El primer acorde, el silencio. El podio, mi principal confidente. Y el silencio continúa. Detrás, un auditorio formado por centenares o miles de personas contiene la respiración. Y el silencio continúa. Enfrente, una orquesta formada por experimentados maestros también contiene el aliento; concentrados y expectantes ante mi gesto inicial. Y el silencio continúa. En ese instante, la atención se centra en mi primer movimiento gestual, en mis brazos, en mis manos… Y el silencio continúa. Doy la primera anacrusa del concierto. Y la música comienza.
Estos momentos, los inicios de los conciertos, se encuentran entre los más importantes de mi vida. Desde que, siendo muy niña, caí bajo el embrujo del sonido y las partituras, aspiré a dirigir una orquesta, ponerme al frente de un gran equipo humano y al servicio del público y de la música. He vivido por y para la música, que es mi pasión y mi obsesión. Tanto que desde la infancia tracé en un cuaderno una suerte de hoja de ruta profesional: para cada año me marcaba unos objetivos, unas asignaturas, unos estudios, que debía ir superando ineludiblemente. Con mucha dedicación y esfuerzo, a base de horas y horas, e ilusión, fui cumpliendo punto por punto estos objetivos hasta lograr mi sueño: ser directora de orquesta.
Soy Inmaculada Lucía Sarachaga Menoyo, nacida en Amurrio (Álava), en 1972. Y es esta Inmaculada la que sale al escenario al comienzo del concierto. Superando cada vez, por mucho que se acumule la experiencia, la presión del miedo escénico, sintiendo los ojos atentos del auditorio y expectante ante todo lo que puede suceder. Pero, en cuanto comienza la música y se desata la tempestad emocional, me voy transformando en otra persona que también soy yo: Inma Shara, directora de orquesta, a la batuta y nacida de la música.
«Detente instante, ¡eres tan hermoso!», así podríamos definir, con el Fausto de Goethe, la experiencia de la música en directo. Los músicos vivimos en una zozobra continua, debatiéndonos entre el anhelo y la nostalgia, entre el «ya viene» y el «ya pasó». Tratando de aprehender lo inaprensible. Antes de un concierto, en las semanas de arduo trabajo que lleva prepararlo, tanto en solitario como en los ensayos con la orquesta, siempre estoy expectante, siempre en tensión, siempre deseando que llegue el gran día, y que pase, y que todo salga bien. Pero cuando el concierto llega, y pasa, y todo sale bien, también se va el concierto, se pierde en la ventolera del tiempo, y deja un gran vacío: lo que resta es la nostalgia. Salgo sola de nuevo al escenario y todos se han ido: los músicos, los técnicos, el público. Han desaparecido los sonidos de los instrumentos, su cálida vibración, solo queda su intenso eco. Todo ha pasado. Y, en el horizonte, una nueva actuación, un nuevo proyecto. Es hora de volver a mirar hacia delante. ¿Y qué hay en el espacio intermedio, en lo que dura el concierto? Un maravilloso estado de trance en el que soy llevada únicamente por los sutiles brazos de la música. Un estado de ingravidez, de paisajes mentales, de plenitud, un estado transcendental que es el que hace que ame esta profesión hasta el infinito.
Mi trabajo consiste en dirigir orquestas. Recrear y dar vida a la partitura que escribieron genios perdidos allá entre los siglos o compositores contemporáneos, siempre tratando de plasmar una impronta personal, una visión única. Desplegar la magia que hace que esas notas musicales escritas sobre el pentagrama cobren vida y lleguen al público, a veces emocionándole, a veces enterneciéndole, a veces, incluso, agitándole. Como directora de orquesta, soy un puente que se tiende entre los músicos y el público, el verdadero destinatario final de nuestro trabajo, soy una herramienta de la música por y para el público.
Una parte importante de la dirección de orquesta, además de la parte artística, quizá la más desconocida, es la de liderar un gran grupo humano. Digamos que, aparte de buen músico, el director tiene que ser un buen gestor de recursos humanos: por todos es conocido que, cuando se habla de un grupo de personas, surgen las opiniones enfrentadas, las fricciones, los desacuerdos, o, en un plano más prosaico, las impuntualidades o las irresponsabilidades. Se rompe una armonía que hay que recuperar. Esta es nuestra condición humana, hay que asumirlo, y son estas unas destrezas que no se aprenden en ninguna escuela o conservatorio. Así que un director de orquesta tiene que aprender por sí mismo a aglutinar diferentes individualidades artísticas, de diferentes sexos, nacionalidades, razas y caracteres, por toda la faz del planeta. Cada persona es un mundo, igual que cada orquesta de las que hay en el mundo.
