1. Futuro amenazador

En resumidas cuentas, hay dos modos de enjuiciar a los autores de ficción científica.

Una consiste en tenerlos por chiflados: «¿Cómo van esos hombrecillos verdes, Isaac?». «¿Estuviste en la luna hace poco, Isaacito simpático?».

La otra manera consiste en tomarlos por sagaces escrutadores de lo futuro: «¿Cómo serán las aspiradoras del siglo XXI, doctor Asimov?». «¿Qué adelanto sustituirá a la televisión, profesor?».

De las dos yo creo que prefiero la primera. Al fin, ser chiflado es bien fácil. Yo puedo hacerlo sin preparación, en cualquier momento o lugar, desde los tés facultativos hasta los congresos de ficción científica.

Es mucho más difícil predecir lo futuro, sobre todo en los términos formulados por quienes nos preguntan, pues a ellos siempre les interesan detalles sobre artefactos, y eso es precisamente lo que yo no puedo decirles.

Comprenderéis, pues, que cuando me piden hablarle a un pacifico senado, o escribir un artículo para una revista especialmente seria, el tema que menos me gusta tratar es «Lo futuro, tal como yo lo veo».

Comprenderéis también que el tema que casi siempre me piden que trate es… bueno, habéis acertado.

Por eso me niego; al menos intento negarme. Desgraciadamente, aunque en mis convicciones soy firme y escrupuloso, presto a morir mucho antes de comprometer mis principios, tengo un punto débil: soy una pizca asequible a la adulación.

Por eso, cuando el New York Times me llamó poco después de abrirse la Feria Mundial de Nueva York, invitándome a visitarla a expensas de ellos y a escribirles un artículo sobre cómo será el mundo dentro de unos cincuenta años, yo vacilé primero, después acepté.

Después de todo yo pensaba visitar la feria sin falta, y esperaba pasarlo allá de primera (y así fue), y además me halagaba la invitación del Times, etc.

Pues bien, escribí el artículo y apareció el 16 de agosto de 1964, en Sunday Times Magazine Section (por si acaso, amables lectores, queréis irrumpir como locos en la biblioteca, para leerlo).

Pero pronto sufrí las consecuencias de haberme salido de mis casillas, pues al día siguiente de salir el artículo recibí otra lisonjera invitación a hacer un artículo semejante para otros. Después vino otra lisonjera invitación a tomar parte en una de esas conversaciones por radio, respondiendo a preguntas de oyentes («Predicciones rápidas sobre cualquier tema, de memoria, sin consultar libros doctor Asimov»), etc. Naturalmente tuve que seguir aceptando lisonjeras invitaciones.

Todavía hoy, si no hago terribles esfuerzos por zafarme, me expongo a quedar clasificado, mientras viva, como infalible escrutador de lo futuro, perdiendo para siempre las apacibles delicias de la chifladura.

Quizá pueda romper el encanto, aprovechando esta tribuna para exponer mi opinión sobre las posibilidades pronosticadoras de la novela científica. Así la gente, obteniendo una visión exacta de todo ello, dejará de pedirme que haga el ingrato papel de profeta.

Para el profano, es decir, para quienes, por vivir fuera de nuestro recinto, asocian al término «ficción científica» peludas visiones de Flash Gordon y de monstruos del Lago Ness, el único aspecto serio de la ficción científica es que predice cosas, y con eso suelen significar que predice cosas concretas.

El profano, enterado de que autores de ficción científica trataron de la energía atómica décadas antes de inventarse la bomba, imagina que esos escritores expusieron concienzudamente la teoría de la fisión uránica. O sabiendo que autores de ficción científica han descrito excursiones a la luna, imagina que tales autores publicaban detallados planos de cohetes de tres etapas.

Mas la verdad es que los escritores de ficción científica son invariablemente inconcretos. El simple hecho de que yo hable de robots positrónicos, y diga que obedecen a las «tres leyes del robot», no tiene el menor valor predictivo desde el punto de vista ingenieril. Imaginaos, como ejemplo, la conversación que un entrevistador (E) tiene conmigo (A).

E.: ¿Qué es un robot positrónico?

A.: Un robot con cerebro positrónico.

