
9
Entre fantasmas
Monasterio de Sámanos
Festividad de San Laureano
De Lucus a Sámanos hay una distancia de unas treinta millas que atraviesan un terreno desigual, en general llano. El bosque tupido de castaños alterna con campos sembrados de avena o de escanda, aprovechando la fertilidad de este suelo trabajado desde antiguo por manos laboriosas. Campos todavía verdes, llamados a entregar muy pronto una cosecha abundante.
Ayer supimos por Danila, nada más salir de Lucus, que para llegar a Iria Flavia desde allí no habría resultado necesario tomar el camino que seguimos en dirección sur hasta el lugar donde se esconde este cenobio. Lo más rápido habría sido avanzar hacia poniente a través de la calzada construida en su día por las legiones del imperio. La que unía sus acuartelamientos de Lucus Augusti y Bracara Augusta, hoy despoblada según dicen.
El hecho de elegir esta ruta nos ha hecho perder al menos un par de días. ¿Por qué? La respuesta es sencilla y compleja al tiempo.
Poco o nada en este viaje obedece a la necesidad o la lógica. Lo que nos mueve es la emoción, el sentimiento, la fe, la desesperada necesidad de esperanza.
En mi caso, la búsqueda de un hijo perdido hace mucho que ahora, lo presiento, se halla en grave dificultad o… no puedo siquiera pensarlo y mucho menos escribirlo.
En cuanto al Rey, mi señor, una voz lejana cuyo eco alcanzó su corazón en Ovetao y le ordenó ponerse en marcha. En ese corazón, endurecido por la guerra y el poder, aunque aún intacto, el monasterio de Sámanos ocupa un espacio tan grande que justifica el desvío.
Lo cierto es que partimos de la antigua ciudad amurallada bien entrada la mañana. El sol hizo acto de presencia al principio, para ocultarse enseguida tras una gruesa capa de nubes. Mejor así. El fresco y la lluvia se combaten con una sencilla capa. El calor, por el contrario, es un enemigo imbatible.
Al poco de cruzar el puente romano levantado sobre el río Miño, perdí de vista a Agila. Debió de adelantarse junto a sus exploradores con el propósito de asegurar la vía a seguir. ¿Qué otro motivo lo llevaría a comportarse de ese modo extraño?
Aunque ya no viajan con nosotros sarracenos y la escolta se ha reforzado con un par de soldados de la guarnición lucense, el jefe de la guardia está inquieto. No ha vuelto a ser el mismo desde que vio a don Alfonso hundirse en las aguas del Navia, arrastrado al fondo por un cautivo.
En su ausencia, Nuño y Cobre velan por el Rey. Ambos caminan huraños, con cara de pocos amigos. El mastín se venga gruñendo de las muchas horas que ha pasado encerrado en una jaula. El vascón se muestra tal como es: fiero e incondicional al tiempo.
En Lucus nos aprovisionamos de víveres y pertrechos, además de cambiar nuestras monturas por otras de refresco. Todas menos la de mi señor, que se negó rotundamente a prescindir de Gaut. Por más que insistimos unos y otros en aconsejarle un caballo más adecuado al terreno y la circunstancia, él se cerró en banda. Lo más que aceptó fue incorporar a la comitiva a un mozo de cuadra cristiano, que parece entenderse bien con el alazán y es el encargado de cuidarlo.
¡Quiera Dios que la testarudez de ese animal no vuelva a tener consecuencias!
Nuestros clérigos, cosa rara, marchaban juntos, en ruidosa y distendida charla. Con ellos iba también Adamino, compartiendo comentarios dispares sobre el banquete celebrado la víspera.
—Exquisito.
—Pretencioso.
—Un regalo para el paladar más exigente.
—Un dispendio innecesario…
—Pero deslumbrante y sublime.
—Tanto refinamiento rayaba en lo afeminado.
—No se hizo la miel para la boca de los asnos…
Yo escuchaba, desde atrás, entretenida con la polémica.
Tratando de explicar a Odoario lo que se había perdido al no poder participar en la cena, dejaban al descubierto alguna miseria oculta. En general, eso sí, se les notaba satisfechos. Salvo al abad de San Vicente. Él me preocupa. Ha descansado en la ciudad, pero no lo suficiente. Está demacrado, con la piel de un feo color grisáceo. Animoso, como siempre, pródigo en sonrisas, aunque quebrantado. Mucho me temo que esta prueba esté resultando excesiva para sus fuerzas, probadas en una larga vida de privaciones.
Ojalá me equivoque.
Y no me olvido del conde Aimerico, ni de su hija, mi pobre Freya. A diferencia del resto, ellos mostraban un humor sombrío. Mejor dicho, él descargaba su mal humor sobre ella, quien escuchaba, abatida, la catarata de reproches que derramaba su padre.
Le achacaba, entre otras faltas, haber retrasado la partida de la comitiva e incomodado con ello al Rey a quien debe esforzarse por agradar. Yo me había hecho responsable de ese retraso, recurriendo a la excusa infalible de la «naturaleza femenina», sin conseguir librar a la condesa de la regañina.
Aimerico no se atreve a enfrentarse a mí, pero desahoga su frustración con esa criatura indefensa. Ella aguanta cada chaparrón con gesto compungido, si bien tengo para mí que cada vez la afligen menos esos estallidos de su padre.
¡Mejor que mejor!
Llevaríamos algo más de medio camino recorrido, a buen paso, cuando Freya aprovechó que el soberano llamaba a su lado al conde para venirse a cabalgar conmigo. Solo entonces me fijé en que había recogido su larga melena rubia entre dos trenzas entreveradas de flores blancas, que, partiendo de las sienes, iban a unirse en la nuca. ¡Estaba radiante!
Por la mañana, abrumada por las prisas y la ansiedad que produce desafiar al buen juicio, yo no había reparado en esa muestra de coquetería. Aunque ella no supiese a dónde íbamos cuando la conduje casi corriendo hasta la posada de Claudio, un impulso espontáneo debía de haberla incitado a peinarse de ese modo. A esforzarse por realzar su belleza, pensando en el hombre del que se ha enamorado hasta los tuétanos. Salta a la vista.
Si me quedaba alguna duda, ha desaparecido. Ahora veo con claridad que, diga lo que diga el conde Aimerico, se ponga como se ponga, es evidente que esta muchacha ha decidido por sí sola a quién desea causar agrado. La única cuestión a dilucidar ahora es si tendrá el valor requerido para alcanzar su deseo o al menos luchar por él.
—Os veo melancólica —saludé a mi joven amiga en cuanto su yegua flanqueó a mi asturcón.
—Vos sabéis por qué, dama Alana. Sois la única persona que lo sabe, de hecho.
—El amor suele producir dicha. ¿Dónde está vuestra sonrisa? Lo que os ha ocurrido es hermoso.
—¿Hermoso, decís? ¡Es terrible! No logro expulsar a ese hombre de mis pensamientos. Lo ocupa todo, en todo instante. Su rostro aparece reflejado en los árboles o en las nubes. Oigo su voz en el viento. Su espíritu me ha poseído.
—Así es el amor. Tal como lo describís.
—Entonces es un mal mucho peor que la fiebre.
—Es el mal merced al cual cobra sentido la vida, mi dulce Freya. Ya lo descubriréis.
Con sumo cuidado, no sin antes mirar a su alrededor para cerciorarse de que nadie nos estuviera vigilando, sacó del bolsillo interior de su túnica un tesoro que guardaba como una reliquia sagrada. Un pomo minúsculo, de cristal de roca y tapón de plata, semejante a los que vendían a precios exorbitantes en el mercado de Corduba, hace una eternidad.
Lo recuerdo bien porque cuando el eunuco Sa’id me acompañó a visitarlo, accediendo a mis súplicas, lo único que compré fue un aceite perfumado que pensaba regalar a mi madre si lograba escapar de esa jaula. Lo exhibía en su puesto el mismo comerciante que ofrecía esencia de rosas, jazmín y otras fragancias de flores, en diminutas ampollas parecidas a la que me mostraba en ese momento la condesa.
—Me lo entregó esta mañana Claudio, en un descuido vuestro. No me he atrevido a abrirlo.
—Ni lo hagáis mientras haya alguien cerca —le advertí—. El aroma es tan intenso que alertaría a cualquiera. Pero valorad el regalo. Debió de costarle una fortuna.
—No son su fortuna ni sus regalos lo que me cautiva de él, sino sus ojos risueños. Su alegría. El ansia con la que busca gozar y hacer gozar a quienes tiene cerca. Nunca había conocido a nadie así. En la corte donde me crié todo era y sigue siendo fiereza, resistencia, fuerza, brutalidad… No imagináis cuánto he echado de menos la ternura de una madre.
