20

Aún está medio oscuro cuando encuentran el cadáver del primer oficial despatarrado sobre la nieve y totalmente congelado, con la garganta seccionada y embadurnada de sangre y la piel colgando como un babero. Dan por supuesto que lo han asesinado los yaks hasta que descubren que los dos yaks están muertos, y solo entonces advierten que Drax ha desaparecido. Cuando deducen lo que ha ocurrido, se quedan atónitos y paralizados, como incapaces de procesar el mundo que dejan entrever unos hechos semejantes. Miran el cuerpo de Cavendish cubierto de escarcha como esperando que vuelva a hablarles, que les proporcione una última opinión sobre su propia muerte.

Al cabo de una hora, bajo la dirección de Otto, entierran a Cavendish en una zanja superficial cavada en lo alto del promontorio y cubren el cuerpo con rocas y piedras arrancadas de la propia cara del acantilado. Como los yaks son paganos y sus ritos funerarios les resultan desconocidos, dejan sus cuerpos tal como los han encontrado, bloqueando simplemente la entrada del iglú y derrumbando encima el techo y las paredes para formar un tosco mausoleo temporal. Cuando han terminado, Otto reúne a los hombres en la tienda y les propone que recen para rogar por las almas de los que acaban de morir y para pedirle a Dios que se apiade de todos ellos. Unos pocos se arrodillan y bajan la cabeza; otros se tumban en el suelo o se acuclillan, y se ponen a bostezar y a rascarse como monos. Otto cierra los ojos y levanta ligeramente la barbilla.

—Oh, Señor —empieza—, ayúdanos a comprender tus propósitos y tu misericordia. Presérvanos del pecado mortal de la desesperanza.

En el centro de la tienda arde un farol de grasa de ballena, del que sale un sinuoso hilo negro de humo. Y de la parte de la lona hacia donde se eleva el calor, fundiendo la fina capa de hielo que la cubre, van cayendo gotas de agua.

—No nos dejes caer en el mal —continúa Otto—, y concédenos la fe en tu providencia incluso en esta hora de confusión y sufrimiento. Haz que recordemos que tu amor creó este mundo y que tu amor lo sostiene todavía a cada momento.

Webster, el herrero, tose con estrépito, asoma la cabeza fuera de la tienda y escupe en la nieve. McKendrick, que está de rodillas, temblando, empieza a sollozar en silencio; y lo mismo hacen el cocinero y uno de los setelandeses. Sumner, mareado y aquejado de náuseas por la acción combinada del miedo y el hambre, intenta concentrarse en el detalle de los grilletes. Puesto que Drax no podría haber cometido tres asesinatos con las muñecas y los tobillos encadenados, debe haberse zafado antes de sus grilletes, piensa; pero ¿cómo ha podido hacerlo? ¿Le han ayudado los yaks? ¿Ha sido Cavendish? ¿Por qué iba alguien a ayudar a huir a un hombre como Drax? Y si le han ayudado, ¿por qué han acabado los tres muertos?

—Protege y orienta a los espíritus de los que acaban de morir —dice Otto—. Ampáralos mientras viajan por los dominios del tiempo y el espacio. Ayúdanos a recordar que formamos parte de tu vasto misterio, que nunca estás ausente, que aunque no podamos verte o confundamos tu presencia con cosas insignificantes, tú estás allí con nosotros. Gracias, Señor. Amén.

Los «amén» de respuesta de los hombres le llegan en un coro ronco y deshilachado. Otto abre los ojos y mira en derredor como si le sorprendiera encontrarse en ese lugar. Propone que canten todos juntos un himno, pero antes de que pueda empezar, Webster lo interrumpe. El herrero parece furioso. Sus ojos oscuros están llenos de una cólera amarga.

—Hemos tenido al mismísimo diablo viviendo aquí entre nosotros —grita—. Al mismísimo diablo. Acabo de ver ahora sus huellas en la nieve. La pezuña hendida: la marca de Satán. La he visto tan claramente como la luz del día.

