5

UN ARMA DEMASIADO TERRIBLE PARA EMPLEAR

Karl Frantor encontró el panorama muy deprimente. De los espesos nubarrones, caía la eterna llovizna; una vegetación baja y similar al caucho con su empañado color marrón-rojizo se extendía en todas direcciones. De vez en cuando algún pájaro revoloteaba frenéticamente encima de sus cabezas, emitiendo lastimosos graznidos en su ir y venir.

Karl volvió la cabeza para contemplar la diminuta cúpula de Afrodópolis, la ciudad más grande de Venus.

—Dios mío —murmuró—, incluso la cúpula es mejor que este mundo espantoso del exterior. —Se envolvió mejor en el tejido impermeabilizado de su abrigo—. Me alegraré de regresar a la Tierra.

Se volvió hacia la frágil figura de Antil, el venusiano.

—¿Cuándo llegaremos a las ruinas, Antil?

No hubo respuesta, y Karl observó la lágrima que resbalaba por las mejillas verdes y arrugadas del venusiano. Otra brillaba en sus ojos dulces e increíblemente hermosos, grandes como los de los lémures.

La voz del terrícola se dulcificó.

—Lo siento, Antil, no pretendía decir nada contra Venus.

Antil volvió su rostro verde hacia Karl.

—No es eso, amigo mío. Naturalmente, no encontrarás mucho que admirar en un mundo extraño. Sin embargo, yo amo a Venus, y lloro porque me conquista su belleza.

Las palabras fueron pronunciadas con facilidad pero con la inevitable distorsión causada por unas cuerdas vocales inhabilitadas para lenguajes ásperos.

—Sé que te parece incomprensible —continuó Antil—, pero para mí Venus es un paraíso, una tierra dorada… No puedo expresar con exactitud los sentimientos que me produce.

—Sin embargo, algunos dicen que sólo los terrícolas pueden amar —la simpatía de Karl era fuerte y sincera.

El venusiano movió la cabeza tristemente.

—Hay muchas otras cosas, aparte de la capacidad de sentir emoción, que tu pueblo nos niega.

Karl cambió apresuradamente de tema.

—Dime, Antil, ¿acaso Venus no tiene un aspecto monótono incluso para ti? Has estado en la Tierra y debes saberlo. ¿Cómo puede compararse esta eternidad de marrón y gris a los vivos y cálidos colores de la Tierra?

—Para mí es mucho más hermoso. Te olvidas de que mi sentido del color es tremendamente distinto del vuestro[6]. ¿Cómo puedo explicar las bellezas, la riqueza del color que abunda en este paisaje?

Guardó silencio, sumido en las maravillas de las que hablaba, mientras que para el terrícola el absoluto y melancólico gris permanecía invariable.

—Algún día —la voz de Antil era como la de una persona que sueña—, Venus pertenecerá una vez más a los venusianos. Los habitantes de la Tierra dejarán de dominarnos, y la gloria de nuestros antepasados volverá a nosotros.

Karl se echó a reír.

—Vamos, Antil, hablas como un miembro de las Bandas Verdes, que están causando tantos problemas al Gobierno. Pensaba que no creías en la violencia.

—Así es, Karl —los ojos de Antil eran graves y parecían bastante asustados—, pero los extremistas están ganando poder, y temo lo peor. Y si… si se desatara una rebelión abierta contra la Tierra, yo tendría que unirme a ellos.

—Pero si no estás de acuerdo con sus ideas.

—No, desde luego —se encogió de hombros, un gesto que había aprendido de los terrícolas—, no podemos lograr nada por medio de la violencia. Vosotros sois cinco mil millones y nosotros apenas cien millones. Tenéis recursos y armas, mientras que nosotros no tenemos nada. Sería una empresa de locos, y aunque ganáramos, dejaríamos tal secuela de odio que nunca podría haber paz entre nuestros dos planetas.

—Entonces, ¿por qué te unirías a ellos?

—Porque soy venusiano.

El terrícola volvió a echarse a reír.

—Parece ser que el patriotismo es tan irracional en Venus como en la Tierra. Pero vamos, dirijámonos a las ruinas de vuestra antigua ciudad. ¿Estamos cerca de ella?

—Sí —contestó Antil—. Ahora sólo falta algo más de un kilómetro terrestre. Sin embargo, recuerda que no debes perturbar nada. Las ruinas de Ash-taz-zor son sagradas para nosotros, como el único vestigio existente del tiempo en que también nosotros éramos una gran raza, no los degenerados restos de ella.

Siguieron caminando en silencio, avanzando sobre la tierra blanda del suelo, esquivando las contorsionadas raíces del árbol de la serpiente, y manteniéndose apartados de las ocasionales parras retorcidas.

Antil fue el que reanudó la conversación.

—Pobre Venus. —Su voz tranquila y melancólica era triste—. Hace cincuenta años el terrícola llegó con promesas de paz… y le creímos. Le mostramos las minas de esmeralda y la hierba mágica y sus ojos brillaron de deseo. Llegaron más y más, y su arrogancia aumentó. Y ahora…

—Es horrible, Antil —dijo Karl—, pero realmente te lo tomas demasiado a pecho.

—¡Demasiado a pecho! ¿Estamos autorizados a votar? ¿Tenemos alguna representación en el Congreso Provincial de Venus? ¿Acaso no existen leyes que prohíben a los venusianos ir en el mismo estratocoche que los terrícolas, o comer en el mismo hotel, o vivir en la misma casa? ¿Acaso no están todos los colegios cerrados para nosotros? ¿Acaso los habitantes de la Tierra no se han apropiado de las partes mejores y más fértiles del planeta? ¿Acaso hay algún derecho cualquiera que los terrícolas nos reconozcan en nuestro propio planeta?

—Lo que dices es totalmente cierto, y lo deploro. Pero hubo una época en que en la Tierra existían las mismas condiciones con respecto a ciertas razas llamadas «inferiores», y, con el tiempo, todos esos impedimentos fueron desapareciendo hasta alcanzar la total igualdad que hoy reina. Recuerda, también, que la gente inteligente de la Tierra está de vuestra parte. ¿Acaso yo, por ejemplo, he demostrado alguna vez algún prejuicio contra Venus?

