Epílogo

La máxima de La Rochefoucauld. —Le soleil ni la mort se peuvent regarder en face— que cito en una de las primeras páginas refleja la creencia popular de que mirar al sol o a la muerte causa daño. No le recomendaría a nadie que mirase el sol, pero lo de mirar a la muerte es otra cosa. Que hay que mirarla plenamente y sin dudar es el mensaje de este libro.

La historia está colmada de ejemplos de las diversas maneras en que negamos la muerte. Sócrates, por ejemplo, el ferviente partidario de examinar la vida a fondo, afirmó, cuando estaba por morir, que se sentía agradecido por verse libre de «la estupidez del cuerpo». Tenía la certeza de que pasaría la eternidad conversando con otros inmortales.

La psicoterapia contemporánea, tan dedicada a la autoindagación crítica, que tanto insiste en que excavemos los niveles más hondos de nuestra conciencia, también evita examinar el temor a la muerte, ese factor fundamental y omnipresente de buena parte de nuestra vida emocional.

Experimenté esa evasión de primera mano con mis amigos y colegas. Por lo general, cuando estoy escribiendo algo, mantengo largas conversaciones sociales al respecto. Pero esta vez no fue así. Mis amigos suelen inquirir sobre mis trabajos en curso. Cuando ello ocurría y yo les respondía que estaba escribiendo sobre cómo sobreponerse al terror ante la muerte, la conversación se terminaba ahí. Con pocas excepciones, nadie preguntaba más sobre el proyecto, y no tardábamos en pasar a otro tema.

Creo que debemos enfrentar a la muerte tal como lo hacemos con otros temores. Debemos contemplar nuestro inevitable fin, familiarizarnos con él, diseccionarlo y analizarlo, razonarlo y descartar toda idea distorsionada e infantil sobre la muerte.

No demos por sentado que enfrentar la idea de la muerte es demasiado doloroso, que pensar en ella nos destruirá, que debemos negar la transitoriedad para que esa verdad no vuelva insoportable nuestras vidas. Tal negación no es gratuita: empobrece nuestra vida interior, nubla nuestra visión, embota nuestra racionalidad. En última instancia, el autoengaño siempre termina por cobrarse su precio.

Enfrentar a la muerte siempre nos producirá ansiedad. La siento mientras escribo estas palabras. Es el precio de la autoconciencia. Es por eso que, a veces, empleé deliberadamente la palabra «terror» (y no «ansiedad»). Lo que quiero transmitir es que el crudo terror a la muerte puede ser convertido en una ansiedad manejable. Mirar a la muerte a la cara, acompañados por alguien que nos oriente no sólo aplaca el terror, sino que vuelve a la existencia más rica, intensa y vital. Trabajar con la muerte nos enseña sobre la vida. Con ese propósito me enfoqué en el modo de disminuir el terror ante la muerte y también en la manera de identificar y aprovechar las experiencias de despertar.

Mi intención no es que éste sea un libro sombrío. Más bien, mi esperanza es que al aceptar, aceptar de verdad, la condición humana —nuestra finitud, lo breve del tiempo de luz que nos toca— no sólo entenderemos que cada momento es precioso y disfrutaremos del puro placer de ser, sino que aumentaremos nuestra compasión para con nosotros mismos y los demás seres humanos.