En mis años de profesión he ido acumulando cierta experiencia en este aspecto, aprendiendo continuamente. Creo que es mejor influir que mandar, creo en el liderazgo transcendental, ese que no se basa en la férrea autoridad sino en el compromiso, el ejemplo y la responsabilidad. Algo similar a lo que en relaciones internacionales el profesor de Harvard Joseph Nye llamó soft power, poder blando. La batuta invisible es el título de este libro y un trasunto de este concepto en el que creo firmemente. A lo largo de estas páginas animo constantemente al lector a que lleve siempre su batuta invisible en su interior. Porque se expondrán cuestiones que son aplicables a cualquier orden de la vida y le serán de utilidad a aquel que tenga una empresa pequeña o grande, o una familia, o un círculo de amigos. Porque al final una orquesta es eso: seres humanos, un organismo vivo. Si entendemos el liderazgo como lo presentado en este libro, todos podemos ser líderes. Liderazgo en el sentido de compromiso, no como un derecho sino como una aportación a la sociedad. Ya lo decía John Fitzgerald Kennedy: «No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país».
Mi experiencia en la dirección ha llevado incluso a que grandes compañías (eléctricas, telefónicas, de comunicaciones, etc.) me hayan invitado a dar conferencias para ayudar y motivar a sus empleados a optimizar la empresa, tantas veces robótica y deshumanizada. Hablo ante departamentos de marketing o ante equipos directivos y no ofrezco verdades absolutas ni recetas mágicas. Desde la humildad y el respeto, ofrezco metáforas útiles, el símil entre el equipo humano que es una orquesta y el que es una empresa, dos realidades muy similares.
Este libro, pues, trata de cumplir un doble objetivo: por un lado, acercar la música clásica al gran público, algo muy necesario en estos tiempos turbulentos en los que se pierden los valores más fundamentales y en los que existe un gran desconocimiento de lo que ocurre detrás del telón; por otro, mostrar todo lo que la música y la práctica orquestal pueden aportar a la gestión de las empresas y grandes colectivos humanos.
La preparación de este texto ha sido, al mismo tiempo, un reto y un interesante paréntesis en el que la hoja en blanco, el pentagrama vacío, me ha ayudado a reflexionar, a detenerme por un instante y pensar en mi vida de forma introspectiva. Me ha sido útil para hacer balance: para felicitarme por los logros conseguidos, pero también para tomar nota de lo que se puede mejorar. A continuación, mis experiencias y reflexiones, empezando por la necesidad y el valor de la propia música.
¿Por qué la música?
¿Qué seríamos sin cultura? La cultura en general y la música en particular tienen una capacidad consustancial para transmitir sentimientos que puede cambiar la sociedad de manera muy positiva. La música es una terapia social, es un pilar fundamental para el desarrollo integral de nuestra realidad y para la estabilización de nuestra complejidad. Nos hace ser mejores personas y también vivir mejor cualitativamente hablando. Como decía un anuncio de una radio comercial: «Sería imposible vivir sin música». Es imposible comprender la vida sin la música.
Son muchos los beneficios que la cultura trae a una sociedad: la dota de herramientas que la hacen más firme y sólida ante las injusticias, máxime en momentos de crisis como los que estamos viviendo, en los que el ser humano se siente solo ante la adversidad. Tiempos en los que prima el individualismo frente a la amabilidad social y colectiva, en los que el espejo en el que se mira la sociedad es el de la soledad.
Decía Aristóteles que «es imposible no reconocer la potencia moral de la música» y, en efecto, la música supone la creación de un mundo más ético, nos hace amar las ideas superiores. Es una herramienta indispensable para la evolución y construcción de una sociedad más justa. Es la máxima expresión de la justicia, da sentido a la existencia del ser humano. Ahí donde finaliza el sentido semántico del lenguaje hablado es donde comienza el sentido del arte musical. Ya lo dijo E. T. A. Hoffmann: «La música empieza donde se acaba el lenguaje». La magia de la música no se puede definir con el mero lenguaje hablado, entra dentro del terreno de lo inefable. La música es un ejercicio inconsciente de metafísica en el que la mente no es consciente de que está filosofando.
¿Por qué dirigir?
Dirigir una orquesta y ser un transmisor de sentimientos es una de las experiencias más gratificantes para el ser humano. Ser herramienta de la música te hace sentir más plena como persona, a la vez que mucho más vulnerable: incluso te hace albergar más dudas ante la definición de la música por su infinita e inalcanzable grandeza. Parece que cuanto más convives con la música, menos la conoces al mismo tiempo. Cuanto más te acercas a ella, más se aleja ella de ti, y este camino se traduce en un estadio de pura pasión.
