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Tentaciones de un rey casto
A orillas del río Navia
Festividad de San Irineo
Hacía mucho tiempo que no gozaba tanto como he gozado hoy. Incluso había llegado a olvidar que fuese posible alcanzar tal intensidad de goce sin traicionar la inocencia. Hoy ha regresado a mí y me he reencontrado con ella; la causante de esta dicha, la más sublime de las artes: la música.
No puedo esperar a mañana. Aunque sea a la pobre luz de una candela, me he propuesto trasladar a este pergamino lo sucedido, antes de que el sueño disipe la emoción y me impida recordar con claridad lo vivido. Ha sido tan profundo y a la vez tan sensual, tan a flor de piel, que el relato perdería su verdad si no lo recogiera ahora mismo.
Empezaré por el final…
Esta es una de esas noches en las que el firmamento exhibe en todo su esplendor los contornos de las constelaciones que lo habitan, abriendo infinitas ventanas a la luz de Dios. El aire, frío para la estación, huele a limpio. La luna reina, satisfecha y plena.
A lo lejos, se oye el murmullo del río bravo que habremos de cruzar mañana a fin de adentrarnos en la Gallaecia.
Ahora todo el campamento duerme, a excepción de la guardia y de mí, pero hasta hace un momento rebosaba de vida alrededor de una hoguera pletórica de llamaradas azules, cebada al fin con leña seca.
Habíamos comido hasta saciarnos y bebido sidra dulce escanciada a voluntad. ¿Qué más podíamos desear? Hasta la concordia parecía haberse impuesto a las disputas de ayer, alegrando los corazones como hace el vino en una boda. Entonces el Rey ha pedido que le trajeran su salterio y de inmediato ha surgido la magia, el instante fugaz cuya fuerza señala esta noche perfecta con la marca de un recuerdo imborrable.
No es habitual en don Alfonso ceder a la tentación de cantar, aunque su voz cálida es comparable al mejor instrumento y produce en el oído una sensación parecida a la que una manta de lana gruesa regala al cuerpo en pleno invierno. La afinó durante años en el coro del monasterio de Sámanos, donde transcurrió buena parte de su infancia. Desde ese pasado lejano es raro tener ocasión de escucharla.
De cuando en cuando, con motivo de una misa solemne, deja que se eleve al cielo, envuelta en resonancias místicas. Hoy ha brotado por mí, o al menos eso he querido creer, entonando un precioso cántico que solo él y yo conocíamos.
La caricia más audaz no me habría complacido tanto.
Han bastado dos acordes para desatar en mi interior una tempestad de emociones encontradas. Él lo ha notado, estoy segura. Ha sabido hasta qué punto me turbaba esa melodía, pese a lo cual ha empezado a cantar, cerrando los ojos a fin de sentir más intensamente ese vínculo. Acaso fuese ese el efecto que buscaba o acaso sea yo quien fantasea, sin base alguna, al confundir mis deseos con la realidad descarnada. ¿Quién sabría decirlo?
Lo cierto es que ha empezado a cantar una vieja canción nostálgica, dormida desde hacía lustros en algún rincón de la memoria. Una canción tan hermosa que ha hecho enmudecer a todo el mundo, pese a resultar incomprensible para la mayoría de los presentes. No para mí. Yo la he reconocido al instante. La cantaba Munia, la madre de don Alfonso, en el valle remoto de Araba donde mi señor, mi esposo y yo hallamos refugio antaño, cuando todo a nuestro alrededor era persecución, devastación, desesperación e impotencia.
El tiempo se ha detenido de golpe.
Poco a poco el Rey ha ido subiendo el tono, arrastrado por la historia trágica que relataba su canto. En la lengua antigua de los vascones, de sonidos silbantes y vocales abiertas, hablaba de montes solitarios donde los pastores apacientan su ganado sin otra compañía que la de sus perros. De frío y añoranza. De un amor perdido en brazos de otro hombre.
Yo conocía la letra. Me había venido a la mente con tanta claridad como si la hubiese escuchado la víspera, junto a imágenes vívidas de los parajes que describía. Brotaban por sí solas las palabras en mi cabeza y he empezado a cantar con mi señor, casi sin darme cuenta, bordando sobre sus notas otras en claves menores llamadas a embellecerlas. Al principio de forma queda, temiendo molestarle. Después, a medida que su sonrisa me animaba, con mayor vehemencia, dejando que mi canto se fundiera con el suyo hasta componer una hermosa armonía en tonos claroscuros; una comunión tan íntima como la más íntima unión carnal.
Al calor de la melodía me he ido acercando a él, hasta sentarme a su lado, sin que Cobre, tendido a sus pies, hiciera el menor intento de impedírmelo.
Don Alfonso mantenía los ojos cerrados, como si quisiera elevarse por encima de este mundo con el fin de gozar de cada acorde y cada sílaba. Yo he hecho lo propio. He dejado que su voz penetrara en mi interior, a la vez que sentía cómo se empapaba él de la mía. Y durante un suspiro esa unión de nuestras almas ha alcanzado la intensidad del éxtasis amoroso.
¿Qué digo? Me quedo muy corta. Lo que ha existido en ese instante ha sido un mismo aliento, una sola garganta, un anhelo de belleza idéntico, una emoción compartida a través de cada poro de la piel. Ningún goce carnal alcanza semejante altura.
Cuando el Rey cantaba prácticamente en mi oído, ajeno a las preocupaciones que habitualmente le abruman, he llegado a sentirlo mío. Mi señor. Mi amante. Mi ejemplo. Mi amado. El hombre al que he servido durante toda mi vida con entrega incondicional y un sentimiento inconfesado que lucho por ocultar incluso a mi propia sombra.
Amor tan imposible como indomable, que trato de matar en vano, pues resurge de cada ceniza para acometerme con fiereza. Deseo destilado en cada acorde hasta un extremo de pasión que él jamás sospecharía y yo no habría osado soñar de no haber existido esta noche. Arrebato de locura ajeno al pudor y al recato. Felicidad en estado puro, suspendida en lo inabarcable.
Nunca sabré si esa canción impregnada de nostalgias estaba destinada a complacerme o simplemente ha surgido al calor de la hoguera y los recuerdos. ¿Qué más da? Yo la he sentido mía, mía hasta los mismos tuétanos, y me ha transportado a una Araba en la que él, Índaro y yo fuimos jóvenes…
El valle estaba encajonado entre peñas, no muy lejos del lugar donde nace el río llamado Nervión. Hasta allí llegamos mi prometido y yo a finales del estío, exhaustos, tras una larguísima huida que nos había llevado a cruzar la tierra de Hispania de sur a norte, mirando de frente a la muerte en más de una ocasión.
Aquella fue la primera vez que vi a ese príncipe singular, tan diferente a cualquier otro hombre conocido hasta entonces y tan ajeno al entorno sumamente agreste en el que nos encontrábamos. Él tenía entonces veinticinco años. Yo acababa de cumplir los dieciocho. Ambos éramos prófugos de un destino que habíamos rehusado acatar.
Me parece tenerlo ante mí: alto de estatura, delgado, aunque fornido, vestido con túnica de lino y sandalias, cuando todos a su alrededor se cubrían con pieles de bestias cosidas de manera burda o toscas sayas de lana negra que apenas les tapaban las vergüenzas.
Su cabello rubio, igual de largo que ahora, enmarcaba un rostro ovalado, tan bello que habría podido ser el de una mujer, apenas manchado en el labio superior y la barbilla por una pelusa clara. Sus modales nada tenían que envidiar en cortesía a los del mismísimo Abd al-Rahmán, de cuya jaula dorada había logrado escapar yo merced al coraje de Índaro. Y luego estaban esos ojos como dos aguamarinas. Esos ojos semejantes a joyeles… ¿Quién habría podido sustraerse a su encanto?
Oigo con claridad su voz suave, sus palabras cultas pronunciadas en la lengua de los clérigos, recogida en códices cuya clave misteriosa, trazada en letras incomprensibles para mí hasta poco tiempo antes, acababa de descifrar gracias a un maestro excepcional llamado Bulgano, de cuya mano aprendí a leer.
Percibo aún la autoridad con la que se dirigía a los miembros de la pequeña comunidad vascona gobernada por su madre y el único hermano vivo de esta, su tío Enekon. Allí había encontrado asilo después de que el felón Mauregato le arrebatara la corona y entre esas gentes extrañas, con quienes compartía la sangre, trataba de hacerse fuerte, convencido de que su destino no era resignarse a ese exilio.
