ROMA, VERANO Y OTOÑO DE 1940

Mussolini decide llevarse su parte

Hitler siempre se presenta ante mí con un hecho consumado. Esta vez voy a pagarle con la misma moneda. Se enterará por los periódicos de que he ocupado Grecia. Así se restablecerá el equilibrio.

Mussolini, 12 de octubre de 1940

A las seis de la tarde del 10 de junio, Mussolini se dirigió desde el balcón del Palazzo Venezia, su cuartel general en el corazón de Roma, a una gran multitud integrada en su mayor parte por admiradores fascistas y movilizada en el último momento. Con la grandilocuencia que lo caracterizaba, anunció que el destino había decidido la entrada de Italia en la guerra. El sentido del honor, el interés personal y el futuro del país reclamaban que Italia entrase en combate. Iba a ser una lucha «contra las democracias plutocráticas y reaccionarias de Occidente, que han obstaculizado reiteradamente el avance e incluso amenazado la existencia del pueblo italiano». Romper el monopolio de las democracias occidentales, que ahogaba las posibilidades de expansión de Italia y limitaba enormemente su poder incluso dentro de los estrechos confines del Mediterráneo, era esencial para la libertad del país, aseguraba. Y describía la guerra italiana como «la lucha de un pueblo pobre contra quienes quieren hacernos morir de hambre quedándose con todas las riquezas y el oro de la Tierra[404]».

En ese momento aquélla parecía una buena idea, una apuesta segura de la que Italia sacaría un enorme provecho a un coste muy bajo dadas las asombrosas victorias de la Wehrmacht en Europa occidental. Pero en realidad pronto quedó de manifiesto que se trataba de un envite colosal que no tardaría en producir consecuencias catastróficas. Mussolini tenía la íntima sensación de que la Italia fascista se había visto arrastrada a seguir los pasos de Alemania durante algunos años. Italia fue una vez el socio principal en las relaciones con Hitler, pero los papeles se habían invertido de forma decisiva en la segunda mitad de los años treinta al calor de los éxitos en política exterior de Alemania y de su expansión territorial. A Mussolini le atormentaba verse relegado a la categoría de dictador de segundo orden. Y ahora, más claramente que nunca, Italia tenía que permanecer a la sombra de unos acontecimientos determinados por el poderío militar alemán. Afirmar el derecho independiente de Italia a su poder dentro del Eje era una razón clave para entrar en la guerra. Sin embargo, unos meses más tarde aquella reivindicación se había derrumbado. Lejos de ser una potencia autónoma haciendo su guerra paralela, Italia quedó pronto reducida a un simple apéndice de la lucha de Alemania por la hegemonía en Europa.

La parada principal en el trayecto hacia tan degradante posición fue la segunda decisión clave de Mussolini en cinco meses, tomada en octubre de 1940: la decisión de invadir Grecia. A las seis de la mañana del 28 de octubre, las tropas italianas atravesaban la frontera entre la Albania ocupada y el norte de Grecia. El Ejército griego no parecía plantear un obstáculo serio. La victoria sería rápida. Mussolini se veía a sí mismo apareciendo triunfante en Atenas tras una breve campaña, algo parecido a la aplastante arremetida alemana contra Polonia en otoño de 1939. La destrucción de Grecia constituiría un paso importantísimo hacia el imperio en los Balcanes y el Mediterráneo que tanto ansiaba. Sin embargo, pronto se demostró que la campaña sería un fracaso. Las fuerzas griegas lucharon valientemente, con la ayuda de una buena organización, el conocimiento de un terreno difícil y la moral de unas tropas que trataban de repeler al invasor de su país. En el transcurso de dos semanas, era evidente que la supuesta victoria fácil se estaba convirtiendo ya en una humillación para el régimen de Mussolini.

La decisión de invadir Grecia resultó ser una temeridad de consecuencias desastrosas. Fue la primera derrota para las aparentemente invencibles fuerzas del Eje. Y, algo que revestía una importancia enorme, al descuidar el norte de África para dedicarse a Grecia, Mussolini había expuesto a las tropas italianas al colapso militar y al mismo tiempo había debilitado seriamente la situación del Eje en la campaña del desierto, el escenario más destacado de la guerra en aquel momento. Si hubieran conseguido expulsar a las fuerzas británicas de Egipto y la región del Canal de Suez, la guerra habría tomado un rumbo diferente. Pero en lugar de eso, las muy necesarias tropas italianas fueron desviadas para hacerse cargo del descalabro creciente en Grecia. Italia nunca se recuperaría de la doble humillación en Grecia y el norte de África. En primavera de 1941, Alemania se vería obligada a intervenir militarmente para acabar con el caos que la intervención de Mussolini había desatado en los Balcanes. El dictador italiano deseaba con todas sus fuerzas evitar la hegemonía alemana en dicha zona. Ahora, sus propias acciones habían conducido precisamente a eso. Las repercusiones de la desafortunada aventura balcánica de Mussolini fueron enormes, no sólo en lo que se refiere a su resultado militar, sino también por el debilitamiento de la autoridad del régimen fascista dentro de Italia. Aquél fue el principio del fin para el dictador italiano, ya que su apoyo —no sólo entre las bases, sino en el seno de la élite política— disminuyó rápidamente.

Tratando de obtener beneficios rápidos, Italia se había sumido en una guerra que iba a traer miseria, destrucción y sufrimiento sin cuento al país, lo que acabaría culminando en el derrocamiento del régimen fascista en 1943, la reorientación de la lealtad en favor del bando aliado en otoño de aquel año y unos amargos meses de brutal ocupación alemana en las regiones del norte antes de que la derrota total del Tercer Reich pusiera fin a aquel padecimiento. Por lo que respecta a Mussolini, las decisiones de entrar en la guerra en junio de 1940 y de invadir Grecia al cabo de unos meses acabarían provocando su salida del poder y, a continuación, su espectacular rescate de prisión y su restauración como mandatario títere de Alemania. Pero finalmente terminó pagando el precio cuando a finales de abril de 1945 él y su amante, Claretta Petacci, fueron capturados y ejecutados por partisanos a orillas del lago Como. A continuación sus cuerpos fueron colgados de una viga en una gasolinera, con el que fuera una vez líder glorificado injuriado ahora en la muerte por una multitud vociferante.

Fue Mussolini en persona el que tomó las cruciales decisiones que llevaron a Italia a entrar en la guerra y a embarcarse después en la desastrosa invasión de Grecia. De eso no cabe ninguna duda. Sin embargo, ¿cómo se tomaron tales decisiones? ¿Hasta qué punto fueron suyas exclusivamente? ¿En qué medida la arbitraria voluntad dictatorial desoyó los deseos e intereses de otros miembros de la élite de poder del Estado fascista, en especial del Ejército? ¿O es que el «decisionismo» de Mussolini reflejaba simplemente la actitud predominante dentro del régimen en su conjunto? ¿Fueron esas decisiones pragmáticas o ideológicas en esencia, resultado de un oportunismo inmediato o de objetivos a largo plazo, una ruptura con los eternos componentes de las expectativas italianas o el supuesto cumplimiento de las mismas? Y otro aspecto, no menos importante, ¿tomó Mussolini sus decisiones en unas condiciones tan restringidas que, en realidad, no tuvo más opción que llevar a Italia a la guerra y al expansionismo? ¿O tenían él y su régimen, fueran cuales fueran sus alternativas preferentes, opciones reales en verano y otoño de 1940, opciones que prefirieron rechazar en favor del espejismo de ganancias fáciles y cuantiosas al abrigo de los conquistadores alemanes en Europa occidental?

I

La guerra y la expansión estuvieron implícitas en las ideas de Mussolini desde el principio de su «carrera» como ultrafascista. Con el tiempo, tales componentes se hicieron explícitos. Pese a lo disperso e impreciso de sus ideas, era fácil distinguir un elemento central. Antes incluso de su expulsión del Partido Socialista en noviembre de 1914 y de su enérgica defensa de la intervención de Italia en la Primera Guerra Mundial al año siguiente, Mussolini celebraba la acción revolucionaria y limpiadora de la guerra y su necesidad si Italia quería librarse de su pasado y ocupar su lugar entre las grandes naciones. En marzo de 1919, en la reunión fundacional de los Fasci di Combattimento, anunció que Italia necesitaba y merecía ampliar su territorio para dar cabida a una población creciente. Poco después planteó la posibilidad de que Italia se uniera a Alemania si los Aliados no le daban lo que se le debía y de que acabara finalmente con la fuerza naval británica en el Mediterráneo. A mediados de los años veinte presentó su visión de una nueva clase de guerrero «siempre dispuesto a morir», la creación de la «selección metódica» y la base de las «grandes élites que a su vez establecen imperios». La guerra y la expansión moldearían al «nuevo hombre». El objetivo era el «imperio[405]».

Dicho objetivo siguió presente sin consecuencias prácticas significativas durante los años en los que el fascismo fue consolidando su control sobre el Estado italiano y sobre la sociedad. Un incidente diplomático en el que se vio involucrada Grecia desencadenó una breve incursión militar italiana y la ocupación de Corfú en verano de 1923 antes de que el asunto quedara resuelto con una compensación por parte de los griegos. Unos meses más tarde Yugoslavia cedió la disputada ciudad de Fiume a Italia, proporcionando así a Mussolini un nuevo (y fácil) éxito en materia de política exterior. Y a finales de 1926 Albania se había convertido de facto en un satélite económico de Italia, lo que, por lo demás, no dejaba de ser un triunfo mínimo. Italia estaba muy mal preparada para lanzarse a la aventura en el exterior a una escala considerable. El país soportaba la carga de las cuantiosas deudas heredadas de la guerra. La mayor parte de las regiones, especialmente las del sur, eran extremadamente pobres. La renta nacional era menos de la cuarta parte de la de Gran Bretaña. La base industrial era reducida, y estaba confinada principalmente al triángulo septentrional entre Milán, Génova y Turín. A la altura de 1938-1939 Italia producía tan sólo un millón de toneladas de carbón y 2,4 de acero. Por su parte, la producción británica era de 230 millones de toneladas de carbón y 13,4 de acero, y la alemana de 186 millones de carbón y 22,4 millones de acero[406]. El rearme avanzó muy poco antes de mediados de los años treinta. Y la población, al haber transcurrido tan poco tiempo desde las terribles pérdidas de la Primera Guerra Mundial, no albergaba muchos deseos de arriesgarse a un nuevo combate armado. Italia, como reconocían sus dirigentes (Mussolini también), era por el momento y con mucha diferencia la más débil de las «grandes potencias»; en realidad, no era más que una mera aspirante a «gran potencia».

Mussolini seguía mostrándose por el momento sumamente cauto. La posición de Austria, en la frontera norte italiana, no planteaba todavía ningún problema. A finales de los años veinte, Mussolini aún tenía esperanzas de obtener apoyos en Hungría y Austria con el fin de crear una esfera italiana de influencia en la región del Danubio, y quería evitar por todos los medios que Austria quedase sometida a la influencia y el control de Alemania. Lo cierto es que las esperanzas de Anschluss con el Reich alemán que se habían extendido inicialmente por Austria después de la guerra se habían ido disipando con el tiempo, y la derecha revisionista alemana que abrigaba deseos de expansión se encontraba a finales de los años veinte en los márgenes de la política. La otra dificultad potencial en las relaciones con Alemania, la cuestión de Tirol del Sur —que era parte de Italia pero cuya población era mayoritariamente de habla alemana—, tampoco se había materializado en una peligrosa confrontación. Las estridentes voces que desde la derecha radical alemana clamaban por la devolución de Tirol del Sur sólo se escuchaban fuera de la línea política dominante. No en vano, la figura más prominente de la extrema derecha, Adolf Hitler, buscando ya mantener buenas relaciones con Italia, se había arriesgado a una escisión de su todavía pequeño Partido Nazi al manifestar su voluntad de renunciar a las reivindicaciones sobre Tirol del Sur[407]. En su mente se dibujaban horizontes más amplios. Por su parte, Mussolini, pese al enorme resentimiento que le producía la superioridad del poder británico y francés, especialmente en el Mediterráneo, no quiso correr riesgos en su relación con las democracias occidentales (con las que se había unido en el Pacto de Locarno de 1925, destinado a estabilizar las fronteras occidentales de Alemania).

Mussolini se vio, pues, forzado durante años a andar con pies de plomo en materia de política exterior. Pero eso no modificó en absoluto su interés latente por el engrandecimiento territorial ni su creencia en la guerra como agente de regeneración nacional, como camino hacia el prestigio y el estatus que correspondían a una gran potencia.

La alteración de la escena internacional que siguió a la toma del poder por Hitler en Alemania en 1933 ofreció a Mussolini nuevas oportunidades y abrió la posibilidad de un nuevo papel activo para la Italia fascista en los asuntos europeos. La preocupación inicial de Mussolini fue apuntalar la independencia austríaca frente a las pretensiones nazis. Las relaciones entre Italia y Alemania fueron muy tensas durante un tiempo tras el asesinato del canciller austríaco, Engelbert Dollfuss, a manos de los nazis en julio de 1934. Y cuando, en abril, Mussolini alineó en Stresa a la Italia fascista con las democracias occidentales en contra del expansionismo alemán, estaba pensando en Austria fundamentalmente. Pero para entonces su atención había empezado a centrarse en Abisinia (Etiopía), un país lejano y empobrecido pero con ciertos atractivos para la Italia fascista. Mussolini deseaba un triunfo en el exterior, una exhibición del poderío italiano, una demostración al mundo, y a la propia población italiana, del poder y la fuerza nacional del fascismo. Durante mucho tiempo, el Mediterráneo oriental y el norte de África (Libia había sido colonia italiana desde 1912) habían formado parte del sueño de expansión de los imperialistas italianos. El interés de Mussolini en esas regiones como núcleo de un nuevo imperio fascista no era, por tanto, nada nuevo en esencia. Su ideal era en realidad la dominación de territorios más próximos a Italia, en la región mediterránea, y más en particular en los Balcanes, pero las Fuerzas Armadas italianas eran todavía muy débiles en comparación con las de las grandes potencias europeas. Cualquier idea de expansión en los Balcanes, por muy atractiva que pudiera parecer, tenía que ser desechada al menos en el futuro inmediato. Y es que era todavía demasiado arriesgada, especialmente dados los fuertes intereses franceses en el sureste de Europa[408]. Abisinia, considerada como un reino primitivo y tribal incapaz de ofrecer una firme resistencia a las armas italianas, sirvió de sustituto.

La humillante derrota en Adowa en 1896 después de que las tropas italianas entrasen en Abisinia desde su colonia eritrea todavía dejaba sentir su huella de profundo resquemor entre los nacionalistas. La devastación de la nación en una breve y desigual guerra de venganza y la consecución de un triunfo para el fascismo constituían tentadoras perspectivas para el dictador italiano. El éxito sin costes parecía asegurado. Tenía que vencer las dudas y la pusilanimidad del rey, los líderes militares y los integrantes más conservadores de la élite de poder, preocupados por el riesgo que estaba asumiendo, pero pensaba que las democracias occidentales no intervendrían. Aunque esa suposición resultó ser en realidad un error de cálculo, pronto acabaría redundando en beneficio de Mussolini. La condena de la agresión italiana por parte de la Sociedad de Naciones y la imposición de sanciones económicas exacerbaron el odio hacia Gran Bretaña y Francia en el interior de Italia y fomentaron enormemente la popularidad de Mussolini y su régimen. Cuando cayó Adís Abeba en mayo, después de una campaña extremadamente brutal en la que se utilizó de forma masiva la guerra química, Mussolini pudo anunciar la victoria total, la asunción por el rey de Italia del título de emperador de Abisinia y la existencia de un nuevo Imperio Romano.

El Duce alcanzó entonces su momento cumbre[409]. El régimen se había fortalecido enormemente y su posición dentro de él era incuestionable. El grado de presunción de la imagen que tenía de sí mismo no conocía límites. Ahora esperaba ansiosamente la confrontación con las «decadentes» democracias occidentales, divididas y debilitadas por su respuesta a la guerra de Abisinia. El camino hacia el gran porvenir de Italia se hallaba, como parecía evidente (y no sólo para Mussolini), sólo en un estrechamiento de la vinculación con la Alemania de Hitler, que ya estaba haciendo sus demostraciones de fuerza, segura de convertirse en la potencia dominante de Europa central, y planteando un serio desafío a Francia y Gran Bretaña. En consonancia con ello, Mussolini dio su aprobación a la remilitarización alemana de Renania en marzo de 1936, aceptó que Austria cayese ahora en la órbita alemana, tal y como hizo después de un acuerdo firmado en julio, y en noviembre de aquel año constituyó el Eje con Alemania como sello simbólico de su estrecha relación, visto con muy poco entusiasmo por la mayoría de los italianos.

De hecho, pese a todo aquel despliegue propagandístico, la relación entre Italia y Alemania distaba mucho en realidad de ser estrecha, y era cada vez más desigual. En otro tiempo Mussolini se había visto a sí mismo como el maestro y a Hitler como el alumno, pero ahora su sentimiento de inferioridad se agudizaba a medida que su homólogo se iba anotando un triunfo diplomático tras otro. Mussolini no podía ocultar su sentimiento de intimidación ante la fuerza militar alemana. El poder militar italiano, en comparación con el de la Wehrmacht, era cualquier cosa menos imponente. Una humillante derrota en Guadalajara en marzo de 1937, después de que Mussolini desoyera las advertencias de sus líderes militares acerca del apoyo efectivo de Italia a Franco durante la Guerra Civil española, fue un claro recordatorio de ello. La visita oficial de Mussolini a Alemania en septiembre de aquel año vino solamente a refrescarle la memoria en relación con el enorme abismo existente entre las dos dictaduras en cuanto a su potencia militar y acrecentar su amilanamiento ante el poder del Tercer Reich.

Cuando Hitler se anexionó Austria en marzo de 1938 se deshizo en agradecimientos a Mussolini por su apoyo. Sin embargo, a pesar de la posición adoptada cuatro años antes, Mussolini no tenía ahora más opción en aquel asunto que dar su consentimiento. Había asociado a su país con el expansionismo de alto riesgo de la Alemania nazi y, en consecuencia, ofreció su respaldo total a la beligerante postura alemana en torno a la cuestión de los Sudetes aquel verano. Asimismo, manifestó estar dispuesto a luchar al lado de Alemania en el caso sumamente probable de que aquella acción desencadenara la guerra general europea. Pero aquel gesto tenía mucho de fingido. Mussolini era muy consciente de lo poco preparada que estaba Italia para una guerra de grandes dimensiones. Y cuando por un momento Hitler dio señales de vacilación, Mussolini aprovechó la ocasión que le ofreció Göring para mediar en el acuerdo de Múnich, que fue posible gracias a la disposición de las democracias occidentales a dividir Checoslovaquia en beneficio del bravucón alemán. La euforia con la que Mussolini fue recibido a su regreso a Italia como salvador de la paz en Europa no le agradó lo más mínimo, sino que vino a confirmarle que el pueblo italiano era demasiado amante de la paz, que no estaba preparado en absoluto para la guerra. Esa misma opinión aparecía de hecho expresada en toda una serie de informes realizados por funcionarios del Partido Fascista acerca del estado de opinión de la población y en los que se destacaba la hostilidad hacia los socios del Eje alemán y el terror a verse arrastrados a una nueva guerra[410].

Mussolini respondió a aquellos temores con desprecio. Su objetivo era la guerra, no la paz. En un trascendental discurso pronunciado ante el Gran Consejo Fascista el 4 de febrero de 1939 —como actualización de una visión mucho tiempo defendida—, imaginaba una guerra con las potencias occidentales para lograr la versión italiana del Lebensraum. Italia, afirmaba, se encontraba en realidad encerrada sin salida al mar debido a la dominación británica del Mediterráneo, que bloqueaba el acceso a los océanos (y a la prosperidad) mediante el control del estrecho de Gibraltar en el oeste y el Canal de Suez en el este. Rodeada de países hostiles y privada de margen para la expansión, Italia era «una prisionera del Mediterráneo». La misión de la política italiana era, por tanto, «romper los barrotes de la prisión» y «avanzar hacia el Océano». Pero tanto si ese «avance» se producía hacia el océano Indico como hacia el océano Atlántico, «nos encontraremos enfrentados a la oposición anglofrancesa[411]».