—No, Karl, ya sé que no lo has hecho. Pero ¿cuántos hombres inteligentes hay? En la Tierra, se requirieron largos y fatigantes milenios, llenos de guerras y sufrimientos, para que la igualdad fuera establecida. ¿Y si Venus se niega a esperar esos milenios?

Karl frunció el ceño.

—Tienes razón, naturalmente; pero debéis esperar. ¿Qué otra cosa podéis hacer?

—No lo sé… no lo sé. —La voz de Antil se apagó en el silencio.

De repente, Karl deseó no haber iniciado aquel viaje a las ruinas de la misteriosa Ash-taz-zor. El terreno enloquecedoramente monótono y hasta los comentarios de Antil habían servido para deprimirle en gran manera. Estaba a punto de renunciar a su proyecto, cuando el venusiano levantó sus dedos palmeados para señalar un montículo de tierra que había frente a ellos.

—Ésa es la entrada —dijo—. Ash-taz-zor ha estado enterrada bajo la tierra desde incontables miles de años, y sólo los venusianos la conocen. Tú eres el primer terrícola que la ve.

—Lo mantendré en absoluto secreto Antil. Te lo he prometido.

—Vamos, pues.

Antil apartó la frondosa vegetación para dejar al descubierto una estrecha entrada entre dos piedras grandes e hizo señas a Karl de que le siguiera. Entraron cautelosamente en un estrecho y húmedo corredor. Antil extrajo de su morral una pequeña lámpara de atomita, que lanzó su nacarado resplandor sobre las paredes de piedra, que goteaban.

—Estos pasillos y refugios —dijo— fueron excavados hace tres siglos por nuestros antepasados, que consideraban la ciudad como un lugar sagrado. Sin embargo, últimamente, los hemos abandonado. Yo fui el primero en visitarlos después de muchísimo tiempo. Quizá éste sea otro signo de nuestra degeneración.

Siguieron en línea recta a lo largo de unos cien metros; entonces los pasillos desembocaron en una amplia estancia abovedada. Karl se quedó boquiabierto ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos. Eran restos de edificios, maravillas arquitectónicas sin igual en la Tierra desde los días de la Atenas de Pericles. Pero todo estaba en ruinas, así que sólo se conservaba un reflejo de la magnificencia de la ciudad.

Antil le condujo a través del espacio abierto y se internó en otro corredor que serpenteaba a lo largo de unos quinientos metros a través de tierra y roca. Aquí y allí desembocaban otros pasillos y una o dos veces Karl avistó edificios en ruinas. Los hubiera investigado si Antil no le hubiese marcado el camino.

Volvieron a surgir, esta vez ante un edificio bajo e irregular, construido con piedra blanca y verde. El ala derecha estaba completamente destruida, pero el resto parecía casi intacto.

Los ojos del venusiano brillaron; su insignificante figura se enderezó con orgullo.

—Esto es lo que corresponde a un moderno museo de artes y ciencias. En él observarás la pasada grandeza y la cultura de Venus.

Dominado por una gran emoción, Karl entró. Era el primer terrícola que veía aquellas obras antiguas. Observó que el interior estaba dividido en una serie de profundos nichos, que partían de la larga columnata central. El techo era una gran pintura que apenas se distinguía a la escasa luz de la lámpara de atomita.

Maravillado, el terrícola recorrió los nichos. Las esculturas y pinturas que le rodeaban poseían una extraña peculiaridad, una apariencia sobrenatural que aumentaba su belleza.

Karl comprendió que se le escapaba algo vital del arte venusiano simplemente porque faltaba una base común entre su propia cultura y la de ellos, pero apreciaba la excelencia técnica del trabajo. Admiró especialmente el colorido de las pinturas, que superaba a todo lo que había visto en la Tierra. A pesar de lo cuarteadas, descoloridas y opacas que estaban había en ellas una combinación y una armonía soberbias.

—Qué no hubiera hecho Miguel Argel —dijo a Antil— con la maravillosa percepción cromática del ojo venusiano.

Antil rebosaba felicidad.

—Cada raza tiene sus propios atributos. A menudo he deseado que mis oídos pudieran distinguir los tonos sutiles y los diapasones del sonido tal como dicen que pueden hacerlo los habitantes de la Tierra. Quizá entonces entendería lo que hay de tan agradable en vuestra música. A mí, su ruido me parece terriblemente monótono.

Siguieron adelante, y a cada minuto la opinión de Karl sobre la cultura venusiana mejoraba. Había largas y estrechas tiras de un metal delgado, atadas juntas, cubiertas con las líneas y óvalos de la escritura venusiana…, miles y miles de ellas. Allí, Karl lo sabía, se encerraban tales secretos que los científicos de la Tierra hubieran dado media vida por conocerlos.

Entonces, cuando Antil señaló hacia un diminuto artefacto de unos quince centímetros de altura, y dijo que, según la inscripción, era cierto tipo de convertidor atómico con una eficacia varias veces superior a la de cualquier modelo terrestre corriente. Karl explotó.

—¿Por qué no reveláis estos secretos a la Tierra? Si conocieran los adelantos que alcanzasteis en épocas pasadas, los venusianos ocuparían un lugar mucho más importante que el actual.

—Harían uso de nuestros conocimientos de tiempos pasados, sí —repuso amargamente Antil—, pero nunca aflojarían su opresión sobre Venus y su pueblo. Espero que no hayas olvidado tu promesa de guardar un secreto absoluto.

—No, no diré nada; pero creo que estáis cometiendo una equivocación.

—Creo que no. —Antil hizo ademán de salir del nicho, pero Karl le llamó.

—¿No entramos en esta pequeña habitación de aquí? —preguntó.

Antil dio media vuelta, con la mirada fija.

—¿Una habitación? ¿De qué habitación hablas? Aquí no hay ninguna.

