Yahangir

Título de Salim al convertirse en el cuarto emperador de la India mogol.

PRÓLOGO

El viento aullaba en su carrera, y amenazaba con desgarrar las costuras de la tienda. El aire helado se colaba en el interior, atenazaba con dedos glaciales las tibias nucas, y devoraba las débiles llamas azules del fuego. La mujer, tendida en un rincón entre unas delgadas mantas de algodón, tiritaba. Se abrazó la barriga y gimió:

—Aya.

La comadrona se levantó lentamente, con un crujido de los huesos, y cojeó hasta la entrada. Sujetó la lona que tapaba la abertura; después, se acercó a la mujer, levantó la manta, y miró entre las piernas. La mujer hizo una mueca cuando los dedos callosos y sucios hurgaron entre sus piernas; en el rostro de la vieja apareció una sonrisa.

—Ya no tardará mucho —afirmó.

Las llamas volvieron a brotar en el brasero cuando la comadrona abanicó las ascuas de boñiga de camello. La mujer se recostó, con la frente bañada en sudor y el rostro desfigurado por el sufrimiento. Las contracciones se sucedían a intervalos cada vez más cortos. Se mordió el labio inferior para no gritar, porque no quería preocupar a los que estaban fuera de la tienda, sin darse cuenta de que el rugido del viento ahogaría hasta el más fuerte de los gritos.

En el exterior, la oscuridad se cerraba deprisa sobre el campamento. Los hombres se acurrucaban alrededor de una hoguera que crepitaba y chisporroteaba mientras el viento les helaba las orejas y levantaba la arena que se les metía en los ojos y debajo de las ropas.

El campamento no era más que un puñado de tiendas viejas y rotosas, apiñadas en un pequeño círculo en el borde del desierto en las afueras de Kandahar. Los camellos, los caballos y las ovejas se acercaban todo lo que podían a las tiendas en busca de calor y para abrigarse de la tormenta.

Ghias Beg se apartó del grupo junto a la hoguera y, después de dar un rodeo para evitar a los animales, fue hasta la tienda donde yacía su esposa.

Apenas visibles entre las nubes de arena, tres chiquillos estaban abrazados junto a la lona negra, con los ojos cerrados para protegerlos del viento. Ghias Beg tocó el hombro de su hijo mayor.

—Muhammad —gritó por encima de los aullidos del viento—. ¿Tu madre está bien?

El chico levantó la cabeza, y miró a su padre con los ojos llorosos.

—No lo sé, bapa. —Su voz era débil, apenas audible. Ghias tuvo que agacharse para escucharlo. Muhammad cogió la mano apoyada en su hombro—. Oh, bapa, ¿qué será de nosotros?

Ghias se arrodilló, cogió a Muhammad entre sus brazos y le besó la cabeza suavemente. El roce de su barba cepilló la arena del pelo de Muhammad. Era la primera vez que parecía asustado en todos estos días.

Miró a su hija por encima de la cabeza del chico.

—Saliha, ve a ver cómo está tu maji.*

La niña se levantó en silencio y entró en la tienda. La mujer alzó la mirada en cuanto entró. Le tendió una mano a Saliha, que corrió inmediatamente a su lado.

—Bapa quiere saber si estás bien, maji.

—Sí, beta* —Asmat Begam intentó sonreír—.Ve y dile a bapa que no tardará mucho. Dile que no se preocupe. Y tú tampoco te preocupes. ¿De acuerdo, beta?

Saliha asintió, y se levantó para marcharse. Llevada por un impulso, volvió a agacharse y abrazó a su madre muy fuerte, con la cabeza apoyada en el hombro de Asmat.

Desde su rincón, la comadrona chasqueó la lengua en señal de reproche.

—No, no —protestó mientras se levantaba—. No toques a tu madre ahora que falta muy poco para que nazca el bebé. Ahora será una niña, porque tú lo eres. Vete ahora mismo, y llévate el mal de ojo contigo.

—Déjala estar, aya —dijo Asmat con voz débil mientras la comadrona ahuyentaba a su hija. No añadió nada más, porque no tenía ánimos para discutir con la vieja.

Ghias interrogó a su hija con la mirada.

—Pronto, bapa.

Él asintió y le volvió la espalda. Se ajustó la tela del turbante sobre el rostro, cruzó los brazos sobre el pecho y se alejó del campamento, con los hombros encogidos y la cabeza agachada para protegerse del viento helado. Cuando llegó al refugio que ofrecía un enorme peñasco, se dejó caer sentado en la arena y hundió la cabeza entre las manos. ¿Cómo había podido dejar que las cosas llegaran a este extremo?

