Cuando trabajo con las diferentes orquestas que dirijo mi mensaje siempre es uniforme: no quiero grandes figuras sino figuras comprometidas, deseo grandes líneas musicales con vida propia, que hablen por sí solas. No importa lo particular de una nota sino lo global de una idea musical, que tenga alma, no quiero un metrónomo: anhelo un corazón con sus propias pulsaciones.
Frases musicales que canten, que sean vivas, que transmitan, que sientan y, sobre todo, que expresen. Es un compromiso que exige actitudes más que aptitudes, es una responsabilidad que invita al ser humano a formar parte del movimiento esencial del desarrollo de una obra, donde el talento debe estar al servicio de la música pero el alma debe ser su esencia. «No se puede generar vida si no se está impregnado de vida», decía Leonard Bernstein.
El concertino y las familias
En la orquesta, en ese gran colectivo humano, nuestra persona de confianza, confidente y cómplice es siempre el concertino, la persona que hace de enlace entre el director y la orquesta. El concertino aprueba las directrices del director de orquesta, le apoya y le acompaña en su camino interpretativo, y en ocasiones es también portavoz del sentir general de la orquesta.
El concertino es mi mayor apoyo antes y durante la celebración de un concierto. Cuando se produce esta complicidad, y es máxima, el resultado es mucho más amable, porque de ella se deriva una mayor tranquilidad y sosiego para mí durante el desarrollo de la dirección de un concierto. Esto me permite centrarme en el aspecto artístico y no tanto en el técnico, ya que es el propio concertino el que traduce cada gesto, cada mirada y hace todo mucho más sencillo brindándome la oportunidad de «crear» música gracias a su constante ayuda.
El concertino es mi «bastón», mi principal confidente y cómplice, y como trabajo con diversas orquestas, siempre que repito mi colaboración con alguna de ellas suelo pedir que me acompañe en el concierto el mismo concertino con el que previamente la experiencia ha sido gratificante para ambos. Es maravilloso y motivo de gran alegría volver a trabajar juntos y crear música; es fundamental que exista esta complicidad para que el concierto fluya con total armonía, además de sentirte muy bien como profesional y como persona.
El concertino es el solista de la sección de los primeros violines, el que se sitúa a mi izquierda y la persona que representa la mayor autoridad dentro de la jerarquía de la agrupación. Es a la orquesta como el corazón al ser humano. Por supuesto, su asistencia es de vital importancia en el resultado final de la calidad artística de un concierto. Entre sus cometidos más destacados está el de afinar la orquesta, y en ocasiones también el de asumir la interpretación de los «solos» en determinados pasajes musicales, además de colocar los arcos según las indicaciones o ideas artísticas del director y planificar los ensayos junto con el mismo, o gestionar cualquier conflicto que se presente. Es la persona responsable de mantener el orden de equipo y alertar de cualquier situación frágil e incluso complicada, musicalmente hablando, al director de orquesta. Por todo ello es primordial tener este apoyo durante la preparación de un concierto.
He tenido el gran privilegio en mi carrera profesional de contar entre los atriles con concertinos realmente excelentes como personas y como profesionales. Su cercanía, su implicación y su profesionalidad me han ayudado a crecer como directora de orquesta, a superarme como artista y a tener confianza en mí misma. No es fácil adquirir experiencia dentro de una profesión que desde el primer instante exige gran confianza y estabilidad, y apoyarme en profesionales de esta talla ha sido esencial en mi carrera. Sus aportaciones, consejos y sugerencias han servido para que en todos estos años haya aprendido a gestionar los talentos de la mejor manera posible, a planificar de manera eficaz los ensayos, a optimizar los recursos de los que dispongo, a tener presentes los objetivos reales y poder alcanzar metas tangibles. Desde estas líneas quiero darles las gracias muy sinceramente por los momentos tan musicales que me han ofrecido y por la superación de las dificultades realmente comprometidas, musicalmente hablando, que hemos pasado juntos a lo largo de estos años, y que siempre se dan cuando se habla de interpretar música en concierto.
