12. Electrones

Rayos catódicos

Cuando Leucipo y su discípulo Demócrito propusieron por vez primera la noción de átomo (véase cap. 1) lo concibieron como la partícula última e indivisible de la materia. Dalton, unos dos mil años después, mantuvo esa opinión (véase cap. 5). Parecía necesario suponer que, por definición, el átomo no tenía estructura interna. Si el átomo podía dividirse en entidades aún menores, ¿no serían entonces dichas entidades menores los verdaderos átomos?

A través del siglo XIX persistió esta concepción del átomo como partícula carente de fisonomía, carente de estructura e indivisible. Cuando esta teoría se vino finalmente abajo, fue como consecuencia de una línea de experimentación que no era en absoluto de naturaleza química. Muy al contrario, sucedió mediante estudios de la corriente eléctrica.

Si en un lugar existe una concentración de carga eléctrica positiva, y en otro una concentración de carga eléctrica negativa, entre los dos se establece un potencial eléctrico. Bajo la fuerza impulsora de este potencial eléctrico, fluye una corriente eléctrica desde un punto al otro, tendiendo esta corriente a igualar la concentración.

La corriente fluye más fácilmente a través de unos materiales que de otros. Los metales, por ejemplo, son conductores, y basta incluso con un pequeño potencial eléctrico para originar una corriente a través de ellos. Las sustancias como el vidrio, la mica y el azufre son no-conductores o aislantes, y se precisan potenciales eléctricos enormes para impulsar a través de ellas aun las corrientes más pequeñas.

No obstante, partiendo de un potencial eléctrico suficiente, puede crearse una corriente a través de cualquier material, sólido, líquido o gaseoso. Algunos líquidos (una solución salina, por ejemplo) conducen corrientes eléctricas con bastante facilidad, como ya sabían, de hecho, los primeros experimentadores. Un rayo también representa una corriente eléctrica que se traslada casi instantáneamente a través de millas de aire.

A los experimentadores del siglo XIX les parecía razonable avanzar un paso más e intentar conducir una corriente eléctrica a través del vacío. Sin embargo, para obtener resultados significativos, se precisaba un vacío lo bastante perfecto como para permitir que la corriente cruzase (si es que lo hacía) sin interferencias significativas por parte de la materia.

Los intentos de Faraday para dirigir electricidad a través del vacío fracasaron por falta de un vacío suficientemente perfecto. Pero en 1855, un soplador de vidrio alemán, Heinrich Geissler (1814-79), ideó un método para producir vacíos más altos que los que se habían obtenido hasta entonces. Preparó recipientes de vidrio, haciendo el vacío en ellos. Un amigo suyo, el físico alemán Julius Plücker (1801-68) utilizó estos tubos de Geissler en sus experimentos eléctricos.

Plücker introdujo dos electrodos en tales tubos, estableció un potencial eléctrico entre ellos, y consiguió hacer pasar una corriente a través de los tubos. La corriente producía efectos luminiscentes dentro del tubo, y dichos efectos variaban precisamente de acuerdo con el grado de vacío. Si el vacío era muy alto, la luminiscencia desaparecía, pero el vidrio del tubo despedía una luz verde alrededor del ánodo.

El físico inglés William Crookes (1832-1919) ideó en 1875 un tubo con un vacío más perfecto (un tubo de Crookes), que permitía estudiar con mayor facilidad el paso de la corriente eléctrica a través del vacío. Parecía bastante claro que la corriente eléctrica se originaba en el cátodo y viajaba hasta el ánodo, donde chocaba con el vidrio que estaba junto a él y producía luminiscencia. Crookes demostró esto colocando un trozo de metal en el tubo, y mostrando que proyectaba una sombra sobre el vidrio en el lado opuesto al cátodo[30].

Sin embargo, en aquella época los físicos no sabían en qué podría consistir la corriente eléctrica, ni podían decir con seguridad qué era lo que se estaba moviendo desde el cátodo al ánodo. Fuese lo que fuese, viajaba en línea recta (puesto que arrojaba sombras nítidas), de modo que, sin comprometerse para nada acerca de su naturaleza, podían hablar de una «radiación». En realidad, en 1876, el físico alemán Eugen Goldstein (1850-1930) llamó al flujo rayos catódicos.