—Los hombres del Reino son rudos, sí. Así es la tradición astur y gracias a ella existimos. Llevamos en la sangre la guerra, junto a un orgullo indomable. Es el tributo a pagar por conservar la libertad. ¿Preferiríais vivir bajo el yugo?
—Claro que no, pero…
—Nunca reneguéis de vuestra estirpe, Freya. Cometeríais un error fatal.
—No me expreso bien, señora. Jamás haría tal cosa. Amo a mi padre. Respeto y admiro a don Alfonso sin reservas. Y aun así sueño con poder jugar, reír, disfrutar del calor del sol, dejarme ir… ¿Hago mal?
—Acaso soñéis con un imposible. Y en todo caso, no bajéis la guardia en exceso. Jugar y reír es algo con lo que se puede fantasear cuando todo lo demás está asegurado. Entre tanto, es menester confiar ciegamente en quien tengáis a vuestro lado por esposo.
—¡Desde luego!
—Acabáis de conocer a ese posadero, niña. No deberíais permitir que el deslumbramiento os nublara por completo la cordura y la prudencia.
—Sé que el corazón no me engaña, señora —protestó ella—. Pese a ello, ni siquiera a mi confesor me atrevería a revelarle estas cosas. Solo a vos. Tal vez deba desterrarlas de mi pensamiento para siempre.
—Al contrario. Si cuanto afirmáis es vuestra verdad y estáis absolutamente segura de que se trata de la elección acertada, lo que debéis hacer es pelear hasta la muerte por ese hombre y por vuestro derecho a escogerlo. También eso forma parte de la sagrada tradición astur.
—¿Escoger a mi marido, decís? Bien me gustaría poder hacerlo, pero será padre quien decida. Mi voluntad no cuenta. Ya se ha encargado él de inculcármelo desde que tengo uso de razón.
¡Cómo han cambiado las cosas!
Las últimas palabras de mi compañera de viaje me trajeron a la memoria lo que contaba mi madre sobre su propio matrimonio y el feroz combate a que había dado lugar entre mi abuela Naya y su esposo, Aravo, a quienes no conocí.
En aquellos tiempos, la costumbre ancestral de los castros empezaba a ser suplantada por la que había traído consigo el pueblo godo, incluso en lugares remotos de los que hasta entonces se había mantenido alejada. El encuentro entre esos dos mundos era semejante al del hierro con el martillo en el yunque.
Mientras rigieron los usos antiguos, la mujer fue libre de elegir a su compañero. Incluso buscaba esposa a sus hermanos, en caso de tenerlos. Aquello cambió drásticamente tras la llegada del Dios verdadero, cuyos sacerdotes expulsaron a la diosa a quien seguía rindiendo culto mi madre, en secreto, incluso después de casarse voluntariamente con mi padre cristiano.
Ella fue la última. Mi abuela ganó la batalla por defender el derecho de su hija a escoger esposo, a costa de acortar su propia vida.
Las historias de familia siempre me han fascinado. En particular, las referidas a la mía, que ayer compartí con Freya en el empeño de infundirle ánimos.
Si el retrato que hacía de ella mi madre respondía a la realidad, mi abuela debió de ser una mujer tan frágil de salud como fuerte de carácter. Se quedó huérfana siendo muy niña, tras una pestilencia devastadora que diezmó a los habitantes de Coaña, pese a lo cual salió adelante a base de voluntad.
Hija única y heredera del poder espiritual sobre el clan recibido de sus ancestros, lo ejerció con justicia mientras tuvo aliento. Claro que la falta de aire fue precisamente lo que la mató, prematuramente. El ahogo constante, la tos, la fatiga y las disputas enconadas con la alianza formada entre su esposo y su suegra, huésped permanente en su casa. La misma en la que nací yo.
¡Cuántas de aquellas anécdotas oí contar en las noches de invierno!
Algunas veces, las menos, eran divertidas. Otras, versaban sobre la maldad de la anciana que parecía disfrutar martirizando a la mujer de su hijo en presencia de sus propios nietos, testigos y a la vez víctimas de esas humillaciones.
La que más me gustaba a mí se refería al modo en que Naya, gravemente enferma, había plantado cara a su marido en defensa de su hija Huma. Esa niña conservó el testimonio de esa batalla en su interior, a resguardo del olvido, y me lo relató tantas veces que se me quedó grabado en la memoria:
«Mi vida se acaba, es verdad, pero la de Huma no ha hecho más que empezar. De su vientre manará un río caudaloso que crecerá, se bifurcará y dará vida a innumerables arroyos. En su lecho la loba amamantará al cordero y el águila arrullará al ratón, porque su destino es engendrar un linaje renovado de conquistadores. Y lo hará según su voluntad. Ella vivirá para ver cómo su descendencia cumple el designio de la Diosa. Ella es fuerte como la roca de la que brota el manantial. Dúctil como el agua que corre colina abajo. Por eso elegirá, mal que te pese».
«Ella» era mi madre, quien, efectivamente, eligió en uso de su libertad unirse a un guerrero godo a una edad en la que las mujeres de su alrededor ya habían engendrado varios hijos. Huma rechazó con obstinación al pretendiente local que se empeñaba en imponerle su padre y se salió con la suya.
La descendencia llamada a cumplir el designio de la diosa pagana solo puedo ser yo, puesto que no tengo hermanos ni hermanas. Ignoro cuál será ese designio, porque madre nunca quiso desvelarme el contenido de la profecía recogida en esas misteriosas palabras. Tal vez no pudiera hacerlo, al no conocer ella misma con exactitud lo que habían hablado mi abuela y el viejo anacoreta a quien fue a pedir un nombre para su hija[1].
Ella nunca dio mucha trascendencia a ese encuentro y yo tampoco lo hice entonces. Todo reverdece ahora en mi cabeza a medida que voy recordando.
En alguna ocasión, mientras estábamos solas, se le escapaba mencionar el vaticinio que arrastraba desde su venida al mundo. Pero cuando yo preguntaba, siempre eludía responder. Decía que nada bueno me traería conocer en su literalidad un augurio confuso que ni siquiera ella misma había llegado a entender. Le restaba importancia, entre bromas, y me instaba a guardar silencio sobre todo lo concerniente a la magia, severamente castigada por los gobernantes de la corte instalada a la sazón en Passicim.
«Un linaje renovado de conquistadores…».
¿Se referiría el anciano a mi hijo Fáfila? A Rodrigo es imposible, toda vez que es clérigo. ¿O acaso haya dado un cambio radical al curso de su vida y le avergüence confesármelo? Me sorprendería sobremanera, pero… ¿quién sabe? Tal vez hablara ese vaticinio de los nietos a quienes no conozco, hijos de Eliace. No tengo modo de averiguarlo.
Mi abuela Naya fue una mujer poderosa. Luchó con fiereza por defender el derecho de su hija a elegir, hasta entregar su último aliento en el combate contra su esposo. Ella misma, sin embargo, fracasó estrepitosamente al ejercer ese derecho. Desposó al hombre equivocado y fue profundamente infeliz con él.
Paradojas de una existencia a caballo entre dos mundos.
—¿Conocéis vos algún modo de acertar en la elección? —La voz de mi interlocutora acababa de cortar de cuajo esas reflexiones inútiles.
Freya se había bebido mi relato como bebe de una fuente el viajero acalorado y sediento. Por su forma de preguntar, parecía considerarme algo parecido al oráculo que yo acababa de mencionar en mi historia.
—Ya me habría gustado, querida… Pero no; no existen fórmulas mágicas, más allá de la intuición. Dejaos guiar por los sentimientos, siempre que no os anulen por completo el juicio.
—¿Y mi padre? Sé que jamás dará su consentimiento a Claudio.
—Jamás es mucho tiempo, Freya. Y sois demasiado joven para aproximaros siquiera a comprender lo que significa. Aguardad, confiad, tened paciencia, buscad el momento oportuno para plantear la cuestión.
—Vos no conocéis a mi padre. Nunca dará su brazo a torcer.
—Aun así, sé de la lealtad que profesa al Rey. Si obtenéis la aprobación de don Alfonso, el conde terminará por consentir. De momento, ese hospedero tan hábil con los pucheros ha demostrado talento para ganarse la simpatía de nuestro soberano, invitándole a un banquete regio. Es cristiano y hombre libre. Posee una fortuna en absoluto desdeñable, llamada a seguir creciendo. No es mal partido en absoluto.