Además de tener un buen concertino es también esencial contar con implicados jefes de cuerda, solistas dentro de su sección que se responsabilizan de manera integral con el cometido de su grupo y son eficaces gestores de su familia instrumental. En la visualización de grabaciones de conciertos se puede observar cómo la comunicación interna y de grupo es máxima con los jefes de cuerda. Existen pasajes musicales muy delicados técnica y musicalmente en los que la concentración exigida es súbita y la superación con éxito de los mismos nos ha fortalecido como equipo, nos hemos sentido todos partícipes de un mismo proyecto y estos momentos son los que mayor satisfacción de grupo ofrece la orquesta, junto con los aplausos del público.
Estos son los momentos más amables, pero detrás de todo ese esfuerzo también está el de gestionar los conflictos humanos. Como todo colectivo, las orquestas pasan momentos de dificultades en lo que a gestión de recursos humanos se refiere, y estas situaciones influyen muy directamente en el modo de «crear» música, de «hacer» arte. No es singular ni extraño encontrarse con conflictos humanos, bien por discrepancias entre criterios, bien por rivalidades entre egos, bien por reivindicaciones de diversa índole, etc., pero lo cierto es que gestionar estos marcos de comportamiento humano requiere de grandes dosis de generosidad, paciencia y bonhomía, e incluso de autocrítica, para priorizar el objetivo final y válido, que en nuestro caso es dar lo mejor al público, fundamentalmente, como artistas pero, esencialmente, como personas.
Somos transmisores de sentimientos y este objetivo no se puede desviar de nuestra mente; sentirlo como privilegio es una herramienta muy válida para persistir y alcanzar la meta.
He vivido muchos momentos en los que las disparidades de criterios se han presentado muy acentuadas y el ser humano ha sacado a relucir sus egoísmos más destructivos e incluso dañinos. La falta de paciencia ante situaciones que se plantean diariamente hacen que el ambiente no sea el más propicio para construir, y es en estas situaciones cuando ejercer un liderazgo amable se convierte en la herramienta más idónea y eficaz.
Creando un «buen ambiente» se gestiona mucho mejor el tiempo, y los recursos se optimizan. Las buenas relaciones humanas dan como resultado el confort laboral, por ello siempre se deben establecer puentes afectivos con las orquestas más allá de lo puramente profesional. Gestionar el tiempo y optimizar los recursos son claves vitales para la marcha «armónica» de una orquesta. Distribuir el tiempo de trabajo introduciendo momentos de calidad es motivar el espíritu de los profesores, e incentivar y cultivar una buena atmósfera de trabajo es parte esencial del director de orquesta para optimizar todos y cada uno de los talentos que conforman la plantilla orquestal.
Se «siembra» con el ejemplo, con la confianza en el mensaje que se transmite y por el que se lucha incansablemente desde la pasión y el compromiso. Estas son las bases, además de transmitir credibilidad constante a la orquesta. La orquesta tiene su propio staff, que son músicos u otras personas que velan por los intereses laborales de la misma.
Volviendo a la figura del concertino, este cómo no, tiene una connotación artística. Él «arrastra» a la orquesta constantemente. Es la persona que interpreta a la perfección lo que tú deseas, e incluso antes de que llegue el momento musical traduce tu sentir artístico. Hay momentos, por ejemplo, en los que el tempo decae, la orquesta va ralentizando, y es entonces cuando la complicidad con el concertino se hace más evidente para reaccionar al unísono de forma súbita.
Estudié viola, además de piano, porque entendía que la cuerda es la familia orquestal que más posibilidades de trabajo ofrece al director de orquesta; son muchas las posibilidades técnicas que contiene y muy amplias. Recibí clases de un profesor extranjero que me animó a ello, aunque igualmente hubiera estudiado cualquier instrumento de cuerda. También me hubiera gustado estudiar violonchelo, porque me identifico mucho con su timbre, que me parece absolutamente cálido. Tiene algo indefinible que hace que me sobrecoja. La cuerda, pues, es la base de la orquesta, son los instrumentos de esta familia los que siempre «tiran» de ella. Que un director posea estos conocimientos facilita mucho el trabajo de y con la orquesta.
