8. La asimetría de la vida

Ayer mismo, estuve en Dayton, Ohio, en un coloquio telefónico de esos en los que se invita a los oyentes a hacer preguntas.

Una joven llamó y dijo: «Doctor Asimov, en opinión de usted ¿quién ha contribuido más a perfeccionar la moderna ficción científica?».

Tras brevísima vacilación respondí: «John W. Campbell[16], hijo».

Y ella contestó: «¡Qué bien! Yo soy su hija Leslyn».

Salí muy bien del paso, pero en mi interior me llevé, de momento, un susto. El motivo de mi segundo de vacilación al contestar fue que tuve que optar instantáneamente entre dos alternativas: responder honradamente que Campbell como lo hice, o echarlo a broma, como hago tan a menudo y decir «Yo». Con un auditorio visible, y contando con poder oír sus risas, yo habría optado indudablemente por la broma. Pero sin esperanza de reacciones tangibles, obré rectamente, a Dios gracias, y me evité un tremendo bochorno.

Pues bien, en la ciencia sucede a veces que una persona tiene que optar entre dos alternativas, y se enfrenta con la posibilidad de que su elección, sea cual sea, marque un sello indeleble. Si elige mal, el error puede resultar irremediable, y ser una fuente de interminables confusiones.

Así, Benjamín Franklin decidió una vez que había dos especies de fluido eléctrico, y que una de ellas era móvil y la otra estacionaria. Por eso ciertas sustancias, al frotarlas, adquirían un exceso (+) del fluido móvil, mientras otras perdían parte del móvil y quedaban con déficit (-). El déficit de uno reflejaba el exceso del otro fluido, del estacionario; así que podría decirse que las dos clases, + y -, mostrarían efectos eléctricos contrarios.

Y sí que los muestran. Una barra de ámbar y otra de vidrio manifiestan al frotarlas efectos eléctricos contrarios. (Se atraen entre sí, en vez de repelerse, como las igualmente cargadas: dos barras de vidrio, por ejemplo).

La cuestión era: ¿cuál tenía exceso del fluido móvil y cuál déficit? ¿Cuál era (+) y cuál (-)?

No había absolutamente ningún modo de saberlo y Franklin se vio obligado a decidir. Resolvió que el ámbar tenía el exceso y le asignó el signo (+) y al vidrio le asignó el (-). Esto estableció la norma. Todas las demás cargas se refirieron a la opción de Franklin entre el ámbar y el vidrio, y hasta hoy se viene suponiendo en ingeniería eléctrica que la corriente fluye del polo positivo al negativo.

Por la norma de Franklin, se le señalan también signos a la carga de las dos partículas subatómicas de la materia corriente. Al electrón que tiende a moverse hacia el polo positivo se le da signo -, y el protón, que es atraído por el electrón, se considera +. Ellos representan, en cierto sentido, los dos fluidos eléctricos de Franklin; pero sucede que es el electrón el móvil y el protón el relativamente fijo; así que la corriente fluye, en realidad, del polo negativo al positivo.

Tenía Franklin un 50 por 100 de probabilidades de acertar, pero se equivocó. ¡Mala suerte! Por fortuna su errónea opción no tuvo efecto alguno en el desarrollo práctico de la electrotecnia, ni siguiera de la teoría. Pero siempre representa un defecto, irritante para los fanáticos de la perfección, como yo.

Pues en este capítulo mencionaremos de paso otra elección con 50 por 100 de probabilidades de acertar, y veremos cómo resultó.

Volvamos al isomerismo óptico, objeto de los dos capítulos anteriores. Van’t Hoff y Le Bel habían demostrado (véase el capítulo «La molécula tridimensional») que si los cuatro enlaces de un átomo de carbono se ligan a cuatro átomos —o grupos de átomos— distintos, ese carbono es «asimétrico». Los cuatro grupos ligados podrían estar en una de dos configuraciones posibles, esencialmente distintas, siendo la una imagen especular de la otra.