¿Estaría escrito ya entonces todo lo llamado a suceder en el transcurso de los años venideros? ¿Habría dispuesto la Providencia que ese soberano traicionado, expuesto a innumerables peligros, valiente, fiero como pocos en la batalla a la vez que extraordinariamente piadoso, se sometiese a una existencia repleta de sacrificios antes de ser recompensado con la aparición de las reliquias del apóstol Santiago en su Reino?
Las cosas siempre suceden por algo, dice el docto fray Danila. Siempre tienen un sentido. Hoy vuelvo la vista atrás y voy encajando las piezas de nuestra historia, similar a una vasija rota, recompuesta a duras penas y vuelta a romper. La de don Alfonso, la de Índaro y la mía, indisolublemente unidas a la del Reino de Asturias.
Mis recuerdos se dibujan en tonos claroscuros… Éramos tres proscritos. Tres fugitivos sin suerte obligados a rebelarnos.
El príncipe y mi futuro esposo, primero entre sus fideles, se habían salvado de milagro, huyendo del palacio de Passicim a uña de caballo la misma noche en que Mauregato perpetró su felonía. Ese bastardo hijo de una esclava, auxiliado por otros renegados, había logrado usurpar con engaño el lugar que el difunto rey Silo tenía reservado para su sobrino, y planeaba asesinarlo. Lo habría hecho, a buen seguro, de no haber escapado este deprisa, al amparo de las tinieblas.
Ni don Alfonso ni Índaro eran capaces de explicar, años después, en virtud de qué milagro habían salido con bien de un trance tan desesperado. Lo importante es que lo consiguieron.
Sin más ayuda que la de Índaro, ocultándose ambos como criminales de los guardias enviados a prenderlos, llegaron los dos prófugos hasta los dominios de Munia, antigua prisionera vascona convertida por Fruela en su reina. Esta, a su vez, había sobrevivido a duras penas a la conjura urdida en Cánicas para dar muerte a su marido, refugiándose entre los suyos en su valle natal de Araba. Los lazos indestructibles que unían a esa madre y ese hijo no eran por tanto únicamente los de la sangre, sino los derivados de un mismo afán de justicia y un anhelo compartido de revancha.
¡Cuántas vidas entregadas, Dios todopoderoso! ¡Qué alto precio hemos debido pagar unos y otros a fin de ganarnos tu favor!
Munia era una mujer hermosa, fuerte, fría, brava, triste. Una dama de los pies a la cabeza, dotada de esa dignidad natural ajena a la vestimenta o la circunstancia. Una señora de porte regio, incluso vestida a la usanza vascona y compartiendo techo con sus animales al llegar el invierno, como hace cualquier campesina de una tierra septentrional.
Nunca fue pródiga conmigo en la caricia, aunque me veló sin descanso cuando, muerto mi primer hijo antes de ver la luz, me sumí en un estado de postración tal que le habría seguido al otro mundo si me hubiesen faltado esos cuidados.
Supongo que el sufrimiento le había endurecido el alma. De muy joven, poco más que una niña, había visto cómo las tropas de Fruela arrasaban su aldea, violaban a su madre y decapitaban a su padre y sus hermanos, excepto Enekon, en el transcurso de una operación de castigo destinada a liquidar una de tantas rebeliones protagonizadas por su pueblo.
A ella se la llevaron cautiva, para disfrute del vencedor, quien más tarde la tomó por esposa y logró adueñarse de su afecto. Claro que la felicidad no duró mucho. ¿Acaso es posible tal prodigio en este tiempo despiadado que nos ha tocado vivir?
Fruela tenía enemigos poderosos, impacientes por vengar sus excesos. Enemigos tan crueles y feroces como él mismo, que no se detuvieron hasta ver su cadáver exangüe tirado en el suelo del palacio.
Su hijo, el pequeño Alfonso, un niño que apenas se tenía en pie, fue puesto a salvo por su tía en el monasterio de Sámanos, mientras la viuda, carente de aliados y de fuerza para defenderse, emprendía el camino de regreso al hogar, entre montes protectores y vascones dispuestos a luchar por ella.
Daban miedo. Juro que lo hacían. La primera vez que nos salieron al paso, a poca distancia de su poblado, creí estar en presencia de salvajes. Antes de verlos había oído sus gritos agudos, propios de fieras, lanzados al aire desde lugares elevados para avisar de presencias extrañas. Después nos sorprendieron de golpe, como surgidos de la nada. Aterradores.
Los que nos interceptaron vestían harapos de lana tosca, calzaban abarcas hechas de cuero sin curtir, miraban de manera amenazadora y hablaban una lengua incomprensible para mí. Pensé que iban a clavarnos una de esas dagas largas que todos ellos llevaban colgadas al cinto. Me puse a rezar. Entonces, uno de los integrantes del grupo reconoció a mi futuro esposo.
—¿Índaro? —inquirió con gesto torvo—. ¿Eres tú?
—¡Gracias a Dios que te encuentro, Aitor!
La actitud de esos guerreros cambió al instante. Se tornó sumamente cordial, hasta el punto de ofrecerse a llevarme en brazos, viéndome agotada.
Me he cruzado con bastantes vascones a lo largo de mi vida. Comparto esta peregrinación con Nuño, quien se dejaría despellejar vivo si con ello salvara la piel de su señor, aunque nunca le haya visto dedicarle una sonrisa. En general son rudos, ásperos. Tan osados como carentes del menor refinamiento. Tan pendencieros y bebedores como leales con aquellos a quienes entregan su amistad. Son paganos todavía hoy, excelentes soldados, amantes del canto y los banquetes regados con abundante sidra o vino, cuando lo consiguen, aunque sea robándolo. Son coléricos, imprevisibles, violentos, valientes, indomables, imprudentes e insaciables. Gente bizarra donde la haya, entre la cual el príncipe Alfonso e Índaro destacaban como dos luceros.
Yo también, debo decir.
Mi prometido había acompañado al Rey en su huida y compartía con él los rigores del destierro, cuando le llegó la noticia de lo que me había acaecido a mí. Mi inclusión en ese tributo infamante destinado a un harén sarraceno. Lo supo porque la reina Adosinda, a quien yo había contado mi desventura en Passicim, despachó hasta Orduña a un mensajero con una petición de auxilio en mi nombre.
Índaro y yo solo nos habíamos encontrado en una ocasión, siendo los dos niños, en el momento de rubricar el contrato nupcial suscrito por nuestras familias. Desde ese lejano día vivíamos separados, a la espera de celebrar los anunciados esponsales. Pese a ello, pidió permiso de inmediato a su señor para acudir en mi socorro, tal como le exigía el honor. El príncipe no vaciló en concedérselo, y así fue como partió en mi busca el hombre a quien amé hasta su muerte, incluso después de que abandonara mi lecho para solazarse en el de una cautiva mora.
Mi conducta siempre honró su buen nombre, como no podía ser de otra manera, pero ese amor sin mácula nunca me impidió venerar con idéntica fidelidad a mi señor.
Éramos tan jóvenes entonces, tan bellos, tan repletos de ilusión y de proyectos de futuro, tan ajenos a los desengaños…
Índaro no se parecía ni física ni espiritualmente a don Alfonso, pese a lo cual no le iba a la zaga en apostura. Nacido para la guerra, nunca mostró interés alguno en cultivarse. Era fuerte, audaz hasta la locura, moreno de cabello y piel, alegre, brutal, amante de los placeres mundanos, ardiente como el más fogoso de los hombres.
El príncipe, por el contrario, ya entonces se mostraba austero. Sobrio con la bebida y casto hasta el extremo de levantar maledicencias en buena parte de la comunidad. No había muchacha en cabello que no tratara de atraerlo a un pajar u ofrecérsele de cualquier otro modo, sin conseguir otra cosa que corteses negativas.
Mientras mi esposo me buscaba cada noche con deseo infatigable, como hacen los hombres a esa vigorosa edad, todo en el príncipe era contención, reflexión, mesura o quién sabe si tormento.
En aquellos días yo no me hacía demasiadas preguntas. Con el tiempo empecé a dar vueltas a ese comportamiento sumamente inusual, preguntándome a qué extraña razón obedecería. Esta es la hora en la que sigo sin tener respuesta.
En su camino al exilio, don Alfonso había reclutado a un sacerdote, el padre Galindo, pronto convertido en su confesor, que celebraba misa para los pocos habitantes cristianos del valle y se empeñaba con escaso éxito en convertir a los demás.
