10. Química orgánica de síntesis

Colorantes

Cuando en la primera mitad del siglo XIX hombres como Berthelot (véase cap. 6) empezaron a unir moléculas orgánicas, estaban ampliando drásticamente los límites aceptados de su ciencia. En lugar de limitar sus investigaciones al entorno físico existente, estaban comenzando a imitar la creatividad de la naturaleza, y sobrepasar a ésta iba a ser sólo cuestión de tiempo. En cierto modo, el trabajo de Berthelot con algunas de sus grasas sintéticas marcó un comienzo en este sentido pero todavía quedaba mucho por hacer.

La incompleta comprensión de la estructura molecular confundía a los químicos orgánicos del siglo XIX, pero el progreso de la ciencia era tan irresistible, que al menos en un episodio significativo esta deficiencia resultó ser una ventaja.

Por aquella época (la década de 1840) existían pocos químicos orgánicos de renombre en Gran Bretaña, y August Wilhelm von Hofmann (1818-92), que había trabajado bajo la dirección de Liebig (véase cap. 6), fue importado a Londres desde Alemania. Como ayudante se le asignó, algunos años más tarde, a un estudiante muy joven, William Henry Perkin (1838-1907). Un día, en presencia de Perkin, Hofmann especulaba en voz alta sobre la posibilidad de sintetizar quinina, el valioso antimalárico. Hofmann había realizado investigaciones sobre los productos obtenidos del alquitrán de hulla (un líquido negro y espeso obtenido al calentar carbón en ausencia de aire), y se preguntaba si sería posible sintetizar quinina a partir de un producto del alquitrán de hulla como la anilina. La síntesis, si pudiese llevarse a cabo, constituiría un gran éxito, decía Hofmann; liberaría a Europa de su dependencia de los remotos trópicos para el aprovisionamiento de quinina.

Perkin, totalmente enardecido, se fue a casa (donde tenía un pequeño laboratorio propio) para emprender la tarea. Si él o Hofmann hubiesen conocido mejor la estructura de la molécula de quinina, habrían sabido que la tarea era imposible para las técnicas de mediados del siglo XIX. Afortunadamente, Perkin lo ignoraba y, aunque fracasó, consiguió algo quizá más importante.

Durante las vacaciones de Pascua de 1856, había tratado la anilina con dicromato potásico y estaba a punto de desechar la mezcla resultante como si fuera un nuevo fracaso, cuando sus ojos percibieron un reflejo púrpura en ella. Añadió alcohol, que disolvió algo del preparado y adquirió un hermoso color púrpura.

Perkin sospechó que tenía ante sí un colorante. Dejó la escuela y utilizó algún dinero de la familia para montar un taller. Al cabo de seis meses, obtenía lo que llamó «púrpura de anilina». Los tintoreros franceses aclamaron el nuevo tinte y denominaron al color «malva». Tan popular llegó a hacerse dicho color, que este período de la historia se conoce como «la década malva». Perkin, habiendo fundado la vasta industria de los colorantes sintéticos, pudo retirarse, en plena opulencia, a los treinta y cinco años.

No mucho después de la original proeza de Perkin, Kekulé y sus fórmulas estructurales proporcionaron a los químicos orgánicos un mapa del territorio, por así decirlo. Utilizando este mapa, podían crear esquemas lógicos de reacción, métodos razonables para alterar una fórmula estructural paso a paso, con el fin de convertir una molécula en otra. Se hizo posible sintetizar nuevas sustancias químico-orgánicas, no ya por accidente, como el triunfo de Perkin, sino deliberadamente.

Con frecuencia las reacciones conseguidas recibían el nombre de su descubridor. Por ejemplo, un método para añadir dos átomos de carbono a una molécula, descubierto por Perkin, se denomina la reacción de Perkin; otro método para romper un anillo conteniendo un átomo de nitrógeno, descubierto por el maestro de Perkin, se llama la degradación de Hofmann.

Hofmann regresó a Alemania en 1864, y allí se lanzó al nuevo campo de la química orgánica de síntesis que su joven discípulo había inaugurado. Contribuyó a fundar lo que, hasta la Primera Guerra Mundial, siguió siendo casi un monopolio alemán en su especialidad.

Los tintes naturales se duplicaban en el laboratorio. En 1867, Baeyer (el de la «teoría de las tensiones») comenzó un programa de investigación que posteriormente condujo a la síntesis del índigo. Esta conquista, a largo plazo, iba a desplazar del mercado a las extensas plantaciones de índigo del lejano Oeste. En 1868 un estudiante discípulo de Baeyer, Karl Graebe (1841-1927), sintetizó la alizarina, otro importante colorante natural.

