X. UN METAL INÚTIL
Cuando la central de energía nuclear de la Isla de las Tres Millas empezó a funcionar mal, llegué a ciertas conclusiones y hallé, como a menudo ocurre, que iba desacompasado respecto del mundo.
El sentimiento predominante parecía ser: «¡Ajá! La Ciencia nos había dicho que eso no podía suceder, pero ha sucedido… Como muchas cosas de esos sabelotodo de los científicos… Ahora debemos acabar con la Era nuclear.»
Y, sin embargo, esto no fue lo que, realmente, sucedió. Los científicos jamás dicen que las cosas no pueden salir mal. Lo que dicen es que deben tomarse las suficientes medidas de seguridad para que las posibilidades de un año auténtico sean extraordinariamente pequeñas.
Lo que la gente contraria a la energía nuclear dice es algo parecido a esto: «¡Espera! Ocurrirá un accidente y centenares de miles de personas morirán al instante y otros millones contraerán el cáncer, y miles de kilómetros cuadrados del país quedarán estériles para siempre.»
¿De veras? Pues lo de la Isla de las Tres Millas ha quedado muy pobremente diseñado si debía empezar con todas estas cosas. Las personas encargadas del asunto, al parecer, pasaron por alto varias señales de advertencia y fueron innecesariamente descuidadas. Se produjeron algunos fallos mecánicos, seguidos de un error humano. Incluso hubo cierta insuficiencia teórica, puesto que se formó una burbuja de hidrógeno que no había sido prevista en modo alguno.
En otras palabras, fue, prácticamente, un accidente de la peor clase. ¿Y cuáles fueron las consecuencias?
La central eléctrica quedó fuera de servicio, y así seguirá durante un largo, muy largo período de tiempo, pero no resultó ninguna persona muerta, ni existen claras evidencias de que nadie haya sido lastimado, puesto que el escape radiactivo fue muy bajo. Es posible que se den un caso o dos adicionales de cáncer como resultado de todo ello, y, aunque no deseo minimizar, el número de casos de cáncer será muchísimo menor que el causado, en la misma zona, por fumar tabaco y debido a los escapes de los automóviles.
Así, pues, me parece a mí que el incidente de la Isla de las Tres Millas fue un caso en donde las predicciones de los científicos demostraron ser correctas, e incorrectas las de las personas contrarias a la energía nuclear. Y, sin embargo, el incidente fue, instantáneamente, etiquetado como una catástrofe por los medios de comunicación y los movimientos antinucleares. ¿Cómo lo habrían llamado, me pregunto, si hubiese resultado muerta una sola persona?
En cualquier caso, cuando el Inquirer, de Filadelfia, me pidió que escribiese un artículo en que declarase mi punto de vista sobre el asunto, redacté un artículo sardónico para el número del 15 de abril de 1979. Mi punto de vista en pro de la energía nuclear, se hallaba justo al lado del artículo de tipo antinuclear de George Wall.
Dos semanas después, mi encontraba en Filadelfia, y una mujer joven me detuvo y me dijo, más bien con tristeza:
—Estaba segura que, de todas las personas, usted se encontraría del lado antinuclear. Es usted tan liberal…
Aquello me entristeció. Ciertamente soy liberal, pero eso no significa que, automáticamente, me sumerja en el punto de vista oficial de los liberales. Me gusta pensar por mí mismo, un prejuicio muy personal que arrastro desde hace muchísimo tiempo.
De todos modos, estas meditaciones sobre el mencionado tema continuaron presentes en mí, y sin eso nunca hubiera escrito un ensayo de ficción y ciencia ficción acerca del uranio. Aquí va.
Para empezar por el principio, digamos que existe un mineral llamado blenda, según una voz alemana que significa «cegar» o «engañar». (Muchos términos de mineralogía son de origen alemán, puesto que Alemania dominó el mundo de la metalurgia durante la Edad Media.)
La razón para el empleo de esa palabra radicaba en que la blenda parece, al igual que la galena, mena de plomo, pero no contiene plomo y, por lo tanto, engañaba a los mineros.
En la actualidad, la blenda es, en su mayor parte, sulfuro de cinc, y se ha convertido en una importante mena de cinc. Ahora, por lo general, se denomina esfalerita, de una palabra griega que significa «traicionera», lo cual aún sigue teniendo algo que ver con su aspecto engañoso.
