DOS

Esta Begam cobró un gran afecto por Mehr-un-Nasa; la amaba más que a todos los demás y siempre la tenía en su compañía.

B. NARAIN, trad., y S. SHARMA, ed.,

A Dutch Chronicle of Mughal India Un eunuco muy alto con un bigote lacio recibió a Mehrunnisa y Asmat en la entrada del palacio de la emperatriz Ruqayya. Extendió el brazo para cerrarle el paso a Asmat.

—Solo la niña —dijo. Entonces, al ver el súbito destello de miedo en los ojos de Asmat, se apiadó un poco y añadió—: La enviarán a tu casa sana y salva, pero solo debe entrar la niña.

Asmat asintió. En cualquier caso, no hubiese servido de nada protestar. Se inclinó para susurrar al oído de su hija:

—Sé buena, no te portes mal, beta. Estarás bien, no te preocupes.

Se marchó sin añadir nada más, y Mehrunnisa la miró marcharse, dominada por el deseo de pedirle que se quedara. ¿Cómo podía dejarla sola aquí con este hombre de aspecto ridículo?

Cuando se volvió, vio que el eunuco la observaba con mucha atención.

—Así que tú eres la niña que le gusta —comentó, con una voz que sonó como un gruñido. Se apartó para permitirle el paso a un vestíbulo en penumbra. Más allá, se veía un patio iluminado por el sol. El eunuco detuvo a Mehrunnisa.

—Vuélvete.

Mehrunnisa se volvió lentamente, un tanto molesta por el excesivo peso de su ghagara bordado. La blusa le iba holgada; le colgaba de los hombros a pesar de que estaba bien sujeta por detrás. En casa siempre usaba ghagaras y salwars*

de muselina. Para la emperatriz, Asmat la había hecho engalanarse con su mejor vestido, aunque solo se trataba de una visita matinal, y ni siquiera era un día festivo. El eunuco le apoyó un dedo en la nuca y la hizo girar hasta que quedó de cara a él.

Le arregló los pliegues de la blusa en los hombros, le midió el largo del chal para que quedara repartido, y le tocó las mejillas. Le pellizcó la piel y le miró los dientes. Mehrunnisa se apartó, con el rostro arrebolado, mientras miraba la cara del hombre. ¿Qué era ella, un caballo en venta?

El eunuco se echó a reír, y Mehrunnisa vio los dientes con las manchas rojas del paan*:

—Tan delgada, tan larguirucha. —Le hundió un dedo en las costillas—.

Mira cómo se te salen los huesos. ¿Qué pasa, tus padres no te dan de comer?

¿Aquella mujer era tu madre? Ella sí que es bonita. Pero tú, si hasta te falta un diente. Me pregunto qué verá ella en ti. Muy pronto se cansará de ti. Ven. —La sujetó por el brazo, y le clavó las uñas en la carne—. Recuerda que no debes repetir nada de lo que te diga. Quizá esta debería ser tu primera lección, niña.

Nunca hables de lo que escuchas en el zenana.

Sin dejar de reírse, medio tiró, medio arrastró a Mehrunnisa por el pasillo hasta la sala de baños. A su paso, las esclavas se inclinaban ante el hombre. Con el corazón en un puño, Mehrunnisa se fijó en el detalle y no intentó soltarse.

Maji no estaba aquí; estaba sola con esta criatura extraña, de rostro pálido y bigote lacio. ¿Quién era él? ¿Por qué tenía tanto poder allí, en el harén?

La emperatriz se estaba preparando para el baño cuando Mehrunnisa entró en el hammam* Mehrunnisa tenía la frente perlada de sudor y las axilas húmedas. Si este hombre era tan extraño, ¿cómo se comportaría hoy la emperatriz? El otro día la había asustado muchísimo. El eunuco soltó el brazo de Mehrunnisa y se inclinó ante Ruqayya.

—La niña está aquí, Su Majestad.

Después, sin esperar la respuesta de Ruqayya, se retiró de la sala de baños sin darle la espalda a la emperatriz.

Mehrunnisa se encontró sola. Permaneció inmóvil; solo parpadeaba un poco, molesta por la intensidad de la luz del sol que entraba por un tragaluz en el techo, y que trazaba en el suelo la figura del enrejado. El tintineo de los brazaletes de oro la hizo mirar hacia un rincón de la sala. La emperatriz estaba sentada en un taburete, mientras unas esclavas de cuerpo atlético, con la piel del color de la tierra, le quitaban las joyas. Un eunuco se encontraba a su lado con una bandeja de plata donde las depositaba. En el centro de la sala había una piscina octogonal hundida en el suelo. Un banco de madera sumergido rodeaba toda la piscina.

—Ven aquí, niña.

Al escuchar la voz de la emperatriz, Mehrunnisa caminó hacia el rincón donde se encontraba Ruqayya, vestida con una túnica de seda azul pavo real que resplandecía con el zari de oro. Le dolía el brazo donde el eunuco le había clavado las uñas, pero de pronto deseó incluso su presencia. No quería estar sola en esta habitación en penumbra con la única luz que se filtraba por el tragaluz, mientras las esclavas y los eunucos la observaban con evidente curiosidad.

