VI
¿PUEDE PROBARLO?
HENRY, EL CAMARERO SUAVE y funcional del banquete mensual de los Viudos Negros, llenó la copa de agua del invitado de la noche como si supiera de antemano que dicho invitado estaba buscando en el bolsillo de la camisa un pequeño frasco de píldoras.
El invitado levantó la vista.
—Gracias, camarero, aunque las píldoras son tan pequeñas que pueden pasar bien, por así decirlo.
Miró alrededor de la mesa y suspiró.
—¡Edad avanzada! En nuestra época moderna no se nos permite llegar a viejos y libres. Los doctores siguen el mecanismo en detalle e insisten en fijarse en las grasas. Mi presión sanguínea está un poco alta y tengo una sístole extra ocasional, de modo que tomo esta pequeñita píldora anaranjada cuatro veces al día.
Geoffrey Avalon, quien se sentó inmediatamente al otro lado de la mesa, sonrió con el aire de superioridad de un hombre moderadamente preocupado por la edad y que se mantenía en buena forma con un vigoroso sistema de gimnasia, y dijo:
—¿Qué edad tiene, señor Smith?
—Cincuenta y siete. Con el cuidado apropiado, mi doctor supone que viviré una vida normal.
Los ojos de Emmanuel Rubin brillaron, magnificados detrás de sus gruesos anteojos, mientras decía:
—Dudo que haya un americano que llegue a la edad media en estos días y que no tenga que acostumbrarse a un régimen de píldoras de una clase u otra. Yo tomo zinc, vitamina E y unas pocas cosas más.
James Drake asintió y dijo con su voz suave a través del humo de su cigarrillo.
—Tengo una caja de píldoras con arreglo especial para una semana, para mantener las dosis diarias con corrección. De ese modo puedo controlar si he tomado la segunda píldora de una clase en especial. Si aún está en el compartimiento del viernes, suponiendo que el día sea viernes, entonces no la he tomado.
—Tomo solamente —dijo Smith— esta clase de píldora, lo que simplifica las cosas. Compré un suplemento semanal tres años atrás, veintiocho en total, por indicación de mi doctor. Estaba francamente escéptico, pero me ayudaron tremendamente y convencí a mi doctor que las prescribiera en frascos de a mil. Cada domingo por la mañana, pongo veintiocho en mi frasco original, el que llevo a todas partes y todo el tiempo, y el que aún utilizo. Sé todo el tiempo cuántas debería tener; en este momento deberían quedarme cuatro, habiendo tomado la vigésimo cuarta de la semana, y eso tengo. En tres años, he olvidado una píldora sólo dos veces.
—Aún no he llegado —dijo Rubin altivamente— a ese grado de senilidad que necesite algún dispositivo nemotécnico.
—¿No? —preguntó Mario Gonzalo, recogiendo el último trozo de baba al ron—. ¿A qué grado de senilidad has llegado?
Roger Halsted, quien era el anfitrión del banquete de esa noche, se anticipó a la réplica de Rubin, diciendo rápidamente:
—Hay una cuestión interesante planteada aquí. Como una creciente cantidad de personas se rellenan con químicos, debe haber cada vez menos con tejidos químicamente no-alterados.
—Ninguno —gruñó Thomas Trumbull—. La comida que tomamos está llena de aditivos. El agua que bebemos tiene purificantes químicos. El aire que respiramos está medio polucionado de alguna cosa u otra. Si pudiera analizar la sangre humana con cuidado, probablemente podría decirse dónde vivió, lo que come, y las medicinas que ingiere.
Smith asintió. Su corto cabello dejaba ver prominentes orejas, algo de lo que había tomado nota Gonzalo en la realización de la caricatura del invitado de la noche. Ahora, Smith se rascaba una de ellas, con aire pensativo.
—Tal vez se pueda almacenar el patrón detallado de la sangre de cada persona en algún ordenador. Entonces si todo lo demás fallara, la sangre podría ser la identificación. El patrón sería ingresado en el ordenador, que lo compararía con todas las que están en la memoria y en minutos dirá, en una pantalla, “El hombre que tiene aquí es John Smith de Fairfield, Connecticut” y te podrás poner de pie e inclinarte ante él.
—Si puedes ponerte de pie e inclinarte —dijo Trumbull—, puedes ponerte de pie e identificarte. ¿Por qué molestarse con un patrón de sangre?
—¿Oh, sí? —dijo Smith en tono grave.
—Escuchen —dijo Halsted—, no nos metamos en esto. Henry está sirviendo el brandy y es tiempo del asado. Jeff, ¿te haces cargo de tu tarea?
