WASHINGTON D. C., PRIMAVERA-VERANO DE 1941
Roosevelt decide echar una mano
Diremos a Inglaterra: te daremos las armas y los barcos que necesites, con la condición de que cuando la guerra haya terminado nos devuelvas en especie las armas y los barcos que te hemos prestado […]. ¿Qué opina?
Presidente Roosevelt, 17 de diciembre de 1940
Si él no asumía el mando era inútil esperar que la gente tomara voluntariamente la iniciativa de decirle si lo seguirían o no en caso de que cogiera las riendas.
Henry Stimson, secretario de Guerra, 22 de abril de 1941
En una alocución pronunciada en Boston el 30 de octubre de 1940 durante su campaña de reelección para una tercera legislatura sin precedentes en la historia, el presidente Franklin Delano Roosevelt hizo una promesa a su público. «Y mientras me dirijo a vosotros, madres y padres —declaró el presidente—, os aseguro una cosa más. Lo he dicho antes, pero volveré a decirlo una y mil veces: Vuestros muchachos no van a ser enviados a ninguna guerra extranjera[619]». Aquél fue considerado el compromiso más explícito con la neutralidad americana, con la voluntad de mantener a Estados Unidos fuera de la guerra que se había apoderado de Europa y hacía temer la derrota de Gran Bretaña a manos de Alemania.
Roosevelt estaba diciendo a quienes escuchaban lo que querían oír. A finales de septiembre, el 83 por 100 de los encuestados en un sondeo de opinión pública había secundado la opción de mantenerse fuera de la guerra contra Alemania e Italia[620]. Ayudar a los británicos, que se encontraban en verdaderos apuros desde la catastrófica derrota de los Aliados a manos de la Wehrmacht en mayo y junio, adoptando medidas que no implicaran recurrir a la guerra era otra cuestión muy distinta. No obstante, sólo el 34,2 por 100 de los estadounidenses apoyaba en agosto de 1940 que se hiciera algo más por ayudar a Gran Bretaña en su lucha contra Alemania[621].
La campaña bélica británica de aquel terrible verano había recibido un espaldarazo moral de vital importancia gracias a la confianza en que Estados Unidos se sumara pronto al combate contra la Alemania de Hitler. Winston Churchill se desesperaba de impaciencia por que Estados Unidos abandonara la neutralidad y apoyara activamente la causa británica. Todas sus esperanzas estratégicas descansaban en la presuposición de que Estados Unidos entraría en la guerra tarde o temprano. Por su parte, varios miembros del Gabinete de Roosevelt estaban insistiendo al presidente para que adoptara una actitud más intervencionista. En aquel momento, otoño de 1940, nadie defendía el envío de una fuerza expedicionaria norteamericana a combatir a Europa, pero sí existían otros gestos posibles, distintos de la plena participación, que implicarían una intervención activa. Con los barcos británicos ya bajo la amenaza de los submarinos alemanes, Henry Stimson, secretario de Guerra, dijo al presidente y al Gabinete en diciembre de 1940 que «deberíamos detener por la fuerza a los submarinos alemanes con nuestra intervención». Pero no consiguió nada. El presidente replicó que «todavía no había llegado realmente a ese punto[622]». Ni lo haría durante meses.
Para Churchill, al otro lado del Atlántico, y para el resto del Gobierno británico, la indecisión del presidente era motivo de una gran inquietud (aunque nunca expresada públicamente). Y también constituía una preocupación para aquellos miembros de su propia Administración —y Stimson no era el único— que estaban empezando a defender una postura más decididamente intervencionista. Roosevelt daba a menudo ciertas señales esperanzadoras, pero a continuación su innata tendencia a la cautela acababa imponiéndose de nuevo, para frustración de algunos de sus colaboradores. Sin embargo, a los ojos de muchos estadounidenses Roosevelt estaba yendo ya demasiado lejos. El presidente les parecía un auténtico belicista decidido a arrastrar al país a un conflicto remoto. El lobby aislacionista, cuyo principal núcleo geográfico de apoyo se encontraba en el Medio Oeste y que se nutría principalmente, aunque no en su totalidad, de opositores políticos de Roosevelt pertenecientes al Partido Republicano, no representaba por aquel entonces más que a una considerable minoría de opinión. Pero era una minoría sumamente ruidosa, y muy a menudo capaz de hacer causa común con una franja de opinión mucho más amplia que no era abiertamente aislacionista pero que sí estaba muy preocupada por la posibilidad de adentrarse en un resbaladizo camino que acabara conduciendo a la guerra.
Roosevelt era muy consciente de lo inestable que era la cuerda floja sobre la que caminaba. Por un lado, quería asegurarse a toda costa la continuidad del respaldo de la opinión pública, y más directamente el apoyo del Congreso estadounidense, y eso exigía una estrategia de prudencia. Por otro lado, sus allegados consideraban que eran demasiadas las ocasiones en las que se mostraba dispuesto a seguir, más que a dirigir, a la opinión del país. Y cuando dirigía, era generalmente para tratar de engatusar, más que para mandar. Harry Hopkins, principal consejero de Roosevelt, pensaba, al parecer, en mayo de 1941 que «el presidente se resiste a ir a la guerra, y prefiere seguir a la opinión pública antes que dirigirla[623]». Stimson había hecho esa misma observación al presidente el mes anterior con la franqueza que lo caracterizaba: «Si él no asumía el mando era inútil esperar que la gente tomara voluntariamente la iniciativa de decirle si lo seguirían o no en caso de que cogiera las riendas[624]».
Por otro lado, percatándose enteramente del peligro que representaba Alemania para Estados Unidos, Roosevelt trató de seguir, guiado por su interés personal en preservar la seguridad nacional como legítima prioridad, una política de apoyo cada vez más directo a Gran Bretaña, política que, no obstante, entrañaba el riesgo de involucrar a un país remiso precisamente en la «guerra extranjera» de la que había jurado librarlo. Ese era el grave dilema al que se enfrentó el presidente a partir del verano de 1940.
A comienzos de ese verano Gran Bretaña estaba sola en Europa frente a la amenaza nazi y se encontraba en grave peligro, bajo el riesgo de una invasión inminente. Aunque contaba, por supuesto, con el respaldo de su Imperio mundial y sus dominios, éstos no habrían podido proporcionarle gran ayuda efectiva en caso de producirse un desembarco alemán. Para muchos estadounidenses, Gran Bretaña parecía completamente acabada.
Una opción para Roosevelt habría sido alinearse con el lobby aislacionista, que sostenía que, con la hegemonía alemana sobre el continente europeo (incluida Gran Bretaña) prácticamente asegurada por un tiempo indefinido, el interés de Norteamérica residía en mantener la más estricta neutralidad, absteniéndose de cualquier tipo de implicación en un conflicto que afectaba a naciones remotas y ocupándose exclusivamente de las inquietudes de Estados Unidos. Dada la reticencia atestiguada por los sondeos de opinión a ver a Norteamérica envuelta en la guerra, el aislacionismo, de haberse visto espoleado por las habilidades políticas y retóricas de Roosevelt, podía todavía volverse mucho más popular de lo que lo era entonces.
Otra opción habría sido seguir el consejo de algunos miembros de su Administración y realizar movimientos que obligaran a Estados Unidos a una participación mucho mayor en la guerra europea, tal vez hasta el punto de entrar en ella. Eso habría significado, por supuesto, exponerse a serias dificultades con la opinión pública, y los problemas para conducir la nave de la necesaria legislación por los rápidos del Congreso habrían sido sin duda formidables. En cualquier caso, el grado de preparación militar del que disponía Estados Unidos para librar una guerra de grandes dimensiones en verano de 1940 era tan limitado que toda forma abierta de beligerancia, aun aceptando los riesgos políticos, se habría visto notablemente restringida en la práctica. Sin embargo, de nuevo, si Roosevelt, político sumamente experimentado y hábil y orador de enorme talento, hubiera decidido hacerlo, no sería en absoluto descabellado pensar que se habría podido ganar al país para la causa de un posicionamiento mucho más intervencionista. Pero no estaba dispuesto a hacer la prueba.
Todavía en mayo de 1941 existía el temor generalizado a que Alemania pudiera organizar pronto el ataque a Gran Bretaña que no se había materializado el año anterior. Aquel temor sólo se disipó cuando Hitler viró hacia el este con el ataque a la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Para entonces, Roosevelt estaba totalmente inmerso en una línea de actuación que excluía ya cualquier posibilidad de mantener a Estados Unidos al margen de la guerra en Europa. Al final de la primavera de 1941, aunque faltaban todavía meses para que Estados Unidos emprendiese su participación directa en la guerra, la Administración Roosevelt había dado importantes pasos tanto en Europa como, de forma creciente, en Extremo Oriente, que habían hecho ya imposible librar al país de aquel conflicto en expansión. Las alternativas se habían estrechado.
La opción escogida por Roosevelt durante los meses anteriores había sido en realidad un extremadamente prudente camino intermedio entre la neutralidad y la beligerancia, que consistía en ofrecer ayuda a Gran Bretaña por todos los «métodos sin recurrir a la guerra» («methods short of war», expresión acuñada en enero de 1939 por el propio presidente[625]). En verano de 1939, Roosevelt había expuesto sus opciones, que eran cuatro: «A, podemos ir a la guerra inmediatamente, enviando fuera una fuerza expedicionaria, pero eso ni se plantea, por supuesto. B, podemos dejarnos empujar a la guerra más adelante. C, podemos ir a la guerra, ahora o más tarde, pero proporcionar sólo suministros de guerra y ayuda naval y aérea a nuestros aliados. Y D, podemos quedarnos fuera, siguiendo mi política de métodos sin recurrir a la guerra para ayudar a las democracias. Y eso [refiriéndose a la última opción] es lo que haremos[626]». Aquella política, de la que el presidente no se desvió ni un ápice, en lugar de empujar de forma drástica al país a la intervención en la guerra, lo fue llevando sutilmente hacia ella. A pesar de todo, las acciones que el presidente autorizó no tenían vuelta atrás. Y de ellas, la más singular, y la más importante, fue la decisión —iniciativa del propio presidente— de abrir los inmensos recursos materiales de Norteamérica a la ardua campaña bélica británica sin contrapartida económica directa. Con la aprobación de la Ley de Préstamo y Arriendo en marzo de 1941 después de tres meses de intenso debate, los aislacionistas perdieron su última gran batalla[627]. En realidad, Estados Unidos todavía no había entrado en la guerra, y poca era la ayuda que podía circular inmediatamente, pero el país estaba ahora atado de manera más tangible a Gran Bretaña, un contendiente enfrascado ya en la lucha contra Hitler en Europa y adversario destacado frente a la amenaza cada vez más fuerte planteada por Japón en Extremo Oriente. La decisión de comprometer los recursos de Norteamérica con la campaña bélica británica tuvo una importancia en gran medida simbólica en el futuro inmediato, pero con el tiempo se acabaría convirtiendo en la clave de la renovada capacidad británica de combatir a Hitler. Su trascendencia fue por tanto inmensa.
Y sin embargo, pese a deshacerse en elogios públicos y muestras de gratitud por el «acto más noble en la historia de todas las naciones[628]», Churchill seguía sintiéndose frustrado, inquieto y en ocasiones sumamente pesimista ante la vacilación, la prudencia y la reticencia de Roosevelt a comprometer a Estados Unidos con la intervención en la guerra[629]. Cuando se reunió con el presidente por primera vez desde el inicio del conflicto, en agosto de 1941, el primer ministro británico le dijo: «Preferiría tener una declaración de guerra americana y no tener provisiones durante seis meses a tener el doble de provisiones y no tener declaración[630]». Algunos miembros del Gabinete de Roosevelt sentían casi la misma frustración. El período que precedió a la invasión alemana de la Unión Soviética en junio de 1941 ha sido calificado como «un año de indecisión[631]». A menudo pareció, en el transcurso de aquellos meses, que la principal decisión de Roosevelt había sido evitar tener que decidir nada.
I
Roosevelt había asumido el poder el 4 de marzo de 1933 en medio de una grave crisis bancaria y con alrededor de una cuarta parte de la mano de obra —unos trece millones de estadounidenses— desempleada. Su primera legislatura estuvo dedicada casi por completo a todo un despliegue de medidas legislativas a menudo polémicas que conformaron el «New Deal», el programa de recuperación nacional para reconstruir la devastada economía y restablecer la confianza[632]. Buena parte de su energía la consumió en las luchas políticas internas que se produjeron a continuación. La popularidad del presidente siguió gozando de muy buena salud, y fue reelegido en 1936 por una aplastante mayoría. Su control sobre el Congreso, sin embargo, se fue debilitando, especialmente después de que las elecciones de noviembre de 1938 fortalecieran a la oposición[633]. Fue entonces cuando los acontecimientos del exterior comenzaron a dominar su segunda legislatura.
El aislacionismo que, asentado en largas tradiciones, venía imponiéndose en Estados Unidos desde el final de la guerra de 1914 arraigó todavía con más fuerza durante la primera legislatura de Roosevelt. El impacto de la intervención en la conflagración europea en 1917-1918 sobre la sociedad estadounidense había sido enorme. Cincuenta mil soldados norteamericanos habían perdido la vida en un conflicto que, según muchos ciudadanos estadounidenses, no era en absoluto de la incumbencia de su país. La mayoría de los norteamericanos sentía que no se podía permitir bajo ningún concepto que aquello volviera a suceder. Las experiencias del horror de las trincheras se mezclaban con el resentimiento por lo que muchos interpretaban como ingratitud por parte de los europeos ante la insistencia de Estados Unidos en el pago de los préstamos de guerra[634]. Existía también un sentimiento generalizado, alentado por las publicaciones antibelicistas y algunos relatos de lo que los norteamericanos llamaban «la Guerra Europea», y respaldado más tarde por el informe de una comisión del Senado encargada de investigar la industria armamentística, de que el país había sido inducido a la intervención por financieros, banqueros y fabricantes de armas extranjeros que tenían mucho que ganar de una victoria de los Aliados[635].
Estados Unidos había decidido mantenerse a una considerable distancia de los asuntos europeos, y de hecho se negó a formar parte de la Sociedad de Naciones. Es verdad que la iniciativa estadounidense resultó crucial a la hora de elaborar planes en 1924, y de nuevo cinco años después, para tratar de resolver el lacerante problema de las reparaciones alemanas, una cuestión que generaba en el país europeo un profundo resentimiento. Y en 1932, Estados Unidos participó en la Conferencia de Desarme de Ginebra, que trató, tarde (y en vano), de hacer realidad otro de los principios del presidente Woodrow Wilson para un mundo en paz después de la guerra (aunque mucho tiempo después toda esperanza real en ese sentido se había desvanecido), Pero poco más. Tras un muro de aranceles proteccionistas y un auge económico simbolizado por el auge de la producción de automóviles, a la mayoría de los estadounidenses le valía con cerrar los ojos al mundo exterior y dejar a Europa fuera de sus pensamientos.
Cuando, con Hitler en el poder, el empuje alemán empezó a manifestarse de nuevo al tiempo que, al otro lado del mundo, el imperialismo japonés se hacía oír con estridentes y disonantes ecos, un sentimiento generalizado en la sociedad norteamericana, derivado bien de nobles aunque ilusorias inclinaciones pacifistas o bien de tendencias nacionales unilateralistas, iba a replegarse todavía más hacia el aislacionismo. «Volvamos la mirada hacia nuestro interior —propugnaba el gobernador de Pennsylvania, George Earle, demócrata liberal, en 1935—. Si el mundo ha de volverse un páramo de derroche, odio y amargura, ocupémonos todavía más seriamente de proteger y preservar nuestro propio oasis de libertad[636]». Un claro reflejo de las actitudes imperantes fue la Ley Johnson, que recibió su nombre del republicano progresista Hiram Johnson, y que fue aprobada en 1934, destinada a prohibir la concesión de créditos a los países que no habían pagado sus deudas de guerra con Estados Unidos[637]. A continuación, en 1935, con el telón de fondo de una manifiesta remilitarización alemana a gran escala y las intimidatorias amenazas italianas a Abisinia, Roosevelt abrió la puerta a una legislación que garantizaría la neutralidad norteamericana en cualquier guerra futura. El componente clave era un embargo de armas impuesto sobre todas las partes beligerantes en cualquier guerra «entre dos o más Estados extranjeros», independientemente de las simpatías norteamericanas. Roosevelt, y más aún el Departamento de Estado, habrían preferido obtener poderes para imponer un embargo de armas discrecional que distinguiera a los agresores, pero finalmente el presidente declaró sentirse satisfecho con la Ley de Neutralidad, que fue firmada por él el 31 de agosto de 1935[638].
La legislación sobre neutralidad —debido a las distintas renovaciones y enmiendas se generaron cinco leyes de neutralidad entre 1935 y 1937[639]— estaba diseñada para impedir que volvieran a darse las circunstancias que habían llevado a la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial. Junto con la Ley Johnson, la Ley de Neutralidad pondría obstáculos más adelante a los intentos de Roosevelt de ayudar a Gran Bretaña y evitar al mismo tiempo la participación en una segunda guerra europea. Pero en su momento no hizo nada, evidentemente, por impedir las agresiones cometidas por las potencias europeas. Todavía se enviaba petróleo, que no se encontraba en la lista de «instrumentos de guerra» objeto de embargo, a Mussolini (de hecho, en cantidades cada vez mayores) cuando el dictador italiano soltó sus bombarderos contra miembros de tribus etíopes en 1935[640], aunque en esa ocasión Estados Unidos pudo señalar con el dedo a los propios europeos, que, divididos y torpes en su respuesta a la crisis de Abisinia, fueron incapaces de imponer un embargo de petróleo a Italia.
Cuando en marzo de 1936 Hitler aprovechó la confusión reinante entre las democracias occidentales para remilitarizar Renania, Cordell Hull, secretario de Estado, rechazó la petición francesa de realizar una condena moral de la acción[641]. Aquél fue un ejemplo de aplicación perversa de la neutralidad, una innecesaria aprobación por omisión del incumplimiento por parte de Hitler de los tratados de Versalles y Locarno, base del orden de posguerra. Pero en el momento de los hechos, británicos y franceses se habían limitado a mantenerse al margen y dejar que éstos ocurrieran.
Y cuando Italia y Alemania proporcionaron apoyo militar a un ejército rebelde respaldado por simpatizantes fascistas cuyo objetivo era derrocar a una democracia española en apuros, el embargo de armas contemplado en las leyes de neutralidad se extendió a ambos bandos en conflicto, aunque en una guerra civil, no internacional. Una vez más, y paralelamente a la indolente actitud no intervencionista de las democracias europeas, lo que en realidad se hizo fue negar armas a los defensores republicanos de la democracia al tiempo que se permitía que los agresores recibieran el apoyo de las armas fascistas procedentes de Italia y Alemania. Y es que la Guerra Civil española estaba muy lejos, y apenas tenía eco en el interior de Estados Unidos. Es cierto que una minoría de norteamericanos —en su mayoría católicos o de izquierdas— reaccionaron (alineándose con uno u otro bando del conflicto) ante la crisis española[642], pero en enero de 1937 dos tercios de los norteamericanos no tenían opinión alguna sobre los acontecimientos que estaban firmando en España la sentencia de muerte de una democracia hermana[643].
Hasta el final de los años treinta, Roosevelt no había mostrado ninguna intención de discrepar con las tendencias aislacionistas y pacifistas dominantes en Estados Unidos. Había presenciado en primera persona los horrores del frente occidental durante su visita a la zona en 1918 y la experiencia había hecho nacer en él un duradero sentimiento de repulsión[644]. «Odio la guerra», dijo en un discurso electoral pronunciado en 1936 en una célebre frase que conmovió a la población[645]. «No somos aislacionistas —declaró—, salvó en la medida en la que tratamos de aislarnos por completo de la guerra». Y después dijo al pueblo norteamericano que la preservación de la paz dependería de las decisiones cotidianas del presidente y el secretario de Estado. «Podemos mantenernos fuera de la guerra —afirmó—, si aquellos que observan y desean adquieren una compresión suficientemente detallada de los asuntos internacionales como para asegurarse de que las pequeñas decisiones de hoy no conducen a la guerra y si al mismo tiempo poseen el valor para decir no a quienes por egoísmo o imprudencia nos conducirían a la guerra[646]». Los asesores de campaña dijeron al presidente que esa oposición a una posible guerra fue el factor más determinante en su regreso a la Casa Blanca aquel mismo año[647].
La retórica era fácil. Los acontecimientos de Europa parecían suceder muy lejos y tener poca repercusión directa para la mayoría de los norteamericanos, preocupados por llegar a fin de mes y sobrellevar los padecimientos de la vida cotidiana mientras el país avanzaba a duras penas por el camino de la recuperación económica. El Atlántico parecía proporcionar un colchón lo suficientemente grande como para proteger a los estadounidenses de los peligros que amenazaban de nuevo al incorregiblemente belicoso continente europeo. Pero no querían correr riesgos. Siete de cada diez norteamericanos pensaban en otoño de 1937 que el Congreso debería contar con la aprobación de la población en referéndum antes de dictar una declaración de guerra. Una enmienda constitucional elaborada a tal efecto, que obligaba al presidente a someterse no sólo a la decisión del Congreso sino también al resultado de un referéndum popular, fue rechazada por escaso margen en la Cámara de Representantes[648].
Mientras hablaba de paz, Roosevelt, absorbido por las cuestiones internas, hizo muy poco por preparar a Estados Unidos tanto psicológica como materialmente para el desagradable panorama de nuevas dificultades que se avecinaba, en Europa o en Asia, y que podía acabar siendo, pese a todas las buenas intenciones, imposible de evitar. Durante los años siguientes se destinó una suma mínima de dinero al rearme de la Marina estadounidense y prácticamente nada al fortalecimiento del Ejército de Tierra. De hecho, una de las primeras medidas de Roosevelt para recortar el presupuesto tras su investidura en 1933 había sido reducir el tamaño de dicha rama de las Fuerzas Armadas, ya de por sí minúscula con sus ciento cuarenta mil hombres[649]. El presidente albergaba ideales de paz, armonía, cooperación y libre comercio en todo el mundo. Y ése era un sueño noble, compartido por millones de personas con menos capacidad que el presidente para contribuir de algún modo a hacerlo realidad. Pero durante sus primeros años en el cargo, aparte de reducir la intervención estadounidense en Latinoamérica en virtud de su política de «buena vecindad» y de ofrecer la futura independencia a Filipinas, Roosevelt se contentó con relegar aquel sueño a la consideración de lejana aspiración.
