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LA PELIRROJA

MARIO GONZALO, ANFITRIÓN DE LA REUNIÓN de los Viudos Negros de esa noche, había decidido, evidentemente, presentar a su invitado con éclat[18]. Al menos repicó la cuchara contra su copa y, cuando todos habían interrumpido sus conversaciones previas a la cena y levantaron la mirada de sus cócteles, Mario hizo la presentación. Incluso había esperado a Thomas Trumbull, habitualmente demorado, antes de hacerlo.

—Caballeros —dijo—, éste es mi invitado, John Anderssen, con s-s-e-n al final. Pueden descubrir cualquier cosa que quieran acerca de él en el interrogatorio de esta noche. Sin embargo, una cosa debo decir porque sé que este puñado de bocones asexuados nunca lo descubrirá por sí mismo. John tiene una esposa quien es, absolutamente, el espécimen de feminidad más guapo que el mundo haya visto. Y lo digo como un artista con ojo de artista.

Anderssen enrojeció y parecía incómodo. Era un hombre rubio, joven, de tal vez unos treinta años, con un pequeño bigote y piel blanca. Tenía unos cinco pies, diez pulgadas de altura y rasgos bastante formados que puestos juntos formaban un rostro atractivo.

Geoffrey Avalon, mirando hacia abajo, con la espalda bien derecha, desde sus setenta y cuatro pulgadas, dijo:

—Debo felicitarle, señor Anderssen, aunque usted no necesita tomar seriamente la caracterización de Mario acerca de nuestra asexualidad. Estoy seguro de que cada uno de nosotros es bastante capaz de apreciar una mujer hermosa. Yo mismo, aunque podría considerarse que he pasado el primer vigor de juventud de sangre caliente, puedo…

—Déjalo pasar, Jeff —dijo Trumbull—. Déjalo pasar. Si vas a entregarnos un embarazoso resumen de tus hazañas, es mejor que te interrumpa. Desde mi punto de vista, la siguiente mejor cosa que tener a la joven mujer entre nosotros —si nuestras costumbres lo permitieran— sería ver su fotografía. Imagino, señor Anderssen, que lleva una foto de su bella esposa en su cartera. ¿Consentirá en que la veamos?

—No —dijo enfáticamente Anderssen. Entonces ruborizándose furiosamente agregó—. No quiero decir que no puedan verla. Quiero decir que no tengo una fotografía conmigo. Lo siento. —Pero lo dijo desafiante, y claramente no lo sentía.

—Bien, ustedes se la pierden, mis amigos —dijo Gonzalo descaradamente—. Deberían ver su cabello. Es gloriosamente rojo, un rojo tan vivo que brilla en la oscuridad. Y el natural, totalmente natural y sin pecas.

—Bien —dijo Anderssen casi tartamudeando—, ella permanece fuera del sol. Su cabello es su mejor característica.

Emmanuel Rubin, quien había estado parado en los alrededores, viéndose bastante hosco, dijo en voz alta:

—Y un genio a probar, supongo.

Anderssen se volvió hacia él.

—Ella tiene su carácter —dijo con un dejo de amargura. Pero no dijo más.

—Supongo que no hay mito más durable —dijo Rubin— que el que los pelirrojos tienen mal carácter. La rojez del cabello es como la del fuego y los principios de la magia de la simpatía conduce a las personas a suponer que la personalidad se manifestaría en el cabello.

James Drake, quien compartía con Avalon el dudoso privilegio de ser el más viejo de los Viudos, suspiró nostálgico.

—He conocido —dijo— algunas pelirrojas de sangre muy caliente.

—Es seguro que sí —dijo Rubin—. Como todos los demás. Es una suposición autocomplaciente. Los niños pelirrojos, especialmente las niñas, son perdonados por ser desagradables y de mal comportamiento. Los padres suspiran inútilmente y murmuran que eso es por el cabello, y el que tiene cabello rojo en la familia explica cómo el Gran Tío Joe limpiaría el piso con cualquiera de la cantina que diga algo que sea menos que un servil cumplido. Los muchachos suelen crecer y les quitan la basura los compañeros no pelirrojos quienes les enseñan modales, pero a las chicas no. Y, si además fueran hermosas, crecen sabiendo que se les perdonará la descortesía hasta el mango. Una juiciosa patada ocasional en el trasero les haría un mundo de bien.

Rubin, cuidadosamente, no miró a Anderssen durante el curso de su comentario, y Anderssen no dijo una palabra.

Henry, el indispensable camarero en las cenas de los Viudos Negros, dijo tranquilamente:

—Caballeros, pueden tomar asiento.

El chef del Milano había decidido claramente ser ruso esa noche, y un excelente borscht fue seguido por un aun más delicioso Buey Stroganoff en cama de arroz. Rubin, quien habitualmente soportaba la comida con una expresión de estoica desaprobación, en principio, permitió que una sonrisa jugara sobre su rostro de escasa barba en esta ocasión, y se sirvió abundante porción del oscuro pumpernickel.

