18

Al día siguiente, Sumner está demasiado febril para remar o llevar el timón. Mientras avanzan hacia el este entre cortinas de niebla espesa y chaparrones de agua helada y cellisca, se acurruca en la roda bajo una manta, presa de temblores y náuseas. De vez en cuando, Cavendish grita una orden, o bien Otto se pone a silbar una tonada germánica, pero prácticamente no se oye nada más, aparte del chirrido de los toletes y del chapoteo asincrónico de las palas en el agua. Da la impresión de que cada hombre está encerrado en sus propios presentimientos. Hace un día sombrío, con un cielo de color pardusco. Por dos veces antes del mediodía, Sumner debe bajarse los calzones y asomar el culo por la regala para echar al agua medio litro de mierda líquida. Otto le ofrece brandy y él se lo bebe agradecido, pero lo vomita enseguida. Los demás observan sin comentarios ni burlas. El asesinato de Bannon ha aplacado su rebeldía y los ha dejado cautelosamente varados entre temores iguales pero opuestos.

Al anochecer, acampan en el borde del témpano, levantan la tienda manchada de sangre e intentan secarse y alimentarse. Cerca de la medianoche, el crepúsculo azulado se adensa fugazmente en una oscuridad reluciente y estrellada; al cabo de una hora, reaparece de nuevo. Sumner, aquejado de sudores y escalofríos, entra y sale de un agitado sopor cargado de sueños. A su alrededor, los cuerpos apelotonados gruñen y jadean como el ganado de un establo; el aire del interior de la tienda le hiela las mejillas y la nariz, y atufa a cocido y a entrepierna. Mientras su cuerpo rabia y suspira por el láudano del que se ve privado, su mente divaga y se mueve en círculos. Recuerda el solitario viaje desde Delhi, las humillaciones de Bombay, y luego la llegada a Londres en abril. El hotel Peter Lloyd’s, en Charing Cross: el olor a semen y humo revenido; los gritos y chillidos de las putas y sus clientes por la noche; la cama de hierro, la lámpara de aceite, la butaca con el relleno de pelo de caballo saliéndose por las costuras, y manchada de grasa de oso y aceite de Macassar. Come costillas de cerdo con guisantes, y vive a crédito. Cada mañana, durante dos semanas, se presenta en los hospitales con sus diplomas y sus antiguas cartas de recomendación; se sienta en los pasillos y aguarda. Por la noche, busca a sus conocidos de Belfast y Galway —no amigos propiamente, pero al menos hombres que se acuerdan de él: Callaghan, Fitzgerald, O’Leary, McCall— y se dedican a recordar tomando whisky y cerveza. Cuando cree adecuado el momento y se decide a pedirles ayuda, le dicen que pruebe suerte en Estados Unidos o México, o posiblemente en Brasil; en alguna parte donde el pasado no importe tanto como importa aquí, donde la gente es más libre y más tratable, donde suelen estar más dispuestos a perdonar los errores de un hombre, puesto que ellos también han cometido algunos. Inglaterra no es lugar para él, le dicen. Ya no: es un país demasiado rígido y severo. Debe darse por vencido. Aunque ellos sí creen su historia, le aseguran, otros jamás la creerán. Le hablan en tono amistoso, incluso con camaradería, pero él nota que desean que desaparezca. En el fondo, acogen con satisfacción la noticia de su gran fracaso, porque los tranquiliza respecto al modesto éxito que ellos han tenido en la vida; pero también, en un sentido más profundo, porque su fracaso constituye una advertencia de las calamidades que podrían abatirse sobre ellos si dejaran de estar alerta, si olvidasen alguna vez quiénes son y para qué sirven. En sus peores fantasías, ven en la deshonra que ha sufrido él una alarmante profecía de la que pueden sufrir ellos.

De noche, toma opio y deambula por la ciudad hasta cansarse lo suficiente para poder dormir. Una tarde, mientras camina renqueante por Fleet Street y pasa junto a Temple Bar y a los tribunales de justicia —golpeando a cada paso el pavimento con su férula—, se queda pasmado al ver a Corbyn viniendo directamente hacia él. Lleva todas sus medallas de campaña y el uniforme rojo de gala; tiene las botas negras tan lustradas y relucientes como un espejo y está charlando con un bigotudo oficial más joven que él, vestido de forma similar. Ambos fuman puros y ríen a carcajadas. Sumner se queda donde está, entre las sombras de un portal almenado, y aguarda a que lleguen a su altura. Mientras espera, recuerda la actitud de Corbyn en el consejo de guerra: informal, despreocupado, natural, como si, incluso mientras mentía, la verdad estuviera totalmente en sus manos, como si él tuviera el don de hacerla o deshacerla a su antojo. Al recordar la escena, Sumner advierte que empieza a subirle por dentro una oleada de rabia. Nota una creciente rigidez en los músculos de la garganta y de las piernas; empieza a temblar. Los dos oficiales se aproximan. Durante un instante macabro, se siente desencarnado, como un ser etéreo, como si su cuerpo fuera demasiado delgado y pequeño para contener sus furiosos pensamientos. Cuando pasan fumando y riendo, Sumner sale del portal. Le da un golpecito a Corbyn en la charretera con botones de latón y, cuando este se vuelve a mirar, le suelta un puñetazo en toda la cara. Corbyn se derrumba. El joven oficial arroja su puro y lo mira fijamente.