Existen otras variedades de blenda, que difieren entre sí en apariencia, de una forma o de otra. Una de ellas se llama pechblenda, debido a su color negro reluciente como la brea.
La pechblenda se encuentra aleada con plata, plomo y cobre en las menas de Alemania y Checoslovaquia. Los primeros mineralólogos la consideraron una mena de cinc y hierro.
Un lugar donde se da mucho la pechblenda es en las minas de plata de Sto Joachimstal, o valle de San Joaquín, en Checoslovaquia, a 120 kilómetros de Praga, muy cerca de la frontera alemana. (En la actualidad, los checos denominan Jachymov a ese lugar.)
Este sitio es de particular interés para los norte africanos, puesto que, hacia el año 1500, se acuñaron unas monedas que estaban hechas con plata de las minas de allí y que, por ello, se denominaron «Joachimthaleres», o, abreviadamente, táleros. Otras monedas de tamaño y valor similares fueron también llamadas así y, llegado el momento, el nombre fue usado, en 1794, por los recién nacidos Estados Unidos para la unidad de su moneda, con la variante de «dólares». (San Joaquín, según se sabe, es, de acuerdo con la tradición, el padre de la Virgen María.)
Una persona que se interesó por la pechblenda fue el químico alemán Martin Heinrich Klaproth (1743-1817). En 1789, consiguió una sustancia amarilla a partir de la pechblenda que, en seguida, decidió que se trataba del óxido de un nuevo metal.
En aquel tiempo, la tradición de asociar los metales y los planetas era aún muy fuerte. En un caso, el metal azogue se asoció estrechamente con el planeta Mercurio, y de ahí que, en varias lenguas, entre ellas la nuestra, recibiera el nombre del planeta como propio, y se denominase mercurio.
Ocho años antes, el astrónomo germano-británico William Herschel (1738-1822) había descubierto un nuevo planeta, al que había llamado Urano, por Uranos, dios de los cielos en los mitos griegos, y padre de Cronos (Saturno). Klaproth decidió nombrar al nuevo metal según el nuevo planeta y lo denominó uranio.
Como se demostró, la pechblenda es un amplia mezcla de óxidos de uranio y, en la actualidad, recibe la denominación de uraninita.
Klaproth trató entonces de hacer reaccionar al amarillo óxido de uranio (en la actualidad, trióxido de uranio, UO3) con carbón vegetal. Los átomos de carbono del carbón vegetal, según esperaba, se combinarían con el oxígeno en el trióxido de uranio, dejando después uranio metálico. Consiguió un polvo negro con lustre metálico y dio por sentado que se trataba del uranio metálico. Lo mismo creyeron en aquel momento todos los demás. El carbono se había combinado con sólo un átomo de oxígeno por cada molécula, depositando el negruzco dióxido de uranio, UO2.
En 1841, un químico francés, Eugène Peligot (1811-90), se percató de que había algo raro en aquel «metal de uranio». Cuando llevó a cabo varias reacciones químicas, el uranio del principio y del final no se unían de una forma correcta. Al parecer, había contado con algunos átomos de nonuranio como uranio. Le entraron aún más sospechas de que aquello que consideraba como metal de uranio fuese, en realidad, un óxido y contuviese átomos de oxígeno añadidos al uranio.
Por lo tanto, decidió preparar metal de uranio según un procedimiento diferente. Comenzó con tetracloruro de uranio (UCl4) y trató de romper los átomos de cloro con el empleo de algún aditivo más activo que el carbón vegetal. Empleó potasio metálico, que no es una sustancia muy cómoda de manejar, pero el cauteloso Peligot llevó a cabo el experimento con el cuidado suficiente como para no sufrir daño alguno.
Los átomos de cloro fueron separados con éxito, todos ellos, y dejaron un polvo negro con unas propiedades por completo diferentes a las del polvo negro Klaproth. Esta vez, el polvo era el metal en sí. Peligot fue el primero en aislar el uranio, medio siglo después de que se pensase haberlo ya aislado.
Sin embargo, nadie se preocupó mucho al respecto, excepto unos cuantos químicos. En realidad, el uranio era un metal inútil y nadie, excepto aquel mismo puñado de químicos, había pensado en él o ni siquiera oído nada al respecto.
