15
Durante cuatro días y cuatro noches, Brownlee yace inconsciente en su camastro, con un párpado entreabierto, pero respirando apenas. El lado izquierdo de la cara lo tiene deformado y ennegrecido, y el ojo, cerrado por la inflamación. Le sale un líquido extraño del oído. En lo alto de la frente, donde la piel ha sido desgarrada, resulta visible el hueso blanquecino. A Sumner le parece improbable que sobreviva, y completamente imposible, si llega a sobrevivir, que su mente vuelva a recuperarse del todo. Sabe por experiencia que el cerebro humano no soporta tales contusiones. Una vez abierta una brecha en el cráneo, la situación es casi desesperada; la vulnerabilidad, demasiado grande. Ya ha visto este tipo de heridas en el campo de batalla, unas veces causadas por un sable o un pedazo de metralla, otras por un culatazo o la coz de un caballo, y siempre ocurre lo mismo: tras la inconsciencia sobreviene un estado catatónico, aunque en ocasiones los pacientes gritan como lunáticos o sollozan como niños. En todo caso, algo en su interior (¿su alma?, ¿su carácter?) ha sido removido y trastocado, y ellos han perdido la orientación. Es mejor que mueran, piensa Sumner, en vez de continuar vivos en el mundo crepuscular de los locos.
Cavendish tiene la nariz rota y ha perdido varios dientes, pero, por lo demás, está como siempre. Tras un breve periodo en cama, sorbiendo caldo de una cuchara grande y tomando opio para combatir el dolor, se levanta y asume otra vez sus deberes. Una sombría mañana, con las nubes taponando el horizonte y un aroma a lluvia en el aire, reúne a los hombres en la cubierta de proa y les anuncia que toma el mando del Volunteer hasta que Brownlee se recupere. Henry Drax, les asegura, será ahorcado en Inglaterra por sus actos sediciosos y asesinos, pero por ahora permanece firmemente encadenado en la bodega, incapaz de cometer más desmanes, y ya no volverá a tomar parte en las faenas de la travesía.
—Os preguntaréis cómo ha podido un desalmado semejante moverse entre nosotros, pero no tengo una buena respuesta para eso —dice—. La verdad es que logró engatusarme tanto como a cualquier otro. He conocido a unos cuantos hijos de puta malignos y perversos en mi vida, pero a ninguno, lo confieso, que pueda compararse con Henry Drax. Si el bueno del señor Black, aquí presente, hubiera preferido vaciar ese otro cañón del rifle en su pecho cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, yo al menos no lo habría lamentado mucho, pero lo cierto es que está enjaulado abajo, como la bestia que es, y que no verá la luz del sol hasta que echemos amarras otra vez en Hull.
Entre la tripulación, el asombro por lo ocurrido en el camarote de Brownlee da paso enseguida a la convicción generalizada de que el viaje en sí mismo está maldito. Todos recuerdan las espantosas historias que cuentan del Percival —los hombres pereciendo, volviéndose locos, bebiendo su propia sangre para subsistir— y se preguntan por qué han sido tan necios o tan imprudentes como para enrolarse en un barco comandado por un hombre marcado por una suerte tan adversa. Aunque solo han llenado de grasa una cuarta parte de las bodegas, lo que les parecería mejor ahora sería dar media vuelta y navegar directamente hasta Inglaterra. Temen que lo peor esté aún por llegar; preferirían volver a casa con los bolsillos vacíos, pero todavía vivos, que acabar hundidos para toda la eternidad bajo los hielos de la isla de Baffin.
Según Black y Otto, que no hacen el menor intento de guardarse sus opiniones, la estación ya está demasiado avanzada para seguir en esas aguas: la mayoría de las ballenas se han desplazado hacia el sur a estas alturas. Y cuanto más al norte naveguen mientras se va agotando el verano, más peligroso se vuelve el hielo. Fue la propia idiosincrasia de Brownlee, dicen, la que los llevó a tomar este rumbo hacia el norte, pero, ahora que él ya no está al mando, lo más sensato sería volver a Pond’s Bay con el resto de la flota ballenera. Cavendish, sin embargo, no toma en cuenta ni las supersticiones de la tripulación ni las sugerencias de los demás oficiales, y siguen en dirección norte en compañía del Hastings. En dos ocasiones divisan ballenas a lo lejos y arrían los botes, pero en vano. Al llegar a la entrada del estrecho de Lancaster, Cavendish hace que lo lleven en bote al Hastings para conferenciar con Campbell. A su regreso, anuncia durante la cena que entrarán en el estrecho en cuanto se abra un paso viable en el hielo.