Pronto un nuevo acontecimiento vendría a recordar otra vez a Mussolini que sólo podía avanzar al ritmo marcado por Alemania. La ocupación alemana de lo que quedaba de Checoslovaquia el 15 de marzo, sin avisar previamente, como venía siendo habitual, a su socio del Eje, dejó claro dónde residía el poder. Hitler había roto sin más en mil pedazos el acuerdo de Múnich alcanzado con la mediación de Mussolini. Cuando el emisario de Hitler expuso de palabra un mensaje de explicación y gratitud a Mussolini, un abatido Duce quiso ocultar la información a la prensa. «Los italianos se reirían de mí —se lamentaba—. Cada vez que Hitler ocupa un país me envía un mensaje[412]». Sin embargo, nada podía hacer salvo aceptar con buen talante el hecho consumado. Incluso se opuso en un principio a la sugerencia del conde Galeazzo Ciano, su ministro de Exteriores desde 1936 y casado con su hija, Edda, de anexionarse Albania para ofrecer al pueblo italiano alguna «compensación» por su humillación. Pero la anexión de aquel pequeño reino corrupto y atrasado, sometido todavía a una fuerte influencia italiana, sólo fue aplazada, y finalmente se llevó a cabo tres semanas después, el 7 de abril de 1939. Albania pasó entonces a ser poco más que el «gran ducado» de Ciano, como el ministro de Exteriores —joven y enérgico pero vanidoso, corrupto y superficial, más interesado en el golf y las mujeres que en el trabajo duro en el despacho diplomático— dio en llamarlo[413]. En comparación con los espectaculares golpes maestros de Hitler, aquella acción no dejaba de ser una bagatela, pero Mussolini la consideraba como una simple escala en el camino. Ya en mayo estaba contemplando la posibilidad de utilizar Albania para efectuar un ataque contra Grecia con el fin de «sacar a los británicos de la cuenca mediterránea[414]». Como dijo Ciano a Hitler (el cual al parecer escuchó entusiasmado y logró mantenerse serio), el proyecto italiano consistía en hacer de «Albania un bastión que dominará inexorablemente los Balcanes[415]».

Pero el compromiso británico con Grecia y Rumania, formalizado tras la invasión italiana de Albania, llevó inmediatamente a Italia todavía más cerca de Alemania a través de una alianza militar, el «Pacto de Acero», firmado el 22 de mayo de 1939[416]. Los dos países garantizaban apoyo y asistencia militar mutua si una de las dos potencias entraba en guerra. Aquél fue un caso de «diplomacia fascista en su versión más chapucera[417]»: Italia se había comprometido a respaldar incondicionalmente a Alemania incluso en una guerra provocada enteramente por ésta.

Según la interpretación italiana, como Mussolini no tardó en recordar a Hitler, la guerra no debía estallar como mínimo hasta 1943, una vez que los preparativos italianos estuvieran completados[418]. Sin embargo, al día siguiente de la firma del «Pacto de Acero» Hitler ordenaba a sus generales que se preparasen para la guerra contra Polonia a la primera oportunidad[419]. A mediados de julio, los rumores sobre las intenciones alemanas con respecto a Polonia se habían convertido en alarmantes informes enviados por el embajador italiano en Berlín, Bernardo Attolico, que anunciaban que Alemania se estaba preparando para atacar Danzig el mes siguiente[420]. Ciano comenzó a temerse que Italia se viera empujada a la guerra «en las condiciones más desfavorables», con las reservas de oro y metales casi a cero y los preparativos militares en un estado deplorable, y se mantuvo firme en su convicción de que había que evitar la guerra[421]. Mussolini se debatía entre la idea de otro «Múnich» —una conferencia de paz internacional con el fin de aplazar la guerra otros tres años más o menos— y el deseo de luchar junto a Alemania por una cuestión de honor y para hacerse con «su parte del botín en Croacia y Dalmacia», con la que Hitler estaba tratando de tentarlo. Cuando Ciano se reunió con Hitler y Ribbentrop en la residencia alpina del dictador alemán, el Berghof, en las montañas que dominaban la ciudad de Berchtesgaden, entre los días 11 y 13 de agosto de 1939, no le quedó ninguna duda de que Alemania estaba resuelta a emprender una acción militar. A Italia le habían ocultado una vez más sus intenciones, y Hitler había «decidido atacar, y atacar es lo que hará». Ciano regresó a Roma «indignado con los alemanes», que «nos han traicionado y nos han mentido» y que ahora estaban «arrastrándonos a una aventura que no queremos». El ministro consideraba que Italia tenía las manos libres y recomendó encarecidamente mantenerse fuera de la guerra[422]. La desazón de Mussolini no cesaba, pero su instinto lo empujaba a inclinarse por luchar junto a Alemania si se producía el conflicto armado. Creía que todavía existía una posibilidad de que las democracias occidentales no interviniesen. En tal caso, quería beneficiarse de las fáciles ganancias que se derivarían de aquella situación. Pero si al final estallaba la guerra, lo que parecía muy probable, pensaba que Italia aparecería como una cobarde a los ojos del mundo si se echaba atrás. Y todavía había otro elemento de peso para él, según Ciano: su miedo a que Hitler, furioso por el incumplimiento por parte italiana del «Pacto de Acero», pudiera «abandonar la cuestión polaca con el fin de ajustar cuentas con Italia[423]».

La asombrosa noticia recibida la noche del 22 de agosto del inminente Pacto de No Agresión alemán con la Unión Soviética —otra sorpresa para Italia— asestó un duro golpe a las democracias occidentales que sirvió a su vez de estímulo a Mussolini, cuyas tendencias beligerantes se vieron alentadas por el adulador (y totalmente engañoso) informe de Alberto Pariani, subsecretario de Guerra, sobre el buen estado de preparación del Ejército, que estaba sin embargo en absoluta contradicción con la opinión del rey Víctor Manuel III, manifestada en su encuentro con Ciano el 24 de agosto, de que «no estamos en absoluto en condiciones de hacer la guerra» y de que «el Ejército se encuentra en un estado “lamentable”». Los oficiales no estaban cualificados, el equipamiento estaba viejo y obsoleto y la opinión pública era hostil a los alemanes. El rey se mantuvo firme en su idea de que Italia tenía que seguir fuera de la guerra, al menos por el momento, y esperar a conocer el rumbo de los acontecimientos. Y lo más importante, insistió en la necesidad de intervenir en la toma de las «decisiones supremas[424]». Ello equivalía a vetar la intención de Mussolini de llevar a Italia a la guerra.

Al día siguiente, Ciano transmitió las opiniones del rey a un «ardientemente belicoso» Mussolini, que fue convenientemente disuadido de llevar al país a la guerra y forzado a aceptar la no intervención. Ante la llegada de una carta de Hitler en la que le preguntaba sobre el «compromiso italiano» de acción inminente, Mussolini se vio obligado a admitir que «será lo más oportuno para mí no tomar la iniciativa en las operaciones militares a la vista del actual estado de los preparativos de guerra italianos», añadiendo que la intervención dependía de la entrega inmediata de suministros militares y materias primas para poder resistir un ataque llevado a cabo por Gran Bretaña y Francia[425]. Finalmente, el 26 de agosto se elaboró una lista con demandas extraordinariamente desorbitadas que fue adornada todavía más por Attolico, que, al pedir por iniciativa propia la entrega inmediata de todas las provisiones solicitadas antes de que Italia pudiera entrar en la guerra, pretendía desalentar cualquier posible muestra de conformidad con las peticiones por parte alemana. Y funcionó. Hitler no podía satisfacer de ningún modo aquellas peticiones, por lo que comunicó a Mussolini que comprendía la posición de Italia y sólo le pidió que mantuviera una postura amistosa. Su propuesta fue, como señalaba Ciano, «aniquilar Polonia y derrotar a Francia e Inglaterra sin ayuda», lo que suponía un duro golpe al prestigio de Mussolini. Hitler había llevado a su país a la guerra menos de seis años después de llegar al poder, mientras que él, el Duce, no estaba en condiciones de hacer que Italia entrase en combate después de casi diecisiete años al mando. Y aquello le producía un profundo resquemor. El 26 de agosto dijo a Hitler: «Puedes imaginar mi estado de ánimo al encontrarme obligado por fuerzas que escapan a mi control a no ofrecerte verdaderas muestras de solidaridad en el momento de la acción[426]». Sus intenciones personales habían sido claras, pero se había visto obligado a ceder ante la presión procedente del interior de su propio régimen en contra de involucrar al país en una guerra. Por ahora tenía que pasar aquel amargo trago y aceptar la novedosa categoría, desconocida para la legislación internacional, de «no beligerancia», menos degradante, bien es cierto, que la «neutralidad», pero muy por debajo de lo que exigían los valores castrenses fascistas[427].

Tendrían que pasar diez meses antes de que se presentara la ocasión de contrarrestar el paso atrás dado a finales de agosto de 1939. En ese momento la oportunidad era demasiado buena como para dejarla escapar.

II

El hecho de que, en agosto de 1939, el deseo de Mussolini de llevar a Italia a la guerra hubiera de ceder ante la presión en favor de mantenerse fuera de ella, en no poca medida debido a la hostilidad del rey a la intervención, pone de manifiesto los límites reales del poder del dictador. Su homólogo alemán se encontraba en una posición mucho más fuerte. Una vez que Hitler se convirtió en jefe del Estado a la muerte del presidente Hindenburg a primeros de agosto de 1934, momento en el cual el Ejército hizo juramento de fidelidad a su persona, su poder era absoluto, en el sentido de que ningún individuo ni ningún organismo o institución podía plantear desafío constitucional alguno y que no existía ninguna base de lealtades alternativas. Hitler estrechó su poder sobre las Fuerzas Armadas en febrero de 1938 mediante una reorganización de la estructura central de control bajo su mando directo. En Italia, por el contrario, casi diecisiete años después de que Mussolini tomase el poder tras la «Marcha sobre Roma» en octubre de 1922, ese poder, si bien no se podía subestimar, distaba todavía mucho de ser absoluto. Aunque la apariencia del diminuto monarca no resultaba para nada espectacular y le hacía parecer un raquítico complemento de la imponente presencia de Mussolini, aquél seguía siendo el jefe del Estado, y con poderes no meramente nominales. Después de todo, como demostrarían los acontecimientos de julio de 1943, en el preciso momento en el que designó a Mussolini jefe de Gobierno en 1922 se reservó la prerrogativa de sacarlo del poder. Por otro lado, el rey representaba un foco alternativo de lealtad, particularmente importante en el caso de las Fuerzas Armadas. Muy en particular, el cuerpo de oficiales del Ejército de Tierra y la Armada conservaba un fuerte sentimiento de fidelidad a la monarquía. Su principal objeto de lealtad, tal y como lo percibía la gran mayoría de sus miembros, era el rey, jefe de las Fuerzas Armadas. El enorme despliegue de sobornos e intimidaciones que Mussolini puso en práctica en sus relaciones con los líderes militares nunca fue suficiente para granjearse la incondicional lealtad de éstos, una debilidad que dejaría ver sus funestas implicaciones con ocasión del golpe de julio de 1943.

Aunque durante el agitado período de no beligerancia entre 1939 y 1940 no se dieron signos manifiestos de la posterior ruptura entre Mussolini y sus líderes militares, lo cierto es que el dictador no lograba imponer su autoridad sobre sus generales y almirantes más destacados[428]. En más de una ocasión se lamentó de las deficiencias que observaba en el Ejército y de su incapacidad para purgar el cuerpo de oficiales, al igual que expresaba su intención de acabar con la monarquía en cuanto tuviera ocasión de hacerlo[429]. Con todo, por el momento tenía que soportar lo que consideraba un exceso de prudencia, pusilanimidad, pesimismo y falta de «espíritu de lucha» fascista por parte del rey y de sus consejeros militares.

El cuerpo de oficiales seguía siendo, para disgusto de Mussolini, irremediablemente conservador, tanto en lo referente al personal como a la estructura. Italia carecía de la fuerte cultura militarista que se había desarrollado en Alemania (especialmente en Prusia). En general no existía un gran entusiasmo por los militares en la sociedad italiana. El Ejército de Tierra no gozaba de un elevado prestigio, como sucedía no sólo en Alemania, sino también en las democracias occidentales, Gran Bretaña y Francia. Y lo mismo sucedía con la Armada, en tanto que la Fuerza Aérea, al igual que en otros países, todavía estaba empezando a establecerse. La tradición militar de Italia registraba derrotas humillantes, en particular la de Adowa en 1896 y la de Caporetto en 1917, en lugar de victorias gloriosas. Una carrera en los servicios armados no era, en consecuencia, el principal objeto de deseo de la mayoría de los italianos instruidos y técnicamente cualificados, que, en cualquier caso, no eran muy numerosos dentro de una sociedad con un nivel educativo muy pobre y una industria subdesarrollada. El resultado era la ausencia de talento y el bajo calibre de éste en el seno de la que era prácticamente una especie de rígida casta militar, especialmente en el Ejército de Tierra. Si Mussolini hubiera sido lo suficientemente poderoso como para purgar el mando militar, habría tenido grandes dificultades para reemplazar a los destituidos por hombres de cualidades mucho mayores. En la práctica, apenas podía hacer mella en las restringidas filas de los grandes generales, que, pese a sus rivalidades personales e intersectoriales, contaban con el respaldo que les proporcionaban sus estrechos lazos con la monarquía.

Desde 1926 Mussolini había sido ministro titular de cada una de las tres ramas de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, durante años se mostró tímido en sus relaciones con los mandamases, preocupado por no despertar su antagonismo y consciente de sus propias deficiencias técnicas en materia militar, así como de la necesidad de proteger su imagen manteniéndose al margen de cuestiones que no comprendía enteramente. Poco fue lo que se hizo por lograr una verdadera coordinación de la jefatura de las Fuerzas Armadas. Y así seguiría siendo a lo largo de la guerra, lo que perjudicó seriamente a la planificación estratégica[430]. Los poderes del mariscal Pietro Badoglio, jefe del Estado Mayor desde 1925, para intervenir en la dirección interna de cada una de las ramas de los servicios armados, e incluso para coordinar la reflexión sobre asuntos estratégicos, eran más nominales que reales. Badoglio ejercía en buena medida como mero enlace entre Mussolini y los líderes del Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire y como principal consejero del dictador en materia de planificación militar. Su papel como cerebro de la victoria en Abisinia había reforzado su posición, de modo que Mussolini no podía desoír fácilmente sus consejos, pero éstos, caracterizados por un tono netamente defensivo, raramente decían lo que el dictador quería oír.

Tampoco le gustaba a Mussolini tener que asumir las evidentes insuficiencias de sus Fuerzas Armadas y su falta de preparación para un combate de grandes dimensiones[431]. La victoria en Abisinia con ayuda de la artillería pesada, los bombarderos y el gas mostaza contra un enemigo irremediablemente inferior (que, no obstante, ofreció sorprendentemente una tenaz resistencia durante algunos meses) no sirvió de preparación para la intervención en la guerra europea con la que contaba Mussolini para conseguir su lugar bajo el sol, aunque sí incrementó su ambición por dirigir los asuntos militares. Dado que las fuerzas aérea y naval eran para él la clave de la futura hegemonía en el Mediterráneo tras la lucha contra Gran Bretaña y Francia, el Ejército del Aire, sobre todo, y la Armada, en cierta medida, fueron considerados prioritarios frente al Ejército de Tierra en la asignación de recursos. Sin embargo, a pesar del considerable avance en el rearme de la Armada en la segunda mitad de los años treinta, al final de la década la flota todavía no estaba en absoluto preparada para un combate a gran escala, y sus jefes daban muestras de una gran ineficacia en la planificación operativa y estratégica, dominados por una mentalidad defensiva y estancados en la guerra naval del pasado. El Ejército del Aire, por su parte, había logrado ocultar sus deficiencias en Abisinia y durante la Guerra Civil española, pero, pese a experimentar un notable desarrollo a finales de los treinta, seguía siendo muy débil desde el punto de vista técnico y organizativo en comparación con sus equivalentes británico y alemán. El Ejército de Tierra se vio desfavorecido en beneficio de la Armada y la Fuerza Aérea en el reparto de los recursos, y se resentía igualmente de lo reducido de la base industrial italiana. Además, sus altos mandos seguían anclados en las líneas de pensamiento militar de antaño, recelosos e incapaces de romper las cadenas con el pasado. A finales de los años treinta, en consecuencia, el Ejército se encontraba en un deplorable estado de desarrollo, muy alejado de los niveles de modernización que exigían las nuevas modalidades bélicas, caracterizadas por una mayor movilidad. Un experimentado oficial, el general Ettore Bastico, advertía de los peligros de idolatrar al tanque de guerra y quería «reservar nuestra veneración para el soldado de infantería y la mula», y ya en 1940 el subjefe del Estado Mayor, general Mario Roatta, expresó su oposición a la supresión de la caballería[432].

Así pues, cuando se hallaba en la cúspide de su poder, Mussolini todavía se enfrentaba a una casta militar —especialmente fuerte en el caso del cuerpo de oficiales del Ejército de Tierra— que distaba mucho de responder a su ideal fascista y que en algunos aspectos se mostraba obstruccionista ante sus ambiciosos planes de guerra y expansión. Y estaba a cargo de unas Fuerzas Armadas mal dirigidas, poco coordinadas, insuficientemente modernizadas (especialmente, de nuevo, en el caso del Ejército de Tierra) e inadecuadamente preparadas para un combate verdaderamente arduo.

El liderazgo de las Fuerzas Armadas era sólo una —aunque se podría decir que la más importante— entre una serie de bases de poder parcialmente autónomas dentro del régimen fascista que eran mucho más que simples vehículos del control y la dominación supuestamente «totales» de Mussolini. Podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que el fascismo en Italia, más que en el régimen de Hitler en Alemania, descansaba sobre un «cártel de poder[433]».

La «toma del poder» por Mussolini en la «Marcha sobre Roma» en 1922 era un mito fascista. En realidad, el poder le había sido entregado por medio de una negociación con las élites dirigentes nacional-conservadoras. Lo sucedido «no fue una revolución sino un compromiso autoritario» que estableció «una dictadura fundamentalmente política que presidía un sistema institucional semipluralista[434]». El gran capital, la Iglesia y la burocracia estatal conservaron cierta independencia con respecto al control fascista. En la esfera económica, Mussolini tuvo que colaborar con los jefes de la industria, la empresa y las finanzas, en lugar de ejercer su control sobre ellos. En un país en el que el catolicismo tenía una influencia tan enorme —y nada lo ilustraba mejor que la residencia del papado en el interior de la capital de Italia—, Mussolini no tenía otra opción que lograr establecer un modus vivendi con la Iglesia, tal y como hizo con las significativas concesiones hechas en el Pacto de Letrán de 1929 a cambio del fin de la hostilidad papal hacia el Estado italiano. Y pese a la retórica de las ambiciones totalitarias del fascismo, el partido hizo pocos avances en pos de la dominación del aparato del Estado. Muy al contrario, se vio despojado de buena parte del poder real y convertido en buena medida en un instrumento de movilización de masas, propaganda, intento de adoctrinamiento político y aclamación del líder. A diferencia de la Unión Soviética, el Estado, y no el partido, ostentaba la preeminencia. Mussolini reconoció este hecho al hacerse cargo durante un tiempo en la segunda mitad de los años veinte de no menos de ocho ministerios estatales. Aunque no cabe duda de que esta circunstancia contribuyó de manera muy significativa a establecer su invulnerable liderazgo, en realidad, dado que no podía supervisarlo y dirigirlo todo en persona, también impulsó el papel de la burocracia estatal[435]. Incluso dentro del propio Partido Fascista la posición de Mussolini había sido en principio la de primus interpares, reconocido líder del partido, aunque obligado a admitir las zonas de influencia independientes de los pequeños caudillos locales, los ras (un término etíope), de cuyo control de la organización local del partido se beneficiaba en última instancia su propio poder[436]. No obstante, a finales de los años veinte aquella inicial dependencia mutua había dejado paso a la supremacía absoluta del Duce sobre el partido.

La batalla inicial de Mussolini, una vez en el poder, consistió en someter al Partido Fascista a su control absoluto. Uno de los medios para lograrlo fue la constitución del Gran Consejo Fascista, que fundó en 1922 y convirtió supuestamente seis años más tarde en «el órgano supremo que coordina todas las actividades del régimen». En la práctica, el Consejo apenas se reunía, no tenía poderes legislativos y acabó siendo de hecho poco más que un organismo de gestión personal para Mussolini[437]. Cuando el dictador tomó sus grandes decisiones en 1940, la de entrar en la guerra y después la de atacar Grecia, ni siquiera consultó al Gran Consejo. Sin embargo, como demostrarían los acontecimientos de 1943, incluso aquel animal manso podía dar todavía algunas coces, pues fue el Gran Consejo Fascista el que encabezó la revuelta contra Mussolini que acabaría provocando su destitución. Desde el punto de vista institucional, pues, incluso el Gran Consejo Fascista, pese a estar mutilado en la práctica, constituía un freno potencial para el poder de Mussolini. En Alemania, por el contrario, Hitler rechazaba sistemáticamente cualquier tentativa de establecer un senado del Partido Nazi, en guardia como siempre ante la existencia de cualquier organismo colectivo que pudiera estar en condiciones en determinadas circunstancias de desafiar su autoridad personal[438].