Hasta 1938, encomendó en buena medida la política exterior a su secretario de Estado, Cordell Hull[650]. Nacido en una cabaña de las montañas de Tennessee, alto, de aspecto distinguido con su pelo plateado y sus ojos oscuros, inteligente aunque un tanto falto de imaginación, sumamente experimentado pero a menudo conservador hasta el límite de la obstinación, moralizador y reservado pero «franco y accesible como un viejo amigo[651]», Hull estaba profundamente entregado a los principios defendidos por el presidente Woodrow Wilson, principal arquitecto del orden europeo de posguerra. Creía firmemente que la paz mundial podía hacerse realidad sobre la base del desarme, la autodeterminación, el cambio no violento y la disminución de la rivalidad comercial[652]. Hull se mostraba vigilante pero no excesivamente preocupado por el momento con respecto a Japón y no veía razón alguna para presionar en favor de una actitud más intervencionista ante los crecientes problemas europeos. En realidad, Europa parecía constituir el mayor peligro potencial. Y sin embargo, la inmovilidad de las democracias occidentales, Francia y Gran Bretaña, que condujo a las políticas del apaciguamiento, tuvo su equivalente al otro lado del Atlántico en la indiferencia de la Administración de Roosevelt ante la creciente amenaza procedente de Alemania.
Las cosas no eran muy distintas en Asia oriental. Cuando Roosevelt, en respuesta al ataque japonés a China, pronunció un gran discurso en Chicago, corazón del aislacionismo, el 5 de octubre de 1937, pareció anunciar un cambio en la política norteamericana. Pero en realidad, no hizo sino ofrecer un anticipo de la frustración que había de aquejar a sus amigos y aliados durante los siguientes cuatro años. Roosevelt empleó la analogía de la comunidad que cooperaba durante el período de cuarentena de los pacientes en una epidemia para dar a entender que tenía que suceder lo mismo en las relaciones internaciones con respecto a quienes amenazaban ahora la paz mundial. Pero cuando Gran Bretaña pidió que se aclarase el significado de las palabras de Roosevelt en términos de acción efectiva y sugirió poco después una demostración conjunta de fuerza naval en Singapur para ahuyentar a los japoneses, Estados Unidos se echó para atrás. «Existe algo que se llama opinión pública en Estados Unidos», decía el mensaje, y no parecía que el presidente fuera a acompañar en esto a los británicos[653]. «Siempre es mejor y más seguro —comentó el primer ministro británico, Neville Chamberlain— no esperar nada de los americanos salvo palabras[654]».
Chamberlain no cambió de parecer. Cuando Roosevelt, en enero de 1938, propuso una iniciativa destinada a movilizar a algunos países de Europa y Latinoamérica para acordar los principios de las relaciones internacionales con la esperanza de que un renovado sentimiento de seguridad colectiva, respaldado por Estados Unidos, convenciera a las potencias del Eje de abandonar su carrera de agresión, el primer ministro británico se mostró reticente. Más tarde, Churchill consideraría la iniciativa del presidente estadounidense como «la última y frágil ocasión de salvar al mundo de la tiranía por un medio distinto de la guerra[655]», si bien en realidad las posibilidades de que tal acción desviara a Hitler de su rumbo eran nulas. Sin embargo, la conclusión extraída por Chamberlain iba mucho más allá de esta iniciativa en particular. El primer ministro afirmó categóricamente que, si «se metía en problemas», Gran Bretaña no podía esperar ayuda de Estados Unidos[656]. Él prefería seguir avanzando por el camino del apaciguamiento.
Estados Unidos miraba los movimientos expansionistas de Hitler de 1938 desde lejos, con inquietud, es cierto, pero en cualquier caso desde fuera. La toma del poder en Austria fue recibida con cierta resignación pero sin una sola objeción. Roosevelt hizo un llamamiento a la paz cuando tuvo lugar la crisis de los Sudetes durante el verano de 1938. Después de que las democracias occidentales dividieran Checoslovaquia en el transcurso de la Conferencia de Múnich a finales de septiembre en un vano intento de satisfacer las insaciables demandas de Hitler, Roosevelt equiparó su acción a la traición de Judas Iscariote. Pero cuando supo que Chamberlain asistiría al encuentro, cuyo inevitable resultado era la capitulación ante Hitler, Roosevelt envió un cable al primer ministro británico: «Bien hecho[657]». No sin justificación, el presidente estadounidense fue descrito en aquel momento como «un espectador impotente en Múnich, el líder débil y sin recursos de un país desarmado, económicamente herido y diplomáticamente aislado[658]».
La indignación moral en Estados Unidos ante el tratamiento dado por Alemania a los judíos aumentó, bien es cierto, a lo largo de 1938, y se desbordó tras los tristemente célebres pogroms del 9 y 10 de noviembre, las atrocidades cometidas en la «Noche de los cristales rotos» contra los judíos de Alemania. Pero Roosevelt no estaba dispuesto a dejar de aplicar el sistema de cuotas de inmigrantes para dar cabida a los desesperados refugiados judíos. Y una gran mayoría apoyó en eso a su presidente[659].
Pese a su pasividad a lo largo de 1938 mientras la ofensiva expansionista de Hitler llevaba a Europa al borde de la guerra, Múnich había hecho reconocer a Roosevelt lo ilusorio de creer que Estados Unidos podía mantenerse distante e indiferente ante lo que estaba sucediendo al otro lado del Atlántico. Sus preocupaciones con respecto a Hitler, al que veía como un «hombre desaforado» y un «chiflado», se habían agudizado[660]. El presidente se interesaba ya entonces mucho más por la política exterior; leía regularmente los cables procedentes del extranjero y discutía con frecuencia los asuntos que iban surgiendo con Cordell Hull y otros miembros del Departamento de Estado. A menudo recibía a Hull y al perspicaz, cortés y refinado aunque grandilocuente y ceremonioso subsecretario de Estado, Sumner Welles —que había asistido a la misma escuela primaria para alumnos de clase alta que el presidente, que de niño llevaba guantes blancos cuando jugaba en el campo, que todavía parecía que sentía constantemente esa «contaminación en su entorno» y que hacía gala de un comportamiento en el mejor de los casos «un tanto frío[661]»—, acostado en su cama de la Casa Blanca y apoyado sobre unas almohadas. Los tres tenían claro que había que hacer todo lo posible para evitar la guerra y, si a pesar de todo se producía, para garantizar la victoria de las democracias occidentales. Lo que no estaba tan claro era cómo conseguir esos objetivos[662].
Cuando tuvieron lugar los acontecimientos de Múnich la opinión pública estadounidense ya estaba empezando a cambiar y ver la guerra en Europa como algo probable, pero por el momento la gente no estaba dispuesta a dar la bienvenida a una derogación de la legislación sobre neutralidad, una cuestión que el presidente planteó en enero de 1939. Los meses siguientes pondrían de manifiesto la incapacidad de la diplomacia norteamericana para contener a Hitler. Sin embargo, la alteración de las prioridades de otoño de 1938 dio origen a una tangible novedad: el compromiso de rearme a gran escala, especialmente en el aire (aunque, por supuesto, eso no se conseguiría de la noche a la mañana[663]). Paralelamente quedó confirmado el compromiso personal de Roosevelt con la producción de armas para ponerlas al alcance de las democracias occidentales para su defensa, aunque éste era un planteamiento que no todos compartían, ni mucho menos, y que se topó incluso con la firme desaprobación de su aislacionista secretario de Guerra en aquel momento, Harry H. Woodring[664]. Pese a la oposición, aquello marcó el inicio de la política de ayuda a las democracias europeas sin recurrir a la guerra, una política que Roosevelt mantendría hasta diciembre de 1941.
Cuando Hitler invadió lo que había quedado de Checoslovaquia en marzo de 1939 y poco después Gran Bretaña se comprometió a proteger a Polonia, la guerra en Europa en el futuro próximo parecía prácticamente segura. Cada vez más norteamericanos estaban empezando a percatarse de que ayudar a Gran Bretaña y Francia a armarse contra la Alemania de Hitler también podía entenderse como un gesto de autodefensa. La Administración, con Cordell Hull a la cabeza, comenzaba ahora a ejercer presión en el Congreso para revocar el embargo de armas[665]. Pero fue en vano. La Cámara de Representantes en junio y el Senado al mes siguiente votaron a favor de su mantenimiento. Seis meses de intenso esfuerzo de la Administración habían terminado en un rotundo fracaso. Al dejar que Hull encabezara la lucha por la revocación y permanecer él en segundo plano en lugar de arriesgar su prestigio, Roosevelt había cometido un tremendo error de cálculo[666].
En el terreno de la diplomacia, un discurso pronunciado por Roosevelt en abril de 1939, en el que ofrecía a Hitler y Mussolini el inicio de conversaciones para resolver los asuntos del desarme y los intercambios comerciales si garantizaban que no atacarían a treinta países específicos durante los siguientes diez años, recibió una réplica fulminante por parte del dictador alemán[667]. Norteamérica no ocupaba un lugar destacado en el pensamiento de Hitler en aquel momento. El dictador alemán no había contado con la posibilidad de una intervención seria de Estados Unidos al planificar su agresión, y no sentía la necesidad de contemplar concesiones a la diplomacia de desesperación del presidente estadounidense en primavera de 1939.
Tampoco el intento de Roosevelt a mediados de agosto de 1939 de convencer a los líderes soviéticos de que lo que más les convenía era alcanzar un «acuerdo satisfactorio frente a la agresión» con Gran Bretaña y Francia obtuvo un éxito mayor. Roosevelt pidió al embajador soviético en Washington, Konstantin Oumanski, a punto de salir hacia Moscú, que dijera a Stalin «que si su Gobierno se unía a Hitler, estaba claro como el agua que en cuanto Hitler hubiera conquistado Francia se dirigiría a Rusia y que entonces sería el turno de los soviéticos[668]». Si es verdad que aquellas proféticas palabras le fueron efectivamente transmitidas, Stalin las desoyó. Al cabo de dos semanas había firmado el tristemente célebre Pacto de No Agresión con Ribbentrop. La guerra en Europa era ahora segura e inminente. Cuando se estaban leyendo ya las exequias de la paz, Roosevelt hizo un llamamiento a Hitler, al presidente de Polonia y al rey de Italia[669]. Pero sabía que era una causa perdida. Ahora sólo podía esperad a que sucediera lo inevitable.
II
El inicio de la guerra europea tuvo consecuencias obvias para Estados Unidos. Los norteamericanos no podían esconder la cabeza en la arena y fingir que no les afectaba aquel conflicto que se estaba librando a miles de kilómetros de distancia, aunque sin duda muchos lo desearan. Así lo señaló Roosevelt a sus compatriotas en una «charla junto al fuego» (como se conocían sus discursos radiofónicos dirigidos a la nación) pronunciada la noche del 3 de septiembre, el día de las declaraciones de guerra británica y francesa. «Cuando la paz se ha roto en algún lugar, la paz de todos los países de todos los lugares está en peligro —les dijo—. Por muy ardientemente que deseemos distanciarnos —prosiguió—, estamos obligados a darnos cuenta de que cada palabra que atraviesa el aire, cada barco que surca el mar, cada batalla que se libra, afecta al futuro de América». Pero él esperaba y creía, dijo, que «Estados Unidos permanecerá fuera de esta guerra». No debía extenderse el falso rumor «de que América está enviando a sus Ejércitos a los campos europeos». Estados Unidos seguiría siendo neutral, subrayó. Pero no podía pedir, añadía, «que todos los americanos sigan siendo neutrales también de pensamiento […]. Ni siquiera a un neutral se le puede pedir que cierre su mente o que cierre su conciencia[670]».
Aquella declaración venía a ser una reafirmación pública de la doctrina ya establecida de apoyo a las democracias europeas a través de medidas «sin recurrir a la guerra». Roosevelt estaba seguro del respaldo de la población a dicho planteamiento, pues era consciente de que la opinión pública defendía en su mayor parte a Gran Bretaña y Francia en el conflicto con la Alemania de Hitler. Pero también sabía que esa actitud tenía sus estrictos límites. El respaldo a las democracias no equivalía a la participación en la guerra junto a ellas. Las objeciones a la intervención directa seguían siendo tan enérgicas como siempre. La única lucha que contemplaba la mayor parte de los estadounidenses era la defensa del hemisferio occidental contra un ataque no provocado.
Las preferencias personales del presidente coincidían en realidad en buena medida con las de la opinión pública. Antes del inicio del conflicto había dejado clara su postura en varias ocasiones ante las figuras destacadas de su Administración. «Mientras yo esté en la Casa Blanca no espero ver nunca a las tropas americanas enviadas al extranjero», había declarado[671]. Y la tarde del 1 de septiembre (el día de la invasión alemana de Polonia), hablando con su Gabinete, algunos de cuyos miembros habían regresado apresuradamente de sus vacaciones, ante los retratos de los anteriores presidentes y viendo desde donde estaba el jardín de la Casa Blanca, repitió: «No vamos a entrar en esta guerra». Y comunicó a sus estrategas militares que «pase lo que pase, no enviaremos nuestras tropas al extranjero». Los oficiales del Departamento de Guerra le habían presentado un plan que calculaba las reservas suficientes para equipar una posible fuerza expedicionaria para Europa, pero el presidente se mostró categórico. «Sólo necesitamos pensar en defender este hemisferio», declaró[672]. Pero sí reconocía, a pesar de todo, que el intento de preservar la neutralidad ofreciendo al mismo tiempo la ayuda que Gran Bretaña y Francia necesitaran para resistir a la Alemania de Hitler hacía inevitable que la cuerda floja sobre la que caminaba se fuese desgastando en caso de prolongación del conflicto.
Ahora se podían tomar algunas medidas que muy poco antes habrían resultado sumamente delicadas. Roosevelt autorizó al Departamento de Guerra a constituir un Ejército de setecientos cincuenta mil hombres, más de cuatro veces su tamaño en aquel momento (aunque todavía diminuto, comparado con las vastas legiones reclutadas para las Fuerzas Armadas en Europa[673]). Además hizo que Sumner Welles dispusiera lo necesario para introducir un cordón de seguridad alrededor del continente norteamericano (excepto Canadá) como protección para los barcos aliados frente a la guerra naval y la campaña submarina alemana que previsiblemente había de tener lugar, y se encargó personalmente de ampliar la zona propuesta de las cien millas iniciales (unos ciento sesenta kilómetros) a trescientas (cerca de quinientos kilómetros[674]). Al igual que Hull, pensaba que, dadas las nuevas circunstancias, la revocación del embargo, de importancia capital si querían proporcionar ayuda a Gran Bretaña y Francia, sería ahora una tarea sencilla, y decidió convocar una sesión especial del Congreso para elaborar leyes en ese sentido[675]. Hasta entonces, no obstante, no podía eludirse la obligación de cumplir con la Ley de Neutralidad vigente, que imponía un embargo inmediato a la venta de armas y municiones a todos los contendientes, algo que desalentó e inquietó a los Aliados occidentales, a los que ahora se impedía legalmente comprar cualquier tipo de armas a Estados Unidos[676].
En realidad, la derogación del embargo de armas seguía siendo todavía entonces una cuestión sumamente controvertida, y generaba una enorme hostilidad en el potente lobby aislacionista. Roosevelt hizo de la revocación su causa particular. Si en primavera todavía se mostraba reticente, ahora decidió llevar personalmente el asunto al Congreso. Dijo que lamentaba que el Congreso hubiera aprobado la Ley de Neutralidad y que él la hubiera firmado[677]. La derogación del embargo de armas, sostenía, implicaría una verdadera neutralidad y el fin del trato igualitario a agresores y víctimas y constituiría por tanto una mejor salvaguardia de la paz que el mantenimiento de la ley original. Con la revocación, declaró, «este Gobierno reiterará clara y definitivamente que los ciudadanos americanos y los barcos americanos permanecerán lejos de los peligros inmediatos de las verdaderas zonas de conflicto[678]». La legislación necesaria acabó aprobándose en las dos cámaras del Congreso por una amplia mayoría a primeros de noviembre, tras seis semanas de intenso debate[679].
Sin embargo, el elevado grado de consenso finalmente alcanzado tenía un alto precio. Los aislacionistas lograron restaurar las disposiciones de venta al por mayor de la legislación de 1937, que habían expirado en mayo de 1939. Tales disposiciones se habían introducido para permitir que Estados Unidos continuara beneficiándose del comercio exterior al tiempo que seguía siendo neutral. Los bienes, a excepción de armas y otros artículos prohibidos, se podían vender a los contendientes siempre que fueran pagados a la recepción y transportados en barcos extranjeros[680]. Existía una prohibición absoluta sobre los créditos a los países beligerantes, ya fueran procedentes de la hacienda pública estadounidense o de banqueros privados[681]. Las disposiciones de venta al por mayor resultaban ventajosas para los países con grandes reservas de efectivo y un fuerte poderío naval. Gran Bretaña y Francia, más que Alemania, se beneficiarían de ellas en Europa. Pero en Extremo Oriente, tendrían el efecto perverso de favorecer a Japón en detrimento de China. Pese a la revocación del embargo de armas, la pregunta era si las democracias occidentales podrían pagar las armas que necesitaban y si, en caso de encontrar financiación, los estadounidenses estarían dispuestos a proporcionarles las cantidades requeridas. Ambas cuestiones quedaron sin resolver durante más de un año.
Cuando la «guerra ficticia» —por alguna razón la sarcástica expresión inventada por el senador republicano aislacionista William E. Borah acabó arraigando— se adentró en el año 1940, Roosevelt envió extraoficialmente a Sumner Welles a Roma, Berlín, París y Londres para tantear el terreno para una posible paz negociada. Welles regresó a principios de abril adecuadamente aleccionado sobre la imposibilidad de emprender una iniciativa diplomática para poner fin al conflicto. Mussolini, de hecho, había dicho que pensaba que una paz negociada entre Alemania y los Aliados era posible, a condición de que se cumplieran todas las demandas territoriales alemanas e italianas. Pero Welles se había percatado de que toda la influencia que Mussolini pudo tener una vez había desaparecido, y estaba seguro de que el Duce llevaría a Italia a la guerra cuando llegara el momento oportuno. Welles se sintió desalentado ante la beligerancia de Berlín y la baja moral de los franceses. Sólo en Londres, en la capacidad de resistencia demostrada por Winston Churchill, de nuevo en el Gabinete como primer lord del Tesoro, había encontrado algo que lo impresionara[682].
El desesperanzado informe de Welles no tuvo consecuencias inmediatas en Washington. En realidad, pocos días después del regreso del subsecretario, el ataque alemán a Dinamarca y Noruega ponía súbitamente fin a la «guerra ficticia». Un mes más tarde, el conflicto irrumpió de forma espectacular en una fase nueva y sumamente peligrosa cuando Hitler lanzó su devastadora ofensiva occidental. La oferta hecha por el presidente a Mussolini de poder actuar como intermediario en un eventual acuerdo de paz si Italia accedía a mantenerse fuera de la guerra fue, como ya hemos visto, rechazada sin ambages[683]. Como diría más tarde Sumner Welles, para los actores principales de la política exterior norteamericana, los meses de mayo y junio de 1940 fueron algo así como «una pesadilla de frustración. Pues el Gobierno de Estados Unidos no tenía forma alguna, aparte de ir a la guerra, algo a lo que en cualquier caso se oponía la inmensa mayoría de la opinión pública estadounidense, de eludir o frenar el cataclismo mundial» y, con él, la amenaza sobre Estados Unidos[684]. Habría podido añadir que ni siquiera una declaración de guerra por parte de Estados Unidos, en todo caso impensable en aquel momento, habría representado el más mínimo impedimento para Hitler ni lo habría hecho vacilar. En primavera de 1940 Estados Unidos no contaba con la capacidad militar ni logística necesaria para entrar en la guerra y poner freno a las ambiciones militares alemanas. Era muy poco lo que se había avanzado en cuestión de rearme. Cuando el primer ministro francés, Paul Reynaud, solicitó el envío de aeroplanos desde Estados Unidos, William Bullitt, embajador norteamericano en París, tuvo que decirle que no había ninguno que se pudiera utilizar[685]. De hecho, Estados Unidos sólo tenía mil trescientos cincuenta aviones disponibles en aquel momento para su propia defensa[686]. La respuesta fue la misma ante la desesperada petición de Reynaud de viejos buques de guerra. No podían prescindir de ninguno[687]. Roosevelt sólo pudo proponer el envío de algo más de dos mil pistolas, francesas por cierto, que habían sido de uso reglamentario en la Primera Guerra Mundial[688]. El Ejército regular estadounidense estaba integrado por aquel entonces por doscientos cuarenta y cinco mil hombres, lo que lo situaba en la vigésima posición mundial, un puesto por debajo de los holandeses. Sólo disponía de cinco divisiones completamente equipadas (los alemanes desplegaron ciento cuarenta y una divisiones solamente en la campaña occidental), provistas de armas que a menudo procedían todavía de la época de la Primera Guerra Mundial[689]. Y además, el traslado de tan raquítico ejército al otro lado del Atlántico no se habría podido realizar antes de que Hitler hubiera invadido ya los Países Bajos y Francia.
Cuando al final de la primavera, el 17 de junio, los franceses pidieron el armisticio y cinco días después firmaron una humillante capitulación, pocos eran los motivos para el optimismo en Washington en torno a la capacidad de Gran Bretaña de permanecer en la lucha. Lo cierto era que el nuevo primer ministro británico simbolizaba esa nueva actitud resuelta de Gran Bretaña que impresionara a Sumner Welles unas semanas antes. No en vano, en el momento de mayor desesperación, hacia finales de mayo, con el Ejército británico atrapado en Dunquerque, Churchill había convencido a sus colegas del Gabinete de Guerra de que la única estrategia racional que se abría ante Gran Bretaña era seguir resistiendo, rechazar cualquier posibilidad de negociación y esperar la ayuda norteamericana. La pregunta de si llegaría una ayuda de cierta importancia, y en tal caso cuándo, era en ese momento una pregunta sin respuesta. Churchill sólo podía esperar que sucediera, pero no contar con ello. Pero al menos ahora el Gobierno se mostraba desafiante. Y la Fuerza Expedicionaria Británica había sido rescatada de Dunquerque. El último día de la evacuación desde Dunquerque, el 4 de junio, Churchill había creado una obra maestra de la oratoria en forma de discurso ante la Cámara de los Comunes en el que expresaba aquel nuevo espíritu. «Defenderemos nuestra Isla, al precio que sea —dijo Churchill a sus oyentes norteamericanos a través de la emisión transatlántica—. Nunca nos rendiremos». Incluso si Gran Bretaña era sometida, el Imperio y la flota británica seguirían combatiendo desde allende los mares «hasta que, a su debido tiempo, el Nuevo Mundo, con todo su poder y su fuerza, dé un paso adelante en pos del rescate y la liberación del Viejo[690]».
