Es curioso que, para escuchar la grandiosa música que se desata en un concierto, esa explosión de notas, sea necesario mucho tiempo de trabajo del director de orquesta en absoluta convivencia con el silencio, o al menos con un silencio que está fuera de la cabeza, no dentro, donde, entre neuronas, se van construyendo las visiones particulares de las obras que todavía nadie puede escuchar. Y también es curioso que, para preparar un concierto en el que participarán decenas de músicos bien ensamblados y que presenciarán cientos o miles de personas desde sus butacas, también sea preciso que el director haya pasado una larga sucesión de momentos de estricta soledad, de íntimo recogimiento. Porque el concierto, el acto musical y social, es solo la punta del iceberg del minucioso trabajo del director. Antes, como digo, uno tiene que analizar, estudiar, memorizar e interiorizar la partitura hasta hacerla suya, hasta que tenga vida propia en su interior y fluya con total naturalidad. Solo cuando la obra transcurre de forma independiente en tu mente, y despojándose de todo sentido racional, está preparada para su materialización, si se puede hablar de materialización en la música o si se puede atrapar este momento en algún instante concreto.
Para la preparación de una obra necesito aislarme del mundo, convivir conmigo misma. Por eso vivir en Amurrio resulta muy apropiado para mi trabajo. Allí no me asalta el ajetreo de la vida de la urbe, y consigo centrarme y concentrarme plenamente en los pentagramas. Trabajo en una habitación austera y pequeña de mi casa, situada en el ático. Ante mí no hay atriles, ni instrumentos, ni personas: solo mi mesa, mis partituras y los rotuladores de colores que, como una exploradora, utilizo para adentrarme en el paisaje de la música. Enfrente, una ventana desde donde vislumbro el cielo y mi querida e inspiradora naturaleza, escenario de plena libertad intelectual. Me inspira el cielo nublado, o de tormenta en muchas ocasiones, el enfurecido viento o la intensa lluvia en otras, pero también son testigos de mi convivencia con la partitura los amaneceres frescos y soleados. A veces salgo a pasear por los prados y los montes en soledad, y dentro de mí va sonando poco a poco y en silencio, la idea musical con la que estoy trabajando.
Cuando tengo la obra junto a mí, intento recrear históricamente el contexto en el que fue concebida, que la vio nacer. Imagino la situación que inspiró esa concatenación de notas y acordes. Si sabemos que Chaikovski compuso la Patética bajo un determinado sentimiento emocional, procuro entonces imaginármelo, revivirlo. Trato de hacer algo parecido a lo que propone el método Stanislavski para los actores: no solo representar al personaje, sino vivirlo íntimamente. Pongo mi humilde conocimiento al servicio de esa obra, de esa estética y de ese compositor. Porque creo que esta es la forma más fiel y sincera de dar vida a una obra musical. Por eso tengo que alejarme de cualquier agitación social y pasar intensas jornadas de hasta diez horas en absoluta intimidad con la obra. Es un proceso extremadamente solitario.
Amurrio es un pequeño pueblo de montaña de unos 10.000 habitantes, aproximadamente, muy tranquilo, donde se puede llevar una vida muy cómoda y familiar. Es mi referencia. Soy una persona muy pragmática, pero a la vez muy nostálgica en mi utopía sobre la música, sobre esa continua conquista. Intento buscar mis raíces, supongo que como todo el mundo. Y allí es donde me vienen los estímulos de interpretación, en ese valle donde toda la vida he estudiado, donde he crecido.