Sin abandonar las rígidas costumbres religiosas adquiridas en el monasterio de Sámanos, el heredero destronado se preparaba para reinar algún día con el sostén de esos vascones que le consideraban su señor natural, toda vez que descendía por línea materna de una de ellos y por la paterna de ese otro Alfonso, hijo del duque de Cantabria, con quien sus abuelos habían suscrito voluntariamente un pacto de protección mutua tras la primera invasión sarracena.
Pocos recordaban ya a esas alturas que los adoradores de Alá se habían abierto paso hasta ellos, sin apenas encontrar resistencia, porque las tropas reales llamadas a frenarlos, con el rey Rodrigo a la cabeza, se encontraban lejos de la costa meridional, precisamente en Vasconia, combatiendo una sublevación.
El príncipe rezaba, planificaba estrategias destinadas a reconquistar el poder, enviaba espías al sur y a poniente, con la misión de informarle sobre lo que acontecía tanto en el Reino como en la Hispania sojuzgada por los mahometanos, entrenaba sin descanso el uso de distintas armas, leía, aprendía y tejía alianzas sólidas atadas con lazos sutiles.
No perdía el tiempo. Cultivaba con esmero la lealtad de esos vasallos cruciales para futuras empresas y, de cuando en cuando, en ocasiones especiales, cantaba con ellos, junto a su madre, esas polifonías que hablaban de soledades.
Ahora, al cabo de toda una vida, puedo comprender la tristeza que enturbiaba los ojos de Munia, excepto en los escasos momentos de intimidad compartidos con su hijo. La aparente dureza de su corazón. Su frialdad altanera.
El dolor produce ese efecto cuando no existe esperanza capaz de plantarle cara.
Yo no quiero sucumbir a esas tinieblas. No debo ceder al desánimo, ni siquiera pensando en Rodrigo. Me aferro con uñas y dientes al hambre de felicidad, como hice entonces, después de que la muerte de mi primogénito estuviese a punto de robármela, arrastrándome con él al otro mundo.
Pasé por la noche oscura del espíritu, pero conseguí despertar a tiempo, teniendo a mi lado a Índaro.
Hoy me propongo hacer lo mismo. No en vano comparto esta peregrinación con mi rey. ¿Quién, aparte de él, podría darme consuelo si lo que me aguarda en Iria Flavia es lo que más temo?
En ese valle perdido juró mi esposo servir lealmente a su príncipe hasta la muerte:
Juro honrarte y defenderte aun a costa de mi propia vida. Juro morir por ti en el campo de batalla, si con ello tú puedes vivir, y vivir con deshonor si no soy capaz de protegerte. Juro entregar mi alma al infierno con tal de salvar la tuya. Juro no servir jamás a otro señor, si no es Nuestro Señor Jesucristo. Juro ser fuerte y valeroso para que mi brazo no vacile al ser tu espada y mi cuerpo sea siempre tu escudo. Te entrego mi fidelidad, mi sangre y mi amistad, en esta vida y en la otra.
¡Sabe Dios que cumplió! También yo lo hice. En esa tierra agreste aprendí a respetar y servir al soberano, viendo cómo crecía mi admiración por el hombre. El amor vendría más tarde, a caballo de esos sentimientos.
El día de San Josué de mi tercer verano en Araba, el quinto para don Alfonso, llegó un mensajero enviado por el rey Bermudo, sucesor de Mauregato.
El felón había fallecido de muerte natural al cumplirse un lustro de su traición, y sus partidarios, reacios a permitir que regresara a la corte el príncipe legítimo a quien habían usurpado el trono, habían ido en busca de Bermudo, un primo lejano, que acababa de ordenarse diácono en el cenobio donde transcurría plácidamente su existencia. De allí lo sacaron, con ruegos y halagos, obligándole a ceñirse la corona y tomar esposa.
¡Pobre juguete del destino!
La mala fortuna quiso que poco después de ese nombramiento ascendiera al poder en Corduba el nuevo emir, Hixam, apodado el Pelirrojo, que veía en cada musulmán un soldado y en toda Al-Ándalus un ejército imbuido de un único mandato divino: aniquilar cualquier resquicio de resistencia cristiana en la península y acabar de una vez por todas con la rebeldía de esos montañeses.
Su ferocidad, gracias a Dios, todavía no ha sido igualada.
En el año 791 de Nuestro Señor nos acometió con una furia cuyas huellas son visibles todavía hoy y se acrecientan a medida que nos acercamos a la Gallaecia. Siguiendo la que llegaría a ser una costumbre acendrada, envió dos huestes en formación de tenaza, a cual más poderosa, con el propósito de aplastarnos entre sus fauces. Una de ellas devastó todo el occidente de Asturias hasta el mar, haciendo incontables cautivos además de llenar los carros de cabezas cristianas cortadas. La otra atacó las llanuras de Araba, sembrándolas de muerte y destrucción.
Los hombres del poblado, encabezados por nuestro príncipe, fueron al combate, aunque se vieron obligados a replegarse ante el avance arrollador de un enemigo muy superior en fuerza y número. El ejército cristiano sufrió una derrota sin paliativos.
Lo que sucedió después lo supimos por el emisario que envió Bermudo a don Alfonso: cuando la hueste sarracena victoriosa se retiraba hacia sus cuarteles de invierno, cargada de botín y ahíta de sangre, el rey diácono le salió al paso, a orillas del río Burbia, al otro lado de la cordillera cuyos pasos había franqueado ese ejército sin encontrar resistencia. Pretendía cobrarse la revancha, sorprendiendo a su retaguardia, aunque solo consiguió ver morir a sus soldados, aniquilados sin piedad o bien cargados de cadenas camino de los mercados de esclavos.
A decir del mensajero real, aquello fue más de lo que ese hombre de Iglesia quería y podía soportar.
Consciente de su ineptitud para el oficio de la guerra, abrumado por la culpa al pensar que tamaño desastre era un castigo de Dios a su pecado de tomar esposa, yacer con ella y empuñar la espada, a pesar de haber recibido la orden del diaconado, suplicaba a su sobrino que aceptara el peso de la corona y le permitiera regresar a la paz de su monasterio.
Don Alfonso no vaciló en dar su respuesta en forma de sí rotundo. Ansiaba hacerse al fin con las riendas de ese destino glorioso al que le llamaba su estirpe. Estaba preparado.
Dio la orden de partir de inmediato, decidido a vengar, una a una, todas las afrentas sufridas desde la más tierna infancia.
Hoy vuelvo la vista atrás con nostalgia, aunque sin lamento. Es mucho lo que se ha perdido, pero nada ha sido en vano.
Índaro no está a mi lado; me acompaña en cierto modo a través de nuestros hijos y siempre ocupará un lugar en mi corazón.
Yo estoy viva, ávida de vida y empeñada en apurar hasta el último de mis días sirviendo a mi rey con pasión.
Don Alfonso no solo ha resistido allá donde otros sucumbieron, sino que ha engrandecido el Reino enfrentándose con arrojo a cada acometida mahometana.
Es cuantioso lo ganado.
Éramos jóvenes. Ya no lo somos. Estábamos juntos. Nos falta uno. Esta noche mágica, sin embargo, al calor de una hoguera nueva, hemos reencontrado la voz con la que los ángeles cantan a Dios sus himnos de eterna alabanza. El lenguaje propio del amor.
Ha pasado tanto tiempo…
Cuando tomamos el camino de Ovetao en ese final de estío siniestro, para descubrir en cada aldea y cada granja un pudridero, Índaro y yo buscábamos un hijo con auténtica desesperación, como si la muerte presente por doquiera nos conminara a engendrar otra vida cuanto antes.
Don Alfonso, en cambio, permanecía soltero y empecinado en su castidad, para frustración de sus más íntimos consejeros, incapaces de comprender la razón de esa renuncia al matrimonio, impropia de un hombre cualquiera y gravemente irresponsable, a sus ojos, tratándose de un rey.
Transcurridas más de tres décadas, el desconcierto es el mismo, la incomprensión se acentúa y la presión se recrudece.
El conde Aimerico, sin ir más lejos, se niega a darse por vencido y esta misma mañana ha vuelto a la carga con fuerza.
—¿Puedo preguntaros, señor, si os agrada la compañía de mi hija?
—Es una joven encantadora, no cabe duda —ha contestado el soberano con cierta desgana.
La respuesta era lo suficientemente ambigua, empero, como para que el conde se envalentonara.
—Y recatada, os lo aseguro. Abnegada, humilde, silenciosa. La adornan todas las cualidades exigibles a una buena esposa. Sería una excelente madre…
El soberano se había levantado de buen humor, a pesar del hambre, dolorosamente presente, de nuevo, una vez pasada la tregua que nos había proporcionado la víspera la despensa de Fidelio, completamente vaciada. Con todo, no parecía dispuesto a entablar la conversación deseada por su fideles, lo que le ha llevado a cambiar radicalmente el rumbo de la misma.