Además, están los instrumentos de viento-madera, que son la flauta, el flautín, el clarinete, el clarinete bajo, el oboe, el corno inglés, el fagot y el contrafagot. Después, los instrumentos de viento-metal, como las trompas, las trompetas, los trombones o la tuba. La percusión es una sección que se ha incorporado tardíamente a la plantilla orquestal, como aludí en anteriores páginas; en compositores como Mozart o Beethoven conocemos el timbal o el triángulo, que son los primeros instrumentos de percusión que se incorporaron a las diferentes composiciones. Pero, con el tiempo, los compositores han ido experimentando con la familia de la percusión, creando y descubriendo nuevas posibilidades técnicas y coloraturas impensables. Hoy, en la composición contemporánea es una sección de vital importancia. Han tomado en poco tiempo un papel protagonista como ninguna otra familia. También al mundo de la cuerda y a las otras secciones de instrumentos se les está exigiendo muchísimo más, porque los compositores experimentan con el sonido, y el sonido tiene unas capacidades ilimitadas.
El número de personas que componen una orquesta depende, en gran parte, del repertorio que se aborde en el concierto. Si hablamos de un repertorio clásico, es necesaria una orquesta de formación clásica. Para interpretar Mozart, en general, no se necesita mucho «peso», contamos con dos o tres contrabajos. Si interpretamos Wagner necesitamos, en ocasiones 6 trompas, entre 12 o 14 violines, como mínimo, pues se exige mucho más refuerzo, se necesita más plantilla; son obras que demandan grandes densidades sonoras. Así, tendríamos orquestas de formación barroca, clásica sinfónica… dependiendo del repertorio que se vaya a abordar.
Las orquestas son entidades, organismos en general estables. Una orquesta trabaja para «crear» un sonido propio, una personalidad que la diferencia de las demás. Es esencial, cuando se interpreta una obra, que los músicos se conozcan muy bien entre ellos, que hayan convivido musicalmente hablando para así crear sinergias. Al igual que en un equipo de fútbol se sabe qué potencial tiene cada jugador pero es la sensación de grupo el todo, lo que hace fuertes y sólidos a los músicos como equipo orquestal, lo fundamental para el éxito, es que estén bien ensamblados.
Como he ido subrayando e insistiendo, trato de ejercer un liderazgo transcendental con la orquesta. Ser firme pero no autoritaria, intentando siempre alcanzar el confort de equipo desde la amabilidad y la comprensión. En alguna ocasión he tenido que estar algo más distante y contundente de lo habitual. Recuerdo una orquesta del sur de Italia en la que era tal la indisciplina que abandoné. El ensayo empezaba a las diez de la mañana y había músicos que llegaban a las diez y media o incluso más tarde, sin ningún tipo de complejo. Uno no tenía partitura, al otro le era indiferente… Una situación un tanto caótica y una orquesta sin un proyecto claro, sin futuro musical… Realmente, si no existe una disciplina, es imposible crear una atmósfera de entrega y concentración. El respeto es lo primero que hay que mostrar, demostrar y practicar.
La falta de compromiso, de disciplina y de responsabilidad son actitudes que me provocan una gran desilusión y desinterés. Remar todos en la misma dirección es la clave del éxito, y reconocer los intereses como intereses comunes fortalece al grupo, lo refuerza.
A un profesor de orquesta, Maestro con mayúsculas, se le presupone disciplina, y, por supuesto, la gran mayoría la tienen y hacen de ella un hábito de trabajo. He conocido orquestas con una implicación absoluta, que generosamente ofrecen su tiempo y esfuerzo, fuera de sus tiempos de ensayos, para «pulir» determinados pasajes musicales. Pero también, por contra, he conocido orquestas o solistas que presentan grandes dosis de egoísmo musical.
En una ocasión trabajé con una cantante solista, una mujer del bel canto. Este género se destaca por ofrecer total prioridad al elemento musical virtuosístico frente a la supremacía textual.
El bel canto se desarrolló en Italia desde aproximadamente finales del siglo XVII hasta mediados del siglo XIX. Es cierto que el bel canto es un estilo vocal muy bien definido musicalmente hablando, y que ofrece al cantante un espectro infinito de licencias y posibilidades artísticas, florituras, etc.; pero también es cierto y sabido que estas licencias las puedes abordar con mayor flexibilidad y autoridad cuando no tienes a toda una orquesta arropándote. Cuando tu puesta en escena es en solitario con la sola presencia y apoyo de un sutil, fiel y ágil pianista acompañándote, el campo es mucho más amplio para abordar el infinito. Pero cuando la puesta en escena, como era el caso, venía apoyada por toda una orquesta, entonces las posibilidades estaban supeditadas, no era viable expresar su musicalidad de manera caprichosa cada día. No se puede respirar ad libitum, y si lo haces debe existir una perfecta complicidad y comunicación. Es un ejemplo de mala práctica artística.