Black deja de comer y lo mira fijamente.
—Nadie ha cazado jamás una ballena tan al norte en el mes de agosto —dice—. Lea los registros, si no me cree. En el mejor de los casos, estamos perdiendo el tiempo aquí; y si entramos en el estrecho, además nos pondremos en peligro.
—Uno no prospera si no se arriesga un poco de vez en cuando —dice Cavendish a la ligera—. Debería mostrar más audacia, señor Black.
—Es estupidez, y no audacia, entrar en el estrecho de Lancaster cuando la estación está tan avanzada —dice Black—. Ignoro por qué nos trajo Brownlee tan al norte, pero sí sé que ni siquiera él, si estuviera al mando, consideraría la posibilidad de internarnos por el estrecho.
—Lo que Brownlee habría hecho o dejado de hacer es discutible, puesto que no puede hablar ni levantar la mano, ni siquiera para limpiarse el culo. Y como ahora soy yo quien está al mando, no usted ni tampoco él —dice, señalando a Otto—, lo que vale es lo que yo diga.
—Esta travesía ya está marcada con suficientes calamidades. ¿De veras quiere añadirle más?
—Déjeme que le aclare algo acerca de mí —dice Cavendish, inclinándose un poco sobre la mesa y bajando la voz—. A diferencia de otros tal vez, yo no vengo a cazar ballenas por el aire fresco ni por las hermosas vistas marinas; ni siquiera para disfrutar de la agradable compañía de hombres como usted y como Otto. Vengo a cazar ballenas por el sueldo, y me lo ganaré del modo que sea. Si sus opiniones estuvieran acuñadas en oro, con la efigie de la reina grabada encima, tal vez les prestaría un poco de atención, pero, como no es así, espero que no se sienta muy ofendido si no les hago ni puto caso.
Cuando Brownlee muere dos días más tarde, lo visten con su chaqué de terciopelo, lo envuelven en un rígido sudario de lona y lo colocan en una plancha de madera de pino adosada a la barandilla de popa. Cae una llovizna; el mar está del color del betún y el cielo parece como acolchado por las nubes. La tripulación canta los himnos Rock of Ages y Nearer My God to Thee, y Cavendish los dirige a todos en una estrafalaria versión del padrenuestro. Las voces de los marineros, mientras cantan y rezan, suenan reacias y apagadas. Aunque al final todos desconfiaban de Brownlee y creían que traía mala suerte, su forma de morir constituye un duro golpe para el estado de ánimo general. La doble revelación de que Drax, al que consideraban fiable y hasta admirable, es un asesino y un sodomita, y de que McKendrick, al que consideraban un asesino y un sodomita, es, en realidad, una víctima inocente de las impías maquinaciones de Drax, ha creado entre los hombres un sentimiento de perplejidad y desconfianza hacia sí mismos. Tales inauditos acontecimientos los inquietan e incomodan. El mundo que habitan ya es lo bastante duro y descarnado, sin la carga añadida de una incongruencia moral.
Mientras la tripulación se dispersa, Otto se acerca a Sumner, lo toma del brazo y lo lleva discretamente hacia proa. Ambos se detienen junto al bauprés y contemplan un momento el mar oscuro, el cielo bajo y gris; y, a media distancia, separado del Volunteer por varios témpanos sueltos, el Hastings. La expresión de Otto está preñada de sombríos presagios. Sumner intuye que tiene alguna noticia que comunicarle.
—Cavendish nos matará a todos —susurra el arponero—. He visto cómo sucedía.
—Está dejando usted que la muerte de Brownlee le deprima —dice Sumner—. Dele algo de tiempo a Cavendish. Si no avistamos ballenas en el estrecho, antes de que quiera darse cuenta estaremos otra vez amarrados en Pond’s Bay.