Aunque el poder de Mussolini no era absoluto, se amplió enormemente entre 1925 y 1940, hasta el punto de acercarse al de un «príncipe absolutista» cuyas decisiones no estaban sujetas a ningún control efectivo[439]. En dicha evolución resultaron cruciales la creciente centralización del control sobre el partido, el crecimiento y ampliación del extravagante culto al Duce y el impacto de la guerra de Abisinia sobre el prestigio de Mussolini.

Desde 1925, la independencia residual de los jefes fascistas provinciales o ras fue debilitándose debido a la incesante centralización burocrática de la organización del partido. A comienzos de los años treinta, incluso los jefes regionales más autónomos, como Roberto Farinacci, caudillo de Cremona, representante de la línea dura y secretario del partido durante un tiempo a mediados de los años veinte, habían visto sus alas cortadas. Dos secretarios generales, absolutamente leales a Mussolini, Augusto Turati y Achille Starace, lograron purgar a los elementos más rebeldes del primer movimiento fascista para convertir después el partido en una inmensa, enormemente abultada organización dedicada en gran medida al intento de movilizar a las masas en torno al régimen, y especialmente en torno a su líder, y a adoctrinarlas en los objetivos y principios del fascismo. En aquellos años, la estética del poder fue cuidadosamente pulida y orquestada. A finales de los treinta el partido había incrementado sustancialmente su tamaño. En vísperas de la guerra europea, casi la mitad de los ciudadanos italianos eran miembros formales del partido o de alguna de sus organizaciones[440]. No obstante, desde el punto de vista doctrinal, el impacto del fascismo era muy superficial. El compromiso ideológico con el régimen y con el «espíritu de lucha» del fascismo que Mussolini deseaba ansiosamente inculcar a la población seguía siendo limitado, en cualquier caso mucho menos profundo que la influencia del nazismo en la población alemana[441].

Antes de la década de los treinta el Partido Fascista se había convertido en gran medida en un gigantesco vehículo de adulación de Mussolini, un fenómeno que se vio acompañado del desmesurado acrecentamiento del culto al Duce. Los matices pseudorreligiosos presentes en la creencia de que el Duce «siempre tenía razón» no necesitan más explicación. Y dicha creencia podía coexistir fácilmente —como lo hacía la cuasideificación de Hitler en Alemania— con una lealtad reducida tanto al Partido Fascista como a sus doctrinas[442]. Sin embargo, es obvio que la confección del culto al Duce generó un nivel de aclamación popular que fortaleció enormemente el poder de Mussolini. A comienzos de los años treinta el dictador se sintió suficientemente fuerte para sacar de los altos cargos a casi todas las figuras destacadas del primer movimiento fascista, aquellas que podrían haber puesto freno a su creciente hegemonía. El rencor que algunos le guardaban quedaría de manifiesto más tarde, cuando Mussolini se encontrase en su situación más vulnerable, en el momento de la decisiva reunión del Gran Consejo Fascista en julio de 1943. Sin embargo, en el futuro inmediato, los antiguos potentados fascistas, divididos y desprovistos de una voz colectiva, vieron su poder reducido a la dependencia personal con respecto a Mussolini[443]. El Duce había reafirmado su posición a expensas de los que fueran una vez sus poderosos camaradas fascistas. Sus sustitutos eran personajes mediocres, acólitos indiscutibles de Mussolini.

El propio Mussolini volvió a hacerse cargo de algunos de los ministerios más importantes, entre ellos, en 1933, el de Asuntos Exteriores (considerado demasiado conciliatorio en manos de su antiguo titular, el caudillo fascista de Bolonia, Dino Grandi) y las carteras militares[444]. Aquel gesto era un signo de que pronto la política exterior iba a volverse más enérgica. Por su parte, los otros «grandes batallones» del régimen —tales como la gran empresa, la burocracia estatal, los altos mandos militares y, en no menor medida, el propio rey— tenían ahora más dificultades para desafiar a Mussolini gracias a su acrecentado prestigio popular, que le permitió incrementar asimismo el alcance de su primacía. Dicho de otro modo, el «cártel de poder», pese a seguir existiendo, vio cómo el inicial equilibrio de poderes se inclinaba netamente en favor de Mussolini en el transcurso de los años treinta, lo que hizo que el agresivo expansionismo por el que éste había apostado, especialmente cuando ya era víctima del culto al Duce y se había acabado creyendo el mito de su propia infalibilidad, pasara a ser un componente destacado de la política fascista, y que fuera más difícil que pudieran frenarlo quienes tenían miedo a las consecuencias del mismo para el país.

La desorbitada hegemonía del Duce recibió un fuerte espaldarazo de la mano de la guerra de Abisinia, que fue en sentido estricto una auténtica guerra de Mussolini. La llevaba planeando desde 1932. Había insistido firmemente en su realización y forjado la forma de llevarla a cabo pese a los intentos por parte de la Sociedad de Naciones de encontrar una solución diplomática que favoreciese a Italia. Siguió adelante con la decisión de emprender la guerra frente a las alarmistas advertencias de Badoglio de que acabaría provocando una guerra con Gran Bretaña, frente a la prudencia de la clase dirigente conservadora, que odiaba el riesgo y temía verse envuelta en una conflagración mayor y frente a las no menos importantes preocupaciones del rey, al que, como afirmaría más tarde, hubo que obligar a ir a la guerra[445]. Una vez conseguida la victoria la primavera siguiente, el triunfo de Mussolini, anunciado sin cesar, a bombo y platillo, en un enorme despliegue de aduladora propaganda, era por fin completo. Su posición había recibido otro gran impulso. Su «heroica» imagen adquirió un renovado lustre. El culto al Duce alcanzó su apogeo. Especialmente en materia de guerra y paz, Mussolini destacaba sobre todas las demás figuras del régimen. Su control sobre los asuntos exteriores no disminuyó cuando Ciano, incondicional de Mussolini antes de la guerra, asumió la responsabilidad del Ministerio de Exteriores en 1936. La guerra de Abisinia tuvo otra consecuencia importante para la estructura de poder en Italia. Las viejas élites, incluido el rey, no querían al principio ir a la guerra, pero gozaron de la gloria proporcionada por ella (aunque Mussolini aseguraría más tarde que el rey no la merecía[446]). Además, habían defendido los objetivos expansionistas, que tenían sus raíces en los sueños imperialistas anteriores a 1914 de la clase dirigente conservadora y de los Gobiernos liberales[447], aunque al mismo tiempo tenían miedo a las repercusiones de un posible conflicto con las democracias occidentales. Y habían sido cómplices de la brutalidad de la guerra en Abisinia una vez iniciada ésta. Las atroces iniciativas en la orientación del curso de la guerra respondían a directrices procedentes de la élite militar y no de Mussolini en persona, si bien es cierto que también el Duce ordenó medidas tremendamente crueles[448].

Tras la guerra de Abisinia, la alineación con Alemania mediante la constitución del Eje, la participación de Italia en la Guerra Civil española, el papel desempeñado por Mussolini como mediador en el Pacto de Múnich y la anexión de Albania fueron claros indicadores de que la elaboración de la política relativa a los asuntos exteriores se había ido convirtiendo poco a poco en competencia directa y personal del Duce, secundada e instigada por Ciano. En cuestiones de guerra y paz, la toma de decisiones había adquirido para entonces un tono sumamente personalista. La discusión no formaba parte, se decía, del «estilo fascista». Las decisiones imprevistas eran reflejo de unas cualidades «napoleónicas[449]». En marzo de 1938 Mussolini reclamaba la equiparación de su categoría con la del rey en tanto que comandante supremo de las Fuerzas Armadas[450]. Los organismos supuestamente representativos del Estado fascista, el Gran Consejo Fascista, el Senado (desde hacía mucho tiempo integrado exclusivamente por miembros designados por Mussolini) y la Cámara de los Fascios y de las Corporaciones (sucesora en 1939 de los restos largo tiempo moribundos de la Cámara de los Diputados, el antiguo Parlamento), no participaban en la toma de decisiones[451]. No existía ninguna asamblea institucional u organismo colectivo en el que se adoptaran resoluciones de forma conjunta. El Consejo de Ministros sólo se asemejaba en apariencia al Gabinete de un sistema democrático de gobierno. Se reunía únicamente a instancias de Mussolini, y lo hacía invariablemente para escuchar los dictámenes del Duce, cuyo dominio sobre él era absoluto; era un receptáculo de decisiones ya tomadas más que una institución que pudiese contribuir a la determinación de las líneas de actuación. Era Mussolini en persona el que decidía. En este sentido, la situación era totalmente análoga a la de la Alemania de Hitler, con la salvedad de que en este último caso no existía una fuente última de posibles restricciones a la acción, mientras que Mussolini todavía tenía que contar con la aprobación del rey en tanto que jefe del Estado y foco de lealtad para el Ejército.

Sólo existían dos instrumentos dentro del Estado fascista con capacidad para influir sobre el poder de decisión de Mussolini en materia de guerra y paz. Uno de ellos era el Ministerio de Exteriores, cuyo titular, Ciano, empezó a alejarse radicalmente de la línea marcada por su suegro en 1939 porque deseaba por todos los medios evitar una guerra que, pensaba, resultaría desastrosa. Sin embargo, no era más que una oposición táctica, nacida del temor a las consecuencias del fanático deseo de Mussolini de mezclar a Italia en una guerra. Ciano, que albergaba la íntima esperanza de suceder un día a Mussolini, apostaba igualmente por la expansión, muy especialmente en los Balcanes. El diletante ejercicio de sus funciones como ministro de Exteriores hacía que los consejos dados a Mussolini tuvieran a menudo un alto componente personal, en lugar de emanar de la competencia de los ministros profesionales. Los fascistas designados para ocupar cargos en el alto funcionariado Habían radicalizado en cierta medida la plantilla de un ministerio en cualquier caso tradicionalmente predispuesto a la expansión[452]. Además, Ciano había instaurado un nivel supremo en el ministerio que fue ocupado por validos y aduladores, lo que redujo la influencia del aparato tradicional[453].

La otra esfera de posible influencia sobre Mussolini, como ya hemos señalado, era la de los consejeros militares (y detrás de ellos, el rey). Los asesores habían apoyado con ciertas reticencias a Mussolini en su decisión de atacar Abisinia en 1935, pero éste había demostrado tener razón, lo que contribuyó a fortalecer su posición. Un estudiado servilismo empezó a generalizarse incluso entre los altos consejeros militares. Generales y almirantes, recibidos por el Duce, recorrían casi veinte metros a lo largo de su enorme salón de audiencias en el Palazzo Venezia antes de detenerse para alzar el brazo a modo de saludo fascista[454]. Sin embargo, lo único que los mandos del Ejército podían transmitir a Mussolini en 1939 era la falta de preparación de las Fuerzas Armadas para entrar en conflicto con las democracias occidentales. Aunque a regañadientes, Mussolini había cedido en el último minuto a la presión de Ciano y de sus asesores militares, y accedió finalmente cuando el rey ya había dado a conocer su oposición a la guerra.

Mussolini se tomó la decisión de no entrar en acción junto a Alemania como un tremendo golpe a su prestigio (y al de Italia), y pasó los meses siguientes debatiéndose entre su instinto, que le hacía desear la guerra, y la aceptación de que sus Fuerzas Armadas no estaban en condiciones de combatir. No podía hacer otra cosa que confiar en que surgieran nuevas oportunidades. Y éstas no tardaron en aparecer.

III

El 4 de septiembre de 1939, el día después de que Gran Bretaña y Francia declarasen la guerra a Alemania, Mussolini dejó clara a Ciano su total solidaridad con el Reich de Hitler. Estaba convencido de que los franceses no querían entrar en combate. (No dijo nada de Gran Bretaña, aunque Ciano opinaba que la intervención británica garantizaba que la guerra sería «larga, incierta e implacable»). A continuación, el Duce señaló, según el relato de Ciano, que «todavía sueña con heroicas empresas contra Yugoslavia que le conducirían hasta el petróleo rumano». Y en un tono más sobrio, insinuaba Ciano, el Duce se resignó a la neutralidad con el fin de consolidar la fuerza económica y militar para intervenir «en el momento adecuado». Pero entonces volvió de repente a la idea, todavía atractiva para él, de unirse a Alemania en el conflicto. Ciano creía que tenía que seguir tratando de disuadir a Mussolini de esa actitud. «Si no —añadía proféticamente—, eso supondrá la ruina del país, la ruina del fascismo y la ruina del propio Duce[455]».

Los éxitos alemanes en Polonia convencieron a Mussolini de que pronto podría actuar como mediador en un nuevo acuerdo de paz. Sin embargo, pese a las múltiples señales del lamentable estado de preparación militar de Italia —debido en buena parte a la endémica e irremediable ineficiencia en la gestión de las Fuerzas Armadas, ya que sólo diez de las sesenta y siete divisiones estaban listas para el combate a mediados de septiembre y la falta de provisiones era extraordinaria[456]— y a la fuerza del sentimiento antialemán en el seno de la población italiana, Mussolini se lamentaba sin tapujos de no poder luchar al lado de Alemania. Una «gran nación», pensaba, no podía mantener una posición de neutralidad «sin perder su prestigio». Italia tenía que prepararse para intervenir[457]. Pero prepararse —y esperar— era todo lo que el frustrado Mussolini podía hacer. Además tenía sus dudas sobre la definitiva victoria alemana, e incluso llegó a insinuar que le convendría que la partida terminara en unas ensangrentadas tablas entre Alemania y las potencias occidentales, dejando así que Italia viniera a limpiar las piezas[458]. En una fecha tan tardía como 1940, Mussolini preveía que un ataque alemán a Francia resultaría extremadamente sangriento y no produciría resultados concluyentes[459]. Celoso ante los éxitos de Hitler, no le habría disgustado ver cómo el dictador alemán se veía «desacelerado[460]».

Pero ¿y si sucedía lo contrario? Hitler había dejado claro, en el transcurso de su reunión con Ciano el 1 de octubre en Berlín, que los destinos de Alemania e Italia estaban inextricablemente unidos. La derrota de Alemania significaría el fin de los sueños italianos de convertirse en amos del Mediterráneo. Y, aunque comprendía la posición de no beligerancia, Hitler dio a entender que «en cierto momento, Italia tendrá que sacar provecho de las favorables oportunidades que se presentarán para salir resueltamente a la palestra[461]». A Mussolini lo atormentaba la posibilidad de que el triunfo alemán llegara demasiado pronto, de que Italia no estuviera en condiciones todavía de aprovechar la ocasión. Sabía que el país no estaría preparado al menos hasta 1942[462]. E Italia no podía comprometerse, explicó a Hitler, a una guerra prolongada[463]. Sin embargo, le gustaría «hacer algo que nos permitiera entrar en el juego —anotó Ciano aquel otoño—. Se siente excluido, y eso le duele[464]».

Poco después del inicio de la guerra, Mussolini habló de la intervención de Italia en algún momento posterior a mayo de 1940, pero aquellas muestras de optimismo no tardaron en disiparse. Los informes que le llegaban a finales de año sobre el estado de los preparativos militares eran tremendamente deprimentes. El Ejército de Tierra y la Armada no estarían completamente listos antes de 1943-1944, y la Fuerza Aérea algo más pronto, aunque no antes de mediados de 1941. Pero incluso aquellos cálculos derivaban más de la expresión de un deseo que de la experiencia efectiva. Mussolini tuvo que abandonar sus esperanzas de combatir en 1940 y aplazar la fecha de una posible intervención hasta la segunda mitad de 1941[465].

La intervención, aun en el caso de que se produjera antes de lo que era deseable desde el punto de vista de los preparativos militares, proporcionaría no obstante a Italia una ocasión única, que no podía dejar pasar, de lograr los objetivos a los que Mussolini había aspirado durante tantos años: poner fin a la hegemonía británica y francesa en el Mediterráneo, convirtiéndolo de ese modo en un «lago italiano»; abrir así el acceso de Italia a los océanos, la plataforma necesaria para cualquier gran potencia; y someter a los Balcanes al influjo italiano. La idea consistía en una guerra paralela: una guerra dentro de otra guerra. Ya en otoño de 1939, Mussolini, secundado por Ciano, miraba hacia Yugoslavia como posible objetivo del ataque italiano en el futuro inmediato con el fin de convertir a Croacia en un estado títere. Los estrategas militares italianos consideraron que este proyecto entraba dentro de las posibilidades incluso de las Fuerzas Armadas italianas, y trataron de estar preparados para la acción en aquella esfera ya en la primavera siguiente. Grecia, sin embargo, con el respaldo de la protección británica, era una cuestión aparte. «Grecia no está en nuestro camino», había declarado Mussolini[466]. Es decir, no por el momento. Llegado el momento, tampoco se pudo emprender ningún movimiento contra Yugoslavia. Y es que cualquier gran conmoción en los Balcanes resultaba demasiado arriesgada por aquel entonces. Habría que esperar hasta que la intervención de Italia en un conflicto más amplio originara unas circunstancias más propicias para el ataque a los Balcanes.

En primavera de 1940 Mussolini suponía que la ofensiva alemana contra Francia no se demoraría mucho más. A mediados de marzo de 1940, justo antes de reunirse con Hitler en el paso de Brenner, Mussolini anunció que su homólogo iba a «hacer estallar el barril de pólvora» poco después y atacar en el oeste. En ese caso, Italia mantendría su postura de solidaridad con Alemania, pero no entraría en la guerra hasta que no llegara el momento oportuno. No tenía intención de lanzar a las tropas italianas al fragor de un combate de primera línea junto a la Wehrmacht contra un experimentado Ejército francés. Pisando la delgada línea que separaba la no beligerancia de la participación en el conflicto, dijo a Ciano que las fuerzas italianas iban a «concentrar a un número de soldados igual al de las tropas enemigas manteniéndolos inactivos, pero no por ello menos preparados para entrar en acción en el momento conveniente[467]».

Hablando con Hitler durante su encuentro en Brenner el 18 de marzo, Mussolini afirmó que la entrada de Italia en la guerra era «inevitable». Y no lo era por la necesidad de contribuir militarmente al esfuerzo bélico germano —Alemania, dijo, podía arreglárselas sola— sino «porque el honor y el interés de Italia reclaman su intervención en la guerra». Sin embargo, Mussolini se vio obligado a añadir que lo antes que Italia podría intervenir sería al cabo de unos cuatro meses, cuando estuvieran listos cuatro nuevos acorazados y estuviera también preparado el Ejército del Aire. Tampoco la situación financiera italiana (el país, como él bien sabía, estaba prácticamente en la ruina, aunque por supuesto no se lo dijo a Hitler) le permitía librar una guerra larga. Hitler señaló que, con Francia derrotada, Gran Bretaña se vería forzada a pedir el inicio de las negociaciones de paz e Italia sería dueña del Mediterráneo. En el ataque a Francia, tenía previsto que las tropas italianas penetrasen junto a la Wehrmacht en el valle del Ródano. Si el avance decisivo dependía de la contribución de Italia, añadió, su Fuerza Aérea debería atacar los aeródromos desde el sur en coordinación con la Luftwaffe. Mussolini no respondió directamente a las indicaciones sobre táctica militar, pero Hitler logró su objetivo de presionar psicológicamente a Mussolini, empujándolo en una dirección por la que el Duce, por su propio temperamento, se sentía ya de por sí atraído. De hecho, fue entonces cuando Mussolini confirmó a su socio que Italia entraría en la guerra al lado de Alemania. Y a continuación afirmó que intervendría «en cuanto Alemania hubiese avanzado victoriosamente» y que, si los Aliados habían quedado destrozados tras el ataque alemán, no tardaría en asestar el segundo y definitivo golpe. Si el avance de las tropas alemanas era lento, esperaría hasta que el momento de la intervención italiana fuera de máxima utilidad para Alemania[468].

La reunión no hizo sino agudizar el sentimiento de inferioridad de Mussolini ante Hitler. El italiano odiaba tener que interpretar el papel secundario, guardando silencio casi todo el tiempo mientras Hitler tomaba la palabra. Pero al menos sus temores de que Hitler pretendiera caer inmediatamente sobre Francia quedaron disipados, y regresó de Brenner convencido de que, al contrario de lo que suponía antes de la reunión, la ofensiva alemana no era inminente[469]. No obstante, fuese cuando fuese, acababa de comprometer a Italia a intervenir en el acto.