—Estaré complacido —dijo Avalon en su tono más solemne.
Frunciendo sus pobladas y grises cejas sobre sus ojos, Avalon dijo, con afabilidad:
—¿Y cómo, exactamente, justifica su existencia, señor Smith?
—Bueno —dijo Smith, con buena disposición—, heredé un buen negocio. Lo llevé bien, lo vendí con provecho, invertí con inteligencia, y ahora vivo retirado anticipadamente en un elegante lugar de Fairfield…, un viudo con dos hijos grandes, ya independizados. Ni trabajo ni hilo como las lilas del campo, mi justificación es mi belleza y el modo en que ilumina el paisaje —una sonrisa de burla cruzó su agradable rostro feo.
—Supongo —dijo Avalon con indulgencia— que podemos pasar eso. La belleza está en el ojo del espectador. ¿Es John Smith su nombre?
—Y puedo probarlo —dijo Smith con rapidez—. Nombre su veneno. Tengo mi tarjeta, una licencia de conducir, un surtido de tarjetas de crédito, algunas cartas personales dirigidas a mí, una tarjeta de biblioteca, y algo más.
—Estoy aceptando su palabra, señor, pero se me ocurre que con un nombre como John Smith debe encontrar frecuentemente señales de cínico descreimiento, de los empleados de hotel, por ejemplo. ¿Tiene una inicial intermedia?
—No, señor, soy solamente eso. Mis padres sintieron que cualquier modificación del gran cliché arruinaría la grandeza. No negaré que hubo algunas ocasiones en que estuve tentado de decir mi nombre como Eustace Bartholomew Wasservogel, pero el sentimiento pasa. Soy uno de los Smith, y de toda la tribu, variedad John, allí me quedo.
Avalon se aclaró la garganta sonoramente.
—Y aun así, señor Smith —dijo—, siento que usted tiene razones para sentirse molesto con su nombre. Ante la sugerencia hecha por Tom, en lugar de decir su nombre y hacer innecesaria toda esa identificación, usted ha reaccionado en un claro tono de molestia. ¿Ha tenido alguna ocasión especial en la que no haya podido identificarse?
—Déjeme adivinar que así fue —dijo Trumbull—. Su ansiedad en demostrar su capacidad de probar su identidad muestra que hubo algún fallo en el pasado y que duele.
Smith pasó la mirada alrededor de la mesa, asombrado.
—Buen Dios. ¿Se nota tanto?
—No, John, claro que no —dijo Halsted—, pero este grupo ha desarrollado un sexto sentido para los misterios. Te dije cuando aceptaste mi invitación que si estabas escondiendo un esqueleto en el armario, ellos te lo harían decir.
—Y te dije, Roger —dijo Smith—, que no tenía misterios en mi vida.
—¿Y el asunto de imposibilidad de probar su identidad? —dijo Rubin.
—Fue una pesadilla más que un misterio —dijo Smith—, y es algo que se me ha pedido no mencionar.
—Cualquier cosa —dijo Avalon— que se mencione entre las cuatro paredes de un banquete de los Viudos Negros representa una comunicación privilegiada. Siéntase libre.
—No puedo —Smith hizo una pausa—. Miren, no sé de qué se trata. Creo que fui confundido con alguien alguna vez cuando visitaba Europa, y después que salí de la pesadilla fui visitado por alguien de… por alguien, y me pidió que no hablara sobre ello. Aunque, puesto a pensar, hay un misterio de alguna clase.
—Ah —dijo Avalon—, ¿y qué pudo haber sido?
—No sé realmente cómo salí de la pesadilla —dijo Smith.
—Díganos qué sucedió —dijo Gonzalo, que parecía complacido y animado—, y le apuesto que le diremos cómo salió de ella.
—No recuerdo bien… —comenzó Smith.
El rostro fruncido de Trumbull, después de haber intentado fulminar a Gonzalo, se volvió hacia Smith.
—Entiendo estas cosas, señor Smith —dijo—. Suponga que omite el nombre del país involucrado y las fechas exactas, y cualquier otra cosa identificable. Cuéntenos la historia como salida de las Noches de Arabia, si la pesadilla se sostiene sin los detalles peligrosos.
—Creo que sí —dijo Smith—, pero seriamente, caballeros, si el asunto involucra la seguridad nacional… y puedo imaginar de qué modo lo haría… ¿cómo puedo estar seguro de que son todos de confianza?
—Si confías en mí, John —dijo Halsted—, responderé por el resto de los Viudos Negros, incluso, por supuesto, Henry, nuestro estimado camarero.