Mientras, Roger Halsted, cuya inclinación a la buena comida era legendaria, negoció tranquilamente una segunda porción con Henry.

El invitado, John Anderssen, comió sin privaciones y participó entusiasmado en la conversación que, por lógica asociación tal vez, giró mayormente acerca del abatimiento de un avión comercial coreano por los soviéticos. Anderssen señaló que la nave había sido ampliamente mencionada como “Vuelo 007”, que era el número del fuselaje, durante las primeras semanas. Entonces, alguien debe haber recordado que 007 era el código de James Bond, de modo que cuando los soviéticos insistieron en que el avión era un avión espía, se convirtió en las noticias en “Vuelo 7”, y el “00” desapareció como si nunca hubiera existido.

También mantuvo vigorosamente que al avión, habiendo perdido su curso inmediatamente después de salir de Alaska, no debía habérsele negado información sobre el hecho. Estaba gritando, con el rostro enrojecido, que dicha omisión, cuando se sabía que la Unión Soviética era reaccionaria con respecto a los aviones de reconocimiento americanos y a la retórica de “imperio maligno” de Reagan, era indefendible.

No prestaba atención, de hecho, a su postre, una baklava nadando en miel; dejó su café a la mitad; e ignoró totalmente la suave petición de Henry de que hiciera saber sus deseos respecto al brandy.

Realmente, estaba aporreando la mesa cuando Gonzalo repicó la cuchara contra su copa de agua. Avalon se vio obligado a levantar su voz de barítono para ordenar.

—Señor Anderssen, si es tan gentil…

Anderssen se aplacó, y parecía vagamente confundido como si estuviera recordando dónde estaba, con alguna dificultad.

—Es el momento del interrogatorio —dijo Gonzalo—, y Jeff, ya que tienes presencia de autoridad necesaria en caso de que John, aquí presente, se excite, supongo que harás los honores.

Avalon se aclaró la garganta y miró a Anderssen solemnemente por unos momentos.

—Señor Anderssen —dijo—, ¿cómo justifica su existencia?

—¿Qué? —dijo Anderssen.

—Usted existe, señor. ¿Por qué?

—Oh —dijo Anderssen, aún recuperándose. Entonces, con voz áspera y baja, dijo—: para expiar mis pecados de una existencia anterior, debería pensar.

Drake, quien estaba aceptando de manos de Henry un refresco, murmuró:

—Y todos. ¿No crees, Henry?

Y el rostro sesentón y sin arrugas de Henry permaneció sin expresión mientras decía, muy suavemente:

—Un banquete de los Viudos Negros es seguramente una recompensa a la virtud más que la expiación de pecados.

—Un punto manifiesto, Henry —dijo Drake, levantando su copa.

—Dejemos fuera —gruñó Trumbull— las conversaciones privadas.

—¡Caballeros! —dijo Avalon, levantando la mano—. Como todos conocen, no apruebo completamente nuestra costumbre de interrogar al invitado en la esperanza de encontrar problemas que podrían interesarnos. Sin embargo, deseo llamar su atención a un fenómeno en particular. Aquí tenemos a un hombre joven —joven por cierto para los estándares de viejos bigotudos como nosotros— bien proporcionado, de excelente apariencia, que parece exudar buena salud y un aire de éxito en la vida, aunque aún no hemos averiguado la naturaleza de su trabajo…

—Tiene buena salud y le va bien en el trabajo —dijo Gonzalo.

—Me alegra escuchar eso —dijo Avalon, grave—. Además, está casado con una joven hermosa, de modo que uno no puede hacer sino preguntarse por qué él sentirá que la vida es tan pesada que le lleva a creer que existe sólo en orden de expiar sus pecados pasados. Considero, también, que durante la comida que acaba de terminar, el señor Anderssen estuvo animado y vivaz, en absoluto incómodo ante nuestras cabezas más viejas y más sabias. Creo que le gritó aun a Manny, quien no es gritado impunemente…

—Anderssen estaba desarrollando su opinión —dijo Rubin, indignado.

—También lo creo —dijo Avalon—, pero lo que deseo subrayar es que es voluble, expresivo, y que no retrocede en expresar sus opiniones. Pero en el momento del cóctel, cuando la conversación giraba alrededor de su esposa, parecía hablar muy renuentemente. Sobre esto, deduzco que la fuente de la infelicidad del señor Anderssen puede ser la señora Anderssen… ¿Es así, señor Anderssen?

Anderssen se veía afligido y permaneció en silencio.

—John —dijo Gonzalo—, expliqué los términos. Debes responder.

—No estoy seguro de cómo responder —dijo Anderssen.

