Capítulo 6

Septiembre de 1995

El resto del verano pasó deprisa, demasiado deprisa. Daniel seguía muy preocupado por el comienzo de sus clases en el instituto y todavía no le había dado tiempo a asimilar el cambio que iba a producirse en su rutina diaria.

Por su parte, Nerea ya se había recuperado del disgusto del final de las vacaciones en la playa. Elvira había llevado a revelar las fotografías que habían hecho durante esos días. A la niña le encantaba mirarlas una y otra vez. Cuando ya casi se las había aprendido de memoria, eligió una en la que aparecían ella y Daniel sentados en la arena detrás de un enorme castillo que habían construido, la enmarcó y la colocó en la mesa de su habitación.

La mayoría de la gente del pueblo se había ido de vacaciones durante el mes de agosto, incluidos Alberto y Alicia, por lo que Nerea y Daniel pasaron lo que quedaba de verano prácticamente solos. Solían matar el tiempo sentados dentro de la pequeña piscina del jardín de Nerea. El tema de conversación casi siempre giraba en torno al instituto.

—Pero, ¿y si no estoy en la misma clase que Alberto? —preguntó Daniel preocupado.

—¡Os veréis en el recreo! —respondió Nerea intentando quitarle hierro al asunto—. Además también vais a ir y volver juntos en el autobús.

—Ya, pero ¿y si no encajo con los de mi clase? —insistió él mostrando cierta ansiedad en el tono de voz.

—Jo Dani, ¡qué negativo eres! —Nerea dio un fuerte manotazo al agua y salpicó a Daniel en la cara sin querer. Esto provocó que la niña soltara una carcajada mientras su amigo intentaba piarse los ojos—. Ya verás como te va a ir muy bien —añadió reforzando el efecto con una sonrisa tranquilizadora.

* * *

Poco a poco el calor veraniego fue comenzando a remitir. Los tonos marrones y anaranjados fueron haciendo su aparición en el paisaje lentamente. El mes de septiembre estaba llegando a su ecuador y con él el inicio de las clases se acercaba precipitadamente.

Durante las últimas semanas, Daniel había sido incapaz de dormir y se pasaba las noches en vela mirando por la ventana con sus prismáticos. Le entretenía bastante contemplar cómo corrían las nubes durante las noches en las que el viento se mantenía despierto para empujadas con sus soplidos. Cuando el viento se sentía cansado y decidía acostarse, Daniel se distraía observando las estrellas. De vez en cuando pasaba algún avión y la imaginación de Daniel volaba dentro de él hasta un lugar lejano en el que no tendría que empezar el instituto pocos días después.

La última noche de su libertad algo llamó su atención. Enfocó los prismáticos hacia la ventana de la habitación de Nerea vio a su amiga allí asomada observándole a su vez con sus prismáticos. Daniel cogió un cuaderno que tenía preparado encima de su mesa desde hada, un mes y escribió con un rotulador negro de punta gruesa: “¿QUÉ HACES?”.

Nerea había encontrado un bloc de dibujo que utilizaba cuando comenzó el colegio y en el que habían quedado casi todas las hojas vacías. Lo apoyó en la pared y escribió con otro rotulador: “SABÍA QUE ESTARÍAS”.

Daniel pasó la hoja de su cuaderno y dibujó en ella una gran sonrisa que mostró a su amiga. Nerea repitió el mismo proceso y volvió a escribir rápidamente: “TODO IRÁ BIEN”.

“TENGO MIEDO”, garabateó Daniel con una letra que bien mostraba el estado de nerviosismo que le embargaba.

“¡NO LO TENGAS!”, escribió Nerea en la siguiente página. Acto seguido volvió hacia atrás en las páginas del bloc y le mostró de nuevo el mensaje anterior: “TODO IRÁ BIEN”.