Parecía natural suponer que los rayos catódicos podían ser una forma de luz, y estar formados por ondas. Las ondas viajaban en línea recta, como la luz, y, lo mismo que ésta, no parecían afectadas por la gravedad. Por otra parte, podía igualmente inferirse que los rayos catódicos consistían en partículas veloces, que, al ser tan ligeras o moverse tan rápidamente (o ambas cosas a la vez), no eran en absoluto afectadas por la gravedad o lo eran en cantidad inapreciable. El asunto fue motivo de considerable controversia durante algunas décadas, estando los físicos alemanes fuertemente inclinados hacia la concepción ondulatoria, y los físicos ingleses hacia la corpuscular.

Un modo de decidir entre las dos alternativas sería averiguar si los rayos catódicos eran desviados por la acción de un imán. Las partículas podían ser magnéticas, o podían llevar una carga eléctrica, y en cualquier caso serían mucho más fácilmente desviadas por un campo que si fuesen ondas.

El mismo Plücker había mostrado que este efecto existía, y Crookes había hecho lo propio independientemente. Sin embargo, todavía quedaba una cuestión. Si los rayos catódicos estaban formados por partículas cargadas, un campo eléctrico podría desviarlas, aunque al principio no se detectó este efecto.

En 1897, el físico inglés Joseph John Thomson (1856-1940), trabajando con tubos de alto vacío, logró finalmente demostrar la deflexión de los rayos catódicos en un campo eléctrico (ver fig. 20). Ese fue el eslabón final en la cadena de pruebas, y a partir de entonces hubo que aceptar que los rayos catódicos eran corrientes de partículas que transportaban una carga eléctrica negativa. La magnitud de la desviación de una partícula de rayos catódicos en un campo magnético de fuerza dada viene determinada por su masa y por el tamaño de su carga eléctrica. Thomson logró también medir el cociente entre la masa y la carga, si bien no pudo medir cada una por separado.

Fig. 20. El tubo de rayos catódicos permitió a Thomson medir la desviación de los haces electrónicos en campos eléctricos de intensidad conocida. El haz pasaba entre las placas, cuyo campo desviaba a los electrones, desplazando sus puntos de choque a lo largo de la escala.

La masa más pequeña conocida era la del átomo de hidrógeno, y si las partículas de los rayos catódicos se suponían de esa misma masa, deberían transportar una carga eléctrica cientos de veces mayor que la menor carga conocida (la del ion hidrógeno). Si, por otra parte, se suponía que las partículas de los rayos catódicos tenían la menor carga observada en los iones, entonces su masa debería ser sólo una pequeña fracción de la del átomo de hidrógeno. Una de estas dos alternativas debería de cumplirse necesariamente, según la determinación de Thomson de la relación masa/ carga.

Había buenas razones para preferir la última alternativa y suponer que las partículas de los rayos catódicos eran mucho menores que cualquier átomo. Hacia 1911 quedó esto definitivamente probado por el físico americano Robert Andrews Millikan (1868-1953), que midió con bastante exactitud la mínima carga eléctrica que podía transportar una partícula.

Si esta carga era transportada por una partícula de rayos catódicos, su masa sería solamente 1/1837 de la del hidrógeno. En consecuencia, se trataba de la primera partícula subatómica descubierta.

Desde la época de las leyes de Faraday sobre la electrólisis (véase cap. 5) se había pensado que la electricidad podía ser transportada por partículas. En 1891, el físico irlandés George Johnstone Stoney (1826-1911) había incluso sugerido un nombre para la unidad fundamental de electricidad, fuese o no una partícula. Sugirió el nombre de electrón.

Ahora aparecía, por fin, en forma de partícula de rayos catódicos, el «átomo de electricidad», acerca del cual habían especulado los hombres a lo largo de medio siglo. Esas partículas acabaron llamándose electrones, como Stoney había sugerido, y J. J. Thomson se considera, por tanto, como el descubridor del electrón.