Sobre todos estos éxitos se fundaron el arte y la técnica de la química aplicada, que en las últimas décadas ha afectado tan radicalmente nuestras vidas y que no deja de progresar a pasos agigantados. Se ha desarrollado una serie interminable de nuevas técnicas para alterar las moléculas orgánicas, y para examinar algunas de las más importantes es preciso que nos desviemos un poco de la corriente principal de la teoría química. Hasta este momento nuestro relato se ha prestado a una narrativa directa y una línea de desarrollo clara, pero en este capítulo y el próximo tendremos que discutir algunos avances individuales cuya escasa relación mutua salta a la vista inmediatamente. Toda vez que estos avances constituyen las aplicaciones de la química a las necesidades humanas, son esenciales para nuestra breve historia de esta ciencia, aunque pueda parecer que se separan de la corriente principal. En los últimos tres capítulos volveremos a la clara línea de desarrollo teórico.

Medicamentos

Compuestos naturales de complejidad cada vez mayor fueron sintetizados después de Perkin. Desde luego, la sustancia sintética no podía competir económicamente con el producto natural, excepto en casos relativamente raros, como el del índigo. Pero la síntesis servía normalmente para establecer la estructura molecular, y esto es algo que posee siempre un gran interés teórico (y a veces práctico).

Veamos algunos ejemplos. El químico alemán Richard Willstätter (1872-1942) estableció cuidadosamente la estructura de la clorofila, el catalizador vegetal que absorbe la luz y hace posible la utilización de la energía solar en la producción de carbohidratos a partir de dióxido de carbono.

Dos químicos alemanes, Heinrich Otto Wieland (1877-1957) y Adolf Windaus (1876-1959), determinaron la estructura de los esteroides y compuestos derivados. (Entre los esteroides se hallan muchas hormonas importantes). Otro químico alemán, Otto Wallach (1847-1931), dilucidó afanosamente la estructura de los terpenos, importantes aceites vegetales (una conocida muestra de los cuales es el mentol), mientras que un cuarto, Hans Fischer (1881-1945), determinó la estructura del hemo, la materia colorante de la sangre.

Vitaminas, hormonas, alcaloides, todos ellos han sido investigados en el siglo XIX, y en muchos casos se determinó la estructura molecular. Por ejemplo, en los años treinta, el químico suizo Paul Karrer (1889-1971) estableció la estructura de los carotenoides, importantes pigmentos vegetales con los que se relaciona estrechamente la vitamina A.

El químico inglés Robert Robinson (1886-1975) se dedicó sistemáticamente a los alcaloides. Su mayor éxito fue descubrir la estructura de la morfina (excepto un átomo, que era dudoso) en 1925, y la estructura de la estricnina en 1946. Posteriormente, el trabajo de Robinson fue confirmado por el químico americano Robert Burns Woodward (1917-1979), que sintetizó la estricnina en 1954. Woodward comenzó a cosechar triunfos en la síntesis cuando él y su colega americano William von Eggers Doering (n. 1917) sintetizaron la quinina en 1944. Es éste el compuesto cuya búsqueda a ciegas por Perkin había dado resultados tan magníficos.

Woodward pasó luego a sintetizar moléculas orgánicas más complicadas, entre las que se incluye el colesterol (el más corriente de los esteroides) en 1951, y la cortisona (una hormona esteroidea) en el mismo año. En 1956 sintetizó la reserpina, el primer tranquilizante, y en 1960 la clorofila. En 1962 Woodward sintetizó un compuesto complejo relacionado con la acromicina, un antibiótico muy conocido.

Trabajando en otra dirección, el químico ruso-americano Phoebus Aaron Theodor Levene (1869-1940) había deducido las estructuras de los nucleótidos, que servían como ladrillos para la construcción de las moléculas gigantes que son los ácidos nucleicos. (Hoy día se sabe que los ácidos nucleicos controlan la actividad química del cuerpo). Sus conclusiones fueron completamente confirmadas por el trabajo del químico escocés Alexander Robertus Todd (n. 1907), que sintetizó los diferentes nucleótidos, así como compuestos derivados, en los años cuarenta y principios de los cincuenta.