A principios del siglo XIX, llegó a ser algo aceptado que los varios elementos estaban compuestos de átomos, y que estos átomos tenían unas diferencias características en sus masas. Siguiendo los acontecimientos en varias reacciones químicas, era posible juzgar las masas relativas de las diferentes clases de átomos («Pesos atómicos»), pero también era posible cometer errores.
Al contar la masa del átomo de hidrógeno (el más ligero), como 1, el peso atómico del uranio se consideró, a mediados del siglo XIX, que era de 116.
Esto significaba que los átomos de uranio poseían bastante masa, pero ello tampoco era desacostumbrado. Se creía que los átomos de uranio poseían ligeramente más masa que los átomos de plata, pero un poco menos que los átomos de estaño.
Los átomos con mayor masa eran, en aquel tiempo, según se creía, los del bismuto, el peso atómico del cual era de 209. En otras palabras, se creía que el átomo de bismuto tenía 1,8 veces más masa que el átomo de uranio.
Sin embargo, en 1869, el químico ruso Dmitri Ivanovich Mendeléiev (1834-1917) estaba elaborando la tabla periódica. Disponía los elementos en el orden de su peso atómico, y en un sistema de hileras y columnas que los dividían en familias naturales, con todos los miembros de una familia dada mostrando propiedades similares.
En algunos casos, Mendeléiev llegó a un elemento que no se adecuaba con su clara disposición familiar. Más bien que dar por supuesto que su noción global se hallaba equivocada, se preguntó si los pesos atómicos estarían equivocados en esos casos. Por ejemplo, las propiedades del uranio no cuadraban si se situaba en la casilla del peso atómico 116. Pero sí se adecuaría si se doblaba su peso atómico.
Comenzando desde aquella nueva perspectiva, fue fácil volver a interpretar los hallazgos experimentales, y mostrar que tenía mayor sentido suponer que el peso atómico del uranio se hallaba en las vecindades de 240 (su cifra actual más correcta es la de 238,03).
Esto ocurría en 1871, y por primera vez el inútil metal de uranio ganaba una interesante distinción. Tenía mayor peso atómico que cualquier otro elemento conocido. Sus átomos poseían 1,14 veces mayor masa que los del bismuto.
Durante cerca de un siglo, hasta la actualidad, ha conservado esa distinción en cierto sentido. En realidad, existen átomos con mayor masa que los del uranio, pero todos ellos han sido producidos en el laboratorio y no sobreviven durante mucho tiempo, y mucho menos a través de períodos geológicos.
Podemos expresarlo de esta manera. De todos los átomos presentes en la corteza terrestre en el momento de su formación, los que tienen mayor masa y se encuentran aún hoy en la corteza de la Tierra, en algo más que en trazas que se desvanezcan, son los del uranio. y lo que es más, son los de mayor masa que puedan existir (aunque, naturalmente, esto no fue comprendido en 1871).
La posición del uranio al final de la lista de los elementos era interesante… para los químicos. Para el mundo en general, seguía siendo un metal sin valor y que no contaba para nada.
Las cosas siguieron así hasta 1896.
El año anterior, Wilhelm Konrad Roentgen (1845-1923) había descubierto los rayos X y, de repente, se había hecho famoso. Los rayos X se convirtieron en la cosa más de moda en la ciencia, y todos los científicos deseaban investigar el nuevo fenómeno.
Los rayos X de Roentgen habían surgido de un tubo de rayos catódicos, y los rayos catódicos (flujos de electrones a gran velocidad, como pronto se descubrió) producían unas manchas fluorescentes sobre el cristal, y era de esas manchas de donde se extraían los rayos X. Además, los rayos X se detectaban por el hecho de que inducían fluorescencia en ciertos productos químicos. Además, debería existir alguna conexión entre los rayos X y la fluorescencia en general.
(Digamos de paso que la fluorescencia tiene lugar cuando los átomos son excitados, en alguna forma, y llevados a un nivel mayor de energía. Cuando los átomos regresan a la normalidad, la energía surge en forma de luz visible. En ocasiones, la caída a la normalidad se toma su tiempo, y la luz visible se emite cuando se elimina el fenómeno excitador. La luz se llama, en este caso, fosforescencia.)
Llegado el momento, un físico francés, Antoine Henri Becquerel (1852-1908), se interesó en particular por las sustancias fluorescentes, como ya había realizado antes que él su padre. Imaginó que las sustancias fluorescentes podían emitir rayos X junto con luz visible. Opinaba que sería de valor comprobar todo aquel asunto.