Gestionar los talentos no es una asignatura sencilla, ya que la frontera entre el talento y el egocentrismo no está muy delimitada, en ocasiones es muy frágil y difícil de definir. El talento y la arrogancia caminan por momentos al unísono, y por ello el trayecto, en mi opinión, es siempre muy corto, ya que no se puede entender ni comprender el talento desde la prepotencia y las verdades absolutas. El talento es un don que es necesario gestionar desde la inteligencia emocional, desde el mundo de la prudencia y las emociones, para que sea útil. El talento es una herramienta de superación, donde las actitudes transforman las propias aptitudes que la persona posee.
El talento es una predisposición, es el equivalente a una obertura de concierto, pero son los valores los que hacen grande el talento. Valores como el trabajo bien hecho, la responsabilidad de grupo, fomentar la capacidad de sacrificio, establecer cánones y delimitaciones éticas hacen que el talento brille con identidad propia. Las ideas brillantes surgen por el esfuerzo y el trabajo, nadie está en posesión de la verdad, las verdades absolutas no existen, salvo en materia de derechos humanos. Las ideas son provisionales y esta provisionalidad es lo que da sentido a la vida en todos los órdenes, pero en materia musical este concepto se agudiza mucho más, porque la música es expresión del interior humano y de sus experiencias vitales. Las ideas geniales llegan conviviendo con la partitura.
El talento es amable y generoso, no resta sino suma, no entiende de rivalidades, no es individual sino colectivo, y demuestra pasión, entrega y emoción. El talento es un pequeño brillante que necesita constantemente ser pulido, solo así su brillo será más intenso y siempre se mantendrá vivo.
La humildad es su esencia, por esta razón es básico gestionar los talentos desde esta posición, aplicando la inteligencia emocional. La razón guía pero los sentimientos movilizan.
Aplicar la inteligencia emocional es conocer el entorno desde la observación, teniendo presente que lo importante es el mensaje de la música, no nosotros mismos. Jamás se debe rivalizar, se puede discrepar y entrar en disertaciones constructivas, pero nunca recurrir a la confrontación de egos. Siempre existe un punto de encuentro en pro del cometido que se quiera abordar. La sociedad actual fomenta demasiado el individualismo, lejos de construir una sociedad colectiva y generosa con los recursos que brinda; jamás una sociedad ha ofrecido tantos recursos y ha sido tan desconfiada. Ser frágiles no es ser vulnerables ni supone una pérdida de autoridad. Ser frágiles es aceptar la condición humana para emprender la aventura más maravillosa, que es avanzar en el camino de la superación.
Quizá los modelos de felicidad están un poco distorsionados por el excesivo materialismo, dejan de lado la calidad, y en ellos priman los parámetros cuantitativos frente a los cualitativos. Definir el talento es avanzar en el modelo cualitativo, es potenciar las iniciativas y capacidades personales para integrarlas en un todo, es la búsqueda de la armonía.
El talento no nos viene dado, supone un aprendizaje continuo en el que no se coarten los espíritus artísticos. En el caso de la orquesta, fundamentalmente, deberán potenciarse sus habilidades globales e integrar a los músicos en un proyecto de grupo; es decir, procurar que se reconozcan los intereses personales como intereses comunes.
El talento bien entendido solo genera ilusión y confianza, motiva desde la autocrítica y desde las críticas constructivas. El talento es innovación y desarrolla su propia naturaleza en el compromiso, encuentra la inspiración esencialmente en la aplicación de la inteligencia emocional. Este es el modelo de gestión fundamental del gran organismo vivo llamado orquesta, una gran empresa que trabaja incesantemente para emocionar, componer y generar ilusiones.
Hay que intentar motivar, utilizar todas las herramientas psicológicas que uno tiene a su disposición para alcanzar la excelencia. Un líder tiene que soñar con la utopía, pero al mismo tiempo ser muy consciente de la estrategia real. Si no, estás abocado a la frustración más absoluta.
Modelos de orquesta
Esta gran empresa, y organismo vivo, llamada orquesta tiene diferentes tipos y modelos de organización interna y de gestión, desde un punto de vista empresarial, al margen de lo profesional.