Tuve una relación muy intensa con mi abuela materna, hablábamos mucho dando largos paseos y allí la rememoro. Ella era una mujer muy pragmática sin ningún tipo de arraigo sentimental, más allá de vivir la vida, sentirla, sin preguntarse el antes y el después. Pero con contenido existencial muy profundo. Había vivido la guerra, como todos los de su generación, pero nunca asomó el odio en sus palabras. Decía: «Hija, es lo que nos ha tocado vivir». A pesar de todo, veía y sentía la vida de forma apasionada e intensa, con una ilusión que conquistaba y que le insuflaba una fuerza vital inacabable. Pasó muchas tristezas: la suerte le llevó a convivir en soledad con su suegro, sus padres fallecieron en la guerra, perdió una hija, el marido desapareció por un largo e infinito tiempo, vivió circunstancias absolutamente límites. Y allí estaba, fuerte, sabia y tranquila como un viejo roble, con unos ojos azules que, a pesar de la edad, cuando sonreía brillaban como verdaderos cristales, irradiando una luz que casi cegaba la vista a los que la acompañábamos, iluminando todo lo que le rodeaba. Ella no era tan apasionada como yo, que soy, quizá, más soñadora, al menos en el aspecto artístico, y no tanto en el aspecto práctico de las cosas, donde soy muy realista. Lo que, definitivamente, hacía a mi abuela una persona maravillosa es que no reconocía el tormento en una sociedad atormentada.
En Amurrio me acuerdo muchísimo de ella, no hay día que no la recuerde, y eso, como digo, es lo que me da aliento a la hora de interpretar las obras. Porque antes que artistas somos personas. Pero debemos cumplir plazos porque el concierto tiene fecha concreta de celebración, y esa fecha siempre se acerca. Este es el proceso que sigo para preparar una obra.
El análisis
Cuando una partitura llega a mis manos, primero me invade una gran curiosidad por conocerla. La música, como el lenguaje hablado, tiene su propia semántica quizá más abstracta pero no por ello menos comunicativa y directa. El primer momento de convivencia con la obra comienza con el análisis general de la misma desde todos los puntos de vista, conociendo primero su estructura formal: si se trata de una sinfonía o de un poema sinfónico, si es un concierto para piano y orquesta o una obertura; hay que definir el continente general de la obra, identificar su forma musical y su arquitectura global.
El lenguaje de la música es bien traducido por el sentido acústico, el oído discierne de manera natural el devenir del lenguaje musical, identifica correctamente los temas principales de la obra de los secundarios, sigue escrupulosamente el mensaje que la obra quiere transmitir. Y es por ello por lo que el análisis de la obra requiere que estos temas principales sean bien identificados, definidos y presentados, para que sea el propio sentido acústico el que vaya conduciendo el mensaje musical y de esta manera entendiendo su propia estructura.
Una vez identificado su esquema global-formal, se aborda la partitura desde el plano armónico y melódico, se subrayan sus líneas maestras además de su textura, y se definen los temas concretos, motivos o células lingüísticas, musicalmente hablando, que supondrán el contenido y desarrollo de la obra. Existen dos ejes en la música: melodía y armonía. La melodía es la línea principal. La armonía es lo que sustenta y apoya esa idea principal. En una conversación, tú estás hablando y el resto asiste a tus palabras. Tú guías esa conversación. Tú llevas la idea principal. Pero el resto está interaccionando, diciendo «perfecto, estamos en la misma dirección». Esta es la misma relación entre la melodía que guía y la armonía que la sustenta. Esto ocurre, por poner un ejemplo, cuando los violines llevan la melodía principal y el resto de la orquesta, en segundo plano, acompaña a la misma como si de un motor se tratara, ofreciéndole sentido y apoyo, y de este modo haciendo posible su comprensión. Aparte de ello, son los temas los que hacen que una pieza musical contenga mayor o menor emotividad, definen su espíritu de presentación y su mensaje, describen su intención creativa y nos ayudan a conocer la esencia de su propia existencia. Por ello, el análisis exhaustivo es primordial para la correcta comprensión de la obra que se va a dirigir y así poder darle vida.
Desde un punto de vista técnico, identifico qué problemas puede presentar la partitura a la hora de poner la orquesta al servicio de la música: cadencias difíciles de resolver, frases que hay que cortar, o identificar dónde están las respiraciones, además de la aplicación técnica concreta a cada pasaje determinado; si la anacrusa a aplicar ha de ser virtuosística, métrica o normal, o cuándo y cómo debo preparar una determinada entrada, detectar los pasajes musicales técnicamente más complejos y con más riesgo, etc. Luego están las dinámicas: los fortes, los mezzofortes… Hay cosas que están escritas en la partitura y otras que no, y por ello es de vital importancia identificar el paisaje sonoro para la toma de decisiones. Yo puedo decir «Aquí quiero un crescendo, aquí un accelerando, aquí un ritardando, aquí un diminuendo…». Estos matices son los que le dan sentido a la obra y la convierten en un ser absolutamente vital y con luz propia. Utilizo un diagrama de colores, mis cuatro rotuladores, que suponen una técnica para ayudar a la memorización. El azul puede significar fortissimo; el verde, que tengo que aplicar una determinada anacrusa; el rojo, los pasajes de piano… Cada color tiene un sentido concreto, una definición particular que me ayuda a comprender la obra y memorizarla con mayor fluidez, además de que supone una referencia óptica fácilmente identificable a lo largo de la interpretación de un concierto.