* Las palabras con asterisco remiten al glosario, al final del libro. (N. de la E.) El padre de Ghias, Muhammad Sharif, había sido cortesano del sha Tahmasp Safavi de Persia, y tanto Ghias como su hermano mayor Muhammad Tahir habían recibido una excelente educación durante la infancia. Criados en una casa cada vez más próspera, los niños habían sido muy felices; habían disfrutado con los viajes motivados por los cambios de destino del padre, primero a Jurasan, luego a Yazd y finalmente a Isfahan, donde Muhammad Sharif había muerto el año pasado, 1576, como wazir* de Isfahan. Si las cosas no hubieran cambiado, Ghias hubiese podido continuar su vida como un noble con pocas preocupaciones, habría pagado sin apuros las deudas a los sastres y proveedores cada dos o tres meses, y tendría la mano abierta para aquellos menos afortunados. Pero el destino no quiso que fuera así.

Muerto el sha Tahmasp, el sha Ismail II ascendió al trono de Persia, y el nuevo régimen no se mostró generoso con los hijos de Muhammad Sharif. Y

tampoco los acreedores, recordó Ghias, que se ruborizó oculto por las manos.

Como perros vagabundos que acuden a rebuscar entre las montañas de basura, los acreedores entraron en la casa de su padre, para valorar los muebles y las alfombras. Las cuentas se amontonaron sobre la mesa de Ghias, para gran desconcierto de él y Asmat. Los vakil* —los contables de su padre— siempre se habían ocupado de las cuentas. Pero los vakil habían desaparecido, y no había dinero para pagar a los acreedores porque las propiedades de su padre —la herencia de Ghias— habían revertido al Estado tras su fallecimiento.

Uno de los cortesanos del sha, un viejo amigo de su padre, había informado a Ghias del destino que le esperaba: la muerte, o la cárcel para los deudores.

Ghias comprendió entonces que ya no podría seguir viviendo honorablemente en Persia. Hundió la cabeza todavía más entre las manos mientras recordaba su precipitada fuga al amparo de la noche, antes de que vinieran los soldados a detenerlo. Habían recogido las joyas de Asmat, las copas de oro y plata y todos los demás objetos de valor que podían cargar para venderlos y pagar lo que necesitaran durante el viaje.

Al principio, Ghias no tenía idea de dónde buscaría refugio. Se unieron a una caravana de mercaderes que viajaban al sur, y durante el viaje alguien propuso la India. «¿Por qué no?», se había preguntado Ghias. La India estaba gobernada por Akbar, el emperador mogol, que era tenido por un hombre justo, bondadoso y, por encima de todo, abierto a los hombres educados y estudiosos.

Quizá encontraría un puesto en la corte, un nuevo comienzo en la vida.

Ghias levantó la cabeza cuando, por un segundo, cesó el aullido del viento y el débil llanto de un recién nacido sonó en la súbita quietud. De inmediato, se volvió hacia el oeste en dirección a La Meca, se arrodilló en el suelo helado, y levantó las manos. «Alá, permite que el bebé sea sano y su madre fuerte», rogó en silencio. Bajó las manos cuando acabó la oración. Otro hijo, ahora que su fortuna había desaparecido. Se volvió para mirar hacia el campamento, las tiendas negras apenas visibles en la tormenta de arena. Tendría que ir a ver a Asmat, pero sus pies no se movieron para llevarlo junto a su amada esposa.

Se apoyó contra el peñasco y cerró los ojos. ¿Quién hubiera pensado nunca que la nuera del wazir de Isfahan daría a luz a su cuarto hijo en semejante entorno? ¿Que su hijo hubiera tenido que escapar de su tierra natal, convertido en un fugitivo de la justicia? Ya era bastante malo que hubiera llevado la deshonra a su familia, pero lo que había sucedido durante el viaje había sido peor.

En el viaje en dirección sur hacia Kandahar, la caravana había atravesado el Dasht-e-Lut, el gran desierto de Persia. El territorio árido tenía su propia belleza; leguas de tierra sin vegetación y espectaculares acantilados rosados que parecían levantarse de la nada. Pero aquellos acantilados también eran traicioneros; habían ocultado a un grupo de bandidos del desierto hasta que fue demasiado tarde para la desafortunada caravana.