Existen los modelos de gestión pública, creados bajo el auspicio de las instituciones, que quizá son más estables pero tienen protocolos más encasillados. La estabilidad de una orquesta permite la creación, composición y definición de un sonido propio, frente a los modelos de gestión privada, más ágiles en cuanto a su organización interna pero, en ocasiones, con limitaciones artísticas. Hay orquestas que reciben apoyo de la empresa privada o incluso de patronos, personas anónimas que deciden ayudar y colaborar con el desarrollo cultural de su país a través de su máximo representante cultural. Uno de los ejemplos más evidentes es el caso de la Orquesta Filarmónica de Israel.
Otro modelo muy eficaz, en mi opinión, es el modelo cooperativista donde cada profesor es parte esencial de este todo llamado orquesta. Cada maestro es «accionista» de su propio proyecto, de las decisiones que se abordan, de los cambios que se acometen dentro de la gestión interna de la orquesta. No solo dirigen la propia inercia de su empresa, sino que son proactivos en la gestión de la misma. Su principal sello y el que los define es: «Somos un colectivo donde se inerva la gestión, no se gestiona únicamente la inercia».
Es realmente apasionante observar los diferentes modelos de gestión interna de una orquesta con sus pros y sus contras, y, asimismo, analizar cómo conviven los diversos agentes que definen el propio modelo de gestión y cómo interaccionan entre ellos, siempre con el objetivo del trabajo bien hecho y de la mejora continua en la calidad de la empresa cuyo «producto final» es el sonido.
Dentro de la propia gestión y administración de la empresa, el gerente, el director artístico y el director de orquesta tienen un gran peso, además de ser de vital importancia no solo en los aspectos de gestión empresarial y organizativa, más propios del gerente —coordinación relativa a la dirección del personal, aplicación fiel del convenio acordado, elaboración de marcos específicos de actuación y presupuestarios, planificación, gestión de recursos de patrocinio y externos, presentación de la memoria anual de las temporadas, etc.—, sino también en las cuestiones propiamente profesionales, al igual que sucede con algunos de los miembros de la propia plantilla orquestal que pertenecen al sindicato y velan por los intereses globales de la orquesta, tanto a nivel profesional como humano.
Teatros y auditorios
Antes de un concierto se realiza un ensayo general —también llamado prueba acústica—, siempre en el teatro/auditorio en el que vas a actuar esa tarde. La prueba se hace fundamentalmente para ver los balances, el equilibrio sonoro, la respuesta acústica, etc. En muchas ocasiones, cuando vas de gira, no conoces los teatros/auditorios, y aunque a veces te son muy familiares, puede suceder que a las orquestas que te acompañan no les sea tan familiar. La prueba acústica te ofrece información de cómo es la respuesta sonora de un teatro/auditorio. La caída del sonido, la resonancia, el empaste, etc., son muy diferentes en unos lugares que en otros, y apreciar estos aspectos y tenerlos presentes es fundamental en el resultado de una buena interpretación musical. Un auditorio es la casa por excelencia de la música, y ha sido construido con las últimas técnicas conocidas. En ellos hay una respuesta del sonido casi perfecta, una resonancia que hace que los sonidos empasten perfectamente, que los acordes se sumen en perfecta armonía. Hay arquitectos, ingenieros y físicos acústicos especializados en conseguir la mejor de las mejores respuestas sonoras en la construcción de un auditorio. Esa resonancia ofrece un sentido lógico a la obra, la cohesiona, permite una proyección del sonido que se percibe con total nitidez y claridad.
La creación de los auditorios ha posibilitado que las obras brillen en su máximo esplendor, sobre todo en piezas de estilo romántico y posteriores, ofreciendo un marco donde el sonido sea perfectamente inteligible, se proyecte correctamente respondiendo a la idea con la que se ha trabajado y se ha puesto de manifiesto en los ensayos. Los silencios cobran su sentido más amplio, y el eco de ese último acorde que ha finalizado suena para siempre… es el «calderón» más perfecto. Las frases se superponen unas a otras ofreciendo una línea de continuidad. Aun así, la ciencia de los auditorios sigue siendo muy desconocida, y muchas veces los expertos antes citados son incapaces de diagnosticar en qué elemento concreto radica el éxito de un auditorio. Lo desean reproducir pero el resultado no siempre es el esperado. En nuestro país gozamos de verdaderos «templos» de la música clásica.
