Epílogo

29 de abril de 2010

El sol estaba comenzando a esconderse, pronto empezaría a anochecer. Elvira, Chelo, Alicia y Nerea habían pasado la tarde en un centro comercial cercano y acababan de bajarse del autobús que las había traído de vuelta. Las cuatro llevaban varias bolsas en las manos y charlaban alegremente mientras caminaban hacia casa. La temperatura era bastante agradable las calles estaban llenas de gente que paseaba o descansaba sentada en los bancos de la plaza.

Nerea estaba contando una anécdota divertida de uno de sus alumnos cuando, de repente, Daniel salió detrás de un árbol y se arrodilló delante de ella sujetando en la mano un pequeño estuche de terciopelo rojo que al abrirlo dejó al descubierto un precioso anillo.

—¿Quieres casarte conmigo?

De repente todo pareció detenerse. La plaza entera se quedó en silencio. Las personas que hacían corros dejaron de comentar los cotilleos del pueblo. Los niños que jugaban en la plaza dejaron de correr tras el balón o de saltar a la comba. Los ancianos que se encontraban sentados en los bancos dejaron de lanzar migas de pan. Hasta los pájaros que estaban allí arremolinados parecieron dejar de comer para observar la escena. Nada parecía poder moverse, como si un mago hubiera congelado el momento para poder saborearlo mucho mejor. El reloj del edificio del ayuntamiento fue el único que se atrevió a romper el silencio para indicar que eran exactamente las ocho en punto de tarde. Elvira no podía seguir reteniendo las lágrimas.

Nerea miró a su alrededor, después a los ojos de Daniel, y una lágrima traviesa se escapó de los suyos. Daniel, impaciente, no se movía. Sólo la miraba sonriente, esperando su reacción.

Nerea por fin consiguió reaccionar y le tomó de la mano para hacer que se levantara. Después le besó dulcemente en los labios.

—Claro que quiero —dijo por fin, casi en un susurro. Acto seguido abrazó a Daniel sabiendo que ahí, entre sus brazos, es donde siempre se había sentido más segura.

De repente la plaza estalló en aplausos y vítores. Nerea miró alrededor sonriendo radiante y dio las gracias. Daniel sacó el anillo del estuche y se lo colocó cuidadosamente a Nerea. Después ambos abrazaron a sus madres y a Alicia que ya eran incapaces de disimular por más tiempo su emoción.

* * *

—Tengo preparada una sorpresa para celebrarlo —dijo Daniel mientras los cinco regresaban a casa.

—¿Tan seguro estabas de que te iba a decir que sí? —preguntó Nerea arqueando las cejas.

—Por supuesto, sabes que soy irresistible —bromeó él.

Nerea comenzó a reír y le golpeó en el brazo. En ese momento llegaron a casa de ella.

—Te recojo aquí dentro de una hora —le dijo Daniel antes de darle un beso.

—Está bien. Luego nos vemos —Nerea se despidió de Alicia y se giró con intención de entrar en casa.

—Nerea...

—¿Qué?

—Te amo —susurró Daniel acerándose a ella y ruborizándose un poco por la presencia de sus madres.

Nerea no pudo evitar sonreír. Aunque, a decir verdad, era lo que llevaba haciendo desde hacía un rato. No podía borrar la sonrisa, era completamente imposible.

—Y yo a ti —respondió ella igualmente susurrando y entró en casa deprisa, dejando a Daniel allí de pie. Durante un rato no se movió. Se sentía el hombre más feliz y afortunado del mundo mientras rememoraba lo que acaba de pasar.

De repente Chelo interrumpió sus pensamientos.

—Hijo, ¡date prisa o se te hará tarde!

Dani miró el reloj. Aún le quedaban cosas por hacer, aunque con la ayuda que le estaban prestando sus padres, sus amigos y sus futuros suegros, todo estaba siendo mucho más fácil. Tenía los mejores cómplices que podría haber imaginado jamás.

Madre e hijo se despidieron de Alicia y Elvira y se dirigieron a casa para rematar los últimos detalles. A su vez, Elvira se aseguró de que Nerea se había metido al cuarto de baño para arreglarse y, con la ayuda de Joaquín y Alicia, cumplió con su parte de la misión.

* * *

Eran las nueve y media de la noche cuando Nerea escuchó un claxon que hacía sonar la contraseña. Su contraseña. Esa que inventaron hacía tanto tiempo. Nerea sonrió al recordar ese día y se asomó a la ventana. En la puerta del jardín estaba Daniel de pie al lado de su camioneta. Llevaba un traje negro y una corbata violeta.

Nerea se miró por última vez al espejo. Se había puesto el vestido violeta que se había comprado esa misma tarde y que casualmente era del mismo color que la corbata de Daniel. Nerea no pudo evitar reír al caer en la cuenta.