Aquella retórica era poderosa, sin duda, y tuvo su impacto al otro lado del Atlántico, pero no pudo disipar el pesimismo dominante sobre el destino de Gran Bretaña. El embajador estadounidense en Londres, Joseph Kennedy, que se mostraba desde hacía mucho tiempo sumamente catastrofista, pensaba que después de Dunquerque Hitler haría una oferta a los británicos que no podrían rechazar[691]. Otros no encontraban razones para no creer que Gran Bretaña sería incapaz de seguir resistiendo. Roosevelt fue informado de que las posibilidades de supervivencia de Gran Bretaña eran de una entre tres[692]. El presidente tenía dudas muy profundas, y el destino de la flota británica en caso de rendición no era la menor de ellas[693].
La Administración había previsto antes de mayo de 1940 uno de estos tres escenarios: que las democracias ganaran sin ayuda activa norteamericana; que la guerra se estancase en un prolongado punto muerto en el que Estados Unidos podría estar finalmente en condiciones de mediar en una paz negociada; o que las dictaduras amenazasen seriamente con derrotar a las democracias, aunque en el transcurso de una guerra larga. Con lo que no había contado era con un cuarto escenario: una victoria alemana asombrosamente rápida y arrolladora en el oeste antes de que Estados Unidos pudiera proporcionad cualquier ayuda de cierta importancia[694]. Pero eso fue precisamente lo que sucedió. Dadas las oscuras perspectivas para la supervivencia británica, ahora la cuestión de la asistencia material a Gran Bretaña se agudizó enormemente. La ayuda era esencial si no querían que Gran Bretaña sucumbiera, aunque si finalmente ésta se veía forzada a la rendición, esa ayuda se convertiría simple y llanamente en un regalo para Hitler. Cuando al otro lado del Atlántico se asumió la magnitud de la derrota de Francia, la crítica y controvertida cuestión de la ayuda a Gran Bretaña empezó a entrar en una nueva y decisiva fase.
III
Cuando comenzó a hacer frente a las trascendentales repercusiones de la caída de Francia, Franklin D. Roosevelt, de 58 años, había emprendido hacía tiempo su octavo —y, según dictaba la tradición, último— año como presidente de Estados Unidos. La riqueza y el ejercicio de la política de alto nivel habían dado forma a su trayectoria inicial. Nacido en el seno de una familia patricia, se crió en Hyde Park, una enorme mansión en el estado de Nueva York. Su primo en quinto grado, Theodore Roosevelt, había sido presidente entre 1901 y 1909. Incluso se había casado con una Roosevelt, Eleanor, prima lejana suya y sobrina de Theodore. Eleanor sería la madre de sus seis hijos (uno de los cuales murió siendo niño). A diferencia de Theodore, Franklin se había hecho camino en política en el sector demócrata. Fue nombrado secretario adjunto de la Armada bajo el mandato de Woodrow Wilson y se presentó como candidato demócrata a la vicepresidencia en la fallida campaña de 1920. Al año siguiente sufrió una tremenda tragedia personal, al contraer la polio y quedar paralítico. Como gobernador electo de Nueva York desde 1928, Roosevelt había demostrado ser un político perspicaz y competente. Y ya había dejado su impronta combatiendo los peores efectos de la Gran Depresión en Nueva York cuando fue proclamado presidente demócrata en 1932.
Su encanto personal, su estilo aparentemente relajado, su buen humor y su afable actitud lo ayudaron a convencer a sus amigos y a aplacar a sus rivales en numerosas ocasiones mientras se abría camino entre la maleza política. Algunos de sus enemigos políticos lo acusaban de artería y doblez. Sus defensores, en cambio, admiraban su inteligencia y su hábil picaresca. A lo largo de todos sus años en el poder nunca dejó de constituir una especie de enigma. «Su desconcertante complejidad —se ha dicho de él— se había convertido en su rasgo más visible. Podía ser atrevido o prudente, informal o circunspecto, cruel o bondadoso, intolerante o resignado, refinado o casi tosco, impetuoso o reflexivo, maquiavélico o moralizador[695]». Al margen de la percepción que los demás tuvieran de él, no había duda de que cuando hizo frente a la formidable encrucijada entre guerra y paz en los críticos meses de 1940-1941, Roosevelt era el dueño y señor de la escena política en Estados Unidos.
La Casa Blanca bajo el mandato de Roosevelt ha sido descrita como «un hogar dentro de una mansión dentro de una oficina ejecutiva[696]». Era un centro de poder, eso es cierto, pero nada ostentoso, ni siquiera en las habitaciones más representativas. Roosevelt comenzaba el día leyendo los periódicos mientras desayunaba en la cama, con su capa azul con las siglas FDR bordadas en rojo echada por encima del pijama. Sus asesores personales entraban más tarde para discutir con él el programa del día. Después trabajaba a destajo en su enorme escritorio inundado de papeles del Despacho Oval, repleto de libros, grabados y fotos familiares, todos los días desde las diez en punto de la mañana, contemplando el jardín a través de unas altísimas ventanas. Solía tener numerosas visitas a las que atender a última hora de la mañana o por la tarde; en esos casos, el control del acceso al sanctasanctórum corría a cargo de su afable asesor militar, general de división Edwin W. Watson, conocido por todos como «Pa», un hombre grande y bondadoso, oriundo de Virginia, con un inconfundible gusto para la loción para después del afeitado que era blanco de numerosos y recurrentes chistes del presidente. A continuación dictaba cartas y notas a sus secretarias, su leal y siempre incondicional seguidora Marguerite «Missy» LeHand y la asistente de ésta, Grace Tully. Los representantes del Congreso tenían audiencia con el presidente los lunes y los martes. Roosevelt se encontraba con la prensa los martes por la tarde y los viernes por la mañana. Y los viernes por la tarde presidía la reunión del Gabinete. La última hora de la tarde era un momento de esparcimiento en el comedor oficial. Si no, a Roosevelt le gustaba dedicar esa hora del día a su colección de sellos (cuando no lo distraían las llamadas de teléfono u otras obligaciones). Sin embargo, esta aparentemente ordenada rutina podía verse interrumpida, y así era con frecuencia, por cualquier tipo de crisis que se hubiera producido. La forma de operar de Roosevelt daba a menudo la engañosa impresión de falta de sistematicidad, pero en realidad, era reflejo de un alto grado de implicación personal basado en la accesibilidad. El «aire de camaradería de pueblo» que caracterizaba a la Casa Blanca no dejaba ver que, de hecho, Roosevelt llevaba muy firmemente agarradas las riendas del poder[697].
La Constitución estadounidense otorgó en su momento amplísimos poderes al presidente, aunque también impuso frenos y contrapesos a su autoridad ejecutiva. Las atribuciones concedidas a los poderes legislativo y judicial, muy en particular, pretendían limitar la autoridad del mandatario y poner freno a un eventual uso abusivo de la misma. La doctrina de la separación de poderes se anticipaba a la tensión inherente a las relaciones entre el presidente y el Congreso[698].
El duopolio entre el presidente y el Congreso, el complejo equilibrio entre los poderes de cada uno de ellos, generaba la inevitable necesidad de un compromiso, al que en ocasiones se llegaba después de tediosos y prolongados procesos y el recurso a intensas presiones. La ausencia de un mecanismo rápido, tal vez impulsivo, de toma de decisiones y la aparente falta de eficiencia gubernamental eran consideradas por lo general como el precio necesario para eludir el ejercicio de un poder desmesurado. Por otro lado, en momentos de crisis internacional —y las repercusiones para Estados Unidos de la guerra en Europa y la creciente amenaza en Extremo Oriente sin duda lo eran—, la necesidad de negociar medidas de importancia vital a través de un Congreso obstruccionista podía resultar no sólo laboriosa, sino también extenuante en caso de que fuera necesaria una acción urgente. Y sin embargo, precisamente en esos casos era imperativo que el presidente contara con el respaldo de toda la nación, no sólo el de su partido. La cautela de Roosevelt, su reticencia a aceptar las resueltas acciones que propugnaban a veces sus consejeros, reflejaba esa acusada sensibilidad ante la necesidad de llevarse al país consigo. Y era muy consciente de que la nación estaba dividida en torno a la decisiva cuestión de la participación de Norteamérica en la guerra europea, pues estaba a favor de ofrecer más apoyo material a Gran Bretaña, eso sí, pero se oponía en una proporción de cuatro a uno a entrar en el conflicto[699]. Roosevelt daba frecuentes muestras de una consumada pericia política en su trato con el Congreso. Sin embargo, cada vez estaba más dispuesto a pasar por encima de él mediante el uso de sus prerrogativas, en ocasiones ingeniosamente justificadas, con el fin de emprender una acción que, de otro modo, podría haberse visto frustrada o retrasada por un interminable debate[700].
Cada presidente imprime su inimitable estilo propio en el ejercicio del poder. Roosevelt era un hombre de ideas audaces, aunque sin una ideología coherente. Estaba dispuesto a experimentar y a echarse atrás después si sus iniciativas se revelaban inviables[701]. Irradiaba confianza, y su cordial afabilidad contribuía a la aceptación de su tendencia a presionar hasta el límite de lo posible a quienes lo rodeaban. Se centraba en el fin, no en los medios. Los detalles de cómo hacer que algo se llevara a cabo los podía dejar en manos de otros[702]. Se desesperaba con las burocracias formales, a las que veía a menudo como un obstáculo que tenía que eludir. Sus intereses abarcaban numerosos ámbitos del espectro político, aunque había muchas áreas de actuación en las que no se implicaba personalmente. Mientras que, por ejemplo, podía quedar absorto estudiando cuestiones relacionadas con la Armada, una pasión procedente de sus días como testigo de la Primera Guerra Mundial, también podía prestar una atención meramente superficial a asuntos que no llamaran su atención[703]. Sus divagaciones a la hora de abordar los problemas podían acabar irritando a aquellos de su entorno que defendían un análisis más directo y desapasionado. La impaciencia de Stimson por actuar y la prudencia y las improvisaciones ad hoc de Roosevelt llevaron al secretario de Guerra a escribir con cierto tono de frustración que «es literalmente un gobierno al vuelo» y que la conversación con el presidente era «como perseguir un rayo de sol vagabundo por una habitación vacía[704]». A pesar de todo, Stimson, al igual que otros, acabó apreciando la inveterada perspicacia de Roosevelt a la hora de lograr, en ocasiones con paciencia, cautela y medios indirectos, el avance de las medidas que quería adoptar. Y nadie confundía en Roosevelt prudencia con debilidad. En la formulación de la política y en la toma de las decisiones clave, a nadie le cabía ninguna duda de la absoluta primacía de Roosevelt.
El Gabinete, consejo asesor del presidente, cumplía un papel muy limitado como órgano colectivo en la toma de decisiones. A diferencia del Gobierno en el sistema parlamentario británico, cuyos miembros son elegidos para el Parlamento y comparten la responsabilidad colectiva de las líneas de actuación, el sistema de Estados Unidos, basado en la pericia específica de los individuos que se incorporan directamente en el Gobierno y con un claro divorcio entre los poderes legislativo y judicial, fomenta que el presidente trate de forma bilateral con cada uno de los distintos departamentos de su Administración. Roosevelt intensificó esta tendencia inherente mediante la competencia y las líneas de demarcación a menudo variables y poco claras entre sus colaboradores[705]. El Gabinete desempeñaba una función muy reducida a la hora de coordinar el programa de defensa y de abordar asuntos críticos de política exterior. Las decisiones, cuando no podían aplazarse, las tomaban conjuntamente el presidente y el correspondiente encargado dentro del Gabinete o se alcanzaban tras un debate en el que participaban los miembros más directamente implicados[706].
A partir de la primavera de 1940, la creciente crisis empezó a exigir una gestión más flexible y dinámica. Tras el triunfo alemán en Europa occidental en mayo y junio de 1940 surgió la urgente necesidad de colocar a la nación en posición de defensa. Hubo que realizar un formidable y tardío esfuerzo para movilizar la economía para la defensa y rearmarse a toda velocidad. Y, dado que la seguridad nacional estaba inextricablemente ligada al destino de Gran Bretaña y Francia, había que intentar evitar la destrucción de las democracias occidentales[707]. Roosevelt empezó entonces a ejercer más de comandante en jefe que de presidente de una Administración civil, centralizando la orquestación de la defensa en sus propias manos. Procuró evitar el trámite del Congreso sin despertar sus recelos, empleando leyes que databan de la Primera Guerra Mundial para crear nuevos organismos de defensa y evitar tener que legislar, fortaleciendo de paso su propia posición. Estaba empezando «a improvisar un nuevo Gobierno dentro de un Gobierno[708]».
En mayo de 1940 creó la Oficina de Gestión de Situaciones de Emergencia, destinada a coordinar el trabajo de todas las agencias gubernamentales encargadas de la defensa. Poco después, hacia finales de mes, reactivó el Consejo de Defensa Nacional, órgano que reunía a seis oficiales del Gabinete y que había permanecido inoperante desde la Primera Guerra Mundial, y junto a él fundó una Comisión Asesora para la Defensa Nacional integrada por seis miembros, líderes empresariales y experimentados administradores[709]. Sin embargo, estas organizaciones sólo impresionaban sobre el papel. La Oficina de Gestión de Situaciones de Emergencia era un simple marco aglutinador que permitía a Roosevelt fundar y controlar agencias de producción sin recurrir al Congreso[710]. El Consejo de Defensa Nacional, en teoría núcleo de la campaña defensiva y conformado por funcionarios del Gabinete con cometidos relativos a dicha materia, no era sino «una ficción administrativa», y jamás llegó a reunirse[711]. Y la Comisión Asesora presentaba la «anomalía administrativa» de carecer de presidente: un grupo de expertos sin líder y sin poder, cada uno de ellos responsable solamente ante Roosevelt. Definir sus responsabilidades, se ha dicho, «representaba un problema metafísico». La confusión y la tensión jurisdiccional entre la Comisión y las administraciones gubernamentales competentes en los departamentos de Guerra, Armada y Tesoro fueron el inevitable resultado de todo ello. Entre tanto, el poder del presidente se fue ampliando[712]. Su fuerte temperamento igualaba a su sentido de la responsabilidad constitucional. No estaba dispuesto a delegar su autoridad en ninguna organización que pudiera debilitar su control directo y personal; pensaba que hacer eso habría sido una irresponsabilidad desde el punto de vista constitucional[713].
En junio de 1940 Roosevelt realizó dos importantes cambios de personal que afectaron a la configuración de la política de defensa. Incorporó a Frank Knox como secretario de la Armada y a Henry L. Stimson como secretario de Guerra. Aquellos nombramientos fueron una gran muestra de perspicacia en un año de elecciones. Tanto Knox como Stimson habían sido miembros destacados de anteriores Administraciones republicanas. Knox, de hecho, había sido el candidato republicano a la vicepresidencia en 1936, en tanto que Stimson contaba con una larga experiencia previa bajo presidentes republicanos como secretario de Guerra y, a comienzos de los años treinta, como secretario de Estado. Pero además de ampliar la representación política de su Administración y conferirle una imagen bipartidista en un momento de crisis nacional, Roosevelt también fortaleció enormemente su propia autoridad al ocuparse de la defensa[714]. El anterior secretario de la Armada, Charles Edison, había sido sumamente incompetente, mientras que Harry H. Woodring, al que el presidente destituyó ahora de su cargo como secretario de Guerra, se había revelado especialmente poco indicado para el puesto, con unas tendencias aislacionistas completamente incompatibles con la urgencia de la situación[715]. Con Knox y Stimson, Roosevelt tenía ahora situados en altos cargos a dos hombres que propugnaban una política de defensa más enérgica; en realidad, eran considerablemente más radicales en el respaldo a la línea dura que el propio presidente, y estaban dispuestos a empujar a éste en una dirección que a menudo parecía no querer tomar.
Knox, cuya afable actitud iba de la mano con unas firmes creencias políticas, había asumido el cargo de editor del Chicago Daily News en 1931, dando voz al republicanismo moderado e antinacionalista en una región dominada por el estridente aislacionismo del Chicago Tribune[716]. Stimson, ya septuagenario, abogado de profesión aunque con muchos años de dedicación al servicio público, se convirtió pronto en el hombre fuerte de la Administración. Era una persona de firmes principios, basados en la rectitud moral y el respeto a la ley. Tenía el aspecto apropiado: pelo plateado con raya en medio, bigote abundante y aire de obstinada decencia. Sus subordinados lo llamaban coronel Stimson, rango que había ostentado en la Primera Guerra Mundial. El presidente lo llamaba Harry. Stimson aborrecía el nazismo con todas sus fuerzas y sentía poco respeto por los pusilánimes políticos de Gran Bretaña y Francia que no habían sabido hacer frente a Hitler. Era un eficiente administrador, dado a decir lo que pensaba, con tendencia a mostrarse impaciente, e incluso brusco —también con el propio presidente—, cuando se sentía frustrado por algo que percibía como falta de dirección o de empuje[717]. Stimson vino a aportar un muy necesario dinamismo y, pese a su avanzada edad, una gran vitalidad al urgente programa de rearme.
Gracias al nombramiento de Knox y Stimson, Roosevelt tenía ahora dos cargos cruciales para los aspectos militares de la política exterior ocupados por hombres dispuestos a respaldar, tanto en privado como en público, la preparación militar de Estados Unidos y la ayuda a Gran Bretaña[718]. Stimson, en particular, se convirtió en el más ardiente defensor de la intervención en la guerra europea. El profundo interés de Roosevelt en asuntos navales lo llevó a involucrarse de forma activa en la planificación de operaciones para la Armada. Pocas veces se veía con Knox a solas, y a menudo trataba directamente con el almirante Harold «Betty» Stark, jefe de Operaciones Navales, invariablemente dócil ante las propuestas del presidente, y con el adusto comandante en jefe de la Flota Atlántica, almirante Ernest J. King. Con respecto al Ejército de Tierra, Roosevelt actuó de manera distinta. Se reunía regularmente a solas con Stimson, y no sólo para tratar asuntos del Ejército. Y, probablemente para no ofender el sentido del protocolo de su secretario de Guerra con la forma en la que le gustaba llevar su departamento, raras veces veía al máximo mandatario del Ejército de Tierra, jefe del Estado Mayor, general George C. Marshall, si no era en presencia de Stimson[719]. El excepcionalmente diestro e imponente y sumamente austero Marshall, alto, de pelo canoso e intensos ojos azules, entabló una excelente relación de trabajo con Stimson[720]. Marshall tenía fama de hablar sin rodeos a sus superiores. En otoño de 1938 anunció su presencia en una importante reunión manifestando su absoluto desacuerdo con Roosevelt. Casi todos pensaron entonces que su prometedora carrera había terminado. Pero precisamente Roosevelt hizo uno de los más destacados nombramientos algunos meses más tarde al conceder a Marshall el puesto de jefe del Estado Mayor. No obstante, las rígidas formalidades no dejaron de respetarse. Marshall siempre llamaba a Roosevelt «señor presidente», y decidió abstraerse de su encanto y no reírle nunca los chistes. Y después del primer desaire por su parte, Roosevelt jamás volvió a llamarlo «George[721]».
En mayo de 1940, después de que Roosevelt rechazase de plano la propuesta del Ejército de Tierra de una asignación de 657 millones de dólares, Marshall se dirigió al presidente y expuso todos los argumentos en favor de la financiación, concluyendo así: «Si no hace algo […] y lo hace enseguida, no sé lo que le va a suceder a este país». Roosevelt dio marcha atrás en su decisión. Marshall hablaría más tarde de aquello como la acción que había puesto fin al atolladero[722]. No obstante, el jefe del Estado Mayor siguió oponiéndose, junto con los estrategas del Ejército, a una intervención armada hasta haber consolidado la fuerza militar efectiva. Hasta principios de otoño de 1941 no empezó a defender la guerra. En verano del año anterior, la postura del Ejército era clara. La entrada en la guerra provocaría ataques contra Estados Unidos por parte de Alemania, Italia y posiblemente Japón. «Nuestra falta de preparación para hacer frente a tal agresión a su mismo nivel es tan grande que, mientras podamos elegir, deberíamos evitar la contienda hasta que podamos estar adecuadamente preparados[723]».
Esto no impidió que Stimson y Knox, los «halcones» con mayor influencia sobre Roosevelt, impusieran a éste una postura inflexible frente a las potencias del Eje y Japón al tiempo que defendían cualquier acción para potenciar al máximo el rearme. Uno de sus más entusiastas seguidores era Henry Morgenthau, secretario del Tesoro desde hacía mucho tiempo y amigo personal del presidente, que creía, como Stimson, que el nazismo sólo podía ser derrotado si Estados Unidos lograba reunir lo antes posible todo su poderío material. Morgenthau, encargado de la colosal tarea de organizar la producción de materiales para la guerra (que tradicionalmente había recaído sobre el Departamento de Guerra), acabó estableciendo una buena relación de trabajo con el secretario de Guerra, basada en el respeto mutuo y una estrecha colaboración[724]. Otro firme partidario de la línea dura era el brusco y franco secretario del Interior, Harold L. Ickes, antiguo republicano y miembro del Gabinete desde 1933 que, al igual que Morgenthau, estaba convencido de que la necesidad de evitar la crisis exigía una acción contundente[725].
El Departamento de Estado, por su parte, constituía una especie de contrapeso a las belicosas tendencias de los responsables de los asuntos militares y de defensa. Eso no quiere decir que Cordell Hull, secretario de Estado desde 1933, defendiera una línea blanda frente a los agresores en Europa o en Extremo Oriente. Dechado de rectitud en materia de asuntos exteriores, detestaba el fascismo y se inclinaba por una actitud igualmente dura en su condena moral de los japoneses, pero su inveterada prudencia lo hacía sentirse inquieto ante la posibilidad de una acción que pudiera servir como innecesaria provocación[726]. La perspectiva de que Japón sacase provecho en el Pacífico de una eventual intervención de Estados Unidos en Europa era ciertamente preocupante, también para el presidente. Roosevelt se contentaba con dejar que el cauto y experimentado Hull se ocupara de Extremo Oriente con una injerencia mínima y conservara una frágil paz en el Pacífico evitando provocar a los japoneses y conteniendo cualquier acción que pudiera refrendar su agresión a China. El Atlántico era otra cosa muy distinta, y allí Roosevelt desempeñaba un papel más directo y manifiesto. No obstante, incluso en Extremo Oriente, la autoridad estaba dividida. Hull no era responsable de la disuasión militar ni de las restricciones militares[727]. Es más, en realidad se encontró con que las cuestiones importantes eran encomendadas a su subsecretario, Sumner Welles, amigo y confidente del presidente y un rival al que miraba con cierta animosidad y amargo resentimiento[728].