—«Usted» sobrevivirá, pero será el único. El resto de nosotros nos ahogaremos, o moriremos de hambre y frío.
—Tonterías. ¿Por qué dice estas cosas? ¿Cómo puede saberlo?
—Un sueño —dice Otto—. Anoche.
Sumner menea la cabeza.
—Los sueños son solo una forma de despejar la mente; una especie de purga. Lo que uno sueña son los restos inservibles de sus experiencias. Un sueño no es más que un montón de mierda mental, un batiburrillo de ideas. No hay ninguna verdad en ellos, ni ninguna profecía.
—A usted lo matará un oso cuando el resto de nosotros estemos muertos —dice Otto—. Será devorado y engullido.
—Sus temores son comprensibles después de todo lo que ha ocurrido aquí —dice Sumner—. Pero no los confunda con nuestro destino. Todo eso ya ha quedado atrás. Estamos a salvo.
—Drax aún sigue vivo.
—Está en la bodega, encadenado al palo mayor y atado de pies y manos. No puede escapar. Tranquilícese.
—El cuerpo físico constituye solo una forma de moverse por el mundo. Es el espíritu lo que vive verdaderamente.
—¿Usted cree que un hombre como Henry Drax posee un espíritu digno de ese nombre?
Otto asiente. Su rostro tiene, como de costumbre, una expresión seria y apasionada, levemente sorprendida por la naturaleza del mundo que le rodea.
—Yo me he tropezado con su espíritu —dice—. Lo he visto en otros dominios. Unas veces adopta la forma de un ángel oscuro; otras, la de un mono de Berbería.
—Es usted una buena persona, Otto, pero lo que está diciendo son disparates —le dice Sumner—. Ya no estamos en peligro. Sosiéguese y olvide ese maldito sueño.
Durante la noche, entran en el estrecho de Lancaster. Hacia el sur hay agua abierta, pero hacia el norte solo un monótono panorama de témpanos y trechos derretidos. En ciertos lugares, la superficie ha sido alisada por el viento; en los demás, la sucesión de las estaciones y los cambios de la temperatura y las mareas han labrado un abrupto y áspero paisaje de montículos de bordes afilados. Sumner se levanta temprano y, siguiendo lo que se ha convertido ya en un hábito, va a la cocina y llena un cubo de cáscaras, mendrugos y desperdicios. Coge una cuchara grande de metal y, agazapándose junto al tonel del osezno, introduce por la rejilla una porción de ese mejunje frío y grasiento. El oso lo husmea y lo engulle enseguida; luego muerde con ferocidad la cuchara vacía. Sumner la retuerce para liberarla y le da otra porción. Cuando el cubo queda vacío, lo llena de agua fresca y le da de beber. Después, coloca el tonel de pie, quita la rejilla y, con una celeridad adquirida a base de práctica y de varios episodios casi fatídicos, le desliza al oso un lazo alrededor del cuello y tira para tensarlo. Vuelve a inclinar el tonel y deja que el animal salga disparado y corretee por la cubierta, rasguñando las planchas de madera con sus garras negras. Sumner ata el extremo de la correa a una cornamusa, limpia el tonel con agua de mar y empuja los excrementos por los sumideros de proa con una escoba.
