese sido el responsable del atentado contra la vida de Akbar. No podía ser el Salim que tenía delante. Era un rumor malicioso que se había ido haciendo cada vez más desproporcionado con el paso de los años. Sin embargo, el distanciamiento entre padre e hijo era de dominio público. No había una salida fácil. De pronto, las lágrimas asomaron a sus ojos. Lloraba por la pérdida de Salim, por la reputación de su padre, por el temor a su vida futura, por todo.

El príncipe enjugó las lágrimas de las mejillas nacaradas de Mehrunnisa con una suave caricia.

—Ahora vete, amor mío —dijo con mucha dulzura—.Yo me encargaré de solucionarlo todo. No te preocupes.

Mehrunnisa obedeció la orden. Se recogió la falda del ghagara y corrió por la galería de mármol, con los pies descalzos. Sabía que Salim no se había movido, que la miraba alejarse, pero no se volvió ni una sola vez para echarle una última mirada.

Mehrunnisa salió del palacio a la carrera. Llamó a gritos a su carabina, Dai Dilaram, su ama de cría. Dai salió de las dependencias de la servidumbre donde había estado de cotilleo, echó una ojeada a su pupila, y se la llevó a casa de inmediato.

Durante el camino, Mehrunnisa permaneció inmóvil en el palanquín. La situación había ido demasiado lejos, y no veía cómo controlarla. Después de su conversación con la emperatriz, se había decidido finalmente a reflexionar. Lo que Ruqayya había dicho era la pura verdad: la ruptura del compromiso significaría la deshonra de su padre, y lo que menos deseaba en el mundo era ser la causa del sufrimiento de Ghias. No había querido ver lo que sucedía en su entorno, tan empecinada en cautivar a Salim que había coqueteado con él sin pensar en las consecuencias. Incluso ahora mismo... pero la necesidad de tocarlo había sido irresistible. Ahora Salim estaba dispuesto a no olvidarla. ¿Qué pasaría si acudía al emperador? Su padre caería en desgracia. La gente diría que había enviado a su hija al zenana con la oscura intención de que Mehrunnisa sedujera a Salim. Correría el rumor de que Ghias Beg no era un hombre de palabra, que era indigno de confianza.

A Mehrunnisa se le partía el corazón con solo pensarlo. Únicamente se podía hacer una cosa. Debía decírselo a su madre, Asmat sabría cómo manejar la situación. Pero Salim... sus besos... no, se lo contaría todo a su madre, pero se callaría lo de los besos. Cuando el palanquín llegó al patio de entrada de la casa de Ghias Beg, Mehrunnisa ya temblaba al pensar en el encuentro con su madre, porque si Asmat lo sabía, antes o después también lo sabría su padre.

Aquella noche, Asmat escuchó el relato de su hija, muda de asombro.

Habló con Ghias, y la pareja decidió que la mejor solución era plantearle el tema a la Padshah Begam. A la mañana siguiente, Asmat acudió a Ruqayya y se quejó del comportamiento del joven príncipe.

La emperatriz se mostró profundamente preocupada al enterarse de hasta dónde habían llegado las cosas. Hasta ese momento, como buena conocedora de los enamoramientos del príncipe, había considerado la relación entre los dos jóvenes como algo pasajero. Envió un mensaje al emperador.

Akbar se presentó en sus aposentos aquella misma tarde, y Ruqayya le explicó claramente la última aventura de Salim. Mientras estaban hablando, el príncipe entró en la habitación sin anunciarse.

—Su Majestad, tengo una petición. —Se acercó a su padre y se sentó a sus pies. Con las prisas, Salim no había respetado la etiqueta de la corte. Cualquiera que se presentara ante el emperador, debía realizar el taslim o el konish, con independencia de su edad, posición, o parentesco con el monarca.

—Has olvidado tus modales —le reprochó Akbar, furioso.

Salim cumplió con el ritual.

—A ver, ¿de qué se trata? —preguntó el emperador.

—Quiero casarme con la hija de Mirza Ghias Beg, Su Majestad. Se llama Meh...

—Eso no es posible —le interrumpió Akbar sin miramientos—. Está prometida, y hemos dado nuestro permiso. No podemos echarnos atrás en nuestra promesa.

Salim miró a su padre, desconcertado. ¿Qué más le daba que quisiera casarse con la hija de uno de sus cortesanos? Se obligó a sí mismo a ser cortés.

—Pero Su Majestad, eso se puede solucionar fácilmente, si vos lo ordenáis.

—No, Salim. El compromiso se realizó porque nosotros lo ordenamos, y no romperemos nuestra palabra. —Akbar le volvió la espalda antes de acabar.