Daniel suspiró y agachó la cabeza para contestar a su amiga: “GRACIAS...”. Nerea sonrió desde su ventana y cuando estaba a punto de contestar, vio que Daniel volvía a agacharse para escribir algo más, así que esperó. El chico levantó el cuaderno y Nerea puso morros en cuanto leyó el mensaje que su amigo le estaba mostrando: “...PEQUEÑAJA”.

Nerea escribió la respuesta todo lo deprisa que pudo pero cuando fue a enseñársela a Daniel, él había desaparecido de la ventana. Se bajó de la silla y se metió en la cama medio enfadada.

* * *

Al día siguiente o, mejor dicho, unas horas más tarde, Daniel se levantó de la cama lentamente. Después de su “conversación” con Nerea había conseguido dormir algo pero aún así llevaba ya más de una hora dando vueltas en la cama. Tenía miedo. Había estado pensándolo seriamente y creía que aquella era la primera vez en su vida que sentía verdadero pánico. Cuando llegó al pueblo y se incorporó al colegio a mitad de curso no había sentido lo mismo ni por asomo. Entonces era un niño y lo que más le preocupaba era hacer amigos para tener con quien jugar al fútbol y a las chapas. Ahora era diferente. Ya tenía un grupo de amigos, lo único que quería era que le aceptaran como a todos los demás y no tener problemas con nadie. Quería que el curso fuera lo más tranquilo posible y así poder centrarse en estudiar, ya que otra de las cosas que le asustaban era no estar a la altura y no ser capaz de aprobar el curso.

Se duchó, se vistió y bajó la escalera con la mochila al hombro. Miró el reloj, cogió de mala gana una tostada de la mesa de la cocina y salió de casa mordisqueándola lentamente. Se dirigió a la parada del autobús sin dejar de darle vueltas a la cabeza. De repente una imagen le reconfortó inesperadamente. Sin entender muy bien por qué, el recuerdo de la sonrisa de Nerea le provocó una especie de descarga eléctrica que hizo que se sintiera con fuerzas para afrontar lo que viniera a continuación. Ni siquiera se planteó la razón de lo que había sucedido. Comenzó a andar más decidido y cuando llegó a la parada saludó a Alberto con una energía que unos minutos antes creía haber perdido para siempre. Los dos amigos chocaron las manos y se pusieron a fantasear sobre cómo sería su vida en el instituto. Esto provocó que Daniel evocara lo sucedido hacía justo un año, cuando se reunieron para planear como sería su último año de colegio. Al recordarlo, se prometió a sí mismo que esta vez lo haría del modo correcto.

Cuando el autobús llegó a la parada, se encontraban ya rodeados por más de veinte chicos y chicas. Entre empujones y gruñidos subieron y el vehículo emprendió su marcha. Daniel y Alberto consiguieron sostenerse en dos asientos que quedaban libres en la última fila. En la siguiente parada otro grupo de chicos subió con el mismo ímpetu. Algunos charlaban desenfrenadamente y otros se limitaban a mirar alrededor con cara de preocupación. Cualquiera podría adivinar cuáles de ellos empezaban aquel día el instituto y cuáles eran ya veteranos. En el autobús también iban algunas personas mayores que protestaban por el alboroto que formaban los jóvenes. Tras media hora de viaje por carreteras secundarias, el autobús se detuvo en una pequeña plaza rodeada por soportales de piedra. Los chicos y chicas que viajaban en él se apelotonaron en la puerta de salida, fueron descendiendo de la misma manera que habían subido y comenzaron a caminar todos en la misma dirección.

Alberto y Daniel se quedaron un poco regazados. Caminaban despacio, sin hablar, ambos estaban concentrados en tratar de tranquilizarse. El miedo había regresado de súbito para atormentar a Daniel. Además ahora traía consigo un aliado, el nerviosismo. El chico trató de recordar qué había sido lo que le había calmado antes, pero su estado le impedía pensar con claridad así que continuó andando junto a su amigo sin decir nada. En menos de diez minutos un edificio grande de ladrillo rojo se levantó delante de ellos. Tenía cinco pisos y unas escaleras de piedra con barandillas negras conducían hasta la puerta principal. El edificio estaba poblado de enormes ventanas incrustadas en la pared que dejaban a su alrededor un marco de color blanco.