Algunas de estas sustancias, especialmente los alcaloides, poseían propiedades medicinales, y por ello se agrupan bajo el título general de medicamentos. A principios del siglo XIX se demostró que los productos enteramente sintéticos podían tener dicha utilización, y de hecho se revelaron como medicamentos valiosos.

La sustancia sintética arsfenamina fue utilizada en 1909 por el bacteriólogo alemán Paul Ehrlich (1854-1915) como agente terapéutico contra la sífilis. Se considera que esta aplicación fundó el estudio de la quimioterapia, el tratamiento de las enfermedades utilizando productos químicos específicos.

En 1908 fue sintetizado un nuevo compuesto denominado sulfanilamida, que se sumó al gran número de productos sintéticos que se conocían pero que carecían de usos determinados. En 1932, a través de las investigaciones del químico alemán Gerhard Domagk (1895-1964), se descubrió que la sulfanilamida y algunos compuestos derivados podían utilizarse para combatir diversas enfermedades infecciosas. Pero, en este caso, los productos naturales alcanzaron y sobrepasaron a los sintéticos. El primer ejemplo fue la penicilina, cuya existencia descubrió accidentalmente en 1928 el bacteriólogo escocés Alexander Fleming (1881-1955). Fleming había dejado un cultivo de gérmenes estafilocócicos sin cubrir durante algunos días, al cabo de los cuales halló que se había enmohecido. Una circunstancia inesperada le hizo fijarse con más atención. Alrededor de cada partícula de espora del hongo aparecía un área clara en la que el cultivo bacteriano se había disuelto. Investigó el asunto hasta donde pudo, sospechando la presencia de una sustancia antibacteriana, pero las dificultades de aislar el material le derrotaron. La necesidad de medicamentos que combatiesen las infecciones durante la Segunda Guerra Mundial se tradujo en un nuevo y masivo abordamiento del problema. Bajo la dirección del patólogo anglo-australiano Howard Walter Florey (1898-1968) y el bioquímico angloalemán Ernst Boris Chain (1906-79), se aisló la penicilina y se determinó su estructura. Era el primer antibiótico («contra la vida», en el sentido de vida microscópica, desde luego). Hacia 1945, un proceso de cultivo de hongos y concentración del producto rendía media tonelada de penicilina al mes.

Los químicos aprendieron en 1958 a interrumpir la formación del hongo en su fase media, obtener el núcleo central de la molécula de penicilina, y después añadir a dicho núcleo varios grupos orgánicos que no se habrían formado de modo natural. Estos productos sintéticos tenían en algunos casos propiedades superiores a las de la propia penicilina. Durante los años cuarenta y cincuenta se aislaron de diversos hongos otros antibióticos, como la estreptomicina y la tetraciclina, que empezaron a usarse de inmediato.

La síntesis de complejos orgánicos no podía lograrse sin análisis periódicos que sirvieran para identificar el material obtenido en diferentes etapas del proceso de síntesis. Normalmente, el material disponible para los análisis era muy escaso, de modo que los análisis eran inciertos en el mejor de los casos, e imposibles muchas veces.

El químico austríaco Fritz Pregl (1869-1930) redujo con gran acierto el tamaño del equipo utilizado en los análisis. Obtuvo una balanza de suma precisión, diseñó finas piezas de vidrio, y hacia 1913 había ideado una eficaz técnica de microanálisis. Los análisis de muestras pequeñas, hasta entonces impracticables, se convirtieron ahora en un proceso muy exacto.

Los métodos clásicos de análisis implicaban normalmente la medición del volumen de una sustancia consumida en la reacción (análisis volumétricos), o del peso de una sustancia producida en la reacción (análisis gravimétrico). A medida que avanzaba el siglo XX fueron introduciéndose métodos físicos de análisis que utilizaban la absorción de la luz, los cambios en la conductividad eléctrica y otras técnicas aún más reformadas.

Proteínas

Las sustancias orgánicas mencionadas en el apartado anterior están casi todas formadas por moléculas que existen como unidades simples, que no se rompen fácilmente con un tratamiento químico suave y que no se componen de más de cincuenta átomos, aproximadamente. Pero existen sustancias orgánicas formadas por moléculas que son auténticos gigantes, con miles e incluso millones de átomos. Tales moléculas no son nunca de naturaleza unitaria, sino que siempre están formadas a partir de «ladrillos» más pequeños.