—Permítame ser indirecto —dijo Avalon—. Después de todo, señor, no hay intención de humillarle. Y por favor tenga presente que nada que se diga en esta habitación será repetido por ninguno de nosotros en ningún lugar. Eso incluye a nuestro estimado camarero, Henry. Por favor, hable con libertad. Señor Anderssen, ¿hace cuánto tiempo está casado?

—Dos años. Realmente, cerca de dos años y medio.

—¿Algún hijo, señor?

—No todavía. Esperamos tenerlo algún día.

—Si existe esa esperanza el matrimonio no debería estar fracasando. Supongo que no están considerando el divorcio.

—Ciertamente no.

—¿Entiendo entonces que usted ama a su esposa?

—Sí. Y antes de que lo pregunte, estoy bastante seguro de que ella me ama.

—Hay, por supuesto, cierto problema en estar casado con una mujer hermosa —dijo Avalon—. Los hombres son atraídos por la belleza. ¿Está usted asediado por los celos, señor?

—No —dijo Anderssen—. No tengo razón para ello. Helen —es mi esposa— no tiene gran interés en los hombres.

—Ah —dijo Halsted, como si una gran luz se hubiera encendido.

—Excepto en mí mismo —dijo Anderssen indignado—. Ella no es en absoluto asexual. Además —continuó— Mario exagera. Tiene esa exuberante cabeza de notable cabello rojo, pero aparte de eso no es realmente espectacular. Su aspecto, diría, es normal, aunque debo confiar ahora en su afirmación de que todo lo dicho aquí es confidencial. No desearía que se repitiera esa afirmación. Su figura es buena, y yo la encuentro hermosa, pero no hay hombres atrapados sin remedio de sus trucos, y yo no estoy asediado por los celos.

—¿Qué nos dice de su temperamento? —dijo Drake de repente—. Eso fue mencionado y usted admitió que ella tenía el suyo. ¿Supongo que habrá muchas discusiones y lanzamiento de platos?

—Algunas peleas, seguro —dijo Anderssen—, pero no más de lo normal. Y sin lanzamiento de platos. Tal como el señor Avalon señaló, soy expresivo, y también lo es ella, y los dos somos buenos a la hora de gritar, pero una vez soltado el vapor podemos ser igual de buenos para abrazarnos y besarnos.

—Entonces, ¿estoy en lo cierto, señor, que su esposa no es la fuente de sus problemas? —dijo Avalon.

Anderssen se quedó nuevamente en silencio.

—Debo pedirle que responda, señor Anderssen —dijo Avalon.

—Ella es el problema —dijo Anderssen—. Por ahora, eso creo. Pero es demasiado tonto para hablar de él.

—Por el contrario —dijo Rubin, enderezándose—. Hasta ahora sentí que Jeff estaba haciéndonos perder el tiempo con irritaciones domésticas de las que intentamos, en parte, escapar con estas cenas. Pero si hay algo tonto involucrado, entonces queremos escucharlo.

—Si lo deben saber —dijo Anderssen—. Helen dice que es una bruja.

—¿Oh? —dijo Rubin—. ¿Siempre lo ha declarado, o sólo últimamente?

—Siempre. Bromeamos sobre ello. Ella suele decir que me puso un encantamiento para que me casara con ella, y que puede decir un hechizo para que yo logre una promoción o un ascenso. Algunas veces, cuando está furiosa, dice: “Bien, no me culpes si te llenas de granos sólo porque eres así de estúpido y mezquino”. Esa clase de cosas.

—Eso me suena inofensivo —dijo Rubin—. Probablemente ella le haya puesto un encantamiento. Usted se enamoró de ella y cualquier mujer de inteligencia y apariencia razonable puede hacer que un hombre joven se enamore de ella si trabaja lo suficiente para ser encantadora. Si desea, le puede decir encantamiento a eso.

—Pero sí conseguí promociones y ascensos.

—Seguramente sería porque las mereciera. ¿Se llenó de granos, también?

—Bien —Anderssen sonrió—, tropecé y me torcí un tobillo y, por supuesto, ella dijo que había cambiado el hechizo porque no quería arruinar mi bello rostro.

Halsted rió.

—Uno realmente no permite ser perturbado por estas cosas, señor Anderssen —dijo—. Después de todo, esta clase de actuación por una mujer joven y vivaz no es desusada. Personalmente, lo encuentro encantador. ¿Por qué no usted?

—Porque lo hace demasiado frecuentemente. Hizo algo que no comprendo. —Se apoyó contra el respaldo de la silla y se quedó mirando fijo y tristemente la mesa delante de él.

Trumbull se inclinó de costado como para mirar dentro de los ojos de Anderssen.

—¿Quiere decir que usted cree que es realmente una bruja? —dijo.

—No sé qué pensar. Sólo que no puedo explicar lo que hizo.

—Señor Anderssen —dijo Avalon con firmeza—. Debo pedirle que nos explique exactamente lo que la señora Anderssen hizo. ¿Lo haría, señor?