Un teatro, en cambio, está concebido más para la proyección de la voz de los actores teatrales y para que esta se proyecte con nitidez y su texto sea comprendido; por ello la caída del sonido es mucho más drástica. Para dirigir una obra romántica, un teatro no es el espacio más idóneo debido a las posibilidades acústicas que ofrece. Pero tengo que sincerarme, soy algo nostálgica, amo los teatros, su calidez. Algunos son verdaderas joyas arquitectónicas y estilísticas.
Antes del concierto
Antes de un concierto necesito sentir el silencio. Agradezco un camerino silencioso donde no interfiera el sonido del caótico calentamiento de los instrumentos. Disponer de un espacio acústicamente aislado, donde revivir mentalmente los tempos iniciales de cada obra, es de vital importancia para mi concentración inicial. Pienso en clave de anacrusa.
La anacrusa es fundamental, es el primer movimiento que el director de orquesta ofrece antes de que empiece la música, son unidades de pulso que «bate» para reflejar tempos y ritmos, indicar matices, etc. Las anacrusas sirven para anticipar la música, y a través de ese gesto el músico identifica perfectamente el devenir de la obra. Hay varios tipos de anacrusas que pueden aplicarse y que ofrecen diferentes soluciones para determinadas complicaciones técnicas que se plantean a lo largo del desarrollo de la pieza musical. Existe la llamada anacrusa virtuosística, la métrica o la normal. Las anacrusas son muy importantes en el desarrollo del concierto, pero sobre todo son fundamentales en los inicios de cada movimiento.
Una buena técnica, clara y precisa, es traducida perfectamente por cualquier orquesta del mundo. Tomado este pulso, la técnica se transforma ya en arte, y cada director desarrolla su propio estilo. Mi referencia, una vez más, es Leonard Bernstein. Un hombre que fue muy criticado por su puesta en escena, pero que era un verdadero artista que reflejaba como nadie la música que llevaba dentro: cada mirada, cada gesto, eran puramente musicales. Mostraba una entrega absoluta. Yo comparto con él, hasta cierto punto, la puesta en escena, tengo esa misma visión. A la orquesta no le comunicas con las anacrusas sino también con los ojos, con la mirada, con el gesto de tu rostro, con todo tu ser. Es una actitud, más que una forma de dirigir.
Por ello el gesto del director es fundamental en el camino de la interpretación de una partitura. Abordar una partitura es un constante marcar «anacrusas» —o gestos previos— que anticipan la música que está por sonar. Desde el continuo gesto del director se dibujan los diferentes paisajes musicales con entrega total, tanto técnica como espiritual.
Es el gesto el que define totalmente la música y lo que se quiere de la misma, es el gesto el que los profesores de una orquesta asumen como suyo para traducirlo constantemente en música. Una técnica elegante, precisa y coherente hace que la música se transforme en arte puro. Del gesto nace la pureza, y de la expresión del mismo nacen los sentimientos. Recuerdo una de las ocasiones en que dirigí la orquesta Philharmonia de Londres, una grandísima formación. Una de las obras del repertorio de aquella actuación fue el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, en un concierto homenaje a las víctimas del terrorismo. La emoción contenida, la preparación del primer acorde, era vital para dibujar el clímax que se quería transmitir, el que se necesitaba respirar. Más que nunca, el valor del gesto previo era esencial para traducir el dolor tan inmenso que suponía la pérdida gratuita de vidas humanas. El sinsentido, la impotencia, todos estos sentimientos debían estar presentes y eran lo que todos llevábamos y llevamos dentro. La música se hacía eco de ese dolor y de esa tristeza, por eso cada gesto debía dibujar fielmente este espíritu de rabia y dolor. Gesto contenido, gesto emocionado para conseguir y reflejar el sentir general. Un gesto sin palabras pero con grandes dosis de emoción.
Karajan decía que es muy importante saber y ser consciente de cuándo debe estar presente el gesto de un director de orquesta como una herramienta útil para la formación, o cuándo aquel debe detenerse para que la orquesta «cante» sola. El valor del gesto es inmenso y verdaderamente importante para transformar las actitudes, concentrar la atención y crear sinceros pasajes musicales, y en esta sinceridad radica el verdadero sentido del éxito o del fracaso.
Pero ¿dónde está el éxito de un concierto? ¿Qué entendemos por fracaso? Pienso que para caminar con verdadera solidez es muy importante definir estos conceptos que tanto nos acompañarán a lo largo de la vida. Estos dos conceptos tan vitales los he tenido muy presentes durante mi trayectoria profesional, fundamentalmente al comienzo y al final de los conciertos.