Es fácil romper tales moléculas gigantes en sus unidades constitutivas con el fin de estudiar éstas. Levene lo hizo en su estudio de los nucleótidos, por ejemplo. Era natural tratar de estudiar también las moléculas gigantes intactas, y a mediados del siglo XIX se dieron los primeros pasos en este sentido. El primero en hacerlo fue el químico escocés Thomas Graham (1805-1866), gracias a su interés por la difusión, esto es, la forma en que las moléculas de dos sustancias que han entrado en contacto se entremezclan. Empezó por estudiar la velocidad de difusión de los gases a través de agujeros pequeños o tubos delgados. Hacia 1831 logró demostrar que la velocidad de difusión de un gas era inversamente proporcional a la raíz cuadrada de su peso molecular (ley de Graham).

Posteriormente, Graham pasó a estudiar la difusión de sustancias disueltas y descubrió que las soluciones de sustancias como sal, azúcar o sulfato de cobre eran capaces de atravesar una hoja de pergamino (probablemente con orificios submicroscópicos). En cambio, otros materiales disueltos como la goma arábiga, la cola o la gelatina no atravesaban el pergamino. Era claro que las moléculas gigantes del último grupo de sustancias no podían pasar a través de los orificios del pergamino.

A los materiales que podían pasar a través del pergamino (y que resultó que se obtenían fácilmente en forma cristalina) Graham los llamó cristaloides. A los que no podían, como la cola (en griego kolla), los llamó coloides. El estudio de las moléculas gigantes se convirtió en una parte importante del estudio de la química de los coloides, a la que Graham dio origen de este modo[25].

Supongamos que a un lado de la hoja de pergamino hay agua pura, y al otro lado una solución coloidal. Las moléculas de agua pueden entrar fácilmente en la cámara coloidal, mientras que las moléculas coloidales bloquean la salida. Por tanto, el agua penetra en la porción coloidal del sistema más rápidamente de lo que sale, y el desequilibrio determina una presión osmótica.

El botánico alemán Wilhelm Pfeffer (1845-1920) demostró en 1877 que se podía medir esta presión osmótica, y a partir de las medidas determinar el peso molecular de las grandes moléculas en la solución coloidal. Fue el primer método razonablemente bueno para estimar el tamaño de dichas moléculas.

Un método aún mejor fue ideado por el químico sueco Theodor Svedberg (1884-1971), que desarrolló la ultracentrífuga en 1923. Este aparato hacía girar las soluciones coloidales, impulsando a las moléculas gigantes hacia afuera por efecto de la enorme fuerza centrífuga. Partiendo de la velocidad con la cual desplazaban las moléculas gigantes podía determinarse el peso molecular.

El ayudante de Svedberg, Arne Wilhelm Kaurin Tiselius (1902-71), también sueco, ideó en 1927 métodos mejores para separar las moléculas gigantes en base a las distribuciones de carga eléctrica sobre la superficie molecular. Esta técnica, la electroforesis, tuvo particular importancia en la separación y purificación de proteínas.

Aunque los métodos proporcionaban de este modo datos relativos a la estructura global de las moléculas gigantes, los químicos aspiraban a comprender los detalles químicos de esa estructura. Su interés se centraba especialmente en las proteínas.

Mientras que las moléculas gigantes como el almidón y la celulosa de la madera están formadas por un solo tipo de unidad que se repite indefinidamente, la molécula proteica se compone de unas veinte unidades distintas aunque muy semejantes; los diferentes aminoácidos (véase cap. 6). Por esta razón, las moléculas proteicas son tan maleables y ofrecen una base tan satisfactoria para la sutileza y la diversidad de la vida, aunque precisamente por eso son también tan difíciles de caracterizar.

Emil Fischer, que había determinado anteriormente la estructura detallada de las moléculas de azúcar (véase página 129), empezó a estudiar la molécula proteica a finales de siglo. Demostró que la porción amino de un aminoácido se unía a la porción ácido de otro para formar un enlace peptídico y lo probó en 1907, uniendo efectivamente aminoácidos de esta forma (juntó dieciocho de ellos) y demostrando que el compuesto resultante poseía algunas propiedades características de las proteínas.

Sin embargo, la determinación del orden de los aminoácidos que forman una cadena polipeptídica en una molécula proteica tal como ocurre en la naturaleza, tuvo que esperar el paso de otro medio siglo y el descubrimiento de una nueva técnica.

Dicha técnica comenzó con el botánico ruso Mijail Semenovich Tsvett (1872-1919). Dejó gotear una mezcla de pigmentos vegetales coloreados a través de un tubo de óxido de aluminio en polvo. Las diferentes sustancias de la mezcla se adherían a la superficie de las partículas de polvo con diferente intensidad. Al lavar la mezcla, los componentes individuales se separaban para formar bandas de color. Tsvett observó este efecto en 1906 y llamó a la técnica cromatografía («escritura en color»).