Ghias se estremeció. Se ajustó el burdo chal de lana sobre los hombros. Los bandidos habían caído sobre ellos como una bandada de buitres, en una confusa nube de alaridos y violencia. No habían dejado casi nada; se habían llevado las joyas, se habían llevado las copas de oro y plata, habían violado a las mujeres. Asmat se había salvado por su muy avanzado estado de gestación.

Después del pillaje la caravana se había dispersado mientras los viajeros escapaban en busca de refugio. En la estela de la carnicería, Ghias encontró dos viejas mulas; las habían cabalgado por turnos hasta Kandahar, y habían sobrevivido mendigando la hospitalidad de los numerosos caravasares a lo largo del camino.

Agotada, sucia y harapienta, la familia había entrado en Kandahar donde un grupo de kuchis* afganos les habían ofrecido refugio y la poca comida que podían dar. Pero tenían poco dinero e incluso el viaje a la India parecía imposible. Ahora tenían otro hijo.

Al cabo de unos minutos, se armó de valor y caminó lentamente hacia la tienda.

Asmat lo miró desde el lecho. Ghias, con un peso en el corazón, advirtió las sombras oscuras debajo de sus ojos cuando ella le sonrió. Su rostro era casi esquelético, la piel tan estirada que parecía a punto de romperse en los pómulos. Le apartó el pelo de la frente todavía sudorosa. Acunado en los brazos de Asmat y envuelto en un trozo de tela vieja descansaba un bebé perfecto.

—Nuestra hija. —Asmat le entregó el bebé a su marido.

Mientras sostenía al bebé, Ghias se sintió dominado por la impotencia. La niña que sostenía en sus brazos, limpia y vestida, dependía de él para su vida y sustento. Era hermosa. Los brazos y las piernas bien formadas, una abundante mata de pelo negro brillante y largas pestañas rizadas.

—¿Has pensado un nombre para ella? —le preguntó a su esposa.

—Sí —respondió Asmat. Vaciló un momento—. Mehrunnisa.

—Meh-ru-nnisa —repitió Ghias lentamente—. Sol de las mujeres. Es un nombre apropiado para esta niña tan hermosa. —Tocó el puño diminuto de la niña apoyado en la barbilla. Después se la devolvió a Asmat. Era casi seguro que la madre no podría alimentar a la pequeña. Tendría muy poca leche, como consecuencia de meses de pasar hambre. ¿Dónde encontrarían el dinero para pagar a un ama de cría?

Alguien le tocó las costillas. Ghias se volvió. La comadrona le tendió la mano abierta en un gesto harto elocuente. Él sacudió la cabeza.

—Lo siento. No tengo nada para darte.

La vieja torció el gesto y soltó un escupitajo del jugo del buyo que mascaba.

Ghias la oyó murmurar mientras salía de la tienda:

—Nada. Un bebé aunque sea una niña tendría que valer algo.

Ghias se retiró a un rincón, y se pasó la mano por la frente en un gesto de cansancio, mientras veía a sus hijos, Muhammad Sharif, Abul Hasan y Saliha, reunidos alrededor de su madre y el bebé.

No podían permitirse tener a la niña. Tendrían que darla.

El viento se calmó durante la noche tan bruscamente como había comenzado, y las estrellas volvieron a destellar en el cielo despejado. Ghias se levantó antes del alba y se sentó fuera de la tienda. Una taza de chai* caliente, con más leche aguachirle que hojas de té, le calentaba las manos y el cuerpo aterido. Unos minutos más tarde, el horizonte comenzó a teñirse con unos hermosos tonos de rojo, dorado y ámbar, la secuela de la tormenta que daba a la naturaleza un nuevo vestuario de colores.

Metió la mano debajo del chal y sacó los cuatro preciosos mohurs* de oro que llevaba en la faja. El sol hizo que los mohurs brillaran como fuego líquido en la palma de su mugrienta mano. Eso era todo lo que les quedaba en el mundo.

Los bandidos no habían encontrado las monedas que Asmat había escondido en su choli* y Ghias estaba decidido a comprar el pasaje de todos a la India con ese dinero. Pero eso era todo lo que el oro podía pagar; necesitaban más para sobrevivir.