Definir el éxito y el fracaso es esencial para modificar las actitudes. Son muchas las personas que equiparan el error con el fracaso, siendo el error, en ocasiones, un éxito que fortalece el aprendizaje.
Tanto el éxito como el fracaso son situaciones provisionales que se deben vivir y asumir como propias. Es muy amable compartir con otros el éxito desde la humildad y el trabajo bien hecho, desde el compromiso y la pasión con los demás, pero el verdadero sentido del éxito está en uno mismo, en la construcción interna de la sinfonía que todos llevamos dentro.
Los músicos somos muy sensibles a estas situaciones y debemos tener un sentido muy claro y crítico de cómo las percibimos. El mejor regalo y principal motor es el aplauso sincero del público. No existe momento más sublime que sentir al público vibrar de emoción, compartir con la orquesta este reconocimiento incrementa los lazos de complicidad y alimenta la sensación de equipo, pero la visión autocrítica siempre debe de estar presente.
La interpretación de la música en directo nos exige estar siempre expectantes ante las diversas situaciones que se plantean en cada concierto. No es posible acomodarse ni personal ni profesionalmente hablando, solo así se puede sentir con plenitud cada compás, cada acorde que nace del escenario; esta es la verdadera magia de la música que nunca alcanzas en su totalidad.
El éxito exige una total implicación y visión. Aun cuando el público se entrega por completo, en ocasiones el éxito vivido no se corresponde con el éxito real y crítico, porque el éxito está en uno mismo, en cómo percibimos las situaciones y en los objetivos trazados, marcados y logrados.
Tener éxito es definir claramente los objetivos a conquistar, pero con una visión real y pragmática de las situaciones. Es muy importante ser flexible con las fronteras del éxito marcadas, que no siempre se corresponden con los mismos resultados obtenidos. En mis años de profesión, definir el éxito y el fracaso ha sido clave para caminar y vivir con satisfacción personal y profesional todos y cada uno de los conciertos que he dirigido, y para trabajar y optimizar los ensayos previos al concierto, siempre desde la superación constante y la total implicación.
Éxito es avanzar día a día musicalmente, sentir la complicidad de la orquesta, superar barreras técnicas en el transcurrir de los ensayos para lograr finalmente respirar arte. Éxito es aglutinar las diferentes visiones artísticas en pro de un objetivo final que responda a las expectativas reales de grupo. En definitiva, éxito es vivir el liderazgo no como una responsabilidad formal sino como un comportamiento moral de gestión de equipo, alimentando los talentos y optimizando los recursos. Sentir de esta forma el éxito es lo más pleno desde el punto de vista humano.
Es un fracaso entender el éxito solo como un reconocimiento social, puesto que los parámetros que definen el éxito en estas situaciones no son controlables, y son por otro lado muy débiles y cortoplacistas. Definir el éxito en estos escenarios lleva con toda seguridad a la frustración personal, a la obsesión constante por lo imposible y a desviarse del objetivo principal. El éxito debe vivirse como un logro compartido cuando se habla de equipo, no como una conquista personal, no como algo que nos autocomplace y nos alimenta el ego. El éxito fortalece al equipo y a sus ansias de superación.
El público con el que he tenido el privilegio de compartir tardes de conciertos ha podido sentir siempre el éxito del equipo, de la orquesta, y disfrutar de la alegría colectiva; los lazos de complicidad que se crean son únicos. Siempre he procurado que el afecto del público vaya dirigido a la orquesta, es mi mayor éxito y mi principal motivo de satisfacción personal y profesional.
Compartir estos momentos es lo más gratificante y lo más grande que la música nos ofrece día a día, solo así entiendo el éxito bajo los parámetros de la ilusión de superación, del trabajo bien hecho y responsable, y de la amabilidad profesional. La exigencia es parte esencial de la conquista del éxito individual, porque vivir el éxito como un proceso inamovible, de reconocimiento solo social y exterior, sí que es un verdadero fracaso.
Nuestros pequeños no entienden de fracaso, se caen y vuelven a levantarse. En la sociedad actual el fracaso mal entendido lleva al aislamiento individual, a la inseguridad personal y, en ocasiones, al bloqueo psicológico y depresivo. Fracasar no es retroceder, fracasar es aprender a vivir, es sinónimo de superación. El éxito es la suma de los fracasos bien entendidos, de los errores bien interpretados, sin errores no existe el éxito, sin fracasos no se puede hablar de logros.