Aunque en un principio pasó inadvertido el artículo donde Tsvett publicara sus resultados, en los años veinte Willstätter y Richard Kuhn (1900-67), estudiante de química germano-austriaco, reintrodujeron la técnica. Ésta fue perfeccionada en 1944 por los químicos ingleses Archer John Porter Martin (n. 1910) y Richard Laurence Millington Synge (n. 1914), quienes utilizaron papel de filtro absorbente en lugar de la columna de polvo. La mezcla se deslizaba a lo largo del papel de filtro y se separaba; esta técnica se denomina cromatografía en papel.

A últimos de los años cuarenta y principios de los cincuenta, se logró descomponer diversas proteínas en sus aminoácidos constituyentes. Las mezclas de aminoácidos fueron después aisladas y analizadas en detalle mediante la cromatografía en papel. De este modo se obtuvo el número total de cada uno de los aminoácidos presentes en la molécula proteica, pero no el orden exacto en que intervenía cada uno de ellos en la cadena polipeptídica. El químico inglés Frederick Sanger (n. 1918) se centró en el estudio de la insulina, una hormona proteica compuesta de unos cincuenta aminoácidos distribuidos entre dos cadenas polipeptídicas conectadas entre sí. Rompió la molécula en cadenas más pequeñas, y estudió cada una de ellas por separado según la cromatografía en papel. Aunque tardó ocho años de trabajo en resolver semejante rompecabezas, en 1953 obtuvo el orden exacto de los aminoácidos en la molécula de insulina. Los mismos métodos se han utilizado desde 1953 para obtener la estructura detallada de moléculas proteicas aún más largas.

El siguiente paso era confirmar este resultado sintetizando una molécula proteica dada, aminoácido por aminoácido. En 1954, el químico americano Vincent du Vigneaud (1901-78) rompió el hielo sintetizando oxitocina, una pequeña molécula proteica compuesta de ocho aminoácidos solamente. Pronto llegaron hazañas más complicadas, y se sintetizaron cadenas de docenas de aminoácidos. En 1963 se logró reconstruir en el laboratorio las cadenas de aminoácidos de la propia insulina.

No obstante, ni siquiera el orden de los aminoácidos representaba por sí mismo todo el conocimiento útil relativo a la estructura molecular de las proteínas, las proteínas, al calentarlas suavemente, pierden con frecuencia y de modo permanente las propiedades de su estado natural; se dice entonces que han sido desnaturalizadas. Las condiciones que provocan la desnaturalización son por lo general demasiado suaves para romper la cadena polipeptídica. Así pues, la cadena debe de ir unida a alguna estructura definida mediante «enlaces secundarios» débiles. Estos enlaces secundarios implican normalmente un átomo de hidrógeno situado entre un átomo de nitrógeno y uno de oxígeno. La fuerza de dicho enlace de hidrógeno es sólo la veinteava parte de la de un enlace de valencia ordinaria.

En los primeros años 1950, el químico americano Linus Pauling (n. 1901) sugirió que la cadena polipeptídica estaba arrollada en una estructura helicoidal (como una «escalera en espiral»), que se mantenía en su sitio mediante enlaces de hidrógeno. Este concepto se mostró especialmente útil en relación con las relativamente simples proteínas fibrosas que componían la piel y el tejido conjuntivo.

Pero incluso las proteínas globulares, de estructura más complicada, resultaron ser también helicoidales en cierta medida, como demostraron el químico anglo-austriaco Max Ferdinand Perutz (n. 1914) y el químico inglés John Cowdery Kendrew (n. 1917) cuando determinaron la estructura detallada de la hemoglobina y la mioglobina (las proteínas portadoras de oxígeno de la sangre y el músculo, respectivamente). En este análisis hicieron uso de la difracción por rayos X, técnica en la cual un haz de rayos X pasa a través de un cristal y es dispersado por los átomos del mismo. La dispersión en una dirección y ángulo dados es óptima cuando los átomos están ordenados según un modelo regular. A partir de los detalles de la dispersión es posible deducir las posiciones de los átomos dentro de la molécula. En el caso de ordenaciones complejas, como las que existen en las moléculas proteicas de cierta magnitud, la tarea es terriblemente tediosa, pero en 1960 se localizó el último detalle de la molécula de mioglobina (compuesta de doce centenares de átomos).