El encuentro de Brenner había dejado su impronta en Mussolini. Unos días más tarde, Ciano escribía que el Duce estaba «de muy buen humor estos días» y «cada día es definitivamente más proalemán». Mussolini hablaba ahora abiertamente de entrar en la guerra del lado alemán, y resumió para Ciano la que tenía que ser a su modo de ver la línea de actuación italiana. Italia no operaría junto a la Wehrmacht en el frente meridional francés, sino que mantendría una posición defensiva en las regiones alpinas. Haría lo mismo en Libia, aunque desde Abisinia emprendería una ofensiva contra el importante puerto de Yibuti (en la diminuta Somalia francesa, colindante con aquélla) y la posesión británica de Kenia, al sur. En el Mediterráneo, el escenario más importante desde la perspectiva italiana, acometería una ofensiva aérea y naval contra británicos y franceses. Ciano señaló que la belicosidad de Mussolini estaba empezando a surtir efecto, haciendo que otros líderes fascistas se inclinasen igualmente por la opción de la intervención. Pero los demás siguieron oponiéndose a lo que Ciano llamó «la aventura». El propio Ciano defendía esta última postura, si bien ahora estaba empezando a flaquear. Como observó en sus notas, el grueso de la población italiana todavía no quería tener nada que ver con la guerra[470]. Sin embargo, para Mussolini, su opinión era irrelevante.

El 31 de marzo Mussolini expuso sus reflexiones en un memorándum para el rey, Ciano y los líderes militares. Aunque Italia tendría un papel importante en una eventual paz negociada, pensaba que la posibilidad de tal resultado podía darse por descartada. La guerra continuaría. Alemania, pensaba, no emprendería una gran ofensiva en el oeste hasta que la victoria fuera segura. Entre tanto, proseguiría con la «guerra ficticia», pero intensificando las operaciones aéreas y navales. En un pasaje de gran trascendencia, Mussolini abordaba las alternativas con las que contaba Italia. Su única opción, afirmaba, era intervenir del lado de Alemania. Era absurdo imaginar que Italia podría mantenerse al margen de la guerra. En otras palabras, la neutralidad era una posibilidad que no se podía tener en cuenta. Tampoco era viable un cambio de política y un giro hacia el bando de los Aliados occidentales, pues dicha acción desencadenaría, según Mussolini, un conflicto inmediato con Alemania en el que Italia acabaría luchando sola. La actual posición de Italia se había construido sobre la base de la alianza con Alemania. Sus objetivos sólo se podían alcanzar manteniendo dicha alianza, combatiendo en una guerra paralela para obtener la supremacía en el Mediterráneo. El dilema principal no era, por tanto, si combatir o no, sino cuándo hacerlo. Él retrasaría la entrada todo lo posible, consciente como era de la debilidad de las Fuerzas Armadas. Una guerra larga no se podía llevar a cabo por razones económicas, pero la intervención ofrecía oportunidades que no se podían desdeñar. A continuación esbozaba la estrategia italiana para la intervención, tal y como se la había descrito a Ciano en privado, aunque con mayor detalle[471].

En una alocución ante el Consejo de Ministros tres días más tarde Mussolini prosiguió con su descarga retórica en favor de la guerra. Pensaba que la ofensiva alemana podía empezar en cualquier momento. Y una vez más enumeró las opciones existentes. Un cambio de orientación en favor de Gran Bretaña y Francia haría a Italia «parecer servil ante las democracias» y la llevaría al conflicto con Alemania. Si se mantenía neutral, Italia acabaría por «perder su prestigio entre las naciones del mundo durante un siglo en tanto que Gran Potencia y por toda la eternidad en tanto que régimen fascista». De modo que la única opción era «marchar junto con los alemanes para impulsar nuestras propias metas». Y continuó, como mandaba la tradición, mencionando tales metas: un imperio mediterráneo y el acceso al océano. Mussolini, escribía Ciano, creía ciegamente en la victoria alemana y en la palabra dada por Hitler de que Italia participaría en el reparto del botín. Ciano no confiaba en ninguna de las dos[472].

También los líderes del Ejército necesitaban todavía argumentos que les convencieran. El resultado de la reunión de los jefes militares con Badoglio el 9 de abril fue todo menos alentador. Los asistentes se mostraron pesimistas incluso ante la idea de una ofensiva limitada, insistieron en la necesidad de evitar una colaboración militar estrecha con los alemanes aun en el caso de que Francia cayera, coincidieron en que no era posible llevar a cabo una ofensiva desde Libia, expresaron su escepticismo en torno a las posibilidades de las operaciones aéreas y marítimas combinadas en el Mediterráneo y manifestaron su preocupación por la situación de Italia en Abisinia. Al resumir el encuentro para Mussolini, Badoglio declaró que sólo en caso de una destrucción absoluta de las fuerzas enemigas por parte de los alemanes podría merecer la pena intervenir[473]. La división entre la sed de acción de Mussolini y la pasividad de los mandos militares del país era sumamente profunda. Pero fue entonces cuando la invasión alemana de Dinamarca y Noruega desencadenó un proceso de replanteamiento de las perspectivas italianas que quedó completado con los asombrosos éxitos de la Wehrmacht en la ofensiva occidental de mayo y junio.

La respuesta inmediata de Mussolini a la noticia de la ocupación alemana de Dinamarca y Noruega fue de absoluta aprobación. «Así es como se ganan las guerras», declaró. A solas con Ciano, la conversación giró en torno a Croacia. «Le podían las ganas», comentó el ministro de Exteriores. El Duce estaba ansioso por acelerar el ritmo para aprovecharse del desconcierto reinante en Europa. Tenía una actitud más belicosa y más proalemana que nunca, a juicio de Ciano, aunque aseguró que no haría ningún movimiento antes de finales de agosto (pocos días después trasladó esa fecha a la primavera de 1941). Pero estaba molesto por una audiencia mantenida con el rey, que seguía mostrándose muy poco entusiasmado con la idea de la intervención. «Es humillante quedarse con los brazos cruzados mientras otros escriben la historia —dijo, de acuerdo con las notas de Ciano—. Para hacer grande a un pueblo hay que mandarlo a combatir aunque tengas que darle una patada en el trasero. Eso es lo que voy a hacer yo». Todavía en mayo, no sólo el rey, sino la mayor parte de los líderes militares italianos seguían oponiéndose a que Italia entrase en la guerra. Y, aunque los éxitos de Hitler en Escandinavia habían tenido un notable impacto en la opinión pública —Mussolini comentó con desdén que el pueblo italiano era «como una puta […], siempre del lado del ganador»—, por el momento no se produjo entre las masas un marcado aumento del sentimiento en favor de los alemanes o de la guerra[474].

En vísperas de la ofensiva alemana en el oeste, que comenzó el 10 de mayo de 1940, la participación italiana todavía no era completamente segura. Mussolini, por su parte, había acrecentado de forma notable e incontenible su combatividad, tal y como ponen de manifiesto las anotaciones del diario de Ciano. Algunos líderes fascistas siguieron su ejemplo. La masiva propaganda en favor de la guerra dejó su huella, y sin duda logró persuadir a algunos de los más pusilánimes de que apoyaran una pronta intervención. Las fuerzas que secundaban la guerra, en otras palabras, se habían fortalecido, especialmente tras el enorme éxito de las operaciones alemanas en Escandinavia. Pero las fuerzas que se oponían a ella tampoco carecían de peso. Entre sus integrantes se encontraban el conde Ciano —aunque su determinación era ahora menos firme que antes—, los líderes militares y, en no menor medida, el rey. La decisión de ir a la guerra, pese a la enérgica e insistente campaña de Mussolini, seguía en el aire, y no era en absoluto una decisión formal. Si la victoria alemana sobre Francia hubiera sido menos contundente, se puede llegar a imaginar que la intervención podría haberse aplazado, tal vez incluso hasta un momento en el que el ímpetu del movimiento en favor de la guerra estuviera debilitado y la no beligerancia o la neutralidad se vieran como algo más que un estado temporal. Tal vez habría prevalecido la prudencia. En cualquier caso, aunque no se hubiese producido aquella desastrosa y absoluta derrota de los Aliados, Mussolini se habría arriesgado de todos modos a forzar la intervención en la guerra de un país en el que tanto la élite militar como el grueso de la población eran reacias cuando no abiertamente hostiles a la idea de combatir en un conflicto de grandes dimensiones al lado de Alemania. A Ciano le habían llegado rumores en marzo de que «el rey cree que puede ser necesario su concurso en cualquier momento para dar un nuevo rumbo a las cosas; está dispuesto a hacerlo, y rápidamente[475]». Y no es descabellado pensar que dicho movimiento, en unas circunstancias no consideradas precisamente como totalmente favorables, podría haber provocado el despertar de un movimiento de resistencia dentro de la élite militar, y posiblemente incluso un golpe militar respaldado cuando no directamente iniciado por la casa real.

Llegado el momento, sin embargo, la victoria alemana en el oeste fue más rápida y la caída francesa más espectacular de lo que nadie había previsto. El equilibrio de poder en Europa sufrió una reconfiguración total. Fuese cual fuese la situación antes de que Hitler lanzara su ataque sobre los Países Bajos y Francia, ahora el devastador avance de la Wehrmacht había alterado el cuadro por completo. Al igual que hicieron, como hemos visto, los gobernantes japoneses, la élite de poder en Italia también reformuló rápidamente su estrategia al calor del asombroso triunfo alemán. Como en Japón, todos estaban seguros de que Alemania resultaría victoriosa. Con Francia abatida en el transcurso de unas semanas y siendo la derrota de Gran Bretaña seguramente sólo cuestión de tiempo, pocos dirigentes italianos dudaban ahora de que Hitler fuera a ganar la guerra. Todo ello alteró radicalmente las actitudes con respecto a la participación de Italia.

A la luz de las nuevas circunstancias producidas tras la caída de Francia, sería un error defender la imagen de un solitario Mussolini empujando a la guerra y al consiguiente desastre a una nación remisa. La oportunidad de beneficiarse de la destrucción de las democracias occidentales era para muchos demasiado buena como para dejarla escapar. Durante la segunda mitad de mayo, por tanto, los argumentos a favor de la intervención aumentaron notablemente su fuerza. La oposición a la participación en la guerra resultaba, a la inversa, cada vez más difícil de articular. Impresionado por los avances alemanes, Dino Grandi, jefe fascista de Bolonia y detractor hasta entonces de la intervención, dijo a Ciano: «Debemos admitir que estábamos equivocados y prepararnos para los nuevos tiempos que se avecinan[476]». El exceso de prudencia estaba totalmente fuera de lugar; era la receta perfecta para perder una oportunidad única de obtener ganancias fáciles. Los indecisos y los escépticos entraron por fin en vereda. Por primera y única vez, la población italiana defendió la guerra a voz en grito. Alentado por el entusiasmo con el que fue recibido en algunos de los barrios más pobres de Roma, a Mussolini no le quedaba ninguna duda a principios de junio de que la gente corriente se había «acostumbrado a la idea de que esta guerra es necesaria[477]». Los líderes de las Fuerzas Armadas —y con ellos el propio rey— se convencieron de ello gracias a la perspectiva de ganancias sin sufrimiento, de gloria a bajo coste. Como ya hemos señalado, algunos sectores muy significativos de la clase dirigente italiana defendían la expansión antes incluso de la Primera Guerra Mundial para obtener y consolidar la categoría de gran potencia. El miedo a las consecuencias, y no la falta de ambición, los había frenado. Pero las tradicionales pretensiones expansionistas encajaron sin dificultad en la más agresiva y dinámica versión fascista[478]. Ahora aquella oportunidad llegaba como caída del cielo. Cuando llegó el momento de tomar una decisión, Mussolini distaba mucho de ser una figura aislada presionando en favor de la intervención frente a un pueblo reacio. Estaba en la cresta de la ola, aunque era la ola más alta de todas.

Mussolini estaba seguro desde los primeros días de la ofensiva alemana de que los Aliados habían perdido la guerra. No había tiempo que perder, dijo a Ciano el 13 de mayo. «En menos de un mes declararé la guerra. Atacaré Francia y Gran Bretaña por aire y por mar. Ya no pienso en tomar las armas contra Yugoslavia porque sería un recurso humillante». La perspectiva de una acción en los Balcanes, por tanto, había perdido fuerza provisionalmente. Ahora estaba en juego un premio mayor. Al fin y al cabo, como Ciano le recordaría ese mismo mes, «después de ganar la guerra podremos conseguir lo que queramos de todas formas». Ciano estaba empezando a ceder en su oposición, y ya no respondía a la combatividad de Mussolini. «Hoy, por primera vez, no he contestado —escribía en su diario—. Por desgracia, ahora no puedo hacer nada para frenar al Duce. Ha decidido actuar, y eso es lo que hará. Sólo un nuevo giro en los acontecimientos militares puede llevarlo a replantearse la decisión, pero por el momento las cosas les van tan mal a los Aliados que no hay esperanza[479]». Al día siguiente, Mussolini comunicó al embajador alemán en Roma, Hans Georg von Mackensen, que pronto entraría en combate, ya no al cabo de unos meses, sino de semanas, o incluso días. Ciano estaba ya resignado a la intervención, aunque esperaba que no se produjera tan pronto, ya que Italia no estaba preparada para la guerra. «Un error en la elección del momento resultaría fatal para nosotros», añadía[480]. Alrededor de una semana después, su principal preocupación era qué podría obtener Italia de la intervención. «Si realmente tenemos que lanzarnos de cabeza a la guerra —escribió—, tenemos que hacer un trato firme». Y planeó un encuentro con Ribbentrop a comienzos del mes siguiente con una declaración de la parte del botín que debería ser para Italia[481].

El rey, sin embargo, seguía manteniendo una postura claramente antialemana y dando largas a la participación italiana, lo que no le granjeó precisamente el afecto del Duce. El odio que Mussolini sentía por la casa real era palpable. El dictador estaba decidido a «hacer saltar por los aires» la monarquía —y con ella el papado— al final de la guerra[482]. La ira de Mussolini procedía en buen medida de la negativa del rey a otorgarle el mando exclusivo de las Fuerzas Armadas en la guerra. En un impreciso acuerdo, Víctor Manuel le concedió la dirección política y militar de la guerra, pero se reservó para sí el mando supremo, una distinción que se materializaría en julio de 1943[483]. Sin embargo, también el rey se vio obligado a ceder ante las nuevas circunstancias nacidas del triunfo alemán en el oeste. El 1 de junio ya estaba resignado a que Italia entrara en la guerra. Con todo, y pese a la descarga propagandística que había contribuido a que se produjeran las primeras manifestaciones a favor de la intervención en las calles de Roma, el monarca pensaba que el país estaba yendo a la guerra sin ningún entusiasmo. Y preveía una guerra larga cuyo resultado se vería tal vez determinado en última instancia por la aparición en escena de Estados Unidos[484].

Los líderes militares italianos, que vaticinaban una resistencia francesa mucho más tenaz ante el ataque alemán, también estaban cediendo ante lo inevitable. A finales de mayo, según palabras de Ciano, Badoglio «parece aceptar ahora un mal juego con buen talante, y se prepara para la guerra». Pero Badoglio seguía mostrándose cauto. La guerra tenía que ser breve. La escasez de materias primas en Italia era desesperante[485]. El jefe del Estado Mayor, mariscal Rodolfo Graziani, advirtió a finales de mayo que el Ejército de Tierra no estaba en condiciones de llevar a cabo una acción ofensiva, ni siquiera contra Yugoslavia. El jefe de la Armada, almirante Domenico Cavagnari, también planeaba únicamente operaciones defensivas, aparte de una limitada campaña con submarinos en el Mediterráneo. Y la sugerencia del Ejército del Aire de bombardear las bases francesas en Córcega fue descartada por Badoglio, ya que Mussolini no quería una ofensiva aérea contra Francia en ese momento[486]. Aquello difícilmente podía considerarse como un rotundo espaldarazo a la guerra. Pretendían que la campaña militar italiana fuese breve y tuviera una magnitud menor. El objetivo era hacer la mínima contribución para obtener los máximos beneficios en la conferencia de paz que se produciría inmediatamente después de la victoria alemana. Pero si bien es cierto que la actitud de los militares se caracterizaba más por la aceptación resignada que por el entusiasmo, no hubo sin embargo oposición alguna a la decisión de ir a la guerra.

Lo mismo puede decirse del gran capital. En este sector, los increíbles avances alemanes de mayo también habían disipado la inclinación inicial por la no intervención. Los grandes empresarios buscaban naturalmente lo que creían que era lo mejor para el negocio. Los frutos de la intervención en una campaña corta y efectiva parecían responder a ello. Y la opinión pública, en la medida en que es posible valorarla con precisión, también había aceptado en buena medida la línea planteada. La incesante propaganda estatal a favor de la guerra, enormemente intensificada durante las últimas semanas, no había caído en saco roto. Se hicieron muchos esfuerzos por preparar a la población para el estallido de la guerra. Se retiraron los cristales de las ventanas de la catedral de Milán y se colocaron cubiertas de lona. Se cerraron las escuelas en mayo para el verano, y también las salas de baile. La música extranjera se limitó o trató de italianizarse: «St Louis Blues» debía cantarse como «Tristezze di San Luigi[487]». Cuando la ofensiva alemana barrió toda Bélgica y penetró en Francia, los estudiantes quemaban banderas francesas y británicas mientras se manifestaban en Roma. Acontecimientos similares tuvieron lugar en Milán, Nápoles y otras grandes ciudades[488]. Un informe policial de Florencia de primeros de junio señalaba que «los escépticos se han quedado callados, y los antifascistas son extremadamente cautos […] la esperanza de una guerra rápida, fácil e incruenta contra una Francia desangrada y una Inglaterra desorganizada y con la flota diezmada está madurando a toda velocidad[489]». Mussolini no tenía por qué temer la oposición popular a su decisión de intervenir.

Los desesperados llamamientos de Gran Bretaña y Estados Unidos en mayo para que Italia no entrara en la guerra fueron, como cabía esperar, rechazados de plano. Las cartas personales enviadas a Mussolini por Churchill y Roosevelt (que se ofrecía, como veíamos en el capítulo 1, para actuar como mediador entre Italia y los Aliados) fueron categóricamente rechazadas. La época en la que el apaciguamiento tenía alguna posibilidad de éxito había pasado hacía tiempo. En los últimos días de mayo Mussolini tomó la decisión. Badoglio, según relataba después de la guerra, se enteró de ello el 26 de mayo. Había estado esperando en la antesala con Italo Balbo (uno de los más destacados y dinámicos primeros líderes fascistas, antiguo jefe del Ejército del Aire, profundamente antialemán y muy consciente de la falta de preparación de su país para entrar en la guerra, que había regresado por un breve espacio de tiempo a casa desde su puesto de gobernador de Libia) para una audiencia con Mussolini. En cuanto entró en el inmenso estudio del Duce, Badoglio se dio cuenta de que aquélla no iba a ser una reunión rutinaria. Mussolini estaba «de pie detrás de su escritorio, con los brazos en jarras, con aspecto sumamente serio, casi solemne». Cuando habló, fue para anunciar que había enviado un mensaje a Hitler el día anterior en el que le comunicaba que estaba dispuesto a declarar la guerra a Gran Bretaña después del 5 de junio. Pero la memoria estaba jugando a Badoglio una mala pasada con respecto a la fecha de la carta y también al momento preciso en el que todo aquello tuvo lugar. El día 26 de mayo Ciano apuntó en su diario que Mussolini estaba planeando escribir a Hitler para anunciarle la intervención de Italia para finales de junio[490]. El mensaje, de hecho, no fue enviado al embajador italiano, Dino Alfieri, hasta el 30 de mayo, para ser entregado a Hitler en su puesto de mando del oeste ese mismo día[491]. Mussolini adelantó posteriormente la fecha de la entrada al 5 de junio, tras la capitulación de Bélgica[492]. A continuación, Badoglio recordaba que él y Balbo se quedaron atónitos ante la noticia, y Mussolini desconcertado por la frialdad con la que la recibieron. Badoglio, según decía, señaló con gran contundencia que Italia no estaba en absoluto preparada para la guerra. «Es un suicidio», aseguraba haber dicho[493].

Resulta cuando menos dudoso que Badoglio expresase realmente una oposición tan enérgica. Sus memorias eran interesadas, pensadas para destacar la responsabilidad exclusiva de Mussolini en un acto de demencia. Badoglio aseguraba que permaneció en su puesto guiado por el sentido del deber, consciente de que su dimisión no habría cambiado nada y habría sido socialmente impopular, y también por la convicción de que podía evitar errores que Mussolini iba a cometer con toda seguridad debido a su desconocimiento de los asuntos militares[494]. Pero el acta de la reunión de Mussolini con sus líderes militares el día 29 de mayo, cuando anunció formalmente que Italia entraría en la guerra en algún momento después del 5 de junio, no contiene ninguna referencia a alguna protesta por parte de Badoglio o de algún otro de los presentes. Incluso el rey se resignó ahora a dar su aprobación[495]. Mussolini dijo a sus jefes militares —recuperando en parte lo que había dicho a finales de marzo— que la guerra no se podía evitar y que Italia sólo podía luchar al lado de Alemania, no de los Aliados. Había adelantado la fecha de entrada para adecuarla a los rápidos cambios en las circunstancias. Estaba seguro de la victoria alemana, y aplazar la entrada entrañaría mayores riesgos que una intervención prematura. Era importante estar en la guerra antes de que los alemanes ganaran para que Italia pudiera tener un lugar en las negociaciones de paz[496].