—Confío en que esta noche acampemos junto al Navia, Aimerico. Transmite por favor las órdenes pertinentes para que nos pongamos en marcha sin tardanza. Yo voy a despedirme de nuestro buen eremita.
El ermitaño se encontraba en ese momento en el interior de su cueva, junto a los clérigos de la comitiva, rezando laudes. El sol acababa de asomar por levante, dando pinceladas rosáceas a un cielo que anunciaba un día claro. Los siervos preparaban las monturas para la partida, rezongando protestas por no tener nada que llevarse a la boca, azuzados por los guardias, no menos quejosos. La falta de alimento hacía nuevamente estragos.
Al adentrarse don Alfonso en la gruta, el conde se ha dirigido a la tienda de la que yo acababa de salir, supongo que en busca de Freya. A juzgar por lo que acababa de decir al Rey, imagino que iría a instruirla sobre lo que debía y no debía hacer durante la jornada, con el fin de ayudarle a conseguir sus propósitos.
¿Pensará él que su hija comparte sus anhelos matrimoniales? ¿Se lo habrá preguntado siquiera? Es evidente que no. Desde su punto de vista, ningún honor es equiparable al de desposar al soberano y engendrar un heredero al trono. ¿Cómo podría Freya poner el menor reparo a ser encumbrada hasta el tálamo real?
Ese padre ama a su hija, estoy segura. Ansía para ella lo mejor. Y probablemente acierte al considerar que ese enlace sería el mejor camino para alcanzar esa meta. En este mundo despiadado no hay lugar para los sentimientos y cada vez queda menos espacio también para las mujeres.
Este es un mundo de hombres, sean guerreros, clérigos o anacoretas.
A la luz del día, Fidelio parecía más menudo aún, aunque más humano. Se había lavado la cara y las manos, no así la barba, ignoro si en atención al Rey o porque es su costumbre hacerlo antes de elevar al cielo la oración del alba. Me ha recordado a un niño chico, contemplándonos con ojos curiosos y sonrisa desdentada.
—¿Pasaréis por mi antiguo monasterio en vuestra ruta a Iria Flavia? —ha preguntado a don Alfonso, lleno de ilusión.
—Así lo haremos, en efecto, puesto que se encuentra junto a la calzada, ¿no es así?
—No exactamente. Al menos no que yo recuerde. Es fácil extraviarse por estos pagos. Los riscos se parecen entre sí y la calzada ha desaparecido en muchos tramos. Deberíais llevar un guía.
—Perded cuidado. Trataremos de procurarnos uno, o bien enviaré hombres en avanzadilla. Si llegamos al cenobio, ¿deseáis que transmita algún mensaje al abad?
Fidelio se ha tomado unos instantes para reflexionar, antes de responder, conmovido:
—Que la paz del Señor esté con ellos. Decid por favor a mis hermanos que este viejo monje reza cada día una oración por su salud y también por el descanso eterno de aquellos a quienes la peste arrancó de esta vida.
—Así lo haré, en vuestro nombre —ha dicho el rey, llevándose la mano a una bolsa colgada de su cinturón para sacar una moneda antigua, me ha parecido un tremís, acuñado en alguna ceca goda antes de la invasión—. Ahora, querido Fidelio, os ruego aceptéis una limosna que os entrego de corazón, en agradecimiento a vuestra hospitalidad.
—¿Y qué haría yo con vuestro oro, majestad? —El ermitaño se mostraba casi más divertido que sorprendido—. Como habéis podido comprobar, me basta y sobra para subsistir con la miel de las colmenas cercanas y la leche de mi cabra. Guardad esa pieza para alguien con mayor necesidad. Yo tengo todo cuanto preciso.
—Solo me queda entonces daros nuevamente las gracias por la generosidad con la que nos acogisteis en esta hora de tribulación, hermano. No os olvidaré. Tened por seguro que estaréis presente en mis plegarias.
Las palabras pronunciadas en ese momento por el eremita han estado todo el día resonando en mi cabeza. Palabras sabias en su sencillez. Una lección de grandeza incluso para un gran rey.
—Manos que no dais, ¿qué esperáis?
¡Cuán largo puede hacerse el camino cuando los huesos acusan dolores añejos y el hambre no concede tregua!
El río que habíamos divisado a lo lejos, desde la gruta de Fidelio, ha ido apareciendo y desapareciendo del horizonte a medida que la senda serpenteaba entre peñascos negruzcos, ora asomándose a valles verdes de vegetación abundante, ora atravesando bosques de pinos sombríos o bordeando pastos grisáceos. Juro que en más de un momento parecía alejarse de nosotros, como si camináramos hacia atrás en lugar de hacerlo hacia delante.
Al poco de partir, nos hemos topado con una arboleda abrasada por el rayo. Una visión abrumadora. Ramas y troncos estaban tiznados de hollín y, en muchos casos, arrancados. El suelo era un roquedal salpicado de madera carbonizada. Menos mal que conozco la capacidad de la madre tierra para infundir vida renovada a lo que el fuego ha quemado, porque, de lo contrario, una tristeza negra como esa desolación se habría apoderado de mí.
Yo sé que rebrotarán los árboles, revivirán las plantas, renacerán las ramas y las hojas, igual que lo hacemos nosotros después de cada aceifa sarracena. No hay calamidad que derrote a la voluntad de existir.
Las monturas avanzaban lentamente cuesta abajo, siguiendo la vía empedrada, cuando de pronto, a un lado del camino, ha aparecido un tejo centenario alzando su figura imponente. Cinco o seis de nosotros formando un círculo no habríamos conseguido abarcar su envergadura. Era tan hermoso, tan frondoso, tan señorial en su soledad, marcando distancias con sus vecinos, abedules jóvenes, que explicaba sin necesidad de hablar la importancia que llegó a tener para mis antepasados maternos.
El tejo fue el árbol sagrado de los astures. Mi madre me lo desveló, junto a otros muchos secretos, llevándome de la mano por los alrededores del castro, lejos de oídos indiscretos, en cuanto fui capaz de andar. De sus labios aprendí a nombrarlo en la lengua antigua, hoy prácticamente perdida, y también a cuidarme de llevarme sus agujas venenosas a la boca.
Ella me contó cómo esas hojas finas color verde oscuro, tupidas hasta el punto de ocultar el sol, eran empleadas por nuestros ancestros como ponzoña con la que impregnaban sus hierros o, en casos extremos, como vía de escape de este mundo antes de caer en la esclavitud.
Ella distinguía las plantas sanadoras de las peligrosas, las inocuas de las mortíferas. A todas sabía dar uso y todas las manipulaba con idéntico respeto.
Madre, con cuánta intensidad te extraño a medida que se acerca el día de nuestro reencuentro…
Eras tan humilde en apariencia y a la vez tan poderosa. Me enseñaste tantas cosas que hoy apenas me atrevo a recordar, consciente de que incurriría en la ira de mi señor y la condena de la Iglesia. Tanta sabiduría acumulada desde el principio de los tiempos, hoy prohibida.
Pese a los años transcurridos desde tu muerte, viendo esta mañana ese árbol gigante alzar sus brazos al cielo azul, donde una algarabía de pájaros celebraba en ese instante la llegada del estío, me ha parecido oír tu voz cargada de acentos reconfortantes. La voz que siempre identifiqué con la certeza de ser amada.
Junto al tejo, siguiendo una vieja costumbre, los aldeanos de una villa cercana habían levantado una capilla humilde, apenas un cobertizo de piedra tosca cubierto con lascas de pizarra, donde adoraban una cruz de roble muy similar a la que, según dicen, Pelayo llevó a la batalla. Estaba colocada sobre un altar de madera basta, con sendas lámparas de aceite destinadas a alumbrarla. A sus pies, alguien había dispuesto un cacharro de barro con flores silvestres frescas, señal inequívoca de que en las inmediaciones habitaba gente devota.
No hemos tardado en averiguar quiénes eran. Uno de los exploradores que marchan siempre en vanguardia, enviados por Agila a precedernos con la misión de prevenir emboscadas, ha aparecido en ese momento con la noticia de que a poco menos de media milla, a poniente, había un poblado avisado de la llegada inminente del Rey.
Al igual que sucediera en las proximidades del monasterio de Obona, todos los lugareños habían salido en tropel para contemplar de cerca a su soberano. Se agolpaban en los márgenes de la calzada, guardando un respetuoso silencio. Solamente una mujer, cuyo rostro era una máscara de pena, ha dado un paso al frente, desafiante, para interpelar a don Alfonso.