Ghias se volvió para contemplar las cúpulas turquesas y los minaretes que se levantaban a lo lejos, recortados contra el cielo teñido de rojo. Quizá encontraría algún trabajo en Kandahar. No había trabajado ni un solo día en sus veintitrés años de vida. Pero Asmat necesitaba carne de cordero y leche para recuperar las fuerzas, los niños necesitaban prendas para soportar el invierno que ya estaba a las puertas, y el bebé... Ni siquiera podía pensar en la niña por su nombre. ¿Qué sentido tenía cuando sería otro quien cuidaría de ella? Se puso de pie cuando el sol asomó por encima del horizonte y comenzó su ascenso en el cielo; los rayos dorados iluminaron el campamento. Apretó los dientes, y en sus ojos apareció el brillo acerado de su determinación.

Por la tarde, Ghias se encontraba, con los hombros encogidos, delante de una panadería en una callejuela del bazar. Los largos pliegues de su qaba* se arrastraban por los adoquines de la calle. En medio del bullicio, los viandantes tropezaban con él, mientras llamaban a voces a sus amigos, y saludaban a gritos a los conocidos.

Ghias levantó la cabeza con la mirada perdida. Su primer intento había sido encontrar un trabajo como tutor de los hijos de los nobles ricos de la ciudad.

Pero todos, al ver sus ropas andrajosas y su rostro mugriento, lo habían echado de sus casas. Luego buscó un puesto como un simple trabajador, pero su lenguaje y su acento culto delataban su condición de noble.

De pronto, Ghias fue consciente del delicioso olor del nan* recién cocido. Su estómago gruñó con insistencia, recordó que no había probado bocado desde la taza de chai de la mañana. Observó cómo el panadero aplanaba con las manos la elástica pasta blanca, la recogía con una paleta de madera y luego de un palmetazo la pegaba a las paredes al rojo del horno enterrado en un agujero del suelo. Quince minutos más tarde, el panadero utilizó unas tenazas de hierro para despegar el pan acabado de cocer de las paredes del horno; apiló el pan dorado y tierno sobre el mostrador de la tienda.

El tentador aroma envolvió a Ghias. Sacó una de las monedas de oro y la miró. Antes de que pudiera arrepentirse, había comprado diez panes; y con el cambio, unas cuantas broquetas de carne de cordero marinada en lima y ajo en una tienda vecina.

Se guardó el valioso tesoro debajo de la qaba; el pan le calentaba el pecho y el olor de la carne le hacía la boca agua mientras atravesaba el bazar. Asmat y los niños tendrían algo que comer durante unos días, el frío conservaría la carne; quizá su suerte cambiaría...

—¡Eh, patán! ¡Mira por dónde vas!

El empujón hizo que Ghias soltara los paquetes con las broquetas y los panes. Se agachó apresuradamente, con los brazos extendidos, antes de que la multitud pisoteara la comida.

—Te pido perdón, sahib* —dijo por encima del hombro, Nadie respondió a la disculpa. Ghias, ocupado en recoger los paquetes, no advirtió que el mercader se había detenido para mirarlo. Se volvió hacia el hombre, y vio unos ojos de mirada bondadosa en un rostro moreno y curtido.

—Lo siento —se disculpó otra vez—. Espero no haberte causado ningún daño.

—En absoluto —contestó el mercader, que evaluó a Ghias con la mirada—.

¿Quién eres?

—Ghias Beg, hijo de Muhammad Sharif, wazir de Isfahan —contestó Ghias, y entonces, al ver la sorpresa reflejada en el rostro del hombre, señaló desconsolado su qaba andrajosa y las prendas sucias que eran poco más que harapos—. En otros tiempos, eran espléndidas. Pero ahora...

—¿Qué ocurrió, sahib? —La voz del mercader tenía un tono respetuoso.

Ghias miró a su interlocutor, se fijó en las manos fuertes, en la daga que llevaba en la faja, en las botas de cuero gastadas pero de primera calidad.

—Veníamos de camino hacia Kandahar cuando unos bandidos nos robaron todas nuestras pertenencias —respondió, y el hambre hizo que su voz sonara poco clara.

—Estás muy lejos de casa.

—Es una larga historia. Un cambio de fortuna, así que me vi obligado a huir. ¿Puedo saber a quién tengo el gusto de dirigirme?

—Soy Malik Masud —dijo el mercader—. Cuéntame tu historia, sahib.

Tengo tiempo. ¿Quieres tomar una taza de chai conmigo?

Ghias miró el puesto al otro lado de la calle donde humeaba un caldero de leche caliente con especias.

—Eres muy amable, Mirza* Masud, pero no puedo aceptar tu hospitalidad.

Mi familia me espera.

Masud apoyó una mano en el hombro de Ghias y lo empujó hacia el puesto.

—Acepta la invitación, sahib. Quiero escuchar tu historia, si estás dispuesto a concederme ese favor.