Como era de esperar, la naturaleza no tiene predilección, en ese respecto, entre izquierda y derecha. Dos compuestos, que estructuralmente difieren sólo en que uno es izquierdo y otro derecho, tienen idénticas propiedades químicas y físicas, y puestos en condiciones que no sean de suyo asimétricas, reaccionan siempre del mismo modo.

Podemos compararlos con las manos derecha e izquierda, o con los pies, narices o colmillos superiores.

En todos esos ejemplos, los dos órganos tienen idéntica forma y funciones. Cuanto uno puede hacer, puede hacerlo el otro, y generalmente lo hace de la misma manera. No serán acaso imágenes especulares perfectas; la mano derecha y la izquierda de un individuo, por ejemplo, no marcan las mismas huellas dactilares. Además, la mayoría de las personas usa una mano con más destreza que la otra; pero eso es porque el cerebro mismo no es perfectamente simétrico.

Los compuestos químicos, mucho menos complicados que la mano humana, muestran su simetría especular en mucho mayor grado de perfección que las manos. Lo que puede hacer una molécula «izquierda» puede hacerlo también su hermana «derecha», no menos bien.

Claro que una mezcla, a partes iguales, de gemelos derecho e izquierdo puede tener algunas propiedades distintas de las de cada uno de ellos por separado, como vimos en el capítulo anterior, en los ácidos racémico y tartárico; pero es otra cosa. Una mano derecha y una izquierda enlazadas se distinguen fácilmente de dos derechas o dos izquierdas puestas juntas, y, debido a la diferente disposición de los pulgares, funcionan evidentemente de distinto modo.

Para comprender la importancia de la simetría especular, supongamos que partimos de una molécula que no contiene ningún carbono asimétrico y la sometemos a una transformación química, que produzca uno. Si, por ejemplo, un carbono está enlazado con a, b, c, c, y cambiamos una de las c enlazadas en una d, de modo que el conjunto pase a a, b, c, d, el carbono simétrico se transforma en asimétrico.

La d puede sustituir a cualquiera de las dos c. Si sustituye a una resulta una molécula «izquierda» y si sustituye a la otra, resulta una «derecha». Las probabilidades están exactamente equilibradas; ningún resultado es preferido al otro. Por tanto, en toda reacción de esa clase, se producen números casi exactamente iguales de gemelos. Cualquier desviación de la igualdad exacta —y en un proceso casual son de esperar ciertas desviaciones— no será lo bastante grande para resultar apreciable.

Hagan lo que quieran los químicos —fuera de introducir una asimetría inicial— terminarán en una simetría.

A nivel molecular no hay modo de obligar a la naturaleza a optar por izquierda o por derecha.

Demos un rodeo por otro camino. Partamos de una mezcla de igual número de moléculas especulares derechas e izquierdas, y sometámosla a algún agente físico o químico, no asimétrico en sí, que modifique las moléculas. Las modificadas son tales que pueden separarse fácilmente de las primitivas. Si el agente, sea el que quiera, destruye la molécula izquierda algo más rápidamente que la derecha, o viceversa, lo que resta, al cabo de cierto tiempo, presentará exceso de una o de la otra. La mezcla terminará por ser asimétrica, o por lo menos ligeramente asimétrica. Pero eso tampoco ocurre nunca. No se puede producir asimetría molecular a partir de una situación inicial simétrica.

Hasta ahora he tenido cuidado de excluir los agentes asimétricos, pero imaginemos que nos decidimos a usar uno.

Supongamos una mezcla, a partes iguales, de dos gemelos simétricos especularmente, que llamaremos b y d, para usar letras especularmente simétricas. Supongamos que tenemos otro compuesto que no contiene carbonos asimétricos, de modo que sus moléculas son simétricas.