Henry, parado junto al aparador, sonrió gentilmente.
Smith estaba visiblemente tentado.
—No digo que no me gustaría sacar esto de mi pecho…
—Si eliges no hacerlo —dijo Halsted—, me temo que el banquete termina. Los términos de la invitación eran que debías responder todas las preguntas con la verdad.
Smith rió.
—También dijiste que no me preguntarían nada que me humillara o que pudiera perjudicarme… pero será a tu manera.
»Estaba visitando Europa el año pasado —dijo Smith—, y no añadiré datos sobre ubicación ni fecha. Recientemente había enviudado, un poco perdido sin mi esposa, y bastante determinado a retomar los hilos de mi vida otra vez. No había sido un viajero antes de mi retiro y estaba ansioso de remediarlo.
»Viajé solo y era un turista. Nada más que eso. Quiero acentuar eso con total veracidad. No estaba al servicio de ningún órgano del gobierno… y eso es cierto para cualquier gobierno, no sólo el mío, ni oficial ni extraoficialmente. Tampoco estaba allí para reunir información para ninguna organización privada. Era un turista y nada más, y tan inocente que supongo que era demasiado esperar no meterme en problemas.
»No podía hablar el idioma del país pero eso no me molestaba. No sé hablar ningún idioma excepto el inglés, y tengo la actitud habitual del provinciano al pensar que es suficiente. Siempre habría alguien, dondequiera que estuviera, que hablara inglés. Y como comentario al margen, probé que eso es siempre así.
El hotel donde estaba alojado era cómodo en apariencia, aunque tenía un aire tan extraño que supe que no me sentiría como en casa, pero en ese momento no esperaba sentirme en casa. Ni siquiera podía pronunciar su nombre, aunque eso no me molestaba.
»Solamente me quedé para acomodar mi equipaje y entonces salí, hacia los grandes espacios donde podía conocer gente.
»El hombre en el mostrador, el conserje o comoquiera se llamara, hablaba una versión rara de inglés, pero con un poco de pensamiento se podía entender. Obtuve de él una lista de atracciones turísticas, algunos restaurantes recomendados, un mapa simplificado de la ciudad (no en inglés por lo que dudé si me serviría), y algunas afirmaciones sobre cuán segura era la ciudad y cuán amigables sus habitantes.
»Imagino que los europeos están siempre ansiosos de impresionar a los americanos, que se sabe que viven en peligro. En el siglo XIX pensaban que cada ciudad americana estaba ante el inminente peligro de una masacre india; en la primera mitad del siglo XX, cada una estaba llena de pistoleros de Chicago; y ahora estaban llenas de asaltantes. De modo que estuve paseando alegremente por la ciudad.
—¿Solo? ¿Sin conocer el idioma? —dijo Avalon, con desaprobación manifiesta—. ¿Qué hora era?
—Las sombras de la noche eran arrojadas por una mano cósmica y usted está en lo cierto en lo que indica, señor Avalon. Las ciudades nunca son seguras como promulgan sus propagandistas, y eso es lo que averigüé. Pero comencé muy animado. El mundo estaba lleno de poesía y lo estaba disfrutando.
»Había letreros de todo tipo sobre los edificios y se iluminaban las vidrieras en defensa de la noche. Ya que yo no podía leer ninguno, me ahorraba su total insipidez.
»Las personas eran amigables. Si les sonreía, me devolvían la sonrisa. Algunos decían algo, supongo un saludo, y les volvía a sonreír, con un gesto de la cabeza o la mano. Era hermoso, una noche apacible y yo estaba absolutamente eufórico.
»No sé cuánto tiempo caminé ni que tan lejos fui antes de darme cuenta de que estaba perdido, pero aun así, no me molestó. Entré en una taberna para preguntar cómo llegar al restaurante donde había decidido ir y cuyo nombre había memorizado meticulosamente. Dije el nombre, y señalé vagamente en diversas direcciones, encogiendo mis hombros para tratar de indicar que había perdido el camino. Algunos me rodearon y uno me preguntó en un adecuado inglés si yo era americano. Le respondí que sí, lo que tradujo a su vez a los demás, jubiloso, y pareció complacerles.
»Dijo, “No vemos muchos americanos por aquí”. Entonces comenzaron a estudiar mis ropas, el corte de mi cabello, y a preguntar de dónde venía. Trataron de pronunciar “Fairfield” y me ofrecieron un trago. Canté “Barras y Estrellas” porque parecía que ellos esperaban que lo hiciera, y fue una verdadera fiesta de amistad. Tomé un trago con el estómago vacío, y después de eso las cosas se volvieron más amorosamente festivas.