Ghias se dejó llevar hacia el puesto. Allí, con sus preciosos paquetes con las broquetas de cordero y los panes a buen recaudo sobre la falda, sentado hombro con hombro con los otros clientes, le narró a Masud todas las peripecias que habían vivido él y su familia, sin olvidarse del nacimiento de Mehrunnisa.

—Alá te ha bendecido, sahib —opinó Masud, mientras dejaba sobre la mesa la taza vacía.

—Sí —admitió Ghias. Era verdad que estaba bendecido, aunque ahora las cosas fueran difíciles. Asmat, los hijos, todos eran bendiciones. El bebé también.

Se levantó—. Debo irme. Los niños estarán hambrientos. Muchas gracias por el chai.

No había dado un par de pasos cuando se detuvo al escuchar las palabras de Masud.

—Voy camino de la India. ¿Querrías venir en mi caravana, Mirza Beg? No puedo ofrecerte gran cosa, solo una tienda y un camello para cargar tus pertenencias. Pero está bien protegida, y te aseguro que tú y los tuyos estaréis seguros durante el viaje.

Ghias se volvió bruscamente y se sentó en el banco. Su rostro reflejaba asombro.

—¿Por qué?

Masud descartó la pregunta con un ademán.

—Voy a presentar mis respetos al emperador Akbar en Fatehpur Sikri. Si me sigues hasta allí, quizá pueda presentarte en la corte.

Ghias lo miró boquiabierto, incapaz de creerse lo que acababa de escuchar.

Después de tantos avatares, cuando un problema parecía encadenarse al siguiente, aquí tenía un regalo de Alá. Pero no podía aceptar la oferta. No tenía nada para ofrecer a cambio. Como hijo de un noble, y por serlo él también, le resultaba imposible estar en deuda con otra persona por su bondad. ¿Por qué Masud le hacía esto?

—Yo... yo...—tartamudeó—. No sé qué decir. No puedo...

Masud se inclinó sobre el gastado tablero de la mesa lleno de surcos.

—Di que sí, sahib. Quizá si en el futuro cambia mi fortuna, tú podrás ayudarme.

—Eso lo haría, Mirza Masud, sin vacilar, incluso si no hicieras esto por mí.

Pero es demasiado. Te agradezco mucho la oferta, pero no puedo aceptarla.

—Para mí no es demasiado, Mirza Beg.—Masud sonrió—. Por favor, acepta. Me darás el placer de tu compañía durante el viaje. Me he sentido muy solo desde que mis hijos dejaron de viajar conmigo.

—En ese caso lo haré —aceptó Ghias, complacido por la insistencia del mercader—. No tengo palabras para agradecértelo.

Masud le explicó cómo encontrar el caravasar donde estaba su caravana, y los dos hombres se despidieron en el bazar. Durante las horas siguientes, mientras Asmat y los niños recogían sus míseras pertenencias, Ghias permaneció sentado en el exterior de la tienda. Pensaba en el encuentro con Masud. Una vez, hacía mucho tiempo, el padre de Ghias le había dicho que un noble mostraba su elegancia tanto a la hora de aceptar ayuda como al darla. Al recordar las palabras de su padre —los únicos recuerdos que tenía ahora de Muhammad Sharif— Ghias decidió que aceptaría la ayuda de Masud, y le devolvería el favor más adelante.

Se despidieron de los kuchis que los habían acogido. En un arranque de temeraria generosidad, Ghias les había dado sus últimas tres monedas de oro a los bondadosos pero pobres nómadas. Les habían dado cobijo cuando nadie más quiso hacerlo; para con ellos era su primera deuda de gratitud; la deuda que tenía con Masud era para toda la vida. Había guardado los mohurs para pagar el pasaje de todos a la India, pero ahora ya no era necesario. Se dirigieron al campamento de Masud. Allí, les dieron una tienda nueva y comida de la olla común hasta que Asmat se recuperara lo suficiente para cocinar para ellos.

La larga caravana, que se extendía en una fila de más de un kilómetro, inició la marcha hacia Kabul. A medida que transcurrían las semanas, Asmat iba recuperando las fuerzas, el color volvió a sus mejillas, y el pelo recobró su brillo natural. Los chicos mayores estaban bien alimentados y eran felices; algunas veces marchaban junto a los camelleros, y otras montaban en los camellos; pero no todo estaba bien. Ghias seguía sin tener dinero para pagar a un ama de cría, y aunque Mehrunnisa bebía un poco de leche de cabra, cada vez estaba más débil. Ghias pensó apenado en las tres monedas de oro; ahora le hubiesen sido de gran utilidad. Pero los kuchis, pobres como eran, habían ayudado a su familia. No, había sido la decisión correcta. Cuando Asmat le había preguntado por el dinero, Ghias se lo había dicho así, con toda firmeza, sin mirar a su hija pequeña.