Pauling sugirió también que su modelo helicoidal podía servir para los ácidos nucleicos. El físico anglo-neozelandés Maurice Hugh Frederick Wilkins (n. 1916), en los primeros años de la década de los cincuenta, sometió los ácidos nucleicos a difracción por rayos X, y su trabajo sirvió para probar la sugerencia de Pauling. El físico inglés Francis Harry Compton Crick (n. 1916) y el químico americano James Dewey Watson (n. 1928) hallaron que se requería una ulterior modificación a fin de explicar los resultados de la difracción. Cada molécula de ácido nucleico tenía que poseer una doble hélice, dos cadenas enrolladas alrededor de un eje común. Este modelo de Watson-Crick, concebido en 1953, constituyó un importante avance en la comprensión de la genética[26].

Explosivos

Las moléculas gigantes tampoco escaparon a la mano modificadora de los químicos. El primer caso ocurrió a raíz de un hallazgo accidental del químico germano-suizo Christian Friedrich Schönbein (1799-1868), que anteriormente se había dado a conocer por el descubrimiento del ozono, una forma de oxígeno.

Haciendo un experimento en su casa, en 1845, derramó una mezcla de ácido nítrico y sulfúrico y utilizó el delantal de algodón de su mujer para secarlo. Colgó el delantal a secar en la estufa, pero una vez seco detonó y desapareció. Había convertido la celulosa del delantal en nitrocelulosa. Los grupos nitro (procedentes del ácido nítrico) servían como una fuente interna de oxígeno, y la celulosa, al calentarse, se oxidó por completo en un instante.

Schönbein comprendió las posibilidades del compuesto. La pólvora negra ordinaria explotaba entre un humo espeso, ennegreciendo las armas, ensuciando los cañones y las armas pequeñas y oscureciendo el campo de batalla. La nitrocelulosa hizo posible la «pólvora sin humo», y por su potencial como propulsor en los proyectiles de artillería recibió el nombre de algodón pólvora.

Los primeros intentos de fabricar algodón pólvora para fines militares fracasaron, debido al peligro de explosiones en las factorías. No fue hasta 1891 cuando Dewar (véase cap. 9) y el químico inglés Frederick Augustus Abel (1827-1902) consiguieron preparar una mezcla segura a base de algodón pólvora. Debido a que la mezcla podía prensarse en largas cuerdas, se denominó cordita. Y gracias a ella y a sus derivados, los soldados del siglo XX han disfrutado de un campo de observación diáfano mientras daban muerte a sus enemigos y eran muertos por éstos.

Uno de los componentes de la cordita es la nitroglicerina, descubierta en 1847 por el químico italiano Ascanio Sobrero (1812-88). Era un explosivo muy potente, incluso demasiado delicado para la guerra. Su empleo en tiempo de paz para abrir carreteras a través de las montañas y para mover toneladas de tierra con diversos propósitos era también peligroso. Y el índice de mortalidad era mayor aún si se utilizaba descuidadamente.

La familia de Alfred Bernhard Nobel (1833-96), un inventor sueco, se dedicaba a la manufactura de nitroglicerina. Cuando, en cierta ocasión, una explosión mató a uno de sus hermanos, Nobel decidió dedicar todos sus esfuerzos a domesticar el explosivo. En 1866 halló que una tierra absorbente llamada «kieselguhr» era capaz de esponjar cantidades enormes de nitroglicerina. El kieselguhr humedecido podía moldearse en barras de manejo perfectamente seguro, pero que conservaban el poder explosivo de la propia nitroglicerina. Nobel llamó a este explosivo de seguridad dinamita. Movido por su espíritu humanitario, pensó con satisfacción que las guerras serían ahora tan horribles que no habría más remedio que optar por la paz. La intención era buena, pero su valoración de la inteligencia humana pecaba de optimista.

La invención de nuevos y mejores explosivos hacia finales del siglo XIX fue la primera contribución importante de la química a la guerra desde la invención de la pólvora cinco siglos antes; pero el desarrollo de los gases venenosos en la Primera Guerra Mundial dejó bastante claro que la humanidad, en las guerras futuras, corrompería la ciencia aplicándola a una labor de destrucción. La invención del aeroplano y, posteriormente, de las bombas nucleares (véase cap. 14) dejó las cosas todavía más claras. La ciencia, que hasta finales del siglo XIX parecía un instrumento para crear la Utopía sobre la Tierra, vino a mostrarse para muchos hombres como una máscara de horrible destino.