—Bien —dijo Anderssen—, tal vez debiera. Si hablo de eso tal vez lo olvide. Pero no creo.

Pensó unos momentos y los Viudos esperaron pacientemente.

Finalmente dijo:

—Fue hace como un mes atrás, el día dieciséis. Salíamos a cenar, sólo los dos. Lo hacemos de vez en cuando, y nos gusta probar nuevos lugares. Estábamos en uno nuevo esta vez, al que se llegaba a través del vestíbulo de un pequeño hotel del centro. Era un restaurante sin pretensiones, pero teníamos buena información sobre él. Los problemas comenzaron en el vestíbulo.

»No recuerdo exactamente qué lo comenzó. De hecho, no recuerdo de qué se trataba todo, realmente. Lo que sucedió después lo quitó de mi mente. Lo que realmente importa es que tuvimos un… un… desacuerdo. En menos de un minuto hubiéramos estado dentro del restaurante y estudiando el menú, y en lugar de eso, estábamos parados en un costado del vestíbulo debajo de una planta de plástico de alguna clase. Puedo recordar las hojas afiladas que tocaron mi mano de manera desagradable cuando la agité para afirmar un punto. El mostrador de recepción estaba del otro lado, entre la puerta del restaurante y la de calle. La escena está aún clara en mi mente.

»Helen estaba diciendo: “Si esa es tu actitud, no tenemos que cenar juntos.”

»Se los juro, no recuerdo cuál fue mi actitud, pero los dos estábamos gritando, y los dos estábamos furiosos, lo admito. Todo el asunto era enormemente embarazoso. Era uno de esos momentos cuando usted y alguien más —habitualmente su esposa o novia, supongo— están gritando el uno al otro en susurros. Las palabras son lanzadas entre dientes apretados, y de vez en cuando alguno dice: “Por amor de Dios, la gente está mirando”, y entonces el otro dice, “Entonces cállate y atiende razones”, y el primero dice, “Tú eres quien no está atendiendo”, y esto sigue una y otra vez.

Anderssen sacudió su cabeza ante el recuerdo.

»Era la discusión más intensa que habíamos tenido hasta el momento, o casi, y aún no recuerdo acerca de qué. ¡Increíble!

»Entonces de repente ella dijo, “Bien, entonces me voy a casa. A… diós. Le dije, “No te atrevas a humillarme dejándome en público”. Ella dijo, “No puedes detenerme”. Y yo, “No me tientes, que te detendré”. Ella, “Inténtalo”, y se metió hecha una tromba en el restaurante.

»Eso me tomó de sorpresa. Pensaba que ella intentaría llegar hasta la puerta de calle… y estaba listo para sujetar su muñeca y retenerla. Hubiera sido mejor dejarla ir y no hacer una escena, supongo, pero estaba fuera de razón. En todo caso, ella se burló y corrió hacia el restaurante.

»Me quedé atontado por un momento… dos momentos… y entonces entré detrás de ella. Debo haber entrado veinte segundos después de ella… Permítanme describir el restaurante. No era grande, y tenía la intencionada decoración de una sala de estar. De hecho, el restaurante se llama La Sala de Estar… ¿Alguno de ustedes está familiarizado con él?

Hubo un murmullo apagado alrededor de la mesa, pero Henry, quien había levantado los platos con su eficiencia discreta y estaba parado junto al aparador, dijo:

—Sí, señor. Es, como usted dice, un pequeño pero bien dirigido restaurante.

—Tenía una docena de mesas —continuó Anderssen—, la más grande de las cuales alcanzaba para seis. Había ventanas con cortinas, pero no eran ventanas, realmente. Tenían vistas de la ciudad pintadas. Había un hogar en el muro opuesto con leños artificiales, y un sofá delante. El sofá era real y, supongo, podía ser utilizado por personas que esperaban al resto del grupo. Al menos, había un hombre sentado en el extremo izquierdo del sofá. Me daba la espalda, y estaba leyendo una revista que sostenía tan alta y cerca del rostro que pensé que era corto de vista. Me pareció, por la tipografía, que era el Times…

—Usted parece buen observador —dijo de repente Avalon—, y está entrando en minucias. ¿Es importante lo que acaba de decirnos?

—No —dijo Anderssen—, supongo que no, pero estoy tratando de darles la impresión de que no estaba histérico y que estaba completamente en mis cabales y que vi con claridad todo lo que había que ver. Cuando entré, cerca de la mitad de las mesas estaba ocupada, con dos a cuatro personas en cada una. Debía haber de quince a veinte personas presentes. No había camareras a la vista en el momento y la cobradora estaba instalada fuera del restaurante, a un lado de la puerta en un receso bastante discreto, de modo que realmente se veía como una sala de estar.

Drake apagó su cigarrillo.

—Eso suena como un lugar idílico —dijo—. ¿Qué había allí que lo perturbó?