E.: ¿Y qué es un cerebro positrónico?

A.: Un cerebro en el que corrimientos positrónicos sustituyen a los corrimientos electrónicos del cerebro humano.

E.: Pero ¿por qué han de ser los positrones superiores para eso a los electrones?

A.: No lo sé.

E.: ¿Cómo evita usted que sus positrones se combinen con electrones, produciendo una inundación de energía que convertiría al robot en un charco de metal fundido?

A.: No tengo la menor idea.

E.: Y a propósito, ¿cómo somete usted flujos protónicos a las «tres leyes del robot»?

A.: No tengo ni noción.

Eso no me avergüenza. Al escribir mis cuentos de robots, no era mi intención explicar en detalle ingeniería de robots. Me propuse sólo representar una sociedad en que abundasen los robots avanzados, procurando sacar las posibles consecuencias.

Mi enfoque no era en modo alguno lo específico, sino las generalidades. Claro que una predicción específica puede acertar, pero yo apostaría a que prácticamente todos esos aciertos llevan una circunstancia modificativa, que hace que tal predicción no sea una predicción auténtica.

Puedo citar un ejemplo tomado de mis propios relatos, pero antes de hacerlo, malquistándome con todos y cada uno, porque parece que me pongo por modelo a mí mismo, quiero contar un caso en que mi pronóstico resultó ridículamente inexacto.

Una vez escribí un cuento breve titulado Everest, en el cual expliqué el fracaso humano en escalar ese monte, diciendo que su cumbre estaba ocupada por unos observadores marcianos y que los «abominables hombres de las nieves» eran realmente… bueno, ya lo adivináis.

Entregué ese cuento el 7 de abril de 1953, y el Everest fue escalado con éxito, sin trazas de marcianos, el 29 de mayo siguiente. Pero el cuento se publicó medio año después.

Ahora ya me atrevo a contar algo que suena a predicción acertada. En mi cuento Superneutrón un personaje le pregunta a otro sí se recuerda cómo eran «las primeras centrales de energía atómica de hace ciento setenta años y cómo funcionaban».

«Creo —era la respuesta— que obtenían energía por el método clásico de la fisión del uranio. Bombardeaban uranio con neutrones lentos y lo escindían en masurio, bario, rayos gamma y nuevos neutrones, estableciendo un proceso cíclico».

Cuando le leo a alguien ese párrafo no dice nada, hasta que le muestro que la revista en que apareció ese cuento lleva fecha de septiembre de 1941, y le digo que lo entregué en julio, y que lo escribí en diciembre de 1940, es decir, dos años antes de que se construyese el primer reactor nuclear automantenido y doce antes de que se construyese la primera planta de energía nuclear, destinada a producir electricidad para usos pacíficos.

Cierto que no fui capaz de predecir que el elemento cuarenta y tres sólo temporalmente se llamó masurio, cuando por error creyeron descubrirlo; y que cuando lo descubrieron de verdad lo llamaron «tecnecio». En realidad su descubrimiento verdadero ocurrió dos años antes de escribirse mi cuento, pero su nuevo nombre no había llegado a mí. Además tampoco tuve el talento de decir «reacción en cadena», en vez de «proceso cíclico».

Así y todo, ¿no es una predicción asombrosa?

¡Tontería! No hubo en absoluto predicción.

El cuento fue escrito un año después de descubrirse y publicarse la fisión del uranio. Hecha pública esa fisión, todo lo dicho acerca de bombas atómicas y fábricas de energía nuclear era una simple elaboración, evidente por sí misma.

A principios de 1944 apareció el relato de Cleve Cartmill Línea de Muerte. Descubría las consecuencias de una bomba atómica con tan gráfica corrección (quince meses antes de la explosión de la primera bomba atómica en Alamogordo), que la F.B.I. fue alertada. Y tampoco eso fue predicción auténtica, sino simple elaboración, evidente por sí, de un descubrimiento conocido.

Mi tesis, en suma, es que no son los detalles lo predicho; los puntos concretos de ingeniería, los artilugios, las artimañas. Las predicciones de esa clase, o no son predicciones, o son golpes fortuitos de suerte, sin importancia en todo caso.