Un mes después del nacimiento de Mehrunnisa, la caravana que había salido de Kabul en dirección este, acampó en las cercanías de Jamrud, al sur de la cordillera de Hindu Kush, en las colinas Jiber. Atardecía y el cielo tenía un tono ocre. Los colores de la tierra eran apagados: el blanco mate de la nieve, el azul y negro de los peñascos, el marrón de la hierba seca. El viento helado del invierno se filtraba poco a poco entre las capas de lana y los chales de algodón.

Cerca del campamento, brillaban las luces del último poblado que verían durante las próximas semanas, en la ladera de la colina. Mucho más lejos estaba el camino que los llevaría a las alturas del paso Jiber.

Ghias ayudó a su esposa a juntar leña para el fuego. Luego, se sentó cerca de ella, y la observó mientras Asmat cortaba una col marchita junto con unas cuantas zanahorias, y después una pata de cordero para el kurma* Tenía las manos enrojecidas por el frío. Mehrunnisa descansaba envuelta en una manta en la tienda. Muhammad, Abul y Saliha aprovechaban lo poco que quedaba de luz para jugar con los otros chiquillos. Desde donde estaba sentado, Ghias escuchaba con toda claridad los chillidos de placer mientras libraban una batalla con bolas de nieve.

—Terminarán empapados y muertos de frío —comentó Asmat, con la mirada puesta por un segundo hacia el lugar donde estaban sus hijos. Cogió una sartén de hierro y la colocó sobre la chula* tres piedras planas que formaban un triángulo, que contenía el fuego.

—Déjalos que jueguen —dijo Ghias, en voz baja, sin apartar la mirada de su esposa.

Asmat vertió un poco de aceite de una jarra de cerámica en la sartén, esperó a que se calentara, y añadió las semillas de cardamomo, unos cuantos dientes de ajo, y una hoja de laurel. Luego echó la carne de cordero y la salteó con la ayuda de una cuchara de madera.

—¿Cuándo aprendiste a cocinar? —preguntó Ghias.

Asmat sonrió; se arregló con coquetería un mechón detrás de la oreja.

Vigilaba con atención la carne que freía en la sartén, con el rostro rojo y resplandeciente por el calor del fuego.

—Tú sabes que nunca aprendí, Ghias. Siempre me servían las comidas.

Aparecían de la nada, como por arte de magia. Pero la mujer de la tienda vecina me enseñó a cocinar el kurma. —Miró a su marido, dominada por una súbita preocupación—. ¿Te has cansado de comerlo? Puedo aprender a cocinar alguna otra cosa.

—No, no estoy cansado. —Ghias meneó la cabeza—. Aunque —añadió con una sonrisa traviesa—, hemos comido este plato todas las noches desde hace un mes.

—Veintidós días —precisó Asmat, mientras añadía las verduras y vertía un poco de agua en la sartén. Echó un poco de sal en el estofado, una picada de ajo, guindilla y cardamomo, y tapó la sartén. Miró a su marido—. Al menos, ya no se me quema.

—Asmat, tenemos que hablar.

La mujer se apartó para coger un recipiente de cobre. Metió la mano en un saco, echó cinco puñados de harina en el recipiente, un poco de harina y aceite y comenzó a amasar la pasta para los chappatis.*

—Tengo que preparar la cena, Ghias.

—Asmat —insistió él, en un tono cariñoso, pero la mujer se negó a mirarlo.

Tenía la espalda rígida, sus movimientos eran bruscos.

Desde el interior de la tienda, les llegó el llanto de Mehrunnisa; ambos se volvieron al escucharlo. El llanto volvió a sonar, débilmente, sin fuerza, y después, como si el bebé se hubiera agotado por el esfuerzo, se apagó. Asmat volvió a inclinarse sobre la masa, y sus dedos la retorcieron con desesperación.

El pelo caído ocultaba su rostro de la mirada de su marido. Una lágrima y luego otra cayeron en la masa, pero no hizo caso. Ghias se levantó para ir a abrazar a su esposa, y ella se apretó contra su pecho. Permanecieron así durante unos minutos, en silencio, Asmat con las manos todavía en la masa.