—Mi padre quiere para mí un guerrero, a ser posible de linaje godo, propietario de tierras y rentas. Alguien parecido a él y por tanto opuesto a Claudio.
—Vos queréis otra cosa. ¿Renunciaréis a luchar por ella? Seguid mi consejo, querida. Conseguid el apoyo del Rey a vuestra causa y habréis vencido.
Tan animada fue la conversación que, antes de sentir la llamada del hambre o los primeros signos de cansancio, habíamos llegado a San Julián de Sámanos, donde yo anhelaba hallar alguna nueva de Rodrigo.
El monasterio alza su figura de piedra negra al fondo de un valle angosto flanqueado por un río. Tal como sucede en Lucus, lo primero que se divisa desde la distancia son sus fortificaciones: muros de un grosor impresionante, que se extienden a lo largo de milla y media hasta rodear con su abrazo todo el terreno del coto cedido en su día por el príncipe Fruela a los monjes venidos del sur.
Nunca había estado yo aquí. Mi hijo, que como ya he dicho pasó buena parte de su infancia en este lugar, sí me habló mucho en sus cartas de la belleza de sus paisajes, realzada por la espiritualidad que impregna cada rincón. Ahora veo que le faltaron palabras, o a mí capacidad de comprensión, para describir la realidad en toda su magnitud.
No es de extrañar que la primera comunidad monástica se instalara en este mismo paraje hace una eternidad, antes de lo que abarca la memoria viva o recogen los documentos conservados celosamente en la biblioteca del cenobio. Lo único que atestigua esa presencia hoy son algunas ruinas calcinadas, que la tradición local atribuye a esos pioneros.
Con la llegada de los sarracenos, aquellos hermanos se verían forzados a emigrar o acaso fueran pasados por las armas. Lo más probable, a tenor de la experiencia, es que corrieran ambas suertes, dependiendo de su fortuna, y quienes no lograran huir encontraran una muerte violenta.
El recuerdo de lo que dejaron atrás debió de sobrevivirles, no obstante, pues algunos años después un monje llamado Argerico llegó nuevamente a estas tierras desde los confines de Hispania, en compañía de su hermana Sarra y de un pequeño grupo de cristianos deseosos de vivir su fe en libertad, lejos del dominio musulmán, bajo la protección del Reino.
Argerico, a quien Rodrigo llegó a conocer ya muy anciano, obtuvo del padre de mi señor un título de propiedad no solo sobre el recinto que ocupa el monasterio en sí, sino sobre múltiples villas próximas, molinos, salinas, herrerías, campos de labranza y demás fuentes de riqueza caídas en el abandono tras la expulsión de los mahometanos de Asturias. Hace unos veinte años, don Alfonso confirmó esa donación y la incrementó con nuevas presuras, que, trabajadas con denuedo por los hermanos, las hermanas y sus cuantiosos siervos, hacen de Sámanos hoy un paraíso de abundancia.
¡Bendito sea el Dios que premia a quienes oran y laboran!
Ayer arribábamos frescos, en comparación con lo vivido en los días previos; bien descansados y mejor comidos pese a ello la visión de este vergel me causó una honda impresión que aún perdura.
¿Cómo trasladar al pergamino tal emoción, haciendo que traspase la mente para alcanzar el corazón? Me temo que es preciso haber cabalgado hasta aquí, soportado los rigores y peligros del camino, sufrido privaciones sin cuento, vivido la guerra en su infinita crueldad, para poder apreciar el valor de este sosiego, esta seguridad, esta certeza de saber que siempre habrá un plato caliente en la mesa y alguien dispuesto a escucharte.
Sámanos es un remanso de paz.
Su muralla defensiva bordea en un buen trecho el río, en cuyas riberas crecen árboles frondosos. El agua fluye mansa, para solaz de algunos postulantes niños que jugaban en él a nuestra llegada, mojándose y persiguiéndose entre risas, como haría en su momento, quiero pensar, Rodrigo. Algo más arriba, varios hermanos ya mayores aguardaban pacientemente, caña en mano, a que alguna trucha mordiera el anzuelo. Unos y otros parecían felices.
En cierto modo, los he envidiado.
Es evidente que aquí nadie pasa hambre. En los huertos situados dentro del recinto, protegidos de eventuales incursiones enemigas, crecen ciruelos, perales, manzanos, avellanos y otros frutales, junto a toda clase de hortalizas y verduras. No veo una mala hierba. Hay mucho mimo, mucho sudor derramado en cada palmo de tierra.
Al ver esta abundancia, tan opuesta a la devastación causada en el Reino por las sucesivas aceifas sufridas en estos años, me ha llenado de consuelo la idea de que, al menos aquí, Rodrigo sería feliz. Nada le faltaría. Ignoro cuál será su paradero ahora, pero viendo este jardín estoy segura de que su infancia transcurrió plácidamente, ajena a los horrores de la guerra.
No es poca cosa.
Aunque el río no parece amenazar con secarse, un acueducto trae agua abundante desde un manantial situado en lo alto del monte. Agua fresca, limpia, con la que abastecer las necesidades de una comunidad floreciente.
El edificio principal del monasterio se encuentra un poco más lejos, al abrigo de una ladera. Allí están las celdas de las hermanas y los hermanos, separados por un patio; el refectorio común, la biblioteca y las estancias reservadas a los huéspedes. En esas habitaciones, tan humildes como limpias, nos alojaron ayer con la hospitalidad que merece el Rey a quien tanto deben. Un rey que es desde antiguo su mecenas y su escudo.
Las cocinas están situadas en una construcción alejada de la descrita, junto a las cuadras y los corrales. Toda distancia es poca en el empeño de apartar en lo posible los fogones de las dependencias nobles, que los frailes siguen ampliando y enluciendo con sus propias manos, sin descanso, a medida que crece su número.
Sámanos florece bajo la protección de mi señor, hijo del príncipe cuyo favor hizo posible su resurrección. ¿Cómo no iban a profesarle estos monjes auténtica devoción? El rostro del abad Dagaredo mostraba ayer todo ese amor y esa gratitud en la sonrisa desdentada que nos dedicó al recibirnos.
Nos esperaba a la altura del macizo portón de doble hoja que da acceso al recinto, abierto de par en par. Junto a él se encontraban la abadesa Ymelda y una representación de hermanos y hermanas meticulosamente escogidos en función de su puesto en el escalafón del cenobio. Todos exultaban de emoción ante semejante huésped.
—Majestad, honráis esta humilde casa con vuestra presencia. Es para nosotros un inmenso placer recibiros a vos y a vuestros ilustres acompañantes —dijo el venerable anciano con voz cascada, inclinándose ligeramente ante el Rey.
—Dejad a un lado el protocolo, mi querido abad. Esta casa es tan mía como vuestra, o así al menos la siento yo. Aquí transcurrieron los mejores años de mi ya larga existencia. Seguramente los más dichosos.
—Un motivo de orgullo para toda la comunidad, señor.
—Veo que prosperáis, lo que me alegra sobremanera.
—Gracias a Dios y por supuesto a vos, majestad, que sois, como lo fue vuestro padre, nuestro gran benefactor.
—¿Debo entender de esas palabras que precisáis del tesoro real nuevas donaciones o privilegios?
—¡En absoluto, mi señor! Todo lo contrario. Las rentas del monasterio se incrementan cada año que pasa, sin necesidad de cargar con diezmos a los campesinos. Las cosechas han sido buenas, hemos construido canales de irrigación a fin de poner en valor nuevas tierras y vamos ampliando el número de poblaciones a las que brindamos capellanía, amén de asignación para el material de culto, con el fin de extender el alcance de la palabra de Dios.
—¡Cuánto celebro esas noticias! No hacen sino acrecentar la dicha con la que afronto el final de este precipitado viaje. Pero antes…
Nos habíamos quedado parados al pie de la muralla, escuchando hablar al Rey con Dagaredo bajo el sol amable del atardecer.
Mientras ellos intercambiaban parabienes, nuestros siervos, ayudados por los del cenobio, se habían hecho cargo de las monturas y la impedimenta, tratando de no hacer ruido ni molestarnos con sus movimientos. Yo repartía mi atención entre lo que me mostraban los ojos y lo que captaban mis oídos, tratando de no perderme nada.
—… Os rogaría que celebrarais una misa de acción de gracias.
—Será un honor, majestad. Daremos las gracias al Señor por traeros sano y salvo de regreso a este hogar que, con acierto, consideráis vuestro.
—Se las daremos, sobre todo, por el milagro de las sagradas reliquias aparecidas en Iria Flavia, si hemos de dar crédito al testimonio del obispo Teodomiro.