Karl alzó las cejas en un movimiento de sorpresa mientras señalaba mudamente una estrecha rendija que se extendía por la pared posterior.

El venusiano murmuró algo para sí y se arrodilló, palpando la rendija con sus delicados dedos.

—Ayúdame, Karl. Me parece que nos costará abrir esta puerta. Por lo menos no recuerdo que existiera, y conozco las ruinas de Ash-taz-zor mejor que cualquier otro de mi pueblo.

Los dos ejercieron presión contra el trozo de pared, que cedió crujiendo con desgana, abriéndose de repente como si quisiera catapultarlos en el diminuto y casi vacío cubículo que había al otro lado. Se pusieron de nuevo en pie y miraron con asombro a su alrededor.

El terrícola señaló las marcas de herrumbre, rotas e irregulares, que cubrían el suelo, y el lugar donde la puerta se unía a la pared.

—Tu pueblo parece haber sellado esta habitación muy eficazmente. Sólo la herrumbre de los eones ha permitido que la abriéramos. Parece como si tuvieran un secreto guardado aquí.

Antil movió su cabeza verde.

—La última vez que estuve aquí no había trazas de ninguna puerta. Sin embargo… —levantó la lámpara de atomita y examinó rápidamente la habitación—, parece que, de cualquier modo, aquí no hay nada.

Tenía razón. Aparte de un indescriptible cofre alargado que reposaba sobre seis gruesas patas, el lugar no contenía más que increíbles cantidades de polvo y el sofocante olor a moho de las tumbas cerradas durante largo tiempo.

Karl se acercó al cofre, e intentó separarlo del rincón donde estaba. No se movió, pero la tapa se deslizó bajo la presión de sus dedos.

—La tapa es movible, Antil. ¡Mira!

Señaló un compartimento interior poco profundo, que contenía una gruesa lámina cuadrada, de cierta sustancia cristalina y cinco cilindros de quince centímetros de longitud, parecidos a plumas estilográficas.

Antil prorrumpió en gritos de entusiasmo al ver estos objetos, y por primera vez desde que Karl le conocía, se perdió en el sibilante idioma venusiano. Sacó la lámina de cristal y la examinó detalladamente. Karl, excitada su curiosidad, hizo lo mismo. Estaba cubierta con puntos de varios colores, muy poco separados entre sí, pero eso no parecía razón suficiente para la extrema alegría de Antil.

—¿Qué es, Antil?

—Es un documento completo en nuestro antiguo lenguaje de ceremonial. Hasta ahora nunca habíamos conseguido más que fragmentos inconexos. Esto es un gran hallazgo.

—¿Puedes descifrarlo? —Karl contempló el objeto con más respeto.

—Creo que sí. Es una lengua muerta y no tengo más que escasas nociones de ella. Verás, es una lengua de colores. Cada palabra está designada por una combinación de dos, y a veces tres puntos coloreados. Sin embargo, los colores están sutilmente diferenciados y un terrícola, aunque poseyera la clave del lenguaje, tendría que recurrir a un espectroscopio para leerlo.

—¿Puedes descifrarlo ahora?

—Creo que sí, Karl. La lámpara de atomita se parece mucho a la luz del día, y no creo que tenga problemas con ella. Sin embargo, es posible que me lleve mucho tiempo; así que quizá sea mejor que tú continúes investigando. No hay peligro de que te pierdas, siempre que permanezcas dentro de este edificio.

Karl se fue, llevándose una segunda lámpara de atomita, y dejando a Antil, el venusiano, inclinado sobre el manuscrito y descifrándolo lenta y penosamente.

Transcurrieron dos horas antes de que el terrícola regresara. Cuando lo hizo, Antil apenas había cambiado de posición. Pero, ahora, había una mirada de horror en el rostro del venusiano que antes no existía. El mensaje «de color» yacía a sus pies, abandonado. La ruidosa entrada del terrícola no hizo impresión en él. Como si se hubiera petrificado, permaneció inmóvil, con una mirada de espanto en sus ojos.

Karl corrió a su lado.

—Antil, Antil, ¿qué ha sucedido?

La cabeza de Antil se movió lentamente, como si girara a través de un líquido viscoso, y sus ojos se fijaron en su amigo sin verle. Karl le agarró por los delgados hombros y le sacudió bruscamente.

El venusiano volvió a la realidad. Desasiéndose del abrazo de Karl, se puso en pie de un salto. Sacó los cinco objetos cilíndricos del cofre del rincón, cogiéndolos con una especie de renuencia extraña y metiéndolos en su morral. También cogió de igual forma la lámina que había descifrado.

Una vez hecho esto, volvió a colocar la tapa sobre el cofre y precedió a Karl fuera de la habitación.

—Ahora debemos irnos. Ya nos hemos quedado demasiado tiempo. —Su voz tenía una extraña entonación de miedo que hizo sentirse incómodo al terrícola.

Retrocedieron silenciosamente sobre sus pasos hasta pisar de nuevo la mojada superficie de Venus. Todavía era de día, pero el crepúsculo estaba cerca. Karl sentía un hambre creciente. Tendrían que apresurarse si querían llegar a Afrodópolis antes de que se hiciera de noche. Karl levantó el cuello de su impermeable, se cubrió la cabeza con la capucha y se pusieron en marcha.

Recorrieron kilómetro tras kilómetro y la ciudad abovedada volvió a surgir en el horizonte gris. El terrícola comía unos húmedos bocadillos de jamón y deseaba con impaciencia el seco ambiente de Afrodópolis. A lo largo de todo el camino, el venusiano, normalmente amigable, mantuvo un cerrado silencio, sin dignarse conceder ni una sola mirada a su compañero.

Karl aceptó la situación con filosofía. Profesaba hacia los venusianos una consideración mucho mayor que la de la gran mayoría de los terrícolas, pero seguía experimentando un débil desprecio hacia el carácter hiperemotivo de Antil y los de su clase. Este amargo silencio no era más que la manifestación de sentimientos que en Karl sólo hubieran provocado un suspiro o un fruncimiento de cejas. Sabiendo esto, el humor de Antil apenas le afectó.