Este proceso se realiza en silencio, es un trabajo minucioso, una verdadera «lectura silenciosa» de la partitura; supone una comprensión consciente de la obra, en la que el contexto estilístico es vital para el enriquecimiento conceptual de la pieza musical. Los conocimientos derivados del campo de la musicología son esenciales en este momento de análisis: conocimiento de la época, del compositor, del género, del estilo que impregnó la creación de esa obra… Toda documentación es poca para ilustrar este momento analítico, conocer el contexto que engendró esta obra y la vio nacer resulta vital para respirar al unísono con la misma. Cuando te imbuyes hasta la extenuación con toda la información para alcanzar la profunda comprensión de la pieza musical es cuando ya se procede a la segunda fase, que es la del estudio de la misma.
El estudio
Estudiar una obra supone interrelacionar toda la información derivada de la misma y de su contexto, racionalizar el conocimiento, entender la complejidad desde todos los puntos de vista, preparar el mejor de los escenarios para poder pasar a la fase de memorización.
Conoces ya el mensaje de la obra, lo defines, lo comprendes en toda su dimensión y lo haces tuyo. No existe proceso más «amable» que sentir la obra como parte de tu propio pensamiento.
La memorización
Memorizar es un proceso duro en ocasiones pero apasionante, requiere de grandes dosis de capacidad de sacrificio y constancia, autodisciplina y responsabilidad. Memorizar es preparar el camino hacia la interiorización, la última fase del proceso de aprendizaje y conocimiento de la obra, pero supone el mejor premio y recompensa.
Cierro la partitura y empiezo a pasarla en la mente. En mi mesa hay una parte desgastada a puro de dar pequeños y discretos golpes con el lápiz para llevar el ritmo, como si fuera el bastón de los primeros directores de orquesta. Esto es algo que puedo hacer donde quiera, como, por ejemplo, en una cafetería. Sucede que ya estamos en el período de ensayos, y hemos tenido uno por la mañana y el desarrollo del mismo no ha fluido con la exigencia que se esperaba, la cosa no ha ido del todo bien, no he conseguido transmitir las ideas esenciales a la orquesta, o la orquesta no ha sabido entenderlas. Es al mediodía cuando pienso, modifico o pruebo diferentes recursos técnicos en mi cabeza para experimentar otros caminos más eficaces y que ofrezcan el resultado esperado. Es curioso: a veces la gente que me acompaña está almorzando y yo tengo mi mente abandonada al servicio de la música, convivo en estos momentos con mi interior, pensando en la sinfonía para el ensayo de la tarde. Puedo aprovechar los viajes en avión repasando.
En mi caso la memoria fotográfica es muy importante, por eso utilizo un código de memorización basado en la aplicación de los diferentes colores que identifican momentos distintos musicalmente hablando. Esto me ayuda muy positivamente a memorizar toda una obra sin miedo a las fisuras. Para mí la partitura en pleno desarrollo del concierto debe ser simplemente una referencia óptica en la que apoyarme si surgiesen momentos de duda o desconcierto, es un mero apoyo porque realmente la obra se encuentra en mi mente y todo mi ser está a su servicio, y es entonces cuando el proceso de interiorización ya ha llegado a su fin. Cuando mi mente no está atenta a lo que hacen mis brazos, mientras llevo con el derecho el ritmo sobre la mesa y con el izquierdo expreso los matices musicales, es decir, cuando mis brazos son independientes de mis pensamientos, es entonces cuando la obra está memorizada.