—¿Algún mártir local recientemente elevado a los altares? —inquirió el abad, sorprendido.
—No, mi buen Dagaredo, no. Nada menos que el apóstol Santiago el Mayor, hermano de Juan e hijo de Zebedeo. Uno de los Doce. El Hijo del Trueno.
De camino hacia nuestros aposentos, donde pensábamos asearnos un poco antes de asistir a misa, don Alfonso compartió con el abad los pormenores del prodigio que nos puso en camino hace días.
Pocas veces le había visto yo desplegar tanta elocuencia como la que empleó en narrar con detalle a Dagaredo el baile de estrellas contemplado por el anacoreta Pelayo durante varias noches seguidas sobre el bosque al que nos dirigimos, los sonidos procedentes de gargantas angelicales que acompañaron a esas luces y la forma exacta del sepulcro hallado precisamente allá donde apuntaban tales señales.
—El Hijo del Trueno, el Suplantador, fue el más firme de los apóstoles —respondió el viejo abad a la noticia, sin ocultar su entusiasmo—. Habrá venido a expulsar del Reino a cuantos enemigos de la verdadera fe se empeñan en amenazarlo, empezando por los sarracenos. ¡Qué grata nueva nos traéis, mi señor!
Estoy segura de que la duda velaba todavía el alma de don Alfonso cual sombra oscura, aunque deduje de sus palabras que no pensaba cargarla sobre las espaldas de ese anciano. Dagaredo no era el consejero íntimo en quien había pensado el Rey para desahogar su espíritu. Otros oídos serían los destinatarios de esas confidencias.
Ya vuelve a desbocarse mi cálamo… ¡Soooo!
El soberano me precedía, como digo, en encendida conversación con el prior. Yo iba detrás, escuchando atentamente. Estábamos a punto de separarnos, camino de nuestros respectivos alojamientos, cuando oí a mi señor decir:
—Si es la voluntad del Altísimo que a esta peregrinación mía sigan otras, os ruego deis posada a todo aquel que llame a vuestras puertas. Es posible que vengan de muy lejos y en gran número.
—La tendrán, majestad. Os doy mi palabra y empeño igualmente la de los otros hermanos. Aquí nunca faltará un lecho para un peregrino ni tampoco un pedazo de pan.
—Vendrán, si Dios quiere, desde Ovetao, donde habrán orado ante el Santo Sudario de Su Hijo, para postrarse a los pies del Apóstol. Llegarán cansados y hambrientos. Necesitarán alimento, cura para sus heridas, descanso…
—Aquí los hallarán, señor, dadlo por hecho —le ha tranquilizado el abad—. Cualquier cristiano que llame a nuestras puertas encontrará en Sámanos la hospitalidad que merece un caminante en busca de verdad y salvación.
La iglesia del monasterio está dedicada, precisamente, al Salvador. En torno a ella debió de empezar a discurrir la vida monástica, quién sabe cuándo. Acaso recién sembrada la semilla de la fe en nuestra tierra por el propio Apóstol o sus discípulos. Hoy, al abrigo de sus paredes iluminadas con bellas pinturas, continúan reuniéndose los hermanos y las hermanas a escuchar la palabra de Dios, en escaños separados, eso sí. La regla de los santos padres, vigente a todos los efectos, les impide sentarse juntos.
La capilla, levantada en obra seca, sin argamasa, está situada entre la muralla y el río, en un rincón apartado. Por fuera parece poca cosa, apenas nada. Por dentro, la luz de una ventana abierta justo sobre el altar, de un blanco inmaculado, semeja a la del Espíritu Santo e invita a orar. Allí rezamos ayer, ante un Redentor toscamente labrado en piedra, siguiendo con fervor la ceremonia dirigida por el padre superior del monasterio.
Dagaredo había cambiado el hábito por ropas sacerdotales adecuadas a la celebración de la santa misa: alba larga, rematada en estilizadas ondas a la altura de los pies, calzados de zapatos puntiagudos en lugar de sandalias. Casulla sobre la anterior, más corta, de color azulado. Alrededor del cuello, una estola bordada con cruces doradas, rematada en flecos, y en su antebrazo izquierdo, el manípulo. La riqueza de esas vestiduras contribuía a realzar la solemnidad del rito sagrado, conducido con voz firme por el viejo monje y embellecido por un coro masculino de cuyas gargantas salía música celestial. Lo juro.
Ignoro cuánto duraría el ceremonial, pues pronto perdí la noción del tiempo. A mí se me hizo muy corto.
Pronunciado el «solemnia completa sunt», fuimos saliendo uno a uno a través de la puerta abierta a un lado de la única nave, en el extremo opuesto al que ocupa el altar. El abad se unió a nosotros ya fuera, a la sombra alargada de un ciprés recién plantado[2]. El Rey, en cambio, permaneció dentro. Tendría asuntos privados que tratar con Dios o desearía estar un rato a solas con sus recuerdos.
¡Son tantos y tan dispares los que le unen a este lugar!
Contaría mi señor cuatro años de edad, o tal vez cinco recién cumplidos, cuando su padre, Fruela, murió asesinado en la corte, situada a la sazón en Cánicas. Creo haberlo mencionado al comienzo de este manuscrito. Alfonso y su madre, Munia, se encontraban entonces en Ovetao, donde el príncipe pensaba establecer su residencia principal en cuanto las circunstancias fueran favorables. Murió sin haberlo conseguido.
Ese hombre de carácter áspero, duro, feroz, tan odiado y temido por sus adversarios como digno de admiración por su incansable defensa del Reino, no había conocido la paz. Nunca. Tampoco la felicidad, sino en contados momentos, junto a esa esposa y ese hijo mantenidos a salvo de conjuras lejos de la capital agreste, levantada a los pies del Auseva, donde intrigas y brutalidad eran el pan nuestro de cada día. Una viuda y un huérfano expuestos a un peligro grave en cuanto él dejó de existir.
Muerto Fruela por la espada, los condes palatinos escogieron como sucesor a Aurelio, primo lejano del difunto. Munia, cautiva elevada al tálamo real por el amor de su dueño, llevaba en Asturias el tiempo suficiente para saber lo que esa elección suponía para ella y para su hijo: la certeza de caer asesinados a manos de la facción ganadora. Solo les quedaba una salida: huir. Pero ¿adónde? ¿Cómo?
Fue la gran Adosinda, hija del primer Alfonso, tía por tanto del pequeño, quien acudió en su ayuda. Adosinda, la mujer que años después me brindaría su auxilio, haciendo saber a mi prometido que yo había sido enviada como tributo a Corduba. Para entonces ya estaba recluida en contra de su voluntad en un convento de Passicim, por orden del traidor Mauregato, empeñado en privarla del poder que por linaje le correspondía ejercer.
¡Así arda en el infierno ese miserable!
En los días que estoy evocando, los que vieron correr la sangre de Fruela, la tía de mi señor era todavía una dama poderosa en virtud de su nacimiento, casada, por añadidura, con un magnate propietario de tierras, riqueza, siervos, hombres de armas e influencia. Un conde llamado a convertirse en rey.
A falta de hijos propios, esa mujer valerosa había depositado en su sobrino todo el cariño del que era capaz su corazón generoso. Lo amaba tanto como su propia madre. Y a ese sentimiento apeló para pedirle a esta una renuncia que a buen seguro debió de partirle el alma.
Adosinda no tenía fuerza suficiente para preservar la vida del niño en Cánicas u Ovetao. Ni siquiera en Passicim, capital de los dominios de su esposo. Podía, a lo sumo, proporcionar a Munia un salvoconducto y escolta que le facilitaran el regreso a su valle natal, en Araba, donde las gentes de su clan la mantendrían a salvo. Si se llevaba con ella al pequeño, empero, este se alejaría definitivamente del trono y renunciaría en la práctica al legítimo derecho sucesorio que le había sido arrebatado por la fuerza.
La llamada a ser reina de Asturias habló con descarnada franqueza a la antigua esclava vascona amenazada de muerte. Lo sé porque ella misma me lo contó, muchos años después, con una enorme frialdad ayuna de rencor o gratitud.
—Si quieres a tu hijo, debes separarte de él y partir de inmediato —le dijo Adosinda a Munia, el mismo día en que se conoció el asesinato de Fruela—. Es lo mejor para ambos, créeme. Yo lo conduciré hasta Sámanos, donde los hermanos se ocuparán de educarlo y garantizar su seguridad. Conozco bien al abad Argerico. Sé de su ciencia y su santidad. Él velará por Alfonso proporcionándole, además, la formación que precisa para gobernar con justicia.