»Me dijeron que el restaurante que buscaba era demasiado caro, y no muy bueno, y que debería comer allí mismo, y que ellos ordenarían por mí y que la casa invitaba. Eran manos cruzando el océano, era construir puentes, ¿entienden?, y dudo que me hubiese sentido más feliz después de la muerte de Regina. Tomé uno o dos tragos más.
»Y entonces, después de eso, mi memoria se detuvo hasta que me encontré en la calle otra vez. Estaba bastante oscuro, muy frío. No se veía a nadie por allí, no tenía idea de dónde estaba, y la única idea que tenía era un dolor de cabeza.
»Me senté en un umbral y me di cuenta, aun antes de sentirlo, que mi billetera había desaparecido. Y mi reloj de pulsera, mis lapiceras… de hecho, los bolsillos de mis pantalones estaban vacíos así como los de mi chaqueta. Había sido drogado y atropellado por mis queridos amigos de allende el mar, y ellos probablemente me habían llevado en un coche hacia un lugar distante en la ciudad, y me habían arrojado.
»El dinero faltante no era importante. Mi principal caudal estaba seguro en el hotel. Pero no tenía un centavo en ese momento, no sabía dónde estaba, no recordaba el nombre del hotel, me sentía aturdido, enfermo y dolorido… y necesitaba ayuda.
»Busqué un policía o cualquiera que tuviera uniforme. Si hubiera encontrado un barrendero, o un conductor de autobús, me hubiera guiado o, mejor aun, llevado a una estación de policía.
»Encontré un policía. Realmente, no fue difícil. Eran, creo, numerosos y deliberadamente visibles en esa ciudad en particular. Y fui llevado hasta la estación de policía, en algo equivalente a un patrullero, creo. Mi memoria tiene puntos de bruma.
»Cuando comencé a recordar con mayor claridad, estaba sentado en un banco en lo que suponía era la estación de policía. Nadie me prestaba mucha atención y mi dolor de cabeza estaba un poco mejor.
»Un hombre bastante bajo con un enorme bigote entró, se puso a conversar con el hombre detrás del mostrador, y se acercó a mí. Parecía un tanto indiferente, pero para mi alivio hablaba inglés y bastante bien, aunque tenía un acento británico desconcertante.
»Le acompañé hasta una habitación lúgubre, gris y deprimente, y comenzó el interrogatorio. Ése fue el interrogatorio de pesadilla, aunque el interrogador estuvo en todo momento educado, aunque distante. Me dijo su nombre pero no lo recuerdo. Honestamente, no puedo. Comenzaba con una V, de modo que lo llamaré “Ve” si lo menciono.
»Me dijo, “Usted dice que su nombre es John Smith”.
»“Sí”.
»No es que hubiera sonreído. Dijo, “Es un nombre muy común en los Estados Unidos, creo, y es frecuentemente adoptado por quienes quieren eludir una investigación”.
»“Es adoptado frecuentemente porque es común”, le dije, “¿por qué no puedo ser uno de los cientos de miles que lo llevan?”.
»“¿Tiene una identificación?”.
»“He sido robado. Entré a presentar una queja…”.
»Ve levantó una mano y lanzó unos chistidos a través de su bigote. “Su queja ha sido registrada, pero no tengo nada que hacer con esta gente de aquí. Solamente se aseguraron de que usted no estuviera herido y enviaron por mí. Ellos no le han investigado ni interrogado. No es su trabajo. Ahora, ¿tiene una identificación?”.
»Con cansancio, y tranquilamente, le dije lo que había sucedido.
»“Entonces”, dijo, “no tiene nada que pruebe su afirmación de que usted es John Smith de Fairfield, Connecticut”.
»“¿Quién más podría ser?”.
»“Es lo que nos gustaría averiguar. Usted dice que fue maltratado en una taberna. Dígame la dirección, por favor”.
»“No la sé”.
»“El nombre”.
»“No lo sé”.
»“¿Qué estaba haciendo allí?”.
»“Ya le dije. Estaba caminando por la ciudad…”.
»“¿Solo?”.
»“Sí, solo. Ya se lo dije”.
»“¿Dónde comenzó?”.
»“En mi hotel”.
»“¿Y tiene una identificación allí?”.
»“Claro que sí. Mi pasaporte y mis pertenencias están todas allí”.
»“¿El nombre del hotel?”.
»Hice una mueca. Hasta para mí mismo la respuesta era demasiado. “No lo recuerdo”, dije en voz baja.