Llamémoslo o (letra simétrica). Si o se combina con b y con d, formando compuestos aditivos, resultarán bo y od, que siguen siendo especularmente simétricas, y no pueden separarse.

Mas ¿qué ocurre sí tenemos otro compuesto que contiene uno o más carbonos asimétricos, de modo que existe en forma derecha e izquierda, y tenemos sólo una variedad o la otra? Llamémosla p.

Formaremos otro compuesto aditivo, y llegaremos a bp y -pd, que no son especularmente simétricas (la imagen especular de bp es qd y no pd). Los compuestos aditivos, por no ser especularmente simétricos, tienen propiedades distintas y pueden separarse fácilmente. Después de separarlos, desdoblemos cada uno en b y p o en p y d. La p se elimina fácilmente y el químico se queda con b y d, en sendos tubos de ensayo. Tiene dos compuestos, cada uno de los cuales es asimétrico y ópticamente activo; eso se llama una «síntesis asimétrica».

Mas podríais preguntarme: ¿de dónde obtiene un químico el asimétrico p? Si sólo puede terminar en un compuesto asimétrico cuando empieza con un compuesto también asimétrico, ¿no habrá círculo vicioso? ¿De dónde procede el primer compuesto asimétrico?

Sucede que es fácil encontrar compuestos que de entrada son asimétricos, pero con una importante restricción: sólo pueden encontrarse en relación con la vida.

Efectivamente, en la naturaleza los compuestos asimétricos sólo existen en los tejidos vivos, o en materia que haya formado parte de un tejido vivo.

Aún podemos ir más lejos. Hay numerosas moléculas que tienen uno o más carbonos asimétricos y que se encuentran en tejidos vivos. En absolutamente todos los casos sólo se encuentra allí una de las partes ópticamente activas. Si en un tejido vivo existe un compuesto izquierdo, el derecho imagen suya no se encuentra jamás[17].

Y es más, la elección entre uno y otro gemelo no varía de unas especies a otras. Si es preferido el gemelo izquierdo en el tejido vivo de una especie cualquiera, lo será en todos los tejidos vivos de todas las especies. Toda la vida terrestre hace uso de una sola de cada dos moléculas gemelas posibles, y siempre de la misma.

(Eso explica de paso el hecho de que Pasteur pudiese separar mecánicamente las componentes gemelas del ácido racémico como narramos en el capítulo anterior. Como Pasteur estaba vivo, era él mismo asimétrico).

¿Hay acaso alguna regularidad en el modo de encontrar en los tejidos los gemelos? A primera vista parece que no. Algunos compuestos del tejido viviente son dextrógiros y otros levógiros, y no parece advertirse regularidad. Consideremos, por ejemplo, dos azúcares muy comunes en el tejido vivo: la «glucosa» y la «fructosa».

Ambos están compuestos del mismo número de átomos, y son de propiedades muy parecidas; pero la glucosa es dextrógira y la fructosa levógira, así que tenemos d-glucosa y l-fructosa.

Me apresuro a advertir que no son entre sí especularmente simétricas. Cada una tiene su imagen especular, l-glucosa y d-fructosa, que no se dan en la materia viva.

En 1874, con la aparición de la teoría de Van’t Hoff-Le Bel, surgieron otras maneras, aparte de la rotación óptica, de caracterizar los gemelos especulares. ¿Por qué no determinar la situación efectiva de los diversos grupos alrededor del carbono asimétrico y ver si de ello se sigue alguna regularidad entre los compuestos hallados en los tejidos vivos?

Ese camino emprendió el químico alemán Emilio Fischer, quien hacia 1880 empezó a trabajar sobre moléculas de azúcar. Una molécula de glucosa tiene seis carbonos, de los cuales son asimétricos nada menos que cuatro. Cada uno de esos cuatro puede existir en dos formas gemelas, así que hay en total dieciséis formas de glucosa, dispuestas en ocho parejas de gemelos especulares.