La vaga brocha gorda con que bosqueja lo futuro el escritor de ficción científica resulta particularmente adecuada para los amplios y vagos movimientos de reacción social. A ese escritor le incumben los grandes rasgos de la historia, no las minucias y maquinarias.

Permitidme un ejemplo de lo que considero el más notable caso de auténtico pronóstico, aparecido en relatos de ficción científica. Se trata de Solución Incompleta, por Robert Heinlein, bajo el pseudónimo Anson MacDonald. Apareció a principios de 1941, medio año antes de Pearl Harbor, cuando Hitler estaba en el apogeo de sus conquistas.

Trata el relato del final de la Segunda Guerra Mundial y se equivoca en muchos detalles. Por ejemplo, Heinlein no llegó a predecir Pearl Harbor; así que, en su historia, los Estados Unidos permanecen en paz.

Pero sí pronosticó que los Estados Unidos organizarían un enorme programa de investigación para desarrollar armas nucleares. Verdad es que no fue una bomba atómica lo que Heinlein les hizo inventar, sino el «polvo atómico». Se saltó la bomba, por decirlo así, y fue derecho al residuo.

Como en esa historia no había habido Pearl Harbor, el polvo atómico no se lanzó sobre ciudades japonesas, sino alemanas. Terminada la guerra, las demás naciones (sobre todo la Rusia soviética) se guardaban de perturbar la paz, ante la simple existencia de la bomba en manos americanas.

Pero ahora, ¿qué habría que hacer con esa arma? El narrador supone regocijado (aun antes de usarse el «polvo») que con ese poder en manos norteamericanas la paz mundial queda impuesta y el milenio se inaugurará bajo el auspicio de una «Pax Americana».

Pero el protagonista discurre de otro modo. Dice (y espero que Heinlein no tomará a mal que le copie dos párrafos):

¡Hum! ¡Ojalá fuese así de sencillo! Pero no seguirá siendo secreto nuestro; no cuentes con ello. Ni aunque consigamos guardar silencio absoluto; a cualquiera le bastará la pista dejada por el propio polvo mismo, y ya será sólo cuestión de tiempo el que alguna otra nación desarrolle una técnica para fabricarlo. Es imposible impedir que los cerebros funcionen, John; y la reinvención del método es matemáticamente segura, en cuanto sepan lo que están buscando. Y el uranio es una sustancia bastante abundante, bien repartida por el globo; ¡no lo olvides!

Ocurrirá lo siguiente: Una vez descubierto el secreto —y llegará a descubrirse si usamos esos polvos—, el mundo entero será comparable a una habitación llena de hombres, provisto cada uno de un arma del 45 cargada. No pueden salir de la habitación y cada uno depende, para seguir vivo, de la buena voluntad de los demás. Todo ofensiva sin defensa. ¿Me entiendes?

¿Qué hacer entonces? Considerad de nuevo el título de Heinlein Solución Incompleta.

El hecho es que Heinlein predijo la «amenaza nuclear» que hoy existe antes de que se iniciase la era nuclear. Siete años largos después de haber hecho Heinlein su predicción, los dirigentes políticos norteamericanos seguían arrullando su sueño con la seguridad de que teníamos, en el secreto de la bomba, un monopolio que duraría generaciones, por aquello de que «sólo los yanquis saben hacerlas».

La amenaza nuclear no sólo es más difícil de predecir que la bomba, sino que su predicción era la que importaba realmente. Pensad cuánto más fácil fue inventar la bomba, que encontrar una salida segura de la «amenaza nuclear», según estamos viendo. Meditemos, pues, qué útil les hubiese sido a los estadistas haber dedicado algún tiempo a pensar en las consecuencias de la bomba y no sólo en fabricarla.

La ficción científica cumple, pues, su misión más útil, al predecir no artificios, sino consecuencias sociales. En esta tarea de predecir consecuencias sociales podría ejercer formidable impulso, para perfeccionar la humanidad.

Permitidme que intente esclarecer aún más este punto, presentando un caso hipotético. Suponeos en el año 1880, y que el automóvil es el sugestivo ingenio de lo futuro, que concentra la atención de todos los escritores de ficción científica. ¿Qué clase de novela suponéis que podía haberse escrito en 1880, acerca del automóvil, entonces futuro?