»“¿La dirección?”.
»“No la sé”.
»Ve suspiró. Me miró desde muy cerca y pensé que sus ojos eran tristes, pero podía ser solamente miopía.
»Me dijo, “La cuestión básica es: ¿Cuál es su nombre? Debemos tener alguna identificación o esto se convierte en un asunto serio. Permítame explicarle, señor Mente-en-Blanco. Nada me obliga, pero no amo cada faceta de mi trabajo y dormiré mejor si me aseguro de que usted entienda que está en gran peligro.
»Mi corazón comenzó a correr. No soy joven. No soy héroe. No soy corajudo. Dije, “¿Pero por qué? Soy una persona maltratada. He sido drogado y robado. Vine hasta la policía voluntariamente, enfermo y perdido, buscando ayuda…”.
»Otra vez, Ve levantó la mano.
—¡Tranquilo! ¡Tranquilo! Algunos aquí hablan algo de inglés y es mejor mantener esto entre los dos por ahora. Las cosas pueden ser como usted las describe, o no. Usted en un ciudadano americano. Mi gobierno tiene razones para temer de los americanos. Esa, finalmente, es nuestra posición oficial. Esperamos un agente americano de gran habilidad en penetrar nuestras fronteras en una misión muy peligrosa.”
»“Eso significa, siguió diciendo, que cualquier extranjero americano, cualquier americano encontrado en circunstancias sospechosas, y en la semana que corre, será informado inmediatamente a mi departamento. Sus circunstancias fueron sospechosas para comenzar, y se han vuelto más sospechosas a medida que lo he interrogado.”
»Lo miré horrorizado. “¿Cree que soy un espía? Si lo fuera, ¿habría venido a la policía así?”.
»“Usted puede no ser el espía, pero puede ser un espía. Hay personas que piensan eso. Incluso yo veo una posibilidad.”
»“Pero ninguna clase de espía vendría a la policía…”.
»“¡Por favor! Le haré el favor de escuchar, puede ser usted una distracción. Si juega ajedrez sabrá lo que quiero decir cuando digo que usted puede ser sacrificado. Es enviado para confundirnos y distraernos, ocupando nuestro tiempo y esfuerzo, mientras el verdadero trabajo es realizado en cualquier otro lugar.”
»Le dije, “Pero no ha funcionado, si eso es lo que se supone que sea. Usted no está confundido ni distraído. Nadie puede ser engañado por algo tan tonto como esto. No es un sacrificio razonable, por tanto no es un sacrificio de ninguna clase. Lo que le estuve diciendo es toda la verdad.
»Ve suspiró. “Entonces, ¿cuál es su nombre?”.
»“John Smith. Pregúnteme un millón de veces y seguirá siendo mi nombre”.
»“Pero no puede probarlo. Mire”, dijo, “tiene dos alternativas. Una es convencerme de alguna manera razonable que me está diciendo la verdad. Afirmaciones simples, aunque elocuentes, son insuficientes. Debe haber evidencia. ¿Tiene algo con su nombre? ¿Algo material que pueda mostrarme?
»“Ya le dije”, le respondí desesperado, “me han robado.”
»“Si eso falla”, dijo como si no hubiese escuchado mi afirmación, “asumiré que usted está aquí para cumplir alguna función para su país que no será del interés de mi país, y que será interrogado con eso en mente. No será mi trabajo, me alegra decirlo, pero los que interrogarán serán mucho más persistentes y pacientes. Deseo que no hubiera sido de esta manera, pero cuando la seguridad nacional está en riesgo…”.
»Estaba en absoluto pánico. Tartamudeando, dije, “Pero no puedo decir lo que no sé, no importa cómo me interrogue.”
»“Si es así, finalmente quedarán convencidos, pero usted no quedará muy bien. Y estará en prisión ya que no será muy político dejarle ir en esas condiciones. Si su país tiene éxito en lo que puede estar intentando hacer, en este país estarán furiosos y usted será, seguramente, víctima de eso y recibirá una larga sentencia. Su país no podrá interceder por usted. Ni lo intentará.
»Grité, “¡Eso es injusto! ¡Eso es injusto!”.
»“La vida es injusta”, dijo Ve, tristemente. “Su propio presidente Kennedy lo dijo.”
»“Pero ¿qué debo hacer?”, farfullé.
»Él dijo, “Convénzame de que su historia es verdad. ¡Muéstreme algo! ¡Recuerde algo! Pruebe que su nombre es John Smith. Lléveme a la taberna; mejor aun al hotel. Muéstreme su pasaporte. Deme algo, aunque sea pequeño, para comenzar, y tendré la fe suficiente en usted para intentar el resto, con cierto riesgo por mi parte, debo agregar.”