El alma se transporta y lo cotidiano deja en ocasiones de interesarte. Sentir la grandeza celestial que contiene la música de Bach, analizar y sentir sus fugas como grandes obras maestras o imbuirse en el estudio de las sinfonías de Beethoven produce una sensación que no se puede explicar con palabras pero que resulta apasionante. En ocasiones he comentado que solo dirigir los dos primeros acordes de la obertura de Coriolano Op. 62, de Ludwig van Beethoven, seguidos del gran silencio, sentir esta gran fuerza que emana de los mismos, esa llamada hacia lo eterno e infinito, hacen que sienta que el tiempo se detiene y que ya no es necesario continuar la interpretación. No existen tampoco palabras para describir el tema principal de su sinfonía más célebre interpretada, la Quinta. Con la música, el tiempo parece detenerse y se abre la luz de lo infinito ante la belleza contenida en las grandes obras de la historia de la música. Son obras como estas las que iluminan mi camino y mi constante amor a la música.
La música: el eco de lo inexplicable
La definición de música en su esencia más perfecta y completa quizá es la siguiente: la música es el arte de organizar de forma sensible y coherente, bajo un discurso lógico, una serie de sonidos combinándolos entre sí, utilizando los principios fundamentales de la melodía, la armonía y el ritmo bajo la intervención de procesos sensitivos. El silencio, y no solo el sonido, cobra especial sentido.
La música presenta la perfecta armonía entre el pasado, el presente y el futuro; sus acordes armonizan el mundo invisible por el que el hombre siente una verdadera curiosidad, ese escenario que no podemos alcanzar porque somos imperfectos. Por esto la música es el eco de lo inexplicable e inexpresable, comunica lo desconocido y crea la mejor sinfonía atemporal de todos los tiempos, dando cohesión a la propia existencia del ser humano. La música, como el arte en general, se dirige al mundo de la sensibilidad, a la esfera más profunda del ser humano, refleja los estados del alma. Sentimos la música porque la misma música está en la esencia del hombre. Pero el hombre no está solo: vive en sociedad.
Los valores de la música
Los acordes de la propia música son un referente para la humanidad, generan bases sólidas de comportamiento, suponen un verdadero camino ético hacia la generosidad. Es la música la que alienta y guía una sociedad, forma en valores a su gente para asumir compromisos firmes de solidaridad. Como dice Tolstói: «El arte es el origen moral de la vida humana». La música define la esencia de lo esencial, no traduce los valores interpretados por una u otra sociedad, traduce y configura la definición absoluta de la misma. No son los acordes los que interpretan la percepción de las cosas, sino que son las cosas en sí mismas, en su esencia más pura. La música como arte está en el mundo de lo que la sociedad entiende como materia de Derechos Humanos.
Vivimos en una sociedad muy materialista, donde prima la cantidad sobre la calidad, una sociedad muy cuantitativa y muy poco cualitativa, y con modelos de felicidad, en mi humilde opinión, muy erróneos, basados en el hedonismo mal entendido, el egocentrismo y la falta de generosidad. Sociedades basadas en un individualismo brutal y competitivo donde todo es válido, donde el fin justifica todo tipo de medios. Reina un absoluto relativismo moral y una acomodación mental ante cualquier situación. Estos son nuestros referentes actuales, comúnmente implantados. Asistimos a una clara crisis de valores sin referentes sólidos, estamos desorientados, impregnados de grandes dosis de desconfianza y crispación, con una intensa ansiedad consumista. Es por ello por lo que la cultura es más necesaria que nunca para transformar y calmar nuestra sed consumista y materialista, recuperar los valores, construir sólidos códigos éticos basados en nuevos modelos de felicidad y, por ende, de ilusión.
Estamos asistiendo a una gran crisis. En tiempo de expansión económica, nuestros responsables políticos se dedican a gestionar, y la sociedad no demanda grandes ideales: nos abandonamos al disfrute de la bonanza. Pero cuando hay escasez es cuando necesitamos ideales y es cuando el político ha de pasar de ser un mero gestor a ser ideólogo, líder: proponer ideas, generar esperanzas y crear expectativas. Y quizá es en ese momento en el que hay que formar a la sociedad con otros valores, gestionar los talentos de otra forma. Porque son los talentos los que tienen que hacer de nuestro país un pueblo competitivo, hoy más que nunca, cuando no funciona la importación y la exportación al uso, cuando sus normas de comportamiento han cambiado y cuando no somos dueños de nuestro propio desarrollo, en una sociedad y un mundo cada vez más globalizados. Necesitamos que las empresas inviertan para generar confianza. Antes éramos propietarios de nosotros mismos, vivíamos del turismo y la construcción, era otra sociedad. Hoy se demandan nuevas tonalidades. No se puede aceptar que exista tanta corrupción y tan poca vocación de servicio. Los acordes de la falta de valores en las altas esferas han sonado con verdadera intensidad, y ahora la ciudadanía se encuentra en una situación extrema y muy delicada, a la par que frágil y vulnerable.