—Al-Salam alekum, Su Majestad.

—Mehrunnisa —dijo Ruqayya. Se reclinó contra una columna—. Es un nombre bonito. Siéntate.

Mehrunnisa se acercó a la mujer y se sentó. Ruqayya tendió una mano para tocarle el pelo negro.

—Tienes unos ojos preciosos. ¿Eres persa?

—Sí, Su Majestad.

En el rostro redondo de Ruqayya apareció una sonrisa.

—¿Quién es tu padre?

—Mirza Ghias Beg, Su Majestad.

—¿Quién es tu abuelo?

La conversación siguió por estos derroteros durante cinco minutos. La emperatriz le preguntó por Asmat, Ghias, sus hermanos. Qué hacían, cuál era el mulla que le impartía las lecciones, qué había leído. A Mehrunnisa la emperatriz ya no le pareció tan temible después de esta conversación. Su voz cambió de tono y se volvió somnolienta cuando le quitaron la túnica y las esclavas comenzaron a darle un masaje con aceite de jazmín. Mehrunnisa observó mientras los dedos expertos de una de las esclavas, bañados en aceite, recorrían el cuerpo robusto de la emperatriz. La muchacha trabajó los músculos en los hombros de Ruqayya, y la soberana agachó la cabeza con un suspiro de placer.

Las manos de la esclava se ocuparon después de los pechos, el vientre y los muslos, con la habilidad y rapidez fruto de una larga práctica.

Acabada la sesión de masaje, la emperatriz abandonó el taburete para sumergirse lentamente en la piscina. Su larga cabellera flotó en el agua alrededor de sus hombros. Mehrunnisa no perdía detalle mientras las esclavas, vestidas con los pijamas de algodón y los cholis, entraban en el agua con la emperatriz y le enjabonaban el cuerpo. Luego le lavaron el pelo.

De pronto Ruqayya se sentó para dirigirse en un tono cortante a una de las esclavas:

—¿Hoy te has bañado?

—Sí, Su Majestad —tartamudeó asustada la esclava que era muy joven.

—Déjame ver —ordenó Ruqayya, y le olió las manos, el pelo y las axilas. Se apartó un poco, y añadió en un tono que no admitía réplica—: Vete. Sal de aquí, y nunca más vuelvas a meterte en mi piscina sin haberte bañado antes.

La muchacha salió a toda prisa de la piscina, chorreando agua, y escapó de la sala. En el suelo quedó una estela de agua como testigo de su huida.

Mehrunnisa se estremeció al percibir el desdén en la voz de la emperatriz, y se le puso la carne de gallina. Buscó refugio en la parte más oscura de la sala, y rezó para que la mujer no se fijara en ella. Allí permaneció sentada durante dos horas mientras escogía su vestuario. Se probó una infinidad de vestidos que acababa tirando a los eunucos hasta que, por fin, encontró uno de su agrado.

Cuando la emperatriz abandonaba la sala, miró a la niña y le dijo: —Ya puedes irte a casa. Vuelve mañana.

Eso fue todo.

Durante los meses siguientes, Mehrunnisa iba cuando Ruqayya la llamaba, hablaba con ella cuando la emperatriz quería hablar, y permanecía sentada en silencio cuando no quería. Descubrió que la mayoría de las rabietas de Ruqayya solo eran para impresionar. La esclava tenía una mirada insolente, le había dicho Ruqayya a Mehrunnisa más tarde. Pero no era verdad. La muchacha era demasiado inexperta y terriblemente tímida como para atreverse a mirar de una manera insolente a la emperatriz. Sin embargo, había ocasiones en las que Ruqayya se enfadaba de verdad, pero la mayoría de las veces la emperatriz alzaba la voz solo porque podía hacerlo. El título de Padshah Begam no se concedía a la ligera ni se llevaba despreocupadamente. Todo lo que ocurría dentro de las paredes del harén y mucho de lo que ocurría fuera llegaba a los oídos de Ruqayya a través de diversos espías. No había nada demasiado importante o demasiado pequeño para la atención de la emperatriz. Todas las enfermedades, todo los embarazos, todos los períodos perdidos, las intrigas de la corte, las rencillas entre esposa, concubina y esclavas, todo acababa por llegar a su palacio.

Mehrunnisa comenzó a disfrutar con las visitas a la esposa favorita de Akbar. Se sentía fascinada por el cambiante humor de Ruqayya, sus momentos de calma, las terribles rabietas, fascinada también por lo importante que era, y entusiasmada porque Ruqayya la encontraba a ella interesante.