—No nos quedan hijos que daros, señor. Si venís en busca de soldados para vuestra guerra, pasad de largo. Aquí ya no vive nadie con fuerza para empuñar armas.
Un hombre de su misma edad, probablemente su marido, la ha agarrado por el brazo, con violencia, arrastrándola hacia el grupo entre gritos. Ella no se ha resistido. Se la veía entregada a un dolor más hondo que cualquier daño físico e infinitamente más lacerante. Rendida.
El Rey, no obstante, ha detenido su montura y ha puesto pie a tierra a fin de dirigirse a ella, después de instruir a su guardia para que la trajeran a su presencia.
—¿Cuál es la razón de tu agravio, mujer?
Ella ha bajado la mirada, avergonzada, sin atreverse a contestar. Él ha insistido:
—Habla sin miedo. Soy tu rey, no tu verdugo.
—Cinco hijos traje a este mundo, señor, y los cinco han perecido combatiendo al sarraceno. ¿Quién nos cuidará ahora que se acerca la vejez? ¿Quién alegrará mis últimos años? ¿Quién me dará nietos? Cuando los parí celebré que fueran varones. Ahora lamento no haber alumbrado hembras.
—Tu pérdida no ha sido en vano. El Reino ha soportado aceifas terribles, pero gracias al sacrificio de tus hijos y de muchos como ellos, resiste. Ellos gozan ahora de la contemplación del Señor. Su recompensa está sin duda a la altura de su valentía. Con su sangre te han librado de pagar un alto tributo al conquistador y te permiten rezar al único y verdadero Dios.
—Si vos lo decís…
—Cuando llegue tu hora, te reunirás con ellos y el Juez Supremo sabrá premiar tu sufrimiento. No lo dudes. Hasta entonces, tu soberano te da las gracias en nombre de Asturias. Puedes estar orgullosa de esos cinco valientes.
Dudo mucho que esas palabras le hayan brindado algún consuelo, la verdad.
Un anciano que parecía ostentar algún tipo de autoridad se acercaba todo lo aprisa que le permitían sus piernas retorcidas por la humedad, apoyándose en un bastón.
—Príncipe, príncipe, perdonadla —iba diciendo a voces—. No está en sus cabales. Tened piedad de esa pobre loca…
—No debéis temer nada —le ha tranquilizado el Rey—. No hay motivo para castigarla. Todo lo contrario. En cualquier caso, no venimos de recluta ni vamos a la batalla, sino que nos dirigimos a Iria Flavia, donde se nos anuncia la aparición milagrosa de unas reliquias sagradas de un valor incalculable.
Un murmullo aliviado ha corrido de inmediato entre el gentío al oír esas palabras. Solamente una mujer había tenido el valor de expresar su queja al soberano, aunque todas sentían idéntico miedo. También los hombres, ante la posibilidad de verse obligados a luchar, como habían tenido que hacer dos años antes, sin consideración de edades o enfermedad.
Ella, la mujer sin nombre, pues no hay nombre lo suficientemente desgarrador como para designar a quien ha visto perecer a sus hijos, se ha marchado renqueando, seguida por los reproches de su esposo. Nosotros hemos dejado las monturas al cuidado de los siervos y nos hemos encaminado a pie hacia la aldea, donde, a instancias de los exploradores reales, había sido preparado un banquete con todas las vituallas disponibles.
Desde lejos se percibía el aroma de la carne asada, más perturbador que el del mejor de los perfumes. Un cordero lechal se terminaba de cocinar, espetado sobre una manta de brasas, a la espera de que llegáramos los invitados a hincarle el diente.
Ante la imposibilidad de acoger a tantas personas bajo un mismo techo, los aldeanos habían sacado las mesas de sus casas a un prado y las habían cubierto con lienzos blancos, en su empeño por agasajar al Rey y sus acompañantes.
Me pregunto si actuarían movidos por el respeto o por el miedo, aunque supongo que sería una mezcla de ambos.
Además del cordero, nos han servido berzas y nabos cocidos, queso, pan de escanda, arándanos, manzanas y puré de castañas. No tenían vino ni sidra, aunque sí hidromiel, tan embriagadora como deliciosa.
En el suelo, a cierta distancia, los siervos tragaban ávidos los restos de la mesa real, mientras la guardia, incluido Nuño, se atiborraba a tocino con pan. Cobre masticaba huesos con tal voracidad que sus dentelladas eran audibles desde donde estábamos sentados nosotros.
Don Alfonso ha comido con apetito, aunque deprisa, imitado por Sisberto, que devoraba a dos carrillos. Le urgía seguir camino cuanto antes, aprovechando la luz.
En un momento dado, el jefe del poblado, Atilano, ha pedido al abad de San Vicente que celebrara la santa misa y repartiera la comunión, dado que la ausencia de un sacerdote mantenía a sus vecinos alejados de los sacramentos desde hacía largo tiempo.
—Pensé que tendríais acceso a la palabra de Dios y el cuerpo de Cristo en el monasterio situado cerca de aquí —ha replicado Odoario, sorprendido—. El eremita Fidelio, de quien seguramente tendréis noticia, pues vive su retiro no lejos de aquí, nos habló de él al encomendarnos trasladar a sus hermanos sus deseos de paz y salud.
Atilano ha juntado sus manos callosas de uñas negras, endurecidas por el trabajo hasta parecer garras, en un gesto de impotencia resignada.
—Lo había, reverencia, lo había. Fue incendiado dos años ha, en el transcurso de la última aceifa. Los caldeos no tuvieron piedad con los monjes.
—¿Y la aldea? —ha inquirido Danila, atento a la conversación.
—Como veis, está recién reconstruida, al igual que la capilla junto a la que habéis pasado de camino aquí. Nosotros huimos a las alturas, con el ganado, como hemos hecho muchas veces antes. A los que no podían caminar los llevamos a cuestas. La mayoría de los jóvenes perecieron luchando, y otros, gracias a la misericordia divina, regresaron. Ahora tienen para elegir entre muchas doncellas hermosas —ha bromeado, sarcástico—. Así es la vida.
—Ojalá sea la última embestida, aunque no puedo prometéroslo —ha terciado don Alfonso—. Sí empeño mi palabra ante vosotros en hacer cuanto esté en mi mano para proteger esta tierra. Con la ayuda de Jesucristo y de sus santos apóstoles —no ha estimado oportuno precisar ante esa audiencia a cuál de ellos se refería— espero poder mantenerla a salvo de nuevas incursiones.
—En eso confiamos todos, majestad.
—Entre tanto, pagaré por lo que nos habéis dado.
—¡No es necesario, señor!
—Aun así, quiero hacerlo. Nada hay tan valioso como la comida, bien lo sé, pero esta plata os será de alguna utilidad, supongo. ¿Llegan hasta aquí los buhoneros que siempre recorren el Reino en tiempo de paz, con carros cargados de mercancías? Desde que salimos de Ovetao no nos hemos cruzado con ninguno…
—Muy de tarde en tarde llegan, sí —ha respondido Atilano—. Entrado el verano. Traen cacharros de cobre o hierro para cocinar, alguna pieza de tela, especias, remedios para la fiebre, ungüentos, fruslerías… Las mujeres y los enfermos los esperan como agua de mayo.
—Aseguraos entonces de que compren lo que más deseen. Os encomiendo la tarea de repartir estas monedas con justicia.
Odoario llevaba un buen rato consultando con la mirada al soberano, quien ha consentido en que celebrara una ceremonia corta. Concluida esta, cerca ya de la hora nona, nos disponíamos a partir, cuando Agila, siguiendo la recomendación de Fidelio, ha pedido a nuestro anfitrión que nos proporcionara un guía.
—Al parecer, es fácil perderse antes de alcanzar el río.
—Más difícil es dar con el lugar adecuado para vadearlo —ha replicado el jefe de la aldea.
—Vuestro hombre regresará en cuanto nos haya mostrado ese vado, y será recompensado por su labor.
—Assur lo hará de buen grado, descuidad. Y conoce estos parajes como la palma de su mano. Os servirá bien, ya veréis. Además, es buen conversador si alguien le presta la oreja. En caso contrario, habla con su perro.
De nuevo ha sido preciso amarrar al moloso de don Alfonso para evitar que se peleara con ese otro mastín, de pelaje más claro y tamaño similar, el cual no se ha separado de su amo, aunque sí lanzado multitud de gruñidos sordos a su congénere.