—No había nada que me perturbara. Ése es el punto. Era lo que estaba ausente. Helen no estaba. Miren, ella se había ido. La vi entrar. No estoy equivocado. No había otra puerta sobre ese lado del vestíbulo. No había una multitud dentro de la cual la pudiera haber perdido de vista por un momento. Mi visión estaba despejada por completo y ella entró y no salió. Yo la seguí y entré, a lo sumo, veinte segundos después de ella… puede ser menos, pero no más. Y ella no estaba allí. Lo pude decir de un vistazo.

Trumbull gruñó.

—No puede decir nada de un vistazo. Un vistazo lo puede engañar.

—No en este caso —dijo Anderssen—. Mario mencionó el cabello de Helen. No hay nada como eso. Al menos nunca vi nada como eso. Habría a lo sumo diez mujeres y ninguna tenía el cabello rojo. Aun si alguna de ellas hubiera sido pelirroja, dudo que haya tenido el rojo fluorescente y de aspecto tan espectacular como el de Helen. Le doy mi palabra. Miré a la derecha… a la izquierda… y no había ninguna Helen. Había desaparecido.

—Se marchó a la calle por otra entrada, supongo —dijo Halsted.

Anderssen sacudió la cabeza.

—No hay entrada a la calle. Lo controlé con la cobradora más tarde, y con el hombre del mostrador. He regresado desde entonces a ordenar el almuerzo y miré todo el lugar. No hay ninguna entrada desde afuera. Lo que es más, las ventanas son falsas y son de algo sólido. No se abren. Hay conductos de ventilación, por supuesto, pero no tienen el tamaño ni para que se arrastre un conejo.

—Aunque las ventanas sean un truco —dijo Avalon—, usted mencionó cortinas. Ella pudo haberse parado detrás de alguna de ellas.

—No —dijo Anderssen—, las cortinas están pegadas al muro. Hubiera habido un bulto notable si ella estuviera detrás. Lo que es más, llegaban hasta el borde de la ventana y había dos pies de muro debajo de ellas. Hubiera sido visible hasta medio muslo si estuviera parada detrás.

—¿Qué dice del servicio de señoras? —preguntó Rubin—. Ya sabe, es tan fuerte el tabú contra la violación de la naturaleza unisexual de estas cosas, que terminamos por olvidar que el que no utilizamos está allí.

—Bien, yo no lo olvidé —dijo Anderssen, con clara irritación—. Miré alrededor por él, no vi nada, y cuando pregunté más tarde resultó que ambos servicios estaban en el vestíbulo. Una de las camareras apareció cuando estaba por allí y le dije, con voz un tanto casual, “¿Vio a una pelirroja que acaba de entrar?”.

»La camarera me miró alarmada y tartamudeó, “No he visto a ninguna”, y salió veloz a entregar lo que traía en su bandeja en una de las mesas.

»Vacilé porque estaba consciente de mi embarazosa posición, pero no veía una salida. Levanté mi voz y dije, “¿Alguien ha visto a una pelirroja que acaba de entrar?” Hubo un silencio de muerte. Todos me miraron estúpidamente. Incluso el hombre del sofá volvió la cabeza para mirarme y sacudió la cabeza en clara negativa. Los demás ni siquiera hicieron eso, pero sus miradas vacías eran indicación clara de que no la habían visto.

»Entonces se me ocurrió que la camarera había salido de la cocina. Por un minuto estuve seguro de que Helen se escondía allí y me sentí triunfante. Sin tener en cuenta el hecho de que mis acciones podrían inducir al personal a llamar a la seguridad del hotel, o a la policía incluso, caminé con firmeza a través de un par de puertas vaivén hacia la cocina. Estaba el chef, un par de asistentes, y otros camareros. No Helen. Había una pequeña puerta más allá la cual podría haber sido un baño privado del personal de cocina, y había ido demasiado lejos para retroceder. Avancé y abrí la puerta de un tirón. Era un lavabo, y estaba vacío. Pero entonces el chef y sus ayudantes me estaban gritando, y dije, “Lo siento”, y salí rápidamente. No vi armarios tan grandes como para esconder un ser humano.

»Volví al restaurante. Todos continuaban mirándome, y no pude hacer otra cosa que volver al vestíbulo. Era como si en el instante en que Helen había pasado la puerta hacia el restaurante se hubiera esfumado.

Anderssen se apoyó en el respaldo de la silla y extendió sus manos en franca desesperación.

»Esfumado.

—¿Qué hizo usted? —dijo Drake.

—Salí y hablé con la cobradora. Ella había estado fuera de su puesto por unos momentos y no me había visto entrar, mucho menos a Helen. Ella me dijo acerca de los servicios y que no había otra salida a la calle.