Pero era a Salim a quien ella deseaba ver. Un día, cuando Mehrunnisa atravesó corriendo las puertas del zenana después de visitar a la emperatriz, entró por error en un palacio vecino. No fue hasta que se encontró con que a un pasillo lo seguían otros que la llevaban a adentrarse cada vez más en el palacio, que comprendió que se había perdido. Era la hora más calurosa del día, y en el palacio reinaba el silencio. Incluso las omnipresentes criadas y eunucos estaban ocultos en los dormitorios a la espera de que sol comenzara a bajar. Mehrunnisa miró en derredor mientras intentaba volver por donde había venido. Los jardines que vio eran inmaculados; la hierba, verde a pesar del calor; las buganvillas, cargadas de flores color melón. Llegó a un patio interior con el suelo de mármol y en lo alto un rectángulo de cielo azul. El patio estaba rodeado por una columnata. También las columnas eran de un mármol tan blanco que producían una sensación de frescura. Mehrunnisa se abrazó a una de las columnas, sin llegar a rodearla del todo, y apoyó la frente bañada en sudor en la piedra para refrescarse. Quizá dentro de una hora aparecería alguien que pudiera indicarle cómo salir. Estaba demasiado cansada para seguir vagando sin rumbo.

Mientras estaba allí, un hombre entró en el patio con una caja de plata.

Vestía todo de blanco y con mucha sencillez: una kurta* suelta, un pijama blanco y sandalias de cuero. Mehrunnisa se apartó de la columna dispuesta a llamarlo, pero se contuvo en el último segundo. Era el príncipe Salim. Se ocultó detrás de la columna, y apenas si asomó la cabeza para espiar. ¿Por qué estaba solo, sin los sirvientes?

Salim fue hasta el otro extremo del patio y se sentó en un banco de piedra a la sombra de un neem* con las ramas cargadas de unos frutos amarillos que parecían uvas. Chasqueó la lengua, y Mehrunnisa se quedó boquiabierta al ver que centenares de palomas que se paseaban por los aleros emprendían el vuelo para acudir a la llamada del príncipe. Se amontonaron alrededor de sus pies, con los cuellos hinchados y palpitantes debajo de un anillo de plumas de un color verde iridiscente. Salim abrió la caja, metió la mano en el interior y sacó un puñado de granos de trigo que lanzó al aire. Los granos iluminados por el sol cayeron como una lluvia de oro sobre las losas de mármol. Las aves comenzaron a picotear furiosamente los granos. Bajaban y alzaban las cabezas a un ritmo frenético y, cuando los acabaron, miraron al hombre, expectantes.

El príncipe se echó a reír, y el eco de su risa se extendió suavemente por todo el patio.

—Sois unas malcriadas. Si queréis más, tendréis que venir aquí.

Sostuvo otro puñado en la palma de la mano abierta. Mehrunnisa, bien oculta detrás de la columna, observó cómo las palomas daban vueltas alrededor del príncipe como si no se atrevieran a acercarse hasta que una de ellas, en un arranque de atrevimiento, voló para posarse en el hombro de Salim, que permaneció inmóvil como una estatua. Las demás palomas no tardaron en seguir el ejemplo de la primera, y sus cuerpos grises y negros casi taparon totalmente al príncipe.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Una mano sujetó a Mehrunnisa por el hombro y la obligó a volverse. La niña se sacudió el polvo de su ghagara y se enfrentó a la mirada del eunuco.

—Me he perdido.

—Niña tonta —susurró el eunuco en un tono feroz, mientras la apartaba del patio—. Estás en el mardana* ¿No sabes que está prohibido entrar en el recinto de los hombres? Vete ahora mismo, antes de que te vea el príncipe Salim. No le gusta que nadie esté cerca cuando alimenta a sus palomas.

—Entonces ¿qué estás haciendo tú aquí?

El eunuco enarcó las cejas.

—Soy Hoshiyar Jan.

Esta vez fue Mehrunnisa quien enarcó las cejas.

—Y yo soy Mehrunnisa. Pero ¿quién eres tú?

El hombre chasqueó la lengua.

—Yo... No tiene importancia. Ahora tienes que marcharte, niña.

Mehrunnisa se volvió para echarle una última mirada a Salim antes de marcharse. Él continuaba sentado en el banco, arrullando suavemente a las palomas, y, cuando una se le posó en el pelo, volvió a reír, al tiempo que intentaba mirarla sin mover la cabeza.

—Venga, venga —insistió el eunuco, impaciente—. No se permite la presencia de las mujeres en el mardana. Tú lo sabes. El emperador mandará que te corten la cabeza si se entera.

—¡No lo hará! —replicó Mehrunnisa—. Me perdí. No he entrado aquí deliberadamente.

—Bap re! —exclamó Hoshiyar, mientras empujaba a la niña delante de él con tanta fuerza que estuvo a punto de tropezar con la falda de su ghagara—.

Por si fuera poco, encima es respondona. La encuentro mirando al príncipe Salim con ojos de cordero degollado y me dice que se ha perdido.

La acompañó hasta la puerta del palacio y le señaló la verja.

—Vete y que no te vuelva a ver por aquí, o seré yo quien mande que te corten la cabeza.

Mehrunnisa le sacó la lengua y corrió hacia la verja. Miró por encima del hombro. Hoshiyar no la perseguía; permanecía en la entrada pero cuando ella se volvió, el eunuco le sacó la lengua.