Podría haberse tomado el automóvil como un simple artefacto. La novela saldría llena de toda clase de galimatías científicos, describiendo el funcionamiento del automóvil. Se contaría el apuro producido por el fallo del «framistán» en el momento crítico, y cómo se salvaría el protagonista, improvisando un «escape» con el coche de un niño, y enganchándolo astutamente al «bispalador», para «mutonar la carrogela».

(Todo sin sentido, claro; pero yo os citaría docenas de cuentos de ese mismísimo estilo, si no fuese porque los autores tienen tan buenos puños como mal genio).

También puede considerarse al automóvil como un simple accesorio en las aventuras. Cualquier cosa que pueda hacerse a caballo lo hace uno en automóvil; pues bien, en un cuento del Oeste, donde dice «caballo» se pone «automóvil».

Escribiríamos, pues, por ejemplo: «El automóvil tronaba calle abajo, batiendo con sus poderosos neumáticos, mientras sacudía furiosamente a uno y otro lado sus piezas traseras, y su fulgurante y espumosa toma de aire aparecía orlada de aceite». Luego, cuando el coche ha cumplido su misión de rescatar a la muchacha y fastidiar a los malos, «mete su manga de tomar esencia en un cubo de gasolina y se aprovisiona tranquilamente».

Claro que esto es sátira, pero dudo que diste mucho de la realidad. Yo apostaría a que montones de aspirantes a brillar en la novela científica empiezan relatos como éste: «La nave espacial patinó al detenerse a ocho millones de kilómetros de Venus; sus frenos chirriaron humeantes».

El motivo único de que no veáis tales relatos es que antes los ven los editores.

Es notorio que escribir una novela científica en que un automóvil no es más que un ingenio o un supercaballo, es perder el tiempo. Podrá, sí, proporcionarle al autor un honrado dólar y al lector una hora de honrado esparcimiento. Pero ¿dónde está su importancia? Habrá predicho el automóvil, pero predecir sólo la existencia del automóvil no es nada.

¿Qué hay del efecto del automóvil en la sociedad y en la gente? Al cabo lo que le interesa al público es la gente.

Suponed, por ejemplo, que consideráis el automóvil como un objeto disponible a millones, para uso de cualquiera que desee comprar uno. (Recordad que estamos en 1880). Imaginaos una población entera sobre ruedas.

¿No se extenderán las ciudades, al no necesitar nadie vivir cerca del sitio en que trabaja? ¡Poder vivir a diez millas y, sin embargo, presentarse veloz por la mañana y largarse por las tardes! En suma, las ciudades, ¿no ampliarán sus suburbios, mientras sus centros decaen?

Y si hay millones de coches, ¿no habrá que llenar la nación de anchas carreteras? ¿Y cómo modificará eso las vacaciones? ¿Y la busca de trabajo? ¿Y los ferrocarriles? Y si los jóvenes pueden alejarse en los autos, ¿cómo cambiará eso su situación social? ¿Y el sexo y las mujeres?

Diréis, claro, que es muy fácil, mirando desde lo presente la situación pre-automovilística, hablar de lo que tenía que suceder; y yo he de admitir que, en efecto, nadie me supera en afición a hacer predicciones infalibles de lo pasado.

Pero tampoco es completamente imposible prever. Allá en 1901, H. G. Wells, apenas iniciada la era del automóvil, escribió un libro titulado Previsiones acerca de la reacción del progreso mecánico y científico sobre la vida y el pensamiento humanos, en el cual, entre otras cosas, describe la moderna era del motor con asombrosa exactitud.

Muy bien: vais a escribir, pues, una novela científica en 1880, acerca del automóvil, haciendo algo menos trivial que predecir sencillamente ese vehículo. Vais a escoger vuestra trama en los fascinantes cambios que produce el auto en la sociedad. Es más, vais a elegir uno que ni siquiera H. G. Wells pronosticó.

Empecemos. Ya habéis motorizado la sociedad; cada cabeza de familia tiene un auto, algunos tienen dos.