»Entonces fui a hablar con el conserje, lo que me desmoralizó mucho más. Estaba ocupado y tuve que esperar. Quería gritar, “Es una cuestión de vida o muerte”, pero estaba comenzando a pensar que mejor sería llevado a un asilo si no me comportaba de manera apropiada. Y cuando hablé con él, el conserje resultó ser un cero total, aunque ¿qué podía realmente haber esperado de él?

—¿Y entonces qué hizo usted? —preguntó Drake.

—Esperé en el vestíbulo como media hora. Pensé que Helen aparecería nuevamente; que había estado jugando una broma y que volvería. Bien, no Helen. Sólo perdí tiempo con fantasías, mientras esperaba, de llamar a la policía, de contratar un detective privado, de buscar personalmente a través de la ciudad, pero ya saben… ¿Qué le diría a la policía? ¿Que mi esposa estaba faltando desde hacía una hora? ¿Que mi esposa se había esfumado delante de mis ojos? Y no conozco ningún detective privado. Y tampoco sé cómo registrar una ciudad. De modo que, después de la media hora más miserable de toda mi vida, hice lo único que podía hacer. Tomé un taxi y me fui a casa.

—Confío, señor Anderssen —dijo Avalon solemnemente—, que no irá a decirnos que su esposa está faltando desde entonces.

—No puede ser, Jeff —dijo Gonzalo—. La vi hace dos días.

—Ella me esperaba en casa —dijo Anderssen—. Por un minuto, una ola de intenso agradecimiento cayó sobre mí. El viaje en taxi había sido terrible. Todo lo que podía pensar era que ella debía estar faltando veinticuatro horas antes de poder llamar a la policía, ¿y cómo podría vivir esas veinticuatro horas? ¿Y qué podría hacer la policía?

»De modo que la agarré y la abracé. Estaba a punto de llorar de tan feliz que estaba de verla. Y entonces, por supuesto, la empujé y dije, “¿Dónde demonios has estado?”.

»Ella dijo, fríamente, “Te dije que me iba a casa”.

»Le dije, “Pero entraste corriendo al restaurante”.

»Ella dijo, “Y entonces me fui a casa. No supones que necesito una escoba, ¿verdad? Eso es muy anticuado. Sólo… ¡pft!… y estaba en casa”. Hizo un movimiento deslizante con la mano derecha.

»Estaba furioso. Se había acabado completamente mi alivio. Dije, “¿Sabes lo que me has hecho pasar? ¿Puedes imaginar cómo me sentí? Entré como un loco tratando de encontrarte y entonces sólo me quedé parado mirando a mi alrededor. Casi voy a la policía.

»Ella, más clama y más fría, dijo, “Bien, eso mereces por lo que hiciste. Además, te dije que me iba a casa. No había necesidad de que hicieras otra cosa que venir a casa también. Acá estoy. Sólo porque rehúsas creer que tengo el poder no es razón para que comiences a regañarme, cuando hice exactamente lo que te dije que haría”.

»Le dije, “Vamos, ya. No volaste hasta aquí. ¿Dónde estabas en el restaurante? ¿Cómo llegaste aquí?”.

»No pude obtener una respuesta para eso. Ni hasta ahora. Eso está arruinando mi vida. Resiento que ella me haya hecho pasar una hora de infierno. Resiento que me haya hecho el tonto.

—¿Está su matrimonio rompiéndose? —dijo Avalon—. Seguramente, no necesita permitir que un incidente…

—No, no se está rompiendo. De hecho, ha sido tan dulce como un pastel de manzana desde esa noche. No ha realizado ni un simple truco de magia, pero eso me incomoda endiabladamente. Me preocupa. Sueño con eso. Le ha dado una especie de… superioridad.

—Ella tiene la mano más alta, quiere decir —dijo Rubin.

—Sí —dijo Anderssen con violencia—. Ella me hizo quedar como un tonto y está impune. Sé que no es una bruja. Sé que no hay tales cosas como brujas. Pero no sé cómo lo hizo, y tengo esta ligera sospecha de que es capaz de hacerlo otra vez, y eso me tiene… me tiene… por debajo.

Anderssen sacudió la cabeza y, de una manera más compuesta, dijo:

—Es algo tonto, pero está envenenando mi vida.

Otra vez hubo silencio alrededor de la mesa.

—Señor Anderssen —dijo Avalon, entonces—, nosotros los Viudos Negros somos firmes escépticos en lo supernatural. ¿Nos está diciendo la verdad acerca del incidente?

—Le aseguro que les he dicho la verdad —dijo Anderssen con vigor—. Si hay una Biblia aquí, juraré sobre ella. O, lo que es mejor en lo que a mí concierne, les dará mi palabra como hombre honesto de que cada palabra que les he dicho es completamente cierta tanto como mi memoria y mi humana credulidad pueden permitir.

Avalon asintió.

—Acepto su palabra sin reservas —dijo.