—Yo también la he visto —dice McKendrick—. Como el rastro de un cerdo o una cabra. Solo que aquí, en este agujero dejado de la mano de Dios, no hay cerdos ni cabras.

—No había marcas de esa clase —señala Otto— ni ningunas huellas, salvo las que han dejado los perros. El único diablo es el que tenemos dentro. El mal es darle la espalda al bien.

Webster sacude la cabeza.

—Ese Drax es Satán en carne y hueso —dice—. No es humano como usted y como yo; solo tiene ese aspecto cuando él quiere.

—Henry Drax no es el demonio —le dice Otto con paciencia, como quien corrige una confusión elemental—. Es un espíritu atormentado. Yo lo he visto en mis sueños. He hablado con él muchas veces mientras soñaba.

—Yo puedo alegar los tres hombres muertos que hay ahí fuera frente a esos sueños de mierda —dice Webster.

—Sea lo que sea, Drax se ha ido —replica Otto.

—Sí, pero ¿adónde? ¿Y quién dice que no volverá pronto?

Otto menea la cabeza.

—Aquí no volverá. ¿Para qué iba a volver?

—El diablo hace lo que se le antoja —dice Webster—. Lo que le viene en gana, eso hace.

La posibilidad de que Drax regrese desata un barullo de voces. Otto intenta calmar a los hombres, pero ellos lo ignoran.

—Hemos de salir de aquí —les dice Webster—. Podemos encontrar el campamento yak. Ellos nos guiarán a la estación ballenera yanqui de Blacklead Island. Allí estaremos a salvo.

—Usted no sabe dónde está el campamento yak; ni tampoco a qué distancia —dice Otto.

—Está hacia allá, hacia el oeste. Si vamos siguiendo la línea de la costa, lo encontraremos enseguida.

—Morirá antes de llegar. Morirá congelado, seguro.

—Ya estoy harto de seguir las opiniones de otros —dice Webster—. Hemos obedecido órdenes desde que zarpamos de Hull, y es eso lo que nos ha metido en este jodido atolladero.

Otto mira a Sumner. Este reflexiona un momento.

—No tendrá ninguna tienda para guarecerse —le dice a Webster— ni pieles para abrigarse. Aquí no hay caminos ni senderos de ninguna clase, ni puntos de referencia que conozcamos. De modo que incluso si el campamento está cerca, quizá no llegue a encontrarlo. Tal vez pueda sobrevivir una noche a la intemperie, pero seguro que no sobrevivirá dos.

—Los que quieran quedarse en este agujero maldito que se queden —dice Webster—. Yo no me quedo ni una hora más.

Dicho esto, se pone de pie y empieza a reunir sus pertenencias. Tiene la cara pálida y rígida, y se va moviendo con gestos bruscos y rabiosos. Los demás permanecen sentados, mirándolo. Al rato, McKendrick, el cocinero y el setelandés se ponen también de pie. Las mejillas hundidas de McKendrick todavía están húmedas de lágrimas. Tiene llagas en la cara y en el cuello a causa del tiempo que pasó encadenado en la bodega. El cocinero tiembla de pies a cabeza como un animal enfermo. Otto les dice que posterguen la partida, que cenen esta noche en la tienda y salgan con las primeras luces si tanto se empeñan, pero ellos no le hacen caso. Cuando los presiona, alzan los puños hacia él. Webster asegura que tumbará de un puñetazo a cualquiera que pretenda interponerse en su camino.

Los cuatro hombres parten poco después, sin formalidades ni largas despedidas. Sumner entrega a cada uno su parte de carne de foca congelada. Otto le da a Webster un rifle y un puñado de cartuchos. Se estrechan las manos deprisa, pero ni unos ni otros intentan decir algo para suavizar las temibles consecuencias de su separación. Mientras miran cómo se alejan, cómo van encogiéndose sus oscuras siluetas en la extensión vacía, Sumner se vuelve hacia Otto.