—Asmat —susurró Ghias—, no podemos permitirnos mantener a Mehrunnisa.

—Ghias, por favor. —Asmat lo miró a la cara—. Intentaré alimentarla. Si no tendrá que tomar leche de cabra hasta que encontremos a un ama de cría. Las mujeres hablaban el otro día de una campesina que acababa de tener un hijo. Se lo podríamos preguntar.

Ghias desvió la mirada.

—¿Cómo haríamos para pagarle? No puedo pedirle dinero a Malik. —Hizo un gesto a su alrededor—. Ya nos ha dado tanto. No —añadió, con el corazón en un puño—, lo mejor para nosotros será dejarla junto al camino, para que alguien la encuentre, alguien con medios para cuidar de ella. Nosotros ya no podemos hacerlo.

—Tendrías que haber guardado...—Asmat se apartó y comenzó a sollozar.

Pero Ghias tenía razón, siempre tenía razón. Los kuchi necesitaban el dinero.

Ahora ya no podían cuidar de la niña de ninguna manera; no podía dejar de llorar.

Ghias dejó a su esposa junto al fuego, y entró en la tienda. Había pensado en ello durante mucho tiempo. Asmat no podía alimentar a la niña porque se le había acabado la leche, y con cada llanto del bebé a ella se le partía el corazón, porque su hija lloraba de hambre, y no tenía leche para amamantarla. Estaban alimentando a Mehrunnisa con agua azucarada. Mojaban un trozo de tela limpia en el líquido y se lo daban a chupar, pero no era bastante. Había perdido peso a un ritmo alarmante; ahora era más pequeña que en el momento de nacer.

Ghias se sentía profundamente avergonzado por no poder mantener a su familia, se sentía responsable de haber llegado a esta situación extrema. Le aterrorizaba la decisión que había tomado, pero sabía que tenía que hacerlo. No podía ver cómo Mehrunnisa se debilitaba cada vez más. Si la dejaba para que la encontrara alguien, la criarían, cuidarían de ella. Sabía que otros lo habían hecho, había personas que habían encontrado a niños abandonados junto a los caminos, y se los habían llevado a sus casas para criarlos como a sus propios hijos. Cogió al bebé y una lámpara de aceite. La niña dormía otra vez, un sueño provocado por el hambre. Cuando salió de la tienda le dijo a Asmat: —Lo haré ahora, que está dormida.

Dejó a Asmat a solas con su llanto, y abandonó el campamento. Cuando llegó a las afueras del poblado, envolvió a la niña dormida con su chal y la acostó al pie de un árbol de la carretera principal.

Luego subió al máximo la mecha de la lámpara y la colocó cerca del bebé.

Sin duda no tardaría en encontrarla alguien porque todavía no había oscurecido, y esa era una carretera muy transitada. Ghias se volvió para mirar el poblado en la ladera de la colina, mientras murmuraba una súplica. Una fuerte ráfaga de viento le trajo el olor del humo de las chimeneas del pueblo.

Quizá alguien del poblado, por favor Alá, alguien de buen corazón. Miró a la niña una vez más. Era tan pequeña, tan poquita cosa; su respiración apenas si movía la tela del chal.

Ghias se volvió para marcharse, y en aquel momento, un débil gemido escapó del bulto que estaba al lado del camino. Volvió junto a la niña y le acarició la mejilla: «Duerme, preciosa», murmuró en persa. El bebé suspiró, calmado por su voz y la caricia, y continuó durmiendo.

El padre miró a Mehrunnisa, para luego marcharse a toda prisa. Una vez, solo una vez, tiritando de frío, desde un recodo de la carretera, se volvió para mirar atrás. La luz de la lámpara brillaba con fuerza en la creciente oscuridad; el árbol era un gigante con las ramas desnudas. Mehrunnisa, envuelta en el chal, era un bulto diminuto apenas visible.

A medida que transcurrían los últimos minutos del crepúsculo, las montañas se tiñeron con los tonos violáceos que precedían a la oscuridad. El blanco de la nieve brilló fugazmente y después se apagó mientras el silencio extendía sus suaves pliegues sobre el campamento. La fatiga atemperaba las voces, las chispas volaban con el humo de las hogueras. Un viento que soplaba del norte se abrió paso entre los árboles desnudos. Un disparo de mosquete reverberó en las montañas y se fue apagando lentamente en ecos más lejanos.

Cuando se apagó el último, lo siguió un llanto muy agudo.