Salim sabía que lo habían despedido. Se levantó lentamente, saludó a su padre, y salió de la habitación arrastrando los pies. Quería a Mehrunnisa con desesperación; la noche anterior apenas si había podido dormir. En todos sus pensamientos, en todos sus sueños, solo había visto su rostro, había revivido la sensación de tenerla en sus brazos, la calidez de su piel. Se consumía por ella.

Pero no estaba dispuesto a suplicarle a su padre para tener a Mehrunnisa. Sabía que había actuado mal, en una ocasión, hacía ya muchos años, pero Akbar no parecía dispuesto a encontrarse con él a medio camino. Había intentado mostrar su arrepentimiento una y otra vez, sin llegar a admitir abiertamente lo que había hecho. Si el emperador hubiese tenido la bondad de complacerle en este asunto... porque, en ese breve tiempo, Mehrunnisa se había convertido en la mujer más importante de su vida. En cuanto salió de la habitación, se apoyó contra una de las columnas de mármol porque le pareció que las piernas no iban a sostenerlo. «Mehrunnisa.»

Ruqayya vio la terrible expresión de pena en el rostro de su marido en cuanto Salim se marchó. De pronto, parecía haber envejecido varios años.

Akbar exhaló un suspiro e inclinó la cabeza.

—Hablaremos con Mirza Beg —dijo.

No había transcurrido una semana, cuando las trompetas anunciaron la llegada de Ali Quli a la casa de Ghias Beg. Los hombres de la familia, Ghias, Muhammad, Abul y Shahpur esperaban al novio en el patio de la entrada. Ali Quli no tenía familia en la India, así que el Jan-i-janan. Abdur Rahim cabalgaba con él, seguidos por las mujeres de su casa en palanquines. En su habitación, Mehrunnisa permanecía sentada con la cabeza inclinada por el peso del velo matrimonial rojo bordado con hilos de oro. Tenía las manos pintadas con alheña, el cuerpo dorado con pasta de sándalo, los ojos delineados con kohl. Las mujeres a su alrededor: vecinas, amigas y primas le levantaban el velo una y otra vez para comentar su belleza. Se reían al ver las lágrimas en sus ojos, porque era la actitud correcta de una novia que dentro de muy poco abandonaría la casa paterna. Asmat no paraba ni un segundo; llamaba a los sirvientes para que trajeran más chai y bandejas de laddoos* y yalebis.* Pero no miraba a su hija. En esos últimos días, nadie había hablado gran cosa con Mehrunnisa. Maji y bapa no le dijeron a nadie lo que había ocurrido en realidad; se limitaron a decirles a todos que la boda se había adelantado por orden del emperador. Ni siquiera Saliha había llegado desde Kabul para asistir a los festejos; todavía se encontraba de camino.

Así que Mehrunnisa esperó durante muchas horas antes de que se realizara la ceremonia. Se obligó a vaciar la mente de cualquier pensamiento. Tenía la impresión de haberle fallado a su padre aunque había hecho bien al informarles de la situación. La emperatriz le había ordenado permanecer en la casa y que no fuera a visitarla hasta después de la boda. De Salim no tenía ninguna noticia.

La ceremonia de la boda fue breve, pero los festejos continuaron durante toda la noche. Ali Quli se la llevó a su nuevo hogar con la fanfarria de costumbre. Cuando llegó el momento de subir al palanquín en el patio exterior, Mehrunnisa se abrazó a Ghias Beg con tanta desesperación que su padre se vio obligado a apartarla.

—Nos quiere tanto a todos —le explicó a Ali Quli que observaba la escena.

Ali Quli se rió con ferocidad.

—No tardará en quererme tanto a mí también, Mirza Beg.

Asmat y Ghias se encogieron al escuchar el tono del soldado. Mehrunnisa subió al palanquín sin mirarlos, y mantuvo la mirada apartada de su familia mientras los porteadores cargaban el palanquín a hombros y salían lentamente del patio.

En la intimidad de la cámara nupcial, Ali Quli levantó el velo y miró el rostro de Mehrunnisa por primera vez. Sin poder contenerse, acercó una mano para tocarle la cara. Siguió con la punta de los dedos el maquillaje nupcial de pequeños puntos blancos que iba desde las cejas hasta la curva de las mejillas.

La muchacha temblaba; Ali Quli no hizo caso. No podía creer su buena fortuna; sabía que el matrimonio sellaría su alianza con Ghias Beg, pero nunca había imaginado que su esposa sería tan hermosa.

Mientras Ali Quli se maravillaba de su buena fortuna y disfrutaba de su noche de bodas, el príncipe Salim ahogaba sus pensamientos en vino.