—Si Henry Drax no es el diablo, no sé qué es. Y suponiendo que se haya acuñado una palabra para describir a un hombre como él, no creo que yo la haya aprendido.

—Ni la aprenderá nunca —dice Otto—; al menos en ningún libro humano. La naturaleza de un tipo como él no puede encerrarse ni fijarse mediante simples palabras.

—¿Con qué, entonces?

—Solo con la fe.

Sumner menea la cabeza y se ríe sin alegría.

—Usted soñó que todos moriríamos y ahora su sueño se está haciendo realidad —dice—. El frío aumenta cada día; tenemos comida para tres semanas como máximo y ninguna esperanza de recibir ayuda o de ser rescatados. Esos cuatro bastardos que acaban de marcharse son hombres muertos.

—Los milagros se producen. Si existe el mal absoluto, ¿por qué no va a existir el bien absoluto?

—Signos y jodidos milagros —dice Sumner—. ¿Eso es lo único que puede ofrecerme?

—Yo no le ofrezco nada —responde Otto con calma—. No está en mis manos hacerlo.

Sumner vuelve a menear la cabeza. Los tres hombres restantes se han retirado a la tienda para calentarse. Hace demasiado frío para estar mucho tiempo fuera, pero él no soporta la idea de permanecer en su sombría e impotente compañía. En lugar de volver adentro, pues, echa a andar hacia el este, dejando atrás la tumba recién excavada de Cavendish y saliendo a la bahía congelada. El hielo marino se ha resquebrajado y se ha combado por la acción de los vientos y ha vuelto a congelarse después, y el resultado es un abrupto paisaje de bloques ladeados y cuarteados, un panorama inmóvil plagado de fisuras. A lo lejos se alzan grandes montañas negras de aspecto suntuoso y gargantuesco. El cielo suspendido a baja altura es de un color de cuarzo lechoso. Sumner camina hasta que se queda sin aliento y se le entumecen la cara y los pies; entonces da media vuelta. El viento sopla contra él cuando inicia el trayecto de vuelta. Nota que se le filtra por las capas de ropa, helándole el pecho, la ingle y los muslos. Piensa en Webster y en los otros tres hombres que caminan hacia el oeste, y nota que le asalta un repentino acceso de náuseas y de profundo desaliento. Se detiene, suelta un gemido e, inclinándose hacia delante, vomita trocitos de carne de foca a medio digerir sobre la nieve congelada. Siente un agudo dolor, como si le pinchasen con una lanza en el estómago, y suelta un chorro involuntario de mierda en los pantalones. Por un momento, ni siquiera puede respirar. Cierra los ojos y espera, y el dolor pasa de largo. Se le ha congelado el sudor en la frente, y tiene la barba rígida de la saliva, la bilis y los trozos de carne masticada que ha vomitado. Levanta la vista hacia el cielo cargado de nieve y abre del todo la boca, pero no salen de ella sonidos ni palabra alguna; al cabo de un rato, la vuelve a cerrar y sigue andando en silencio.

Dividen equitativamente las escasas raciones que quedan y dejan que cada uno las cocine y consuma cuando prefiera. Se turnan para alimentar y cuidar el fluctuante farol de grasa. El único rifle restante está apoyado junto a la entrada de la tienda por si alguien quiere ir a cazar, pero, aunque pasan junto a él una y otra vez para cagar y mear y para traer la nieve que funden y convierten en agua, nadie lo toca. Ahora ya no hay nadie al mando. La autoridad de Otto se ha desvanecido y el papel de Sumner como médico, sin su botiquín de medicinas, no significa nada. Se sientan y esperan. Duermen y juegan a las cartas. Se dicen a sí mismos que Webster y los demás enviarán ayuda, que los yaks acudirán en busca de los dos hombres muertos. Pero no aparece nadie y todo continúa igual. El único libro que tienen es la Biblia de Otto. Sumner se niega a leerla. No soporta sus certezas, su retórica, su esperanza facilona. En lugar de leer la Biblia, se recita en silencio trozos de la Ilíada. De noche, le vienen a la memoria espontáneamente pasajes enteros, y por la mañana, vuelve a recitárselos a sí mismo línea por línea. Cuando los demás lo ven musitar, suponen que está rezando, y él no quiere desengañarlos, porque eso es lo más cercano a una oración sincera de lo que será capaz jamás.