—Podrías habérmelo dicho, John —dijo Gonzalo, ofendido—. Como dije, vi a Helen dos días atrás, y nada me pareció mal. No tenía idea… Tal vez no es demasiado tarde para que nosotros ayudemos.

—¿Cómo? —dijo Anderssen—. ¿Cómo podrían ayudar?

—Podríamos discutir el asunto —dijo Gonzalo—. Algunos de nosotros podemos tener ideas.

—Tengo una —dijo Rubin—, y creo que es una muy lógica. Comienzo por acordar con Anderssen y todos aquí en que no hay brujería y, por lo tanto, la señora Anderssen no es bruja. Pienso que ella entró en el restaurante y que de alguna manera consiguió evadirse a los ojos de su esposo. Entonces, cuando él estaba ocupado en la cocina o en el mostrador de recepción, se fue del restaurante y del hotel rápidamente, tomó un taxi, se fue a casa, y entonces le esperó. Ahora, ella no admitirá qué hizo lo que hizo para estar un paso arriba en este innecesario combate matrimonial. Mi propia sensación es que un matrimonio no es útil si…

—Olvide los sermones —dijo Anderssen mostrando su corto temperamento—. Por supuesto eso es lo que sucedió. No necesito que usted me lo explique. Pero usted se saltea la parte difícil. Usted dice que ella entró en el restaurante y “de alguna manera consiguió evadirse a los ojos de su esposo”. ¿Podría decirme sólo cómo ella consiguió ese truco?

—Muy bien —dijo Rubin—. Lo haré. Usted entró, miró a derecha e izquierda, y estaba seguro de que ella no estaba allí. ¿Por qué? Porque usted estaba buscando una inequívoca pelirroja. ¿Ha escuchado alguna vez acerca de una peluca, señor Anderssen?

—¿Una peluca? ¿Usted quiere decir que ella se puso una peluca?

—¿Por qué no? Si parece que ella tiene cabello castaño, sus ojos pasarían por encima. De hecho, sospecho que su cabello rojo es lo más importante que usted ve en ella, y que si ella estuviera con una peluca castaña y se hubiera sentado en una de las mesas, usted habría estado mirando su rostro sin reconocerla.

—Insisto que aun así la hubiera reconocido, pero ese punto no tiene importancia. Lo importante es que Helen nunca tuvo una peluca. Para ella, usar una es impensable. Ella está consciente de su cabello rojo como todos los demás, y está orgullosa de él, y no soñaría en esconderlo. Tal vanidad es natural. Estoy seguro de que todos aquí son vanidosos de su inteligencia.

—Se lo aseguro —dijo Rubin—. La inteligencia es algo de lo que uno se puede sentir vanidoso. Sin embargo, si sirve a algún propósito que me parece importante, pretenderé ser un idiota por unos minutos, o aun un tiempo más largo. Pienso que su esposa pudo haber estado deseosa de usar una peluca castaña sólo el tiempo necesario para escapar a su mirada. La vanidad nunca es un absoluto, excepto en los tontos declarados.

—La conozco mejor que usted —dijo Anderssen—, y digo que ella nunca usaría una peluca. Además, les dije que fue hace un mes. Estábamos en verano y era una noche cálida. Todo lo que Helen vestía era un vestido de verano con ropa interior por debajo, y tenía un ligero chal por el aire acondicionado. Sostenía un pequeño bolso, sólo lo suficientemente grande para contener algún dinero y maquillaje. No había dónde esconder una peluca. No llevaba una peluca con ella. De todos modos, ¿por qué habría de llevar una peluca? No puedo creer y no lo haré que ella deliberadamente planeó tener una pelea, y hacerme el truco en orden de conseguir una mano más alta por mucho tiempo. Es una criatura impulsiva, se los aseguro, y es incapaz de hacer planes de esa clase. La conozco.

—Concediendo su vanidad y su impulsividad, ¿qué me dice de su dignidad? —dijo Trumbull—. ¿Habría pensado en meterse debajo de una mesa y esconderse tras el mantel colgante?

—Los manteles no llegaban hasta el piso. La hubiera visto. Les dije que volví al restaurante y lo estudié con sangre fría. No hay ningún lugar donde ella pudiera esconderse. Incluso estaba tan desesperado para preguntarme si pudo haber subido por la chimenea, pero el hogar no es real y no está conectado con ninguna.

—¿Alguien más tiene ideas? —dijo Drake—. Yo no.

Hubo un silencio.

—¿Tienes algo que aportar, Henry? —dijo Drake, girando la silla a medias.

—Bien, Dr. Drake —dijo Henry, con una pequeña sonrisa—, siento cierta renuencia en arruinar la broma de la señora Anderssen.

—¿Arruinar su broma? —dijo Anderssen, sorprendido—. ¿Está diciéndome, camarero, que usted sabe lo que pasó?

—Sé lo que fácilmente podría haber pasado, señor —dijo Henry—, que tendría relación con la desaparición sin necesidad de ninguna clase de brujería, y supongo, por lo tanto, que eso fue lo que sucedió, de hecho.