Para hacerlo, planeó emplear unas placas fotográficas, muy bien envueltas en unas coberturas negras. La luz no podía atravesar las coberturas, e incluso las exposiciones a la luz solar no conseguirían velar las placas. Colocó la sustancia fluorescente encima de la placa tapada; si la luz fluorescente era únicamente luz, la placa seguiría sin velar. Si, no obstante, la fluorescencia contenía rayos X, que poseían la propiedad de pasar a través de un razonable grosor de materia, también atravesaría aquella cobertura y velaría la placa fotográfica.
Becquerel intentó todo esto con cierto número de diferentes sustancias fluorescentes con resultados negativos; es decir, las placas fotográficas continuaron sin velarse. Una sustancia fluorescente, en la que el padre de Becquerel se había particularmente interesado, era el sulfato de uranilo de potasio, compuesta por moléculas complejas que contenían un átomo de uranio cada una.
De las sustancias fluorescentes empleadas por Becquerel, sólo ésta pareció dar un resultado positivo. Tras un tiempo de exposición al Sol, la placa fotográfica, al revelarse, mostró ciertas zonas veladas. El corazón de Becquerel empezó a latir más de prisa y sus esperanzas crecieron. No tuvo posibilidades de realizar demasiadas exposiciones porque era un día ampliamente cubierto por las nubes, pero, tan pronto como el tiempo aclarase, planeó llevar a cabo un trabajo mejor, proporcionar mayor tiempo de exposición y comprobar la materia más allá de toda duda.
Naturalmente, ya saben lo que sucedió. París padeció una larga temporada de tiempo húmedo y no salió el Sol. Becquerel había conseguido nuevas placas fotográficas, muy bien cubiertas, pero no tuvo la menor posibilidad de emplearlas. Las metió en un cajón, introdujo también allí el sulfato de uranilo de potasio y aguardó a que saliese el Sol.
A medida que los días pasaban y las nubes persistían, Becquerel llegó a intranquilizarse tanto, que decidió realizar algo. Podía revelar las nuevas placas y comprobar si existía alguna leve fosforescencia que incluyese los rayos X. Reveló las placas y quedó estupefacto. Se hallaban tremendamente veladas, casi como si las hubiese expuesto, del todo descubiertas, a la luz del Sol.
Lo que hubiera salido del sulfato de uranilo de potasio había atravesado el papel negro, sin necesitar de ninguna excitación previa por parte del Sol. En realidad, ni siquiera precisó de la fluorescencia, puesto que muestras de sulfato de uranilo de potasio, mantenidas lejos de la luz solar durante períodos prolongados, también velaban las placas. Y lo que es más, los compuestos de uranio que no eran fluorescentes velaban asimismo las placas. Y más aún, la extensión del velado dependía de la cantidad de uranio presente y no de cualquiera de los otros átomos.
Era el uranio, específicamente el uranio, el que daba origen a aquellas radiaciones parecidas a los rayos X.
Casi al mismo tiempo, una brillante química polaco-francesa, Marie Sklodowska Curie (1867-1934) había comenzado a estudiar el fenómeno, al que denominó «radiactividad». En otras palabras, el uranio era radiactivo. Curie descubrió que otro elemento, el torio, con unos átomos de casi igual masa que los del uranio (el peso atómico del torio es 232) era también radiactivo.
El hecho de la radiactividad constituyó algo clamoroso. Hasta entonces no se había detectado nada parecido. Las implicaciones fueron incluso más importantes que el hecho en sí.
Los átomos radiactivos emitían radiaciones que se parecían a los rayos X, pero eran incluso más penetrantes. Eran los «rayos gamma».
Pero los átomos radiactivos emitían también algo más, corrientes de partículas mucho más pequeñas que cualesquiera átomos. Ésta fue la prueba final de que algo estaba sucediendo tal y como se había sospechado: que los átomos no constituían las definitivas partículas de la materia, tal y como se había propuesto que fuesen, por vez primera, en 1803 (en realidad, de hecho, ya habían sido concebidas así por los antiguos griegos veintidós siglos antes). Los átomos estaban compuestos de «partículas subatómicas» aún más pequeñas.