Una semana después de la partida del grupo de Webster, se desata una violenta tormenta en la bahía y el viento arranca la tienda de sus amarras y rasga la lona por una costura. Pasan una noche espantosa, apiñados juntos y helados hasta los huesos, sujetando los restos hundidos y flameantes de la lona, y por la mañana, cuando el tiempo se despeja, empiezan con ánimo sombrío a hacer las reparaciones que buenamente pueden. Con su navaja, Otto talla y perfora unas toscas agujas a partir de un hueso de foca, las reparte entre los hombres y luego empieza a sacar tramos de hilo del gastado dobladillo de una manta. Sumner, aturdido y entumecido por la falta de sueño, se aleja para buscar rocas que puedan servir para volver a fijar los faldones de la tienda. El viento es gélido y violento, y en algunos trechos tiene que avanzar a través de montones de nieve que le llegan a los muslos. Al pasar por la punta del promontorio —con todo el panorama de bloques de hielo extendiéndose frente a él y el viento arrancando un rocío cristalino de sus ángulos aguzados—, descubre que la tumba de Cavendish está espantosamente removida. Las piedras que la cubrían se hallan esparcidas y el cadáver mismo ha sido devorado a medias por los animales. Lo único que queda es un grotesco y ensangrentado revoltijo de huesos, tendones y tripas. Hay jirones de ropa interior desparramados aquí y allá. El pie derecho, roído por encima del tobillo pero con los dedos intactos, yace tirado en un lado. La cabeza no se ve por ninguna parte. Sumner se acerca y se acuclilla lentamente. Saca el cuchillo y, haciendo palanca, alza una costilla de la masa congelada. La examina unos momentos, toca el extremo partido con la yema del dedo; luego aparta la mirada hacia el blanco horizonte.

Al regresar a la tienda, se lleva a Otto aparte y le explica lo que acaba de ver. Hablan un rato, Sumner señala el promontorio, Otto se persigna; luego ambos caminan hasta donde se encontraba el iglú y empiezan a cavar entre las ruinas heladas con las manos desnudas. Cuando llegan a los cadáveres rígidos de los dos nativos, los liberan del hielo y les arrancan los restos de su ropa interior de piel de foca. Sujetando y alzando los cuerpos por los talones como carretillas, los arrastran lejos de la tienda. Cuando consideran adecuada la distancia y la posición, los dejan otra vez en el suelo. Ambos jadean por el esfuerzo, arrojando una nube de vapor que se eleva sobre sus cabezas. Permanecen charlando un rato más y luego vuelven a la tienda desvencijada. Sumner carga el rifle y explica a los demás que un oso hambriento anda cerca y que los cuerpos de los yaks servirán de cebo para atraerlo.

—En un animal como ese hay carne suficiente para que resistamos los cinco durante un mes o más —dice—. Y la piel podemos utilizarla como abrigo adicional.

Los hombres, exprimidos más allá de sus límites, lo miran con aire vacío e indiferente. Cuando propone que se repartan el esfuerzo, es decir, que cada uno salga afuera con el rifle durante dos horas y vigile por si aparece el oso mientras los demás descansan o reparan la tienda, los tres menean la cabeza.

—Los yaks muertos no son buen cebo para un oso —le dicen con toda convicción, como si ya hubieran ensayado ese recurso y lo hubiesen encontrado decepcionante—. No funcionará.

—Echen una mano de todos modos —les dice Sumner—. ¿Qué mal hay en intentarlo?

Ellos se giran sin más y empiezan a repartir cartas: una, una, una; dos, dos, dos; tres, tres, tres.