Necesitamos más que nunca recuperar los valores. La música es uno de los pilares más importantes para el desarrollo humano, y es fundamental que apliquemos los valores que la música nos aporta para transformar la sociedad. Es imprescindible educar a la sociedad en el desarrollo del sentimiento estético. Desde el mundo de los sentimientos y de las emociones siempre seremos capaces de movilizar nuestra sociedad hasta el equilibrio y la coherencia humana, así y solo así podremos crear una sociedad capaz de afrontar retos y resolverlos desde la armonía y la prudencia propias de una comunidad evolucionada y civilizada. La cultura y sus valores refuerzan el verdadero concepto de democracia, por eso es fundamental la educación de las emociones desde el arte, y no como una opción sino como una elección básica para el equilibro y la paz del ser humano.
Es cierto que la razón es la que nos guía, pero son precisamente los sentimientos los que nos movilizan y nos hacen avanzar hacia el equilibrio personal y social, ya que la música es un arte que está fuera de los límites de la razón; esta es su fuerza vital y su máxima potencia. La paz interior que nos ofrece es fundamental, es necesario pensar y actuar desde las emociones bien orientadas, cuyo acorde dominante sea el corazón. «La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo», dice Platón; la música es el verdadero alimento de vida: la síntesis de la emoción, su propia taquigrafía.
La música también es un código de circulación ética. Supone una esperanza real de transformación de la sociedad y de libertad de pensamiento. Es una herramienta fundamental de integración social para avanzar en materia de Derechos Humanos y erradicación de la pobreza. En las sociedades más vulnerables, la música crea lazos de afectividad, favorece la desaparición de las desigualdades de género, crea esperanza de cohesión social bien entendida, ilusión y futuro; en definitiva, sensibiliza a una sociedad comprometiéndola con la creación de un mundo más justo y amable, y brindando oportunidades a las nuevas generaciones. Nunca hemos tenido una generación de jóvenes tan preparados, mucho mejor que nosotros mismos: hablan múltiples idiomas, tienen varios másteres y están dispuestos a irse de nuestro país dejando a familia y amigos, a todo su entorno. Es un futuro bastante triste y un fracaso de una sociedad que no ha sabido darles su lugar y canalizar los recursos de su propio país. Hemos de recuperar la sinfonía a través del liderazgo transcendental para que el escenario vaya transformándose y caminando hacia un horizonte que genere verdadera confianza, con expectativas y esperanzas reales.
La importancia de los músicos
Es necesario, asimismo, que la sociedad valore mucho más a sus músicos. Cuando un músico se rodea de estrellas y de focos, entonces su opinión es muy válida y reconocida y aplaudida, pero cuando se trata de un músico de «capilla», sin demasiada presencia social, desconocido, no tiene ningún tipo de reconocimiento público, aunque su trabajo sea tan válido o superior al de los músicos más famosos. En las distancias cortas se hace muy evidente la postura mayoritaria de los ciudadanos ante los músicos. Muchas veces, un desconocido te pregunta por tu posición y, al responderle que eres músico, en ocasiones dice: «¿Y solamente músico?». Como si la música fuera una actividad complementaria a otra actividad laboral, digamos, más «formal». «¿No vas a escoger una trayectoria más sólida en tu vida?», parecen preguntarte con su mirada. En cambio, cuando el artista ya está en el escenario y tiene un nombre y le avala una dilatada y pública experiencia a sus espaldas, entonces es cierto que su opinión resulta muy válida ante los demás, incluso para opinar fuera del ámbito musical, sobre cualquier otra materia: lo político, lo social y hasta lo económico, algo que resulta increíble. Sobre lo humano y lo divino.
En mi caso particular debo estar muy agradecida por la cobertura que he tenido y tengo por parte de los medios de comunicación, y por las invitaciones recibidas desde las empresas para participar en conferencias o foros sociales. Pienso que el artista puede tener una determinada sensibilidad especial que puede ayudar a arrojar una nueva luz sobre ciertos temas sociales, porque vive en un entorno en eterno contacto con la sensibilidad y la belleza.