»“Lo aprecio, pero no puedo. Estoy desamparado. No puedo.” Estaba balbuceando. Todo lo que podía pensar era que enfrentaba la tortura y una prisión prolongada por el crimen de haber sido drogado y robado. Era más de lo que podía afrontar y me desmayé. Lo siento. No fue una acción heroica, pero ya les dije que no soy un héroe.
—No sabe lo que le pusieron en su trago en la taberna —dijo Halsted—. Usted estaba medio envenenado. No era usted mismo.
—Es muy amable al decirlo, pero la perspectiva de tortura y prisión por nada era algo que no podía enfrentar con estoicismo en uno de mis mejores días.
»Lo siguiente que recuerdo es que estaba acostado con la vaga sensación de ser manipulado. Creo que algunas de mis ropas habían sido quitadas.
»Ve me estaba mirando con la misma expresión de tristeza en el rostro. Me dijo, “Lo siento. ¿Desea algo de brandy?”.
»Recordé. La pesadilla había regresado. Sacudí mi cabeza. Todo lo que quería era convencerle de mi absoluta inocencia en todo. Dije, “¡Escuche! Debe creerme. ¡Todo lo que dije es verdad! Yo…”.
»Puso su mano sobre mi hombro y lo sacudió. “¡Deténgase! ¡Le creo!”.
»Lo miré, estúpidamente. “¡Qué!”.
»“Dije que le creo. Para comenzar, nadie que ha sido enviado a realizar una tarea como esa puede interpretar un absoluto terror de esa manera tan convincente, en mi opinión. Pero es solamente mi opinión. Puede no ser convincente para mis superiores y es posible que no debiera haber actuado. De todos modos, nadie puede ser tan estúpido como usted ha probado serlo sin ser lo suficientemente estúpido para entrar en una taberna extraña tan confiadamente y haber olvidado el nombre del hotel…”.
»“Pero, no entiendo.”
»“¡Ya es suficiente! He perdido mucho tiempo. Debería dejarlo en manos de la policía, a decir verdad, pero no deseo abandonarlo aún. Sobre la taberna y los ladrones, no puedo hacer nada. Tal vez en otro momento y por otra queja. Pero busquemos su hotel. Dígame cualquier cosa que recuerde, la decoración, la posición de la conserjería, el color del cabello del hombre allí, dónde había flores. Vamos señor Smith, ¿qué clase de calle era dónde estaba? ¿Había negocios? ¿Tenía portero? ¿Algo?
»Me pregunté si era una especie de trampa, pero no vi alternativa sino responder las preguntas. Traté de recordar todo como estaba cuando entré en el hotel la primera vez, menos de doce horas antes. Hice lo mejor que pude en describir y él me apresuraba, preguntando más pronto que lo que podía responder.
»Miró las rápidas notas que había tomado y susurró a otro oficial, y que estaba en el lugar aunque no le vi entrar, tal vez un experto en hoteles. El recién llegado asintió, comprendiendo, y le devolvió el susurro.
»Ve dijo, “Muy bien, entonces. Creo que sabemos de qué hotel se trata, de modo que nos vamos. Cuanto más pronto encuentre su pasaporte, todo será mejor.”
»Salimos en un coche oficial. Me senté allí, temeroso y aprensivo, temiendo que fuera otra artimaña para romper mi espíritu ofreciéndome una esperanza, solamente para destrozarla metiéndome a prisión, en cambio. Dios sabe que mi espíritu no necesitaba romperse. ¿Y qué si me llevaban a un hotel, y no era el mío, me escucharían lo que tuviera que decirles?
»Llegamos a un hotel, de todos modos. Me encogí de hombros desvalido cuando Ve me preguntó si era ése. ¿Cómo podía decirles si no lo recordaba? Y temí asegurar algo que podía resultar un error.
»Pero era el hotel correcto. El conserje de la noche no me conocía, por supuesto, pero estaba el registro de una habitación para un John Smith de Fairfield. Subimos hasta mi habitación y miramos mi equipaje, mi pasaporte, mis papeles. Era suficiente.
»Ve estrechó mi mano y dijo en voz baja, “Una palabra de consejo, señor Smith. Salga de país rápidamente. Haré mi informe y lo exoneraré, pero si las cosas se ponen peores en algunos días, alguien puede decidir que usted debería ser arrestado otra vez. Será mejor que esté fuera de la frontera.”