Para simplificar, Fischer empezó con el compuesto azucarado más sencillo: el aldehído glicérico. Tiene tres carbonos, de los cuales sólo uno es asimétrico. Por tanto, sólo existe en dos formas gemelas: aldehído glicérico-d y aldehído glicérico-l.

Los cuatro diferentes grupos alrededor del único carbono asimétrico del aldehído glicérico podían estar dispuestos de dos modos diferentes. ¿Cuál de los dos correspondería al gemelo d y cuál al l? No tenía Fischer modo de averiguarlo, y lo supuso. Asignó a bulto un orden al aldehído d-glicérico y el otro al l-glicérico, estableciendo esa norma en un artículo publicado en 1891.

(Hasta 1951, sesenta años justos más tarde, no fue posible afinar lo bastante, en las investigaciones de las moléculas, para determinar la verdadera situación de los grupos. Eso lo consiguió un equipo de investigadores holandeses, dirigidos por J. M. Bijvoet. Descubrieron que, a diferencia de Franklin, Fischer acertó, al elegir con probabilidad del 50 por 100).

Claro que Fischer no se detuvo aquí. Empezó a construir, muy minuciosamente, moléculas más complicadas de azúcar, indicando en cada una cuál debía ser el orden.

En todos los casos pudo demostrar concluyentemente que la ordenación estructural de un azúcar complicado, con más de un carbono asimétrico, estaba relacionada o con la pauta del aldehído d-glicérico o con la del l-glicérico.

Suponiendo que en los compuestos fundamentales fuese la supuesta por él, podía fijar la ordenación de todos los demás. (Si hubiese escogido mal, hubiese tenido que sustituir la ordenación en cada molécula de azúcar por su imagen especular; pero, según resultó al fin, había escogido bien).

Halló que, aunque el aldehído d-glicérico era dextrógiro, algunos de los compuestos estructuralmente relacionados con él eran levógiros. No podía predecirse la estructura sólo por el sentido de la rotación óptica. Como las letras minúsculas indicaban ya el sentido de la rotación óptica, la «relación» se indicó mediante mayúsculas.

Cuando se usaba una mayúscula, el sentido de rotación se indicaba por (+) (dextrógiro) o (-) (levógiro).

Así, como la glucosa encontrada en los tejidos vivos está relacionada con el aldehído D-glicérico y es dextrógira, se llama D(+)-glucosa. La fructosa de los tejidos vivos está también relacionada con el aldehído D-glicérico y es levógira; es, pues, la D(-)-fructosa.

Una cosa interesante: todos los azúcares hallados en los tejidos vivos están relacionados con el aldehído D-glicérico, sea cualquiera el sentido en que desvíen el plano de polarización; son todos miembros de la serie D.

Dicho más aparatosamente, los azúcares de la vida son todos derechos[18].

Pero ¿por qué?

Si buscamos el motivo de irregularidades en la estructura de los compuestos del tejido vivo tenemos que fijarnos en las enzimas. Todos los compuestos sintetizados en tejidos vivos se sintetizan por mediación de moléculas de enzima, las cuales son todas asimétricas.

Debemos, pues, inquirir la naturaleza de la asimetría de las enzimas.

Todas ellas son proteínas. Las moléculas de proteína están formadas de cadenas de amino-ácidos, que se presentan en unas veinte variedades, todas ellas de muy semejante estructura. En cada una hay un carbono central que lleva ligados: 1.º, un átomo de hidrógeno; 2.º, un grupo amina; 3.º, un grupo carboxilo, y 4.º, cualquiera de los veinte distintos grupos que denominaremos conjuntamente «cadenas laterales».

En el aminoácido más sencillo, «la glicina», la cadena lateral es otro átomo de hidrógeno, así que el carbono central está ligado sólo a tres grupos diferentes. Por eso la glicina es simétrica y ópticamente inactiva.