—Un plan tan disparatado como ese no funcionará —repiten, como si su lúgubre convicción les proporcionara consuelo—. Ni ahora ni nunca.

Sumner se sienta en un lado de la tienda con el rifle cargado a sus pies y atisba por una mirilla recortada en la lona gris. Mientras vigila, un grajo desciende del cielo, se posa en la cabeza del yak viejo y picotea un poco en el amasijo apelmazado de su pelo congelado; luego extiende las alas, se eleva de un salto y se aleja volando. Sumner sopesa la idea de dispararle, pero prefiere no malgastar la pólvora. Es paciente, tiene esperanzas. Está seguro de que el oso anda cerca. Tal vez se ha dormido después de su reciente festín, pero cuando despierte volverá a tener hambre; husmeará el aire y recordará los bocados suculentos de las inmediaciones. Al oscurecer, Sumner le pasa a Otto el rifle. Va a su alijo de provisiones, recorta un cubo de dos centímetros de carne de foca, lo clava en la punta de su cuchillo y lo sujeta sobre la lámpara de grasa para cocerlo. Los otros tres hombres, sin interrumpir su interminable partida de cartas, no le quitan los ojos de encima. Cuando termina de comer, se tumba y se tapa.

Tras lo que parece apenas un momento, Otto lo despierta de nuevo. Hay hielo en la parte exterior de la manta, allí donde la humedad de su aliento se ha filtrado a través de la trama. Otto le dice que todavía no hay ni rastro de ningún oso. Sumner se acerca a la mirilla arrastrando los pies y vuelve a atisbar hacia el exterior. La luna está en cuarto creciente, el arco del cielo rebosa de estrellas. Los dos cuerpos congelados siguen donde estaban, expuestos a la intemperie como misteriosas esculturas yacentes de una dinastía olvidada. Sumner se apoya en el rifle e invoca mentalmente al oso para que acuda. Intenta imaginar su llegada, su lenta aparición entre las sombras. Imagina su curiosidad, su recelo. El olor de la carne muerta lo incita a avanzar; una sensación de extrañeza y anomalía lo refrena.

Sumner acaba durmiéndose sentado. Sueña con la pesca de la trucha en Bilberry Lough: es verano, lleva camisa de manga corta y un canotié; tiene por encima y por debajo una enorme extensión azul de cielo y agua, y alrededor, las orillas del lago bordeadas de olmos y robles. Se siente ligero, feliz. Al despertar, vislumbra un movimiento a lo lejos. Se pregunta si es el viento que agita la nieve, o si el hielo de la bahía se está desplazando. Pero entonces vislumbra al oso: una forma blanca sobre la penumbra cenicienta. Observa cómo se acerca a los cuerpos, cómo avanza rítmicamente con la cabeza gacha, sin ansiedad ni urgencia. Sumner aparta con una mano el faldón de la entrada, revisa el cartucho, retira el percutor y alza el rifle a media altura. El oso es alto y corpulento, pero sus patas son huesudas y en los flancos se le marcan las costillas. Sumner mira cómo husmea los dos cuerpos, cómo alza la garra y la deposita sobre el pecho del yak viejo. No hay nadie más despierto. Otto ronca suavemente. Sumner se arrodilla. Apoya el codo izquierdo en la rodilla y aprieta la culata del rifle contra la parte blanda de su hombro derecho. Alza la mirilla, atisba a lo largo del cañón. El oso es un trazo blanco en la oscuridad. Inspira una vez, espira y dispara. La bala no le da en la cabeza, pero impacta en lo alto del hombro. Sumner coge la bolsa de cartuchos y sale corriendo de la tienda. La capa de nieve es profunda e irregular, y tropieza dos veces, pero enseguida se incorpora. Cuando llega a los cuerpos, ve una gran mancha de sangre y luego un rastro de salpicaduras que señala hacia delante. El oso está casi a cuatrocientos metros, corriendo medio torcido, apoyándose en la pata delantera derecha, pues es la izquierda la que tiene mutilada o inerte. Sumner corre tras él. Está seguro de que no puede escapar, de que tarde o temprano se desplomará muerto o dará media vuelta para luchar.