—¿Vas a ver a la emperatriz?

Mehrunnisa se volvió bruscamente, y las horquillas cayeron al suelo; algunas rebotaron para desaparecer confundidas con los dibujos de la alfombra persa.

—¡Mira lo que has hecho! —protestó, mientras se agachaba para recoger las horquillas, pero unas cuantas se habían perdido irremediablemente, y ahora permanecerían disimuladas en la alfombra para clavarse en los pies desnudos en alguna otra ocasión. Mehrunnisa abandonó la búsqueda, y se irguió para contemplarse en el espejo.

Abul estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su hermano había cumplido los quince, edad más que suficiente para que no viniera a fastidiarla, pero Mehrunnisa sabía que él tenía la tarde libre y ella era su mejor objetivo. Saliha no le hacía caso. Yadiya y Maniya lloraban en cuanto lo veían aparecer porque siempre les tiraba del pelo o les envolvía las cabezas con sus ghagaras para que no pudieran ver; después escapaba precipitadamente antes de que maji o bapa le regañaran. Por consiguiente, venía a buscarla cuando sus amigos no se lo llevaban con ellos de cacería o a las casas públicas, esto último, por supuesto, a ocultas de bapa.

Mehrunnisa se olvidó de las recomendaciones de su madre sobre cómo debía comportarse una dama y le hizo una mueca a la imagen de su hermano.

Abul meneó la cabeza en una silenciosa manifestación de reproche.

—Se te quedará el rostro así y nadie querrá casarse contigo. Aún no has contestado a mi pregunta.

—No pienso hacerlo, Abul —manifestó Mehrunnisa. Su rostro recuperó la expresión normal. Que Alá no permitiera que lo dicho por Abul se hiciera realidad—. No es asunto tuyo. Vete y deja que acabe de peinarme.

—Ven conmigo, Nisa. Podemos jugar al polo con los mazos en el jardín, sin los caballos, por supuesto.

—No puedo. —Mehrunnisa sacudió la cabeza—. Tengo que ir al palacio.

Deja de molestarme, Abul, o le diré a bapa que anoche fuiste al nashajana*.

—Si lo haces, yo le diré a bapa que tú me acompañaste hace tres noches.

Vestida como un hombre, con un bigote pintado con kohl y que te emborrachaste con el tercer trago de vino. Mis amigos todavía me preguntan quién era el joven paliducho con un estómago tan débil que avergonzaría hasta a un bebé.

Mehrunnisa corrió hacia su hermano y lo obligó a entrar en la habitación.

Después asomó la cabeza. No había nadie a la vista. Le dio un pellizco en el brazo.

—¿Te has vuelto loco? Nadie debe saber nunca que fui al nashajana contigo.

Me forzaste a que te acompañara, Abul.

—No tuve que forzarte mucho, Nisa. —Abul sonrió—. Tú querías venir. Da gracias de que Yadiya no se despertara y se preguntara por qué no estabas en tu cama. De haberse enterado, bapa te hubiese dado una paliza.

Mehrunnisa se estremeció. Aquello había sido una soberana estupidez.

Muy tentador, pero una estupidez.

—Ni se te ocurra decírselo nunca a nadie. Prométeme que no lo harás.

Prométemelo. —Le volvió a pellizcar el brazo, más fuerte que antes.

Abul se apartó, mientras se frotaba la carne pellizcada.

—De acuerdo, baba, no lo haré. Pero ven conmigo esta noche. Te ayudaré a disfrazarte y escalaremos el muro como la vez anterior.

Mehrunnisa negó con la cabeza y volvió al espejo.

—Ya he tenido bastante con una vez. Solo quería ver cómo era. De todas maneras, ¿por qué vas a ese lugar? Todos aquellos hombres borrachos, tumbados en los divanes, y las muchachas casi desnudas revolcándose sobre ellos. —Mehrunnisa se estremeció—. Fue horrible. No vuelvas a ir allí, Abul.

No es bueno.

Abul le tiró del pelo.

—Eso no es asunto tuyo, Nisa. Tú me pediste que te llevara, y te llevé.

Ahora no me digas lo que debo hacer. La promesa de no decirle nada a bapa se mantendrá mientras tú te guardes tus sermones. ¿Está claro?

Mehrunnisa lo miró furiosa, mientras tendía la mano para coger el peine.

Con las prisas tumbó un frasco de kohl, y el contenido se derramó como una resplandeciente mancha negra sobre la bandeja de plata pulida.

—Decididamente hoy estás muy nerviosa. —Abul la obsequió con una sonrisa perversa—. ¿Tendrá algo que ver con la boda en el palacio real?

—¿Qué boda? —preguntó Mehrunnisa. Levantó el rostro en un gesto altanero—. Ah, la boda del príncipe Salim.

Abul se sentó junto a su hermana.