En mi trabajo los errores son parte del proceso de creación del arte. El trabajo en equipo supone siempre una prueba de ensayo y error para avanzar y dar lo mejor al público, intercambiar opiniones, experimentar sonoridades, conquistar paisajes acústicos o superar pasajes técnicos. En definitiva, el fracaso no supone el final de un ciclo sino el inicio del siguiente, solo así se podrán alcanzar metas inicialmente casi inimaginables.
El verdadero éxito radica en saber y definir lo que realmente no se quiere, para explorar desde el error lo que realmente parece que se quiere.
No me gusta hablar de fracaso, solo de dificultades que hay que superar en todas las profesiones para lograr la satisfacción personal y profesional bien entendida, y siempre compartida, por y para el público, que es nuestra razón de existir. «Sin la música, la vida sería un error», dijo Nietzsche.
Por eso, antes del concierto lo único que necesito es paz. Pienso en mi fortaleza interior, y nunca en términos de éxito o fracaso, solo en la paz interior que la música va a «sembrar» en mí, en el alimento que me va a suponer espiritualmente hablando. Pienso intensamente, pienso en la música porque antes de un concierto, por muchos años que lleves dirigiendo, siempre tienes miedo escénico, miedo al directo, quizá por el profundo respeto que le profeso al público. Estos sentimientos, miedos o inseguridades están siempre presentes.
Es la primera sensación del directo la que me impone, me impresiona, pero cuando la transformación de Inmaculada Sarachaga en Inma Shara es una realidad, ese miedo se desvanece y es entonces cuando la música empieza realmente a fluir en mi interior. La confrontación del sentimiento y el raciocinio desaparece: la parte racional que te dice que te vas a equivocar guarda silencio y desaparece para siempre; se transforma en momentos irracionales, verdaderamente emocionantes y apasionantes.
El protocolo
El protocolo en el mundo de la música clásica es muy importante, quizá en ello también radica su magia. Dependiendo de qué público asista, si hay miembros de la realeza o políticos de alto rango, hay una mayor demanda de protocolo. Pero, habitualmente, todo comienza con la salida de la orquesta al escenario. Cuando los músicos se sientan, sale el concertino y es recibido con aplausos, saluda al público, afina y se acomoda. Cuando están todos los instrumentos afinados, sale el director de orquesta y la formación muestra sus respetos levantándose. Es un ritual muy elegante a la par que exquisito y respetuoso. Siempre existe ese protocolo al inicio de un concierto. Por lo demás, nosotros nos comportamos de la misma forma con independencia del público que asista. Porque es un protocolo ya aceptado y habitual dentro del desarrollo natural de celebración de cualquier concierto.
Después de los conciertos suele haber una recepción. Es parte de nuestro cometido y una muestra de agradecimiento saludar a las personas allí convocadas y a la organización que te ha invitado a dirigir el concierto. Las personas se acercan y para nosotros es el mejor regalo, nuestra mejor recompensa. Es maravilloso compartir con el público esos momentos que han sido y se han ido…
Y el público
¿Para qué tanto tiempo de estudio y preparación? ¿Para qué tantas personas —empresarios, técnicos, instituciones y, cómo no, músicos— implicadas trabajando con verdadero entusiasmo y en ocasiones a contrarreloj, antes y durante la celebración de un concierto? ¿Qué sentido tienen los duros años de trabajo, desde mi querido pueblo de Amurrio hasta los escenarios de todos los continentes? Todo por y para el público. El público, el que vibra y se emociona, ese público que asiste a los espectáculos, es nuestra razón de ser. El público es nuestra necesidad, nuestra ilusión, y compartir la emoción desde este gran arte que es la música es lo que más nos engrandece como artistas. Aunar en momentos de emoción irrepetible a las personas es una gran satisfacción humana. Recibir en el camerino a jóvenes y mayores, a personas con una gran experiencia vital invadidas por el espíritu musical, no se puede explicar con la semántica del lenguaje hablado. Como decía Aldous Huxley: «Después del silencio, lo que más se acerca a expresar lo inexplicable es la música». O Debussy: «La música se ha hecho para expresar lo inexpresable».