Al día siguiente Ciano escribía: «La suerte está echada. Hoy Mussolini me ha comunicado que ha mandado avisar a Hitler de nuestra entrada en la guerra. La fecha elegida es el 15 de junio, a no ser que el propio Hitler considere conveniente posponerla unos días[497]». En efecto, la fecha no era la más apropiada para Hitler, pues pensaba que, al obligar a trasladar algunos aviones al sur de Francia, podría interferir en los planes alemanes de un asalto total a los campos de aviación franceses. Mussolini, pese a su enojo, trasladó el gran día de Italia al 11 de junio[498]. La noche anterior, la del 10 de junio, se dirigió a la multitud desde el balcón del Palazzo Venezia. Un periodista estadounidense allí presente retrató la escena, la forma en la que Mussolini «daba saltitos como un muñeco con resorte en el balcón» para anunciar a voz en grito su declaración de guerra a las alrededor de cien mil personas que se arremolinaban en la plaza: «Fue saludado con el que probablemente era el mayor aplauso que había recibido desde que anunciara el final de la Guerra de Abisinia […]. Era como si Mussolini estuviera efectuando una “jugada maestra” para hacer realidad sus reivindicaciones sobre Francia con un mínimo derramamiento de sangre. Pensaban que Francia ya estaba vencida y que Inglaterra se había quedado en una situación desesperada. Era dinero regalado[499]». El discurso no fue, por supuesto, más que un espectáculo organizado de propaganda. Giuseppe Bottai, el ministro de Educación, señalaba las dificultades que tuvieron los animadores fascistas para movilizar a una multitud absorta en una «disciplina casi estupefacta[500]». «Fue un espectáculo lamentable —recordaría más tarde Badoglio—. Apiñados como borregos entre los oficiales y la gentuza del Partido Fascista, tenían órdenes de aplaudir cada palabra del discurso. Pero cuando terminó, la gente se dispersó espontáneamente en completo silencio[501]». El relato contemporáneo de Ciano era menos expresivo, pero también observaba una tibia recepción por parte de quienes no eran fascistas acérrimos. «La noticia de la guerra no sorprende a nadie —comentaba Ciano—, y no despierta un enorme entusiasmo[502]».

Obviamente, desde el punto de vista de Mussolini, Italia no tenía otra opción en aquel asunto. La única pregunta para él no era si Italia entraría en la guerra, sino cuándo lo haría. Mussolini ha sido descrito a menudo como un mero oportunista, un dictador sin una motivación ideológica que lo impulsara y con la vista puesta simplemente en la gran ocasión, preocupado exclusivamente por el prestigio, la grandeza personal y el poder por el poder. Pero eso supone subestimarlo. La entrada en la guerra no significaba únicamente para Mussolini aprovechar la oportunidad, por muy importante que fuera el momento elegido para la intervención. Era un paso ineludible si quería hacer realidad sus pretenciosos objetivos de un imperium italiano centrado en el Mediterráneo, erigido sobre las cenizas de los imperios británico y francés y base para hacer de Italia una gran potencia en la realidad y no sólo en la imaginación. Era el resultado lógico de las pretensiones que albergaba desde su llegada al poder casi dos décadas antes. Para entonces, como hemos visto, el control de Mussolini sobre Italia se había incrementado de forma desmesurada. En 1940 el sistema político había quedado fragmentado y erosionado hasta tal punto que ningún freno constitucional, aparte del propio rey, podía poner límites a su libertad interna de acción. Y ningún organismo colectivo, como por ejemplo un Gabinete, participaba en la formulación de las decisiones. El gobierno personal, cuando se trataba de asuntos de guerra y paz, Había acabado significando literalmente eso. Cuando tomó la decisión de ir a la guerra a finales de mayo de 1940, no lo hizo después de un largo (en realidad, ni largo ni corto) proceso de consultas con diversos consejeros. Ningún miembro de la clase política italiana, eso es cierto, tenía entonces la más mínima duda sobre los deseos del Duce, pero, del mismo modo, ninguno de ellos influyó en la realización de aquellos deseos. La decisión fue sólo suya.

Hasta la llegada de los palpitantes días de mayo sí que existían alternativas a los ojos de importantes sectores de la élite política italiana, así como para el grueso de la población. Destacados fascistas como Ciano y Grandi, magnates del gran capital como Giovanni Agnelli y Alberto Pirelli, líderes militares como Badoglio y Cavagnari y, en buena medida, el propio rey preferían antes de mayo situarse fuera del conflicto. Además del intervencionismo defendido por Mussolini existían, al menos en teoría, dos posibilidades más.

La primera de ellas consistía en trasladar la lealtad de Alemania a los Aliados, que es lo que, por supuesto, acabaría sucediendo en septiembre de 1943, pero bajo circunstancias muy diferentes. Pese a la antipatía generalizada por la Alemania nazi, que se extendía desde los ciudadanos más corrientes hasta el conde Ciano y el propio rey, en primavera de 1940 nadie contemplaba en serio la posibilidad de romper la alianza del Eje y cambiar de bando. Eso sólo podría haber ocurrido después de un golpe para derrocar a Mussolini, algo muy poco factible en 1940 (aunque parece ser que el rey, como hemos visto, coqueteó momentánea y vagamente con esa idea en marzo), y en cualquier caso habría llevado a Italia a la guerra de todas maneras, aunque en contra de Alemania, lo que habría despertado sin duda la cólera de Hitler. El propio Mussolini, como hemos señalado, manifestó en más de una ocasión su temor a que, en caso de contrariar a Hitler, toda la fuerza de la Wehrmacht se volviera contra Italia. Se podría discutir si, en tal caso, Hitler hubiera podido mantener en el caos tanto a Italia como a los Balcanes y ocuparse al mismo tiempo de la Unión Soviética sin haber conquistado todavía Gran Bretaña, pero esa cuestión no deja de pertenecer al terreno de la especulación contrafactual. En realidad, la opción de plantar a Hitler en beneficio de los Aliados nunca se planteó en 1940.

La segunda alternativa era más plausible. Consistía simplemente en mantener la condición de no beligerante, o neutral. Esa era la idea que, de forma explícita o implícita, tenían en mente quienes defendían en Italia la no intervención. El rechazo de esta opción por parte de Mussolini vino dictado, como hemos visto, por sus fines ideológicos y su convicción de que la «virilidad» nacional exigía que una aspirante a gran potencia entrara en combate en lugar de permanecer neutral. Pero, al margen de la predisposición psicológica de Mussolini y sus ambiciones de alcanzar la categoría de gran potencia (compartidas con los imperialistas tradicionales de la élite nacional-conservadora), ¿se habría podido mantener la neutralidad? Franco lo había logrado en España (aunque la neutralidad le fue impuesta cuando Hitler se negó a proporcionar ayuda masiva a una economía española completamente arruinada después de tres años de guerra civil). Sin embargo, la situación geográfica de Italia y su alianza con Alemania la colocaban en una posición diferente. Un análisis posterior, aunque incluido en una obra muy complaciente con Mussolini y que aseguraba que Italia no tenía más opción que aliarse con Alemania, determinaba que en caso de haber continuado con la neutralidad, Italia «se habría visto antes o después sometida a una presión creciente por parte de los dos bandos». Al final, debido a su situación geográfica, uno de los dos lados le habría lanzado un ultimátum para que permitiera el despliegue de sus Fuerzas Armadas en territorio italiano. En caso de una negativa, Italia «habría sido invadida y devastada por los vencedores, fueran los que fueran[503]». Aquello no era sin embargo más que pura apologética. En el momento en el que Mussolini optó por la guerra, en su decisión no intervino en modo alguno la idea de que Italia se encontraría en caso contrario a merced de Alemania, y mucho menos de Gran Bretaña.

Un escenario muy diferente, y mucho más optimista, era el presentado más tarde por Churchill. «Era desde luego sólo cuestión de sentido común que Mussolini estudiara cómo iba a evolucionar la guerra antes de comprometer a su propia persona y a su país de modo irrevocable», escribía:

«La opción de esperar no era en modo alguno infructuosa. A Italia la cortejaban ambos bandos y obtuvo de ello una enorme atención a sus intereses, muchos contratos rentables y tiempo para mejorar su armamento. Así que los meses en la penumbra se habían terminado. Es interesante especular sobre qué habría sido de Italia de haber mantenido esa política […]. Paz, prosperidad y poder creciente habrían sido la recompensa a una persistente neutralidad. Una vez que Hitler se enfrascó en la empresa rusa, aquel estado privilegiado se habría prolongado de forma prácticamente indefinida, con beneficios crecientes, y Mussolini podría haberse presentado en la paz o en el último año de la guerra como el estadista más juicioso que la península soleada y su laborioso y prolífico pueblo habían conocido. Esa era una situación más grata que la que de hecho le esperaba[504]».

Nadie puede, claro está, saber qué resultado habría tenido en la práctica la decisión de aplazar la entrada a una fecha cada vez más lejana. Sin embargo, Ciano y otros pensaban que esa opción tenía alguna probabilidad de éxito. Que Italia se habría visto presionada por ambos bandos es algo obvio; de hecho, eso ya estaba sucediendo mucho antes de su entrada en la guerra. Ya en diciembre de 1939 Gran Bretaña había tratado de sobornar a Italia ofreciéndole la práctica totalidad de las cuantiosas provisiones de carbón que tan desesperadamente necesitaba, por las que Italia pagaría en gran parte con la venta de armas. Ciano estaba bien dispuesto a aceptar esa idea. No obstante, Mussolini aseguró que no vendería armas a los británicos, y reiteró una vez más su veto cuando se realizó un nuevo intento de comprar la voluntad italiana unas semanas después. Aquella negociación también fracasó[505]. Hitler no tardó en ofrecer sus propios incentivos económicos. El imprescindible carbón, que debido al bloqueo británico no podía llegar a Italia desde Alemania por el mar, sería enviado por ferrocarril a través del paso de Brenner[506]. No hay duda de que la presión y los reclamos se habrían prolongado, e intensificado, si Italia hubiera permanecido fuera de la guerra. Y con una hábil diplomacia, Italia podía haber seguido enfrentando a los dos bandos entre sí en beneficio propio, conservando las ventajas de la neutralidad, tendenciosa en cualquier caso, y evitando ser absorbida por aquella vorágine. En mayo de 1940 Mussolini estaba siendo presionado por los alemanes desde varios flancos para que actuara[507]. Pero ni siquiera entonces fue forzado a entrar en el conflicto; lo hizo por voluntad propia. Si Italia no hubiera entrado en la guerra, es sumamente improbable que los alemanes hubieran llevado a cabo una acción punitiva. Probablemente, una benévola neutralidad en verano y otoño de 1940 habría servido a los propósitos alemanes tan bien al menos como la intervención italiana, e incluso en cierto sentido mejor, a la vista de cómo salieron las cosas finalmente[508]. Y desde el punto de vista italiano, había —aparte del sentimiento de urgencia que pesaba sobre Mussolini— mucho que decir para tratar de ganar tiempo. Sin embargo, con el clima reinante en mayo de 1940, tales argumentos no tenían nada que hacer. Todas las facciones de la élite dirigente cerraron filas en torno a la dogmática beligerancia de Mussolini. La crucial decisión de llevar a Italia a una guerra contra Gran Bretaña y Francia para la que no estaba preparada estaba tomada. Y pagarían por ello un altísimo precio.

IV

Las fuerzas italianas apenas habían balbuceado un inicio de acción cuando el nuevo primer ministro francés, el mariscal Pétain, solicitó a Hitler la firma de un armisticio el 17 de junio. Para entonces, unos pocos ataques aéreos, sin apenas repercusiones, en Córcega (en los que Ciano participó como jefe de un escuadrón de bombarderos[509]), el sur de Francia y Malta y una ofensiva alpina de pequeña magnitud y escasas consecuencias constituían prácticamente la totalidad de la primera campaña bélica italiana. La petición de armisticio había llegado demasiado pronto y la contribución italiana había sido demasiado exigua como para que Mussolini pudiera sentirse satisfecho. «El Duce es un extremista —escribía Ciano el 17 de junio—. Le gustaría llegar hasta la ocupación total del territorio francés y exige la rendición de la flota francesa. Pero es consciente de que su opinión sólo tiene valor consultivo. La guerra la ha ganado Hitler sin participación militar activa de Italia, y será Hitler el que tendrá la última palabra. Eso, naturalmente, le molesta y le entristece. Sus pensamientos acerca del pueblo italiano y, sobre todo, acerca de nuestras fuerzas armadas son tremendamente amargos esta noche[510]».

La vergüenza que sentía Mussolini por la insignificante contribución italiana a la humillación de Francia no le impidió improvisar, de camino a Múnich junto a Ciano, donde se reuniría con Hitler para discutir los términos del armisticio, una formidable lista de demandas dirigidas a los franceses. Entre ellas se encontraba la ocupación de Francia hasta el Ródano, junto con la cesión de Niza, Córcega, Túnez y Yibuti. La flota y la Fuerza Aérea francesas también pasarían a manos de los italianos. Hitler no se opuso a la zona de ocupación exigida por Mussolini, aunque quería tratar a Francia con indulgencia con el fin de impedir que la flota francesa que pasara a los Gobiernos británico y galo se trasladase al norte de África, y también con la esperanza de que ello contribuyera a convencer a Gran Bretaña de ir a la mesa de negociaciones. Y tampoco estaba dispuesto a incluir a los italianos en el particular espectáculo que tenía en mente para acordar un armisticio, e insistió en que Italia llevase a cabo un armisticio independiente, una vez establecidas las condiciones alemanas. Mussolini estaba «sumamente avergonzado», ya que sentía «que su papel es secundario[511]».

Cuando tuvo conocimiento de las relativamente moderadas condiciones alemanas del armisticio, Mussolini se vio obligado a contentarse con la exigencia aún más modesta de una franja desmilitarizada de unos cincuenta kilómetros en la frontera francesa y con la esperanza de plantear demandas más amplias en el acuerdo final de paz. En lo reducido de sus demandas había influido una nueva humillación militar. Cuando los franceses estaban ya abatidos y pidiendo un armisticio a los alemanes, Mussolini decidió lanzar una ofensiva alpina. Badoglio se oponía a ello, y Ciano pensaba que era «bastante deshonroso caer sobre un ejército derrotado». Pero Mussolini insistió. En medio de unas espantosas condiciones meteorológicas, las fuerzas atacantes italianas sufrieron la gran afrenta de verse frenadas en seco al primer signo de resistencia francesa. Y para incrementar todavía más la humillación, las tropas coloniales libias habían sido aplastadas por una fuerza británica en el norte de África y un general italiano había sido capturado[512]. No era de extrañar, en contraste con la enorme relevancia simbólica otorgada por Hitler al hecho de firmar el armisticio en Compiègne, exactamente en el mismo vagón de tren que fuera escenario de la humillante capitulación alemana de 1918, que Mussolini ordenase que no se diera ninguna publicidad a la negociación del armisticio italiano, que fue efectuada «prácticamente en secreto». El armisticio italiano acordado por separado con los franceses en Roma fue firmado el 24 de junio[513]. Mussolini estaba «resentido porque desearía haber logrado el armisticio después de una victoria de nuestras Fuerzas Armadas». Ciano estaba seguro de que el pueblo italiano se sentiría profundamente desilusionado con los escasos beneficios generados por la guerra[514]. Bottai, de hecho, se hizo eco de la crítica y el sentimiento de decepción generalizados entre la población[515].

El planteamiento de Mussolini, y la estrategia de guerra derivada del mismo, en las semanas siguientes al armisticio con Francia no estaban claros en absoluto. Por un lado, quería una guerra rápida junto con el botín —y la gloria— que llegaría después, en un triunfante acuerdo de paz. La perspectiva de las negociaciones de paz entre Gran Bretaña y Alemania sin que Italia se hubiera implicado seriamente en la batalla no le resultaba nada atractiva. De modo que cuando Gran Bretaña dejó claro que iba a seguir luchando, después de la tibia invitación a emprender las conversaciones de paz planteada por Hitler en su discurso en el Reichstag el 19 de julio de 1940, Mussolini, paradójicamente, no quedó disgustado del todo. Su temor era que los británicos encontraran en tan fría exhortación un pretexto para abrir las negociaciones. «Eso habría sido muy lamentable para Mussolini», comentaba Ciano, «porque ahora más que nunca quiere la guerra[516]».

Por otro lado, Mussolini era muy consciente de que Italia no estaba en condiciones de resistir una guerra larga, de modo que la victoria tenía que producirse enseguida. Con Gran Bretaña decidida a continuar la guerra, pese a las señales extraoficiales de paz llegadas por canales neutrales, que seguían dándole motivos de preocupación, Mussolini depositó sus esperanzas en la invasión alemana, que, según le habían dicho, era inminente. Quería que las tropas italianas participaran en ella junto a la Wehrmacht, pero Hitler rechazó su propuesta con mucha educación pero también con total firmeza. Así las cosas, al tiempo que deseaba que la invasión fuera un éxito, esperaba que los alemanes recibieran una buena paliza en un duro combate y que tuvieran tal vez un millón de bajas[517]. Con Gran Bretaña y Alemania debilitadas, Italia se encontraría en una excelente posición para maximizar el botín. Y tenía que ser un botín considerable. Aparte de las grandes ganancias obtenidas de Francia, los objetivos territoriales enumerados por Ciano incluían la entrega de Malta y la Somalia británica por Gran Bretaña junto con el control efectivo de países antes controlados por ésta en Oriente Medio y el norte de África (entre ellos Egipto), que sólo conservarían una independencia nominal[518].

El lugar en el que Italia habría podido verdaderamente infligir un daño significativo a Gran Bretaña era, de hecho, el norte de África, donde la presencia militar británica era débil y los italianos eran iguales en arsenal y superiores en número. Badoglio todavía confiaba en poder obtener grandes ganancias con un esfuerzo militar nulo o muy limitado. Pero Mussolini estaba ansioso por acelerar la ofensiva a lo largo de los más de 550 kilómetros de desierto que separaban Libia de Alejandría para expulsar a los británicos de Egipto y tomar Suez antes de que se pudiera alcanzar un acuerdo de paz. En un nuevo gesto de bravuconería muy propio de él, Mussolini comunicó a Hitler en julio que estaría en Egipto antes de que finalizara el mes[519]. Sin embargo, no contribuyó precisamente a la empresa el hecho de que el mariscal Balbo, que habría sido el encargado de lanzar el ataque desde Libia, fuera abatido por un disparo cuando su propio bando abría fuego sobre su avión cerca de Tobruk a finales de junio. Después, su sustituto, Graziani, se pasó el resto del verano encontrando excusas para no aprovechar la que resultaría ser una efímera ventaja. En septiembre, Graziani penetró casi cien kilómetros en Egipto y tomó la base fortificada de Sidi Barrani, si bien no mostró ningún interés en seguir avanzando hacia Alejandría. Pese a las enormes ansias de Mussolini, Graziani encontraba siempre una razón para la inacción. El Duce no podía hacer nada al respecto y, guiado por un equivocado sentido del orgullo y del prestigio, y ansioso por demostrar que las tropas italianas podían manejar un frente en solitario y por mantener al mismo tiempo a los alemanes fuera de su esfera de actividad, se negó a recibir la asistencia de las tropas ofrecidas por Hitler para la campaña contra Egipto. Hitler, que, como en otras ocasiones, no quería ofender a su colega, no insistió. La campaña bélica del Eje seguía basándose en dos estrategias faltas de coordinación. Entre tanto, los británicos reunieron fuerzas considerables para hacer frente a los italianos. La oportunidad, que hubiera podido aprovecharse con la ayuda alemana, se había dejado escapar[520].

La otra esperanza de Mussolini residía en los Balcanes. Durante un tiempo, el Duce había considerado la eventual acción militar en dicha región como una mera atracción secundaria mientras el espectáculo principal tenía lugar en Francia. Pero ahora, incitado por Ciano, volvió de nuevo a poner la mirada en las cuantiosas ganancias que se podrían obtener al otro lado del Adriático. Y no sólo en Yugoslavia: ahora —por primera vez de verdad— Grecia entraba en escena como objetivo concreto del expansionismo italiano. En otoño, la decisión de atacar el país heleno se convertiría en el error más funesto cometido por Mussolini; funesto para los griegos, por supuesto, pero también para él mismo, para el régimen fascista y, ante el número de vidas que la guerra se cobró en vano, para su país.