—¿Qué fue, entonces?

—Permítame asegurarme de que entiendo un punto. Cuando usted preguntó a las personas en el restaurante si habían visto una mujer pelirroja entrar, el hombre del sofá se volvió y movió negativamente su cabeza. ¿Correcto?

—Sí, eso hizo. Lo recuerdo bien. Era el único que realmente respondió.

—Pero usted dijo que el hogar estaba en el muro opuesto a la entrada y que el sofá estaba delante de él, de modo que el hombre le daba a usted la espalda. Tuvo que girar para mirarle. Eso quiere decir que su espalda también estaba hacia la puerta, y que leía una revista. De todas las personas allí, era el de menores posibilidades de ver si alguien entraba por la puerta, sin embargo fue la persona que se tomó la molestia en indicar que no había visto ninguna. ¿Por qué lo haría?

—¿Qué tiene eso que ver con todo esto, camarero? —dijo Anderssen.

—Dígale Henry —murmuró Gonzalo.

—Sugiero que la señora Anderssen entró rápidamente y tomó asiento en el sofá —dijo Henry—, una acción común y perfectamente natural que no atraería la atención de un grupo de personas entretenidas con la cena y en conversación, aun a pesar de su cabello rojo.

—Pero la hubiera visto apenas entré —dijo Anderssen—. La espalda del sofá sólo llega hasta los hombros y Helen es una mujer alta. Su cabello hubiera brillado hacia mí.

—En una silla —dijo Henry— es difícil hacer otra cosa que sentarse. En un sofá, de todos modos, uno puede inclinarse.

—Había un hombre sentado ya en el sofá —dijo Anderssen.

—Aun así —dijo Henry—. Su esposa, actuando en un impulso, como usted dice que ella hace, se reclinó. Suponga que usted estuviera en el sofá, y una atractiva pelirroja, con buena figura, vestida con un atractivo vestido de verano, de repente se encoge y apoya la cabeza sobre sus piernas; y que, como ella hizo, levanta prestamente el dedo hacia sus labios, implorando silencio. Me parece que habría muy pocos hombres que no atenderían a una dama en esas circunstancias.

—Bien… —dijo Anderssen con los labios tensos.

—Usted dijo que el hombre sostenía la revista arriba, como si fuese corto de vista, pero ¿podría haber sido que la sostuviera alta lo suficiente para evitar la cabeza de la mujer sobre su regazo? Y entonces, en su ansiedad por ayudar a la dama, ¿no habría afirmado que no la ha visto?

Anderssen se levantó.

—¡Correcto! Iré a casa y lo aclararé con ella —dijo.

—Si puedo hacer una sugerencia, señor —dijo Henry—. Yo no lo haría.

—Seguramente que lo haré. ¿Por qué no?

—En el interés de la armonía familiar, sería bueno si le deja tener esta victoria. Imagino que casi está arrepentida y que no es posible que lo repita. Usted dijo que ella se había comportado muy bien el último mes. ¿No es suficiente que usted sepa en su corazón cómo lo hizo, de modo que no se sienta derrotado? Sería la victoria de ella, sin su derrota, y usted tendría lo mejor de los dos mundos.

Lentamente, Anderssen se sentó y, en medio de un ligero palmoteo de aplausos de los viudos Negros, dijo:

—Usted puede tener razón, Henry.

—Creo que la tengo —dijo Henry.

Postfacio

Realmente, a éste lo soñé.

No recuerdo mis sueños frecuentemente y realmente no les doy importancia. (En esto difiero de mi querida esposa, Janet, que es psiquiatra y psicoanalista, y los considera importantes guías de lo que hace funcionar a una persona. Por supuesto, ella puede tener razón).

De todos modos, aun cuando recuerdo mis sueños, parecen ser notablemente no interesantes ya que no contienen elementos de fantasía o imaginación. Es como si utilizara la provisión completa en mis escritos, sin dejar nada para los sueños.

En un sueño, sin embargo, seguía a alguien hacia un salón comedor y encontré que había desaparecido inexplicablemente. Estaba bastante asombrado, porque, como dije, ni en mis sueños desafío las leyes de la naturaleza. Una búsqueda a través de la habitación finalmente localizó a la persona que estaba buscando en el lugar donde se escondió la heroína de la historia precedente.

Le miré y le dije (y eso me ayudó), “Qué estupenda idea para una historia de los Viudos negros”.

Afortunadamente desperté en ese momento y, por una vez, el sueño estaba fresco en mi mente. Acto seguido almacené la idea en mi memoria en vigilia y en la siguiente oportunidad escribí la historia, y apareció en el número de octubre de 1984 del EQMM.

No puedo dejar de pensar que si hubiera podido soñar todos mis trucos, la vida hubiera sido mucho más fácil.