El efecto fotoeléctrico

Quedaba ahora por determinar si existía alguna relación entre el electrón y el átomo. El electrón podía ser la partícula de electricidad, y el átomo la partícula de materia; y ambas podían carecer, quizá, de estructura, ser partículas esenciales, completamente independientes la una de la otra.

Pero estaba bastante claro que la independencia acaso fuese total. Arrhenius, en los años 1880-89, había propuesto su teoría de la disociación iónica (ver cap. 9) y había explicado el comportamiento de los iones suponiendo que eran átomos o grupos de átomos cargados eléctricamente. En aquel momento, la mayoría de los químicos tacharon la idea de absurda, pero ahora las cosas eran distintas.

Imaginemos un electrón ligado a un átomo de cloro. Tendríamos entonces un átomo de cloro portador de una sola carga negativa, lo que constituiría el ion cloruro. Si dos electrones se uniesen a un grupo atómico compuesto de un átomo de azufre y cuatro átomos de oxígeno, el resultado sería un ion sulfato doblemente cargado, y así sucesivamente. De este modo se podrían explicar fácilmente todos los iones cargados negativamente.

Pero ¿cómo explicar los iones cargados positivamente? El ion sodio, por ejemplo, era un átomo de sodio portador de una carga positiva. Por aquel entonces no se conocía ninguna partícula cargada positivamente que se pareciese al electrón, de modo que no se podía utilizar el recurso de suponer que los átomos se unirían a tales partículas de carga positiva.

Otra posibilidad era que la carga positiva se creara quitándole uno o dos electrones al átomo: ¡electrones que habían existido como parte del mismo átomo!

Esta revolucionaria posibilidad era tanto más plausible debido a un fenómeno observado por primera vez en 1888 por el físico alemán Heinrich Rudolf Hertz (1857-1894), en el curso de unos experimentos en los que descubrió las ondas de radio.

Mientras enviaba una chispa eléctrica a través de un espacio de aire de un electrodo a otro, Hertz halló que cuando en el cátodo incidía una luz ultravioleta, la chispa saltaba más fácilmente. Esto, junto con otros fenómenos eléctricos provocados por la incidencia de la luz sobre el metal, se denominó posteriormente efecto fotoeléctrico.

En 1902, el físico alemán Philipp Eduard Anton Lenard (1862-1947), que en sus primeros años había trabajado de ayudante en el laboratorio de Hertz, demostró que el efecto fotoeléctrico se producía por la emisión de electrones por parte del metal.

Eran muchos los metales que exhibían efectos fotoeléctricos; todos ellos emitían electrones bajo el impacto de la luz, incluso cuando no existía corriente eléctrica o carga eléctrica en las proximidades. En consecuencia, parecía razonable suponer que los átomos metálicos (y probablemente todos los átomos) contenían electrones.

Pero los átomos en su estado normal no poseían carga eléctrica. Si contenían electrones cargados negativamente, debían contener también una carga positiva que lo contrarrestase. Lenard pensó que los átomos podían consistir en agrupaciones tanto de partículas positivas como negativas, iguales en todos los aspectos salvo en la carga. Esta posibilidad, sin embargo, parecía bastante improbable, ya que de ser así ¿por qué no emitía nunca el átomo partículas de carga positiva? ¿Por qué eran siempre electrones y solamente electrones?

J. J. Thomson sugirió entonces que el átomo era una esfera sólida de material cargado positivamente, con electrones cargados negativamente incrustados en ella, como las pasas de una tarta. En el átomo ordinario, la carga negativa de los electrones neutralizaba exactamente a la carga positiva del propio átomo. La adición de nuevos electrones proporcionaba al átomo una carga negativa, mientras que la pérdida de algunos de los electrones originarios le proporcionaba una carga positiva.

Sin embargo, el concepto de un átomo sólido, cargado positivamente, no logró prevalecer. Mientras que las partículas con carga positiva y exactamente comparables a un electrón siguieron siendo desconocidas en las primeras décadas del siglo XX, se descubrieron otros tipos de partículas positivas.