Todas las mañanas, desde los suburbios circundantes, entran en la ciudad varios cientos de miles de coches; todas las tardes vuelven a salir. La ciudad se convierte en un gigantesco organismo, que absorbe coches por la mañana y los expele por la tarde.

Hasta aquí vamos bien. Ahora interviene nuestro protagonista, sujeto corriente y sencillo; mujer, dos hijos; sentido del humor, conductor excelente. La ciudad lo sorbe: vedlo guiando hacia ella, entre muchos, muchos otros coches, convergentes todos hacia su interior.

¡Ah! Pero cuando todos entran en la ciudad, ¿dónde se meten?

Pues ¡ahí está! ¡Ahí está! De aquí el título de la obra Aplastamiento. ¿Y el contenido? Una deliciosa sátira de cómo nuestro héroe pasa todo el día buscando dónde aparcar, sin hallar más que calles atascadas, taxistas, guardias de tráfico, camiones, zonas prohibidas, garajes abarrotados, bocas de riego, etc.

Sátira deliciosa en 1880. Hoy tomaría carácter, más bien, de fuerte tragedia realista.

Ahora recapacitemos. Si en 1880 se hubiera escrito realmente esa historia, y hubiese llamado la atención lo suficiente para interesar a los estadistas, ¿no hubiese resultado un tantico posible que desde 1880 se hubiese planificado el crecimiento de las ciudades, teniendo presente la futura motorización?

Pensad en ello los que vivís en ciudades como Nueva York y Boston, que han sido concienzudamente planificadas para los ingenuos carros de mano, y decidme qué recompensa no habría merecido el escritor que hubiese hecho esa advertencia.

¿Veis, pues, cómo la predicción importante no es el automóvil, sino el problema de aparcarlo; no la radio, sino los seriales; no el impuesto, sino la declaración de ingresos; no la bomba atómica, sino la amenaza nuclear? No la acción, en suma, sino la reacción.

Claro que esperar que el hombre de 1880 planificase ciudades para una sociedad acaso motorizada es quizá esperar demasiado de la humana naturaleza. Pero sospecho que esperar hoy día lo equivalente es esperar lo estrictamente indispensable.

Llevamos ya un siglo presenciando cómo se producen cambios sociales con rapidez cada vez mayor, viéndonos sorprender desprevenidos por las consecuencias de un creciente desfase.

A estas alturas ya hemos aprendido a esperar cambios y muy radicales, y vamos resignándonos a la necesidad de prevenirnos con planificaciones previas.

La misma existencia y popularidad de la novela científica indica hasta qué punto se van considerando inevitables las transformaciones, y una de las misiones de la novela científica es hacerle menos desabrido al hombre normal el hecho del cambio.

Por mucho que el vulgo en general ignore la ficción científica y se ría de ella, no puede quedar del todo ajeno a su contenido. Algunos de sus peculiares temas se han infiltrado en la conciencia popular, aunque sólo sea en forma de historietas, muy vagas y desfiguradas. Por eso la aparición de armas nucleares, proyectiles cohetes y satélites artificiales no ha chocado con la resistencia psicológica que se le habría opuesto antaño.

Pero basta ya de lo pasado. Estamos en lo presente y la tarea de cuantos escribimos ficciones científicas consiste en contemplar lo futuro; el auténtico de ahora, no el retrospectivo de 1880.

Estamos sometidos a cuatro series, por lo menos, de cambios revolucionarios de primera categoría, cada uno de los cuales sigue una trayectoria clara e inevitable.

¿Cuál será la reacción a cada uno de ellos?

El primero y más alarmante es la «explosión demográfica», que la novela científica ha tratado de numerosas maneras. Yo recuerdo muchas obras construidas sobre el fondo de un mundo superpoblado. Bóvedas de acero es un ejemplo entre mis propios libros, y otro es Planeta en salsaComerciantes espaciales»), de Frederik Pohl y Cyril Kornbluth.

La fábula más violenta y efectista de esta clase (al menos para mí) es Los empadronadores, de Frederik Pohl, en que la población es mantenida al nivel deseado, por el sencillo procedimiento de hacer un censo mundial cada diez años, y fusilar a uno de cada trece alistados, o de cada quince o cada nueve, según la proporción que se juzgue necesaria.