—Sí, esa boda. El príncipe Salim se casa por segunda vez. Con la princesa de Jofhpur, hija de Udai Singh. La gente lo llama el Mota Raja, el rey gordo. Lo he visto; es un nombre muy apropiado. —Abul cogió una botellita de un diseño muy delicado. Quitó el tapón y el olor del incienso llenó la habitación—. Me pregunto si la princesa Manmati también será gorda.

Mehrunnisa le dio un cachete en la mano.

—Romperás la botella.

Comenzó a cepillarse la larga cabellera vigorosamente. Cuando acabó de deshacer todos los nudos y el pelo le caía sobre los hombros como un manto de seda, lo dividió en tres y comenzó a trenzarlo.

—¿Por qué estás tan inquieta, hermana? —preguntó Abul.

—¡No lo estoy! El príncipe tiene todo el derecho de casarse con quien quiera.

—Muy cierto —admitió Abul—, y va en camino de reunir su propio harén.

Dos matrimonios en dos años, y solo tiene diecisiete años. Ya tiene un descendiente de su primera esposa, aunque es una niña, pero no tardará en tener hijos para el Imperio si mantiene este ritmo.

—¿Y? —Las manos de Mehrunnisa se movían rápidamente detrás de su cabeza. Cuando la trenza alcanzó el largo suficiente, la pasó por encima del hombro y continuó con el trenzado—. ¿Por qué tendría que preocuparme?

Abul no pudo contener una carcajada.

—Todo el mundo sabe que vas a visitar a la emperatriz Ruqayya solo para tener la oportunidad de ver al príncipe. ¿En qué estás pensando? ¿Que tú serás la siguiente en casarse con él? El príncipe nunca se casará contigo.

Mehrunnisa se ruborizó hasta las cejas.

—¿Por qué no? —Miró a su hermano con una expresión desafiante—.

Quiero decir que si quisiera casarme con él, ¿qué podría impedirlo?

Abul volvió a reír, esta vez con tanta fuerza que a punto estuvo de caerse del taburete. Levantó una mano y comenzó a contar con los dedos cada una de las razones.

—Primero, eres demasiado joven. Eres un bebé, Mehrunnisa. Las niñas de nueve años no se casan con los príncipes reales. Segundo, todos los príncipes se casan por motivos políticos, y solo se casan con princesas. ¿Por qué querría casarse contigo?

—Quizá sea demasiado joven ahora, pero creceré. Además, maji dice que no todos los casamientos reales son por razones políticas.

—Pero lo serán todos los del príncipe Salim. Al menos, mientras continúe siendo príncipe. El zenana del emperador está lleno de mujeres emparentadas con los reyes vasallos del Imperio. Es así como Akbar ha conseguido mantener unido el Imperio. Tú nunca tendrás una oportunidad. —Abul sonrió—.

Además, para cuando tú hayas crecido, el príncipe será un joven disoluto. ¿Has escuchado lo último que se cuenta de él?

—¿De qué se trata? —preguntó Mehrunnisa ansiosa, a pesar de su renuencia a hablar de este tema con su hermano.

—Ha comenzado a beber. —Abul adoptó el tono de un conspirador—.

Dicen que bebe veinte copas de licor cada día.

—¡Eso es mucho! —exclamó Mehrunnisa, con los ojos muy abiertos. Sabía que Salim había comenzado a beber porque era un motivo de queja constante para Ruqayya. El príncipe siempre había sido muy moderado, pero desde hacía unos meses, mientras estaba de campaña en las cercanías de Attock para sofocar la rebelión afgana, Mirza Muhammad Hakim había dicho que el vino aliviaría la fatiga de Salim. Ahora era un borracho, según Ruqayya que, cuando estaba alterada por algún motivo no siempre era una fuente fiable. Pero Abul decía lo mismo.

Mehrunnisa permaneció en silencio durante unos momentos, mientras sus dedos recorrían el grabado de la tapa de un joyero de plata.

—¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? —preguntó finalmente.

—Mi querida Nisa. —La voz de Abul volvió a tener un tono burlón—. Si el príncipe Salim va a casarse contigo, tendrá que esperar. Quién sabe, quizá dentro de unos años esté muerto de tanto beber. Entonces tendrías que casarte con Murad o Daniyal para ser emperatriz. Es una buena cosa que el emperador tenga otros dos hijos que puedan servirte.

Mehrunnisa levantó la barbilla y miró a su hermano con altanería.

—No estamos hablando de mi vida —dijo con mucha dignidad—. Vete.

Tengo que acabar de vestirme. La emperatriz ha ordenado mi presencia.

—Sí, Su Majestad. —Abul se inclinó ante ella, mientras se reía, y salió de la habitación sin darle la espalda como si de verdad estuviera en la presencia de la realeza. Mehrunnisa cogió un peine de marfil y se lo tiró. Falló el tiro, y el peine rebotó en el marco de la puerta antes de caer al suelo. Abul, con una sonrisa, apoyó el pulgar en la punta de la nariz y movió el resto de los dedos.

Desapareció de su vista en el momento en que su hermana cogía un cofre esmaltado.