En 1886, Goldstein (que había dado su nombre a los rayos catódicos) realizó algunos experimentos con un cátodo perforado en un tubo en el que había hecho el vacío. Cuando se provocaban rayos catódicos en un sentido hacia el ánodo, otros rayos se abrían paso a través de los agujeros del cátodo, y eran despedidos en el sentido contrario.

Como estos nuevos rayos viajaban en el sentido contrario al de los rayos catódicos cargados negativamente, parecía que debían estar compuestos por partículas cargadas positivamente. Esta hipótesis se confirmó al estudiar la forma en la que se desviaban en un campo magnético. En 1907, J. J. Thomson los llamó rayos positivos.

Los rayos positivos se diferenciaban de los electrones en algo más que la carga. Todos los electrones tenían la misma masa, pero no así las partículas de los rayos positivos, donde la masa dependía de los gases que estuvieran presentes (en trazas) en el tubo de vacío. Además, mientras que los electrones eran sólo 1/1837 de la masa del átomo más ligero, las partículas de los rayos positivos tenían la misma masa que los átomos. Hasta la más ligera partícula de los rayos positivos tenía una masa tan grande como la del átomo de hidrógeno.

El físico neozelandés Ernest Rutherford (1871-1937) decidió finalmente aceptar el hecho de que la unidad de carga positiva era una partícula bastante diferente del electrón, que era la unidad de carga negativa. Sugirió en 1914 que la partícula más pequeña de los rayos positivos, la que tenía la masa del átomo de hidrógeno, fuese aceptada como la unidad fundamental de carga positiva. Sus opiniones se vieron confirmadas por sus posteriores experimentos sobre reacciones nucleares (véase cap. 14), en lo que frecuentemente vio que obtenía una partícula idéntica a un núcleo de hidrógeno. En 1920, Rutherford sugirió que su partícula positiva fundamental se denominase protón.

Radiactividad

Al descubrimiento de las partículas cargadas positivamente se llegó también a través de una línea de experimentación completamente diferente.

El físico alemán Wilhelm Konrad Röntgen (1845-1923) se hallaba interesado en la capacidad de los rayos catódicos para provocar la luminiscencia de determinadas sustancias químicas. Con el fin de observar la mortecina luz que se producía, oscureció la habitación y envolvió su tubo de vacío en una cartulina negra y fina. Trabajando en 1895 con dicho tubo observó un destello de luz que no provenía de éste. A bastante distancia del tubo se hallaba una hoja de papel cubierta con un producto químico, que es lo que resplandecía. Pero sólo resplandecía cuando estaban actuando los rayos catódicos, y no en otro momento.

Röntgen sacó la conclusión de que cuando los rayos catódicos chocaban con el ánodo se creaba alguna forma de radiación que podía pasar a través del vidrio del tubo y del cartón que lo rodeaba, y chocar con los materiales circundantes. En efecto, si trasladaba el papel tratado químicamente a la habitación de al lado, seguía resplandeciendo cuando actuaban los rayos catódicos, de modo que había que deducir que la radiación era capaz de atravesar las paredes. Röntgen llamó a esta penetrante radiación rayos X, denominación que se ha conservado hasta la actualidad. (Posteriormente se determinó que los rayos X eran de la misma naturaleza que las ondas luminosas, pero mucho más energéticas). (Véase fig. 21.)

Fig. 21. El aparato de rayos X utilizado por Röntgen consistía en: (A) bobina inductora de alto voltaje; (B) papel pintado con platino-cianuro bárico, que resplandecía al ser alcanzado por los rayos; (C) tubo rodeado por una envoltura cilíndrica de cartón negro; (D) el cátodo, que emitía electrones.

El mundo de la física se interesó en seguida por los rayos X, y entre los que comenzaron a experimentar con ellos se encontraba el físico francés Antoine Henri Becquerel (1852-1908). Interesado en la capacidad de algunos productos químicos para resplandecer con una luz característica propia (fluorescencia) al ser expuestos a la luz del sol, se planteó la pregunta de si el resplandor fluorescente contenía o no rayos X.