Un animal impresionante ese perro. Tiene el cuerpo cosido a cicatrices, especialmente en la cabeza y el cuello, a resultas de sus peleas con los lobos, según me ha explicado, orgulloso, su dueño. No teme a nada ni a nadie y jamás ha retrocedido ante las fieras ni permitido que le arrebataran una oveja.
De tal pastor, tal guardián. Porque nuestro guía es también, sin duda, un hombre muy singular, cuya bravura no impide una enorme cordialidad.
Si fuera árbol, sería un laurel de follaje perenne, sólido, flexible ante el temporal y frondoso para proporcionar sombra o resguardo cuando llueve. Un árbol de buen augurio, inseparable de Asturias, cuyas hojas secas sirven tanto para condimentar un guiso como para bendecir un nuevo hogar o avivar una lumbre moribunda. Así también Assur alumbra con su sonrisa espontánea el humor de esta comitiva, que va acusando el cansancio. Regala su alegría y sus anécdotas de grupo en grupo, allá donde encuentra quien le escuche.
De mediana altura y complexión fuerte, maciza, camina con un vigor impropio de su edad, cercana a la del Rey, apoyándose al igual que Nuño en un cayado bastante más largo que él. Habla con voz ronca, potente, narrando las peripecias vividas en las sucesivas guerras, los dolores de su reciente viudez o las faenas que gusta de acometer en el campo, donde cultiva una huerta de frutales mientras su ganado anda suelto al cuidado del mastín.
Es un trabajador incansable. Lleva colgada en bandolera una bolsa grande de cuero con la comida, pero en un par de ocasiones le he visto introducir en ella una piedra de algún color peculiar, que guarda, me ha confesado, para adornar el cercado de su granja. Le gusta acumular objetos que considera bellos, y aquí, en los dominios por donde se mueve, no hay mucho donde escoger, salvo las piedras.
Sería un laurel, sí. O tal vez un acebo, fuerte, resistente, guardado por espinas punzantes de cualquiera que quisiera dañarlo, pero cubierto de frutos vistosos para alegría de quien lo contempla. En todo caso sería uno de esos árboles que nunca desnudan sus ramas. Un ser dicharachero, risueño, hablador, generoso hasta en los gestos.
Durante un buen rato he caminado a su lado, disfrutando junto a Freya y Danila de su inagotable repertorio de historias. Después he vuelto a montar mi asturcón, para adelantarme hacia donde veía cabalgar a don Alfonso. Junto a él estaba el conde Aimerico, en encendida conversación.
La curiosidad me ha picado de manera irresistible.
—Una esposa joven a vuestro lado sería un gran solaz para los años de descanso que han de venir, majestad —iba diciendo el viejo soldado—. ¿No lo habéis pensado? Todo guerrero necesita una mujer en la que reposar sus fatigas.
—Yo nunca tendré descanso, Aimerico. Dios me ha elegido para otro destino.
—Con mayor motivo deberíais disfrutar de una esposa fiel, entregada, discreta, dispuesta a escucharos cuando preciséis desahogaros. Sé lo raro que es encontrar una dama así, dada la tendencia natural de su sexo a la charlatanería y el comadreo, pero os aseguro que Freya ha sido educada en los más altos valores femeninos.
Mi señor debía de estar sumamente incómodo, ya que ni siquiera miraba al conde. Mantenía la vista fija en el horizonte, mientras su consejero, lanzada al galope la lengua, insistía, alzando la voz:
—Os he servido desde que llegasteis a Ovetao, donde yo me formaba como escudero del rey diácono. Junto a vos he combatido en decenas de batallas. Creo conoceros mejor que nadie y os aseguro que nadie desea vuestro bienestar más que yo.
Esas palabras me han tranquilizado, lo confieso. Estaban impregnadas de sincero afecto, por lo que han disipado casi por completo las sospechas que llegué a concebir respecto de sus intenciones.
Es seguro que pretende casar a Freya con el soberano, pero no alberga el menor deseo de perjudicarle. Podría estar fingiendo, desde luego, aunque no lo creo. Nadie pone tanto empeño en unir en matrimonio a su propia hija con un rey al que intenta destruir.
—Pensando en vuestra felicidad me he atrevido a traer conmigo a esta niña —insistía—, a quien conocéis desde que nació. Ella no solo os daría un heredero, sino que os haría dichoso, sin la menor duda. Es modesta, humilde, constante y frugal. Sería una madre perfecta y una magnífica reina, si me permitís decíroslo.
—Si es el futuro de la condesa lo que te preocupa, Aimerico —ha tratado de cortarle el Rey—, le encontraremos un buen esposo, digno de tu linaje, te lo aseguro. En cuanto regresemos a la corte me ocuparé de ello personalmente.
—No estaba pensando en el futuro de Freya, señor —ha replicado el conde, visiblemente ofendido—, sino en el vuestro y en el del Reino.
Situada a sus espaldas, yo no he perdido palabra de lo que estaban diciendo. He oído con cierta tristeza, obligándome a callar mi opinión, como es mi deber hacer, puesto que nadie la requería. ¿A quién le importan las razones de una mujer, cuando de lo que se habla es de concertar un matrimonio?
Los asuntos de familia, así como los de Estado, competen a los varones. Ellos son los que deciden hoy, a diferencia de antaño. A nosotras nos queda únicamente intentar el camino de la astucia y llevarlos a través de él hasta el territorio de los afectos, donde reinamos sin discusión.
Claro que andar esa senda resulta más difícil aún que recorrer esta por la que vamos, cuesta abajo, entre rocas resbaladizas, mientras el sol empieza a declinar y el calor nos da por fin un respiro.
Si hubiesen querido escucharme, obviando su altanería; si me hubiese sido permitido hablar, le habría afeado al conde que omitiera la virtud más importante de cuantas adornan a su hija: la ternura que emana de todo su ser de manera espontánea y se proyecta en el modo gentil en que trata a las personas, independientemente de su condición. Le habría reprochado igualmente su incapacidad para valorar el fuego que se intuye en ella tras gruesas capas de recato impuesto. Una pasión ardiente, herencia de su sangre astur, llamada a brotar con fuerza en cuanto su corazón encuentre al hombre merecedor de recibirla.
Si lo sabré yo…
En otra cosa más se equivoca Aimerico. Hay alguien que desea la felicidad del Rey más incluso que él mismo. Soy yo. Y dudo que la dulce Freya lograra cumplir nuestro propósito, aunque don Alfonso cediera a los ruegos de su fideles. Tampoco ella alcanzaría la dicha junto a semejante esposo. Sus destinos discurren por cauces distintos, muy alejados entre sí.
—Ya que no queréis pensar en vos —el conde no estaba dispuesto a rendirse—, pensad en el Reino. Puedo comprender que rechacéis a mi hija por no estar a la altura de vuestra posición…
—Eso es del todo incierto, mi buen amigo. Ni mi posición ni la tuya guardan relación alguna con mi celibato, y tú mejor que nadie deberías saberlo.
—No soy quién para poner en cuestión vuestra palabra, mi señor, pero debo insistir en que el trono demanda un heredero. Concertad un matrimonio susceptible de consolidar la unión de los distintos territorios que lo integran. Imitad a vuestro abuelo, don Alfonso, cuyo enlace con la hija de Pelayo sirvió de argamasa a la alianza indisoluble entre Asturias y Cantabria. Seguid los pasos de vuestro padre, quien selló la amistad de los vascones desposando a vuestra madre, la dama Munia.
—Ellos tuvieron sus motivos; yo los míos —ha replicado el Rey, pétreo, para desesperación del conde y de quien escribe esta crónica, ansiosa por descubrir el secreto de una castidad incomprensible.
—Nuestro motivo —ha replicado Aimerico—, el de todos nosotros, es la supervivencia y fortalecimiento del Reino. Permitidme buscar entre los caudillos de Vasconia o Gallaecia alguno dispuesto a entregaros una hija que esté a la altura de vuestra corona.
—¡Te lo prohíbo! —El Rey empezaba a manifestar a las claras un enfado contenido hasta entonces con esfuerzo—. Respetarás mi decisión y te abstendrás de inmiscuirte en este asunto, que no es de tu incumbencia. A lo que debes ayudarme es a mantener el Reino a salvo de disputas entre magnates, semejantes a las que hubieron de combatir mis antepasados o llevaron a la invasión sarracena por la división reinante entre los godos.
—No necesitáis ordenármelo, señor. En ese empeño estamos todos cuantos tenemos el honor de integrar el consejo de condes palatinos.