»Le agradecí, y jamás tomé el consejo de nadie con tanto entusiasmo en toda mi vida. Pagué el hotel, tomé un taxi hasta la estación más próxima, y creo que no respiré hasta cruzar la frontera.
»Hasta este día, no sé de qué se trató todo eso, si los Estado Unidos tenían realmente el proyecto de espiar en camino en ese país en ese momento, o si tuvieron éxito o fracasaron. Como dije, alguien me pidió que no dijera nada acerca de todo el asunto, de modo que supongo que las suposiciones del gobierno de Ve eran más o menos justificadas.
»En todo caso, nunca planee volver a ese país en particular.
—Fue afortunado, señor Smith —dijo Avalon—. Ya veo lo que quiere decir cuando dijo que estaba desorientado por el final. Ve, como usted le llama, dio un giro repentino ¿no es así?
—No lo creo —intervino Gonzalo—. Creo que le tuvo simpatía todo el tiempo, señor Smith. Cuando usted se desmayó, llamó a algún superior, lo convenció de que era un pobre idiota en problemas, y le dejó ir.
—Puede ser —dijo Drake, que fuera su desmayo lo que le convenció. Si realmente fuera un agente sabría los riesgos que corría, y estaría más o menos preparado para ellos. De hecho, él lo dijo, ¿verdad? Dijo que usted no podía simular el temor de modo convincente y que por ello usted era lo que decía ser, o algo por el estilo.
—Si ha contado la historia detalladamente, señor Smith —dijo Rubin—, debo pensar que Ve no le tiene simpatía al régimen, o no habría tenido apuro en que usted saliera del país. Creo que tiene una buena oportunidad de ser purgado, o que ya lo ha sido en este momento.
—Odio estar de acuerdo contigo, Manny —dijo Trumbull—, pero lo estoy. Creo que el fallo de Ve en retener a Smith puede haber sido el colmo.
—Eso no me hace sentir muy bien —murmuró Smith.
Roger Halsted empujó la taza de café a un lado y colocó los codos sobre la mesa. Dijo seriamente:
—Escuché los hechos desnudos de la historia antes de que usted la contara, y estuve pensando en ellos y creo que hay más. Además, y si todos están de acuerdo, debe estar mal.
Se volvió hacia Smith.
—Me dijiste, John, que este Ve era un hombre joven.
—Bueno, me pareció de unos treinta años.
—Entonces bien —dijo Halsted—, si un hombre bastante joven está en la policía secreta, no debiera estar satisfecho y debería planear ascender de cargo. No correría riesgos ridículos por nada. Si fuera un hombre viejo, podría recordar los tiempos antiguos del régimen y no tener ninguna simpatía por el nuevo gobierno, pero…
—¿Cómo sabes —preguntó Gonzalo— que este Ve no era un agente doble? Tal vez por eso es que nuestro gobierno no quiere que Smith vaya contando el asunto.
—Si Ve fuera doble agente —dijo Halsted—, entonces, considerando su posición en la inteligencia del gobierno de allí, sería enormemente valioso para nosotros. Razón de más para no arriesgarse a por una sonsera. Sospecho que había más que una simpatía en esto. Debió haber pensado en algo que realmente autenticaba la historia de John.
—Algunas veces pienso que así fue —dijo Smith malhumorado—. Sigo pensando en su afirmación después de salir de mi desmayo respecto de que yo era demasiado estúpido para ser culpable. Nunca explicó esa afirmación.
—Espere un minuto —dijo Rubin—. Después que salió de su desmayo, dijo que se sentía desarreglado. Mientras usted estaba así, ellos revisaron su ropa, muy cuidadosamente, se dieron cuenta de que eran de confección americana…
—¿Eso qué probaría? —interrumpió Gonzalo desdeñoso—. Un espía americano puede vestir ropa americana tanto como cualquier idiota americano. Sin ofender, señor Smith.
—No hay problema —dijo Smith—. Además, las ropas que vestía fueron compradas en París.
—Me pregunto —dijo Gonzalo— si le preguntó por qué pensaba que usted era un estúpido.
—Quiere decir que si le dije —resopló Smith—, “Oiga, tipo vivo, ¿a quién está diciendo estúpido?” No, no lo dije, o nada parecido. Solamente contuve la respiración.
—Los comentarios acerca de su estupidez, señor Smith —dijo Avalon—, no debieran tomarse a la letra. Ha dicho varias veces que usted no era usted mismo durante esos momentos tan difíciles. Después de haber sido drogado, podría muy bien parecer estúpido. En todo caso, no creo que podamos saber los secretos del cambio de opinión de Ve. Sería suficiente aceptarlo y no cuestionar los favores de la fortuna. Es suficiente que usted haya salido a salvo de la boca del león.