Sin embargo, el recuerdo del inquietante espanto reflejado en los ojos de Antil despertó en él una tenue intranquilidad. Su angustia se había producido al descifrar aquella extraña lámina. ¿Qué secreto podían haber revelado aquellos antiguos científicos en aquel mensaje?

Con cierta timidez, Karl se decidió finalmente a preguntar:

—¿Qué ponía en la lámina, Antil? Considero que debe ser interesante, puesto que te la has llevado.

La contestación de Antil fue un simple gesto de apresuramiento, y el venusiano se precipitó en la creciente oscuridad apresurando el paso, Karl estaba sorprendido y bastante ofendido. No hizo ningún otro intento de entablar conversación durante el resto del viaje.

Sin embargo, cuando llegaron a Afrodópolis, el venusiano rompió su silencio. Su rostro arrugado, ojeroso y demacrado, se volvió hacia Karl con la expresión de alguien que ha llegado a una penosa decisión.

—Karl —dijo—, hemos sido amigos, de modo que deseo darte un consejo amistoso. La semana próxima te irás hacia la Tierra. Sé que tu padre ocupa un alto puesto junto al presidente de los planetas. Probablemente, tú mismo serás un personaje de importancia en un futuro no muy lejano. Por lo tanto, te ruego que emplees toda tu influencia para lograr una moderación en la actitud de la Tierra hacia Venus. Yo, por mi parte, siendo un noble hereditario de la mayor tribu de Venus, haré lo posible para reprimir todos los intentos de violencia.

El otro frunció el ceño.

—Parece haber algo detrás de todo esto. No he comprendido absolutamente nada. ¿Qué intentas decirme?

—Sólo esto: a menos que las condiciones sean mejoradas, y pronto, Venus se rebelará. En ese caso, yo no tendré otra elección más que poner mis servicios a sus pies, y entonces Venus dejará de estar indefensa.

Estas palabras sólo sirvieron para divertir al terrícola.

—Vamos, Antil, tu patriotismo es admirable, y tus quejas justificadas, pero el melodrama no va conmigo. Soy, por encima de todo, realista.

Había una terrible seriedad en la voz del venusiano cuando dijo:

—Créeme, Karl, si te digo que no hay nada más real que lo que te estoy diciendo ahora. En caso de una revuelta venusiana, no puedo garantizar la seguridad de la Tierra.

—¡La seguridad de la Tierra! —La enormidad de esta afirmación aturdió a Karl.

—Sí —continuó Antil—, porque puedo verme forzado a destruir la Tierra. Ya lo sabes.

Con esto, dio media vuelta y se internó en la maleza para regresar al poblado venusiano que había fuera de la gran cúpula.

Pasaron cinco años…, años de turbulenta inquietud, y Venus se despertó de su sueño como un volcán en actividad. Los poco perspicaces gobernantes de Afrodópolis, Venusia y otras ciudades abovedadas hicieron caso omiso de todas las señales de peligro con inconsciente alegría. Cuando se dignaban pensar en los pequeños venusianos verdes, lo hacían con un gesto de desdén que significaba: «¡Oh, esas cosas!»

Pero «esas cosas» fueron tratadas más allá de lo soportable, y las nacionalistas Bandas Verdes hicieron oír cada vez más su voz. Después, en un día gris, no distinto de los precedentes, multitud de nativos cayeron sobre las ciudades en una rebelión organizada.

Las bóvedas más pequeñas, cogidas por sorpresa, sucumbieron. En rápida sucesión, se tomaron Nueva Washington, Monte Vulcano y Saint Denis, junto con todo el continente oriental. Antes de que los aturdidos terrícolas se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, la mitad de Venus había dejado de pertenecerles.

Los habitantes de la Tierra, sobresaltados y sorprendidos por esta súbita emergencia —que, naturalmente, debía haber sido prevista— enviaron armas y suministros a los terrícolas de las ciudades que seguían sitiadas y comenzaron a equipar una gran flota espacial para la recuperación del territorio perdido.

Los terrícolas estaban molestos, pero no asustados, pues sabían que el terreno perdido por sorpresa podía recuperarse fácilmente con tiempo, y el que aún no estaba perdido nunca lo estaría. O, por lo menos, ésta era la creencia.

Es fácil de imaginar la estupefacción de los gobernantes de la Tierra cuando el avance de los venusianos prosiguió sin cesar. La ciudad de Venusia había sido ampliamente abastecida de armas y alimentos; sus defensas exteriores estaban alzadas, los hombres en sus puestos. Un diminuto ejército de desnudos y desarmados nativos se acercó y exigió una rendición incondicional. Venusia rehusó altivamente, y los mensajes a la Tierra fueron joviales al referirse a los nativos desarmados que el éxito había vuelto tan temerarios.

Después, repentinamente, no se recibieron más mensajes, y los nativos ocuparon la ciudad.

Los sucesos de Venusia se repitieron, una y otra vez, en lo que debían haber sido fortalezas inexpugnables. Incluso la misma Afrodópolis, con una población de medio millón de habitantes, cayó ante el triste número de quinientos venusianos. Esto, a pesar de que todas las armas conocidas en la Tierra estaban a disposición de los defensores.

El Gobierno terrícola ocultó los hechos, y la misma Tierra siguió sin recelar de los extraños acontecimientos ocurridos en Venus. Pero en los consejos interiores, los hombres de estado fruncían el ceño al oír las extrañas palabras de Karl Frantor, hijo del ministro de Educación.

Jan Heersen, ministro de la Guerra, se levantó con ira al concluir el informe.

—¿Acaso pretende que tomemos en serio la impensada afirmación de un verdoso medio loco y firmemos la paz con Venus bajo sus propios términos? Esto es definitiva y absolutamente imposible. Lo que estos malditos animales necesitan es la fuerza bruta. Nuestra flota les borrará del universo, y ya es tiempo de hacerlo.