Mehrunnisa se miró en el espejo con el entrecejo fruncido. ¿Por qué era inconcebible que ella pudiera casarse con un príncipe? Después de todo, su padre era un cortesano muy respetado; el emperador tenía en gran estima sus consejos. Además, los miembros de la realeza mogol se casaban de acuerdo con sus propios deseos.

Se cambió de ropa rápidamente, sin casi mirarse en el espejo. A la emperatriz no le agradaba que la hicieran esperar. El zenana sería un hervidero de rumores: sobre la nueva princesa, la dote, el padre, lo que Salim pensaba o no pensaba de ella. Hasta el más mínimo detalle sería analizado y exagerado para diversión de todos. Mehrunnisa se preguntó qué tal le iría a la nueva princesa en el recinto de las mujeres. La primera esposa era como un animalito, que hacía unos ruidos imperceptibles de cuando en cuando y sin alterar en lo más mínimo la vida en el harén imperial. Se decía que esta tenía un poco más de carácter. Sería interesante verla actuar con Ruqayya. Y si un día, Mehrunnisa se convertía en esposa de Salim, esta sería la princesa que habría que vigilar.

Mehrunnisa no tenía ni la menor idea sobre cómo estos sueños se convertirían en realidad, solo que lo harían, aunque únicamente fuera para hacer enfadar a Abul que se había burlado de ella.

Recogió el velo, se lo sujetó sobre el rostro, y salió de la casa en compañía de Dai, su antigua ama de cría. Maji estaba ocupada con su nuevo hermano Ahadpur, nacido unos meses atrás. En el patio exterior, Mehrunnisa subió al palanquín que la llevaría al palacio real, para felicitar a la emperatriz Ruqayya por su nueva hijastra política*.

Aquel mismo año Salim se casó otra vez, ahora con Sahib Jamal, la hija de Jawya Hasan. Al año siguiente, la primera esposa de Salim, la princesa Manbai, dio a luz a un hijo llamado Jusrau en Lahore. El emperador estaba tan entusiasmado con el nacimiento de un nuevo heredero al trono, que las fiestas, las galas y los festivales populares duraron toda la semana posterior al nacimiento del niño.

En el otoño de 1588, la corte imperial se trasladó por primera vez de Lahore a Srinagar. La capital de Cachemira se había resistido a la ocupación mogol durante mucho tiempo, pero finalmente se había rendido a los ejércitos imperiales el año anterior.

Srinagar conquistó a toda la corte. La ciudad se alzaba en un valle rodeado por las montañas del Himalaya. El aire era puro y embriagador, como el amrit*

la bebida de los dioses. Las colinas bajas, de color rojo fuerte y castaño del otoño, bajaban suavemente hasta los trigales dorados, atravesados por la cinta de plata del río Jhelum que serpenteaba a través del valle. Como telón de fondo, las montañas nevadas alzaban sus majestuosas cumbres contra el cielo azul.

Al año siguiente, con el regreso de la corte a Lahore, Akbar nombró a Ghias diwan* de Kabul. El nombramiento como tesorero era un gran privilegio; Kabul, aunque era una ciudad de provincias, era un punto estratégico para el comercio y la defensa de la región norteña del Imperio mogol. Se encontraba en una llanura triangular entre las empinadas e imponentes laderas de las montañas Asmai y Sherdarwza; en las colinas bajas que rodeaban la ciudad se levantaba una muralla de adobe con torres de defensa a intervalos regulares.

Ghias y su familia se trasladaron a Kabul. Las nuevas obligaciones lo tenían despierto hasta altas horas de la madrugada, casi todas las noches, mientras revisaba los libros de contabilidad. Mehrunnisa hacía compañía a su padre para que le hablara del trabajo del día, de las personas con las que había tratado, de lo que les había dicho, y por qué. Algunas veces se sentaba junto a él y permanecía en silencio, ensimismada en la lectura de un libro. Había ocasiones en las que él le daba una columna de cantidades para sumar, o hablaba con ella de los problemas que le causaban los funcionarios, o de algún recaudador que se había demorado en el cobro de los impuestos y tributos. Una noche durante el crudo invierno, cuando el frío se colaba hasta por el resquicio más pequeño, Mehrunnisa y Ghias se acurrucaron muy juntos para calentarse. La niña estaba apoyada contra la espalda de su padre, con los pies muy cerca del brasero, cuando Ghias comentó de pronto:

—Un nuevo sacerdote hindú ha llegado a la ciudad. Lo vi sentado a la sombra de un banyan* muy entretenido en recitar el Ramayana a los que pasaban cuando venía para aquí. Me han dicho que se sabe de memoria casi todas las obras de Valmiki.

Mehrunnisa se levantó en el acto para ponerse delante de su padre, con los ojos brillantes por la excitación.

—Bapa, ¿podríamos ir a escucharle? ¿Lo recita en sánscrito?

Ghias sonrió al ver el entusiasmo de su hija.

—Tu maji se moriría si salieras. Quizá tendríamos que invitarlo a que viniera a casa.

Mehrunnisa lo cogió por el brazo.