—Bueno, espera —dijo Gonzalo—. No hemos preguntado la opinión de Henry aún.
Smith se vio muy asombrado.
—¿El camarero? —y en voz más baja—. No me di cuenta de que estaba escuchando. ¿Entiende que todo esto es confidencial?
—Es un miembro del club —dijo Gonzalo—, y nuestro mejor hombre. Henry, ¿puedes entender el cambio de actitud de Ve?
—No deseo ofender al señor Smith —dijo dudando—. No le llamaría estúpido, pero puedo ver por qué ese oficial extranjero, Ve, pensaba así.
Hubo una agitación general alrededor de la mesa. Smith, con frialdad, preguntó:
—¿Qué quiere decir, Henry?
—Usted dijo que los eventos de la pesadilla tuvieron lugar en algún momento del año pasado.
—Correcto —dijo Smith.
—Y dijo que sus bolsillos habían sido revisados. ¿Estaban completamente vacíos?
—Por supuesto —dijo Smith.
—Pero eso es claramente imposible. Usted dijo que aún llevaba el frasco original de píldoras, y que lo había llevado todo el tiempo y en todo lugar, y por eso supongo que lo tenía cuando viajó y que aún lo tenía cuando entró a la taberna… y que aún lo tenía cuando salió de la taberna.
—Bueno, sí, tiene razón —dijo Smith—. Estaba en el bolsillo de mi camisa como siempre. Tanto porque no lo vieron o no lo quisieron.
—Usted no dijo nada acerca de eso en el curso de la historia que nos contó.
—Nunca se me ocurrió.
—De modo que supongo que tampoco le dijo a Ve sobre él —dijo Henry.
—Mire —dijo Smith, enfadado—, no pensé en él. Pero aunque lo hubiera hecho, no hubiera mencionado el asunto. Podrían haberlo usado para inventar un cargo de posesión de drogas y así justificar mi encierro.
—Sería cierto si pensara solamente en las píldoras, señor —dijo Henry.
—¿En qué otra cosa hay que pensar?
—En el envase —dijo Henry suavemente—. Las píldoras son recetadas por prescripción médica y usted dijo que era el frasco original. ¿Podemos verlo, señor Smith?
Smith lo sacó del bolsillo de su pantalón, lo miró, y dijo con vehemencia:
—¡Maldición!
—Exactamente —dijo Henry—. En la etiqueta adherida al frasco por el farmacéutico debería estar impreso el nombre de la farmacia y la dirección, probablemente en Fairfield, y su nombre debería aparecer también, con las indicaciones para el uso.
—Tiene razón.
—Y después de que usted estuviera negando tener una identificación, aun ante la amenaza de tortura, Ve miró en sus bolsillos mientras usted estaba inconsciente, y encontró exactamente lo que le había estado pidiendo.
—No me asombra que haya pensado que soy un estúpido —dijo Smith, sacudiendo la cabeza—. Fui un estúpido. Realmente me siento mal.
—Y ahora tiene una explicación —dijo Henry— de algo que lo ha desconcertado por un año, y eso debería hacerle sentir bien.
Postfacio
Esta es otra historia para la que acepté el título de Fred y descarté el mío. La había titulado “What”s my Name” y me pareció que “Can You Prove It?” (¿Puede probarlo?) tiene más encanto. Hay cierto aire de hostilidad en ¿Puede probarlo?, que aumenta instantáneamente la tensión, aun antes de comenzar la historia.
Incidentalmente, esta historia, como El conductor, sostiene la tensión en el hecho de que el mundo tiene dos súper potencias que se han enfrentado durante cuarenta años con armas de destrucción sin paralelo y que una guerra entre ambas significaría la pérdida (tal vez irreversible) de toda la humanidad.
Es por esa razón que odio escribir historias que se refieran a la confrontación, y aun leer sobre ella. Me da la impresión de que todo lo que sirve para aumentar el odio y la sospecha solamente aumenta la posibilidad de que, sea por furia o por error de cálculo, alguien presione el botón rojo.
Y por eso, algunas veces, las exigencias de la conspiración me obligan a hacerlo, y entonces mientras releo la historia no puedo dejar de pensar, sarcásticamente, que con el cambio de unas pocas palabras, con una sustitución aquí y allá, de mínima importancia, la historia pudo muy bien ser escrita por alguien del otro lado… Y eso es bastante triste, también.
La historia apareció en el ejemplar del 17 de junio de 1981 de EQMM.