En todos los demás aminoácidos, la cadena lateral representa un cuarto grupo ligado al carbono central, lo que significa que éste es asimétrico; y que cada aminoácido, fuera de la glicina, puede existir en dos formas especularmente simétricas. Pero en realidad cada aminoácido existe en los tejidos vivos en una sola de las dos; y en cada caso, se encuentra esa misma forma en todo tejido vivo de cualquier clase.

Pero ¿en cuál forma? Algunos aminoácidos son dextrógiros, en la forma natural existente, y otros levógiros; pero no hemos de guiarnos por eso. Hay que referir su naturaleza estructural al aldehído glicérico como pauta.

Al hacerlo resulta que, sin excepción, todos los aminoácidos existentes en materia viva de cualquier clase son de la serie L[19].

Podemos, pues, abstenernos en absoluto de preguntar por qué existe en los tejidos una forma de cierto azúcar —o de otro compuesto— y no su imagen especular, y concretarnos a los aminoácidos. De ellos se deriva todo, así que podemos preguntar: ¿por qué son todos los aminoácidos de la serie L?

No es difícil responder por qué todos los aminoácidos pertenecen a la misma serie. Cuando los aminoácidos se agrupan para formar una molécula de proteína, las cadenas laterales sobresalen por uno u otro lado, y algunas son muy abultadas. Las moléculas proteicas no tienen sitio sobrado para ellas.

Si la cadena de aminoácidos constase a la vez de ácidos L y ácidos D, ocurriría a menudo que un aminoácido L iría seguido inmediatamente de uno D. Entonces las cadenas laterales sobresaldrían por el mismo lado, y en muchos casos se estorbarían seriamente. Mas si, por el contrario, la cadena consta sólo de aminoácidos L, las cadenas laterales sobresaldrán alternativamente por uno y otro lado; quedará disponible más sitio, y podrá formarse más fácilmente una molécula proteica.

Pero… lo mismo ocurriría si la cadena constase sólo de aminoácidos D. En efecto, no hay razón para pensar que las proteínas compuestas sólo de aminoácidos D serían en nada diferentes en forma y función de las que ahora existen; que los organismos formados por esas proteínas D serían en nada inferiores a los existentes ahora; que una ecología entera, basada en organismos D, sería en ningún aspecto menos viable que el sistema que de hecho existe en el mundo.

Surge, pues, la cuestión: ¿por qué una y no la otra?

¿Por qué ha desarrollado la tierra una ecología L y no una D?

La explicación más sencilla posible y, por tanto, quizá la más probablemente verdadera, es que por efecto del puro azar.

En el océano primitivo, falto de vida, se estaban construyendo constantemente moléculas más complejas, a partir de las sencillas, gracias a fuentes de energía tales como la radiación ultravioleta del sol. Entre esas moléculas en construcción había aminoácidos L y aminoácidos D[20]

Éstos se asociaban en cadenas, que se desarrollarían con máxima facilidad, todas a partir de una de las formas, o de la otra; de modo que existirían a la vez cadenas D y cadenas L.

Al cabo, algunas cadenas se harían lo bastante complicadas para tener propiedades enzimáticas, y podrían quizá colaborar con ácidos nucleicos, que también estarían formándose. (Los ácidos nucleicos contienen cinco azúcares carbónicos en sus moléculas, que siempre son de la serie D.) Acaso por puro azar fuese una cadena de aminoácido L la primera que alcanzó la complejidad necesaria, y en combinación con el ácido nucleico empezó a multiplicarse. (Es característico de la vida el estar basada en moléculas capaces de formar réplicas de sí mismas).

De ese modo, la molécula de proto-vida, sirviéndose a sí misma de modelo, pudo formar muchas más cadenas de aminoácido L de las que hubiese formado la simple casualidad. La ecología L había tomado la delantera y, por reproducirse a sí misma, nunca la perdería ya. La decisión entre L y D se habría, pues, consumado en el comienzo mismo de la historia de la vida.