La variedad de opiniones existente entre los más estrechos consejeros del presidente, desde la precavida cautela de Hull hasta el intervencionismo sin ambages de Stimson, permitía a Roosevelt oscilar a su antojo entre las distintas opciones. Hull era uno de los pocos elegidos que podía ver al presidente más o menos a voluntad. Debido al cargo que ocupaba, resultaba esencial que así fuera. Pero no existía empatía personal entre ellos, y la posibilidad del contacto inmediato no daba mucho más de sí. Sólo Stimson, Welles y, especialmente, el consejero más leal de Roosevelt durante mucho tiempo, Harry Hopkins —su «arreglatodo» del «New Deal», que pertenecía desde el principio a su séquito más estrecho, tenía conocimiento de casi todos los asuntos, disponía incluso de un apartamento en la Casa Blanca y era tildado por sus oponentes de taimado, manipulador e intrigante—, tenían acceso cuasiautomático al presidente, y eran los que estaban más directamente expuestos a su pensamiento. Hopkins, fumador empedernido, demacrado y delicado de salud tras padecer una gravísima enfermedad, pero con una inquebrantable afición a las carreras de caballos y los clubes nocturnos, infatigable, franco, con el don de llegar al meollo de cualquier cuestión y absolutamente leal a Roosevelt, con «una percepción extrasensorial» de los estados de ánimo de éste, se convirtió en un indispensable conducto para quienes desde el círculo más cercano al presidente trataban de atraerse urgentemente su atención.
Este grupo —Stimson y Knox, sus uniformados jefes de servicio, Stark y Marshall, Hull y Hopkins— empezó entonces a reunirse con asiduidad creciente en la Casa Blanca. Stimson lo apodó el «Consejo de Guerra». Era lo más aproximado al Comité de Defensa del Gabinete de Guerra británico y lo más cerca que estuvo Roosevelt de contar con un marco institucionalizado para la toma de decisiones en materia de seguridad nacional. No obstante, el presidente se aseguró de que el grupo no cristalizara en un organismo burocrático formal, y se reservó la flexibilidad de intervenir o supervisar según su criterio, dependiendo del asunto en cuestión. «Todos los hilos de la política —se ha dicho con total fundamento— llevaban en última instancia a la Casa Blanca[729]».
Roosevelt no tenía dificultades para asegurarse de que sus consejeros adoptaban la línea escogida por él. Ya fueran partidarios de una actitud combativa o más pacíficos, accedían, aunque contrariados en ocasiones, a las opciones a menudo vacilantes de Roosevelt en cuanto al modo de actuación. Las dificultades del presidente residían, como siempre, en la forma en la que sus acciones eran acogidas en el Congreso y, más allá, entre la opinión pública y sus grupos de presión organizados. Y en esto Roosevelt se mostraba extremadamente cauto. El Congreso todavía tenía mayoría demócrata en las dos cámaras, pero las elecciones de mitad de mandato de 1938 habían fortalecido sustancialmente las bases de la oposición a Roosevelt. El alineamiento con los republicanos de algunos comités clave de demócratas conservadores, principalmente de los estados del sur, podía complicar mucho las cosas al presidente. En particular, la ruidosa minoría aislacionista, respaldada por importantes medios de prensa (muy especialmente el influyente diario Chicago Tribune) y grupos de presión, supo aprovechar un sentimiento muy extendido comprensivo con la difícil situación que estaban atravesando las democracias europeas pero opuesto a la participación norteamericana en la guerra. Los grupos de presión, a favor y en contra de la intervención, explotaron el clima imperante y acrecentaron considerablemente sus bases de apoyo, así como su respaldo económico.
Conforme la campaña para las elecciones presidenciales iba ganando impulso a lo largo del veranó y el otoño, una organización aislacionista, America First («América primero»), fundada a principios de septiembre, de profundas simpatías Republicanas y sumamente crítica con la política exterior de Roosevelt, registró el surgimiento de varios grupos locales por todo el Medio Oeste (con Chicago como centro de operaciones) y en el noreste. El principal argumento de su abundantísima propaganda, machacado hasta la saciedad en el transcurso de gigantescas reuniones de masas, era que Hitler no amenazaba a Estados Unidos y que la ayuda a Gran Bretaña sólo podía conducir a la entrada de Norteamérica en la guerra de Europa[730]. America First había sido creada como contra-lobby del Comité para Defender América Ayudando a los Aliados, que inició su andadura en mayo de 1940 y estaba presente en todos los estados a excepción de Dakota del Norte. El Comité se anunciaba profusamente en la prensa y la radio nacional, había recaudado un cuarto de millón de dólares en julio y no escatimaba peticiones al presidente y el Congreso. La propaganda de ambos lados dejó su huella en la opinión pública. Había una mayor disposición a ofrecer a Gran Bretaña más apoyo material, pero en general la población seguía aferrada a los principios de neutralidad y aislamiento[731]. El avance alemán por los Países Bajos y la cada vez más precaria situación de Francia y Gran Bretaña en mayo de 1940 inquietaban profundamente a los estadounidenses. Los sondeos revelaban que sólo alrededor del 30 por 100 creía aún en una victoria aliada, mientras que el 78 por 100 temía que una Alemania triunfante ejerciera su influencia en Sudamérica, y el 63 por 100 pensaba incluso que Hitler se apoderaría de parte del territorio del continente americano[732]. Preocupada por su propia seguridad, la población se sentía alarmada ante el estado de preparación de su país, pero seguía dividida en torno a lo que Estados Unidos debería estar haciendo para ayudar a los Aliados y opuesta en su inmensa mayoría a la intervención directa en el conflicto europeo.
Este era el clima generalizado en la opinión pública con el que se enfrentó Roosevelt en verano y otoño de 1940. Aquella atmósfera coincidió con una cuestión interna esencial: ¿debía presentarse Roosevelt a la reelección para una tercera legislatura sin precedentes?, y constituyó al mismo tiempo el telón de fondo del dilema más crítico y controvertido en materia de política de defensa que se había planteado por el momento: ¿debía Estados Unidos acceder a la petición de Churchill y apoyar de forma tangible, mediante la venta de cincuenta destructores, el desesperado intento de Gran Bretaña de resistir frente a la perspectiva de la invasión alemana? Esa fue la primera de las dos decisiones capitales que Roosevelt tomaría durante los meses siguientes. Juntas, ambas resoluciones acabarían reconfigurando la alianza entre Estados Unidos y Gran Bretaña y allanando el camino para una cooperación cada vez mayor en la lucha contra la Alemania de Hitler.
IV
El 15 de mayo de 1940 Winston Churchill envió la primera carta como primer ministro de la que se convertiría en una voluminosa y absolutamente trascendental correspondencia con Roosevelt. Los dos mandatarios se habían reunido ya brevemente en 1918, aunque el encuentro dejó más huella en Roosevelt que en Churchill (que no se acordaba de la reunión): el futuro presidente estadounidense recordaba al futuro primer ministro británico como un «canalla[733]». Después, durante la Segunda Guerra Mundial, veía en Churchill a un reaccionario social con anticuadas y «victorianas» opiniones, y censuraba su célebre aguante para el alcohol. Cuando se enteró del nombramiento de Churchill como primer ministro, dijo que suponía que era el mejor hombre disponible, aunque estuviera borracho la mitad del tiempo. Churchill, por su parte, también expresó su preocupación por los hábitos de Roosevelt en cuestión de bebida, aunque en este caso era el gusto del presidente por la mezcla de vermut seco y dulce lo que horrorizaba al primer ministro británico. Hablando de asuntos más serios, antes de la guerra Churchill se había mostrado crítico con la recesión económica en Estados Unidos, que atribuía a los encontronazos de Roosevelt con el alto empresariado. Se alegró de presenciar los comienzos del rearme norteamericano, por muy limitados que fueran, aunque durante la primavera y el verano de 1940 todavía albergaba dudas sobre el compromiso de Roosevelt con los intereses británicos[734].
Churchill y Roosevelt habían intercambiado una serie de cartas personales desde el inicio de la guerra europea, cuando el primero fue nombrado ministro de la Marina. Roosevelt inició la correspondencia el 11 de septiembre de 1939 con la primera de las casi dos mil cartas y notas intercambiadas en el transcurso de los siguientes cinco años y medio[735]. Probablemente, Roosevelt interpretó aquellas primeras misivas como una forma de mantener un conducto personal de comunicación, paralelo a los canales oficiales, abierto al Gobierno británico una vez empezada la guerra en Europa[736]. El interés de Churchill era simple y llano: «Era bueno alimentar [a Roosevelt] cada cierto tiempo», dijo al ministro de Exteriores, lord Halifax[737]. Pese a unos inicios tan poco halagüeños, acuella correspondencia contribuiría a erigir una relación personal entre Roosevelt y Churchill que acabaría teniendo un valor inestimable en la creación de los vínculos entre Estados Unidos y Gran Bretaña en 1940-1941 que darían paso finalmente a una auténtica alianza de guerra. Pero todavía quedaba mucho por recorrer cuando Churchill envió su carta al presidente norteamericano el 15 de mayo de 1940.
El primer ministro comenzaba describiendo el deprimente panorama de Europa occidental, donde, al ritmo del avance alemán, «los pequeños países son devastados sin más, uno a uno, como astillas». Suponía que Mussolini intervendría «para compartir el botín de la civilización» y preveía un ataque a Gran Bretaña en el futuro próximo. Gran Bretaña, decía, seguiría luchando sola, si era necesario. «Pero confío en que se dé cuenta, Sr. Presidente —continuaba—, de que la voz y la fuerza de Estados Unidos pueden no valer nada si se ocultan demasiado tiempo. Se puede encontrar con una Europa completamente subyugada y nazificada establecida con asombrosa rapidez, y el peso puede ser más del que podamos soportar». Y entonces abordaba el objeto central de su carta: su lista de la compra. «Todo lo que pido ahora es que proclame la no beligerancia, que significaría que ustedes nos ayudarían con todos los medios sin recurrir a la movilización efectiva de sus Fuerzas Armadas. Las necesidades inmediatas son, en primer lugar, el préstamo de cuarenta o cincuenta de sus destructores más viejos para poder salvar la brecha entre lo que tenemos ahora y el enorme proyecto que emprendimos al comienzo de la guerra». Después añadía, por si acaso, que Gran Bretaña también quería «varios cientos de aviones de último modelo» junto con equipamiento antiaéreo y municiones, acero y otros materiales. Gran Bretaña seguiría pagando en dólares todo el tiempo posible, escribía, pero «me gustaría estar razonablemente seguro de que cuando ya no podamos pagar ustedes seguirán proporcionándonos el material igualmente[738]».
La carta no se perdía en insinuaciones. Reflejaba la esperanza, más que la certeza, generalizada entre los dirigentes británicos de que Estados Unidos no dejaría que Gran Bretaña se hundiera, y de que «cuando se nos acaben los dólares y el oro, los créditos o los regalos no supondrán un problema[739]». Nadie se hacía ilusiones en el Gobierno británico sobre la importancia de dicha ayuda. El 25 de mayo, resumiendo sus planes de contingencia aplicables en caso de que Francia cayera, los jefes del Estado Mayor británico manifestaron su convicción de que Norteamérica «está dispuesta a ofrecernos toda la ayuda económica y financiera, sin la que no creemos que pudiéramos continuar la guerra con alguna posibilidad de éxito[740]». Todavía había esperanzas de que Estados Unidos fuera un poco más allá. A mediados de junio casi todos coincidían en que lo que Gran Bretaña necesitaba era una declaración de guerra inmediata por parte de Estados Unidos. Unos pocos pensaban, en cambio, que probablemente el suministro de material excedente estadounidense, incluidos los destructores, haría innecesaria su entrada en la guerra y el envío de una fuerza expedicionaria estadounidense a Europa[741].
Ayuda para mantener a Norteamérica fuera de la guerra europea, no para arrastrarla a ella: ése era el razonamiento cada vez más empleado en la Administración Roosevelt. Pero incluso esa postura sobrepasaba los criterios de la opinión pública en aquel momento. En mayo de 1940 sólo el 35 por 100 de los encuestados en los sondeos de opinión defendía la ayuda a Gran Bretaña y Francia arriesgándose a que Estados Unidos acabara interviniendo[742]. Para Roosevelt, la petición hecha por Churchill el 15 de mayo suponía pedir demasiadas cosas demasiado pronto. Acceder a ello significaba jugársela en primer lugar con la opinión pública y en segundo lugar con quienes desde la Administración abogaban por esperar a ver cómo terminaba la batalla por Francia. ¿Podría la ayuda norteamericana, si finalmente se acordaba, ser suministrada a tiempo? ¿No corría el grave peligro de acabar engullida sin más en la derrota que estaba a punto de llevarse por delante no sólo a Francia sino, al parecer, muy probablemente también a Gran Bretaña? El embajador norteamericano en Londres, Joseph Kennedy, pesimista hasta el límite del derrotismo, recomendó prudencia. El 15 de mayo transmitió la impresión que se había llevado tras su encuentro con Churchill de que Gran Bretaña sería atacada en el transcurso de un mes. Pensaba que Estados Unidos corría el peligro de «cargar con el muerto de una guerra en la que los Aliados creen que serán derrotados», y advertía de «que si tuviéramos que luchar para proteger nuestras vidas, sería mejor luchar en nuestro propio terreno[743]». George Marshall, jefe del Estado Mayor, sostenía que al satisfacer las necesidades de los británicos se debilitaría seriamente la defensa hemisférica norteamericana. Sólo se podría facilitar en todo caso un número limitado de armas[744]. Y Roosevelt, por su parte, había recibido información a su entender fiable sobre la posibilidad de que Hitler hiciera a Gran Bretaña una oferta de acuerdo basada en la rendición de las colonias británicas y, lo que era si cabe más importante, de la flota[745].
La inmediata respuesta del presidente a la solicitud de Churchill, recibida en la sede del Gobierno en Whitehall el 18 de mayo, fue, en consecuencia, amable en el tono pero esquiva en el contenido. Aunque haría todo lo posible por facilitar el suministro de equipamiento (y de hecho había tomado ya a toda prisa la decisión de reunir como pudiera todos los aviones de combate disponibles para enviarlos a Francia, por pocos que fueran[746]), la petición de que les prestaran o regalaran cuarenta o cincuenta destructores fue rechazada de plano. Existían impedimentos legales y también políticos, y el Departamento de la Marina se negaba a deshacerse de cualquier barco cuando la seguridad nacional revestía una importancia tan considerable[747]. En estos términos fue redactada la respuesta del presidente. El préstamo o la entrega sin más de los destructores, afirmaba, requerían la autorización del Congreso, y señalaba que en aquel momento conseguir eso era muy poco probable. Además, se necesitaban los destructores para patrullar las aguas norteamericanas. En cualquier caso, no podrían ser trasladados a tiempo para tener alguna influencia en la batalla por Europa. La petición de una declaración de no beligerancia fue obviada sin más[748].
Así quedó por el momento el asunto de los destructores, pero no por mucho tiempo. Los acontecimientos de Europa occidental, que se estaban precipitando a un ritmo alarmante, eran el foco de atención de Estados Unidos, tanto dentro de la Casa Blanca como fuera de ella. Sin embargo, la fuerte y generalizada oposición a la intervención norteamericana seguía siendo el rasgo más marcado de la opinión pública a finales de mayo de 1940. Según una encuesta de opinión publicada el 29 de mayo, sólo el 7,7 por 100 de la población defendía la entrada inmediata en la guerra. La cifra ascendía a un 19 por 100 a favor de la intervención en caso de que la derrota de los Aliados pareciera inevitable. Pero el 40 por 100 se oponía a la participación norteamericana bajo cualquier circunstancia[749]. El desesperado ruego del primer ministro francés, Paul Reynaud, para que Estados Unidos declarase la guerra inmediatamente y actuase enviando su flota atlántica a aguas europeas no podía sino caer en saco roto dada la situación reinante, y así habría sucedido aunque el presidente hubiera sido por naturaleza más inclinado a la intervención directa norteamericana de lo que lo era en realidad[750]. Habían de pasar todavía muchos meses antes de que la opinión pública estadounidense se hiciera a la idea de un país de nuevo en guerra. Pero a pesar de todo, la opinión empezó a cambiar muy pronto. Con el país entero pegado a sus aparatos de radio, escuchando las noticias del desastre diario procedentes de Europa, la caída de Francia y el inminente peligro sobre Gran Bretaña agudizaron la conciencia de la amenaza que suponía para Estados Unidos la hegemonía alemana en el Atlántico. El sentimiento aislacionista se fue debilitando, incluso en el corazón del Medio Oeste. Clara muestra de ello fue el rápido incremento del apoyo al Comité para Defender América Ayudando a los Aliados, el grupo de presión recientemente fundado por William Allen White, editor de prensa y antiguo defensor de la legislación sobre neutralidad, cuyo objetivo era movilizar a la opinión pública en favor de una postura intervencionista[751]. Cuando, el 10 de junio de 1940, día en el que Italia se sumó a la guerra, Roosevelt anunció que Estados Unidos iba a «facilitar a los opositores a la fuerza los recursos materiales de esta nación» y a activar la defensa estadounidense, no hizo sino transmitir el sentir de la población[752]. Cuatro de cada cinco norteamericanos encuestados en junio estaban a favor de ofrecer más apoyo material a Gran Bretaña, y dos tercios, conscientes de lo que ello podría suponer, pensaban que Estados Unidos entraría en la guerra tarde o temprano[753].
También se generalizó un apoyo masivo, incluso en círculos antes incondicionalmente aislacionistas, a un rápido y completo rearme. El Congreso secundó la petición del presidente de multiplicar por cinco los gastos de defensa en 1940, lo que suponía conceder un total de diez mil quinientos millones de dólares, una cifra impensable tan sólo un año antes[754]. Pero la capacidad productiva todavía era muy baja. Los grandes beneficios del rearme no quedaron de manifiesto hasta 1942. Y la cuestión de qué y cuánto enviar a Gran Bretaña, aislada y en grave peligro tras la caída de Francia, tendía a dividir, en lugar de unir, a los encargados de decidir sobre la materia. El asunto de los destructores, del que el grueso de la población seguía sin saber nada, había quedado aparcado, pero no iba a desaparecer.
Churchill respondió a Roosevelt en cuanto recibió su carta para manifestarle que comprendía, aunque lamentaba, la decisión de no facilitarle los destructores. La batalla por Francia todavía seguía librándose, y Churchill, en una nota previa, ya había afirmado que la asistencia norteamericana debía llegar pronto para poder tener alguna incidencia en el combate. A continuación describía con toda crudeza la «pesadilla» que desencadenaría la derrota de Gran Bretaña. «Si se acabara con los miembros de la actual Administración —escribía— y entraran otros a parlamentar entre las ruinas, no pueden ustedes cerrar los ojos ante el hecho de que la única baza restante para la negociación con Alemania sería la flota, y si este país fuera abandonado a su suerte por Estados Unidos, nadie tendría derecho a culpar a los responsables de entonces si consiguieran las mejores condiciones posibles para los ciudadanos supervivientes[755]». Roosevelt no envió su respuesta inmediatamente, pero las palabras de Churchill dieron en el blanco. En un encuentro con los líderes empresariales, el presidente estadounidense señaló poco después que si desaparecían la flota británica y el Ejército de Tierra francés, «nada se interpone entre América y esas nuevas fuerzas de Europa[756]». Y de hecho, el Ejército francés no tardó en quedar apartado de escena. En virtud de los términos del armisticio firmado con Alemania, la Armada francesa quedaba intacta, y se emplazaba en el norte de África para ser «desmovilizada y desarmada bajo control alemán o italiano[757]». El peligro de que los alemanes se quedaran con ella era evidente. Quedaba la Armada británica, y había que hacer todo lo posible por evitar que cayera en manos alemanas. Ya se estaba pensando en la posibilidad de hacerla desaparecer al otro lado del Atlántico, en Canadá, si Gran Bretaña caía, pero en aquel preciso momento la Armada era crucial para las opciones de Gran Bretaña de sobrevivir a una invasión alemana. En los confines de las aguas costeras británicas, el barco de combate más importante era el destructor. Y de los alrededor de cien destructores disponibles en aguas nacionales al comienzo de la guerra, casi la mitad habían sido destruidos o dañados[758]. Si los destructores americanos podían ayudar a mantener a Gran Bretaña en la guerra, su valor para Estados Unidos sería incalculable. Si, por el contrario, se prestaban a Gran Bretaña y después pasaban sin más a manos de los alemanes, constituirían un innecesario regalo al enemigo que incrementaría además la amenaza sobre Estados Unidos[759]. He aquí el dilema de la Administración Roosevelt cuando en julio de 1940 volvió a plantearse la cuestión del préstamo de los destructores a Gran Bretaña.
Para entonces, Roosevelt había recibido un renovado aliento con la firme demostración de resolución por parte de los británicos en la implacable acción llevada a cabo el 3 de julio para destruir la flota francesa, fondeada en Mers-el-Kebir en Argelia, en la que perdieron la vida 1297 marineros de la antigua aliada de Gran Bretaña. El presidente había sido informado previamente de la operación por el embajador británico en Washington, lord Lothian, y había manifestado su aprobación a la misma[760], pero todavía no estaba dispuesto a acceder a la petición de los destructores. Cuando Harold Ickes, secretario del interior, objetó que la defensa de Gran Bretaña podría depender de la satisfacción de tal petición, Roosevelt se mostró categórico. «No podríamos enviar esos destructores a no ser que la Armada certificase que no nos sirven para nuestros fines defensivos», replicó el presidente. Y «sería difícil hacerlo dado que estábamos reacondicionando más de un centenar de ellos para usarlos para nuestros propios fines defensivos[761]». Además, como dijo a Ickes unos días más tarde, también tenía que tener en cuenta el destino de los destructores si Gran Bretaña se veía forzada a capitular ante los alemanes[762].