Daniel y Alberto se miraron y asintieron con la cabeza antes de comenzar a subir los cinco escalones que les separaban de su Primer día de instituto.

—Por favor, los alumnos de primero dirigíos al salón de actos —en la puerta un amable hombre con un poblado bigote canoso repetía una y otra vez la misma frase—. Lo encontrareis bajando por la escalera que hay al fondo del pasillo.

Los dos amigos recomieron el pasillo intentando no perderse ningún detalle. Las paredes estriban pintadas de blanco y el suelo estaba cubierto por baldosas grises salpicadas por motas negras. Nada más entrar a la derecha se encontraba el cuarto del conserje. Daniel y Alberto supusieron que el conserje era aquel señor del bigote que les había indicado el camino. A lo largo pasillo varias puertas rompían la continuidad del blanco de la pintura de la pared. Eran puertas antiguas de madera con una pequeña ventana de cristal opaco. Al final del pasillo había un pequeño hall con una puerta más grande sobre la que reposaba un cartel en el que ponía “Biblioteca”. A la izquierda unas escaleras conducían a los pisos superiores del edificio y a la derecha se encontraban las escaleras para bajar al salón de actos. Gran cantidad de chicos y chicas recorrían ambas escaleras en dirección a sus respectivos destinos. Alberto y Daniel bajaron despacio y entraron en un amplio salón con la pared pintada de blanco y butacas azul marino. Al fondo había un pequeño escenario con una mesa alargada en el centro. Sobre la mesa cuatro micrófonos se situaban delante de cuatro sillas.

Se sentaron en una de las filas de en medio y se pusieron a mirar alrededor. Vieron algunas caras a las que conocían del colegio, pero otras muchas que no habían visto jamás. Había algunos chicos que parecían mucho mayores que ellos y otros todo lo contrario. Diez minutos más tarde, un hombre vestido con camisa blanca y corbata de rayas rojas y blancas pidió silencio a través de uno de los micrófonos. Se presentó como el director del instituto y dio la bienvenida a los nuevos alumnos. Después de un largo discurso cargado de halagos hacia el centro educativo presentó a las dos personas que se encontraban a ambos lados de él. A su derecha, una mujer de unos cincuenta años con el pelo teñido de rubio y vestida con una blusa turquesa y una falda negra; a su izquierda un hombre algo más mayor, casi calvo y con gafas. El director dijo que eran los dos profesores que ejercían de tutores de los alumnos de primero, además de impartirles alguna asignatura. Él de lengua y literatura, ella de geografía e historia. A continuación dio paso a la cuarta persona que se encontraba en la mesa, el hombre con bigote que habían conocido al entrar. Efectivamente era el conserje del instituto y se encargó de explicarles las normas básicas de comportamiento.

—Gracias, Alfredo —dijo el director dirigiéndose al conserje—. Ahora daré paso los profesores que irán nombrando a los alumnos que corresponden a cada uno de sus grupos. Prestad mucha atención. Una vez que todos sepáis en qué grupo estáis seguiréis a vuestro tutor que os guiará hasta la que será vuestra clase durante este año.

Los murmullos y los suspiros comenzaron a escucharse en el salón de actos. La tensión se apoderó de los chicos que esperaban saber cuál de aquellos profesores sería su tutor y, sobre todo, cuales de los chicos y chicas que les rodeaban serian sus compañeros de dase. Algunos hacían conjeturas o mostraban sus preferencias.

—Espero que nos toque juntos —susurro Daniel mirando con angustia a su amigo.

La profesora fue la primera en tomar la palabra, pidió silencio y comenzó a leer los nombres de los alumnos del grupo A.