Eso es «anti-predicción», si me permitís acuñar la palabra. Fred Pohl no pensó evidentemente que eso iba a ocurrir. Sabíamos, sabemos todos, que tal solución es inconcebible.

Pero la «anti-predicción» de algo imposible tiene también su utilidad. De puro escandalosa y desconcertante, puede obligar a detenerse y meditar, a gentes demasiado propensas a resolver lo insoluble ignorándolo. ¡Bien! No mataremos al azar al exceso de pobladores; pero ¿qué otra cosa podremos hacer?

Otra transformación revolucionaria es la «explosión del automatismo». Eso implica, es claro, el rápido advenimiento de un mundo equivalente a la situación, familiar en la novela científica, en que todos los trabajos manuales, y muchos de los mentales, son hechos por robots. ¿Qué le sucede a la humanidad en ese caso?

Karel Capek abordó el tema en R. U. R., ya en 1921. Un ejemplo más reciente lo trata Jack Williamson en Con las manos cruzadas.

Mas ¿en qué clase de mundo viviremos, cuando el trabajo interesante se convierta en un lujo, al alcance de los menos; cuando el aburrimiento se haga enfermedad mundial? ¿Pueden los tiempos ponerse aún más neuróticos que ahora? Pensadlo leyendo Atracción venidera, de Fritz Leiber, sobre nuestro neurótico porvenir.

Un tercer cambio revolucionario es la «explosión del saber», pues los descubrimientos científicos se producen con tal rapidez y densidad, que la mente humana se ha quedado incapaz de comprenderlos en toda su profundidad, fuera de «especialidades» sumamente estrechas.

Un ensayo mío en este campo fue una obra titulada Mano Muerta, en que yo postulaba la existencia de escritores científicos profesionales, que espiaban en las obras científicas de otros, y luego escribían artículos concisos y claros. Además servían de puente entre las especialidades, con su conocimiento ínter-doctrinal, amplio aunque poco profundo.

Un cuarto cambio radical es la «explosión libertadora», la liberación de las antiguas colonias, la revolución de los «indígenas» y las concomitantes reclamaciones de derechos civiles dentro de los Estados Unidos.

Quizá en este campo la ficción científica no ha trabajado tan concienzudamente como en los anteriores. Ray Bradbury tiene una excelente obra titulada, si recuerdo bien, Camino en medio del aire, sobre el efecto en los Estados Unidos de una emigración en masa de negros a Marte. Yo mismo, más realista en cierto modo, contemplé la posibilidad de un África independiente en mi obra Conflicto evitable, publicada en 1950, bien antes de las realidades, por cierto. Pero también en mi novela Las corrientes del espacio traté yo, aunque no muy explícitamente, lo confieso, del papel del negro en la colonización de la Galaxia.

Éstos son, sin duda, algunos de los grandes cambios que nos esperan. Cada uno de ellas bastará para trastornar el mundo que conocemos, antes de que pase una sola generación. Si hemos de evitar que los trastornos degeneren en desintegración, tenemos que hacer conjeturas inteligentes sobre dónde nos llevan, y actuar en consonancia desde ahora.

Es misión de los escritores de novelas científicas, aparte de ganarse la vida y divertir a los lectores, hacer tales conjeturas; y eso les convierte, a mi juicio, en los más importantes servidores que hoy tiene la humanidad.

Cierto que ya no son sólo los autores de novelas científicas quienes hacen esas conjeturas. Hemos progresado tanto en esto, que varias agencias gubernamentales, institutos de investigación y empresas industriales hacen esfuerzos desesperados por descifrar en la nebulosa bola de cristal esos misterios. Pero es mi convicción personal que casi todos los funcionarios ministeriales o de empresa, dedicados a eso, fueron alguna vez lectores de novelas científicas.

Conque mirad lo que he hecho. Comencé el capítulo con la intención de quejarme de tener que escribir tantos difíciles artículos de predicción, y lo acabo convencido de que debería escribir más aún.

¡Gran prueba de mis dotes proféticas!