Pese a lo crítico de la situación, la guerra de Europa se vio desbancada durante buena parte del mes de julio por las cuestiones internas, ya que Roosevelt estaba ocupado con la proclamación del candidato a la presidencia, que sería elegido en la Convención Democrática en Chicago a mediados de mes. Unas semanas antes los republicanos habían escogido como su candidato a Wendell Willkie, antiguo demócrata con una personalidad sorprendente que, como Roosevelt, estaba profundamente a favor de ofrecer toda la ayuda posible a Gran Bretaña. Willkie suponía una seria amenaza para los demócratas, especialmente teniendo en cuenta que la intervención en la guerra europea era el asunto central en 1940. La pregunta de quién debía enfrentarse a Willkie revestía, por tanto, una importancia capital. Un nombre que se repetía constantemente en la lista de aspirantes era el del propio Roosevelt. Nadie más tenía posibilidades de derrotar a Willkie[763]. Hasta la celebración de la Convención, el presidente se mostró evasivo en lo relativo a la posibilidad de presentarse para una tercera legislatura, si bien unas declaraciones anteriores, en las que aseguraba que no lo volvería a hacer, habían generado confusión. Roosevelt se mantuvo muy diplomáticamente al margen de la Convención, pero su séquito se encargó de orquestar la designación de su héroe.
La segunda noche, la del 16 de julio, se leyó ante los delegados una declaración cuidadosamente preparada en la que se anunciaba que Roosevelt «nunca ha tenido ni tiene hoy deseos o intención de continuar en el cargo de presidente». De repente, los altavoces de la sala comenzaron a resonar con fuerza: «¡Pennsylvania quiere a Roosevelt! ¡Virginia quiere a Roosevelt!», y así uno a uno todos los estados. Los delegados comenzaron a sumarse a aquel clamor. Estandartes de los distintos estados desfilaron por toda la sala. Después se supo que la voz incorpórea que había iniciado el clamor procedía de la Central de Alcantarillado de Chicago, que se encontraba situada debajo de la sala. La organización de la «Voz de las Alcantarillas» había corrido a cargo del alcalde demócrata de Chicago, Edward J. Kelly[764]. Y Kelly había discutido los planes para la Convención con Harry Hopkins, mano derecha de Roosevelt[765]. Aquello fue una pantomima en toda regla y, en realidad, un auténtico escándalo, pero logró su objetivo. Al día siguiente, como no podía ser de otra manera, Roosevelt fue elegido entre todos los candidatos por una inmensa mayoría.
Una vez finalizada la Convención, lord Lothian señaló a Churchill que aquél podía ser un buen momento para regresar a la cuestión de los destructores[766]. Churchill había reiterado su petición el 11 de junio, al día siguiente de que Italia entrase en el conflicto, y había vuelto a plantearla de nuevo tres días más tarde[767]. Al ver la carta, Morgenthau pidió a Grace Tiilly, una de las secretarias personales de Roosevelt, que informara al presidente de su convicción de «que si no ayudamos a los británicos con algunos destructores es inútil esperar que sigan adelante[768]». Pero una vez más, la petición pinchó en hueso. Y durante casi dos meses desde la caída de Francia la correspondencia entre Roosevelt y Churchill estuvo paralizada. El presidente había estado absorto en su designación para la reelección, y tal vez el primer ministro y sus colegas pensaron que podía resultar contraproducente presionar demasiado a Roosevelt[769]. No obstante, el 31 de julio Churchill retomó una vez más la cuestión de los destructores. Parecía que la invasión alemana podía producirse en cualquier momento. Ahora los barcos podían ser objeto de ataques aéreos y ofensivas con submarinos procedentes de toda la costa francesa. Gran Bretaña tenía en marcha un inmenso programa de construcción de destructores, pero los barcos no estarían disponibles hasta 1941. Entre tanto, el nivel de desgaste era muy alto, y los tres o cuatro meses siguientes iban a ser críticos. Churchill creía, por tanto, que tenía que renovar su petición de «cincuenta o sesenta de sus destructores más viejos», que debían enviarse inmediatamente. «Sr. Presidente —declaraba—, con gran respeto debo decirle que en la larga historia del mundo esto es algo que hay que hacer ahora[770]».
Aquella cuestión había sido ya abordada con anterioridad ese mismo mes por el Grupo Century, una suborganización del Comité para Defender América, integrado por una serie de influyentes ciudadanos de Nueva York que se reunían periódicamente en la sede de la Asociación Century de dicha ciudad. Desde mediados de junio el Grupo Century había estado realizando una campaña para enviar todos los recursos militares disponibles, incluidos los navales, a los Aliados, cuya lucha era para ellos sinónimo de la lucha de Norteamérica, y propugnando la abolición de la neutralidad y el reconocimiento del estado de guerra con Alemania efectivamente vigente[771]. El 11 de julio, en una reunión en Nueva York, el Grupo Century propuso, como parte de una estrategia para hacer frente a los peligros procedentes de Europa, la entrega de destructores a Gran Bretaña a cambio de una serie de bases en posesiones británicas cercanas a las costas americanas. Aquella propuesta resultó ser clave, y nació de una iniciativa privada, no en el seno de la Administración.
No era en esencia una idea nueva. De hecho, el aislacionista Chicago Tribune había instado durante mucho tiempo a que dichas bases fueran entregadas a cambio de la cancelación de las deudas de guerra. Pero su vinculación con el suministro de los tan necesarios destructores constituyó un movimiento sumamente hábil, ya que proporcionaba el embrión para un acuerdo que sería beneficioso para Norteamérica y resultaba atractivo incluso para los aislacionistas. Una de las figuras destacadas del Grupo Century, Joseph Alsop, conocido columnista con buenos contactos con personalidades de la Administración, convenció entonces a uno de los ayudantes del presidente, Benjamin Cohen, para que redactara un memorándum para Roosevelt en el que manifestara que no había ningún impedimento para la venta de los destructores. Cohen enseñó la nota a su jefe, Harold Ickes, que a su vez informó al presidente (y a continuación escribió un artículo en el que defendía enérgicamente la entrega de los destructores[772]).
Roosevelt, sin embargo, todavía no estaba convencido. Estados Unidos contaba con ciento setenta y dos viejos barcos de combate, muchos de ellos de la época de la Primera Guerra Mundial, y entregar a Gran Bretaña unos cincuenta no habría causado una merma de importancia en la Armada. Sin embargo, el 28 de jimio de 1940, el Congreso, demostrando su falta de confianza en el presidente, había aprobado una enmienda a la Ley de Adquisiciones Navales que estipulaba que no se podría entregar ningún artículo militar a un Gobierno extranjero a no ser que el jefe del Estado Mayor (Marshall) o el jefe de Operaciones Navales (Stark) hubiera certificado que no servía para la defensa de Estados Unidos. Y eso precisamente planteaba serias dificultades a Stark por haber defendido recientemente ante los comités del Congreso el potencial valor de los barcos de combate[773]. Roosevelt aludió a la barrera de la nueva legislación cuando envió el memorándum de Cohen al secretario de la Armada, Frank Knox, el 22 de julio. «Sinceramente dudo que el memorándum de Cohen pueda sostenerse —escribió el presidente—. Y también me temo que el Congreso no está de humor en este momento para permitir ninguna modalidad de venta». Todo lo que podía proponer era que tal vez se lograría convencer al Congreso más delante de que permitiera la venta de los destructores a Canadá, pero sólo a condición de que su uso quedara restringido a la defensa del hemisferio norteamericano[774].
El Grupo Century, no obstante, siguió presionando. Alsop habló con oficiales civiles y militares en Washington y recibió una respuesta muy alentadora. El embajador británico, lord Lothian, como era de esperar, también les concedió su apoyo. El 25 de julio, basándose en los sondeos de Alsop, el Grupo Century elaboró un nuevo memorándum que concluía con la propuesta de ofrecer inmediatamente los destructores a cambio de concesiones navales y aéreas en las posesiones británicas del hemisferio occidental y que añadía ahora un nuevo elemento de gran importancia, consistente en vincular el acuerdo al compromiso de que la flota británica, en caso de producirse la invasión alemana, no sería hundida ni entregada, sino alejada a bases estadounidenses o canadienses desde las que seguiría operando. Dada la urgencia del asunto, algunos miembros del grupo presionarían a Roosevelt y le instarían a actuar conjuntamente con Willkie, el contendiente republicano, para acelerar el proceso. Entre tanto, una nueva campaña publicitaria trataría de seguir ejerciendo presión. Roosevelt se reunió con tres delegados del grupo el 1 de agosto y escuchó lo que tenían que decirle, pero siguió sin comprometerse a nada. Los delegados se marcharon muy decepcionados, con la sensación de que al presidente aquella cuestión le resultaba indiferente[775].
Pero en eso se equivocaban. El 2 de agosto Roosevelt planteó el asunto en una reunión excepcionalmente importante de su Gabinete. Frank Knox, secretario de la Marina, había hablado largo y tendido con Lothian la noche anterior, había escuchado la desesperada petición del embajador de ayuda inmediata con el envío de los destructores y había recibido una respuesta positiva a la sugerencia de que Gran Bretaña entregara territorios para bases navales en la costa atlántica de Estados Unidos. Antes de que el Gabinete se reuniera Knox había hablado sobre aquella propuesta con Stimson y se había ganado su respaldo y también el de Harold Ickes[776]. De modo que cuando el Gabinete inició su sesión existía ya una poderosa falange de apoyo a la idea.
De hecho, pronto quedó de manifiesto que existía un apoyo unánime a la propuesta de poner los destructores a disposición de Gran Bretaña. No obstante, la necesidad de una nueva legislación constituía un escollo. Todos admitían que si Roosevelt trataba de lograr la aprobación de la propuesta sin haber preparado el terreno a conciencia, el Congreso la rechazaría o la sometería a un «interminable retraso». Una posible vía para eludir el problema era el traspaso de posesiones británicas. De hecho, la discusión en el Gabinete había comenzado con el relato de Knox de su larga conversación telefónica con Lothian. Hull, recién llegado de la Conferencia Panamericana celebrada en La Habana, pensaba que el traspaso de posesiones británicas podía contravenir el acuerdo alcanzado con las otras repúblicas americanas de proseguir con la política de mantenimiento del régimen territorial existente en el hemisferio occidental. Roosevelt, por su parte, que coincidía con la objeción de Hull, sugirió entonces que otra solución podía ser arrendar parte del territorio (como ya sucedía con una base naval en Trinidad), una idea que recibió la aprobación general. Además, el Gabinete acordó tratar de conseguir de Gran Bretaña la garantía de que la flota no iría a parar a manos de los alemanes en caso de derrota, algo que, pensaban, contribuiría también a mitigar la oposición en el Congreso. Hull señaló que la entrega de los destructores sólo podía llevarse a cabo con la revocación de la ley que prohibía ese tipo de ventas. La mejor forma de abordar el asunto, sugirió, sería que el presidente y el candidato republicano, Wendell Willkie (cuyo apoyo era ya bien sabido), secundaran conjuntamente la propuesta, minimizando así la oposición de los republicanos en el Congreso. El presidente quedó encargado de contactar con William Allen White, la figura más destacada del Comité para Defender América, para solicitar su ayuda como mediador en el acuerdo con Willkie[777].
A pesar del retraso, aquello era ya un comienzo, aunque a continuación siguió un larguísimo período de consultas y discusiones legales sobre los detalles de aquel incipiente acuerdo. Churchill no estaba dispuesto, por razones relacionadas con la moral de la población, a ofrecer públicamente garantías sobre la flota en caso de una derrota británica[778]. La «lista de la compra» británica, cuando fue entregada el 8 de agosto, había aumentado sustancialmente, y ahora incluía noventa y seis destructores, veinte lanchas torpederas, hidroaviones, bombarderos en picado y doscientos cincuenta mil fusiles. Pero sobre todo, todavía quedaba por saber si, aun con el apoyo de Willkie (y éste se mostró remiso a manifestar abiertamente su aprobación), la legislación necesaria para permitir el suministro de destructores, suponiendo que los británicos estuvieran dispuestos a transferir las bases, podría pasar el filtro del Congreso[779].
Dos acontecimientos vinieron a dar un nuevo impulso a un proceso que amenazaba con quedar estancado entre tecnicismos legales. El primero fue la enorme campaña de agitación desplegada por el Comité para Defender América. El Comité logró ganarse para su causa el apoyo del general John J. Pershing, venerado líder de la Primera Guerra Mundial, que consiguió con su influencia fomentar un generalizado respaldo popular a la entrega de los destructores, mezclado con cierta incredulidad por lo difícil que estaba resultando organizaría. Una vez que se hizo pública la contrapartida —el traspaso de bases—, las reivindicaciones de una acción inmediata se dejaron oír todavía con más fuerza. Pero también se escuchaban más las voces de la oposición aislacionista, que sostenía que «la venta de los barcos de la Armada a una nación en guerra sería un acto de guerra» y que «si queremos entrar en la guerra, los destructores proporcionan una vía tan buena como cualquiera para cumplir nuestro propósito». El segundo factor del avance fue una carta enviada al New York Times por cuatro destacados abogados en la que afirmaban muy convincentemente que la entrega de los destructores podía tener cabida en el marco legal vigente e instaban al presidente a actuar sin demora en virtud de su autoridad[780].
Aunque Roosevelt todavía estaba esperando aclaraciones de carácter legal del fiscal general del Estado, Robert H. Jackson, finalmente, el 13 de agosto, después de consultar a Stimson, Knox, Morgenthau y Welles (en representación de Hull, que se estaba tomando un breve y merecido descanso para recobrar energías) y con Inglaterra cada vez más abrumada por los ataques aéreos, el presidente decidió seguir adelante con las negociaciones. Probablemente en aquel momento, antes de escuchar al fiscal general, todavía pensaba en presentar el caso ante el Congreso en lugar de proceder a la acción. Sea como fuere, un largo mensaje dirigido a Churchill redactado aquella noche, en el que le ofrecía al menos cincuenta destructores, las lanchas torpederas y una pequeña cantidad de aviones, dejaba claro que el presidente aceptaría las garantías ofrecidas en privado acerca del destino de la flota, y mencionaba las posesiones de Terranova, Bermudas, Bahamas, Jamaica, Trinidad y Guayana Británica, en las que los norteamericanos querían establecer bases navales y aéreas, que se adquirirían mediante compra o arrendamiento por noventa y nueve años. Churchill respondió inmediatamente aceptando todo lo estipulado[781].
El camino parecía por fin claro. ¿Pero lo estaba realmente? Al presidente todavía le preocupaba la oposición aislacionista. Temía que actuar sin el respaldo del Congreso pudiera hacerle perder las siguientes elecciones. Tales inquietudes explican tal vez la deliberadamente engañosa impresión transmitida en una rueda de prensa celebrada el 16 de agosto, en la que insistió en que la adquisición de las posesiones británicas no guardaba relación con la entrega de los destructores a Gran Bretaña[782]. A la vista del sentir de la nación, aquel gesto reflejaba un exceso de sensibilidad.
Su confianza se acrecentó al escuchar la opinión legal del fiscal general, que, valiéndose de un clarísimo artificio sofista, había concluido que se podía certificar que los destructores no eran esenciales para la seguridad nacional. Roosevelt dijo al primer ministro canadiense, Mackenzie King, el 17 de agosto que no necesitaba someter el asunto a criterio del Congreso y que Gran Bretaña tendría los destructores al cabo de una semana. Aquel cálculo era demasiado optimista, ya que los últimos ajustes del borrador del acuerdo no estuvieron listos hasta finales de mes. Fue Churchill el que retrasó en esa última fase la conclusión del proceso al insistir en la reformulación de los términos del arrendamiento de las bases para desdibujar la realidad del trato ante la opinión pública británica, es decir, que Estados Unidos había salido excesivamente bien parado de todo aquello[783]. Finalmente, esas pequeñas pero incómodas dificultades quedaron resueltas. El presidente dio su aprobación el 30 de agosto. La noche del 2 de septiembre Cordell Hull en representación de Estados Unidos y lord Lothian en representación de Gran Bretaña firmaron el acuerdo. El almirante Stark certificó al día siguiente que los destructores no eran esenciales para la seguridad nacional en vista de las bases adquiridas. Los barcos iban por fin camino de Halifax, Nueva Escocia, hacia manos británicas[784].
Después de aquellos meses de vacilaciones, retrasos, evasivas, discusiones legales y dificultades en la formulación, los destructores resultaron de poca utilidad práctica. Sólo nueve de ellos fueron puestos en funcionamiento por la Armada británica antes de final de año para hacer frente a una invasión que nunca tuvo lugar. Y además estaban en peores condiciones de navegación de lo esperado. En mayo de 1941 todavía había más de treinta sin utilizar. También hubo retrasos a la hora de entregar las lanchas torpederas y los fusiles (que, por increíble que parezca, habían sido olvidados en la redacción final del acuerdo[785]). Por otra parte, pese al enorme trajín de la crisis del verano, tampoco las bases pasaron inmediatamente a manos de Estados Unidos. Los acuerdos específicos para el arrendamiento no concluyeron hasta marzo de 1941[786].
Sin embargo, el simbolismo del trato de los destructores tuvo una importancia muchísimo mayor que cualquier beneficio tangible para ambas partes. La reacción en Roma, Berlín y Tokio bastó para demostrarlo. Mussolini fingió indiferencia ante el acuerdo, pero consideró que acrecentaba la posibilidad de una intervención norteamericana en la guerra[787]. La reacción alemana fue más enérgica. La entrega de los destructores fue percibida como «un acto abiertamente hostil a Alemania» que revelaba una cooperación más estrecha entre Gran Bretaña y Estados Unidos. Ahora se daba por seguro que Norteamérica haría todo lo posible por apoyar a Gran Bretaña y perjudicar a Alemania. Una parte de su respuesta consistió en contemplar la posibilidad de ocupar las Azores y las Canarias. Pero Hitler no se dejó afectar personalmente por el trato, ya que pensaba que el rearme estadounidense no alcanzaría su mejor momento hasta 1945. Con todo, a partir de verano de 1940, Estados Unidos se convirtió en objeto de atención fundamental en la estrategia alemana[788]. Este nuevo planteamiento, hemos de recordar, tuvo su influencia en la decisión de atacar y, según los planes, destruir rápidamente la Unión Soviética la siguiente primavera. Y el trato destructores-bases contribuyó a acelerar las negociaciones entre Alemania y Japón que culminaron en el Pacto Tripartito de mediados de septiembre, cuyo objetivo era disuadir a los norteamericanos de participar en la guerra[789].
En Estados Unidos, Roosevelt pudo sobre todo hacer hincapié en las enormes ventajas que tenía para la defensa del país la adquisición de las bases adámicas. La acogida popular fue muy positiva. Los aislacionistas perdieron terreno ante el movimiento del presidente de relacionar las bases con el suministro de los bombarderos. El aislacionismo tradicional estaba empezando ahora a perder fuerza, aunque el temor a la intervención seguía siendo fuerte. Y lo que es más importante, como ya casi todos reconocían, ahora los estadounidenses habían abandonado definitivamente la neutralidad[790].
Para los británicos, ése era el elemento clave. Estados Unidos ya no era neutral en el sentido clásico del término. El aspecto totémico del pacto de los destructores, subrayado tanto de forma privada como pública por los líderes británicos, era la manifestación externa del apoyo militar norteamericano a Gran Bretaña. En el transcurso de las puntillosas negociaciones de finales de agosto, el ministro de Exteriores británico, lord Halifax, había señalado que «la idea de un acuerdo anglo-estadounidense sobre algo tiene más valor que las bases o los destructores[791]». Churchill, por su parte, sugirió lo mismo en el momento culminante de su discurso ante la Cámara de los Comunes del 20 de agosto, al manifestar que el pacto de los destructores, en aquel momento todavía no completado del todo, significaba «que esas dos grandes organizaciones de las democracias de habla inglesa, el Imperio británico y los Estados Unidos, tendrán que acabar mezcladas de una u otra manera en algunos de sus asuntos para beneficio mutuo y general». Se trataba de un proceso, añadió con un enorme despliegue retórico, que no podría parar aunque él así lo quisiera. «Nadie puede pararlo. Como el Misisipi, sigue fluyendo sin más. Dejemos que fluya. Dejemos que fluya en todo su caudal, inexorable, irresistible, benévolo, hacia tierras más vastas y días mejores[792]». Retórica aparte, aquél fue un momento decisivo, como apuntaba Churchill, porque puso de manifiesto la solidaridad estadounidense con la campaña bélica de Gran Bretaña. Más tarde lo describiría como «un acto decididamente no neutral de Estados Unidos», un acontecimiento que «trajo a Estados Unidos definitivamente más cerca de nosotros y de la guerra[793]». Y eso es lo que era, y eso es lo que hizo.
Pero no había sido ésa la intención de Roosevelt. Lo que, visto desde nuestra perspectiva, puede parecer parte de un proceso inexorable no lo parecía en su momento. El hecho de que transcurrieran en total tres meses y medio desde la primera tentativa de Churchill de llevar el acuerdo a buen término era en primer lugar reflejo de la indecisión de Roosevelt a la hora de tratar a la opinión pública en el interior del país y de su reticencia a comprometerse demasiado. En un año de elecciones, se cuidó mucho de facilitar a su oponente una rentable baza propagandística. Su temor a disgustar al Congreso lo predispuso todavía más a ampararse en el legalismo cuando se hacía necesaria una acción decisiva. Llegado el momento, los alemanes no emprendieron la invasión y los destructores no tuvieron que ser empleados. Pero lo cierto es que en verano de 1940 la invasión parecía inminente, y a pesar de todo Roosevelt tenía serias dudas con respecto a los destructores. Al final se decidió efectivamente a tomar medidas, autorizando algo que probablemente había defendido en su fuero interno desde el principio. Pero en esos momentos no quería correr riesgos con la opinión pública. Sensible como siempre a cualquier elemento que pudiera afectar a su popularidad, llegó a insinuar que el trato de los destructores podría hacerle perder las siguientes elecciones[794]. En realidad, su acción recibió el impulso de la opinión pública, alentada a su vez por la agitación de los grupos de presión favorables al acuerdo. «El pacto de los destructores —se ha dicho con gran acierto— fue tanto o más el éxito de un esfuerzo privado que el de una acción oficial[795]». Con Estados Unidos ahora como parte no beligerante no neutral, quedaba todavía por ver si el presidente asumiría un papel más activo del que había desempeñado en verano de 1940 en la tarea de encabezar el apoyo a Gran Bretaña.
V
La cuestión subyacente seguía siendo la misma. Estados Unidos estaba comprometido, y con un enorme respaldo popular, con el apoyo a Gran Bretaña sin recurrir a la guerra. La idea de que esa política era crucial para la defensa hemisférica —es decir, en beneficio propio y directo de Norteamérica— estaba ampliamente aceptada, pero los aspectos prácticos derivados de proporcionar ayuda a Gran Bretaña despertaban ciertas controversias. El pacto de los destructores había sido aprobado en virtud de la autoridad ejecutiva del presidente gracias a lo que muchos vieron como un juego de manos legal del fiscal general que permitió saltarse la legislación del Congreso. Sin embargo, si había que proporcionar ayuda a mayor escala a Gran Bretaña, el visto bueno del Congreso como sello del respaldo de la nación no podía eludirse indefinidamente.