—Es tan pequeño…
—Mejor así. No encontrará dificultad para adaptarse a la vida monacal ni sufrirá el mal de la añoranza. Confía en mí. Yo lucharé por devolverle el lugar que le corresponde. Tu hijo, el hijo de mi hermano asesinado, será rey un día. Tienes mi palabra. Pero ahora tú debes marchar y dejarlo a mi cuidado. Solo así se cumplirá su destino.
La dama honró su promesa. Mi señor terminó por ceñirse la corona, respaldado siempre en su batallar por su tía; una fuente de amor maternal y protector que también le arrebataron con violencia y para siempre, varios años después, al obligarle a huir de Passicim con motivo de otra conjura.
¡Cuánta traición ha ennegrecido la vida de este rey grande entre los grandes!
Adosinda se equivocó, no obstante, al vaticinar que el pequeño no sufriría el mal de la nostalgia. ¡Vaya si lo sufrió! Nunca me ha confesado abiertamente que durante la niñez añorara a su madre o echara en falta al padre que le habían arrebatado violentamente, mas es evidente que así fue.
Todo en don Alfonso habla del efecto devastador producido por tantas pérdidas. Su piedad, su tristeza, su miedo a desposarse y fundar una familia, pese a mostrarse lleno de arrojo cuando se trata de combatir; su rechazo del amor, su heroica castidad, su dedicación incansable a la guerra…
En más de una ocasión me he preguntado si su renuncia al matrimonio, su negativa obstinada e imprudente a engendrar hijos, no se deberá al miedo de verlos sufrir tanto como sufrió él de niño. Si no habrá cerrado su corazón al afecto de una mujer, y su cuerpo al deseo carnal, con el empeño feroz de ahorrar a sus herederos un calvario semejante al suyo.
Los desgarros de la infancia dejan heridas profundas que nunca terminan de sanar ni tampoco dejan de doler. Esa es otra de las lecciones aprendidas de mis padres que compruebo cada día en este ya largo existir.
Cuando yo conocí al soberano, se había reencontrado con su madre en Orduña, tras largos años de separación. Compartían techo, estaban juntos, pero su relación no se parecía en nada a la que existe normalmente entre dos seres unidos por un vínculo tan íntimo.
Ella no era la madre cariñosa que él había soñado y anhelado en las horas de soledad, sino una mujer distante, endurecida sin remedio por una vida de sufrimiento. Una mujer incapaz de darle la ternura que necesitaba y no había aprendido a pedir. Él tampoco era ya la criatura dócil que ella recordaba, sino un hombre seco, reacio a dejarse guiar, indomable, empeñado en gobernar con mano firme a todos sus súbditos, incluidos los del clan vascón al que pertenecía Munia.
Nunca los vi abrazarse o regalarse una caricia. Ni a ella ni a él. Se hablaban con respeto, eso sí. Él era el Rey. Ella, una poderosa extraña.
Aquí en Sámanos, por el contrario, don Alfonso se siente en casa. Salta a la vista. Aquí se hunden sus raíces. Aquí encontró amparo frente a los peligros, sosiego, cuidados, maestros pacientes que le hablaban con veneración de su padre; ese padre muerto prematuramente cuya ausencia era y siempre será una llaga sangrante en su corazón.
Aquí parece feliz.
Habiéndose criado entre monjes, acaso le habría gustado cultivar una existencia plácida yendo al huerto, la biblioteca, el scriptorium, el coro y la celda. Sí, creo que eso habría colmado todas sus aspiraciones.
De hecho, aunque no llegó a pronunciar votos, los ha cumplido escrupulosamente, exceptuando el de obediencia, inasequible para un rey. Ha sido casto y vivido con austeridad rayana en la pobreza. Ha sufrido privaciones sin cuento soportadas sin una queja. Renunció a la felicidad, o se la robaron, cuando apenas empezaba a comprender el significado de ese término.
¿Cómo no iba a disfrutar aquí en Sámanos, donde habitan sus mejores recuerdos?
Basta verlo deambular por los jardines para darse cuenta del solaz que encuentra en este recinto sagrado, tan distinto, tan opuesto a los campos de batalla que han jalonado sus días. Y pese a ello, pese a su marcado gusto por esta vida de oración y trabajo al servicio de Dios, nunca ha dado la espalda a su deber de servir al Reino de Asturias.
Jamás.
En este monasterio mi señor habría sido dichoso. Un lujo fuera de su alcance, tanto como del mío, pues la dicha no pertenece a este mundo, sino al otro. No depende de nosotros, sino de la misericordia divina.
Y llega por fin el momento de desvelar el misterio que ha rodeado a Sisberto desde que partimos de Ovetao, pues justamente después de misa fue descubierto en su engaño.
La enconada oposición mostrada a esta peregrinación tenía un porqué. Un motivo por completo ajeno a la fe o la razón, que hizo enfurecer al Rey cuando al fin lo confesó tras larga porfía con su acusador.
Tenía que ser en Sámanos donde saliera a la luz su conjura.
Había oscurecido ya cuando nos dirigimos al refectorio. El Rey deseaba compartir la cena de los hermanos, por lo que había declinado la oferta de comer en sus aposentos a fin de disfrutar de una comida mejor. La única excepción a la que se acogió fue sentarnos a su lado a la condesa Freya y a mí, en lugar de enviarnos al fondo de la sala, donde las monjas se disponían a dar cuenta de un sabroso potaje de pescado y verduras, separadas por un murete de sus compañeros varones.
De acuerdo con la regla, ellas guisaban, tejían y cosían la ropa de los hermanos, cultivaban su propia huerta y, sobre todo, dedicaban largas horas al culto divino, solícitas únicamente al aprovechamiento de sus almas. Ellos ejercían los distintos oficios útiles al monasterio, se encargaban de la construcción, administraban las fincas, fuesen propiedad suya o de las religiosas, y aseguraban la protección de las vírgenes sujetas a su custodia. ¡Quién sabe lo que habría sido de esas mujeres expuestas a innumerables peligros de haberse encontrado solas!
A tenor de lo que vi, unas y otros parecían satisfechos de su suerte.
Cuando entramos en el comedor, los miembros de la comunidad ya estaban sentados en sus escaños. Don Alfonso insistió en saludar uno a uno a cada comensal, y tras él fuimos los miembros de su cortejo, haciendo lo propio.
Todos menos Agila, que se había quedado en la enfermería, aquejado de un fuerte dolor de vientre, bajo la vigilancia del hermano boticario. Al echarle de menos en el refectorio y enterarme del motivo de su ausencia, me propuse ir a verle en cuanto termináramos. Suponía que allí le administrarían alguna purga tan potente como inútil e iba a tratar de impedirlo, aunque mi intento no tuvo éxito.
Esta mañana no solo no se encontraba mejor, sino que parecía estar débil. Su cara cerúlea no auguraba nada bueno. Claro que no ha salido una queja de su boca. Ese hombre está hecho de acero más duro que el de su armadura. La carne de los guerreros.
Ya he vuelto a perderme en otra digresión… ¡Qué difícil me resulta limitarme a seguir el curso de los acontecimientos!
Tras un interminable ceremonial de saludos, tomamos asiento y fue bendecida la mesa.
Habría engullido dos o tres cucharadas, no más, cuando observé que un fraile de edad avanzada, menudo, con una cabellera crespa y ojos oscuros vivaces, se levantaba de su sitio. Con paso resuelto, se dirigió hasta el lugar que ocupaba Dagaredo y le susurró unas palabras al oído. Se le veía inquieto. Mucho. Tanto, que el abad acabó por acceder a sus ruegos y le permitió hablar, rompiendo con ello la norma de comer guardando silencio.
—Majestad, el hermano Berengario pide ser oído. Según afirma, tiene algo muy importante que deciros.
—Os escucho, Berengario.
A diferencia del monje, don Alfonso estaba muy tranquilo, degustando ese potaje como si nunca hubiese catado mejor manjar. Berengario se fue calmando a medida que hablaba, cosa sorprendente teniendo en cuenta que se dirigía a su rey.
—Señor, yo conozco a ese hombre —señalaba a Sisberto—. Lo vi en Toletum.
—Eso nada tiene de particular. —El soberano siguió comiendo—. El hermano Sisberto procede de allí.
—¡Yo no os he visto en mi vida! —rebatió de inmediato el señalado.
Sisberto se había puesto visiblemente nervioso. Su acusador, en cambio, permanecía sereno, mirando de frente al monarca.
—Señor, este fraile formaba parte del círculo más íntimo que rodeaba al difunto obispo Elipando.