Desde la Antigüedad se ha atribuido a la música un papel esencial en la «manipulación» de los factores de comportamiento del ser humano. La teoría del equilibrio entre el cuerpo y el alma siempre ha estado presente. «Mens sana in corpore sano», dijo Juvenal. La salud de una sociedad implica crear una sinfonía donde la tonalidad predominante sea este punto de encuentro de equilibrio permanente.
Una de las frases que recojo y que resume mi aproximación más sincera y profunda a la creencia de que la música es una herramienta indispensable en la educación de una sociedad, y que fortalece a la misma dotándola de herramientas fundamentales de crecimiento ético y de compromiso, incluso para superar crisis como la que estamos viviendo, es la siguiente: «La participación en actividades musicales puede ayudar a los niños a optimizar su potencial al mejorar sus habilidades en una variedad de áreas esenciales de aprendizaje —tales como razonamiento y resolución de problemas, matemáticas y lenguaje, pensamiento lateral y memoria, administración del tiempo y elocuencia, habilidades sociales y de trabajo en equipo—, además del impacto que la música tiene para transformar la vida de un niño», según afirma el tenor David Hobson. Por lo tanto, la presencia de la música en la evolución de la persona crea la sinfonía más perfecta de desarrollo cerebral. Desde el juego con la música hasta la conquista de la excelencia a través de la misma.
Educación
Para mí es una tristeza que a la música clásica, actualmente, no se le conceda el papel que merece en la sociedad y, particularmente, en la educación. Se la persigue porque se le pone el cartel de elitista, y no lo es. Es solo un lenguaje, lo único que necesita es que se le concedan unos minutos para darle la oportunidad de despertar estímulos en el público. Pero el problema es que en la frenética sociedad actual no tenemos ni esos minutos. Si no tenemos tiempo ni para oír, ¿cómo vamos a tener tiempo para escuchar? Es cierto que desde Bach o Mozart la música se ha desarrollado en muchas ocasiones en el contexto de la corte o la aristocracia, que estaba ligada a una esfera de conocimiento muy elevada en el mundo de las letras, de las artes, de la filosofía. Y esta idea parece que ha perdurado. Se ha considerado como alta cultura pero, lejos de todo esto, pertenece a la esfera de la educación.
Es un error pensar que la vorágine del mundo actual es poco propicia para la música clásica. Ni siquiera hay que tener una formación especial para disfrutarla, no es necesario diferenciar un acorde dominante de otro subdominante. No se nos ha dado la música clásica como un alimento primordial: si hubiéramos tenido en nuestro menú este plato, sin duda lo hubiéramos elegido. Y, de igual manera que no es necesario saber condimentar un plato para disfrutar de sus sabores y aromas, no es necesario conocer la técnica de la música clásica para que llegue a nuestros sentimientos más profundos. Cuando la gente joven acude a uno de mis conciertos, se muestra sorprendida: «No pensábamos que esto era la música», dicen. Porque esta música desgraciadamente no es algo que pertenezca a su vida cotidiana, llena de ruido y en la que, a veces, se identifica el ruido con la estética. Hemos perdido la capacidad de asombrarnos con la belleza.
¿Qué futuro le veo a la música clásica? Confío en que sea un pilar fundamental de una sociedad más humanista que, espero, nos traiga el futuro. Una sociedad donde destaquen materias más humanas que han quedado con tristeza relegadas a un segundo plano, como la propia música, el deporte o la espiritualidad. Creo que la crisis traerá un futuro donde será necesario el resurgir de los valores. Valores como, por ejemplo, la moral o la ética, traducidas quizá en la herramienta de la religión.
La música y la espiritualidad
Soy una persona religiosa. Mi conexión con la religión se basa más que nada en la bondad que emana de la misma, y la educación que he recibido. Creo que la Iglesia, con todos sus errores y tropiezos, propios de cualquier grupo humano, hace mucho más bien que mal. Es rentable desde un punto de vista utilitarista, así que estoy convencida de que es necesaria, aun cuando también se pueden verter numerosas críticas sobre ella. Ahora estamos viendo que a través de instituciones de la Iglesia, como Cáritas o ciertos bancos de alimentos, se realiza una función crucial para muchos de los más desfavorecidos.
Soy además una persona practicante. Necesito asistir con frecuencia a la iglesia porque presenta un escenario que me transmite mucha paz y serenidad. Necesito sentir los mensajes que se transmiten en la Biblia. Los informativos de las televisiones, los periódicos o las radios dan constantemente noticias trágicas sobre el estado del mundo, que a veces pueden llevar al desaliento. Pero en la iglesia yo encuentro de nuevo ese aliento que puede faltar, la confianza y la esperanza. Creo que va a haber un punto de inflexión a través del cual la religión volverá a ganar en popularidad entre los ciudadanos. Sobre todo si seguimos descendiendo escalones como lo estamos haciendo en lo que respecta a valores humanos. Por eso pienso que la Iglesia va a cobrar un papel protagonista en la vida de todos en un futuro muy próximo.