El oso suelta un gruñido y, con las ancas prominentes y amarillentas de mugre, se apoltrona contra la tapa de una escotilla. La perra del barco, Katie, una airedale de patas arqueadas, lo observa guardando una distancia prudencial. Desde hace varias semanas, la perra y el oso ejecutan cada día esta misma pantomima de recelo y curiosidad, de aproximaciones y retiradas. Los hombres disfrutan de ese espectáculo diario. Los observan, los azuzan e incitan a gritos, los empujan con la bota o con un bichero. La perra es más pequeña, pero mucho más ligera. Se acerca disparada, se detiene y se apresura a alejarse soltando gañidos de excitación. El oso, vacilante y majestuoso, la sigue contoneándose y olfateando el aire con esa cabeza triangular rematada de negro, como una cerilla quemada. La perra, puro temor y exaltación, tiembla y permanece todo el tiempo alerta. El oso, impasible y pedestre, se mueve siempre pesadamente con sus patas anchas como sartenes, como si el aire fuera una barrera que hay que empujar y atravesar poco a poco. Llegan a situarse a poco más de un palmo, hocico con hocico, mirándose fijamente con sus ojos negros, como convocados por una llamada antigua y silenciosa. «Apuesto tres peniques por el oso», grita alguien. El cocinero, que observa divertido desde el dintel de la cocina, arroja entre los dos animales un trozo de beicon. El oso y la perra se lanzan sobre él y acaban chocando. La airedale, ovillada y soltando chillidos, rueda por la cubierta como una peonza. El oso engulle el trozo de beicon y mira en derredor, buscando más. Los hombres se ríen a carcajadas. Sumner, que ha permanecido reclinado sobre el palo mayor, desata la correa de la cornamusa y arrastra al oso hasta el tonel ahora aseado, empujándolo con las cerdas de la escoba. El animal, dándose cuenta de lo que ocurre, se resiste durante unos momentos y enseña los dientes, pero enseguida cede y entra en el tonel. Sumner lo coloca de pie, ajusta la rejilla y vuelve a dejarlo acostado sobre la cubierta.
Sopla viento del sur durante todo el día. El cielo está de un azul pálido, pero en el horizonte se acumulan nubes oscuras que dibujan líneas sinuosas por encima de las cumbres. A media tarde, divisan una ballena a una milla por el lado de babor de proa y arrían dos botes. Ambos se alejan velozmente y el Volunteer avanza tras ellos. Cavendish observa la maniobra desde el alcázar. Lleva el gabán color rapé de Brownlee y sujeta su largo catalejo de latón. De vez en cuando, grita una orden. Sumner nota que su recién adquirida autoridad le proporciona un placer pueril. Cuando los botes alcanzan a la ballena, descubren que está muerta y que ya ha empezado a hincharse. Indican al barco por señas que se aproxime y empiezan a remolcarla. Black está al mando del primer bote y mantiene una conversación a gritos con Cavendish sobre el estado del cadáver. A pesar de los signos de putrefacción y depredación, deciden que aún queda suficiente grasa y que vale la pena tomarse el trabajo de descuartizarlo.
Amarran el cuerpo descompuesto de la ballena a las regalas del barco, de donde cuelga como un enorme vegetal podrido. Su piel negra está flácida y cubierta a trechos de abscesos; las aletas y la cola, moteadas de bultos blanquecinos y ulcerosos. Los hombres que se encargan de descuartizarla llevan la cara tapada con pañuelos humedecidos y fuman tabaco fuerte para combatir el hedor miasmático. Los bloques de grasa que van cortando son gelatinosos y de un color anómalo, más cerca del marrón que del rosado; y una vez izados a cubierta, no chorrean sangre como de costumbre, sino un repulsivo líquido amarillento, medio coagulado, semejante a los innombrables fluidos que rezuma por el recto un cadáver humano. Cavendish deambula por la cubierta dando instrucciones y animando a los hombres. Arriba, las aves marinas acuden en tropel, volando en círculos y dando gritos en el aire fétido, mientras que abajo, en el agua manchada de grasa, los tiburones de Groenlandia, atraídos por el aroma combinado de la sangre y la podredumbre, muerden los despojos y tironean de los colgajos sueltos.
—Deles un par de golpes en la mollera a los tiburones —le grita Cavendish a Jones, el Ballena—. No nos conviene que se zampen nuestras ganancias, ¿no le parece?
Jones asiente, coge una pala ballenera de la rejilla del bote, aguarda a que uno de los tiburones se aproxime y le asesta un golpe brutal, abriéndole en el flanco una herida de más de un palmo. Una guirnalda desmadejada de entrañas rosadas, rojas y moradas asoma de inmediato por la herida. El tiburón se agita violentamente unos instantes y luego se dobla hacia atrás y empieza a engullir con ansiedad sus propios intestinos.
—Joder, estos tiburones son unas bestias del demonio —dice Cavendish.