La partida de caza se detuvo, sorprendida. Malik Masud levantó una mano para pedir silencio. Se encontraban cerca del campamento, y, por un momento, el único sonido que escucharon fue el chisporroteo y el crepitar de las hogueras.

Luego, volvieron a escuchar la llamada. Masud se volvió hacia uno de sus hombres.

—Ve a ver de qué se trata.

El sirviente clavó los talones en los flancos de su caballo, y cabalgó en dirección a los llantos. No tardó en volver con Mehrunnisa entre los brazos.

—Encontré a un bebé, sahib.

Masud miró el rostro del bebé que berreaba. Le era conocido; después ya no tuvo ninguna duda, el chal en que estaba envuelto pertenecía a Ghias Beg; él mismo se lo había regalado.

Frunció el entrecejo. ¿Cómo podía Ghias abandonar a un bebé tan hermoso? Mientras la partida regresaba al campamento, su expresión se volvió pensativa. Recordó su primer encuentro con Ghias. Había juzgado al joven rápidamente, como había hecho con muchos otros hombres a lo largo de su vida, y siempre con acierto. Debajo de las prendas andrajosas y del rostro mugriento, Masud había visto la inteligencia y la educación. Dos cualidades que serían muy apreciadas por el emperador Akbar. También había algo en él que lo hacía digno de afecto, pensó Masud. Durante el último mes, los dos hombres habían pasado algunas horas juntos todas las noches; para Masud era como si hubiese reencontrado a su hijo mayor, que ahora vivía en Jurasan.

Cuando la partida de caza entró en el campamento, Masud desmontó su caballo y ordenó a un sirviente que fuera a buscar a Ghias.

Ghias apareció al cabo de unos minutos.

—Siéntate, mi querido amigo. —Masud esperó a que se sentara, y añadió—: Acabo de tener la buena fortuna de encontrar a un bebé abandonado no muy lejos de aquí. Dime, ¿tu esposa no acaba de tener un bebé?

—Sí, Masud.

—Entonces ¿le podrías pedir que cuidara a este bebé para mí?

Masud le mostró a Mehrunnisa. Ghias miró atónito a su hija, y después a Masud. El hombre mayor le sonrió.

—Ahora es como una hija para mí —afirmó Masud. Cogió una bolsa con unos magníficos bordados, y sacó un puñado de monedas de oro—. Por favor, toma estos mohurs para su mantenimiento.

—Pero... —comenzó Ghias mientras tendía los brazos para sujetar a Mehrunnisa. La niña al sentir su contacto, lo miró.

Masud silenció las protestas con un ademán.

—Insisto. No puedo cargar a tu familia con otro hijo sin proveer para él.

Ghias agachó la cabeza. Acababa de contraer otra deuda que nunca podría pagar.

Asmat se encontraba en la tienda cuando Ghias entró con Mehrunnisa.

Miró el bulto en sus brazos, consciente de que se trataba de su hija, e instintivamente la cogió en brazos.

—¿La has traído de vuelta?

—Malik lo hizo.

Asmat acunó a su hija.

—Alá quiere que conservemos a esta hija, Ghias. Nos ha bendecido. —Le sonrió orgullosa a su bebé—. Pero ¿cómo...?

Ghias sacó en silencio los mohurs de oro. Las monedas brillaron a la luz de la lámpara.

—Alá quiere que conservemos a esta hija, Asmat —afirmó Ghias, en voz baja.

A la mañana siguiente, Dai Dilaram, que viajaba con la caravana, aceptó amamantar a la niña junto con la suya. La caravana atravesó el paso de Jiger sin novedad, y siguió hasta Lahore. Luego, Malik Masud dirigió su caravana hacia Fatehpur Sikri donde estaba la corte de Akbar. Casi seis meses después del nacimiento de Mehrunnisa, en el año de 1578, la caravana entró en Fatehpur Sikri.

Unas semanas más tarde, cuando Malik fue a presentarle sus respetos al emperador Akbar durante el darbar* de todos los días, se llevó a Ghias con él.

En la casa de Malik, mientras los otros niños jugaban en la calle, Asmat esperó a su marido en un patio interior, con Mehrunnisa en los brazos. Mehrunnisa balbuceaba para provocar una sonrisa en el rostro solemne de su madre, pero Asmat estaba tan ensimismada que no se dio cuenta. Se preguntaba si habrían llegado al final de su largo y agotador viaje. Si podrían echar raíces y sobrevivir en esa tierra extranjera. Si la India sería ahora su hogar.