Muchas personas encuentran una conexión entre la música y la espiritualidad. En algunas cartas que me envían algunas personas hacen alusión a llegar a Dios a través de la música, o incluso identifican la música con lo divino. Es cierto que en muchos momentos de la historia la música tuvo una estrecha relación con lo religioso, sin ir más lejos en el canto gregoriano, una disciplina con la que disfruto enormemente. Me gusta visitar con frecuencia el célebre monasterio de Santo Domingo de Silos, en Burgos, para disfrutar con el canto de sus monjes. Durante mi formación académica estudié los neumas y todo el grafismo de esta música: su filosofía, su estética, su nomenclatura. Tanto que ahora es casi una necesidad escuchar los cantos, por lo menos, dos veces al año. Se puede asistir a sus celebraciones litúrgicas, a las horas en las que se reúnen, cantan y utilizan la oración como herramienta de comunicación con Dios. Son momentos de recogimiento y reflexión que te transforman; sentir el canto gregoriano en directo es una experiencia transcendental.
En uno de los viajes que he podido realizar gracias a mi profesión, y que contaré más adelante de forma más prolija, tuve la ocasión de conocer a Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI. En 2008 tuve el honor de dirigir el concierto de celebración del 60 Aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos. Fue un orgullo y un premio estar allí, y saber que la música era relacionada con algo tan importante como la evolución en la cuestión de los Derechos Humanos. El papa Benedicto habló entonces de esta evolución: es cierto que se ha avanzado mucho, pero también es cierto que queda mucho por hacer. Conocer a Ratzinger ha sido una de las experiencias más reveladoras de mi vida: superó toda la idea preconcebida que tenía acerca de él. No era un hombre lejano e introvertido, un hombre que te produce mucho respeto y al que no te atreves a acercarte, como se podía pensar, sino todo lo contrario. Era algo para lo que no estaba preparada. Irradiaba paz y su mirada era intensa y cálida. Fue maravilloso compartir unos momentos con él, conversar y comprobar que teníamos gustos musicales compartidos: Ratzinger es también un devoto de Mozart. Pero Benedicto XVI, como él mismo demostró, era un hombre de segundo plano, de hecho siempre estuvo a la sombra de Juan Pablo II, un perfil más proclive al estudio y la oración. Una persona más de directrices globales que de presencia. Un gran teólogo.
Sin embargo, yo sitúo la religión y la música en compartimentos diferentes, aunque a veces coincidan. Una cosa son mis convicciones como ser humano y otra es cómo entiendo la música. No considero la experiencia musical como algo necesariamente divino. Puedo tener una convicción religiosa: concibo la religión como un nexo con alguien o algo que es lo que da sentido a nuestra vida y nos hace ser mejores personas. Es lo que nos guía. Y otra cosa es lo que siento a través de la música. Son facetas que se complementan pero que no tienen que estar necesariamente relacionadas: no existe una relación de causa-efecto. Son dos escenarios que me trasmiten una gran belleza. Muchos escritos, como digo, hablan de la música como un eco de Dios. Pero la música pertenece al mundo, no solo a Dios: es el lenguaje universal. La música, creo, es la belleza en estado puro.
La música y la belleza
La música clásica es, para mí, más que una profesión: es una forma de comprender y entender la vida. Es el lenguaje universal por excelencia, el verdadero lenguaje del corazón y de los sentimientos. Es esta ilusión la que me da aliento día a día para llevar con verdadera alegría la música al corazón de las personas, con la confianza firme de que ella nos aúna en momentos de emoción irrepetible.
Abarca, de hecho, el mayor de los escenarios emotivos posibles: desde la alegría hasta la esperanza, pasando por la reflexión. Incluso cuando se interpretan sus acordes más dolorosos, nunca es un dolor real, ya que el arte de la música es la materia más cercana al mundo de los recuerdos y de la nostalgia. «En la tierra nada se presta tanto para alegrar al melancólico —dijo Martín Lutero—, para entristecer al alegre, para infundir coraje a los que desesperan, para enorgullecer al humilde y debilitar la envidia y el odio, como la música.» Siento que la música es fruto de la expresión y de la belleza interior del hombre. Admirar la belleza es construir un mundo mejor. Cultivar la belleza nos hace mejores personas, lo bello tiene un carácter moral. Debemos establecer nexos de comunicación entre la belleza y la idea de la misma. A la ética por la estética.