—Quizá borrarlos no sea tan fácil, Heersen —dijo el canoso y más anciano de los Frantor, apresurándose a defender a su hijo—. Muchos de nosotros siempre hemos sostenido que la política del Gobierno hacia los venusianos estaba equivocada. ¿Quién sabe los medios de ataque que han descubierto y lo que, para vengarse, harán con ellos?

—¡Cuentos de hadas! —exclamó Heersen—. Usted habla de los verdosos como si fueran personas. Son animales y deberían estar agradecidos por las ventajas de la civilización que les hemos hecho conocer. Recuerde que los estamos tratando mucho mejor de lo que fueron tratadas algunas razas de la Tierra en nuestra primera historia, los indios americanos, por ejemplo.

Karl Frantor volvió a interrumpir con voz agitada:

—¡Debemos investigar, señores! La amenaza de Antil es demasiado grave como para ignorarla, no importa lo absurda que parezca… y, a la luz de las conquistas venusianas, no parece nada absurda. Propongo que me envíen con el almirante Von Blumdorff, en calidad de representante. Déjenme llegar hasta el fondo de todo esto antes de atacarles.

El taciturno presidente de la Tierra, Jules Debuc, habló ahora por primera vez:

—Por lo menos, la proposición de Frantor es razonable. Debe realizarse. ¿Hay alguna objeción?

No hubo ninguna, aunque Heersen frunció el ceño y resopló con indignación. Así pues, una semana más tarde, Karl Frantor acompañó a la armada espacial de la Tierra cuando ésta despegó hacia el planeta interior.

Fue un extraño Venus el que dio la bienvenida a Karl tras sus cinco años de ausencia. Seguía teniendo su vieja naturaleza mojada, su vieja melancólica monotonía de blanco y gris, sus diseminadas ciudades abovedadas… pero, sin embargo, ¡qué diferente!

Donde antes se habían movido los altivos terrícolas con un esplendor desdeñoso entre los venusianos sometidos, ahora los nativos ejercían un dominio indiscutible. Afrodópolis era una ciudad enteramente nativa, y en el despacho del antiguo gobernador se encontraba… Antil.

Karl le contempló dudosamente, sin saber apenas qué decir.

—Nunca creí que pudieras convertirte en su dirigente —articuló al fin—. Tú…, el pacifista.

—La elección no fue mía. Las circunstancias me obligaron —repuso Antil—. ¡Pero tú! No esperaba que fueras el portavoz de tu planeta.

—Fue a mí a quien lanzaste tu absurda amenaza años atrás, y por eso yo era el más pesimista en cuanto a vuestra rebelión. Vengo, ya lo ves, pero no solo. —Su mano se alzó vagamente hacia arriba, donde las naves espaciales permanecían inmóviles e intimidantes.

—¿Has venido para amenazarme?

—¡No! Para oír tus propósitos y términos.

—Esto es fácil. Venus exige su independencia y promete amistad, junto con un comercio libre e ilimitado.

—Y esperáis que aceptemos todo eso sin luchar siquiera.

—Espero que así lo hagáis… por el propio bien de la Tierra.

Karl frunció el ceño y se recostó en el sillón con disgusto.

—Por el amor de Dios, Antil, el tiempo de las insinuaciones y duendes ya ha pasado. Descubre tu juego. ¿Cómo lograsteis conquistar Afrodópolis y las demás ciudades tan fácilmente?

—Nos vimos forzados a hacerlo, Karl. No lo deseábamos. —La voz de Antil era estridente a causa de la agitación—. No aceptaron nuestras favorables condiciones de capitulación y empezaron a disparar sus pistolas de tonita. Tuvimos… tuvimos que emplear… el arma. Después tuvimos que matar a la mayoría… sin misericordia.

—No te entiendo. ¿De qué arma estás hablando?

—¿Recuerdas aquella vez en las ruinas de Ash-taz-zor, Karl? La habitación secreta; la antigua inscripción; las cinco armas.

Karl asintió sombríamente.

—Pensé que lo eran, pero no estaba seguro.

—Era un arma horrible, Karl. —Antil se apresuró a continuar, como si no pudiera soportar pensar en ello—. Los antiguos la descubrieron… pero no la utilizaron nunca. En lugar de ello, la escondieron, y no sé por qué no la destruyeron. Me gustaría que lo hubieran hecho; realmente me gustaría. Pero no fue así y yo la encontré y debo usarla… por el bien de Venus.

Su voz se convirtió en un susurro, pero con un esfuerzo manifiesto recobró ánimos para continuar la explicación.

—Las pequeñas e inofensivas varillas que viste aquella vez, Karl, eran capaces de producir un campo de fuerza de una naturaleza desconocida (los antiguos se negaron sabiamente a mostrarse explícitos en este punto) que tiene el poder de desconectar el cerebro de la mente.

—¿Qué? —Karl estaba boquiabierto—. ¿De qué estás hablando?

—Debes saber que el cerebro no es más que el asiento de la mente y no la mente misma. La naturaleza de ésta es un misterio, desconocido incluso para nuestros antepasados; pero sea lo que fuere, emplea el cerebro como su intermediario con el exterior.

—Comprendo. Y vuestra arma separa la mente del cerebro… convierte a la mente en algo desvalido… un piloto espacial sin mandos.

Antil asintió solemnemente.

—¿Has visto alguna vez un animal sin cerebro? —preguntó de repente.

—Pues, sí, un perro… durante mis estudios de biofísica en la Universidad.

—Entonces, ven, te enseñaré a un ser humano sin cerebro.

Karl siguió al venusiano hasta un ascensor. Mientras descendía al nivel más bajo —el nivel de la prisión— su mente era un torbellino. Atormentado por el horror y la furia, tenía alternativos impulsos de un irrazonado deseo de escapar y un anhelo casi insuperable de matar al venusiano que estaba junto a él. Aturdido, salió del cubículo y siguió a Antil hasta un lóbrego pasillo, que serpenteaba entre dos hileras de diminutas celdas con rejas.

—Allí.