Igual hubiese podido suceder lo contrario; de modo que si estudiásemos muchos planetas habitados, análogos a la Tierra, podríamos encontrar que como una mitad de ellos presentarían ecología D y la otra mitad ecología L.

Como los alimentos procedentes de organismos D no podrían digerirlos (o quizá sólo con dificultad) los organismos L como los nuestros, y como ello podría determinar manifestaciones de alergia, serias y aun fatales, la exploración de la galaxia por el hombre podría enfrentarse con un serio peligro. Un planeta podría ser un paraíso, y aun así resultar inadecuado para la colonización, si el análisis diese formas vitales D.

Pero ¿tenemos que recurrir al puro azar? Hay fuentes de asimetría no vitales. La luz puede experimentar una polarización, llamada «polarización circular», que se manifiesta como giro, o hacia la derecha, o hacia la izquierda.

Una variedad especial de esa luz, siendo asimétrica, afectaría más a un compuesto que a su gemelo especular.

Un químico, partiendo de una mezcla de los dos gemelos a partes iguales, terminaría con exceso de uno de ellos, pasando de la simetría a la asimetría, sin intervención de la vida. Pero, en general, terminaría sólo con un 0,5 por 100, aproximadamente, de la asimetría que se obtiene con un solo gemelo.

Sin embargo, podemos imaginar, en el mundo primitivo, una fuente de luz circularmente polarizada; por ejemplo, la reflexión de la luz solar en la superficie del océano. Esa luz podría actuar con más intensidad sobre los aminoácidos D que sobre los L, y entonces los D se formarían con más dificultad, y se descompondrían más fácilmente una vez formados. Habría así una especie de preferencia intrínseca por la ecología L.

Lo malo es que no se ve razón para que la luz se polarice circularmente «a izquierdas», más que «a derechas». Si se polariza igual en los dos sentidos, como es de creer, no habrá preferencia.

Pero acaba de surgir algo nuevo: un botánico húngaro apellidado Garay (ignoro el nombre), comunicó en 1968 que una solución de aminoácidos, bombardeada con electrones energéticos del estroncio 90, no se descompone por igual. La forma D se descompone sensiblemente más de prisa que la L.

¿Por qué?

He aquí una posibilidad. Cuando las partículas beta se deceleran al atravesar la disolución emiten rayos gamma, polarizados circularmente. Si esos rayos se produjesen en igual cantidad en las formas izquierda y derecha, no importaría, pero ¿se producen así?

Como expliqué en el capítulo «El electrón es zurdo», la ley de paridad falla en las interacciones débiles, y ésas son las que afectan a los electrones. El fallo significa que el electrón no tiene simetría izquierda-derecha. Por decirlo así, «es zurdo». En consecuencia, los rayos que producen están polarizados circularmente «a izquierdas», y eso hace que los aminoácidos D se formen más difícilmente y, una vez formados, se descompongan con más facilidad.

Se deduce, pues, que la no conservación de la paridad lleva aparejada un sistema de preferencias en cuanto a los isómeros ópticos. En toda galaxia (o Universo) hecha de materia en la que predominen los electrones y protones debemos esperar, en los planetas con vida, un cierto predominio de la ecología L.

En cambio, en toda galaxia (o Universo) de antimateria, en la que predominen los positrones y antiprotones, hay que esperar predominio de la ecología D, en los planetas con vida.

Cierto que esta relación que postulamos entre la no conservación de la paridad y la asimetría de la vida es, por hoy, sumamente aventurada; pero yo me siento sentimentalmente inclinado a ella. Creo firmemente que la ciencia es única, y encuentro de una dramática justicia que un descubrimiento como el de la «no conservación de la paridad», que parece tan extra-humano y «de torre de marfil», sirva para explicar hechos tan fundamentales acerca de la vida y del hombre, de usted y de mí.