—Oh, bapa, sí, por favor.

—Hablaré con tu madre.

Al día siguiente, Ghias habló del tema con Asmat, pero ella se mostró preocupada. ¿Qué edad tenía el sacerdote? ¿Sería correcto invitarlo a una casa donde había niñas adolescentes? ¿Qué diría la gente?

—Pero, Asmat, es una oportunidad única para que los niños aprendan. No podemos negárselo —afirmó Ghias.

Asmat frunció el entrecejo mientras jugueteaba distraída con un mechón de pelo.

—Ghias, debemos tener mucho cuidado con no enseñarles demasiado a las niñas. ¿Cómo encontrarán marido si son demasiado instruidas? Cuanto menos sepan, menos les interesará el mundo exterior. Mehrunnisa ya insiste en que se le debería permitir acompañarte.

—Lo sé. —Ghias sonrió—. Pregunta por qué la mujer tiene que quedarse en la casa mientras que el hombre puede ir y venir a su antojo.

En el rostro de Asmat apareció fugazmente una expresión de preocupación.

—No la alientes, Ghias. Debemos ser prudentes, o la gente creerá que nuestras hijas son demasiado arrogantes para ser buenas esposas.

—No lo haré. Te lo prometo. Pero es un placer tener al menos una hija que se interesa por mi trabajo. —Ghias borró con un beso las arrugas de preocupación de la frente de su esposa—. Muy pronto, Asmat, se verán encerradas detrás del parda para el resto de sus vidas. Debemos darles lo poco que podamos.

Asmat miró a su marido.

—Yo también quiero escuchar al sacerdote. ¿Puedo, Ghias?

—Por supuesto. Todos lo escucharemos.

Así fue como el sacerdote brahmán fue a la casa, cuatro noches a la semana.

Era un hombre muy delgado, con las costillas muy marcadas en el pecho, la cabeza afeitada y una pequeña coleta. Vestía —incluso con este frío— un casto dhoti* y poco más. Tenía una expresión saturnina que se animaba cuando recitaba los versos del Ramayana de Valmiki, con una voz sonora y perfectamente modulada. Cuando tenía tiempo, Asmat se reunía con sus hijas detrás de la delgada cortina de seda que las separaba de los hombres.

Mehrunnisa, por lo general, se sentaba en primera fila, con el rostro pegado a la cortina que modelaba sus facciones. Tenía que estar detrás del parda porque así estaba dispuesto, pero le formulaba preguntas al brahmán y escuchaba con atención cuando él se volvía para responderle como si ella importara de verdad.

Pasaban los días. Todos los niños aprendieron a escribir, aritmética, geometría, astronomía y los clásicos. Cuando acababan las horas de clase, Asmat se aseguraba de que sus hijas también aprendieran a pintar, coser, bordar, y a mandar a la servidumbre. Mientras estaban en Kabul, la tercera esposa de Salim, Sahib Jamal, dio a luz a su segundo hijo, Parviz. Un día, Ghias regresó a casa y se encontró a su esposa y a sus hijas sentadas en los divanes bajos, muy ocupadas en sus labores de bordado.

—Los mensajeros han traído noticias de la corte —anunció, y le tendió la carta a su esposa.

Asmat echó una ojeada a la muy elaborada caligrafía turca, el lenguaje de la corte imperial. Babur, el abuelo de Akbar y primer emperador mogol de la India, había adoptado el turco, su lengua nativa, como idioma oficial para mantener el contacto con sus antepasados a través de Timur el Cojo (Tamerlán).

Esta práctica se había mantenido a lo largo de las generaciones. Ni Asmat ni Ghias conocían el turco cuando llegaron a la India, pero habían hecho el esfuerzo de aprenderlo. En las cortes, los nobles hablaban el árabe y el hindi, lenguas descendientes del sánscrito, a las que añadían abundantes palabras persas. Ahora hablaban todas estas lenguas con fluidez. En casa, las conversaciones eran una curiosa amalgama de persa, hindi y árabe, pero los niños tendían más a usar de las lenguas del Indostán que el persa nativo de Asmat y Ghias.

—Déjame verla, maji —dijo Mehrunnisa.

Asmat le entregó la carta. Mehrunnisa la leyó rápidamente, y después volvió a enfrascarse en el bordado. El príncipe Salim había tenido otro hijo.

Ahora contaba con dos herederos del Imperio. Mehrunnisa no había tenido ninguna noticia de la emperatriz en todo el tiempo que llevaban en Kabul; Ruqayya no tenía paciencia para escribir cartas, ni siquiera para dictárselas a un escriba. En cualquier caso, no era muy lógico esperar que la emperatriz le escribiera, así que Mehrunnisa lo hacía de vez en cuando. A su madre le llegaban noticias del harén a través de las esposas de los otros cortesanos.

Decían que la princesa Manmati, la segunda esposa de Salim, era una muchacha de mal genio, decidida y poco dada a inclinarse ante nadie. Pero no había ninguna señal de que estuviese encinta. Eso era algo que la tenía un tanto deprimida.