La voz de Antil sobresaltó a Karl como si se hubiera tratado de un súbito chorro de agua fría. Siguió la dirección indicada por la mano palmeada y contempló con repugnancia hipnótica la figura humana que señalaba.

Era un ser humano, indudablemente, por la forma… pero inhumano, sin embargo. Aquello (Karl no podía denominarlo por «él») estaba sentado silenciosamente en el suelo, con sus grandes ojos fijos en la pared lisa que había enfrente. Ojos que estaban desprovistos de alma, labios sueltos de los que se le escapaba la saliva, dedos que se movían sin un propósito determinado. Asqueado, Karl volvió rápidamente la cabeza.

—No es del todo exacto que carezca de cerebro —la voz de Antil era baja—. Orgánicamente, su cerebro está perfecto e intacto. Sólo que… está desconectado.

—¿Cómo vive, Antil? ¿Por qué no se muere?

—Porque el sistema autónomo está intacto. Ponlo en pie y mantendrá el equilibrio. Empújale y recuperará su posición. Su corazón late. Respira. Si pones comida en su boca, tragará, aunque se moriría de hambre antes de realizar el acto voluntario de comer los alimentos que han sido colocados frente a él. Es vida…, una especie de vida; pero estaría mejor muerto, pues la desconexión es permanente.

—Es horrible… horrible.

—Es peor de lo que crees. Estoy convencido de que en algún lugar del cuerpo de este hombre, la mente, intacta, todavía existe. Prisionera e impotente en un cuerpo que no puede controlar. ¿Cuál debe ser la tortura de esa mente?

Karl se puso súbitamente rígido.

—No conquistarás la Tierra por medio de esta horrible y atroz brutalidad. Es un arma increíblemente cruel, pero no más mortífera que una docena de las nuestras. Pagarás por esto.

—Por favor, Karl, no tienes ni la más remota idea del carácter mortífero del Campo de Desconexión. El campo es independiente del espacio y quizá también del tiempo, así que su campo de acción puede extenderse casi indefinidamente. ¿Sabes que no se requirió más que un disparo para incapacitar a todas las criaturas de sangre caliente que había en Afrodópolis? —La voz de Antil subió de tono con nerviosismo—. ¿Sabes que puedo envolver TODA LA TIERRA con el campo… convertir a tus miles de millones de semejantes en el duplicado de esos cuerpos muertos en vida con UN SOLO DISPARO?

Karl no reconoció su propia voz al murmurar:

—¡Loco! ¿Eres tú el único que conoce el secreto de este infame campo?

Antil prorrumpió en una risa hueca.

—Sí, Karl, la culpa es sólo mía, nada más que mía. Pero matarme no solucionaría nada. Si yo muero, hay otros que saben dónde encontrar la inscripción, otros que no sienten mi simpatía por la Tierra. No tengo nada que temer de ti, Karl, pues mi muerte significaría el fin de tu mundo.

El terrícola estaba deshecho…, deshecho por completo. En su interior ya no había ni la más pequeña duda en cuanto al poder de los venusianos.

—Me rindo —murmuró—, me rindo. ¿Qué debo decir a mi pueblo?

—Exponles mis condiciones y lo que podría hacer si quisiera.

Karl se alejó del venusiano como si su mismo contacto fuera mortal.

—Se lo diré.

—Diles también que Venus no es vengativo. No deseamos utilizar nuestra arma, ya que es demasiado horrible para emplear. Si nos conceden la independencia en nuestros propios términos, y nos permiten ciertas precauciones necesarias para evitar una nueva esclavitud futura, lanzaremos cada una de nuestras cinco armas y la inscripción explicativa hacia el Sol.

La voz del terrícola siguió siendo un susurro desentonado:

—Se lo diré.

El almirante Von Blumdorff era tan prusiano como su nombre, y su código militar era la simple fuerza bruta. De modo que fue completamente natural que sus reacciones ante el informe de Karl Frantor fueran explosivas dentro de su sarcástica burla.

—Es usted un loco inconsciente —gritó al joven—. Esto es lo que resulta de las conversaciones, las palabras, las tonterías. Ha osado venirme con ese cuento de viudas viejas sobre armas misteriosas, de incalculable fuerza. Sin una sola prueba, usted acepta todo lo que ese maldito verdoso le dice, y se rinde despreciablemente. ¿Acaso no podía amenazar, no podía engañar, o mentir?

—Él no amenazó, engañó ni mintió —contestó amablemente Karl—. Lo que dijo fue una verdad indiscutible. Si usted hubiera visto al hombre sin cerebro…

—¡Bah! Ésa es la parte más inexcusable de todo este maldito asunto. ¡Exhibir ante usted a un lunático, algún retrasado mental cualquiera, y decir «¡Ésta es nuestra arma!», y usted creyéndolo todo! ¿Hicieron algo más que hablar? ¿Hicieron una demostración del arma? ¿Se la enseñaron siquiera?

—Naturalmente que no. El arma es mortal. No van a matar a un venusiano para darme gusto. En cuanto a enseñarme el arma…, bueno, ¿enseñaría usted su carta buena a su contrario? Ahora conteste usted a unas cuantas preguntas. ¿Por qué está Antil tan seguro de sí mismo? ¿Cómo conquistó todo Venus tan fácilmente?

—Admito que no puedo explicármelo, pero, ¿prueba eso que su explicación sea la correcta? De cualquier modo, estoy harto de tanto hablar. Vamos a atacar en seguida y ¡al infierno todas las teorías! Me enfrentaré a ellos con proyectiles de tonita y usted podrá observar su engaño en sus horribles caras.

—Pero, almirante, debe usted comunicar mi informe al presidente.

—Lo haré… cuando haya mandado Afrodópolis al otro mundo.

Conectó la unidad central de emisión.

—¡Atención, todas las naves! ¡Formación de batalla! Dentro de quince minutos nos lanzaremos sobre Afrodópolis con todas las sobrecargas de tonita. —Después se volvió hacia el ordenanza—. Diga al capitán Larsen que informe a Afrodópolis de que tienen quince minutos para izar la bandera blanca.