—Seguro que esas tres cotillas han tenido algo que ver... —pensó con cariño mientras recordaba el empeño de Alicia porque se comprara ese vestido y la posterior desaparición de Chelo para “hacer un recado”.

Dedicó una última sonrisa al espejo y salió de la habitación.

Bajó las escaleras todo lo deprisa que le dejaban los tacones y se despidió de sus padres que también se estaban preparando para salir.

—¿Dónde vais?

—A casa de Pedro y Chelo. Nos han invitado a cenar —respondió Joaquín.

—Ya... —dijo Nerea divertida y algo recelosa.

Le dio un beso a cada uno y salió de casa. Daniel la recibió en la puerta. La besó en la mano, la condujo hasta el coche y le abrió la puerta.

—Señorita... —dijo haciendo una reverencia.

Nerea, entre risas, subió al coche y se acomodó en el asiento.

—Vale, ahora tienes que ponerte esto —le dijo Daniel mostrándole un pañuelo negro.

—¿Por qué?

—No quiero que veas a dónde te llevo. Si no, no será una sorpresa.

Nerea le miró poniendo morros pero finalmente accedió y dejó que él le colocara el pañuelo tapándole los ojos.

—¿Ves algo?

—Nada.

—¿Estás segura?

—Sí...

—¿Segura?

—Que sí, ¡pesado!

—Vale... —dijo Daniel aguantando la risa. Cerró la puerta y rodeó el coche para ocupar el asiento del conductor.

—¿Preparada? —preguntó mientras giraba la llave dentro del contacto.

Nerea asintió y Daniel arrancó suavemente el coche para que no se asustara y comenzó a conducir.

Diez minutos después Nerea comenzaba a impacientarse, ya no podía soportar la intriga más tiempo.

—¿Cuándo llegamos?

—Ya queda poco, amor. No te pongas nerviosa.

Poco rato después Daniel detuvo el coche y se bajó. Abrió la puerta a Nerea y la ayudó a bajarse del coche.

—¿Cuándo puedo mirar?

—Todavía no. Espera aquí.

Daniel caminó un par de pasos y abrió la puerta lo más silenciosamente posible. Volvió hasta donde estaba Nerea y la condujo dentro. Después regresó y cerró la puerta procurando no hacer ruido.

—¡Estamos en un sitio con hierba! —dijo ella alegremente como si hubiera desentrañado el mayor misterio de la historia.

—Muy bien, cariño. Ven conmigo —respondió Daniel y la llevó de la mano durante una corta distancia. Se detuvieron. Daniel estaba muy nervioso, tenía miedo de que no le gustara.

—Voy a quitarte el pañuelo —anunció finalmente. Y, con mucho cuidado, descubrió los ojos azules de Nerea. Ella se quedó boquiabierta durante un momento y después le pegó en el brazo mientras soltaba una carcajada.

—¡Idiota! Si estamos en mi casa —le dijo sin poder para de reír.

Antes sus ojos se encontraba la casita del árbol que le había construido su padre. Aquella casita donde había jugado, había reído y había llorado; dónde había estado por primera vez con Daniel el día que se conocieron hacía exactamente veinte años y donde después ambos habían vivido tantos momentos especiales.

Daniel comenzó también a reírse, más por liberar la tensión acumulada que por otra cosa.

—¿Te gusta la sorpresa? He dado un par de vueltas al pueblo con el coche para despistarte. Me hacía gracia la cara que tenías con el pañuelo en los ojos.

—¡Idiota! —volvió a decir ella aún riendo. Y acto seguido le besó.

—Vale, intuyo que te está gustando —bromeó Dani—. Vamos a subir.

Nerea se quitó los zapatos y comenzó a subir por la escalerilla de madera. Daniel la siguió enseguida. Cuando llegó arriba, con un pequeño mantel blanco sobre el que reposaban dos juegos de cubiertos, dos copas y unas velas en el centro. Una botella de vino se enfriaba en una cubitera que estaba al lado de la mesita.

Y, justo en la entrada, estaba el Señor Cito, sentado en un cojín y vestido con un chaleco negro como si fuera un camarero.

Nerea entró para dejar subir a Daniel y en cuanto este estuvo a su lado le abrazó con lágrimas en los ojos.

—Sabía que esto te gustaría más que cualquier restaurante —sonrió él—. Además, así es como empezó todo.

Nerea sonreía mientras miraba alternativamente a la mesa, a su peluche y a Daniel. Este le pidió que se acomodara en uno de los cojines y se dispuso a servir la cena. Sobre una pequeña mesa plegable que había ocultado bajo otro mantel descansaban unos deliciosos platos que Daniel había preparado con la ayuda de su madre.

Cenaron tranquilamente, compartiendo miradas que bien trasmitían todo el amor que sentían el uno por el otro.

Después, movieron los cojines hasta la ventana y se sentaron a mirar las estrellas, abrazados, felices, sin necesidad de decir nada más.