Los griegos habían estado mirando con recelo a Italia desde su toma del poder en Albania en abril de 1939, y no les faltaban razones. Ciano había anotado en su diario el 12 de mayo de aquel año que el nuevo programa de obras públicas en Albania había comenzado sin problemas. «Las carreteras están todas planificadas de forma que conduzcan a la frontera griega. Este plan fue ordenado por el Duce, que cada vez está más decidido a atacar Grecia a la primera oportunidad[521]». Cuando la crisis aumentó justo antes de la invasión alemana de Polonia, las relaciones entre Grecia e Italia se volvieron muy tensas. Las tropas italianas fueron trasladadas durante un tiempo a la frontera entre Albania y Grecia, en tanto que los aviones invadían el espacio aéreo griego. El 16 de agosto de 1939 Badoglio había recibido órdenes de preparar un plan para invadir Grecia, pero el proyecto se quedó en nada y la tensión acabó disminuyendo. El 11 de septiembre Mussolini dijo a su representante en Atenas, Emanuele Grazzi, que «Grecia no está en nuestro camino, y no queremos nada de ella». Nueve días después se mostraba igual de tajante al hablar con el general Alfredo Guzzoni, comandante militar en Albania, del que Ciano se burlaba por ser «pequeño, con una barriga tan grande y el pelo teñido». Mussolini le informó de que «la guerra con Grecia se ha suspendido. Grecia es un palo seco, y no merece la pena perder ni a un solo granadero sardo». Las tropas italianas fueron retiradas a unos veinte kilómetros de la frontera griega. El «estudio» de invasión del Estado Mayor quedó relegado al último cajón[522]. Todo siguió en calma hasta que Italia entró en combate en junio de 1940.

Al cabo de unos días de la intervención italiana, la tensión se acrecentó en medio de los rumores —desmentidos rotundamente por Ioannis Metaxás, el torpe dictador griego, que parecía más un alcalde de pueblo que un jefe de Estado y que era, irónicamente, gran admirador de Italia, donde había vivido algunos años— de que los británicos estaban vulnerando la neutralidad de Grecia y llevando buques de guerra a sus aguas. Ciano había destapado la caja de los truenos. Unas semanas antes había descrito a Bottai su visión de la hegemonía italiana en los Balcanes, con el establecimiento de protectorados en Croacia y Grecia (incluyendo también Creta), así como un protectorado en el norte de África que abarcaría Egipto, Túnez, Argelia y Marruecos, y la dominación de Córcega[523]. Sin embargo, Mussolini admitió que la realización de tan ambiciosos planes tendría que esperar, pues sabía que los alemanes no querían que la guerra se extendiera en ese momento[524], e hizo que Grazzi comunicara a Metaxás que la política italiana con respecto a Grecia no había cambiado. Los planes de contingencia militar, sin embargo, seguían incluyendo la campaña contra Grecia y Yugoslavia, así como posibles movimientos para asegurar el Ticino, el enclave de habla italiana en Suiza, si, como se rumoreaba, los alemanes invadían pronto ese país. No era de extrañar que un frustrado Badoglio acabara diciendo: «El enemigo cambia cada día. ¡Me veo recibiendo órdenes de atacar Iraq!»[525].

Por lo que respecta a los Balcanes, no obstante, la prioridad seguía siendo Yugoslavia más que Grecia. Mussolini planeaba entrar en acción en agosto. Hitler, en su encuentro con Ciano el 7 de julio, pareció dar alas a las agresivas intenciones italianas en ese sentido, pero, fuese lo que fuese lo que quiso insinuar, no era la invasión italiana de Yugoslavia en el futuro próximo, que, según creía, podría acabar prendiendo la mecha en todo el territorio de los Balcanes en un momento sumamente delicado y provocando con ello la intervención rusa. Aunque admitió que correspondía a Italia decidir sobre el destino de Yugoslavia cuando llegase el momento, Hitler dejó bien claro que aquél no era ese momento, aunque repitió que «todo lo relativo al Mediterráneo, incluido el Adriático, es asunto de Italia exclusivamente, en el que no tiene intención de interferir», y también dio su aprobación a la acción italiana para impedir que los británicos se hicieran con un punto de apoyo en las islas griegas[526].

Los planes militares italianos de atacar Yugoslavia se prolongaron durante todo el mes de julio a pesar de las advertencias de Hitler sobre el peligro de una acción precipitada (que Ciano no transmitió a Mussolini con toda su vehemencia[527]). A comienzos de agosto Mussolini todavía hablaba de llevar a cabo un ataque en la segunda mitad de septiembre[528]. Unos días después, el 11 de agosto, ordenó al esquivo Badoglio, que poco antes había dictado una directiva en la que estipulaba que no había intención de emprender operaciones militares en los Balcanes, que estuviera listo el 20 de septiembre para entrar en acción[529]. Ese mismo día, Mussolini puso sus ojos en Grecia.

Ciano fue el principal instigador. Sabía lo airado que estaba Mussolini por la tardanza de Graziani en emprender la ofensiva en el norte de África. Este acababa de estar en Roma y de transmitir a Mussolini la impresión de que el ataque a Egipto empezaría al cabo de pocos días. Sin embargo, también había dicho a Ciano que los preparativos para la guerra no habían terminado en absoluto. Ciano tenía la sensación de que el ataque no empezaría antes de dos o tres meses, si es que finalmente se producía. Y así lo comunicó a Mussolini, que, como era de esperar, se puso furioso[530]. Con una gran habilidad para encontrar el momento preciso y con una enorme destreza para manipular la psicología del Duce, Ciano aprovechó la ocasión para presionar en favor de un ataque a Grecia. Mussolini, como hemos señalado, ya defendía la ofensiva contra Yugoslavia, y Ciano no tuvo ahora problemas para convencerlo de que también Grecia debía incluirse en los planes de expansión en los Balcanes. Privado de la posibilidad de obtener la gloria en Francia y enfrentándose ahora a los retrasos en el norte de África, Mussolini apreció los atractivos de una cómoda victoria sobre Grecia, una nación a la que despreciaba.

Ciano, por su parte, veía en la empresa la posibilidad de acrecentar su propia base de poder. Albania ya actuaba de hecho para él como feudo personal, administrado por su subalterno, Francesco Jacomoni, y la perspectiva de la ampliación de su dominio, y de la gloria fácil, le resultaba sumamente atractiva. El 10 de agosto, Ciano trató de agitar el antagonismo de Mussolini hacia Grecia, ya de por sí fácil de despertar. Jacomoni había relatado a Ciano la historia del asesinato a sangre fría de un luchador por la libertad albanés, Daut Hodja, a manos de agentes griegos, historia que Ciano transmitió después a Mussolini como muestra de que los griegos no eran de fiar. En realidad, Hodja no era más que un bandido y ladrón de ganado local con un largo historial de violencia y criminalidad extremas que había sido capturado y decapitado por criminales rivales —albaneses, no griegos— dos meses antes. Pero Mussolini no necesitaba que nada lo convenciera. «El Duce está planeando un “acto de fuerza, porque desde 1923 [el breve incidente de Corfú] tiene algunas cuentas que saldar, y los griegos se engañan a sí mismos si creen que se ha olvidado”», escribió Ciano tras su reunión con él[531]. Inmediatamente después, la máquina propagandística italiana se puso en marcha, ensalzando las virtudes patrióticas de Hodja y censurando el trato dado a los albaneses por la minoría griega en el área fronteriza de Epiro, colindante con Albania en el norte de Grecia[532].

El 11 de agosto, el día después de haber colocado a Mussolini en el camino de la agresión a Grecia, Ciano escribió que el Duce quería información sobre «Ciamuria» (nombre italiano contemporáneo de Epiro, derivado de la denominación albanesa de la región). Había empezado a activar aquella cuestión y había llamado a Roma a Jacomoni y al conde Sebastiano Visconti Prasca —el incompetente general sucesor de Guzzoni como comandante militar de Albania, orgulloso de su viril aspecto aunque, en realidad, con su monóculo y sus cejas teñidas, de apariencia algo excéntrica[533]— para entablar conversaciones. Mussolini «habla de un ataque sorpresa a Grecia hacia finales de septiembre», anotaba Ciano[534]. Ciano fue partícipe de las discusiones del día siguiente, en las que Mussolini estableció las directrices de la acción contra Grecia. «Si Ciamuria y Corfú son entregadas sin asestar ni un golpe, no pediremos nada más. Si, en cambio, se intenta ofrecer resistencia, iremos hasta el final», declaró el Duce. Jacomoni y Visconti Prasca pensaban que la operación sería fácil, e insistieron en que se acometiera inmediatamente. Mussolini prefirió esperar hasta finales de septiembre[535].

El ministro de Exteriores alemán, entre tanto, supo por boca de su representante en Atenas, el príncipe Víctor de Erbach-Schönberg, que Grecia haría frente a toda agresión y se negaría a ser humillada por Italia «aunque eso conlleve el riesgo de ser destrozada». El sentimiento popular contra Italia iba en aumento[536]. La resistencia ante la intervención italiana contaría con un fuerte apoyo. La conclusión fue que «si Italia cree que éste es momento adecuado para hacer realidad sus demandas territoriales en relación con Grecia, se equivoca[537]».

Para los alemanes, contener las tensiones latentes en los Balcanes constituía una de las prioridades esenciales. Hitler había dicho a Ciano el 20 de julio que concedía «la máxima importancia al mantenimiento de la paz en las regiones del Danubio y de los Balcanes[538]». El interés soviético en la región del Danubio había quedado claramente de manifiesto a finales de junio con la anexión de Besarabia —región de Rumania que había sido una vez parte de la Rusia zarista— y el norte de Bucovina. Hungría tenía también graves disputas fronterizas con Rumania que no quedarían resueltas hasta finales de agosto gracias al «arbitraje» forzoso de Alemania e Italia, que cercenó zonas enormes de Transilvania y concedió a Hungría la mejor parte de éstas. Los alemanes querían evitar por todos los medios la agitación en la región, tanto para conservar su control sobre el petróleo de los pozos rumanos de Ploiesti como para evitar una nueva invasión soviética. Mantener fuera de los Balcanes a los rusos (cuya tradicional esfera de intereses defensivos llegaba hasta el Bósforo) y a los británicos (garantes de la independencia griega desde abril de 1939, y a los que consideraban dispuestos a explotar cualquier perturbación en Grecia y el Egeo) era vital para los alemanes. Una impulsiva acción italiana contra Yugoslavia podía desatar la intervención soviética. Y la acción contra Grecia podía dejar entrar a los británicos por la puerta de atrás. Por eso a mediados de agosto Berlín transmitió a Roma por vía diplomática el mensaje de que la acción italiana en los Balcanes no era aconsejable en aquel momento. «La paz en los Balcanes», como Hitler dijera a Ciano el 20 de julio de manera totalmente inequívoca, seguía siendo la prioridad absoluta. Como había asegurado al ministro de Exteriores italiano unos días antes, el principal objetivo militar italiano tenía que seguir estando en Egipto y el Canal de Suez[539].

Ribbentrop reiteró la necesidad de mantener en calma la región de los Balcanes cuando se reunió con el embajador italiano, Alfieri, el 16 de agosto. Era esencial, afirmaba el ministro de Exteriores alemán, evitar toda acción que pudiera perturbar el statu quo de la zona. No había que dar ningún pretexto a los rusos para intervenir. La derrota de Gran Bretaña era la máxima prioridad[540]. Ciano relató el resultado de las conversaciones de Ribbentrop con Alfieri en su diario al día siguiente. Era «necesario abandonar cualquier plan de atacar Yugoslavia» y «una eventual acción contra Grecia no será en absoluto bien acogida en Berlín». Ciano resumía: «Es una orden total interrumpirlo todo por completo[541]».

Mussolini cedió ante la presión, aunque Ciano se aseguró de que la propaganda antigriega continuara presente en la prensa italiana, y tres divisiones del Ejército de Tierra fueron colocadas en estado de alerta para su posible envío a Albania[542]. Después de que Alemania reafirmara su interés en evitar conflictos en la región, expresada de forma muy clara por Ribbentrop a Alfieri en una nueva reunión el 19 de agosto, Mussolini dio órdenes tres días después de ralentizar los preparativos para Yugoslavia y Grecia. El norte de África volvía a tener prioridad militar, si bien Mussolini siguió emitiendo directivas, ciertamente incompatibles con los limitados recursos de Italia, para hacer preparativos en diferentes escenarios posibles de guerra[543]. Ciano escribió que «las acciones contra Yugoslavia y Grecia han quedado aplazadas indefinidamente[544]». En el caso de Yugoslavia, esa afirmación era exacta. La operación fue efectivamente abandonada. Las esperanzas tenían que descansar en lo que Italia pudiera obtener en el eventual acuerdo de paz una vez que Gran Bretaña hubiera sido derrotada. Grecia, sin embargo, era una cuestión algo diferente. Ciano transmitió debidamente a Jacomoni en Albania las órdenes de «autoridades superiores» de «disminuir el ritmo de nuestros movimientos contra Grecia», pero también le dio instrucciones para que diese los pasos necesarios para mantener «en un estado de potencial eficiencia todas las órdenes dictadas», evitando la crisis pero «manteniendo viva la cuestión[545]». Además, los planes militares de atacar Grecia prosiguieron y experimentaron algunos retoques[546].

Aun así, al parecer Badoglio pensaba que los estrategas sólo estaban guardando las apariencias. Desde el cuartel general del Mando Supremo se envió un mensaje al jefe del Estado Mayor del Aire, Francesco Pricolo, el 10 de septiembre para comunicarle que «Grecia se suspende[547]». Mussolini, sin embargo, no lo veía así. Aunque había abandonado Yugoslavia (que sólo podría haber sido atacada con ayuda de Alemania desde el norte si se querían evitar graves pérdidas), no estaba dispuesto a descartar la opción de actuar contra Grecia en cuanto fuera posible. Aquella acción supondría un triunfo para Italia sin tener que ir agarrada a las faldas de Alemania. Es más, garantizaría la permanencia de los Balcanes bajo la esfera de influencia de Italia, atajando así la posibilidad, objeto ya de los primeros rumores, de que, pese a las garantías ofrecidas, los alemanes pretendieran imprimir su sello en la región[548]. No obstante, las opiniones de Mussolini cambiaban en función de su estado de ánimo. La coherencia no era su punto fuerte. El último día de agosto, Quirino Armellini, adjunto de Badoglio en el cuartel general del Mando Supremo, comentaba en su diario: «Ciano quiere la guerra contra Grecia para ampliar los límites de su gran ducado; Badoglio comprende el gran error que sería prender fuego a los Balcanes (que es la postura alemana) y desea evitarlo; y el Duce está de acuerdo hoy con uno y después con el otro[549]». Y así siguieron las cosas durante todo el agitado mes de septiembre.

Cuando Ribbentrop visitó Roma entre el 19 y el 22 de septiembre trayendo consigo una nueva «sorpresa[550]» —una alianza militar con Japón que quería que Italia firmara junto a Alemania en los días siguientes—, las perspectivas de una inminente invasión alemana de Inglaterra se estaban desvaneciendo[551]. Cada vez parecía más probable una guerra prolongada. Esa opción no disgustaba a Mussolini, que pensaba que un final rápido sería «catastrófico», como explicó a Badoglio el día de la marcha de Ribbentrop[552]. El dictador se sentía optimista. Pensaba que, con los alemanes empantanados en el conflicto con Gran Bretaña, Italia tenía una ocasión durante el invierno de avanzar por Egipto hasta Suez sin ayuda alemana y destruir las bases de la fuerza británica en Oriente Medio. Badoglio compartía su interés por evitar que los alemanes intervinieran en la «guerra paralela» de Italia. Ribbentrop había señalado de nuevo que Alemania no quería perturbaciones en los Balcanes en el futuro inmediato, aunque reconoció una vez más que Grecia y Yugoslavia eran competencia exclusiva de Italia[553]. Mussolini dijo que no actuaría contra ninguna de las dos por el momento, pero aprovechó la ocasión para recordar a Ribbentrop que en el Mediterráneo Grecia cumplía una función de apoyo a Gran Bretaña muy parecida a la que Noruega desempeñaba antes en el norte[554].

Ciano hizo todo lo posible por lograr que la cuestión de Grecia no se perdiera de vista. Todavía impaciente por entrar en acción[555], manipuló la versión italiana de las actas de su reunión con Ribbentrop para asegurarse de que mencionaban la necesidad de proceder a «la liquidación de Grecia», expresión que no aparecía en la versión alemana[556]. Y poco después comentó al nuncio papal que Italia pretendía ocupar pronto, aunque no inmediatamente, todo el país, debido a la desconfianza que despertaban los griegos[557]. Parece ser que esperaba una rápida conquista militar a bajo coste para adquirir Grecia como baza para un eventual acuerdo de paz negociada, que era el resultado más probable, según preveía, de una situación de guerra que empeoraba por momentos[558].

Entre tanto, los planes de contingencia militar seguían adelante, aunque Badoglio recordó al Estado Mayor a principios de octubre que no había perspectivas de acción a corto plazo[559]. Con el norte de África como prioridad y con más de la mitad del Ejército en Italia desmovilizado para ayudar en la cosecha, los recursos de mano de obra, ya de por sí limitados, se encontraban al máximo de sus posibilidades, y así seguirían durante el invierno[560]. Los planes para atacar Grecia quedaron aparcados.

Y permanecieron aletargados durante los primeros días de octubre. Mientras Ciano estaba en Berlín para la firma del Pacto Tripartito el 27 de septiembre, Hitler sugirió una reunión con Mussolini en el paso de Brenner. Quería revisar la situación global de la guerra y especialmente la situación en el Mediterráneo, en concreto la cuestión de la intervención española en la guerra y las relaciones con Francia. El encuentro tuvo lugar el 4 de octubre. Mussolini estaba en buena forma. Llevaba varios días de buen humor y esperaba «que Italia pudiera anotarse un éxito en Egipto que le proporcionase la gloria que había estado buscando en vano durante tres siglos» (aunque estaba indignado con Badoglio, al que acusaba de frenar la ofensiva[561]). La reunión fue bien. Mussolini recibió un renovado apoyo por parte alemana para las demandas italianas sobre Francia: Niza, Córcega, la ciudad de Túnez y Yibuti[562]. El Duce expresó su confianza en el éxito italiano en Egipto y afirmó que no necesitaba hacer uso de las fuerzas especializadas ofrecidas por Hitler para el ataque[563]. Mussolini regresó a Roma rebosante de alegría, enojado sólo por la lentitud de Badoglio y Graziani en el norte de África y manifestando su aversión por el rey, «el único derrotista del país[564]».

Al cabo de unos días, sin embargo, un acontecimiento iba a ensombrecer el alborozo de Mussolini y las relaciones entre los socios del Eje: el emplazamiento de tropas alemanas en Rumania. Los alemanes se las habían ingeniado para ser «invitados» por el nuevo dictador rumano, el general Ion Antonescu, a primeros de septiembre a enviar una «misión militar» a su país. Desde el punto de vista alemán resultaba crucial salvaguardar los yacimientos petrolíferos de Ploiesti. A mediados de ese mismo mes, antes de que Ribbentrop visitara Roma, los italianos habían tenido conocimiento de los planes de enviar tropas alemanas a la zona de Ploiesti. Ribbentrop aludió a ellos directamente cuando se reunió con Ciano el 19 de septiembre, pero éste, evidentemente, no transmitió aquella importante información a Mussolini[565]. El petróleo de Ploiesti también era vital para Italia. Además, Mussolini siempre había considerado el Danubio como un área con intereses específicos para Italia. De ahí la especial sensibilidad con respecto a esa cuestión, y también con respecto al trato que Italia recibió de su socio del Eje. La susceptibilidad estalló cuando Mussolini supo gracias a los informes de prensa (que en realidad se adelantaron al hecho en cuestión) que habían llegado quince mil soldados alemanes a Rumania. Aquello sirvió para recordar a Mussolini cómo Hitler lo venía informando sistemáticamente de las acciones alemanas más significativas cuando ya habían tenido lugar[566]. Absolutamente indignado, inmediatamente trató, en vano, de lograr una «invitación» similar para enviar las tropas italianas a la zona. «Está muy enfadado —observaba Ciano— porque sólo las fuerzas alemanas están presentes en las regiones petrolíferas rumanas[567]». Ciano dijo a Bottai que era necesario «que contrarrestemos su ocupación de Rumania invadiendo Grecia[568]». Ribbentrop trató de aplacar a Ciano por teléfono el 10 de octubre, y le recordó que había hablado de aquel asunto en Roma el 19 de septiembre. Ciano no hizo ningún comentario. El daño estaba hecho[569].