Los minutos que transcurrieron a continuación fueron tensos y exasperantes para Karl Frantor. Permaneció sentado en silencio, con la cabeza sepultada entre las manos; el débil clic del cronómetro al final de cada minuto sonaba como un trueno en sus oídos. Contó esos clics en un susurro 8-9-10. ¡Dios!

¡Sólo faltaban cinco minutos para una muerte segura! ¿O tendría razón Von Blumdorff? ¿Habían ideado los venusianos un atrevido engaño?

Un ordenanza penetró en la habitación y saludó.

—Los verdosos acaban de contestar, señor.

—Bien. —Von Blumdorff se inclinó hacia delante con impaciencia.

—Dicen: «Urgentemente solicitamos a la flota que no ataque. Si lo hacen, no seremos responsables de las consecuencias.»

—¿Eso es todo? —dijo con un grito ultrajado.

—Sí, señor.

El almirante prorrumpió en una sulfurada sarta de maldiciones.

—Vaya un descaro que tienen —gritó—. Se atreven a mantener su engaño hasta el final.

Y cuando terminó de decirlo, los quince minutos habían transcurrido, y la poderosa flota se puso en movimiento. En filas y ordenada formación, descendieron hacia el nuboso velo del segundo planeta. Von Blumdorff sonreía entre dientes al contemplar el pavoroso espectáculo que se reflejaba en el televisor… hasta que la matemáticamente precisa formación de batalla se rompió de repente.

El almirante siguió observando y se frotó los ojos. La mitad de la flota más distante se había vuelto repentinamente loca. Primero, las naves se tambalearon; después cambiaron de dirección y dispararon a objetivos descabellados.

Entonces llegaron llamadas de la mitad sana de la flota… informes de que el ala izquierda había dejado de responder a la radio.

El ataque a Afrodópolis fue inmediatamente interrumpido al darse la orden de capturar las naves que volaban a ciegas. Von Blumdorff paseaba furioso arriba y abajo y se mesaba el cabello. Karl Frantor gritó: «Es su arma», y volvió a sumirse en su anterior silencio.

De Afrodópolis no llegó ningún mensaje.

Durante dos horas enteras, el resto de la flota terrestre luchó con sus propias naves. Siguiendo los cursos sin rumbo de las astronaves afectadas, se acercaban y las agarraban. Atados entonces con rígida fuerza, se aplicaban los cohetes hasta que el loco vuelo de las otras se equilibraba y detenía. Veinte naves de la flota no pudieron ser recuperadas; algunas continuaron en órbita alrededor del Sol, otras se dirigieron hacia un espacio desconocido y unas pocas se estrellaron en Venus.

Cuando las restantes naves del ala izquierda fueron abordadas, los confiados grupos de rescate se quedaron horrorizados. Setenta y cinco cuerpos humanos de mirada fija y estúpida en cada nave. Ni un sólo ser humano normal.

Algunos de los primeros en entrar gritaron con horror y huyeron impulsados por el pánico. Otros sólo sintieron náuseas y desviaron la mirada. Un oficial se hizo cargo de la situación de un rápido vistazo; cargó su pistola atómica lentamente e irradió a todos los seres sin cerebro que había a su alcance.

El almirante Von Blumdorff era un hombre deshecho, una sombra lastimosa y agotada de su antiguo orgullo y carácter fanfarrón, cuando supo lo peor. Le llevaron a uno de los seres sin cerebro y retrocedió con pasos vacilantes.

Karl Frantor le miró con ojos inyectados de sangre.

—Bueno, almirante, ¿está usted satisfecho?

Pero el almirante no contestó. Sacó su pistola, y antes de que nadie pudiera evitarlo, se disparó un tiro en la cabeza.

Una vez más, Karl Frantor se encontraba ante una reunión del presidente y su gabinete, ante un desalentado grupo de hombres asustados. Su informe fue claro y no dejó ninguna duda en cuanto a la decisión que debía tomarse.

El presidente Debuc contempló al ser sin cerebro que le llevaron como prueba.

—Estamos acabados —dijo—. Debemos rendirnos incondicionalmente, ponernos a su merced. Pero algún día… —Sus ojos se iluminaron al pensar en la venganza.

—¡No, señor presidente! —sonó la voz de Karl—, no debe haber un algún día. Tenemos que dar a los venusianos su sencillo derecho: libertad e independencia. Lo pasado debe olvidarse… Nuestros muertos no han hecho más que pagar por el medio siglo de esclavitud venusiana. Después de esto, debe haber un nuevo orden en el sistema solar… el nacimiento de un nuevo día.

El presidente bajó la cabeza mientras reflexionaba y después la levantó de nuevo.

—Tiene usted razón —contestó con energía—; no habrá ideas de venganza.

Dos meses después se firmó el tratado de paz y Venus se convirtió en lo que ha sido desde entonces: una potencia independiente y soberana. Y con la firma del tratado, se envió hacia el Sol una diminuta partícula que daba incesantes vueltas. Era… un arma demasiado terrible para emplear.

Amazing Stories se inclinaba, por aquel entonces, hacia la aventura y la acción, desaprobaba una exposición demasiado científica a lo largo del relato. Yo, naturalmente, incluso entonces escribía la clase de ciencia ficción que incluía una extrapolación científica que era específicamente descrita. Lo que Raymond Palmer hizo en este caso fue omitir algunos de mis debates científicos y colocar, en notas a pie de página, una versión condensada de pasajes que no podía omitir sin dañar la trama. Era una medida extraordinariamente absurda, que en aquel tiempo me sublevó. Tomé el único desquite posible: coloqué a Amazing al final de la lista, en lo que a presentar relatos se refería.

Sin embargo, lo que mejor recuerdo sobre este relato es la observación que sobre él hizo Fred Pohl. La narración finaliza con la Tierra y Venus en paz, con la promesa de la Tierra de respetar la independencia de Venus, y la destrucción del arma por parte de Venus. Fred dijo, una vez hubo leído la historia publicada: «Y cuando el arma hubo sido destruida, la Tierra borró a los venusianos de la faz de su planeta.»