Existían al menos dos grandes obstáculos para lograr el apoyo del Congreso a un incremento masivo de la ayuda. Uno era la opinión, expresada enérgicamente por el lobby aislacionista pero no reducida exclusivamente a él, de que no se debían enviar armas a Gran Bretaña cuando fuera evidente su utilidad directa en la consolidación de las defensas militares norteamericanas. Una preocupación relacionada con ésta era que el incremento de armas exigiría un incremento del apoyo a los barcos que llevaban el material bélico, lo que acabaría empujando cada vez más inexorablemente a Estados Unidos hacia la intervención en la guerra. El segundo obstáculo, de proporciones sin duda enormes, era de naturaleza legal y financiera. Gran Bretaña iba a llegar a no mucho tardar a un punto en el que iba a ser incapaz de pagar el armamento que tan desesperadamente necesitaba. Y en virtud de la Ley Johnson de 1934, todavía en vigor, Estados Unidos no podía conceder créditos a naciones que no hubieran pagado sus deudas de la Primera Guerra Mundial, al tiempo que, según las disposiciones sobre condiciones de venta de la Ley de Neutralidad, introducida en 1937 y renovada en 1939, sólo se podían vender productos a países beligerantes si el dinero se facilitaba por adelantado[796]. Por otro lado, un descenso en los pedidos británicos de armas era algo impensable, y no sólo por la imperiosa razón de que, sin acceso a los recursos de Estados Unidos, la campaña bélica de Gran Bretaña se vería agotada a no mucho tardar. También había razones internas: la Administración Roosevelt no deseaba reducir, sino muy al contrario incrementar, los suministros a Gran Bretaña. Antes de ser reelegido —con una mayoría cómoda aunque reducida— el 5 de noviembre de 1940, Roosevelt había logrado que el desempleo descendiera en tres millones y medio de personas desde la recesión de 1937-1938. Al final del año, el paro se encontraba en su nivel más bajo en toda una década. Y eso era gracias, en su mayor parte, a unas adquisiciones británicas de armas por valor de unos cinco mil millones de dólares en pedidos a finales de 1940[797].
La cuestión de la ayuda a Gran Bretaña estaba alcanzando un punto crítico a finales de 1940. Las elecciones presidenciales habían pasado, pero no habían producido el ostensible giro en la política norteamericana ansiado por el Gobierno británico. Las vagas ilusiones albergadas en Whitehall de que Estados Unidos pudiera llegar incluso a entrar en la guerra una vez que Roosevelt fuera reelegido se vieron defraudadas rápidamente. En realidad, también en Washington había una sensación de decaimiento. Durante unas semanas, la política pareció quedar paralizada. Los esfuerzos de la campaña electoral habían hecho probablemente más mella en el presidente de lo que parecía a simple vista. En cualquier caso, como se ha señalado, Roosevelt «consideraba de nuevo más ventajoso seguir en sintonía con la opinión pública» que arriesgarse a «poner en juego su capacidad de liderazgo[798]».
En Londres, Churchill dijo a comienzos de diciembre que la actitud de Estados Unidos desde las elecciones lo había dejado «más bien frío». En cambio, un aplicado observador de la realidad de Washington al que no sorprendía la falta de dinamismo de la Administración Roosevelt era el embajador británico, lord Lothian. De regreso a Inglaterra por un breve espacio de tiempo en noviembre, Lothian comunicó a Churchill la creencia, todavía muy extendida en Estados Unidos, de que Gran Bretaña estaba pidiendo más de lo que necesitaba y que no estaba tan mal de dinero como afirmaba, y le recomendó, en una carta personal enviada al presidente, que planteara la posibilidad de un cuantioso incremento de la ayuda, absolutamente necesario si no querían que Gran Bretaña se viera obligada a firmar una paz negociada en 1941[799]. A su vuelta a Estados Unidos, en una improvisada rueda de prensa tras su aterrizaje en Nueva York, Lothian se dirigió a los periodistas en un tono inusitadamente directo y poco diplomático. «Bien, chicos, Gran Bretaña está pelada; lo que queremos es vuestro dinero», dijo el embajador a los reporteros que lo estaban esperando. Y volvió a declarar lo mismo poco después para el programa de noticias, demostrando que no había sido un desliz provocado por la improvisación. Aquella actitud era muy rara en Lothian, y, aunque aseguró haber hablado sólo en su nombre, todavía se sospecha que fue Churchill el promotor de una indiscreción perfectamente calculada[800].
En cualquier caso, tuvo el efecto deseado: situar de lleno la cuestión del lamentable estado de la reserva de dólares de Gran Bretaña en el centro del debate público. No obstante, la respuesta inmediata de la Administración Roosevelt no fue ni mucho menos positiva. Cordell era escéptico con respecto a la afirmación de que Gran Bretaña no podía permitirse seguir comprando. Y también lo era Morgenthau, encargado del Tesoro, que señaló a Lothian que los detractores de la ayuda podían sacar provecho político del hecho de que se permitiera hacer más pedidos a un país en bancarrota. Morgenthau era consciente de que la observación de Lothian no era lo que parecía. Gran Bretaña no estaba en la ruina. No obstante, la reserva de dólares estaba empezando a agotarse, si bien no tanto, suponía Morgenthau, como afirmaba Lothian. Morgenthau, pese a todo, quedó impresionado por el pesimismo del embajador sobre el futuro de Gran Bretaña si no se le proporcionaban grandes cantidades de ayuda. De hecho, el secretario del Tesoro había pasado todo el mes de noviembre meditando sobre posibles formas de hacer frente a las necesidades británicas no sólo de armamento, sino también de barcos mercantes —víctimas ya de los submarinos alemanes en proporciones alarmantes— que llevaran los alimentos de los que dependía Gran Bretaña[801]. Roosevelt, por su parte, había apuntado una posible solución en una reunión del Gabinete celebrada el 8 de noviembre. Pensaba que los británicos todavía tenían fondos suficientes en forma de créditos y propiedades en Estados Unidos —alrededor de dos mil quinientos millones de dólares— que podían liquidar para pagar los suministros de guerra. Pero también admitía que ese dinero se acabaría agotando. «Llegaría seguramente el momento —señaló el presidente— en el que Gran Bretaña necesitaría préstamos y créditos». Roosevelt, según palabras de Ickes, «sugirió que una forma de hacer frente a aquella situación sería que nosotros suministráramos todo lo que pudiéramos en forma de acuerdos de arrendamiento con Inglaterra. Por ejemplo, pensaba que podríamos arrendar barcos o cualquier otro tipo de propiedad que fuera prestable, retornable y asegurable[802]». De hecho, no era la primera vez que el presidente tuvo una ocurrencia así. Dos años antes, en noviembre de 1938, tras el desastroso Pacto de Múnich, Roosevelt se había planteado lo distinto que habría sido todo si hubiera podido vender grandes cantidades de aviones de combate a las hostigadas democracias europeas[803]. Así fue como empezó a gestarse la idea que acabaría cristalizando en el programa de préstamo y arriendo.
La idea salió por primera vez a la luz por vía indirecta el 26 de noviembre de 1940, cuando el Comité para Defender América Ayudando a los Aliados de William Allen White hizo pública una enérgica declaración en la que instaba a proporcionar una mayor asistencia a Gran Bretaña. El texto apelaba al Congreso para que revisara las leyes que obstaculizaban dicha asistencia y propugnaba la construcción a toda velocidad del mayor número posible de barcos mercantes para alquilar o arrendar a Gran Bretaña. Entre bastidores, probablemente, el comunicado de prensa había sido instigado por el propio presidente a modo de globo sonda, un recurso usado en ocasiones por la Casa Blanca para tantear a la opinión pública. En este caso, la declaración no suscitó ni una avalancha de apoyo popular ni una considerable oposición. La opinión pública, como era habitual, defendía por lo general la ayuda a Gran Bretaña sin recurrir a la guerra, pero todavía se mostraba prudente con respecto al riesgo de una intervención norteamericana en las hostilidades. Fueran cuales fueran las conclusiones que Roosevelt extrajo de aquel globo sonda, si eso es lo que era, lo cierto es que nada sucedió después en la Casa Blanca. Todo lo que supo la población fue que el presidente iba a tomarse unas vacaciones[804].
Roosevelt estaba a punto de hacerse a la mar a bordo del Tuscaloosa para realizar un crucero de diez días por el Caribe. Según la versión oficial, estaba visitando los emplazamientos de las nuevas bases en las Antillas. Se llevó consigo muchísimos documentos oficiales y dijo que iba a trabajar en un gran discurso dirigido a la nación sobre la situación internacional mientras estaba fuera, pero no se llevó a ningún experto en asuntos exteriores. Con aspecto agotado, necesitaba un viaje para recobrar energías, y pasó la mayor parte del tiempo pescando, jugando al póquer, viendo películas y relajándose junto a Harry Hopkins, su invitado, y sus asesores, las únicas personas que los acompañaban[805].
El día anterior a dejar Washington, Roosevelt había aprobado un complejo trato que incluía pedidos procedentes de Londres por valor de dos mil millones de dólares para equipar diez divisiones del Ejército británico. La cuestión era cómo iban los británicos a financiar el trato. Aunque Roosevelt todavía insistía en que «no están en quiebra… hay mucho dinero allí», también admitía que la mayor parte del dinero estaba inmovilizado en activos extranjeros en el Imperio y no era fácil disponer de ellos en dólares. Todas las reservas accesibles en dólares, y muchas más, se agotarían con el trato de las armas y en el transcurso de los meses siguientes. La idea de prestar a Gran Bretaña buques de carga volvió a aparecer durante la discusión, pero en esta ocasión nadie sugirió el préstamo o el arrendamiento de aviones o armamento. Presionado por Morgenthau, Roosevelt aceptó que se hicieran los pedidos y que la inversión de capital para construir nuevas plantas y ampliar las existentes procediera de fondos norteamericanos, de tal modo que los británicos pagaran a la entrega el material producido más un recargo para contribuir al coste de capital. No obstante, el presidente señaló a Stimson que «sólo tenemos que decidir qué vamos a hacer por Inglaterra», y añadió: «Hacerlo así es no hacer nada[806]».
Si no se encontraban nuevas vías de actuación, era evidente que pronto se agotarían las empleadas hasta el momento para cumplir con el objetivo de proporcionar la máxima ayuda a Gran Bretaña sin recurrir a la guerra. De eso eran conscientes los consejeros más destacados de Roosevelt, reunidos en ausencia del presidente justo después de que éste emprendiera su crucero por el Caribe. Frank Knox abordó el asunto y planteó la pregunta clave, de carácter retórico. «A partir de ahora vamos a pagar nosotros la guerra, ¿no es así?». Cuando Morgenthau planteó la cuestión de si Estados Unidos debía permitir que Gran Bretaña siguiera haciendo pedidos, Knox se mostró categórico: «Tiene que hacerlo. De eso no cabe duda». ¿Pero cómo se tenía que hacer? La discusión seguía girando en torno al dilema de si Gran Bretaña tendría que pagar en metálico los bienes producidos, un dilema para el que no se encontraba solución. Los allí presentes estaban de acuerdo en que cualquier clase de regalo o préstamo que se propusiera, algo que Gran Bretaña no tardaría en solicitar, tendría que pasar por el Congreso, y muy probablemente sería rechazada a no ser que fuera evidente que no existía ninguna otra opción. Y mientras no se liquidaran los activos británicos, eso era harto improbable[807]. Los préstamos, dado el resentimiento despertado por la no devolución de las deudas británicas de la Primera Guerra Mundial, no parecían ser la solución. Se consideraba que era mejor para Estados Unidos admitir los pedidos y entregar después los productos a Gran Bretaña, aunque no como un regalo íntegro, ya que se esperaba conseguir algo a cambio, cuando menos la devolución con el tiempo del material no usado o no dañado[808]. La idea de un préstamo en especie, sugerida por primera vez por Roosevelt, se estaba tratando de extender ahora en su ausencia no sólo a los cargueros, sino potencialmente a la totalidad de la demanda británica de armamento.
Al cabo de unos días, la larguísima carta de Churchill que Lothian le había recomendado escribir iba camino de su destinatario, Roosevelt, que la recibió finalmente en medio del Caribe el 9 de diciembre, remitida por el Departamento de Estado y entregada por un hidroavión de la Marina. Había sido muy difícil de redactar y tuvo que ser sometida a numerosas reformulaciones durante más de dos semanas hasta quedar lista. Churchill comentó más tarde, no sin razón, que aquélla fue una de las cartas más importantes que escribió nunca[809].
Estaba dedicada en su mayor parte a presentar una visión panorámica del estado de la guerra desde la perspectiva británica. Churchill destacaba las pérdidas de buques mercantes en el Atlántico, la imperiosa necesidad de barcos, aviones y municiones y la ardua lucha que se avecinaba en 1941, e insistía especialmente en la dependencia de Gran Bretaña respecto de la ayuda de Estados Unidos. La perentoria necesidad de reducir la pérdida de tonelaje en el Atlántico se podría afrontar, sugería con muchísimo tacto, si Estados Unidos proporcionaba buques de guerra para escoltar los convoyes mercantes, una acción que, decía, «constituiría un decisivo acto de no beligerancia constructiva». Churchill era consciente de la magnitud de lo que estaba pidiendo. Habrían de pasar meses antes de que la población estadounidense estuviera preparada para un movimiento de esa naturaleza. A continuación manifestaba otra esperanza: «el regalo, préstamo o suministro de un gran número de navíos de guerra americanos» para preservar la ruta atlántica y la ampliación del control que las fuerzas estadounidenses tenían sobre el área occidental del océano.
Sólo al final de su larguísima misiva abordaba Churchill la cuestión crucial de la financiación. Para empezar hacía referencia al agotamiento de los créditos en dólares. «Se aproxima el momento —escribía— en el que ya no podremos pagar en metálico los barcos y otras provisiones». El texto combinaba presión moral con lógica económica: «Supongo que coincidirá conmigo en que sería en esencia equivocado y tendría efectos mutuamente desfavorables el que en el punto álgido de esta lucha Gran Bretaña se viera despojada de todos los activos vendibles, de modo que después de haber logrado la victoria con nuestra sangre, salvado la civilización y ganado tiempo para que Estados Unidos esté enteramente armado para hacer frente a cualquier eventualidad, nos encontremos completamente desposeídos».
A continuación señalaba los problemas económicos que ello causaría para Estados Unidos en la posguerra. Las exportaciones norteamericanas a Gran Bretaña se desplomarían, lo que se traduciría en paro generalizado. Churchill no ofrecía solución alguna, pero terminaba poniendo el futuro de Gran Bretaña en manos de Estados Unidos. «Además», concluía,
«no creo que el Gobierno y el pueblo de Estados Unidos piensen que responde a los principios que los guían el restringir la ayuda que tan generosamente han prometido a las municiones de guerra y los artículos que se puedan pagar inmediatamente. Puede estar seguro de que demostraremos estar dispuestos a sufrir y sacrificamos hasta el extremo por la Causa y de que nos enorgullece ser sus paladines. El resto lo dejamos con toda confianza en sus manos y en las de su pueblo, seguros de que se encontrarán caminos y medios que las futuras generaciones de ambos lados del Atlántico aprobarán y admirarán[810]».
Con estas palabras finales, Churchill estaba subrayando indirectamente el giro en las relaciones de poder entre Gran Bretaña y Estados Unidos que el primer año de guerra había puesto en evidencia. Morgenthau lo expresó de manera sucinta: «No es otra cosa que el señor Churchill poniéndose en manos del señor Roosevelt con absoluta confianza. Ahora corresponde al señor Roosevelt decir lo que va a hacer[811]». Aquellas palabras parecían evocar las exequias del Imperio británico.
Mientras Morgenthau y otros líderes de la Administración seguían lidiando en Washington con el problema de los pagos del material que necesitaba Gran Bretaña[812], Roosevelt estaba sentado en su hamaca a bordo del Tuscaloosa al cálido sol del Caribe, reflexionando acerca de la carta de Churchill. La leía una y otra vez, y durante dos días pareció absorto en sus pensamientos, profundamente afectado por el contenido de la misma. Hopkins, el único confidente del presidente a bordo, lo dejó a solas con sus cavilaciones. «Y entonces, una noche —relató Hopkins más tarde—, apareció de repente con él: el programa completo. No parecía tener una idea clara de cómo se podía hacer desde el punto de vista legal, pero en su mente no había duda de que encontraría un modo de hacerlo[813]». Tal vez Hopkins estaba siendo demasiado modesto con respecto al papel desempeñado por él mismo; tal vez en realidad él y Roosevelt habían examinado las posibilidades antes de que el presidente resolviera el asunto en su propia cabeza; tal vez la decisión fue menos repentina de lo que se quiso hacer creer. Sin embargo, eso no tiene mayor importancia. Y es que no cabe duda de que el hallazgo de la forma de eludir la crisis de los dólares en Gran Bretaña, la trascendental decisión que abriría recursos ilimitados al esfuerzo bélico británico, fue obra de Roosevelt[814].
Como era habitual en él, el presidente no se dio mucha prisa en informar de su decisión a los miembros del Gabinete, y cuando lo hizo les indicó que no tomasen ninguna medida hasta que él regresara y pudieran discutir el asunto en detalle[815]. Antes de eso, las figuras clave de la Administración responsables de la política de exteriores y de defensa se habían reunido en el despacho de Hull en el Departamento de Estado para revisar la situación a la luz de la carta de Churchill, y muy especialmente de su llamamiento a «un decisivo acto de no beligerancia constructiva», con el fin de adoptar una postura para cuando el presidente regresara. Junto al secretario de Estado se encontraban Stimson, Knox, el general Marshall, el almirante Stark, Sumner Welles y otros oficiales destacados. Stark afirmó categóricamente que, teniendo en cuenta el índice de pérdidas de barcos de aquel momento, Gran Bretaña no podría sobrevivir más de seis meses. Stimson, yendo como siempre directamente al grano, concluyó que la producción norteamericana de materiales de defensa no podría alcanzar los niveles necesarios para garantizar la seguridad de Estados Unidos y evitar la derrota de Gran Bretaña «hasta que no vayamos nosotros a la guerra». Cuando preguntó a Stark qué medidas eran necesarias para mitigar las enormes dificultades de Gran Bretaña en el Atlántico, el almirante respondió que había que revocar la Ley de Neutralidad para permitir que los barcos mercantes estadounidenses llevaran provisiones a los puertos británicos, y que una acción así exigiría sin duda la provisión de escoltas navales para los convoyes y conduciría finalmente, con toda probabilidad, a la entrada de Estados Unidos en la guerra. La perspectiva era sobrecogedora. Como era de esperar, en aquella reunión no se encontró ninguna vía de avance[816].
Cuando Roosevelt regresó a Washington la noche del 16 de diciembre, bronceado, de muy buen humor y completamente «recargado» (como lo describió Hopkins) tras su estancia a bordo del Tuscaloosa, reinaba cierto aire de expectación en la capital estadounidense[817]. Al día siguiente el presidente comunicó a Morgenthau que había estado «pensando mucho durante su viaje sobre lo que deberíamos hacer por Inglaterra» y había llegado a la conclusión «de que lo que hay que hacer es alejarse del símbolo del dólar». No quería ni ventas ni préstamos de dinero. En lugar de eso, sugería, «diremos a Inglaterra: te daremos las armas y los barcos que necesites, con la condición de que cuando la guerra haya terminado nos devuelvas en especie las armas y los barcos que te hemos prestado». «¿Qué opina?», preguntó. Morgenthau se mostró entusiasmado de inmediato[818], y describió aquella propuesta como uno de los «destellos de brillantez» de Roosevelt[819], aunque, como hemos visto, la idea se había ido forjando en la mente del presidente durante algún tiempo. En realidad se remontaba al momento del pacto de los destructores, cuando Roosevelt pensó en arrendar barcos mercantes a Gran Bretaña. Se ha sugerido que la idea original surgió cuando el Departamento del Tesoro descubrió que existían ciertas leyes antiguas que admitían el arrendamiento de propiedades del Ejército durante un período máximo de cinco años si los bienes no eran necesarios para uso público[820]. Si así fue, el Tesoro no tomó medida alguna tras su descubrimiento, pero ello permitió al presidente percatarse del enorme potencial de la idea del arrendamiento. Y el 17 de diciembre la presentó ante la opinión pública de forma novedosa, clara y convincente.
Aquella tarde, Roosevelt ofreció una rueda de prensa. Comenzó desarmando a los presentes, afirmando que no había noticias de especial relevancia, aunque pensaba que había una cosa que podía merecer la pena mencionar. Así fue adentrándose poco a poco en la cuestión que le interesaba. Ninguna guerra importante se había perdido por falta de dinero, afirmó. A continuación, dando la impresión de que sus ideas iban surgiendo sobre la marcha, planteó la propuesta de incrementar la ayuda a Gran Bretaña. Era, decía, «importante desde la perspectiva egoísta de la defensa americana que hagamos todo lo posible por ayudar al Imperio británico a defenderse». Y señaló que los pedidos británicos eran «una formidable baza para la defensa americana». Aunque descartaba la necesidad de revocar la Ley Johnson o la Ley de Neutralidad, creía necesario superar los planteamientos tradicionales en materia de economía de guerra. Aseguró, de forma algo exagerada, que la Administración había estaba trabajando en el problema varias semanas, y señaló después que lo que estaba sugiriendo sólo era uno de los distintos métodos posibles. Estados Unidos podía asumir los pedidos británicos y «arrendar o vender» a Gran Bretaña parte de su producción de armas. Lo que estaba intentando hacer, prosiguió, era «deshacerse del estúpido y bobo símbolo del dólar». A continuación recurrió a una sencilla analogía para explicar lo que quería decir. Un hombre no diría a un vecino cuya casa estuviera ardiendo: «Vecino, la manguera para el jardín me costó quince dólares; tienes que pagarme quince dólares por ella», sino que prestaría a su vecino la manguera y después éste se la devolvería. Así era como había que gestionar el problema de las armas. Los detalles todavía estaban por clarificar, explicó el presidente, pero lo que iba a hacer era sustituir el símbolo del dólar por una «obligación de caballero de devolver en especie». «Creo que lo habéis entendido todos», añadió. Cuando los periodistas le preguntaron si su plan llevaría al país más cerca de la guerra, Roosevelt restó importancia a la cuestión, aunque sí admitió que el Congreso tendría que dar su aprobación, y que las propuestas legislativas no se plantearían hasta el nuevo año[821].