Dos días después Mussolini había tomado la decisión de atacar Grecia en cuanto estuvieran terminados los preparativos. El 12 de octubre, de regreso a Roma después de haber estado unos días en el norte del país inspeccionando las organizaciones fascistas, recibió la exasperante noticia de un nuevo retraso antes de que Graziani iniciara la tan esperada ofensiva en el norte de África. Lo que supo de Rumania acabó de enfurecerle del todo. Las tropas alemanas habían empezado a llegar a Bucarest. Y no sólo eso: los oficiales del ministerio de Ribbentrop trataban con suma prepotencia de impedir que apareciera ningún reportaje sobre ello en la prensa italiana, y probablemente Antonescu sólo permitiría el emplazamiento de tropas italianas en Rumania si los alemanes estaban de acuerdo con ello[570]. La furia de Mussolini acabó desbordándose. Indignado ante aquel desaire al prestigio de su país y al suyo propio, estaba ansioso por contraatacar. «Hitler siempre se presenta ante mí con un hecho consumado —comentó a Ciano lleno de rabia—. Esta vez voy a pagarle con la misma moneda. Se enterará por los periódicos de que he ocupado Grecia. Así se restablecerá el equilibrio». Mussolini admitió que todavía no había acordado con Badoglio las operaciones militares contra Grecia, pero añadió: «Presentaré mi renuncia como italiano si alguien pone objeciones a que luchemos contra los griegos». «El Duce parece decidido a actuar ahora», escribía Ciano, encantado de que sucediera por fin lo que durante tanto tiempo había propugnado. El ministro de Exteriores pensaba que la operación militar sería «útil y fácil[571]».

Aquel tremendo arrebato de despecho y de orgullo herido fue el contexto en el que se tomó la crucial decisión de atacar Grecia. No fue sólo el sentimiento de humillación personal, sino también su prestigio entre la población italiana, el que lanzó a Mussolini a la acción. Hasta entonces no tenía más trofeo de guerra del que vanagloriarse ante el pueblo italiano que la insignificante conquista en agosto del árido reducto de la Somalia británica[572]. Ahora le preocupaba mucho el impacto que otro movimiento unilateral alemán más pudiera tener en la opinión pública del país. Aquella acción se percibiría como un nuevo —e hiriente— ejemplo de la inexorable subordinación de Italia al gigante alemán. Una rápida victoria en Grecia restauraría el equilibrio, incrementaría su propio prestigio y proporcionaría por fin a Italia su parte del botín[573].

La decisión se tomó, pues, de un modo impulsivo y arbitrario, muy propio de la personalidad de Mussolini y de su estilo de gobierno. Sin embargo, su enojo ante el emplazamiento de las tropas alemanas en Rumania constituyó la ocasión, no la razón subyacente, para la invasión de Grecia. Aquella circunstancia afectó a la elección del momento del lanzamiento de la ofensiva, no a la decisión misma de llevarla a cabo. El ataque a Grecia formaba parte desde hacía mucho tiempo, como hemos visto, de los planes a largo plazo de Mussolini para establecer la dominación italiana del Mediterráneo y las regiones balcánicas. Alemania había admitido repetidas veces que Grecia era asunto de Italia. Y también había advertido reiteradamente de que había que evitar la agitación en los Balcanes. Los militares italianos tenían la impresión de que en la reunión de Brenner Hitler había dado carta blanca a Italia en el país heleno[574], pero aquello fue sin duda un malentendido. No hay referencia alguna a Grecia en las actas oficiales, italianas o alemanas, así que si se hizo alguna insinuación en ese sentido, debió de ser en una discusión privada entre los dictadores. Dado que Alemania persistía en su deseo de mantener el precario statu quo de los Balcanes, resulta inconcebible que Hitler alentase realmente a Mussolini a lanzar un ataque contra Grecia. Una referencia críptica sólo podía indicar una aceptación general, compatible con otras afirmaciones similares anteriores, del hecho de que aquel país era visto por el bando alemán como parte integrante del futuro dominio italiano, pero no como objetivo de una conquista inmediata.

Lo cierto es que hasta entonces Mussolini no había visto a Grecia como una prioridad urgente. El norte de África había aparecido siempre como el escenario más importante y más útil desde el punto de vista estratégico. De hecho, durante varios días después de tomar la decisión de lanzar sin más demora el ataque contra Grecia, estuvo pensando hacerlo paralelamente a la ofensiva en Egipto. Hasta el 16 de octubre no supo que esta última no podría producirse hasta que transcurrieran unos dos meses[575]. Fue entonces, y sólo entonces, cuando Grecia se convirtió en la prioridad absoluta.

El 13 de octubre Mussolini informó a Badoglio de la decisión de atacar Grecia tomada unilateralmente unos días antes, y fijó como fecha el 26 de octubre. Parece ser que éste no puso objeciones. Al día siguiente Mussolini informó a Badoglio y Roatta, subjefe del Estado Mayor, de que «la operación contra Grecia no se limitará a Ciamuria, sino que tomará todo el país, lo que a la larga puede resultar fastidioso». Sin embargo, a Hitler no le comunicó la noticia del ataque hasta el último momento[576]. Los primeros planes de contingencia del Ejército sólo habían previsto una conquista limitada de Epiro, es decir, de las regiones septentrionales de Grecia. Aquélla era la primera señal de que esos planes iniciales habían sido sustituidos[577]. Mussolini señaló que una ofensiva que llegara hasta Tesalónica y Atenas requeriría una fuerza mucho mayor de lo previsto inicialmente. Harían falta tres meses para tener listas las veinte divisiones necesarias[578]. Los jefes militares albergaban íntimas dudas sobre la viabilidad de la operación griega antes de que Graziani emprendiese la penetración en Egipto. Pero si Mussolini percibió esas dudas, no les prestó atención. Ahora Grecia no esperaría.

Mussolini convocó una reunión de sus jefes militares para el día siguiente, 15 de octubre, a las once en punto en su estudio del Palazzo Venezia «para exponer —a modo de esquema general— la línea de actuación que he decidido seguir contra Grecia». Estaban presentes Ciano, Badoglio, su subalterno a la cabeza del Mando Supremo Ubaldo Soddu y Roatta, junto con Jacomoni y Visconti Prasca, a los que había hecho venir desde Albania. Roatta llegó tarde porque el secretario personal del Duce lo había avisado de la reunión muy poco antes. Sorprendentemente, los jefes del Estado Mayor de la Armada y del Aire, Cavagnari y Pricolo, no fueron convocados[579]. La reunión duró sólo una hora y media. Y fue una de las discusiones de estrategia militar de alto riesgo más superficiales y frívolas de las que exista constancia.

Mussolini empezó esbozando los objetivos de la operación: la ocupación de toda la costa meridional de Albania y las islas jónicas de Zante, Cefalonia y Corfú en una primera fase, y a continuación la ocupación total de Grecia en una segunda fase para dejarla «fuera de combate». Pensaba que eso fortalecería la posición de Italia en el Mediterráneo con respecto a Gran Bretaña y aseguraría la permanencia de Grecia «dentro de nuestra esfera político-económica». Dijo además que había decidido la fecha, el 26 de octubre, y que ésta «no se puede aplazar ni siquiera una hora». Al parecer ésa era la primera vez que Roatta oía la fecha[580], si bien el día anterior había insistido en que serían necesarios tres meses para preparar una acción a gran escala.

Mussolini no creía que Yugoslavia o Turquía crearan complicaciones, y planeaba convertir a Bulgaria en «un peón de nuestro juego» ofreciéndole ganancias en Macedonia. A continuación se dirigió a Jacomoni. El gobernador de Albania afirmó que aquella operación se esperaba con impaciencia en su provincia. Después señaló la posibilidad de tener dificultades de aprovisionamiento si el puerto de Durazzo, principal núcleo de abastecimiento, era bombardeado. El estado de las carreteras, aunque había mejorado mucho, podía causar problemas igualmente. Y también informó de que los griegos pretendían ofrecer resistencia a la acción. La escala de la misma dependería de la rapidez y contundencia de la operación italiana. Jacomoni planteó igualmente la cuestión de la ayuda a Grecia por parte de Gran Bretaña. Una ocupación parcial podría permitir a los británicos efectuar ataques aéreos en el sur de Italia y en Albania. Los aviones griegos, en cambio, no planteaban problemas. Cuando le preguntaron sobre la moral de la población griega, el gobernador calificó su estado de ánimo de «profundamente deprimido».

Visconti Frasca pasó entonces a comentar la situación militar en Albania. El general se mostraba sumamente optimista. La primera fase de la operación se había preparado «hasta el más mínimo detalle y es todo lo perfecta que humanamente puede ser». Calculaba que sólo costaría entre diez y quince días ocupar Epiro, bastante antes de que la estación de las lluvias pudiera empezar a provocar dificultades serias. La fecha de inicio de la operación podía adelantarse, pero no atrasarse, terció el Duce. Y cuando pidió a Visconti Prasca que describiera la moral de sus tropas, éste afirmó que era excelente. Estaban preparados unos setenta mil hombres, una proporción de dos a uno a su favor en primera línea. A su modo de ver, «la fuerza aérea griega no existe». La única preocupación en el cielo derivaba de la posible llegada de ayuda británica. A pesar de todo, sí dejó caer algunas reservas sobre la idea de ampliar el avance hasta Tesalónica, dado el momento del año en el que se encontraban. Aquello llevaría su tiempo. Se necesitarían un par de meses. Pero el Duce insistió en la importancia de impedir que Tesalónica se convirtiera en base británica. Y después preguntó a Prasca sobre la moral de las tropas griegas. «No son gente a la que le guste combatir», fue su lapidaria respuesta. Había pensado simular un incidente que sirviera de provocación para el ataque. Mussolini le aconsejó que no se preocupase excesivamente por las posibles pérdidas. Visconti Prasca replicó que siempre había ordenado a los batallones que atacaran, incluso cuando se encontraban frente a una división.

Llegados a ese punto tomó la palabra Badoglio. El jefe del Estado Mayor pensaba que los británicos estarían muy ocupados en Egipto y que era poco probable que intentaran efectuar desembarcos en Grecia. La única posibilidad de ayuda británica venía del aire, por lo que defendía que la operación contra Grecia coincidiera con el avance sobre Mersa Matruh en Egipto, lo que haría difícil que los británicos pudieran reservarse aviones para ayudar a los griegos. Mussolini, que todavía no sabía que Graziani estaba a punto de posponer su avance, propugnó que Mersa Matruh fuera tomada antes incluso del inicio de la operación griega. Si avanzaban desde allí, los británicos tendrían dificultades para proporcionar ayuda aérea a Grecia. Y «después de perder el decisivo enclave de Egipto, aunque Londres todavía pudiera seguir adelante, el Imperio británico estaría en una situación de derrota», añadió con sereno optimismo. Badoglio dio su aprobación al plan de operaciones de Visconti Prasca para Epiro, pero detenerse allí no era suficiente. También habría que ocupar Creta y Morea junto con la totalidad del territorio griego. Eso exigiría, no obstante, unas veinte divisiones (la cifra que Roatta había presentado el día anterior) y costaría tres meses.

Mussolini contaba con que la culminación de la ocupación de Epiro hacia el 10-15 de noviembre trajera durante otro mes las renovadas fuerzas necesarias para completar el resto de la operación. El Duce quiso saber cómo se planeaba la marcha sobre Atenas una vez ocupado Epiro. Visconti Prasca no preveía grandes dificultades. Cinco o seis divisiones bastarían, pensaba. Badoglio sugirió que la campaña sobre Atenas debía preceder a la toma de Tesalónica. Roatta se mostró de acuerdo con la idea de Mussolini de que dos divisiones serían suficientes para ello. El Duce estaba satisfecho porque «las cosas se están aclarando». Visconti Prasca recomendó encarecidamente que Grecia quedase dividida en dos desde Atenas, y Tesalónica podría ser atacada desde la capital griega. Sin embargo, en respuesta a una pregunta de Mussolini, no dudó en señalar lo dificultoso del terreno entre Epiro y Atenas: unos doscientos setenta kilómetros de malas carreteras por colinas empinadas y una cadena montañosa en la que las comunicaciones quedaban reducidas a senderos de mulas. Pensaba que se necesitarían tres divisiones de montaña, que, imaginaba, podrían ser enviadas al puerto de Arta, a una buena distancia hacia el sur a lo largo de la costa griega, en una sola noche.

La última parte de la reunión se dedicó a debatir el uso de tropas albanesas en el ataque y el despliegue de la defensa antiaérea en Albania. Entonces Mussolini declaró que «ya hemos examinado todos los aspectos del problema», y después dijo a modo de recapitulación: «Ofensiva en Epiro; observación y presión en Tesalónica; y, como segunda fase, la marcha sobre Atenas[581]».

Lo que pasaba por ser firmeza dictatorial no era en realidad más que el mero revestimiento de una serie de supuestos elaborados a la ligera, observaciones superficiales, cálculos de aficionados y valoraciones completamente acríticas, todos ellos basados en el mejor escenario imaginable. Después de años de autoadoctrinamiento, Mussolini creía ya firmemente en su propia infalibilidad. Jacomoni y Visconti Prasca eran criaturas prototípicas del régimen, incapaces de otra cosa que no fuera seguir el juego a los cálculos de Mussolini, esperando sacar provecho de la oportunidad de engrandecimiento propio, deseosos únicamente de agradar diciendo lo que el Duce quería escuchar. Ciano solía guardar silencio. Sus preferencias eran claras, y se contentaba con dejar hablar a sus subalternos, una vez se había cerciorado de que Mussolini presionaba ahora en favor de lo que él había deseado desde el principio. El silencio de Soddu equivalía a su respaldo a la operación. Badoglio y Roatta planteaban objeciones sólo de forma muy indirecta, llamando la atención sobre el tamaño y la escala de la operación necesaria para acometer la conquista completa de Grecia pero al mismo tiempo sin oponerse siquiera a los planteamientos más quiméricos[582]. El menosprecio que sentían por los griegos, así como su experiencia de los meses anteriores lidiando con los arrebatos de Mussolini en asuntos militares cuya complejidad no lograba comprender ni remotamente, los predispusieron aún más a ceder ante los imperativos del Duce. De modo que Mussolini se salió con la suya en la reunión sin el menor signo de discrepancia. La decisión que él solo había tomado se había convertido ahora en una orden operativa con la plena colaboración de sus jefes militares.

Sin embargo, en cuanto los líderes militares abandonaron la reunión y comenzaron a estudiar en detalle los planes de una operación cuyos objetivos habían sido abordados tan a la carrera y sin la debida atención, surgieron serias dudas que no tardaron en multiplicarse. El desembarco en Arta, por ejemplo, era completamente imposible, según afirmó el jefe de la Armada, Cavagnari. El ataque a Mersa Matruh que se esperaba acompañaría, o incluso precedería, a la operación griega iba a ser aplazado, según supieron entonces, al menos dos meses. Y se temía que los británicos establecieran bases en el sur de Grecia inmediatamente y estuvieran en condiciones de atacar a la flota italiana en Tarento, en el tacón del sur de Italia. Badoglio expuso estas objeciones cuando habló con Ciano el 17 de octubre. Su pesimismo era evidente. E igual de negativas eran las opiniones de los jefes del Estado Mayor, que se habían «pronunciado unánimemente en contra» de la operación[583]. No obstante —privado de su principal argumento logístico, la inaccesibilidad del puerto de Arta, cuando se supo que los griegos acababan de dragar un Canal de aguas profundas que permitía a los grandes barcos atracar allí—, Badoglio se mostró dócil en su audiencia del día siguiente con un enfurecido Mussolini, que se había enterado de las reservas expresadas. Mussolini había dicho a Ciano que estaría dispuesto a aceptar la dimisión de Badoglio. Pero éste no la presentó, y se marchó sin haber conseguido nada más que un retraso de dos días en el inicio de la operación, que fue trasladado al 28 de octubre[584].

Los preparativos militares siguieron adelante, aunque de manera sumamente precipitada e incoherente[585]. Ni siquiera se detuvo la desmovilización de las tropas dentro de Italia[586]. Los augurios de la campaña no eran buenos. Finalmente el transporte de las tropas motorizadas a Albania no se pudo completar a tiempo porque el puerto de Durazzo estaba saturado. Además hacía mal tiempo, y la situación empeoraba por momentos, dificultando aún más el traslado de las tropas y convirtiendo las carreteras albanesas en auténticos lodazales. Fue entonces cuando, para gran indignación de Mussolini, el rey Boris de Bulgaria rehusó participar en el ataque. Al final había quedado claro que el equilibrio de poderes era mucho menos favorable para Italia de lo que Visconti Prasca había dado a entender. Lejos de duplicar en número a los griegos, las fuerzas estaban bastante igualadas, incluso antes de que la movilización griega, con amplias reservas a su disposición, estuviese completada. Los comandantes de campaña destinados a Albania esperaban disponer de capacidad personal de decisión en torno a la fecha de inicio de la ofensiva, pero Mussolini insistía en que el 28 de octubre era inamovible. El temor a que Hitler, enfrascado ahora en sus conversaciones con Franco y Pétain, pudiera intervenir para detener la operación en cuanto tuviese noticia de ella fue decisiva en la elección de la fecha[587].

Pese a sus preocupaciones de carácter logístico, ni los líderes militares en Roma ni los comandantes de campaña en Albania dudaban de que la victoria sería fácil. El menosprecio por los griegos era general. Ciano habló de «paseo[588]» y Soddu escribió más tarde sobre la confianza generalizada en un «desfile militar». El propio rey pensaba que los griegos se vendrían abajo al primer asalto[589]. Este tipo de suposiciones fortalecieron la conformidad con el imperativo de Mussolini de destruir Grecia, tan apresuradamente concebido. Una victoria rápida era esencial. El Duce quería evitar a toda costa que los británicos, y tal vez también los turcos, intervinieran en una guerra prolongada. Por eso quería, y esperaba, un asalto que provocase «un derrumbe total en tan sólo unas horas[590]». Mussolini se encontraba de un humor excelente cuando el ataque dio comienzo el 28 de octubre[591].

Su socio, en cambio, no se alegró precisamente cuando recibió la noticia, de regreso de sus conversaciones con Franco y Pétain, de que Italia estaba a punto de atacar Grecia. Decían que Hitler se subía por las paredes, y que estaba muy preocupado por que la acción italiana pudiese prender la mecha en toda la región balcánica y dar a los británicos la oportunidad de instalar bases aéreas en la zona. Pensaba que aquélla era la venganza de Mussolini por Noruega y Francia[592]. De hecho, fuentes fiables habían advertido a los alemanes reiteradamente en los días anteriores de que la acción contra Grecia era inminente[593]. Mientras tanto, los líderes militares italianos habían negado rotundamente que se estuviera tramando algo. Los alemanes prefirieron creer los desmentidos. Al parecer Hitler no se sintió verdaderamente alarmado hasta el 25 de octubre. Hasta ese día no recibió la carta, redactada seis días antes por Mussolini, que, muy hábilmente formulada, informaba no obstante de que el Duce pensaba actuar contra Grecia muy pronto. Pero incluso entonces, la información recogida en Italia seguía siendo contradictoria. El encuentro con Mussolini, promovido con anterioridad para discutir sobre los contactos con los líderes español y francés mantenidos recientemente por Hitler, fue adelantado. Los dictadores se encontrarían en Florencia el 28 de octubre. Cuando Hitler llegó a la reunión fue para recibir la noticia, de boca de un Mussolini radiante, de que las tropas italianas habían atravesado la frontera griega desde Albania al amanecer de aquel mismo día[594].

De modo que Mussolini había logrado por fin su propio hecho consumado. Más adelante, reprochando a Mussolini su precipitación cuando ya estaba muy claro que el asalto italiano había fracasado estrepitosamente, Hitler aseguró que había intentado disuadir en Florencia al Duce de su prematura acción en Grecia y sobre todo de que llevara a cabo la operación sin ocupar previamente Creta, algo para lo que estaba dispuesto a proporcionarle asistencia militar[595]. Pero en realidad, cuando se reunieron en Florencia no hubo reproches. Hitler se contuvo. Fueran cuales fueran sus verdaderos sentimientos, no podía ni siquiera imaginar la magnitud del desastre militar que Mussolini acababa de desatar. Le ofreció apoyo alemán para la operación y divisiones de paracaidistas para ocupar Creta (con el fin de atajar la intervención británica[596]). El resto de la reunión se redujo a un mero informe de sus encuentros con Pétain, Laval y Franco. Hitler quería mitigar las inquietudes de Mussolini con respecto a sus negociaciones con la Francia de Vichy, que no eran para nada del agrado del dictador italiano[597]. Grecia no volvió a ser mencionada. Pero pronto lo sería.