La base de todo el sistema tonal nace de la propia observación de la naturaleza, de lo que se entiende como bello para el hombre. Así, el fundamento de la música nace de la necesidad que siente el hombre por diferenciar lo bello de lo no bello desde la observación directa del mundo natural que le rodea. «Una belleza natural —escribe Kant— es una cosa bella. La belleza artística es bella representación de una cosa.» La serie armónica natural basa sus fundamentos en la idea de belleza propia del mundo griego. Es realmente interesante reflexionar sobre los principios de las teorías griegas sobre la música; Pitágoras, Platón, Aristóteles o Diógenes, además de observar el valor ético, incluso señalaban sus propiedades medicinales. Persas, egipcios y hebreos hablaban del origen divino y sobrenatural de la música. En estas civilizaciones, la música servía para emocionar a las divinidades, para espantar a los demonios e incluso para resucitar a los difuntos. La música es la utopía del sueño, la máxima expresión de la imaginación del ser humano en todos los órdenes, y la máxima expresión de la bonhomía de la persona.
Cerebro y música
En su libro De Institutione Musica, del año 520, Boecio afirmaba que entre las artes liberales la música era la única que tenía una influencia directa sobre el desarrollo moral de las personas y que, al escucharla, cambiaba el cerebro del oyente.
Es indescriptible sentir esta transformación cuando el público sale de un concierto; la alegría vital, la serenidad personal y la grandeza humana son los denominadores comunes que invaden al espectador al finalizar un concierto y es el mejor reconocimiento y premio que nos pueden ofrecer a los artistas tanto a nivel profesional como personal. Sentimos que nuestro trabajo se ve aplaudido por el confort ético que irradia el público cuando suena el último acorde de la obra que esa tarde interpretamos. Es algo apasionante, sublime, y calma nuestra sed de transmitir sentimientos a través de la música. Al menos temporalmente.
Esta cita de Boecio ya atribuía a la música el mayor potencial existente para modificar los comportamientos humanos, y ponía de manifiesto que la música y su aprendizaje sitúan al cerebro en el camino óptimo para desarrollar con mucha mayor habilidad otras formas de pensamiento más elevadas, puesto que invita a la liberación mental y a la creación de otras materias relacionadas con la excelencia.
Así, los efectos del aprendizaje y la educación a través de la música potencian el desarrollo de otras áreas del conocimiento como las matemáticas, la gramática, las ciencias, etc.
Música y cerebro están íntimamente interconectados. Aprender a vivir supone una evolución constante del desarrollo y la adaptación del cerebro al medio que nos rodea; el hombre conoce el mundo a través de los estímulos que este le ofrece y los procesa traduciéndolos en fórmulas de comportamiento, incluidos los estímulos auditivos que son los más importantes desde el mismo nacimiento de un ser humano. Un bebé muestra una gran sensibilidad ante la escucha de escalas musicales, al igual que con la escucha de los intervalos consonantes, porque el ser humano nace con un sistema perfectamente preparado para procesar el lenguaje musical y esta es la mayor grandeza de la música: provoca en el mismo cambios de comportamiento esenciales para su equilibrio como persona.
El cerebro organiza los estímulos recibidos desde el primer momento que nacemos, pero también crea nuevos que le ayudan a comunicarse, adaptarse, traducir y entender el mundo que le rodea, y ayuda al ser humano a comprenderse mejor a sí mismo y a comprender su entorno. El médico André du Laurens señaló la capacidad de la música para cambiar estados de ánimo y luchar contra la melancolía. En este punto no puedo sino pensar en grandiosas obras que la historia de la música nos ha dejado, que son un fiel reflejo de la salud mental de sus creadores, grandes compositores y genios, o de situaciones particulares/circunstanciales que les ha tocado vivir. Cuando tengo el privilegio de poder volver a dirigir la Sinfonía del Nuevo Mundo de A. Dvorak, siento una gran conexión con las diferentes culturas, con la globalización y la eternidad, con lo infinito del mundo. Esta sinfonía supone un fiel reflejo de la observación de la sociedad y sus influencias traducidas en grandes temas musicales. A este gran compositor y maestro le fue encomendada la difícil, a la par que apasionante, misión de componer una sinfonía con sentimiento americano, un estilo propio desde el convencionalismo europeo, desde el academicismo y las reglas armónicas de Occidente, pero con inspiración y sello americanos. Sus fuentes de inspiración fueron los grandes cantos espirituales negros, el folclore indio… en definitiva, la cultura musical proveniente del mundo de los inmigrantes, que dio como resultado esta gran sinfonía que tantas veces he dirigido y que tanto entusiasmo ha generado entre