—Perseveremos entonces juntos en él y confiemos en la misericordia divina. ¿Por qué crees que reviste tanta importancia esta peregrinación en la que nos hemos embarcado, a pesar de los peligros que acarrea? Con el Apóstol combatiendo a nuestro lado, nada podrá derrotarnos.
—Ello no obsta para que…
—Su amparo tendrá más peso que cualquier alianza y convertirá Asturias en un bastión inexpugnable —ha continuado el soberano, sordo a los argumentos del fideles—. Si el precio a pagar por obtener ese auxilio divino es mantenerme casto, lo pago gustoso. Castos fueron igualmente los discípulos de Cristo y casto fue Nuestro Señor. Él jamás tomó esposa y ellos le siguieron sin hacer preguntas, dejando atrás a sus familias. Entregaron sus vidas a difundir la palabra del Maestro. El servicio de Dios exige sacrificios a la medida de la recompensa que nos aguarda en el cielo.
—¿Y si quien descansa bajo ese campo de estrellas no es realmente el apóstol Santiago y el hermano Sisberto acierta al advertirnos de la posibilidad de un engaño? —ha apuntado Aimerico con intención.
—En tal caso, veremos cuál es el mejor modo de proceder. Debemos esperar a estar a los pies de ese sepulcro para suplicar que la luz del Altísimo nos ilumine.
El Rey había dado una explicación plausible a su renuncia antes de dictar sentencia. Abraza la castidad como penitencia autoimpuesta por los pecados de Hispania. Como sacrificio propiciador de la misericordia divina, indispensable en la tribulación que aflige al Reino y al pueblo.
¿Será esa justificación la única razón de ser de tan inusual conducta, o existirá algún otro motivo oculto que prefiere guardar para sí?
Sea lo que sea, a su consejero no le han convencido sus palabras. Pese a la distancia que nos separaba, le he oído murmurar entre dientes:
—Ojalá hubiese llegado a buen puerto el compromiso con la princesa Berta de los francos[1]…
Y de nuevo la memoria me ha trasladado a un pasado dichoso que compartimos Índaro y yo lejos de la guerra y las penalidades que esta trae siempre consigo.
¿Cómo olvidar el inmenso lecho recubierto de colchones en el que mi esposo y yo celebramos bajo EDREDONES DE PLUMAS un deseo reencontrado tras años de frialdad?
El palacio del rey franco en Herstal, uno de los varios que albergaban su corte itinerante, resultaba impresionante incluso para mí, que había tenido ocasión de conocer el harén de Abd al-Rahmán en Corduba.
Sus vastas estancias resplandecían a la luz de las antorchas, encendidas tanto de día como de noche. Incluso disponía de una galería cubierta, tan amplia como para poder ser recorrida a caballo, que comunicaba los establos y cocinas con el salón y habitaciones privadas del soberano, a fin de resguardar a sus sirvientes de las inclemencias del tiempo.
Todo en ese lugar, desde las alfombras hasta los tapices, muebles, braseros, mesa, vino y vestimentas, subrayaba la gloria de Carlos el Magno.
Debía de correr el año 796 o 797 de Nuestro Señor[2], no recuerdo exactamente. Mi esposo y yo formábamos parte de la embajada enviada por don Alfonso al rey de los francos con un doble propósito: estrechar aún más los lazos de amistad que les unían en su lucha común contra los sarracenos y pactar una posición compartida en el concilio eclesiástico llamado a zanjar definitivamente la polémica surgida en torno a la herejía adopcionista que, como ya he dicho, entonces igual que ahora escapa a mi comprensión.
Eran tiempos difíciles en la guerra contra el invasor, aunque nuestro ejército, pese a su debilidad, cosechaba tantas victorias como derrotas.
Lo que más vivamente ha perdurado en mi memoria de esa misión es la emoción con la que presentamos al monarca franco el obsequio que nuestro señor le enviaba: una tienda magnífica capturada al general Abd al-Malik ibn Mugait, lugarteniente de Al-Hakam, en la última campaña cántabra. Una pieza única, de gran belleza y mayor capacidad, digna de un hombre de su alcurnia.
La habían montado los siervos durante la noche en la gran explanada abierta frente al portón de entrada del recinto palaciego y, al verla, el rey de los francos evidenció su satisfacción ponderando ante lo más granado de su corte la calidad del presente, así como la del príncipe de quien procedía la pieza.
Pocas veces en la vida me he sentido más henchida de orgullo.
En el contexto de esa visita fue cuando se trató el posible matrimonio de nuestro rey con la princesa Berta, hermana del Magno. Si la memoria no me engaña, incluso se llegó a redactar un documento con el fin de celebrar el enlace por poderes, aunque finalmente aquello quedó en nada, ignoro el porqué.
Hasta donde yo sé, es lo más cerca que ha estado nunca don Alfonso de tomar esposa, sin verle siquiera la cara. Tampoco nosotros lo hicimos. La dama en cuestión no se encontraba a la sazón en Herstal, por lo que nos fue imposible juzgar si su belleza respondía realmente a lo que se decía de ella.
El que resultaba sumamente apuesto, pese a su edad avanzada, era nuestro anfitrión, quien destacaba por su corpulencia, elegancia y estatura.
Había sido dotado por la naturaleza de un cuerpo atlético, esculpido en el combate, la caza, la equitación y los ejercicios de natación que practicaba a menudo tanto en las aguas heladas de los ríos como en las termas romanas que conservaban varias de sus residencias. Sus ojos, de un azul intenso, recordaban mucho a los de mi señor, tanto por el color como por la mirada desafiante, propia de un triunfador. Uno y otro habían realizado ya proezas legendarias y aún proyectaban llevar a cabo planes más ambiciosos.
Don Alfonso había salvado Asturias de la aniquilación y constituía un dolor de muelas permanente para los sarracenos, imposibilitados de continuar su avance conquistador hacia el norte mientras ese pequeño reino insurrecto amenazara su tranquilidad, no solo con su resistencia obstinada, sino con incursiones de saqueo como la que se proponía llevar a cabo nada menos que hasta Olissipo, en la desembocadura del río Tagus, para sorpresa del enemigo.
Comunicado el audaz proyecto al gran monarca vecino, este lo secundó con entusiasmo e incluso nos ofreció ayuda militar. Todo lo que fuera debilitar a los ejércitos de la media luna favorecía sus intereses tanto como los de su aliado astur.
El soberano de los francos había sufrido tiempo atrás una derrota severa en el flanco occidental de la cordillera pirenaica, en un paso llamado Roncesvalles, a manos de los vascones orientales aliados ocasionales de los mahometanos. Mantenía sin embargo su marca en territorio hispano, justo en el extremo opuesto de las montañas, donde sus tropas luchaban por contener a la hueste sarracena.
Nadie en el mundo cristiano cuestionaba el poder inigualado de ese gran señor. Desde su ascenso al trono no había dejado de ampliar los confines de su imperio, sometiendo a longobardos y sajones convertidos desde entonces a la verdadera fe. Sus dominios se extendían de oeste a este entre los montes Pirineos y los Cárpatos y de sur a norte entre el mar Mediterráneo y el del Norte.
Los pueblos que gobernaba hablaban incontables lenguas. Amante de la cultura y las artes, había mandado fundar escuelas en todas las parroquias de su reino, a fin de que los niños aprendieran a leer. Al mismo tiempo, en los monasterios sujetos a su tutela, se creaban centros de estudio y enseñanza de todas las ciencias: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, música, astronomía…
El rey Carlos no era de los que se conforman con poco. El poder que atesoraba no le parecía suficiente, por lo que planeaba hacerse coronar emperador, con el anhelo de resucitar el antiguo esplendor de Roma. Lo consiguió poco tiempo después, en el arranque del nuevo siglo, para bien de la Cristiandad.
De vivir hoy el emperador, a buen seguro peregrinaría junto a mi señor a Iria Flavia para postrarse a los pies del Apóstol y suplicar su auxilio en la lucha que compartimos. Es más, en cuanto se corra la voz de que el Hijo del Trueno descansa en un campo del finis terrae señalado por las estrellas, muchos de sus súbditos francos acudirán a rezar ante su sepulcro. No me cabe duda[3].
Lástima que sus herederos, incapaces de entenderse entre sí, hayan dilapidado en muy poco tiempo la obra levantada por su padre. Hace poco más de una década que falleció el emperador, en Aquisgrán, y apenas quedan sombras del que fue su vasto imperio. Él jamás habría consentido ese declive.
Carlos el Magno, rey de los francos, nunca se daba por satisfecho; en ninguna faceta de la vida. No había banquete capaz de saciarlo, ni extensión susceptible de colmar sus ansias territoriales, ni mujer cuya compañía le bastara para desfogar tanto brío.