Mehrunnisa clavó la aguja en la tela, la dejó a un lado y contempló a través de la ventana las montañas cubiertas de nieve. Abandonar la corte había sido difícil, pero bapa había dicho que solo sería por unos años. Aquí había nuevas aventuras. Nuevos amigos que hacer, nuevos lugares que ver. Aquí había conocido a Mirza Malik Masud. Él era su padre adoptivo; él la había encontrado junto a un árbol cuando ella era un bebé, y la había devuelto a bapa y maji. Mehrunnisa se había mostrado muy tímida con el mercader de rostro curtido por el sol, pero él se había apresurado a tranquilizarla. «Soy como tu bapa, beta», le había dicho. «Conmigo no debes sentir vergüenza.» Le había llevado un regalo, una pieza de muselina dorada para velos, de un tejido tan fino que la tela pasaba a través de un anillo. Después de ese embarazoso primer encuentro, Mehrunnisa se había pasado horas escuchando sus relatos: los ataques de los bandidos, los camellos que se negaban a moverse cuando estaban poseídos por los fantasmas; las tiendas arrancadas por el viento que volaban por los aires, y dejaban a los integrantes de las caravanas desamparados y muertos de frío en mitad de la noche. Se sentía tan a gusto con Malik Masud que se apenó mucho cuando el mercader tuvo que marcharse, pero él se llevó la promesa de Mehrunnisa de que le escribiría todos los meses.

Bapa era muy respetado en Kabul; había personas que venían desde muy lejos para verlo, para pedirle consejo, para escuchar atentamente sus palabras.

A la hora de marcharse, siempre dejaban algún pequeño obsequio para él sobre la mesa: una bolsa bordada, o si era la época, mangos de un color amarillo brillante y dulces como la miel, o incluso un caballo que un noble había dejado en el patio de entrada. Estos eran privilegios que iban añadidos al cargo de diwan, les había explicado bapa, privilegios de los que disfrutaban todos. Pero, pensó Mehrunnisa con un leve suspiro, no se podía comparar con el zenana imperial y sus hermosas mujeres, las rencillas, y las apasionantes intrigas.

Echaba de menos la lengua cáustica de Ruqayya y su rápido ingenio. ¿Cómo se llevaría la emperatriz con la orgullosa segunda consorte del príncipe Salim?

—¿Cuándo regresaremos a Lahore, bapa? —preguntó bruscamente.

Ghias levantó la vista de los documentos oficiales que tenía en la mano.

—Cuando el emperador lo desee. La decisión no es mía. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo era por preguntar. —Mehrunnisa recogió la tela y volvió a aplicarse al bordado. La inquietud aumentaba en ella como la marea en la playa. Cuanto mayor se hacía —Mehrunnisa tenía ahora catorce años— mayores eran las restricciones que le imponían bapa y maji. No salgas demasiado, habla en voz baja, cúbrete con el velo cuando algún hombre extraño, uno que no pertenezca a la familia, venga de visita. Estas restricciones serían parte de su vida a partir de ahora porque era una mujer. Pero incluso encerradas como estaban, las mujeres del zenana imperial aún podían ir más allá de las paredes del harén. Iban a visitar los templos y los jardines. Eran propietarias de tierras, y hablaban con sus administradores con toda tranquilidad. Ruqayya aconsejaba a Akbar en todo lo referente a la concesión de honores, mansabs, e incluso en sus campañas.

Aunque estaba detrás de un velo, su voz era tenida muy en cuenta. En ningún otro lugar del Imperio las mujeres gozaban de tanta libertad. La esposa de un noble ni siquiera podía soñar con nada parecido. El manto de la realeza daba a las mujeres del harén imperial una libertad que ninguna otra conseguiría jamás.

Mehrunnisa chasqueó la lengua, irritada, al ver que las puntadas habían ido más allá de las flores del dibujo. Quitó el hilo rosa de la aguja, y, con la punta, fue sacando uno por uno todos los puntos. En realidad, era una ironía, porque el zenana real era la señal más clara de la riqueza y la posición del emperador, su posesión más valiosa; en ocasiones incluso más importante que cualquier tesoro o ejército. Aunque estaba físicamente aislado del resto del mundo, sus tentáculos se extendían por todos los rincones del Imperio.

Esta perspectiva se la había dado el hecho de encontrarse lejos del zenana, y hacerse mayor, porque ahora sus movimientos eran más restringidos. A los catorce años, ya se la consideraba como una mujer preparada para el matrimonio.

Quizá fuera para bien que se encontraran lejos. Con la distancia se agudizaba el deseo. Pero algún día bapa debía, tenía que regresar a la corte.

Entonces ella podría ver cómo Ruqayya, una simple mujer, ejercía su poder sobre sus súbditos que corrían a obedecer sus órdenes. Entonces Mehrunnisa vería a las esposas de Salim con sus propios ojos. ¿Y Salim? Él también tendría que fijarse en ella, porque si no, ¿cómo se convertiría en emperatriz?