Hacia el este, el cielo empieza a adquirir una tonalidad blanquecina. Entre las oscuras y prietas hileras de nubes se abren grietas perladas; la monótona línea del horizonte se torna gris, luego marrón, luego azul. Al llegar a la punta del promontorio, Sumner tiene la garganta y los pulmones doloridos del frío; jadea entrecortadamente, la sangre le retumba en los oídos. El oso deja atrás la tumba profanada sin detenerse y entonces vira al norte, hacia el campo de hielo. Sumner lo pierde de vista unos momentos; vuelve a verlo emergiendo por detrás de la pila de escombros de una cresta de presión. Se apresura a trepar por la pendiente, resbala y tropieza, se le cae el rifle, vuelve a cogerlo. Sigue las huellas profundamente marcadas, las manchas de sangre. Le duelen las piernas, el corazón le martillea en el pecho, pero él se dice que ya es solo cuestión de tiempo, que a cada minuto que pasa el oso se debilita un poco más. Avanza a través de la nieve. A uno y otro lado, se alzan grandes bloques que parecen los tejados inclinados de una aldea medio sumergida y que por la parte de sotavento derraman sombras granuladas sobre la superficie del hielo.

El oso, a pesar de la herida, se mueve con regularidad y confianza, como si siguiera un rumbo planeado de antemano. El cielo está lleno de cúmulos nubosos, grises y pardos en la mitad superior, y dorados en su mitad inferior por el sol naciente. Siguen adelante, el hombre y el animal, en primitiva procesión, a través de un paisaje tan escabroso y desigual que parece pergeñado por un tonto con las piezas destrozadas de una construcción anterior. Al cabo de una hora, el hielo se alisa y se abre a una llanura de más de un kilómetro de ancho, con la superficie estriada levemente como el paladar de un perro de caza. A media llanura, como si advirtiera de repente el cambio del entorno, el oso reduce la marcha y, al final, se detiene y gira en redondo. Sumner ve la mancha roja que tiene estampada en el flanco y los chorros de vapor que se elevan de su hocico. Tras una breve pausa, se saca del bolsillo un cartucho de papel encerado, muerde la punta y vierte el polvo negro por el cañón del rifle; introduce el extremo del cartucho donde va alojada la bala, arrancando el exceso de papel y empujando con la baqueta hasta colocarlo en su sitio. Las manos le tiemblan mientras ejecuta la operación. Chorrea de sudor; nota cómo le rugen y resuellan los pulmones dentro del pecho, como fuelles en una forja. Busca a tientas en el bolsillo una cápsula de fulminante, encuentra una y la encaja sobre la boquilla de acero. Avanza muy despacio hasta que la distancia que los separa no rebasa los noventa metros; entonces se agacha y se tumba sobre el hielo irregular. Siente su frío en el estómago y los muslos. Tiene la cabeza envuelta en una nube de vapor. El oso lo observa con atención, pero no hace nada. Sus flancos suben y bajan rítmicamente. De sus fauces gotean largos hilos de babas. Sumner alza y ajusta las mirillas, amartilla el percutor y, acordándose del disparo anterior, apunta un palmo a la izquierda. Pestañea para quitarse el sudor de los párpados, guiña el ojo y aprieta el gatillo. Suena el fuerte chasquido de la cápsula fulminante al explotar, pero no hay culatazo de retroceso. El oso suelta un bufido ante ese estrépito repentino, gira en redondo y empieza a correr otra vez, levantando nubes de espuma de nieve. Sumner, maldiciendo por el disparo fallido, se levanta, tira la cápsula gastada y coloca otra. Afirma los pies en el suelo, apunta de nuevo y dispara, pero el oso se ha alejado demasiado y el disparo se queda corto. Lo mira unos instantes, vuelve a echarse el rifle al hombro y empieza otra vez a seguirlo.