—Pero ¿qué diantre? —dice—. ¿Qué es esto?

Sumner no responde. Mira al hombre al que acaba de golpear y advierte con un sobresalto que no es Corbyn. Son más o menos de la misma edad y estatura, desde luego, pero, por lo demás, no hay apenas ningún parecido entre ambos: el pelo, los mostachos, los rasgos y la forma de la cara, incluso el uniforme, no son los de Corbyn. La rabia de Sumner se disuelve en el acto. Vuelve en sí, a su propio cuerpo, a las profundas humillaciones de la realidad.

—Lo he tomado por otro —le dice al hombre—. Corbyn.

—¿Quién cojones es Corbyn?

—Un médico de regimiento.

—¿De qué regimiento?

—Los Lancers.

El hombre menea la cabeza.

—Debería buscar a un policía para que lo encierren en el calabozo —dice—. Por Dios que debería hacerlo.

Sumner intenta ayudarlo, pero el hombre lo aparta. Se toca otra vez la mejilla, hace una mueca y observa a Sumner con atención. La mejilla se le ha puesto roja, pero no tiene sangre.

—¿Quién es usted? —dice—. Reconozco su cara.

—No soy nadie —le dice Sumner.

—¿Quién es? —repite el otro—. No me mienta, maldita sea.

—No soy nadie —dice él—. Nadie en absoluto.

El hombre asiente.

—Venga aquí, pues —dice.

Sumner se acerca. Cuando el hombre le pone la mano en el hombro, percibe un olor a oporto en su aliento, y también el de la gomina que lleva en el pelo.

—Si realmente no es nadie —dice el hombre—, no creo que vaya a poner muchas objeciones a esto.

Se inclina hacia delante y le propina un rodillazo en las pelotas. Sumner siente un terrible dolor en el estómago que luego asciende hacia su pecho y su rostro. Cae de rodillas en el pavimento soltando gemidos, incapaz de hablar.

El hombre que él ha creído que era Corbyn, pero no lo era, se agacha y le susurra unas palabras al oído.

—El Hastings ya no existe —dice—. Se ha hundido. Un iceberg lo ha hecho añicos, y todos los hijos de puta que iban a bordo se han ahogado sin excepción.

A la tarde siguiente, encuentran un bote volcado y, un poco más tarde, un reguero de media milla de barriles de grasa vacíos y maderos destrozados. Reman lentamente en círculos, recogiendo trozos de los restos, examinándolos, deliberando y arrojándolos de nuevo al agua con impotencia. Cavendish, por una vez, permanece pálido y callado. Su mofa y su verbosidad habituales han quedado reducidas al silencio bajo el peso de la inesperada catástrofe. Escruta con el catalejo los témpanos circundantes, pero no ve nada ni a nadie. Escupe, suelta un juramento, se vuelve de lado. Sumner, a través de la verde y melancólica bruma de su enfermedad, comprende que su mayor esperanza de ser rescatados se ha evaporado. Algunos de los hombres se echan a llorar; otros empiezan a rezar torpemente. Otto examina las cartas de navegación y hace una lectura con el sextante.

—Ya hemos pasado Cape Hay —le dice a Cavendish—. Podemos llegar a Pond’s Bay antes de anochecer. Allí encontraremos otro barco, si Dios quiere.

—Si no, habremos de pasar allí el invierno —dice Cavendish—. Ya se ha hecho otras veces.

Drax, encadenado al último banco y, por tanto, el hombre situado más cerca de Cavendish, que es quien maneja el timón de espadilla, suelta un bufido desdeñoso.

—No, no se ha hecho nunca —dice—. Y no se ha hecho nunca porque no se puede hacer. No sin un barco donde cobijarse y sin una cantidad de provisiones diez veces más grande que la que hemos dejado atrás.

—Encontraremos un barco —repite Cavendish—. Y, si no lo encontramos, pasaremos allí el invierno. Sea como sea, viviremos lo bastante para verle ahorcado en Inglaterra, de eso puede estar seguro.