el público y en mí misma como directora de orquesta. He tenido, además, el privilegio de dirigirla con la Orquesta Sinfónica Nacional Checa, conocedora como nadie del espíritu que invadió el momento creativo del gran compositor checo. Es por este motivo por lo que los estímulos recibidos dan como resultado la interpretación de un mundo de adaptaciones, diferentes a las comúnmente aceptadas, como en ocasiones también ha dado la historia de la creación musical. Así ha sucedido con el gran genio entre los genios, Chaikovski: sus frases interminables; sus apasionados compases de alto octanaje emocional, incluso, a veces, difícilmente asimilable; sus composiciones de una gran riqueza orquestal. En fin, sentir el pulso interno de su música, poder abordar partituras de naturaleza tan infinita como su última gran Sinfonía n.º 6, llamada Patética, es algo indescriptible, aun cuando de sus acordes se desprenda una gran tragedia. La primera vez que abordé esta inmensa obra, de gran densidad y aplastante fuerza, fue uno de los momentos más intensos de mi vida, sus acordes todavía resuenan en mi mente desde aquella primera vez. Mientras estaba inmersa en la redacción de este libro, preparaba un concierto cuyo compositor protagonista era Bach, ¿qué decir de su música? No hay acordes más perfectos, música más celestial, con más belleza, que pueda transformar el cerebro humano; es una música casi irreal por la perfección que presenta. ¿Cómo una música así no puede modificar los comportamientos humanos? El aprendizaje en materia musical ayuda a la persona a interpretar el mundo de otra forma mucho más amable, incluso diría de forma mucho más educada por la serenidad interior que emana. Es maravilloso sentir y vivir en «clave musical», ya que el arte de la música es la máxima evolución no genética del cerebro.
La belleza de la música «dirige» el comportamiento humano, es el vehículo más perfecto para conseguir el verdadero equilibrio entre cuerpo y alma. Los filósofos griegos consideraban la enfermedad como un trastorno entre este equilibrio, la enfermedad era un desequilibrio de este orden tan perfecto. Así, Pitágoras hablaba de la «medicina musical» para restablecer este orden, y prescribía la música para curar enfermedades mentales. Aristóteles se refería al valor terapéutico de la música ante las emociones incontrolables y hablaba de la música como catarsis emocional.
Son muchas las teorías que a lo largo de los siglos han avalado y avalan la música como la mejor herramienta entre todas las herramientas para restablecer la salud tanto física como mental. El médico y escritor Rafael Rodríguez Méndez, director de un centro de enfermedades mentales, formó con sus pacientes una orquesta porque creía firmemente en este poder terapéutico y regenerativo, y logró un gran éxito en la curación y evolución de los enfermos. Son muchísimos los casos en los que la música se ha aplicado como herramienta paliativa y terapéutica, con enfermos de Alzheimer o de parálisis cerebral, con niños autistas, con personas sordas o ciegas, etc., y ha tenido unos niveles de éxito sorprendentes.
El cerebro guía al hombre, pero es la música la que transforma el cerebro fortaleciendo la naturaleza moral y ética del mismo, actuando desde la misma psique humana. La música influye directamente sobre el desarrollo y evolución del cerebro desde los primeros días del ser humano, por eso es tan importante tenerla presente en la educación de los niños y jóvenes. De ella se desprenden beneficios esenciales para su desarrollo integral como futuras personas adultas. La presencia de la música en la formación de nuestros pequeños ayuda a estimular todas sus potencialidades: despierta sus habilidades y les invita a explorar el escenario y el mundo de la curiosidad, desarrolla su sensibilidad, fortalece y refuerza su autoestima y personalidad, favorece su comunicación e integración social, mejora su conducta, cultiva el gusto por la cultura y el buen hacer, guía la tonalidad principal de la formación del cerebro en pro de una vida más plena y con referentes de comportamiento mucho más sólidos. La música reorganiza las conexiones neuronales aumentando la comunicación entre los dos hemisferios del cerebro, lo que facilita una mayor agilidad en el aprendizaje de otras materias. En definitiva, la música es esencial para forjar el carácter, guiar el sentido ético de la persona y potenciar el desarrollo de todas sus habilidades, amén de sembrar en los más jóvenes el sentido del valor de las cosas. Uno de mis profesores de música me decía que del arte de la música, y de su educación, se desprendían y desarrollaban placeres inigualables: sensorial, afectivo, activo, imaginativo, intelectual y social, por destacar solo algunos de ellos. Como se puede comprobar, todas las experiencias vividas, desde la música y con la música, suenan en clave de tonalidad Mayor; en clave de felicidad y estado de equilibrio moral y emocional.