Polímeros

Pero había muchos otros campos en los que predominaban los usos pacíficos de las moléculas gigantes. La celulosa completamente nitrada era ciertamente un explosivo, pero parcialmente nitrada (piroxilina) permitía un manejo mucho más seguro, encontrándose importantes aplicaciones para ella.

El inventor americano John Wesley Hyatt (1837-1920), en un intento de ganar la recompensa ofrecida a quien obtuviese un sustituto del marfil para las bolas de billar, empezó a trabajar con la piroxilina. La disolvió en una mezcla de alcohol y éter, y añadió alcanfor para hacerla más segura y maleable. Hacia 1869 había formado lo que llamó celuloide, y ganó el premio. El celuloide fue el primer plástico sintético (es decir, un material que puede moldearse).

Pero si la piroxilina podía moldearse en esferas, también podía extrusionarse en fibras y películas. El químico francés Luis Marie Hilaire Bernigaud, conde de Chardonnet (1839-1924), obtuvo fibras forzando soluciones de piroxilina a través de pequeños agujeros. El disolvente se evaporaba casi al instante, dejando un hilo tras de sí. Estos hilos podían tejerse, dando un material que tenía la suavidad de la seda. En 1884, Chardonnet patentó su rayón (llamado así porque eran tan brillante que parecía despedir rayos de luz).

El plástico en forma de película llegó por derecho propio, gracias al interés del inventor americano George Eastman (1854-1932) por la fotografía. Aprendió a mezclar su emulsión de compuestos de plata con gelatina con el fin de hacerla seca. Esta mezcla era estable y no tenía que ser preparada sobre la marcha. En 1884 sustituyó el vidrio plano por la película de celuloide, lo cual facilitó tanto las cosas, que la fotografía, hasta entonces privilegio de los especialistas, se pudo convertir en un «hobby» al alcance de cualquiera.

El celuloide, aunque no explosivo, era todavía demasiado combustible y encerraba un peligro constante de incendio. Eastman empezó a experimentar con materiales menos inflamables y halló que cuando a la celulosa, en lugar de los grupos nitro, se añadían grupos de acetato, el producto era todavía plástico pero no excesivamente inflamable. En 1924 se introdujo la película de acetato de celulosa, en un momento en que la pujante industria del cine necesitaba un material que redujese el riesgo de incendio.

Pero los químicos tampoco se conformaban con las moléculas gigantes que ya existían en la naturaleza. El químico belga-americano Leo Hendrik Baekeland (1863-1944) estaba investigando a la sazón un sucedáneo de la goma laca. Para este propósito buscaba una solución de una sustancia gomosa, semejante al alquitrán, que resultase de la adición de pequeñas unidades moleculares para formar una molécula gigante. La pequeña molécula es un monómero («una parte»), y el producto final un polímero («muchas partes»).

Hay que decir que la forma en que se unen los monómeros para formar moléculas gigantes no es ningún misterio. Para tomar un ejemplo sencillo, consideremos dos moléculas de etileno (C2H4). Las fórmulas estructurales son

Si imaginamos que un átomo de hidrógeno se traslada de una a otra y que un doble enlace se convierte en enlace sencillo, de manera que pueda usarse un nuevo enlace para unir las dos moléculas, obtendremos una sustancia de cuatro carbonos:

Tal molécula de cuatro carbonos tiene todavía un doble enlace. Por tanto puede volver a combinarse con otra molécula de etileno, por medio del desplazamiento de un átomo de hidrógeno y la apertura de un doble enlace para formar una molécula de seis carbonos con un doble enlace. El mismo proceso conducirá a continuación a una molécula de ocho carbonos, después a una molécula de diez carbonos, y así hasta una molécula casi tan larga como se desee[27].

Baekeland empezó con fenol y formaldehído como unidades del monómero y produjo un polímero para el que no pudo encontrar disolvente alguno. Se le ocurrió entonces que un polímero tan duro y resistente a los disolventes podía ser útil por esas mismas razones. Podía moldearse a medida que se formaba y solidificar en la forma de un no conductor de electricidad, duro, resistente al agua y resistente a los disolventes, pero fácilmente mecanizable. En 1909 anunció la existencia de lo que él llamó bakelita, el primero y todavía, en cierto modo, uno de los más útiles entre plásticos totalmente sintéticos.