En 1896, Becquerel envolvió una película fotográfica en un papel negro y la colocó a la luz del sol, con un cristal de cierto compuesto de uranio encima. El cristal era una sustancia fluorescente; y si la luz emitida fuese simplemente luz ordinaria, no pasaría a través del papel negro ni afectaría a la película fotográfica. Si existiesen en ella rayos X, pasarían a través del papel y oscurecerían la película. Becquerel observó que la película se había velado. Pero descubrió que aunque el cristal no estuviese expuesto a la luz —no habiendo, pues, fluorescencia— oscurecía de todos modos la película fotográfica. En resumen, ¡los cristales emitían una radiación penetrante en todo momento!

Marie Sklodowska Curie (1867-1934), la primera mujer científica de renombre, dio a este fenómeno el nombre de radiactividad. Determinó que no era todo el compuesto de uranio, sino específicamente el átomo de uranio, el que era radiactivo. Tanto si el átomo se hallaba en su forma de elemento, como si formaba parte de un compuesto, era radiactivo. En 1898 descubrió que el torio, un metal pesado, era también radiactivo. Madame Curie, polaca de nacimiento, llevó a cabo sus investigaciones con la ayuda de su marido el francés Pierre Curie, físico notable.

La radiación emitida por el uranio y el torio se manifestó rápidamente como de naturaleza bastante compleja. Cuando un haz de dicha radiación se hacía pasar a través de un campo magnético, parte se desviaba ligeramente en un sentido, parte se desviaba fuertemente en el sentido contrario, y parte resultaba inafectada. Rutherford dio a estos tres componentes de la radiación los nombres de rayos alfa, rayos beta y rayos gamma, respectivamente, tomados de las tres primeras letras del alfabeto griego.

Como los rayos gamma no resultaban desviados por el campo magnético, se decidió que era una radiación semejante a la luz, como los rayos X, pero aún más energéticos. Los rayos beta eran desviados en el mismo sentido y en la misma proporción que los rayos catódicos; Becquerel determinó que estos rayos se componían de electrones rápidos. Los electrones individuales emitidos por las sustancias radiactivas se designan, por tanto, con el nombre de partículas beta. Quedaba por determinar todavía la naturaleza de los rayos alfa.

Los experimentos con rayos alfa en campos magnéticos mostraron una desviación opuesta a la de los rayos beta. Así pues, los rayos alfa tenían que estar cargados positivamente. Resultaban desviados sólo muy ligeramente, por lo que debían tener una masa muy grande; en efecto, resultó que tenían cuatro veces la masa de las partículas que Rutherford había denominado protones.

Esta proporción de pesos parecía indicar que los rayos alfa podían consistir en partículas compuestas de cuatro protones cada una. Pero en ese caso, cada partícula debería poseer una carga positiva igual a la de cuatro protones; sin embargo, tal como se descubrió, su carga solamente era igual a la de dos protones. Por esta razón hubo que suponer que la partícula alfa, junto con los cuatro protones, contenía también dos electrones. Estos electrones neutralizarían dos de las cargas positivas sin añadir prácticamente ninguna masa.

Durante cerca de treinta años se creyó que esta combinación de protones y electrones constituía la estructura de las partículas alfa y que combinaciones parecidas formarían otras partículas de carga positiva. Sin embargo, esta deducción planteaba problemas. Existían razones teóricas para dudar de que la partícula alfa pudiese estar formada de hasta seis partículas más pequeñas.

En 1932, durante los experimentos sugeridos por Rutherford, el físico inglés James Chadwick (1891-1974) descubrió una partícula que tenía exactamente la misma masa que el protón, pero que no poseía ninguna carga eléctrica. Debido a que era eléctricamente neutra, se denominó neutrón.

Werner Karl Heisenberg (1901-76), un físico alemán, sugirió en seguida que no eran combinaciones de protón-electrón las que formaban las partículas cargadas positivamente, sino combinaciones de protón-neutrón. La partícula alfa, según esta sugerencia, estaría compuesta de dos protones y dos neutrones, con una carga positiva total de dos, y una masa total cuatro veces superior a la de un solo protón.

Los físicos hallaron que una partícula alfa formada por cuatro partículas subatómicas en lugar de seis se ajustaba maravillosamente a sus teorías. Desde entonces se ha aceptado la estructura protón-neutrón.