Fue una actuación magistral; Roosevelt en todo su esplendor. En realidad, la parábola de la manguera de jardín no fue idea original de Roosevelt, como lo pareció en su día. La había empleado por primera vez Harold Ickes cuatro meses antes, pero era evidente que había dejado huella en la mente del presidente y que había quedado almacenada para su utilización en el futuro[822]. Y ahora había recurrido a ella, con resultados brillantes. «Podemos decir sin temor a equivocarnos que con la analogía de la buena vecindad Roosevelt ganó la batalla del Préstamo y Arriendo», pensaba Robert Sherwood, miembro del equipo de redactores de los discursos de Roosevelt[823]. Aquella idea todavía no era para nada un programa. Roosevelt no había facilitado detalle alguno, pero todos los pormenores irían surgiendo de una forma u otra durante el periplo de la legislación en el Congreso. Roosevelt echaba balones fuera cuando se le planteaban preguntas sobre el incremento de producción necesario para proporcionar el material a los británicos. Las repercusiones que tendría el garantizar la entrega de los bienes producidos a las Fuerzas Armadas británicas en condiciones de seguridad tampoco quedaban claras en absoluto. Y la analogía presentaba un fallo evidente, que no escapó a algunos de los que la escucharon. Y es que era muy probable que en este caso la «manguera de jardín» no fuera devuelta, al menos no intacta. Pero lo que el presidente había logrado ante todo con su parábola fue convertir una compleja y controvertida cuestión en algo de lo más simple, en una historia de buena vecindad que todo el mundo podía comprender y que resultaba atractiva para mucha gente. La cuestión de la ayuda a Gran Bretaña estaba en el centro de la discusión pública, expuesta a un riguroso proceso de escrutinio y debate en todos los bandos.
Roosevelt dio un fuerte espaldarazo a su estrategia inicial con una acción ejecutiva inmediata y enérgica, al aprobar la iniciativa de Stimson, considerada asunto de la mayor urgencia, de llevar a cabo una reorganización drástica de la producción para la defensa. La Comisión Asesora fundada en primavera, desprovista de líder y absolutamente incompetente, fue sustituida ahora por una pequeña y más dinámica Oficina de Gestión de la Producción, que contaba con tan sólo cuatro miembros: Stimson, Knox, un director —el experimentado líder empresarial William Knudsen (presidente de General Motors)— y, como codirector, garantizando la participación de los sindicatos, Sidney Hillmann (presidente del sindicato de obreros del textil). La debilidad operativa de esta nueva organización también quedaría pronto de manifiesto, pero, por el momento, su creación era un claro indicio de que Roosevelt tenía interés en seguir adelante con el programa de ayuda armamentística, aunque seguía mostrándose evasivo y no asumía ningún compromiso con respecto a la cuestión de la dotación de escoltas a los convoyes[824].
Doce días después de aquella trascendental rueda de prensa, el 29 de diciembre, Roosevelt fue llevado en su silla de ruedas al salón de recepciones diplomáticas de la Casa Blanca para ofrecer su primera «charla junto al fuego» dirigida a la nación desde que fuera reelegido. Muchos entonces, y después, la juzgaron como una de sus mejores y más eficaces alocuciones. Es posible que se viera impulsada, al menos en parte, por la hostil respuesta dada a la idea del préstamo y arriendo en la propaganda extranjera alemana, una respuesta que tenía por objetivo fortalecer a los aislacionistas de Estados Unidos, pero que en realidad produjo el efecto contrario, al fomentar un apoyo inesperado a la iniciativa del presidente[825]. Sin embargo, su principal fuerza motriz fue el deseo de Roosevelt de explicar al pueblo estadounidense «la pura verdad sobre la gravedad de la situación» en la que la guerra había situado a Estados Unidos[826] y de hacer entender la necesidad de proporcionar toda la ayuda posible a Gran Bretaña, lo que equivalía a un intento de introducir la idea de préstamo y arriendo.
Roosevelt no se anduvo con miramientos a la hora de dar detalles del peligro que corría la seguridad de Estados Unidos. Al referirse al Pacto Tripartito firmado en septiembre entre Alemania, Italia y Japón y dirigido contra Estados Unidos, dibujó un crudo panorama dual de pueblos libres y democráticos en combate mortal contra «las fuerzas malignas» de la tiranía totalitaria, dispuestas a dominar y esclavizar a la raza humana. En una época de poder aéreo, los océanos, prosiguió, ya no servían de protección a Estados Unidos. Era esencial no caer ante las potencias hostiles. En ese sentido, defender la capacidad de combate de Gran Bretaña (mencionó también la lucha de los griegos y los chinos) era crucial. Y es que, «si Gran Bretaña cae, las potencias del Eje controlarán los continentes de Europa, Asia, África y Australasia y también alta mar, y estarán en condiciones de utilizar enormes recursos militares y navales contra este hemisferio». Se encontraban, por tanto, ante un gran peligro al que había que hacer frente. En un indirecto ataque a sus oponentes aislacionistas, el presidente desestimó el espejismo «de que podemos salvar el pellejo cerrando los ojos al destino de otras naciones». El apaciguamiento, como había demostrado la experiencia, no ofrecía la solución. Una «paz negociada» era una «estupidez»; no habría paz de ningún tipo.
El presidente abordó después el segundo asunto: la necesidad de ayudar a Gran Bretaña. Los británicos estaban resistiendo frente a una «nefasta alianza», y la futura seguridad de Estados Unidos dependía del resultado de aquella lucha. Roosevelt afirmaba categóricamente: «Hay muchas menos posibilidades de que Estados Unidos entre en guerra si hacemos todo lo que podemos ahora para apoyar a las naciones que se están defendiendo del Eje que si consentimos su derrota». Admitía abiertamente que cualquier línea de actuación entrañaba peligros, pero la que él estaba defendiendo, decía, era la menos arriesgada. No se pedía el envío al extranjero de una fuerza expedicionaria estadounidense, ni había intención alguna de hacerlo. «Así que podéis desenmascarar cualquier rumor de que se están enviando armas a Europa por ser una deliberada falsedad». Pero los que estaban ahora sumidos en la lucha estaban pidiendo «los instrumentos de guerra» y «definitivamente debemos llevarles esas armas». Una vez más reiteraba que su política no iba dirigida a la guerra, sino a mantener precisamente la guerra lejos de Norteamérica. Y apelaba a los trabajadores y a los líderes del sector industrial para que redoblaran sus esfuerzos. «Tenemos que tener más barcos, más pistolas, más aviones… más de todo». La cantidad que se enviaría al extranjero quedaba a criterio de los expertos de defensa del Gobierno. Estados Unidos había proporcionado a los británicos un gran apoyo material y les proporcionaría más en el futuro. El presidente concluía su enérgico discurso con unas palabras cuyo eco siguió escuchándose pasado el tiempo: «Tenemos que ser el gran arsenal de la democracia[827]».
La «charla junto al fuego» recibió una respuesta masiva. Tres cuartas partes de los norteamericanos la habían escuchado, y de ellos el 60 por 100 estaba de acuerdo. La Casa Blanca se vio inundada de cartas y telegramas acerca del discurso, con una proporción de cien a uno a favor. Roosevelt estaba encantado. Aquello superaba con creces sus expectativas. Las críticas, como cabía esperar, vinieron de los círculos cada vez más reducidos de los aislacionistas, pero incluso ellos se vieron en parte desarmados por el discurso. Algunas de las reacciones más perspicaces en la prensa celebraban la clara y firme capacidad de liderazgo del presidente y aplaudían el final de la incertidumbre que se había cernido como una nube sobre la política norteamericana durante los meses anteriores, y también el hecho de que Roosevelt hubiera al fin «clarificado y materializado la elección de América, una elección hecha realmente hace mucho tiempo». Lo único que había que lamentar era que «este planteamiento se retrasara a costa de seis meses de preparación crucial[828]».
Fue en diciembre de 1940 cuando se tomó esa decisión clave, una de las más importantes de la guerra, que implicaba decantarse por un programa que equivalía a «nada menos que una declaración de guerra económica al Eje[829]». Por primera vez desde mucho antes de su reelección, Roosevelt había dirigido a la opinión pública de su país, en lugar de seguirla. Y la opinión se iba modificando al son que él marcaba. Ahora, un 70 por 100 de los encuestados estaban dispuestos a ayudar a Gran Bretaña a ganar, algunos incluso a riesgo de que Estados Unidos acabara interviniendo en la guerra. Sin embargo, una gran mayoría todavía se oponía a entrar en la guerra en ese preciso momento. El pueblo norteamericano, como señalaba un analista, seguía prefiriendo «sostenerse sobre el borde del abismo» antes que verse empujado a la guerra[830].
A la «charla junto al fuego» de Roosevelt le siguió enseguida su discurso anual en el Congreso sobre el Estado de la Unión, pronunciado el 6 de enero de 1941. En otra enérgica declaración, el presidente resumió las «cuatro libertades humanas esenciales» que él trataba de alcanzar, y que eran en la práctica una declaración de los objetivos norteamericanos para el mundo de posguerra: libertad de expresión, libertad de religión, libertad frente a las privaciones y libertad frente al miedo. Poco después, el presidente especificó sus demandas presupuestarias para 1942: de los diecisiete mil quinientos millones de dólares solicitados, el 60 por 100 iba destinado a la defensa nacional[831]. El «arsenal de la democracia» había entrado en acción.
Antes de aquel discurso, el 2 de enero, el presidente, empujado por un nuevo sentimiento de urgencia, había encargado al Tesoro la redacción del proyecto de ley de Préstamo y Arriendo que se llevaría al Congreso[832]. A partir de entonces, la responsabilidad principal recayó sobre Morgenthau y su equipo. El proyecto fue bautizado con el simbólico nombre de Resolución de Cámara número 1776, año de la Guerra de la Independencia. El 10 de enero fue llevada a la Cámara de Representantes. Los debates que se produjeron a continuación, y que se prolongaron durante un período de dos meses, fueron intensos y ampliamente comentados en el país. El interés de la población era inmenso. Casi todos los norteamericanos conocían la ley y la, mayor parte de ellos la apoyaban sistemáticamente, aunque más de un tercio de los encuestados pensaba que, si se aprobaba, aumentaría la posibilidad de que Estados Unidos acabara por «entrar en la guerra[833]». Para los aislacionistas, la campaña contra la ley constituyó el último coletazo. El comité America First lanzó una gigantesca campaña de oposición. El joven John F. Kennedy fue uno de los que contribuyeron a su financiación[834]. Las páginas del Chicago Tribune, cuyo dueño era el coronel Robert R. McCormick, hombre excesivo y acérrimo aislacionista, ofrecieron su espacio a una amplísima campaña publicitaria[835].
El complejo proceso legislativo siguió su curso. En el Congreso, la oposición no tenía poder suficiente para rechazar la propuesta de ley, pero sí pudo imponer algunas enmiendas. Finalmente, el texto fue aprobado por doscientos sesenta votos a favor y ciento sesenta y cinco en contra en la Cámara de Representantes, y sesenta a favor y treinta y uno en contra en el Senado. En ambas cámaras, los que se opusieron eran en su mayor parte republicanos. Roosevelt firmó la Ley de Préstamo y Arriendo el 11 de marzo de 1941. Aquel texto le confería ahora autoridad para ordenar la producción o adquisición de «cualquier artículo de defensa para el Gobierno de cualquier país cuya defensa sea a juicio del presidente vital para la defensa de Estados Unidos[836]».
En la charla pronunciada con motivo de la cena anual de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca, celebrada cuatro días más tarde, el presidente omitió todas las recriminaciones a sus oponentes que había pensado incluir inicialmente[837]. En lugar de eso, se centró en la unidad nacional generada por el debate del proyecto de préstamo y arriendo para hacer frente a las tareas que tenían por delante. «Que los dictadores de Europa o de Asia no puedan dudar hoy de nuestra unanimidad», proclamaba. El país entero había entrado en un inmenso debate. «Sí, es posible que las decisiones de nuestra democracia se tomen muy lentamente —admitía—. Pero cuando esa decisión está tomada, se proclama no con la voz de un solo hombre, sino con la voz de ciento treinta millones. Nos obliga a todos. Y ya no deja ninguna duda al mundo». A continuación deslizó una crítica a sus oponentes: «Esta decisión es el final de cualquier intento de apaciguamiento en nuestra tierra; el final de que nos insten a llevarnos bien con los dictadores; el final del compromiso con la tiranía y las fuerzas de la opresión. Y la urgencia es ahora». Y finalmente puso de relieve la trascendencia de la decisión tomada: «Nosotros creemos firmemente que cuando nuestra producción esté en pleno desarrollo, las democracias del mundo podrán demostrar que las dictaduras no pueden ganar[838]».
VI
La adopción del sistema de préstamo y arriendo fue una de las decisiones políticas más importantes de la guerra y una de las que tuvieron consecuencias de mayor alcance. Para Churchill, fue «una decisión formidable» que trajo nueva esperanza y confianza al transmitir la idea de que «Estados Unidos está muy estrechamente ligado a nosotros ahora[839]». Habló de ella como un «climaterio» —una «intensa encrucijada»— en la campaña bélica de Gran Bretaña[840]. Constituía un «compromiso irrevocable» con la alianza de Estados Unidos con Gran Bretaña, un «punto de no retomo» en la política estadounidense contra la Alemania nazi, un «paso gigantesco hacia la guerra[841]». La reacción alemana dijo mucho de la trascendencia de lo sucedido. Los mandos de la Wehrmacht lo interpretaron como «una declaración de guerra». Goebbels lo describió del mismo modo. Y Hitler decidió inmediatamente ampliar hacia el oeste la zona de combate en el norte del Atlántico hasta las aguas territoriales de Groenlandia[842].
Para los críticos de Roosevelt, eso era precisamente lo que aquella idea pretendía. Cuando el senador ultraaislacionista Burton K. Wheeler declaró que el programa de préstamo y arriendo iba a «sepultar a uno de cada cuatro niños americanos», Roosevelt reaccionó con extrema sensibilidad. «Me parece lo más falso, lo más ruin y antipatriótico que se ha dicho nunca», replicó[843]. Y cuando, en primavera, Charles A. Lindbergh se convirtió en el niño mimado de los aislacionistas en la campaña de America First contra Roosevelt, el presidente manifestó en privado su convicción de que el antiguo héroe de aviación era nazi[844]. Para los intervencionistas más ardientes, dentro y fuera de la Administración, el programa de préstamo y arriendo ofrecía precisamente lo que los aislacionistas condenaban: la expectativa de que un sentimiento de urgencia y dinamismo aproximaría ahora más rápidamente a la política norteamericana a una intervención directa en una guerra que consideraban inevitable. Durante los meses siguientes a la aprobación de la Ley de Préstamo y Arriendo, el presidente no contentó a ninguno de los sectores críticos con él. Para los aislacionistas, estaba yendo demasiado lejos; para los intervencionistas, estaba haciendo demasiado poco. Pero en realidad, eso no significaba que hubiera optado por el camino de en medio. Sus preferencias se inclinaban invariablemente por quienes querían hacer más por ayudar a los británicos en la que era para ellos una delicadísima fase de la guerra. Pero siempre sería «sin recurrir a la guerra», y sus radares políticos le decían sistemáticamente que la vía de la prudencia era la correcta. Como resultado de ello, durante los meses de primavera la política norteamericana pareció perderse en los abismos de la inercia, la incertidumbre y la duda.
Los beneficios inmediatos del plan de préstamo y arriendo no fueron muy grandes. Harry Hopkins, a quien fue encomendada la dirección del programa, contaba con una especie de autoridad plenipotenciaria para llevarlo a la práctica[845]. La Administración solicitó inmediatamente siete mil millones de dólares en concepto de asignaciones. Una de las primeras adquisiciones, reflejo preciso de la decisiva «charla junto al fuego» de Roosevelt, fueron novecientos mil pies (cerca de doscientos ochenta mil metros) de manguera contra incendios. Pese a todo, sólo un insignificante uno por ciento de las armas empleadas realmente por Gran Bretaña y el Imperio durante el año 1941 procedía del programa de préstamo y arriendo. La relevancia inmediata para la campaña bélica británica era en gran medida simbólica. Sin embargo, los resultados de dicho plan en todo el transcurso de la guerra no quedaron ni mucho menos relegados al terreno de lo simbólico.
Más de la mitad de los déficits británicos se cubrieron mediante la acción del plan de préstamo y arriendo, y éste acabó teniendo también una importancia vital para la máquina de guerra soviética. La lista de potenciales países receptores se había dejado deliberadamente abierta cuando se redactó la legislación. Consciente, gracias a los informes de los servicios de inteligencia, de las señales crecientes que hacían pensar que Hitler podía invadir la Unión Soviética antes de finalizar el año, la Administración, en la que acabó revelándose como una crucial muestra de capacidad de previsión, quiso evitar a toda costa que los miembros anticomunistas del Congreso delimitaran los países que podían recibir en algún momento ayuda de dicho programa. Cuando la guerra terminó, el plan había proporcionado más de cincuenta mil millones de dólares a países de todo el mundo.
En el interior de Estados Unidos, el plan de préstamo y arriendo provocó un enorme incremento de la inversión en armamento. Ya en 1941, la proporción del gasto de defensa en el producto nacional bruto era casi diez veces más elevado que en 1939. La mayor parte de este incremento se nutría de préstamos, y no de impuestos, una tendencia nueva y duradera en el terreno de la financiación. Por otro lado, gracias a las técnicas de fabricación en masa, el gran capital creció todavía más y amplió su control sobre la producción industrial. En esencia, el complejo industrial militar de la Norteamérica de posguerra asentó sus bases en el plan de préstamo y arriendo[846].
La decisión tomada en diciembre y materializada en forma de ley en marzo había resuelto la cuestión de la producción. La economía de guerra estadounidense se puso en marcha (aunque las trabas y deficiencias en la producción y en la organización no le permitían todavía funcionar con normalidad y a pleno rendimiento). La cuestión de cómo iban a llegar bienes suficientes a Gran Bretaña, dadas las crecientes pérdidas de barcos mercantes en el Atlántico, distaba mucho sin embargo de estar salvada. Además, el plan de préstamo y arriendo había dejado claramente al descubierto un dilema que nadie estaba todavía dispuesto a afrontar. ¿Podía Estados Unidos, con su neutralidad ahora completamente comprometida, con su no beligerancia tan marcadamente inclinada en un sentido, permanecer fuera de una guerra abierta cuando estaba tan vinculada a uno de los participantes a cuenta del suministro de armamento? Stimson, como era habitual, había dado en el clavo en diciembre. «No podemos quedamos permanentemente en la posición de fabricantes de herramientas para otras naciones que luchan», había concluido, aunque también admitía que el país no estaba preparado todavía para pensar en la intervención[847].
Durante esas mismas semanas, no obstante, la guerra abierta se aproximó un poco más, aunque sólo alcanzó el nivel de la planificación de contingencia. Ya en noviembre de 1940 el almirante Stark había ideado una estrategia global de defensa conocida como Plan D (o, en la jerga naval, «Plan Dog»). Su premisa esencial era que, si Estados Unidos entraba (y cuando así lo hiciera) en una guerra contra Alemania, Italia y Japón —y Stark creía que acabaría siendo necesario que así fuera para enviar grandes fuerzas terrestres y aéreas a Europa y África[848]—, una ofensiva contundente en el Atlántico conjuntamente con Gran Bretaña tendría preferencia sobre el Pacífico, donde se optaría por una postura defensiva[849]. Aunque Roosevelt nunca adoptó formalmente el Plan D, éste se encontraba implícito en la conclusión a la que éste llegó en una reunión con sus máximos consejeros de defensa el 17 de enero de que defender las líneas de suministro a Gran Bretaña era el objetivo primordial. Por eso ordenó a la Armada prepararse para escoltar los convoyes[850], algo que resultaba bastante prometedor. No obstante, como solía suceder, finalmente se impuso la cautela. Roosevelt no estaba ni mucho menos preparado para dar todavía ese paso.
Stark había recomendado al presidente que autorizara conversaciones secretas entre altos mandos militares estadounidenses y británicos sobre la posible acción futura en ambos océanos[851]. Dichas conversaciones se emprendieron en enero de 1941. Al cabo de dos meses, los máximos planificadores militares norteamericanos y británicos habían elaborado un acuerdo base en materia de estrategia —un documento llamado ABC-I—, por si Estados Unidos entraba en la guerra, aunque, por supuesto, no había todavía compromiso alguno de hacerlo. De todos modos, en caso de guerra, la estrategia básica —conforme al Plan D— sería «Alemania primero», con una lucha añadida de desgaste contra Japón en el Pacífico hasta que Alemania fuera derrotada. En realidad, ABC-I determinó las líneas de la reflexión estratégica en ambos países en los meses siguientes, así como la estrategia efectiva a partir de diciembre de 1941[852]. Como señaló más adelante Robert Sherwood, que ayudaba a Roosevelt a redactar sus discursos, se había desarrollado una «alianza en concubinato» entre Estados Unidos y Gran Bretaña seis meses antes de que el primero entrara finalmente en la guerra. La relación la habían «entablado públicamente mediante el programa de préstamo y arriendo» y después «consumado en privado mediante las conversaciones angloamericanas de altos mandos militares en Washington[853]».
Roosevelt había hecho grandes avances durante el invierno. La indecisión que había acompañado al trato de los destructores, cuando acabó cediendo por prudencia a la presión de sus consejeros, había dejado paso a la valentía en diciembre y enero, cuando promovió el paso de gigante del plan de préstamo y arriendo. Pero el presidente no estaba preparado aún para acelerar el proceso. En la agitada primavera de 1941, el coraje lo había vuelto a abandonar. Para total frustración de los elementos más extremos de su Gabinete, la prudencia volvió a imponerse una vez más.
Gran Bretaña se enfrentaba en aquel momento a serias dificultades, y mucho antes de que la prometida ayuda norteamericana pudiera empezar a surtir algún efecto. Los avances hechos gracias al plan de préstamo y arriendo y al acuerdo militar ABC-I con los estadounidenses amenazaban con resultar inútiles. A la altura de mayo las tropas británicas habían sido expulsadas de Grecia y habían perdido Creta. La desviación hacia aquel país, un vano intento de impedir la ocupación alemana, había debilitado el ya de por sí endeble poder de Gran Bretaña en el norte de África y, bajo las órdenes del nuevo y temerario general Erwin Rommel, las fuerzas del Eje amenazaban ahora con penetrar en las defensas enemigas, algo que no tardarían en hacer. Y lo peor de todo, el número de pérdidas de barcos en el Atlántico había ascendido a casi el doble con respecto al invierno. Y ahora el temido nuevo acorazado alemán, el Bismarck, andaba suelto y dispuesto a causar estragos todavía mayores entre los convoyes británicos. El panorama era desalentador. Muy probablemente Gran Bretaña perdería la «batalla del Atlántico». Churchill, irritado y profundamente frustrado por la prudencia de Roosevelt, comentó que «muy inconscientemente estamos siendo abandonados en gran medida a nuestra suerte[854]».