Lejos de ser el esperado paseo por el parque, el mal planeado y mal coordinado ataque a Grecia se reveló enseguida una absoluta catástrofe militar. El avance tuvo lugar en condiciones meteorológicas espantosas. Las incesantes lluvias torrenciales y el lodo hasta la rodilla dejaban atrapados a los tanques italianos y a la artillería pesada. Los arroyos crecieron con las lluvias otoñales. Los senderos de las montañas resultaban a menudo intransitables. La espesa niebla impedía volar a los aviones. La mar gruesa dificultaba las operaciones navales. La escasez de equipamiento, combustible, munición y hombres quedó pronto de manifiesto. Las deficiencias en el entrenamiento y la dirección de las tropas italianas también contribuyeron significativamente al creciente descalabro. Pero además, los griegos defendieron su país con coraje y tenacidad y ofrecieron una férrea resistencia desde el comienzo. Su conocimiento del terreno local constituía una gran ventaja, y estaban mejor organizados en la defensa de lo que los italianos lo estaban en el ataque. Al cabo de poco más de una semana los italianos se vieron obligados a detener su ofensiva en Epiro. Una semana después, un contraataque griego los estaba haciendo retroceder hasta el otro lado de la frontera albanesa. Cuando el frente se estabilizó, dado que cualquier avance quedaba frenado en seco ante las pésimas condiciones meteorológicas, éste se hallaba a unos cincuenta kilómetros hacia el interior de Albania. La brutal orden dictada por un impasible Mussolini de arrasar completamente todas las ciudades griegas de más de diez mil habitantes no pudo ejecutarse[598]. Al cabo de seis semanas, la aspirante a gran potencia, Italia, había demostrado ser militarmente más débil que la fuerza de categoría peso mosca de Grecia. El talón de Aquiles del Eje no podía haber quedado más al descubierto.

Para empeorar todavía más las cosas, la flota italiana, fondeada en Tarento, al sur de Italia, se vio seriamente dañada por un ataque británico con torpedos a mediados de noviembre. La mitad de los buques de guerra italianos fueron destruidos, y los sueños imperiales fascistas se hundieron con ellos. Aquel único golpe alteró decisivamente el equilibrio de poder naval en el Mediterráneo[599]. Y a principios de diciembre, Graziani, que seguía con su ofensiva en Libia todavía parada y al que Mussolini había comunicado que Grecia tenía ahora la prioridad, sufrió el primero de una serie de devastadores ataques en el inicio de una ofensiva británica en el norte de África. Las fuerzas italianas fueron expulsadas de Egipto a mediados de diciembre. Con el nuevo año la retirada se convirtió en una huida a gran escala. A finales de enero de 1941, los británicos habían avanzado más de trescientos kilómetros de desierto, capturando a su paso a ciento trece mil prisioneros italianos y más de setecientas piezas de artillería. Después de aquello, escribió Churchill más adelante, «el gran Ejército italiano que había invadido y esperado conquistar Egipto apenas si existía como fuerza militar[600]». He aquí una de las principales consecuencias de la decisión de invadir Grecia. La que debería haber sido la campaña militar clave, la penetración en Egipto hasta Suez contra unas fuerzas británicas todavía débiles, se había visto socavada por completo por la innecesaria aventura griega, un error de primer orden con consecuencias desastrosas.

En diciembre, Badoglio, convertido en chivo expiatorio del desastre de Grecia, había sido destituido. Los líderes militares, no sólo Badoglio, estaban resentidos por el trato recibido por parte de Mussolini, que les atribuyó la culpa de una catástrofe que él personalmente había instigado. El prestigio personal de Mussolini se vio también afectado, ya que su popularidad disminuyó debido al decaimiento de la moral en el interior del país, el deterioro del nivel de vida y los reveses militares. Ciano, identificado como destacado promotor del ataque a Grecia, se convirtió en blanco de numerosas injurias, algunas de ellas, sin duda, dirigidas en realidad a su suegro. Además, estaban empezando a aparecer las primeras grietas entre los líderes fascistas —aunque por el momento no suponían un peligro directo para Mussolini—, ya que los potentados del partido hacían lo posible por distanciarse de los desastres y empezaban a competir por los puestos.

La decisión de invadir Grecia se reveló enseguida como una enorme herida autoinflingida. La situación militar sólo podía remediarse, como pronto demostrarían los acontecimientos, con la ayuda alemana, precisamente lo que Mussolini había querido evitar. Desde el punto de vista de Hitler, Grecia era una atracción secundaria. Tenía cosas mucho más importantes que hacer. La visita de Mólotov a Berlín a mediados de noviembre lo había llevado a concentrarse en la necesidad de seguir adelante con el ataque a la Unión Soviética la primavera siguiente. A mediados de diciembre, la que acabaría siendo conocida como «Operación Barbarroja» quedó consagrada como directiva militar. Grecia constituía una distracción realmente inoportuna. Hitler quería que los Balcanes siguieran en calma, pero no podía obviar la amenazante presencia de los militares británicos en un punto muy vulnerable, gracias a la intempestiva aventura de Mussolini. Las continuas y flagrantes muestras de incompetencia por parte de los italianos y la intensificación de la intervención británica obligaron a los estrategas militares alemanes a prestar más atención a las operaciones realizadas en Grecia[601]. A finales de noviembre se habían elaborado los planes de contingencia para la ocupación de Grecia, aunque Hitler había informado a Ciano de que Alemania no podría intervenir antes de la primavera[602]. Cuando, en marzo de 1941, Hitler decidió finalmente que sería necesaria una gran operación para echar a los británicos de la Grecia continental, el número de soldados alemanes requeridos era mucho mayor de lo calculado inicialmente y sólo se podía conseguir a costa de la merma de la fuerza que debía ocuparse del flanco sur de la «Operación Barbarroja[603]». Los alemanes no habían previsto una intervención tan costosa en Grecia. Los italianos no querían que estuvieran allí en el lugar preferente. Pero ése fue el resultado de la aventura balcánica de Mussolini: una calamidad para Italia, pero también consecuencias mucho más amplias que acabaron afectando al curso de la guerra.

V

Echando la vista atrás casi al final de la guerra, cuando la inevitable e inminente derrota alemana se perfilaba con cada vez mayor claridad, Hitler atribuyó gran parte de la culpa al fracaso griego de Mussolini como causa de su posterior catástrofe. «De no ser por las dificultades que nos crearon los italianos y su disparatada campaña en Grecia», comentó según parece a mediados de febrero de 1945, «habría atacado Rusia algunas semanas antes». Hitler creía que el retraso en el lanzamiento de «Barbarroja» le había costado la victoria en la Unión Soviética. Unos días más tarde, manteniendo una línea similar, se lamentaba de que la «absurda campaña en Grecia [lanzada sin haber avisado a Alemania de las intenciones italianas] nos obligó, contrariamente a todos nuestros planes, a intervenir en los Balcanes, y eso a su vez provocó el catastrófico retraso en el lanzamiento de nuestro ataque a Rusia. Nos vimos obligados a gastar allí algunas de nuestras mejores divisiones. Y como resultado global nos vimos forzados entonces a ocupar vastos territorios en los que, de no ser por aquel estúpido espectáculo, la presencia de cualquiera de nuestras tropas habría sido completamente innecesaria». «No tenemos suerte con las razas latinas», se lamentaba poco después. El único amigo entre los latinos, Mussolini, aprovechó que estaba ocupado en España y Francia «para poner en marcha su desastrosa campaña contra Grecia[604]».

Poco se podía decir en favor de esta tesis como explicación de la calamitosa derrota de Alemania en la Unión Soviética[605]. El retraso de cinco semanas en el lanzamiento de la «Operación Barbarroja» no fue decisivo en sí mismo. En cualquier caso es muy probable que, dada la inusual cantidad de lluvias, no hubiera sido posible iniciar la ofensiva antes de mediados de junio. Las razones del fracaso de «Barbarroja» residían en la soberbia de los planes de guerra alemanes —tan megalómanos como brutales— y en una operación aquejada desde el principio de fallos de planificación y de escasez de recursos. La caída alemana sobre Grecia en primavera de 1941, exigida por el caos italiano, sí que provocó un fuerte desgaste de los tanques y otros vehículos necesarios para la «Operación Barbarroja», y también, como ya hemos señalado, redujo el tamaño de las fuerzas dispuestas en el flanco sur del asalto. Sin embargo, aunque la desviación de recursos alemanes hacia Grecia justo antes del ataque a la Unión Soviética no contribuyó precisamente al éxito de esta última empresa, la insensatez de Mussolini no minó la «Operación Barbarroja» antes de su inicio. Las consecuencias más graves de aquella imprudencia para la campaña bélica del Eje se dejarían sentir, en cambio, en el norte de África.

En otoño de 1940 ése debería haber sido el escenario fundamental. La posición de Italia antes del lanzamiento de la ofensiva norteafricana habría sido de hecho mucho más fuerte si se hubiera tomado la ciudad de Túnez y sobre todo Malta después de entrar en la guerra[606]. Pero los preparativos para tales movimientos nunca se llevaron a cabo. Sin embargo, los italianos todavía eran superiores en número a los británicos en la región, aunque eso iba a cambiar muy pronto. Graziani postergó su avance repetidas veces, consciente de que el contingente italiano era insuficiente para organizar la gran ofensiva en Egipto que Mussolini no dejaba de exigir y de esperar. Los alemanes supieron ver la importancia de la zona y les ofrecieron tropas y equipamiento. El Mando Supremo militar italiano quería beneficiarse del ofrecimiento, y eso habría marcado la diferencia. Pero Mussolini prefirió rechazar la oferta[607]. Quería a toda costa contener a los alemanes en el que consideraba un escenario de guerra italiano. Además, a partir de octubre gran cantidad de efectivos humanos y materiales de vital importancia se estuvieron destinando no al norte de África, sino a Grecia. Entre octubre de 1940 y mayo de 1941, en la operación griega se desplegaron cinco veces más hombres que en la del norte de África, una vez y un tercio más de material bélico, tres veces y media más de barcos mercantes y más de dos veces y media más de buques escolta[608]. Las consecuencias de esta desviación de recursos, una vez iniciada la ofensiva británica en diciembre, se hicieron pronto totalmente patentes.

Las repercusiones de todo ello fueron reconocidas inmediatamente por los estrategas alemanes. Los encargados de planificar las operaciones en el Estado Mayor de la Armada resumieron la situación ya el 14 de noviembre de 1940, poco más de dos semanas después del inicio del desastre griego: «Las condiciones para la ofensiva ítalo-libia contra Egipto han empeorado. El Estado Mayor de la Armada tiene la opinión de que Italia nunca culminará la ofensiva egipcia», aunque, por supuesto, ésta tenía posibilidades mucho más claras que un ataque a Grecia de causar un daño serio a la campaña bélica británica, especialmente si el Eje hubiera podido tomar posesión del área de Suez. El informe continuaba:

La ofensiva italiana contra Grecia es decididamente un gravísimo error estratégico; en vista de los contragolpes británicos previstos podría tener un efecto adverso en los próximos acontecimientos en el Mediterráneo oriental y en el área africana, y por ende en toda la evolución futura de la guerra […]. El Estado Mayor de la Armada está convencido de que el desenlace de la ofensiva contra el área de Alejandría-Suez y la mejora de la situación en el Mediterráneo, con sus correspondientes efectos en las áreas de África y Oriente Medio, reviste una importancia decisiva para el resultado de la guerra […]. Las Fuerzas Armadas italianas no tienen ni los líderes ni la eficiencia militar para llevar a buen puerto las operaciones exigidas en el Mediterráneo con la necesaria rapidez y decisión. Y difícilmente podemos esperar ahora que tenga éxito un ataque sobre Egipto llevado a cabo en solitario por los italianos[609].

A mediados de diciembre la cuestión ya no era la tan esperada ofensiva contra Egipto, sino el tratar de reparar las secuelas del desastroso ~ derrumbe italiano. Pese a las posteriores proezas de Rommel en la campaña del desierto sin apenas recursos, el fracaso italiano y las prioridades alternativas para el despliegue de efectivos humanos y materiales alemanes propiciaron que el crucial escenario norteafricano estuviese cada vez más expuesto al poderío aliado. A tan lamentable situación (desde el punto de vista del Eje) había contribuido enormemente la decisión de Mussolini de invadir Grecia a finales de octubre de 1940.

Las consecuencias más directas del decisivo movimiento de Mussolini se dejaron sentir en Grecia e Italia. Las bajas inmediatas del conflicto desatado por el dictador fascista el 28 de octubre ascendían a unas ciento cincuenta mil en el bando italiano y noventa mil en el griego[610]. Para los griegos, sin embargo, eso sólo fue el comienzo de las desdichas. Tres años y medio de ocupación siguieron a la invasión de abril de 1941. Junto a la represión a manos de los conquistadores, también la hiperinflación y la malnutrición se cobraron un alto peaje. Alrededor de cien mil personas murieron de hambre durante el invierno de 1941-1942. Sólo una pequeña fracción de los judíos griegos sobrevivió a las redadas nazis y a la deportación a los campos de la muerte. Ni siquiera la liberación, ocurrida en octubre de 1944, puso fin al sufrimiento del país. La amarga secuela de las profundas e insalvables divisiones internas que nacieron durante la ocupación y salieron definitivamente a la superficie tras la liberación fue la feroz Guerra Civil griega, que estalló en 1946 y se prolongó hasta 1949[611].

Para Italia, la desafortunada invasión de Grecia (con los consiguientes desastres del hundimiento de la flota en Tarento y el ignominioso derrumbe en el norte de África) señaló de una vez por todas el final de sus pretensiones de gran potencia. La idea de una «guerra paralela» para construir el imperium italiano se había revelado una quimera. Mussolini, por supuesto, había sido el principal ideólogo y el líder político instigador de la causa, pero había podido usar como fundamento, y explotar al mismo tiempo, los eternos componentes de las ambiciones italianas para tratar de hacer de su país una verdadera gran potencia. Y es que, aunque a menudo se mostraban inquietos por las consecuencias de la expansión y el conflicto armado y expresaban reservas estratégicas y tácticas bien fundadas, los miembros de la clase dirigente italiana, incluido el rey, no albergaban objeciones morales a la guerra en pos del imperio y la grandeza nacional. Si Mussolini hubiera podido librar una guerra victoriosa, apenas habría encontrado oposición.

Desde mediados de los años treinta Italia se había visto empujada cada vez con más fuerza a seguir la estela de Alemania. El ataque a Grecia, ideado de forma sumamente impulsiva para pagar a Hitler con la misma moneda por Rumania y por otros gestos anteriores de condescendencia interpretados como insultos por tratar a Italia como a un socio subalterno, pretendía reconquistar el orgullo de la acción independiente. Pero en lugar de eso, hundió todavía más a Italia en su sumisión a la Alemania de Hitler. El hecho de que Hitler, como concesión al prestigio de Mussolini, permitiera a los italianos ser partícipes de la rendición griega que las armas alemanas habían forzado, formalizada el 23 de abril de 1941, no podía ocultar la magnitud de la degradación de Italia[612]. Las grietas del edificio del fascismo italiano empezaron a ensancharse entonces a toda velocidad. La desastrosa invasión de Grecia había «enfrentado a Mussolini con sus Fuerzas Armadas, hecho añicos la frágil unidad de la jerarquía fascista, desilusionado a la población italiana y distanciado a los italianos de sus aliados alemanes[613]». En 1943 las grietas eran ya abismales. El camino hacia la destitución de Mussolini en julio de aquel año, promovida por el Gran Consejo Fascista que él mismo había fundado, discurría ahora en línea recta. La última y sangrienta fase de la guerra, con un Mussolini restaurado como títere de Alemania a la cabeza de la salvajemente represiva República de Saló mientras la Wehrmacht luchaba ferozmente por conservar la zona ocupada al norte de Italia y rechazar el impetuoso avance de los ejércitos aliados procedentes del sur, fue el terrible epílogo del drama. El prólogo había constado de dos partes: la decisión de intervenir en la guerra en junio de 1940 y, después, la decisión de atacar Grecia en octubre de 1940.

Si la intervención de Mussolini en la guerra era previsible, también lo fue el ataque a Grecia. Durante mucho tiempo el Duce se mostró decidido a hacer de Grecia parte del Imperio Romano mediterráneo en expansión. Si no hubiera atacado a finales de octubre, probablemente lo habría hecho a la primera oportunidad que ofrecieran las circunstancias, posiblemente en primavera de 1941[614]. Pese a todo, la decisión que Mussolini tomó en otoño de 1940 no dejaba de ser una elección crucial en torno a la cual existían diversas opciones. Pese a su desidia e indecisión, los consejeros militares de Mussolini sí que expresaron su desazón ante las posibles repercusiones logísticas de una invasión preparada con tan poca antelación y llevada a cabo en aquella época del año. El momento elegido no era el más propicio, incluso a los ojos de los líderes militares italianos. Los alemanes, como hemos visto, se sentían horrorizados por lo que Mussolini había hecho. El ataque estaba planeado para una fecha posterior, y podría, precisamente por eso, haberse pospuesto todavía más. A la vista de lo sucedido en el norte de África a finales de año, de haber sido aplazado nunca se habría producido finalmente. Y con Grecia todavía independiente y neutral, tal vez los británicos, maniatados en el norte de África, se habrían abstenido de efectuar una intervención que los alemanes sólo podían interpretar como amenaza, sobre todo a los yacimientos petrolíferos rumanos. Grecia podría haber escapado quizás a la subyugación y ocupación alemanas. La guerra en el Mediterráneo habría podido tomar por tanto un rumbo muy diferente si Mussolini no hubiera invadido Grecia cuando lo hizo.

Mussolini es evidentemente el principal responsable del ataque a Grecia. Después de todo fue él el que tomó aquella decisión, en solitario y sin consultar a nadie, ni siquiera a su propio Gran Consejo Fascista, y desoyendo igualmente las objeciones de Badoglio y de los jefes del Estado Mayor. El 10 de noviembre, cuando ya la magnitud del desastre estaba empezando a quedar de manifiesto, Badoglio colocó a Mussolini cara a cara con su responsabilidad. En referencia a la reunión del 15 de octubre afirmó: «Como resultado de las declaraciones de Ciano y Visconti Prasca, usted decidió atacar el 26 de octubre, fecha que fue posteriormente sustituida por el 28 de octubre. Nosotros intentamos hacer todos los preparativos posibles durante ese tiempo. He revisado estos hechos para demostrar que ni el Alto Estado Mayor ni el Estado Mayor del Ejército de Tierra tuvieron nada que ver con los planes que se adoptaron, que eran totalmente contrarios a nuestro método de actuación. Este método se basa en una preparación minuciosa antes de emprender una acción[615]». Aquélla fue una declaración audaz —aunque en parte falta de sinceridad— de un hombre consciente de que pronto se convertiría en el chivo expiatorio de la impetuosidad del Duce. Pero Badoglio no había sido tan franco cuando se tomó la decisión, ni había repetido ante Mussolini los estrictos reparos que había manifestado previamente a Ciano[616]. En todo caso, las objeciones de los mandos militares eran de carácter logístico y no de fundamento. No se oponían al ataque a Grecia, simplemente les preocupaba lo inadecuado de la preparación. Ciano, y sus ineptos secuaces en Albania, Jacomoni y Visconti Prasca, ni siquiera compartían dichas inquietudes. Los tres secundaban sin reservas la invasión. Ciano, como hemos señalado, fue durante meses el principal defensor del ataque. Y el menosprecio hacia los griegos era prácticamente unánime, compartido incluso por el rey.

Si bien es verdad, pues, que la principal responsabilidad del descalabro griego reside por completo en Mussolini, no podemos atribuir absolutamente toda la culpa al dictador. La declaración de Churchill en diciembre de 1940 de que «un hombre y sólo un hombre» había llevado a Italia «al terrible borde de la ruina» era retórica de tiempo de guerra, no análisis razonado[617]. Otros sectores de la élite de poder del régimen fascista fueron cuando menos cómplices de la decisión. Después de todo, el modelo de gobierno fascista había desarrollado a lo largo de muchos años un sistema que no sólo convertía al líder en figura de culto, sino que había colocado la toma de decisiones enteramente en sus manos, negando toda responsabilidad por las decisiones a cualquier nivel inferior[618]. Aquel sistema, políticamente viciado, había recompensado al mismo tiempo, al igual que en el caso paralelo de la Alemania nazi, la sumisión, el servilismo, la docilidad y la adulación. Además, todas las formas de organización política no pasaban de ser una pura fachada: organismos representativos en apariencia, pero en realidad meros vehículos de propaganda y de aclamación del líder. Evidentemente, en un sistema fundamentado en el divide y vencerás, y en el que la promoción profesional y la gratificación material dependían del favor del dictador, era imposible construir una oposición organizada en la práctica. El Duce había escuchado tantas veces decir que era infalible que se acabó creyendo los halagos. Otros aceptaron, por adulación o por cinismo, las reglas del juego político. Cuando las cosas salían bien, como había sucedido en 1936 con una fácil victoria sobre un enemigo débil, estaban encantados de gozar con ella y hacerse con su parte del triunfo. Cuando las cosas iban mal, como en 1940 y a partir de entonces, trataban de ocultar su parte de responsabilidad. Pero sólo lo podían hacer para sí mismos. La estupidez de la decisión de Mussolini reflejaba las graves deficiencias personales del dictador. Pero era también la estupidez de todo un sistema político.