Jones remata al tiburón con un segundo palazo en el cerebro y acto seguido liquida a otro con la misma rapidez. Los dos cuerpos verde-grises, toscos y arcaicos, van dejando una turbia estela de sangre y, antes de hundirse, son atacados por un tercer tiburón más pequeño, que los deja roídos y hechos jirones, y se aleja antes de que Black lo despache también a él.
Cuando la ballena está descuartizada a medias, le seccionan el enorme labio inferior y la suben a cubierta, dejando a la vista un lado del hueso de la cabeza. Otto, como un leñador sobre un roble caído, empieza a golpear con un hacha y una barra de hierro el hueso, que tiene casi sesenta centímetros de grosor y está punteado elegantemente en los extremos como un zócalo. Cuando han seccionado ambos lados del hueso, hacen palanca con la barra de hierro, desprenden la mandíbula superior de una sola pieza y, con un aparejo de poleas, la izan con extremo cuidado y la dejan colgada por encima de la cubierta, con las tiras negras de las barbas cayendo verticalmente como las cerdas de un gigantesco mostacho. Las barbas se separan entonces de la mandíbula con palas aguzadas y se seccionan en trozos más pequeños para poder almacenarlas. Lo que queda del maxilar superior se guarda también en la bodega.
—En Navidad, los huesos de este bicho apestoso formarán parte de los perfumados corsés de algunas de las damiselas encantadoras y aún por desvirgar que bailarán danzas populares en la playa. Una idea como para que te dé vueltas la cabeza, ¿no, Black? —dice Cavendish.
—Detrás de cada pedacito del encanto de una mujer perfumada hay todo un mundo de porquerías pestilentes —asiente Black—. Es afortunado el hombre capaz de olvidar de que es así, o al menos de simularlo.
Tras una hora más, terminan el trabajo. Dejan caer los despojos hediondos al agua y miran cómo se los lleva la corriente entre una algarabía de gaviotas y petreles. El angosto sol ártico, suspendido en el borde del horizonte occidental, relumbra y se desvanece como un ascua avivada por un soplo.
Sumner duerme sin problemas esa noche. A la mañana siguiente, se levanta pronto de nuevo para dar de comer al oso. Una vez que el cubo de desperdicios queda vacío, le pasa al animal el lazo por el cuello y deja atada la cuerda mientras enjuaga el tonel. Aunque sopla un viento refrescante y han fregado y restregado la cubierta, todavía queda cierto tufillo putrefacto de la ballena descuartizada ayer. En lugar de sentarse como de costumbre, el oso deambula de aquí para allá husmeando el aire. Cuando la perra se acerca, da media vuelta; y cuando ella lo roza suavemente con el hocico, suelta un gruñido. La perra se aleja, merodea junto a la puerta de la cocina y regresa de nuevo. Se acerca al oso meneando la cola. Ambos permanecen un momento observándose y, de repente, el oso retrocede, se pone rígido, alza la zarpa derecha y, con un ágil movimiento hacia abajo, rasga con sus garras el omóplato de la perra, abriéndole los tendones y el músculo hasta el hueso y dislocándole la articulación. Un marinero que está mirando vitorea a gritos al oso. La perra aúlla atrozmente y corretea escorada por la cubierta, derramando sangre. El oso se lanza tras ella, pero Sumner sujeta la correa y lo obliga a retroceder. La airedale no deja de chillar y sangra en abundancia por la herida abierta. El herrero, que también está mirando desde su taller, escoge un pesado martillo de la pared, se acerca al rincón donde yace la perra, que tiembla y se mea encima en un charco de sangre, y le da un solo golpe, con fuerza, entre las orejas. Los chillidos se interrumpen en el acto.
—¿Quiere que mate también al oso? —pregunta el herrero—. Lo haré con mucho gusto.
Sumner niega con la cabeza.
—No es mío, no puedo decidirlo yo —dice.
El herrero se encoge de hombros.
—Es usted quien le da de comer cada día, así que yo diría que es tan suyo como de cualquiera.
Sumner baja la vista hacia el oso, que todavía tironea de la cuerda, jadeando, gruñendo y arañando la cubierta con una furia primitiva e implacable.
—Vamos a dejar que viva el muy cabrón —dice.