Cuando un átomo de uranio, o de torio, emitían una partícula subatómica, cambiaba su estructura y hacía del átomo un nuevo elemento. A fin de cuentas, era posible trasmutar un elemento en otro, como los antiguos alquimistas habían creído, pero bajo condiciones diferentes a las que cualquiera de los alquimistas hubiera llegado a imaginar.
En realidad, el uranio y el torio se mudaban, espontáneamente, en plomo. (Los alquimistas habían tratado de transmutar el plomo en oro, pero aquí la nueva transmutación lo que hacía era el trabajo de formar plomo, por el amor de Dios…)
Sin embargo, el cambio ocurría de una forma muy lenta. La mitad de todo el uranio en existencia sobre la Tierra (la mitad de cualquier porción del mismo con el que debamos tratar) se convertía en plomo al cabo de 4,5 mil millones de años. La mitad del que quedase, se convertiría en plomo tras otros 4,5 mil millones de años, etcétera. Para expresar esto, decimos que la vida media del uranio es de 4,5 mil millones de años.
En el caso del torio, la vida media es de 14 mil millones de años.
Por consiguiente, del uranio o del torio que debieron existir sobre la Tierra, cuando el planeta acababa de formarse, la mitad del uranio y las cuatro quintas partes del torio aún se hallan en existencia en la actualidad.
A través de las investigaciones referentes a la radiactividad, el físico nacido en Nueva Zelanda, Ernest Rutherford (1871-1937), fue capaz de demostrar, en 1906, que un átomo consistía en un pequeño y masivo núcleo en su centro, rodeado por uno o más electrones relativamente ligeros. El núcleo poseía una carga eléctrica positiva, y los electrones cargas eléctricas negativas. Las cargas se equilibraban, por lo que el átomo, como un todo, era eléctricamente neutro.
En 1913, el físico inglés Henry Gwyn-Jeffreys Moseley (1887-1915) demostró, a través de la radiación producida por el bombardeo de varios metales con rayos X, que cada elemento tenía una carga eléctrica positiva característica en su núcleo. Todos eran múltiplos enteros del de la carga en núcleo de hidrógeno. A esta característica se le denominó el «número atómico».
Se comprobó que el torio tenía un número atómico alto (90) y el uranio un número aún superior, que llegaba a 92. En realidad, el uranio tenía un número mayor que cualquier otro elemento que se encontrase de forma natural en la Tierra.
Esto parecía tener sentido. Las cargas eléctricas positivas se repelían las unas a las otras, y se amontonaban las suficientes en un solo núcleo que originaba que el núcleo se partiese, a causa de la mutua repulsión de las cargas. El torio y el uranio apenas podían mantener juntos sus núcleos y se descomponían con lentitud. Cualquier elemento con un número atómico mayor de 92 se descompondría aún con mayor rapidez. Si uno de ellos hubiese estado presente en el momento de formarse la Tierra, ya no existiría en la actualidad.
De hecho, ciertos elementos con números atómicos menores de 90 y 92 deberían tener la suficiente vida breve para existir. En la época en que se descubrió la radiactividad del uranio, el elemento de mayor número atómico conocido, aparte del uranio y el torio, era el bismuto, y, como llegado el momento se averiguaría, su número atómico era 83.
¿Podía ser que ningún elemento, con un número atómico mayor de 83 fuese estable, y que de aquellos por debajo de los elementos del bismuto, sólo el torio y el uranio estuviesen lo relativamente cerca de la estabilidad como para haber atravesado toda la historia de la vida de la Tierra?
La respuesta fue afirmativa.
Debió entonces pensarse que el uranio, a partir de 1896, se convertiría en el elemento de moda de la lista, compartiendo los focos un poco con el torio. A fin de cuentas, era radiactivo, y bajo trasmutación espontánea, el más complejo de todos los átomos y tenía registrado un elevado número atómico. ¿Qué más se podía pedir?
Y, sin embargo, el uranio, al cabo de muy poco tiempo de estar bajo la luz de las candilejas, se hundió en un olvido comparativo una vez más.
Sucedió de esta manera…
Dado que el uranio poseía semejante vida media, muy pocos átomos se rompían en cualquier momento particular, y la cantidad de radiactividad producida era muy baja. No obstante, cuando se comprobaron los minerales de uranio en relación con la radiactividad, se descubrió que la radiactividad detectada era mucho más elevada que la que podía contarse por el uranio que se hallaba presente.