—¡Mentira!
La vehemencia de esa negación resultó más elocuente a mis ojos que cualquier reconocimiento de culpa. Sonó como una campanada aquí, donde las campanas desaparecieron con la primera aceifa sarracena y desde entonces no han sido repuestas, a falta de metal de bronce con el que poder fundirlas[3].
El Rey debió de oír aquello con la misma sensación que yo, porque dejó de comer, bien a su pesar, para centrar toda su atención en lo que se le estaba diciendo.
La temperatura en el refectorio subió de golpe, como si una mano invisible hubiese prendido una hoguera.
Berengario continuó, imperturbable.
—Yo tomé el camino del norte precisamente por rehusar aceptar la doctrina adopcionista condenada por el papa Adriano. No quería que mi alma ardiera eternamente en el infierno junto a la de esos herejes. Ellos —volvió a señalar a Sisberto— prefirieron contemporizar con los sarracenos, aunque para ello fuese preciso desobedecer al Santo Padre.
—¡Embustero falsario! —bramó el acusado—. Yo jamás abracé la herejía de Elipando. ¡Jamás!
—Dejad a este hermano que se explique —ordenó don Alfonso a Sisberto, sin alterarse—. Después tendréis la oportunidad de defenderos.
—Corrían tiempos difíciles, majestad —continuó relatando Berengario con serenidad—. Los mahometanos nos consideraban politeístas por adorar a las tres personas de la Santísima Trinidad. Amenazaban con persecuciones terribles, semejantes a las que padecieron más tarde los cristianos de Corduba; un martirio para el que no estábamos preparados en absoluto. No cabía más opción que huir o plegarse a las enseñanzas del obispo, más aceptables a sus ojos que las emanadas de Roma.
Yo escuchaba sin comprender. De nuevo el nombre de Elipando y esa abstrusa doctrina suya. ¿Por qué resultaría más aceptable a ojos de los sarracenos el Dios cristiano de ese toledano que el Dios cristiano de Asturias? Había pensado interrogar al respecto a Danila, pero no hizo falta. El propio hermano que hablaba se encargó de contestarme:
—Si Jesucristo era hijo adoptivo de Dios en su naturaleza humana, como sostenía el primado, su relación con el Supremo Hacedor sería semejante a la que los mahometanos atribuyen a su profeta, Mahoma. Nuestro Señor sería un profeta más, entre otros muchos a quienes ellos respetan. ¡Pero de ese modo se negaría su naturaleza divina! ¿Cómo podríamos avenirnos a semejante creencia?
—Conozco bien la herejía adopcionista, Berengario —le cortó el Rey, a punto de perder la paciencia—. La he combatido con ardor durante todo mi reinado, junto al emperador Carlos el Magno, fiel aliado nuestro en la defensa de la verdadera fe. Centraos pues en probar vuestra acusación o pedid disculpas de inmediato al clérigo a quien imputáis tan grave desviación.
—Él y yo somos de la misma edad, majestad. Claro que él medró en la clerecía de Toletum y yo no. Lo recuerdo perfectamente acompañando al metropolitano en sus visitas a mi convento e insultando al «estúpido», «ignorante» e «insensato» Beato, defensor de la ortodoxia cristiana. Ponía en ello más virulencia incluso que la desplegada por Elipando. Sus prédicas eran incendiarias. Se jactaba de la superioridad intelectual de su maestro e invocaba la obediencia debida a su persona, cabeza indiscutible de la Iglesia hispana. Con cuánto desprecio hablaban del fraile lebaniego, de la Iglesia de Asturias, pobre e ignorante, de vos, mi señor Alfonso, e incluso del emperador de los francos, a quien Elipando y él mismo consideraban un bárbaro.
—¡Mentira! —volvió a gritar Sisberto, rojo de ira o de miedo.
—¿Por qué habría de mentiros, majestad? Nada tengo yo contra este hermano, de quien ni siquiera conocía el nombre. El rostro sí. ¿Cómo olvidarlo? Os alerto del peligro que representa porque es mucho el daño causado a nuestra Santa Madre Iglesia por las falsas ideas que sostenía.
—¿Qué podéis alegar en vuestra defensa?
El tono de don Alfonso al dirigirse al acusado era gélido. Su mirada, un puñal clavado en los ojos del rechoncho fraile señalado, que parecía haber menguado de golpe, como si estuviera derritiéndose en el mar de sudor que le caía por la frente.
—Tal vez en alguna ocasión se me viera con el obispo… —Sisberto había empezado a balbucear—. Yo desempeñaba funciones de escriba en el palacio episcopal…
—¿Y por qué nunca lo mencionasteis al acudir a mí en busca de refugio?
Quien acababa de tomar la palabra era el bueno de Odoario, que se había quedado de piedra. Su rostro era una máscara de sorpresa y tristeza. Danila, por el contrario, estaba indignado. Lo sucedido en el refectorio no hacía sino confirmar las sospechas que me había insinuado en una de nuestras conversaciones. De ahí que no me extrañara la fuerza con la que secundó a Berengario en el acoso al forastero en quien ambos veían a un traidor.
—¿No será más bien que vinisteis hasta aquí con un propósito inconfesable?
—¿A qué propósito os referís? —preguntó al instante el Rey, queriendo comprender el fondo de la grave imputación formulada antes de formarse un juicio.
—Al que explicaría su feroz oposición a esta peregrinación, majestad —replicó el calígrafo—. Su puesta en cuestión sistemática de cada señal divina destinada a convencernos de la presencia del Apóstol en la Gallaecia. Su empeño en llenar vuestro corazón de recelo.
—¡Al grano, Danila! —instó el soberano en tono firme.
—Me refiero al debilitamiento de la Iglesia asturiana y, con ella, del Reino, señor. ¿Qué mejor argamasa para su unidad y su fortaleza que la presencia entre nosotros de Santiago el Mayor? ¿Dónde encontrar abogado más poderoso para sostener nuestra causa? La clerecía toledana se resiste a perder el papel preponderante que tuvo antes de la invasión musulmana. Su metropolitano rehúsa ceder protagonismo a los obispos de las diócesis restablecidas por vuestro padre y por vos, campeones en la defensa de la verdadera fe.
—¿Es eso cierto, Sisberto? —inquirió el monarca.
—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a venir con el propósito de destruir vuestra fe en esa milagrosa aparición, si ni vos ni yo teníamos noticia de ella?
—No le escuchéis, majestad —retomó Danila—. Él insistió en unirse a la comitiva. ¿No es así, fray Odoario?
—Así fue, en verdad. En cuanto supo el motivo de esta peregrinación, no dejó de rogar que se le permitiera sumarse a ella.
—Y aunque no hubiese sido esa la razón de su presencia entre nosotros —continuó el escriba—, un seguidor de Elipando solo tendría un motivo para venir a Asturias y acercarse a vos: sembrar la cizaña en vuestro corazón. Utilizó a Odoario desde el principio con ese propósito.
—Señor, lo que afirma Danila es falso y absurdo —protestó Sisberto, en tono cada vez más débil.
El aludido no pensaba soltar presa y siguió lanzando sus dardos:
—Pensad en lo que significa para Toletum que el Hijo del Trueno, el favorito de Nuestro Señor Jesucristo, haya escogido como última morada un pedazo de tierra situado en los confines de Asturias. ¿Qué será a partir de ahora de esa sede, irremediablemente infectada por la influencia mahometana? ¡Palidecerá ante la de Iria Flavia! ¿A dónde acudirán peregrinos de todo el orbe? Sisberto intenta impedir que tal cosa ocurra y Toletum pierda la primacía que aún ostenta. Por eso rechaza con obstinación dar crédito a los prodigios que acompañan a la aparición del sepulcro.
—¡No, no y mil veces no! —Sisberto ya no levantaba la voz; más bien suplicaba—. Cuanto os he dicho en relación a esos supuestos prodigios no es más que mi opinión. Uno no es dueño de creer lo que los demás pretenden hacerle creer. La fe es un don de Dios que Él distribuye a su discreción.
Don Alfonso había perdido el apetito y la alegría a la vez. No me parece que antes de esa confrontación sintiera una gran simpatía por el monje de Toletum, pero desde luego no concebía una felonía así. Le costaba dar por buena una conducta tan retorcida.
Su voz sonó lúgubre, más que inquisitorial, al preguntar al acusado:
—¿Creéis en vuestro corazón que Jesucristo es hijo adoptivo de Dios?