Ese gigante de ojos claros y barba espesa, con aspecto de Goliat, no se arredraba ante nada, aunque le gustaba el lujo. También la ciencia, he de admitir. Y por encima de todo, le enloquecían las hembras.
Dudo que alcanzara a comprender la castidad de mi señor, pues no parecía experimentar vergüenza alguna dando rienda suelta a los placeres de la carne. Vivió abrazado a su lascivia, sin culpa ni remordimiento.
¡Cuánto hubiese querido yo que don Alfonso hiciera lo mismo!
De acuerdo con los rumores que circulaban por la corte de Herstal, la afición del monarca al sexo gentil era similar al éxito que cosechaba entre las damas. En los días que pasé allí me empapé de todo el comadreo referido a su vida galante.
Tuvo seis esposas, si la memoria no me engaña. La primera, con la que concibió una hija y un hijo, fue repudiada y enviada a un convento en cuanto se cansó de ella. También ese primer sucesor acabó sus días en un cenobio, en castigo por ambicionar el trono demasiado pronto. La siguiente, una princesa lombarda, duró un año a su lado antes de ser devuelta a su familia por el tedio que causaba al monarca.
Vino a continuación una noble alemana, que contaba trece o catorce años de edad cuando la condujo al altar. Su gran amor. En diez años de matrimonio vieron nacer nueve vástagos, cuatro varones y cinco hembras, la última de las cuales se llevó la vida de su madre en el parto.
A pesar del dolor por esa pérdida, el rey Carlos volvió a casarse transcurridos apenas dos meses de su fallecimiento. Su nueva esposa era hija de un conde, al igual que Freya, aunque de ella se decía que era desagradable a la vista y más odiosa aún al trato. Lo contrario que nuestra preciosa condesa. Al morir esa dama, contrajo nupcias con otra, creo que llamada Liutgarda, mucho más joven que él, de la que también enviudó. Luego se volvió a casar por sexta y última vez, aunque esto último lo supe más tarde, ya que sucedió después de nuestro regreso a Asturias.
Entre esposas y concubinas, por el lecho del magno rey pasaron incontables mujeres de distinta condición, con las que tuvo cerca de veinte hijos. Todos ellos recibieron educación, fuesen varones o hembras. No hizo distingos. Esa descendencia era motivo de gran alegría para el monarca, que tenía en sus vástagos el más preciado de sus tesoros. Yo lo vi en su salón del trono juguetear con alguno de los pequeños y pocas veces he visto a un hombre mostrarse así de feliz.
Si mi señor hallara solaz de igual modo, si no fuese tan severo en el cumplimiento a rajatabla de su voto de castidad, cuánta pena se ahorraría. Cuánta soledad. Cuánto duelo.
Pienso en mi soberano, abrumado por el peso de la corona, y siento una profunda lástima. Me duele en lo más hondo su dolor. Me aflige el tormento secreto que sin duda padece su espíritu condenado a penar de este modo. Me pregunto cuál será la causa de tan brutal penitencia. Qué clase de pecado impone tamaño castigo al pecador.
¡Cómo debe de extrañar don Alfonso el calor de una mujer! Cuánto frío han de sentir su corazón y su piel, privados de caricias. De esa sensación sublime inherente al hecho de amar y ser amado. Esa emoción que te mantiene alerta ante cualquier señal de la persona presente en todos tus pensamientos. Esa excitación capaz de llenar tus días y tus noches de vida, incluso sin esperanza de llegar a ser correspondido.
Recuerdo bien esa emoción, porque deja una cicatriz tan profunda que quien la lleva grabada en el alma nunca la olvida.
¿Echará de menos el hombre lo que el monarca ha apartado voluntariamente de sí, en aras de cumplir un destino cuyo significado se me escapa? ¿Soñará con unos labios que besar? ¿Volverá la vista atrás y se dirá que en su vida ha habido demasiada sangre para tan escaso goce? ¿Sentirá nostalgia de un amor completo, pleno e incondicional, como el que yo conocí fugazmente y hoy me araña en la memoria?
Si así fuese, si esa añoranza aflorara y él ansiara recuperar el tiempo perdido, acaso, quién sabe…
¡Desatinos!
Recordando a la princesa Berta y su frustrado matrimonio con don Alfonso, tanto el conde Aimerico como yo hemos debido de alcanzar la misma conclusión sobre los desastres que ocasiona una sucesión fallida, porque, venciendo el temor de provocar la ira del Rey, él ha reiterado una vez más:
—Despachadme de vuestro lado si creéis que lo merezco, señor, pero antes habréis de oírme. El Reino necesita un príncipe.
—El Reino ya tiene un rey, Aimerico. Y basta de charla. Estás logrando amargar una jornada que se anunciaba dichosa.
—El Reino no podría aspirar a un soberano mejor, majestad. Pero vos pasaréis, como pasamos todos, y dejaréis un vacío enormemente peligroso. No necesito deciros lo que sucedió a la muerte de Witiza por las disputas entabladas entre sus hijos y Rodrigo, que llevaron a la pérdida de Hispania a manos de los musulmanes. Por no mencionar las ocasiones en las que vos mismo habéis sido objeto de golpes destinados a destronaros.
—Soy muy consciente de ellas, Aimerico. Ahórrame el trago de recordarlas.
El conde ha hecho oídos sordos, empeñado en conseguir su objetivo.
—El último, no ha mucho tiempo, nos forzó a rescataros del monasterio de Ablaña, donde vuestros enemigos os habían recluido. ¿Qué habría sucedido con Asturias si por desdicha hubiésemos llegado tarde para salvaros la vida? ¿Os dais cuenta de que, a falta de un príncipe de legitimidad indiscutible, un enfrentamiento entre facciones rivales podría resultar letal para la supervivencia del Reino? Vuestro propio padre y su hermano…
En ese preciso instante, don Alfonso le ha parado en seco, dejando aflorar una cólera tan infrecuente como terrible.
Tal como le sucedió hace unos días, al pronunciar yo el nombre de Mauregato, la mera mención de su padre le ha puesto fuera de sí. Cualquiera habría pensado que, en lugar de limitarse a recordar un incidente de todos conocido, el conde había insultado gravemente al rey Fruela.
—¡Te prohíbo que vuelvas a referirte a mi padre o a mi sucesión! ¿Me has comprendido bien? ¡Te lo prohíbo! Sabes que te tengo en muy alta estima y aprecio la lealtad que me profesas. Por eso voy a olvidar este incidente y a seguir con nuestra peregrinación en paz y armonía. Pero te lo advierto, Aimerico, no tientes a la suerte. Deja que los muertos descansen.
Me he quedado de piedra. Casi tanto como el pobre fideles, quien, no me cabe la menor duda, se limitaba a cumplir con su deber de velar por la estabilidad de la corona, sin esperar ni por asomo causar semejante disgusto a su señor.
Yo pensaba que únicamente la mención del traidor que le arrebató el trono por la fuerza era susceptible de provocar ese efecto en el monarca, aunque es evidente que me equivocaba.
Pese a su avanzada edad, el Rey sigue sin aceptar con naturalidad los hechos que marcaron su niñez, al morir su padre asesinado y verse él obligado a sobrevivir a costa de alejarse de su madre. Solo así se explica la reacción extemporánea que acaban de provocar las palabras de su amigo. ¿O acaso hay algo más que yo desconozco?
Si es así, lo descubriré.
Gracias a Dios y al salterio, quién sabe si también a mi voz, las aguas se han remansado después de la cena compartida al raso, bajo este cielo cuajado de estrellas cuya belleza sobrecoge.
El canto ha devuelto el sosiego al espíritu de don Alfonso, quien se ha retirado a descansar a su tienda, tras darnos las buenas noches sin rencor. Los demás han ido haciendo lo propio, uno a uno, hasta dejarme sola con mi recado de escribir y esta necesidad perentoria de compartir lo vivido.
Ahora es muy tarde. La luna nos alumbra desde lo más alto del firmamento. De la hoguera solo quedan brasas, aunque mi corazón sigue ardiendo, rebosante de gratitud por el regalo inesperado con el que me ha obsequiado este día.
Los presagios sombríos que me han estado rondando y aún asoman, obstinados, a la vuelta de un pensamiento cualquiera, se disipan ante la fuerza nacida de esta alegría. Apenas queda de ellos un rescoldo, que lucho por ignorar.
Hoy me aferro a esta felicidad, sabiendo bien que es efímera. Efímera, sí, pero real. ¡Bendita sea!