—Preferiría acabar ahorcado que morir de hambre o congelado, qué coño.

—Deberíamos ahorcarlo aquí mismo, maldito pelmazo de los cojones. Así habría una boca menos que alimentar.

—No le gustarían demasiado mis últimas palabras si intentara ese truco —replica Drax—. Aunque los demás tal vez las encontraran interesantes.

Cavendish lo mira; luego se echa hacia delante, lo agarra con fuerza del chaleco y le responde en un susurro furioso.

—No tienes nada de que acusarme, Henry —dice—. Así que no vayas a creer nunca lo contrario.

—No te estoy apretando, Michael —dice Drax con calma—. Solo te lo recordaba. Quizá no llegue nunca el momento, pero, si llega, mejor que estés avisado. Simplemente.

Drax vuelve a coger el remo, Cavendish da la orden y todos se ponen a remar de nuevo. Al oeste, una larga hilera de montañas negras como el carbón, rematadas con cimas grises, se elevan sobre la superficie lisa y gris del mar. Los dos botes balleneros van avanzando. Tras varias horas, rebasan la cumbre escarpada de la isla Bylot y entran en la boca de Pond’s Bay. Hay nubes cargadas de lluvia reuniéndose y dispersándose en el cielo; la luz va declinando poco a poco. Cavendish mira ansiosamente con su catalejo. Primero no ve nada; luego, bamboleándose en el horizonte, divisa la oscura silueta de otra nave. La señala, agita el brazo. Avisa a Otto a gritos.

—Un barco —dice—. Un maldito barco. Allí. Mírelo.

Todos lo ven, pero está lejos y parece navegar hacia el sur a todo vapor. El humo de su chimenea deja una tenue mancha sesgada en el cielo, como un trazo torcido. Empiezan a seguirlo con ansia, pero es un esfuerzo inútil. Media hora más tarde, el barco ha desaparecido entre la bruma y ellos vuelven a encontrarse solos en el mar oscuro, con la única compañía de las montañas nevadas que se alzan delante y del cielo lúgubre surcado de nubes que se cierne sobre sus cabezas.

—¿Qué mierda de vigilancia tendrá esa gente para no divisar un bote ballenero en peligro? —dice Cavendish con amargura.

—Lo que pasa es que el barco ya está lleno —le responde alguien—. Y se vuelven a casa con todos los demás.

—Nadie tiene la bodega llena este año —dice Cavendish—. Si tuvieran dos dedos de frente, solo dos dedos, todavía estarían ahí pescando.

Nadie le responde. Escrutan la pálida y brumosa penumbra buscando algún indicio, pero no ven nada.

Al caer la oscuridad, se detienen en un promontorio cercano y levantan la tienda en la diminuta playa de grava rodeada de acantilados bajos de color marrón. Después de cenar, Cavendish ordena a los hombres que despedacen con hachas uno de los botes y que armen una hoguera con los maderos para atraer la atención. Si hay otro barco en la bahía, sostiene, verán el resplandor y acudirán a rescatarlos. Aunque los hombres parecen albergar dudas, obedecen. Ponen el bote del revés y empiezan a hacer pedazos el casco, la quilla y el codaste de popa. Sumner, envuelto en una manta, todavía con escalofríos y el estómago revuelto, permanece de pie junto a la tienda observando cómo trabajan. Otto se acerca y se sitúa a su lado.

—Así es como lo soñé —dice—. La hoguera. El bote destrozado. Todo exactamente igual.

—No me venga con eso —le suelta Sumner—. Sobre todo, ahora.

—No temo a la muerte —replica Otto—. Nunca la he temido. Ninguno de nosotros tiene ni idea de los dones que nos esperan.

Sumner tose dos veces violentamente y luego vomita en el suelo helado. Los hombres amontonan los maderos en una pira y la encienden. El viento aviva las llamas y las impulsa chisporroteando hacia el cielo oscuro.

—Usted es el único que sobrevivirá —le dice Otto—. El único de todos nosotros. Recuérdelo.

—Ya le dije que no creo en profecías.

—La fe no importa. A Dios le tiene sin cuidado si creemos en él o no. ¿Por qué habría de importarle?

—¿De veras cree que todo esto es obra suya? ¿Los asesinatos? ¿Los naufragios? ¿Los hombres ahogados?

—Sé que tiene que ser alguien —dice Otto—. Y, si no es el Señor, ¿quien podría ser?