—Lo creí hace mucho tiempo, majestad, pues el obispo de mi diócesis, metropolitano de mi ciudad y primado de la Iglesia de Hispania así lo sostenía con argumentos de peso. Más tarde me avine a la doctrina de Roma y hoy creo que es hijo natural del Padre, así en su naturaleza divina como en la humana.
Parecía una confesión sincera. Claro que ese fraile dispone de recursos sobrados para defender con solvencia una cosa y su contraria. Lo ha demostrado con creces. Yo misma sospeché de él al comienzo de esta peregrinación, como recelé del conde Aimerico y de Muhammed.
El cautivo sarraceno resultó ser más peligroso incluso de lo que me había atrevido a temer. El fideles del Rey, de momento, no me ha dado motivos para poner en duda su lealtad, aunque tampoco termino de confiar plenamente en sus intenciones últimas. En cuanto a Sisberto… Es astuto, taimado y a la vez tremendamente elocuente. Juzgarle supone un verdadero dilema que me obliga a optar por la intuición ignorando cualquier reserva de la mente.
Si he de elegir entre su palabra y la del monje calígrafo, me inclino por este último. Es un clérigo arrogante y terriblemente pagado de sí mismo, cuyo desprecio manifiesto hacia las mujeres, y en particular hacia mí, constituye una ofensa intolerable en cada conversación mantenida con él. Pero dicho todo esto, su fidelidad al Rey resulta indiscutible.
Solo espero que actúe guiado por la rectitud y que no se equivoque, porque las consecuencias para Sisberto van a ser terribles.
Mientras mi señor pugnaba por no ceder a la cólera y ponderar la toma de una decisión justa, yo he regresado con la mente al pasado. A ese palacio suntuoso donde Índaro y yo fuimos huéspedes de Elipando y escuchamos sus diatribas contra el monje tartamudo que, desde un monasterio perdido en la Libana, osaba rebatir públicamente su doctrina.
Ha llovido mucho desde entonces, yo he visto más fealdad de la que hubiera querido y adquirido menos saber del que quisiera atesorar, pero mi sensación con respecto a esa herejía ha permanecido inalterada: el Dios que he vislumbrado celebrando la victoria en los campos de batalla, el que he oído invocar a hombres moribundos, el que me ha dado y quitado tantas cosas a lo largo de los años, no era tan complicado como el que centra la disputa entre Beato, Elipando y ahora, también, Danila.
El Dios al que elevo mis plegarias, mi Dios, ha sido en alguna ocasión Padre bondadoso, a menudo Padre severo y casi siempre Juez implacable. No le imagino discutiendo si Jesús es su hijo natural o simplemente un hijo adoptivo. Doy por hecho que lo ama tanto como yo amo a los míos. A todos ellos por igual, aunque en este preciso instante me preocupe especialmente Rodrigo, a quien ansío encontrar cuanto antes.
¡Ojalá sea así!
A medida que nos aproximamos a Iria Flavia me corroe más y más la inquietud, cuando debería sucederme lo contrario. ¿Y si pereció en la última aceifa y nadie ha tenido a bien decírmelo?
Podría haber dejado el servicio del obispo Teodomiro y estar lejos de la Gallaecia, perdido en cualquier lugar remoto. Podrían haberse agravado las dolencias que padece desde la infancia, tal como me hacen temer las noticias que recibí ayer noche.
¿Qué sería de mí si al arribar a nuestro destino, tras este penoso viaje, no estuviera aguardándome él, con su sonrisa inocente, sino la noticia de su fallecimiento?
No puedo ni siquiera imaginarlo. Mejor regreso al relato, que había dejado al Rey reflexionando en conciencia antes de dictar sentencia.
—Traicionasteis nuestra hospitalidad al presentaros como un cristiano devoto siendo en realidad un hereje.
—En todo caso lo fui, majestad. No lo soy.
—¡Silencio!
Su tono no admitía réplica.
—Vuestro maestro, Elipando, pretendió pagar al sarraceno el tributo de nuestra fe y ha de ser repudiado por ello. La herejía que sembró debe ser erradicada, pues no solo constituye una ofensa grave para la doctrina de la Santa Madre Iglesia, sino una amenaza cierta para el Reino y la Cristiandad.
—Piedad, señor…
—Salvaréis la vida, pues no seré yo quien mande derramar la sangre de un consagrado. Pero seréis escoltado hasta un monasterio en las montañas de Primorias, donde purgaréis vuestro pecado con ayuno y oración. Allí conoceréis la dureza de la vida ascética y acaso halléis el perdón del Juez de jueces. Ahora, quitaos para siempre de mi vista.
De no ser por su tonsura de fraile, el soberano lo habría mandado ajusticiar esta misma mañana, sin contemplaciones. Como estamos en un monasterio y mi señor es hombre piadoso, contuvo su furia y moderó el rigor del castigo. Mas Sisberto pagará, y pagará cara, la osadía de interponerse entre el Apóstol y el Reino.
Nadie terminó de cenar.
Mientras el resto de los comensales ganaba sus respectivos aposentos, yo me acerqué a la enfermería para interesarme por el estado del jefe de la guardia real.
En ese momento descansaba, gracias al potente brebaje que le había suministrado el hermano boticario a fin de calmar sus dolores. Era evidente que tenía fiebre. Tiritaba. Su aspecto resultaba harto preocupante.
—¿Estará en condiciones de viajar mañana? —inquirí, aprovechando la aparente disposición a escucharme del fraile que velaba al enfermo.
—Únicamente Dios lo sabe —me respondió él, distante—. Confiemos en que el purgante y el sueño basten para sanarlo.
A mis ojos resultaba evidente que no lo conseguirían, pero me guardé bien de comentar nada. La opinión de una mujer respecto de su diagnóstico o su tratamiento habría caído en los oídos de ese monje como una ofensa deliberada o una confesión de brujería. Nada tenía que ganar yo discutiendo con él sobre la dolencia de nuestro soldado y sí mucho que perder en la verdadera causa que me había conducido hasta allí.
Tras enjugar con un paño húmedo el sudor que bañaba la frente de Agila, volví a la carga.
—¿Lleváis mucho tiempo en este monasterio, padre?
—Prácticamente toda mi vida, hermana. ¿A qué obedece vuestra curiosidad?
—Mi hijo pequeño estuvo aquí durante años y ahora, desde hace tiempo, carezco de nuevas suyas. Comprenderéis mi angustia…
Dado que no se daba por aludido, añadí:
—Aquí recibió la orden del diaconado, formuló sus votos sacerdotales e inició su carrera, antes de incorporarse al servicio del obispo Teodomiro.
—¿Su nombre? —preguntó él fríamente.
—Rodrigo, hijo de Índaro y Alana.
—Me parece recordarlo, sí. Un muchacho frágil, de salud quebradiza. Visitó con frecuencia estas dependencias mías.
—¿Y salió curado? —insistí, al borde de las lágrimas.
—¡Desde luego! —replicó él, airado—. Tenía tendencia al flujo de vientre, aunque solía responder bien a las tisanas de manzanilla y a la dieta. No debía de tentarle la gula. Se alimentaba como los pájaros de la huerta, aunque era más fuerte de lo que parecía. No temáis.
—¿Qué madre no temería?
—Está bajo la protección del Señor.
—¿No sabréis, por ventura, cuál es su paradero ahora?
—No, dama Alana, no. Mas puedo deciros que marchó de Sámanos gozando de buena salud, reconfortado en la fe y rezando para estar a la altura de la elevada misión a la que le llamaba el reverendísimo obispo. Desechad vuestra preocupación. Deberíais estar orgullosa.
He pasado una noche infernal, abrumada por las pesadillas.
Ante mis ojos aparecían Sisberto y Elipando, atados con ligaduras, ardiendo en inmensas hogueras atizadas por diablos iguales a los que vi dibujados en el códice del Apocalipsis que estaba escribiendo Beato cuando lo conocí en la Libana. Al mismo tiempo, unos gusanos gordos, voraces, se disputaban sus carnes pálidas. Y por si no bastara con ello, esas imágenes aterradoras alternaban con otras en las que me veía a mí misma interponiéndome entre el rey niño y un colosal guerrero decidido a destriparle.
En los breves momentos de duermevela, entre un sueño malo y otro peor, acudía a mi mente Rodrigo, postrado en el lecho del dolor, sin nadie a su lado para atenderle.
¡Qué angustia, Señor! Ha sido horrible.
Antes del amanecer estaba despierta, sin deseo alguno de volver a dormirme. Para cuando he oído a los hermanos dirigirse a la capilla a rezar laudes, ya llevaba redactada buena parte de esta crónica, a la luz de las velas.