Las fibras totalmente sintéticas también iban a ocupar su puesto en el mundo. El pionero en este campo fue el químico americano Wallace Hume Carothers (1896-1937). En unión del químico belga-americano Julius Arthur Nieuwland (1878-1936) había investigado los polímeros relacionados con el caucho, y que tenían algunas de las propiedades elásticas de éste[28]. El resultado, en el año 1932, fue el neopreno, uno de los «cauchos sintéticos» o, como se llaman ahora, elastómeros.

Carothers siguió trabajando con otros polímeros. Dejando que polimerizasen las moléculas de ciertas diaminas y ácidos dicarboxílicos, produjo fibras formadas por largas moléculas que contenían combinaciones de átomos similares a los enlaces peptídicos en la proteína de la seda. Estas fibras sintéticas, una vez estiradas, constituyen lo que ahora llamamos nylon. Introducido en el mercado poco antes de la prematura muerte de Carothers, estalló luego la Segunda Guerra Mundial, y no fue hasta después del conflicto cuando el nylon reemplazó a la seda en casi todos sus usos, especialmente en lencería.

Al principio, los polímeros sintéticos se obtenían por procesos de ensayo y error, pues se sabía poco sobre la estructura de las moléculas gigantes o los detalles de las reacciones necesarias. Un pionero en los estudios de la estructura de polímeros, que acabó con gran parte de la incertidumbre, fue el químico alemán Hermann Staudinger (1881-1965). Gracias a sus trabajos llegaron a comprenderse algunas de las deficiencias de los polímeros sintéticos. Una de ellas provenía de la posibilidad de que los monómeros se uniesen entre sí al azar, de manera que los grupos atómicos contenidos en ellos quedasen orientados en diferentes direcciones a lo largo de la cadena. Esta disposición al azar tendía a debilitar el producto final, al no permitir a las cadenas moleculares empaquetarse correctamente. Las cadenas podían incluso ramificarse, lo cual empeoraba aún más las cosas.

El químico alemán Karl Ziegler (1898-1973) descubrió en 1953 que utilizando cierta resina (un polímero vegetal natural) podía unir a ella átomos de aluminio, titanio o litio como catalizadores. Estos catalizadores permitían conseguir una combinación de monómeros más ordenada, eliminando las ramificaciones.

Gracias a un trabajo similar llevado a cabo por el químico italiano Giulio Natta (1903-79), se logró disponer las agrupaciones atómicas de forma ordenada a lo largo de la cadena polímera. En suma, el arte de la polimerización llegó a tal perfección, que los plásticos, películas y fibras podían producirse prácticamente por encargo, cumpliendo propiedades especificadas de antemano.

Una importante fuente de sustancias orgánicas básicas necesarias para producir los nuevos productos sintéticos en las inmensas cantidades requeridas era el petróleo. Este fluido era ya conocido en la antigüedad, pero su empleo en grandes cantidades tuvo que esperar al desarrollo de técnicas de extracción para acceder a las grandes reservas subterráneas. Edwin Laurentine Drake (1819-80), un inventor americano, fue el primero en perforar en busca de petróleo, en 1859. En el siglo transcurrido desde Drake, el petróleo, como todo el mundo sabe, se ha convertido en el elemento principal de nuestra sociedad: la fuente más importante de sustancias orgánicas, de calor para uso doméstico y de potencia para artefactos móviles, desde aeroplanos y automóviles hasta motocicletas y cortadoras de césped.

El carbón, aunque solemos olvidarlo en esta era del motor de combustión interna, es una fuente aún más abundante de sustancias orgánicas. El químico ruso Vladimir Nikolaevich Ipatieff (1867-1952), en las postrimerías del pasado siglo y comienzos del actual, empezó a investigar las reacciones de los hidrocarburos complejos en el petróleo y en el alquitrán de hulla a elevadas temperaturas. El químico alemán Friedrich Karl Rudolf Bergius (1884-1949) utilizó los hallazgos de Ipatieff para idear en 1912 métodos prácticos para el tratamiento del carbón y de los aceites pesados con hidrógeno, con vistas a fabricar gasolina.

Pero las existencias mundiales totales de combustibles fósiles (carbón y petróleo) es limitada y, en muchos aspectos, irremplazable. Según los estudios llevados a cabo hasta el presente, el agotamiento total de las reservas se prevé para un día que se estima no demasiado lejano. Aunque el siglo XX se halla a cubierto de este riesgo, hay razones para suponer que ello afectará al próximo siglo, sobre todo a la vista de la rápida expansión de la especie humana y el consiguiente incremento de la demanda.