Aunque los detractores aislacionistas de Roosevelt habían sufrido un fuerte retroceso durante el proceso de aprobación de la Ley de Préstamo y Arriendo, se ha afirmado que el presidente todavía parecía sentir a veces «menos miedo a que Hitler pudiera atacar de repente que a que lo vencieran los aislacionistas del Senado[855]». En este sentido, no fue capaz de tomar una decisión clara sobre el asunto de los convoyes. En abril parecía primero a favor del plan de la Armada de facilitar escoltas y después en contra. A pesar de la presión de los «halcones» del Gabinete —Stimson, Knox, Ickes y Morgenthau—, el presidente siguió resistiéndose. Su punto de vista era, según Morgenthau, «que la opinión pública no estaba preparada todavía para que Estados Unidos escoltara los barcos». Prefería esperar y no estaba «dispuesto a seguir adelante con la “ayuda por todos los medios para Inglaterra[856]”». Todo parece indicar que podría haberse ganado a la opinión pública en torno a aquella cuestión si lo hubiera intentado[857], pero finalmente prefirió no ponerla a prueba. Por el momento sólo accedió, el 15 de abril, a una significativa ampliación de la «zona de seguridad» de las patrullas navales en el Atlántico, que se prolongaba ahora hacia el oeste de una línea situada aproximadamente a medio camino entre África y Brasil, y que incluía Groenlandia y las Azores. En esta vasta extensión del Atlántico, ellos informarían de la posición de los submarinos alemanes, pero por lo demás no harían nada para atacarlos (salvo que se vieran amenazados) o para defender directamente los convoyes. Aquel plan no tardaría en dar paso a la presencia norteamericana en Groenlandia e Islandia, con un pie a cada lado de la crucial ruta atlántica. Roosevelt también autorizó por aquella época el traspaso de un pequeño número de buques de guerra —más pequeño de lo que la Armada deseaba— del Pacífico al Atlántico. Y propuso algunos planes (que finalmente quedaron en nada) para ocupar las Azores[858]. Pero el presidente no tenía intención de ir más allá. Seguía negándose a escoltar a los barcos y afirmando categóricamente que en la batalla por controlar los mares no estaba dispuesto a efectuar el primer disparo[859].
Durante los meses de abril y mayo, una de las fases más agitadas de la guerra y de las más angustiosas de su mandato, Roosevelt se mostró vacilante a los ojos de su entorno, cauto casi hasta la inmovilidad[860]. Cuando William Rullitt, antiguo embajador en Francia, lo vio el 23 de abril, el presidente dijo «que el problema que más le preocupaba era el de la opinión pública. Acababa de tener una discusión con Stimson sobre ese tema. Stimson pensaba que deberíamos ir a la guerra ya. Él, el presidente, creía que debíamos esperar un incidente y confiaba en que los alemanes nos darían un incidente[861]».
Por su parte, al otro lado del Atlántico, Churchill se sentía profundamente desalentado por la inactividad y la falta de decisión de Roosevelt. La carta que envió al presidente a comienzos de mayo, escrita en un momento de irritación, tuvo que ser retocada por sus consejeros para moderar el tono[862]. Churchill quería una acción más decidida, y sugería que lo que marcaría la diferencia decisiva inclinando la balanza de la guerra a favor de Gran Bretaña «sería el que Estados Unidos se alinease inmediatamente con nosotros como potencia beligerante[863]». Roosevelt hizo caso omiso de la petición.
En Washington, vencidos por el desánimo, Stimson, Knox y el fiscal general del Estado, Robert Jackson, se reunieron con Ickes a mediados de mayo para estudiar la posibilidad de enviar «alguna protesta formal por escrito al presidente para comunicarle que adolecemos de una falta de liderazgo que no augura nada bueno para el país». Todos ellos coincidían en que «el país estaba cansado de palabras y quería hechos». Pero ni siquiera se podían esperar palabras, ya que Roosevelt había pospuesto un gran discurso que tenía intención de pronunciar sobre el estado de la guerra. Se había retirado a la cama, enfermo, aunque con buen aspecto, según las pocas personas que pudieron verlo esos días. «Missy» LeHand pensaba que el presidente era víctima de «un caso de pura exasperación», constantemente dividido entre aislacionistas e intervencionistas. Llegado el momento, la idea de la carta de protesta no generó un gran entusiasmo, aunque «ninguno de nosotros podía explicar la falta de liderazgo del presidente y todos nos sentíamos inquietos por el hecho de que se rodeara de un reducido grupo y fuera en realidad inaccesible para la mayoría de la gente, incluso para algunos miembros del Gabinete[864]».
Dado el malestar que, a los ojos de quienes constituían el núcleo de la política de defensa, se había apoderado de la Administración, las expectativas puestas en el próximo discurso del presidente —el primero desde la promulgación de la Ley de Préstamo y Arriendo— eran enormes. Morgenthau, especulando sobre lo que podría decir el presidente, «presentía que el próximo movimiento era llevamos a la guerra». Según explicó a Harry Hopkins, durante los diez días anteriores había llegado a la conclusión «de que si habíamos de salvar a Inglaterra, tendríamos que entrar en esa guerra, y que necesitábamos a Inglaterra, si no por otra razón, como piedra de apoyo para bombardear Alemania[865]».
Roosevelt pronunció finalmente su gran discurso la noche del 27 de mayo, el día en el que llegó la noticia del hundimiento del Bismarck. Varias manos se habían dedicado con total empeño a redactar los seis borradores de la «charla junto al fuego», que el presidente quería concluir de forma sumamente dramática proclamando él estado de emergencia. Unas horas antes de su intervención telegrafió a Churchill para informarle de que su texto «iba mucho más allá de lo que yo creía posible tan sólo hace dos semanas[866]».
El discurso no fue sin embargo uno de los mejores de Roosevelt. Para el público invitado a la insoportablemente calurosa Sala Este de la Casa Blanca supuso una tremenda decepción, si bien la avalancha de telegramas que llegaron después eran en su inmensa mayoría positivos, una respuesta mejor de lo que el presidente aseguraba esperar[867]. Buena parte de la intervención volvía sobre los mismos aspectos de la «charla junto al fuego» de diciembre. En su pasaje más intenso, prometía «dar toda la ayuda posible a Gran Bretaña y a todos los que, con Gran Bretaña, están haciendo frente al hitlerismo o sus equivalentes con la fuerza de las armas. Nuestras patrullas —añadía— están ayudando ahora a garantizar la entrega de las provisiones necesarias a Gran Bretaña. Y se tomarán todas las medidas adicionales necesarias para entregar los productos». Y finalmente llegó el clímax de su discurso, cuando declaró: «Esta noche he proclamado que nos encontramos en un estado de emergencia nacional ilimitada y que esto requiere el fortalecimiento de nuestra defensa hasta el límite de nuestro poder y autoridad nacionales[868]».
Aquellas palabras sonaron sumamente dramáticas. Tal vez algunos de sus allegados pensaron que el presidente estaba poniendo freno por fin a la deriva de las últimas semanas. Tal vez volvía ahora la urgencia que había determinado las decisiones de finales de año. ¿Pero qué significaba exactamente la declaración de «emergencia nacional ilimitada» en la práctica? Cuando los periodistas asistentes a la rueda de prensa de la mañana siguiente pidieron nuevos detalles a Roosevelt, éste anuló de un plumazo el buen trabajo de la noche anterior. No tenía intención de solicitar al Congreso la derogación de la legislación sobre neutralidad, dijo. Y tampoco iba a ordenar la puesta en funcionamiento del sistema de escoltas navales para los barcos. A continuación desechó por «turbia» una pregunta sobre las dificultades para reconciliar las diferencias entre la mano de obra y los directivos en la gran campaña armamentística y finalmente admitió que su proclamación de un estado de emergencia nacional ilimitada requería órdenes ejecutivas basadas en la recuperación de leyes de emergencia que se remontaban más de cincuenta años atrás para hacerse efectiva. Y no tenía intención alguna de dictar tales órdenes[869].
Los más próximos al presidente se sintieron desconcertados e irritados. Stimson, que, junto a Knox, había estado abogando en mayo por la inmediata puesta en marcha de un programa de protección de los convoyes, estaba consternado. Ickes consideraba que «declarar una emergencia total sin efectuar acciones para darle seguimiento no significa gran cosa», aunque añadía con toda franqueza que al menos proporcionaba un marco para una acción significativa. Hopkins no alcanzaba a explicarse el «repentino cambio desde una posición de fuerza a la que parece una indiferente debilidad» protagonizado por Roosevelt. La «incomprensibilidad» de su carácter fue lo único que se le ocurrió a Sherwood como explicación[870].
Pero eran razones más profundas que la impenetrable personalidad de Roosevelt las que dictaban aquella prudencia. Una de ellas era el eterno problema con el que se encontraba el presidente para moldear a la opinión pública sin dejarla atrás. La ligera mayoría que se manifestaba en los sondeos de opinión a favor de escoltar los convoyes sugería que Roosevelt podía lograr la aprobación de aquella propuesta en el Congreso si estaba dispuesto a ejercer la presión necesaria. Pero la provisión de escoltas a los convoyes ocasionaría inmediatamente choques armados con los navíos alemanes, lo que situaría al país a un paso de la guerra. ¿Podía ofrecer una escasa mayoría en el Congreso la unidad nacional necesaria en la guerra? ¿Y estaba su país preparado para el conflicto? Las encuestas del período previo a su discurso presentaban las contradicciones habituales. Mientras que el 68 por 100 consideraba más importante ayudar a Gran Bretaña que mantenerse friera de la guerra, un porcentaje ligeramente superior pensaba que el presidente había ido lo suficientemente lejos o incluso demasiado lejos en su apoyo a los británicos. Y el 80 por 100 de la población seguía oponiéndose rotundamente a la entrada en la guerra[871]. Eso era más que suficiente para convencer al presidente de refrenar las iniciativas más audaces. Como señalaría más tarde una de las personas que lo veían en aquella época en la Casa Blanca, Roosevelt pensaba que sería más eficaz como jefe de la nación si no cruzaba el Rubicón[872].
Otro factor resultó probablemente crucial. Roosevelt tenía constancia desde comienzos de año de la directiva de Hitler de atacar la Unión Soviética en primavera. A principios de marzo, Sumner Welles había recibido instrucciones de transmitir dicha información al Kremlin[873]. Ahora, las señales con las que contaban los servicios de inteligencia apuntaban a una invasión inminente[874]. Lo más probable es que fuera ésa la razón por la que Roosevelt quiso evitar una escalada de las agresiones en el Atlántico cuando el 12 de junio llegó la noticia de que por primera vez un submarino alemán había hundido un barco estadounidense, el carguero Robin Moor. La reacción norteamericana fue por tanto muy suave[875]. Y es que Roosevelt sabía que el ataque alemán a la Unión Soviética dotaría de un cariz completamente distinto a la guerra en el Atlántico. Siempre que la Unión Soviética pudiera resistir, en el oeste se abrirían nuevas perspectivas.
El 22 de junio de 1941, el presidente se despertó con la noticia del comienzo de un inmenso ataque alemán contra la Unión Soviética.
VII
Roosevelt y la política norteamericana habían recorrido una enorme distancia desde los sombríos meses de mayo a septiembre, que habían amenazado con el eclipse total de la democracia en Europa. Cuando las fuerzas de Hitler invadieron la Unión Soviética, Estados Unidos todavía no estaba en absoluto preparado para la guerra, tanto desde el punto de vista militar como psicológico o político, pero las decisiones tomadas por Roosevelt, en particular en torno al pacto de los destructores y después al programa de préstamo y arriendo, habían tenido una importancia crucial para fortalecer los vínculos trasatlánticos, que al cabo de unos meses darían paso a una auténtica alianza militar contra Hitler y que con el tiempo se revelarían decisivos para su destrucción. El dictador alemán sabía muy bien que a partir de entonces el tiempo y los recursos ya no estaban de su lado. Tenía que arriesgar más para ganar más. Pero las cosas se le estaban empezando a poner en contra, aunque la trayectoria de la guerra no lo demostrara por el momento. Con Gran Bretaña sucedía todo lo contrario. Militarmente era todavía débil, y tenía que hacer frente a graves percances en los Balcanes, el norte de África y, en igual medida, en el Atlántico, pero por primera vez existía algo más que un leve rayo de esperanza en el horizonte. Si se podían proteger las rutas marítimas atlánticas, pronto tendría a su disposición el «arsenal de la democracia» estadounidense. Y las perspectivas de que Estados Unidos entrara efectivamente en guerra abierta habían aumentado drásticamente. No es de extrañar que Churchill concluyera su declaración internacional del 2 7 de abril de 1941 con un aderezo retórico, citando un poema del siglo XIX, para ilustrar aquella nueva esperanza: «Delante el sol asciende lentamente, ¡cuán lentamente! Pero al oeste, mirad: la tierra resplandece[876]»
Con el pacto de los destructores, el programa de préstamo y arriendo y las cautas actuaciones subsiguientes, el presidente había afrontado decisiones enormemente difíciles. No le faltaron consejos desde todos los sectores: ir más rápido; ir más lento; no ir. Él había titubeado, había dudado, había sido presionado por sus consejeros y por los sondeos de opinión, pero, a pesar de haber avanzado a tientas y muy tímidamente, su audacia en relación con el programa de préstamo y arriendo fue notable, y resultó crucial. Sin aquella decisión, a pesar de que el flujo de ayuda inmediata era todavía muy limitado comparado con lo que llegaría más tarde, la posición de Gran Bretaña habría sufrido un enorme y rápido deterioro. Al menguar las reservas de dólares y aumentar las pérdidas en el Atlántico, las dificultades no habrían tardado en dar paso a la desesperación. La posibilidad de que Gran Bretaña se hubiera visto obligada, como aseguraban en aquel momento algunos detractores del plan de préstamo y arriendo, a buscar una paz negociada con Hitler en el plazo de seis meses era muy poco plausible. El Gobierno británico era tan consciente como la Administración Roosevelt de los planes alemanes de caer sobre la Unión Soviética y de la enorme concentración de tropas en el frente del este. La guerra germano-soviética habría servido, siempre que se prolongara un tiempo, para aliviar a una hostigada Gran Bretaña incluso en ausencia del programa de préstamo y arriendo. Pero estaría por ver cuánto tiempo habrían resistido sin éste los recursos de Gran Bretaña, incluso ante las nuevas condiciones derivadas de la guerra en el este.
Más importante que esta pregunta sin respuesta es el hecho de que el plan de préstamo y arriendo dio origen a un compromiso con profundas consecuencias. Aunque el camino hacia la guerra para Estados Unidos todavía no estaba ni mucho menos decidido, los consejeros de Roosevelt supusieron acertadamente que después de la aplicación del programa de préstamo y arriendo acabaría siendo imposible seguir fuera del conflicto. Garantizar que los artículos producidos no terminaban sin más en el fondo del Atlántico exigía que los convoyes fueran escoltados hasta el otro lado: del océano. Y eso sin duda provocaría «incidentes» (hundimientos e intercambios de disparos). Como había señalado el propio Roosevelt, aquello recordaba mucho a la guerra, y realmente no estaba muy lejos de ella[877]. Eso es lo que lo llevaba a resistirse a ordenar la asignación de escoltas, algo que no haría finalmente hasta el otoño. Algunos de los miembros del «gabinete de guerra», su estrecho círculo de asesores en materia de defensa, no se hacían ilusiones sobre la necesidad no sólo de involucrarse en la protección de los convoyes, sino de participar activamente en la batalla del Atlántico, y aquello tampoco se detendría allí. Había quienes pensaban que, si finalmente Estados Unidos tenía que intervenir, sería por mar y por aire, pero sin necesidad de mandar fuerzas terrestres, como en la Primera Guerra Mundial. En cambio, los consejeros militares de Roosevelt no se engañaban a sí mismos, y cada vez estaban más convencidos de que la guerra sólo se ganaría enviando tropas estadounidenses a combatir a Europa.
Hasta aquí hemos estado rastreando las razones por las que el presidente actuó como lo hizo. ¿Podría y debería haber actuado de otra manera[878]? Si hubiera seguido el camino que los aislacionistas querían que tomara, las posibilidades de que Gran Bretaña se hubiera visto obligada a una paz negociada que habría debilitado enormemente al país y al Imperio se habrían incrementado enormemente. Pero ese camino no fue en ningún momento una opción probable. Y tampoco era factible. Desde Múnich, si no antes, la Administración, y no sólo sus elementos más extremos, pensaba que Hitler constituía un peligro directo para Estados Unidos y para la totalidad del hemisferio occidental. La visible amenaza procedente del otro lado del Pacífico, de Japón, aumentó ostensiblemente la urgencia por fortalecer su capacidad defensiva. Una vez iniciada la guerra en Europa, y especialmente una vez que las tropas de Hitler habían invadido Escandinavia, los Países Bajos y Francia, el pueblo estadounidense no tardó en empezar a darse cuenta de la enormidad de la amenaza a la que se enfrentaba. Pocos estaban dispuestos a entrar en la guerra, pero el apoyo a la ayuda a Gran Bretaña (y, hasta su derrota, a Francia) era enorme. La línea aislacionista pura sólo contaba con el respaldo de alrededor de un tercio de la población, y se estaba debilitando por momentos. Aparte de las encuestas, la reacción mayoritariamente positiva ante las «charlas junto al fuego» de Roosevelt de diciembre de 1940 y de mayo de 1941 indica que la política de máxima ayuda a Gran Bretaña sin recurrir a la guerra contaba con un apoyo generalizado, en beneficio propio de Estados Unidos. En medio de este clima de opinión (que, hemos de reconocer, estaba influido por la Administración, no sólo respondía a ella), cualquier intento de seguir adelante con la política aislacionista habría sido una temeridad y habría estado condenado al fracaso.
¿Habría sido la intervención, a la que Stimson, Knox, Stark, Morgenthau y otros apelaban en mayo de 1941, una opción más acertada que la línea adoptada efectivamente por Roosevelt? Con un Ejército más pequeño que el de Holanda y sin aviones ni barcos de combate disponibles, la intervención en primavera y verano de 1940 habría tenido un valor meramente simbólico. La Armada no era tan débil como el Ejército, pero la necesitaban tanto en el Pacífico, para disuadir a los japoneses, como en el Atlántico, una situación que estaba agotando los recursos. El traslado de la flota, o de la mayor parte de ella, al Atlántico habría lanzado una señal clarísima a Tokio. Posiblemente la expansión por el sureste asiático se habría producido antes, con graves consecuencias para la defensa británica en la región. Entre tanto, los barcos estadounidenses y británicos habrían sido presa de los ataques de los submarinos alemanes en el Atlántico, lo que no habría ayudado precisamente a la entrega de recursos materiales a Gran Bretaña. Y nada de eso habría cambiado en modo alguno la situación en Europa. Nada de lo que Estados Unidos pudiera hacer habría entorpecido lo más mínimo la conquista de Europa occidental a manos de Hitler.
En primavera de 1941 la situación había cambiado. La potencia militar estadounidense crecía rápidamente conforme la campaña armamentística iba adquiriendo ritmo. La ayuda activa de las fuerzas navales norteamericanas habría reducido significativamente las pérdidas británicas en el Atlántico (si bien la captura fortuita de una máquina Enigma de cifrado alemana en mayo y la rápida descodificación de las claves de los submarinos permitió un drástico descenso de las pérdidas de barcos durante los seis meses siguientes[879]). Una guerra naval con Estados Unidos en el Atlántico era algo que en aquel momento Hitler quería, evitar a toda costa. La intervención beligerante estadounidense habría incrementado enormemente en Berlín los temores en torno a la apertura de un segundo frente en el este. Pero la perspectiva de que Hitler se viera arrastrado a lo que, con suerte, acabaría siendo un conflicto prolongado y sangriento en el este era precisamente lo que los norteamericanos —y los británicos— deseaban que se hiciera realidad. En cualquier caso, nada hace pensar que dicha acción hubiera podido disuadir a Hitler de su intención de destruir la Unión Soviética en un rápido y devastador ataque sorpresa. De hecho, dado que el dictador calculaba que contaba con dos o tres años antes de enfrentarse al pleno poderío económico y militar de Estados Unidos, probablemente aquello no habría hecho sino confirmar su diagnóstico, según el cual lo más acertado era un golpe fugaz y fulminante contra la Unión Soviética, que a su vez forzaría a Gran Bretaña a sentarse en la mesa de negociaciones.
La intervención, pues, habría contribuido poco en la práctica durante los meses que transcurrieron entre la derrota de Francia y el inicio de la «Operación Barbarroja» a la alteración del curso o la ferocidad de la agresión alemana. ¿Cuáles habrían sido sus consecuencias en el interior de Estados Unidos? Cualquier intento de llevar al país a la guerra se habría tropezado con una amplia y acalorada oposición. Como demostraban los sondeos de opinión, el 80 por 100 de la población rechazaba la intervención, incluso en mayo de 1941, de modo que si Roosevelt hubiera empujado a Estados Unidos a la guerra, el resultado habría sido un profundo clima de desunión y discordia, precisamente lo contrario de lo que sucedió después de diciembre de 1941.
Sin embargo, la pregunta resulta ociosa. Roosevelt no se planteó en ningún momento el llevar a Estados Unidos a la guerra. De haberlo intentado, no habrían tardado en recordarle de la manera más enérgica (y no sólo los aislacionistas) su compromiso explícito, realizado en el discurso pronunciado en Boston en octubre de 1940 durante la campaña para su reelección, de que no enviaría tropas norteamericanas a combatir en una guerra extranjera. En cualquier caso, independientemente del clima de opinión reinante en el país, él sabía perfectamente que no tenía la menor oportunidad de convencer al Congreso de que dictara una declaración de guerra.
Los intervencionistas del interior del país, incluso algunos de los más estrechos consejeros de Roosevelt, y por supuesto muchos británicos, se desesperaban y se mostraban críticos con la resistencia norteamericana a entrar en la guerra. Pero la cautela del presidente, aunque exasperante, tenía razón de ser. Roosevelt consiguió, por encima de todo, llevarse al país consigo en su cuidadoso avance hacia el otro lado de la cuerda floja. Cuando finalmente llegó la guerra —como resultado de la agresión a manos de fuerzas hostiles y no de una acción directa del presidente—, esa circunstancia se reveló crucial.