La novicia que me acompañó ayer noche hasta la celda accedió a suministrármelas en secreto, en cuanto le confié que estoy redactando este itinerario por mi cuenta y riesgo, sin permiso ni conocimiento de nadie. Era una muchacha joven, ansiosa por hacer algo prohibido. Sus días aquí no deben de abundar en aventura, por lo que esa transgresión inocente pareció colmarla de emoción.
El tiempo pasa volando entre el cálamo y el pergamino.
Ahora mismo me encuentro afuera, en el huerto, escribiendo a la luz del nuevo sol estas líneas que recogen el relato de lo acaecido.
Hace un rato he visto a los monjes marchar de nuevo al oratorio, en silencio, por lo que calculo que sería la hora prima. Entre ellos he distinguido al Rey, vestido con un hábito de lana basta como el del resto de los frailes. No lo habría reconocido de no ser por su porte y su modo de caminar, inconfundibles.
Confieso que no me ha sorprendido. Su lugar natural está aquí, más que en cualquier otro sitio. La férrea voluntad que lo guía, no obstante, lo arrastrará dentro de un rato hacia poniente, en busca de ese sepulcro cuya milagrosa aparición constituye un merecido premio a toda una vida de sacrificio.
A la salida de la iglesia, el soberano daba su brazo a un hermano, tal como había hecho la víspera con el abad Dagaredo. En este caso el monje parecía increíblemente viejo y a duras penas lograba caminar, sostenido también por otro fraile de una edad parecida a la de mi señor. La estampa que formaban los tres resultaba enternecedora.
Según he sabido después, el venerable anciano se llama Juan y fue el preceptor de don Alfonso cuando, al poco de llegar al monasterio, fue trasladado a la villa de Sobredo, situada en un rincón perdido de las montañas de Caurel, con el fin de incrementar su seguridad. En ese remoto paraje vivió el príncipe dos inviernos, sin más compañía que la de ese hermano, hoy casi sordo y prácticamente ciego. Después, regresó a la casa central de Sámanos, donde compartió cinco años más con una comunidad de la que únicamente sobrevive Fatalis, el tercero en discordia hoy.
Se han sentado a charlar bajo los ciruelos.
—¿Recordáis a ese siervo huido que se negaba a salir de la cuadra aunque lo amenazaran con la vara? —Ha iniciado la conversación el Rey, aparentemente reconciliado con la paz de este lugar pese al disgusto de ayer—. Él me enseñó todo lo que hay que saber sobre los caballos. A menudo acude a mi memoria.
—¿Cómo olvidarlo? —ha respondido Fatalis, mientras Juan se limitaba a sonreír con expresión extraviada—. Se habría rebelado a su amo, aunque con nosotros siempre demostró ser un buen hombre.
—Nunca he visto tanto miedo en unos ojos. ¡Nunca! Ni siquiera en las peores derrotas a manos de los sarracenos.
—Motivos tenía, mi señor. Si lo hubieran capturado, lo habrían sometido a tormento y reducido de nuevo a la peor forma de servidumbre, como hicieron con otros muchos. Peor que la de los cautivos moros e infinitamente peor que atender a las caballerías en este bendito cenobio, bajo la protección del abad Argerico.
—Llámame hermano, por favor —ha dicho el Rey con humildad—. Al menos tú, llámame hermano.
—Murió al poco de marchar vos a Passicim —ha seguido desgranando la historia el fraile, sin darse por enterado de esa súplica—. Los rigores de la persecución sufrida habían quebrantado su cuerpo tanto como su espíritu.
—Mi primo Aurelio —el Rey rara vez menciona el nombre de ese príncipe y jamás le otorga el título que a sus ojos usurpó— reprimió esa rebelión con excesiva dureza.
—De no haberlo hecho, hermano Alfonso, su autoridad se habría visto socavada y, con ella, la frágil cohesión del Reino. Sabéis bien que no me agrada la violencia, pero entiendo que en ocasiones es inevitable.
—Tal vez tengas razón. En cualquier caso, esa rebelión dejó una huella profunda de resentimiento en los siervos.
—Aquí, en el monasterio, son legión, aunque pueden tomar libremente los hábitos y comen nuestro mismo pan. No existen grandes diferencias entre nosotros y ellos.
En ese momento se ha hecho un largo silencio que no he sabido interpretar. Tal vez mi señor no encontrara las palabras adecuadas para expresar su zozobra o acaso se limitara a gozar de ese instante de sosiego junto a un amigo de la infancia.
Al cabo de un buen rato, ha retomado la palabra, lanzándole una pregunta directa:
—¿Y si esas reliquias resultan ser finalmente un fraude, Fatalis? Desde el primer día me atormenta la posibilidad de ser víctima de un engaño orquestado por Teodomiro. Huelga decir que no puedo en modo alguno ignorar los signos prodigiosos que han precedido al hallazgo ni menospreciar la enorme importancia que este tendría para el Reino. La fe, además, me induce a creer, a respaldar la veracidad de este prodigio…
—Dejaos entonces guiar por ella. ¿Qué otra cosa podéis hacer?
—Ojalá fuese tan sencillo, hermano, ojalá. Desearía ardientemente convencerme de que los recelos de Sisberto obedecen únicamente a su condición de hereje y carecen por tanto de fundamento. Daría lo que poseo por saber que mi alma inmortal no correrá el peligro de condenarse avalando el montaje de un hábil embaucador. Mas no dejo de dar vueltas y más vueltas a la posibilidad de equivocarme.
Fatalis se ha tomado su tiempo para responder. Cuando finalmente lo ha hecho, se ha expresado con absoluta franqueza, hasta el punto de apear el tratamiento que había dispensado hasta ese instante al antiguo compañero de juegos convertido en soberano y señor.
—Yo no soy nadie para aconsejarte, Alfonso. Poco o nada conozco de lo que acontece más allá de estos muros. Pero dudo que estuviéramos tú y yo aquí charlando, a la sombra de estos ciruelos, de no ser por el poder infinito de Dios y su infinita misericordia. Si Él nos ha sostenido hasta ahora, ¿qué tiene de extraordinaria esta nueva muestra de SU favor?
—Hablamos del Hijo del Trueno, hermano. Uno de los doce apóstoles, nada menos, aparecido súbitamente aquí, en este rincón de la Gallaecia próximo al finis terrae…
El fraile no ha manifestado la menor sorpresa ante esa constatación. Antes al contrario, la ha rebatido apelando a una lógica aplastante a mis ojos.
—Jerusalén, una aldea poco mayor que Iria Flavia, se sitúa en el centro del mundo en los mapas precisamente porque alberga el Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo. Roma no sería la capital de la Cristiandad si no descansaran allí los restos de San Pedro, pilar sobre el cual se sustenta nuestra Santa Madre Iglesia. Aquí, en Asturias, está librándose ahora mismo una batalla a vida o muerte entre mahometanos y cristianos. Aquí se encuentra la primera línea de un frente que ha de dilucidar el combate entre la religión verdadera y la de los adoradores de Alá. ¿Te sorprende que el Altísimo haya enviado en nuestro auxilio a un campeón de la fe como Santiago?
—No lo había contemplado bajo esa luz, la verdad.
—Repito que yo no soy quién para influir en tu juicio. ¡Líbreme Dios de intentarlo! Mas puesto que me pides consejo, ahí va: agradece con humildad el regalo de esa revelación milagrosa y hazte merecedor de custodiar el sagrado cuerpo del Apóstol.
Esa conversación va a darme que pensar largo y tendido, aunque en lo referente a las reliquias me entrego de antemano y sin reservas a la decisión que acabe tomando don Alfonso una vez alcancemos nuestro destino.
Mis reflexiones se adentran en otros territorios temporales. Apuntan a mi futuro; a dónde y con quién desearía afrontarlo.
En la paz de este cenobio, por ejemplo, el Rey se asemeja al siervo. Aquí no hay súbditos, sino hermanos. La guerra queda tan lejos que apenas se ven sus huellas. ¿Existe un lugar mejor en este valle de lágrimas?
De pronto me siento cansada, como si las fatigas de una vida me hubieran caído sobre los hombros. Veo al monarca vestido al modo de los monjes, despojado de los pesados atributos propios de su rango, y esa sencillez ayuna de ambición o vanidad alguna me parece el más alto premio al que se pueda aspirar.
Evoco el convento que estamos levantando en Coaña, cerca de mi castro poblado de fantasmas, y se me antoja un refugio ideal para descansar y sosegar mi espíritu antes del encuentro con el Creador.
Claro que eso es ahora. Es hoy. Mañana, seguramente, veré las cosas de otro modo.

Iglesia del monasterio de Sámanos