Tenía toda la razón. Entonces yo era lo bastante ingenuo como para creer que las palabras y las buenas intenciones eran suficientes. (Fred también comentó que el arma que era demasiado horrible para emplear fue, de hecho, utilizada. En este caso también tuvo razón, y eso me ayudó a acortar los títulos que eran demasiado largos y complicados. Desde entonces he tendido a utilizar títulos más cortos, incluso de una sola palabra, algo que Campbell siempre me aconsejó firmemente, quizá porque los títulos cortos encajaban mejor en la portada y la página de títulos de una revista.)

Si pensé que mi venta a Campbell me había convertido en un experto sobre lo que quería y en proporcionárselo, me equivoqué por competo. En febrero de 1939 escribí un relato llamado La decadencia y caída. El 21 de ese mismo mes se lo entregué a Campbell, y me fue devuelto con enorme prontitud, el 25. Después hizo la ronda sin resultado y nunca se publicó. Ya no existe y no recuerdo absolutamente nada sobre él.

El 4 de marzo de 1939, comencé a escribir mi proyecto más ambicioso hasta la fecha. Era una novela corta (en la cual uno de los personajes más importantes llevaba el nombre de Russell Winterbotham), que sería dos veces más larga que cualquiera de mis relatos precedentes. La titulé Peregrinaje. Era mi primer intento de escribir «historia futura»; es decir, un cuento sobre una época de un futuro lejano escrita como si se tratara de una novela histórica. También era la primera vez que intentaba escribir un relato a escala galáctica.

Estuve muy excitado mientras trabajé en ella y sentía que era una «epopeya». (No obstante, recuerdo que Winterbotham se mostró bastante dudoso respecto a él cuando le describí la trama en una carta.) El 21 de marzo de 1939 se la llevé a Campbell, lleno de grandes esperanzas, pero el 24 ya estaba de vuelta con una carta que decía: «Tiene usted una idea básica que puede convertirse en un relato interesante, pero, tal como está, no tiene la fuerza suficiente.»

Esta vez no me di por vencido. Volví a ver a Campbell el día 27 y le pedí que me permitiera revisarla para reforzar los puntos débiles que había encontrado en ella. Le llevé la segunda versión el 25 de abril, y también ésta la encontró defectuosa, pero esta vez fue Campbell el que solicitó una revisión. Volví a intentarlo y la tercera versión fue presentada el 9 de mayo y rechazada el 17. Campbell admitió que aún había la posibilidad de salvarla, pero dijo que, después de tres intentos, debía dejarla unos cuantos meses de lado y entonces revisarla desde un nuevo punto de vista.

Hice lo que me aconsejó y esperé dos meses (el tiempo mínimo que podía interpretar por «algunos meses»), y el 8 de agosto le presenté la cuarta versión.

Esta vez, Campbell dudó hasta el 6 de setiembre, y entonces la rechazó definitivamente basándose en que Robert A. Heinlein acababa de presentar una importante novela corta (publicada después con el título de Si esto prosigue…) que tenía un tema religioso. Puesto que Peregrinaje también tenía un tema religioso, John no podía utilizarla. Dos relatos sobre un tema tan sensible en rápida sucesión eran demasiados.

Yo había escrito la historia cuatro veces, pero comprendí la posición de Campbell. Este dijo que el relato de Heinlein era el mejor de los dos y yo sabía que no puede esperarse de un editor que escoja el peor y rechace el mejor simplemente porque escribir el peor ha supuesto un trabajo tan grande.

Sin embargo, nada me impedía tratar de venderla en cualquier otro sitio. Estuve dos años intentándolo, tiempo durante el cual volví a escribirla otras dos veces y la titulé Cruzada galáctica.

Eventualmente, la vendí a otra de las revistas que estaban surgiendo a raíz del éxito logrado por Campbell con Astounding. Era Planet Stories, que durante los años cuarenta iba a distinguirse por sus «óperas espaciales», los cuentos sangrientos de la guerra interplanetaria. Mi relato encajaba en este tipo, y el director de Planet, Malcom Reiss, se sintió atraído por él.

Sin embargo, el aspecto religioso también le preocupó. Quería que revisara el relato, me dijo durante una comida el 18 de agosto de 1941, que suprimiera toda referencia directa a la religión. Particularmente, quería que dejara de referirme a cualquiera de los personajes como a «sacerdotes». Suspirando, acepté, y revisé la novela por sexta vez. El 7 de octubre de 1941, la aceptó y, tras dos años y medio, que incluían diez rechazos, el relato fue finalmente publicado.

Pero, tras haberme forzado a suprimir todo su aspecto religioso, ¿qué hizo Reiss? Pues le cambió el título (sin consultarme, naturalmente) y lo llamó Fraile negro de la llama.

Debo mencionar dos puntos de este relato antes de presentarlo.

Primero, fue el único relato que vendí a Planet.

Segundo, fue ilustrado por Frank R. Paul. Paul era el más prominente de todos los ilustradores de ciencia ficción de la era pre-Campbell, y, que yo sepa, ésta fue la única vez que nuestros caminos se cruzaron profesionalmente.

Le vi una vez, pero a cierta distancia. El 2 de julio de 1939, asistí a la Primera Convención Mundial de Ciencia Ficción, que tuvo lugar en Manhattan. Frank Paul fue el invitado de honor. Fue la primera ocasión en que me reconocieron públicamente como un profesional, y no como un simple aficionado. Con tres relatos publicados en mi haber (Opinión pública acababa de aparecer), me hicieron subir a la plataforma para saludar. Recuerdo que Campbell estaba sentado en un asiento lateral y que me animó, encantado, a subir al estrado.

Pronuncié unas palabras, calificándome como «el peor escritor de ciencia ficción que no había sido linchado». Naturalmente, no lo creía así, y dudo de que cualquiera creyera por un momento que así fuera.