Mientras arde, la hoguera levanta el ánimo de la tripulación; su resplandor deslumbrante les da esperanzas. Al mirar cómo rugen y bailan las llamas arrojando chispas, sienten la convicción de que otros hombres las ven también desde alguna parte, de que pronto arriarán botes y enviarán ayuda. Arrojan al fuego rugiente los últimos pedazos de madera y aguardan con expectación la llegada de sus salvadores. Fuman sus pipas y escrutan guiñando los ojos el turbio horizonte. Hablan de mujeres y niños, de casas y campos que tal vez vuelvan a ver. A cada minuto, a medida que las llamas decaen y la luz del día aumenta en torno a ellos, esperan divisar un bote. Pero nadie aparece. Tras una hora más de espera infructuosa, empiezan a sentir que su optimismo se agria y que viene a reemplazarlo algo torcido y amargo. Sin un barco para cobijarse, sin leña y comida suficiente, ¿cómo puede pasar nadie el invierno en un sitio como este? Cuando Cavendish baja de la roca donde estaba sentado —el catalejo en una mano, el rifle en la otra, la expresión remota y vergonzosa, la mirada huidiza—, todos comprenden sin lugar a dudas que el plan ha fracasado.

—¿Y los botes? —le grita alguien—. ¿Por qué no vienen?

Cavendish no le hace caso. Entra en la tienda y empieza a hacer un recuento de las provisiones que quedan. Incluso repartiendo a cada uno solo media ración, o sea, un kilo de pan a la semana, y lo mismo de carne en salazón, apenas hay para pasar de las Navidades. Habla con Otto y luego llama al resto de la tripulación y explica que deberán cazar para conseguir comida si quieren llegar a la primavera. Las focas servirán, dice; también los somormujos, las alcas, cualquier ave. Mientras habla, empieza a nevar afuera y se levanta un viento que sacude las paredes de lona, como en una muestra anticipada del invierno inminente. Nadie responde, nadie se ofrece voluntario para cazar. Lo miran en silencio y, cuando termina, se acurrucan en sus mantas y se duermen, o se sientan a jugar una partida con unas cartas tan viejas, gastadas y mugrientas que parecen recortadas de los andrajos de un leproso.

Afuera, la nieve cae a un ritmo constante durante el resto del día: copos pesados y húmedos que comban el techo de la tienda y se adhieren como percebes al casco vuelto hacia arriba del bote restante. Sumner está tembloroso y aterido; le duelen los huesos, le pican y palpitan los globos oculares. No puede dormir ni orinar, aunque desea vivamente hacer ambas cosas. Mientras yace inmóvil, acuden a su mente atormentada fragmentos confusos de la Ilíada: las naves negras, la brecha en la muralla, Apolo con apariencia de buitre, Zeus sentado en una nube. Cuando sale de la tienda a defecar, reina la oscuridad y un frío glacial. Se acuclilla, separa sus nalgas caídas y deja escapar un líquido verde y caliente de sus entrañas. La claridad de la luna está empañada por las nubes; la nieve arrecia sobre la extensa bahía, acumulándose sobre los témpanos y disolviéndose en las aguas negras que hay entre ellos. El aire gélido le arruga y le encoge las pelotas. Se abrocha los calzones, se gira para regresar a la tienda y entonces, a cincuenta metros, en la playa de grava, ve a un oso.

El animal tiene alzada su cabeza, afilada y angulosa como la de una serpiente; su ancho cuerpo, de hombros pesados y lomos poderosos, permanece inmóvil y aplomado. Sumner, protegiéndose los ojos de la nieve con una mano, da muy despacio un paso hacia delante y se detiene. El oso no hace ningún caso. Husmea el suelo y, con mucha calma, da una vuelta entera sobre sí mismo, acabando en la misma posición. Sumner permanece inmóvil, observando. El oso se le acerca, pero él no se mueve de su sitio. Ahora ve con claridad la textura de su pelaje, la silueta negra de sus garras en la nieve. El oso bosteza una vez, muestra los colmillos; después, sin previo aviso ni propósito definido, se alza sobre las patas traseras como una atracción de circo y permanece un momento oscilando, erguido como un obelisco de piedra contra el cielo de peltre manchado por la claridad de la luna.

A Sumner le llega entonces desde detrás, como surgiendo de los acantilados, un rugido repentino, un enorme aullido sinfónico, dolorido, primitivo y, sin embargo, humano; un grito más allá de las palabras y el lenguaje, le parece a él, un grito coral, telúrico, como las voces reunidas de los condenados. Lleno de terror, se vuelve para mirar. Pero allí no hay nada, solo la nieve y la noche y, más allá, ese vasto y desierto territorio que se extiende hacia el oeste, abrupto, inimaginable, envolviendo como una corteza el tronco oscuro del planeta. El oso permanece en equilibrio unos instantes más; luego se deja caer sobre las patas delanteras, gira en redondo e, inexorablemente pero sin prisas, empieza a alejarse.