Y lo que es más, si los compuestos de uranio se separaban de los minerales y se refinaban hasta un grado elevado de pureza, la radiactividad de esos compuestos de uranio se comprobaba que era baja, tan baja como en realidad podía ser.
Eso significaba que en los minerales de uranio se hallaban presentes sustancias que eran más radiactivas que el mismo uranio, incluso mucho más radiactivas. Pero, ¿cómo podía ser esto? Si dichas sustancias eran tan radiactivas, debieran descomponerse hacía ya mucho tiempo, y tendrían hoy que haber desaparecido por completo. ¿Qué hacían, pues, en los minerales?
Y aún más. Se averiguó que los compuestos de uranio puro, recientemente aislados de los minerales y apenas radiactivos en realidad, avanzaban con firmeza hacia la radiactividad a medida que transcurría el tiempo.
Lo que sucedía era que el uranio (de número atómico 92) no se estaba convirtiendo en plomo (número atómico 82) de una sola arremetida. En vez de ello, el uranio se convertía el plomo a través de una serie de pasos, por medio de una serie completa de elementos de unos pesos atómicos intermedios. Y eran esos elementos intermedios los que resultaban más radiactivos que el uranio y que podrían romperse y desvanecerse si no se formaban, continuamente, suplementos de refresco desde la ulterior ruptura del uranio.
Naturalmente, si un elemento se forma muy despacio y se descompone muy rápidamente, existe muy poco de su estado presente en cualquier tiempo. Bajo circunstancias ordinarias, existirá demasiado poco en su estado actual para ser detectable o aislable.
Las circunstancias no eran ordinarias. Los elementos intermedios emitían una radiación que hacía posible el detectar hasta cantidades infrapequeñas.
Curie y su marido, Pierre (1859-1906), se propusieron aislar alguno de esos elementos radiactivos intermedios. Sometieron la pechblenda a reacciones químicas que separasen los diferentes elementos presentes, y siguieron siempre la huella de la radiactividad remanente. Cuando la reacción conseguía producir una solución o un precipitado, en el que la radiación activa pareciese concentrarse, seguían trabajando con esa solución o con ese precipitado.
Paso a paso, elaboraron su material, hasta conseguir cantidades cada vez más y más pequeñas, de una materia que cada vez era más y más radiactiva. En julio de 1898, aislaron unos pellizcos de polvo que contenían un nuevo elemento, centenares de veces más radiactivo que el uranio. Le llamaron polonio, por la patria de nacimiento de Curie, y su número atómico es el 84.
Siguiendo con sus tareas, detectaron, en diciembre de 1898, una sustancia aún más radiactiva, con un número atómico que, llegado el momento, demostró que era de 88. Lo llamaron radio, a causa de la abrumadora fuerza de su radiactividad. Su vida media es de 1.622 años y es tres millones de veces más radiactivo que el uranio y 8,7 veces más radiactivo que el torio.
Los Curie tenían una cantidad tan pequeña de radio, para empezar, que sólo detectaron su presencia a través de las radiaciones. En teoría, esto era suficiente, pero deseaban conseguir una cantidad que pudiesen pesar y exhibir de una forma normal, para llegar a establecer la existencia de un nuevo elemento.
Para eso, debían comenzar con toneladas de desperdicios de escoria de las minas de St. Joachimstal. Los propietarios de la misma quedaron encantados de entregar a aquellos dos químicos locos todo lo que deseasen, puesto que los mencionados químicos pagaban los costes del transporte. Los Curie consiguieron ocho toneladas.
Hacia 1902, habían logrado producir una décima de gramo de radio, después de varios millares de pasos de purificación, hasta alcanzar más tarde un gramo completo.
El radio se llevó el número uno del espectáculo. Durante cuarenta años, cuando alguien mencionaba la radiactividad, se pensaba en el radio. Era la sustancia maravillosa por excelencia, y la gente o las instituciones que podían conseguir una pequeña cantidad en que experimentar, se sentían de lo más satisfechos consigo mismos.
En cuanto al uranio, una vez más volvió a desaparecer de la luz de las candilejas. Sólo era el pariente pobre interesante (si acaso) debido al valor de su famosa hija.
¿Y quién oye hablar hoy del radio? ¿Quién se preocupa por él? Carece completamente de interés y es el uranio el que constituye la maravilla del mundo.
El patito feo se ha convertido en un buitre. Lo explicaré en el capítulo siguiente.