La interiorización
Interiorizar es pasar de «leer» a «interpretar», es pasar de «oír» a «escuchar», es pasar de «mirar» a «ver», es el momento en el que los silencios cobran su espacio propio, en el que esa «fantasía mental», que como directora de orquesta voy «creando silenciosamente» durante todo el proceso en el que la obra me acompaña, va haciéndose una realidad en mi mente.
La razón se va transformando en sinrazón. Los acordes van sonando con verdadera emoción, y la partitura empieza a ser solo «tuya» como directora de orquesta, suena interiormente en tu mente para después pasar a todo tu ser… empieza a reflejar tu mundo interior y es cuando el camino hacia el arte con identidad propia ha comenzado.
La intuición musical cobra un papel relevante en el proceso de interiorización, que se pone al servicio de la misma con todos sus tentáculos, pero no de forma caprichosa sino guiados por el espíritu del propio compositor, y en la que se suma el necesario conocimiento y experiencia que aporta el propio director de orquesta.
Sentir realizada y cuasi finalizada esta «fantasía mental» es un estadio de plena felicidad como artista. La composición y creación de esta «fantasía» es lo que hace que te sientas firme en el podio y defensora del mensaje esencial de la obra, sin pavor al miedo del directo. Es el momento que respiras con el compositor pero que comunicas con identidad propia el mensaje de la pieza musical.
La comprensión consciente de la obra se convierte en un idioma inconsciente dirigido al mundo de los sentimientos, y es en este momento cuando cobra su máxima plenitud. Un mensaje que es único e intransferible y que supone el resultado de tu propia experiencia y riqueza personal, y tu concepción del mundo y de la vida.
Es una «fantasía» viva, rica en colores musicales; es una idea global con energía y luz propia, apasionada, donde cada compás es emocionalmente activo, donde los acordes respiran con tu propia esencia, al unísono.
Mi concepción y mi punto de partida ante una obra no es solo entender la misma como un «guion» que me sugiera un punto de salida emocional e interpretativo, o como un «guion» que me invite a incorporar emociones propias para sentir la obra como realmente mía, sino una fusión en la que el compositor y el director de orquesta se identifican plenamente.
Y llega la orquesta
Después de convivir juntas, la obra y yo, durante varios meses y hacer que ella sea parte de mi propia respiración, creando en mi mente la «fantasía mental» más perfecta que puedo comprender y sentir, llega el momento más vivo y maravilloso: hacer que esta «fantasía» sea un hecho real, acústicamente hablando.
El contacto con la orquesta supone una conquista realmente apasionante. Para que la música sea un fenómeno vivo tiene que existir vida en la propia orquesta; tratar de que la orquesta ame tu interpretación y se identifique de la misma forma que tú amas esta obra, de la misma forma que la has concebido y la sientes, es un proceso que se va puliendo día a día a través de los ensayos, y es con el paso de los mismos cuando se va consiguiendo una imagen más fiel entre la realidad y tu mente.
El punto culminante llega en el mismo concierto, cuando la fusión entre la realidad acústica y la mente alcanza su punto más álgido. Este momento es mágico, supone un abandono absoluto de la mente y el alma… supone el transporte a un mundo irracional, es el momento de la falta de miedo escénico, donde el cerebro se transporta a escenarios indescriptibles, es el camino al mundo del arte por excelencia.
Este camino es el que se recorre al inicio de un concierto. Los primeros minutos del concierto son momentos de incertidumbre hasta que suena el primer acorde y, poco a poco, se va despertando el sentido musical y rítmico de la obra, la belleza de las frases musicales va llegando al público minuto a minuto y el miedo escénico va desapareciendo paulatinamente hasta que la orquesta y yo misma vamos creando un todo que camina con un mismo pulso, que transmite las mismas vibraciones, y cuando este momento se hace una realidad acústica comienza entonces este sueño llamado música.
Un concierto nace, se desarrolla e igualmente se va desvaneciendo poco a poco, pero su esencia radica en que permanece sin límites en el corazón del público y en su emoción.
Realmente, no existen momentos más puros, limpios y transparentes que la emoción sincera del público. Es la mejor recompensa a nivel profesional y por supuesto a nivel humano que se puede desear, es el mejor premio que una persona puede recibir. Es por todo esto por lo que mi amor a la música es un amor sin fronteras…