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LA MAGNÍFICA POSESIÓN

Walter Sills estaba meditando, como hacía muy a menudo, que la vida era dura y triste. Paseó una mirada por su sórdido laboratorio químico y sonrió cínicamente… Trabajar en un sucio agujero como aquél, vivir de ocasionales análisis minerales cuya paga apenas llegaba para comprar el equipo absolutamente indispensable, mientras otros, que valían mucho menos que él, trabajaban para grandes empresas industriales y vivían con más comodidades…

Contempló el río Hudson a través de la ventana, bañado por la luz rojiza del sol poniente, y se preguntó con mal humor si los últimos experimentos que había realizado le proporcionarían finalmente la fama y el éxito que perseguía, o si no eran más que otra falsa alarma.

La puerta chirrió al ser abierta y el alegre rostro de Eugene Taylor hizo su aparición. Sills le hizo un gesto de bienvenida y el cuerpo de Taylor siguió a su cabeza y entró en el laboratorio.

—Hola, viejo amigo —fue el alegre y despreocupado saludo—. ¿Cómo van las cosas?

Sills meneó la cabeza ante la exuberancia del otro.

—Me gustaría poseer tu confianza en la vida, Gene. Para tu información, las cosas van mal. Necesito dinero, y cuanto más necesito, menos tengo.

—Bueno, yo tampoco tengo dinero —repuso Taylor—. Pero ¿por qué preocuparse? Tienes cincuenta años, y las preocupaciones no te han aportado más que una buena calvicie. Yo tengo treinta, y quiero conservar mi bonito cabello castaño.

El químico sonrió.

—Aún conseguiré el dinero, Gene. Déjalo de mi cuenta.

—¿Acaso tus nuevas ideas están tomando forma?

—Casi no te he hablado de ellas, ¿verdad? Pues acércate y te mostraré los progresos que he realizado.

Taylor siguió a Sills hasta una mesa pequeña, en la que había un soporte lleno de tubos de ensayo, en uno de los cuales había unos diez milímetros de una brillante sustancia metálica.

—Mezcla de sodio y mercurio, o aleación de sodio, como se la denomina —explicó Sills señalándola.

Tomó una botella con la etiqueta «Cloruro de amonio Sol» y vertió un poco en el tubo. Inmediatamente, la aleación de sodio empezó a convertirse en una sustancia esponjosa y suelta.

—Esto, —observó Sills— es aleación de amonio. El radical de amonio (NH4) actúa aquí como un metal y se une al mercurio.

Aguardó a que se consumara la transformación y entonces separó el líquido flotante.

—La aleación de amonio no es muy estable —informó a Taylor—, así que he de actuar deprisa.

Cogió un frasco lleno de un líquido de color paja y olor agradable y lo vertió en el tubo de ensayo. Al agitarlo, la suelta aleación de amonio se desvaneció y en su lugar apareció una pequeña bola de líquido metálico.

Taylor contemplaba el tubo de ensayo con la boca abierta.

—¿Qué ha pasado?

—Este líquido es un complejo derivado de la hidrazina que yo he descubierto y denominado amonalina. Todavía no he trabajado en su fórmula, pero eso no tiene importancia. Lo esencial es que tiene la propiedad de disolver el amonio a partir de la aleación. Esas gotas del fondo son mercurio puro; el amonio está en solución.

Taylor continuó silencioso y Sills se entusiasmó.

—¿No ves las implicaciones? ¡Estoy a medio camino de aislar el amonio puro, algo que nunca se había logrado hasta ahora! Una vez hecho, significará la fama, el éxito, el premio Nobel, y quién sabe qué más.

—¡Caramba! —la mirada de Taylor se hizo más respetuosa—. Esa sustancia amarilla no me parecía tan importante. —Trató de agarrarla, pero Sills se lo impidió.

—No he terminado, en ningún aspecto, Gene. Tengo que convertirla en su estado metálico libre, y hasta ahora no he podido. Cada vez que intento evaporar la amonalina, el amonio se descompone en los eternos amoníaco e hidrógeno… Pero lo conseguiré… ¡lo conseguiré!

Dos semanas después, tuvo lugar el epílogo de la escena anterior. Taylor recibió una rápida y enfática llamada de su amigo químico y apareció en el laboratorio invadido por una gran curiosidad.

—¿Lo has conseguido?

—Lo he conseguido… ¡y es aún más importante de lo que creía! Me proporcionará millones —los ojos de Sills brillaron de embeleso.

—Había estado trabajando desde un ángulo equivocado —explicó—. Al calentar el disolvente siempre se descompone el amonio disuelto, así que lo he separado por congelación. Ocurre lo mismo que con las soluciones salinas, que al ser congeladas lentamente, se transforman en hielo, y la sal se cristaliza. Por suerte, la amonalina se congela a 18 °C y no requiere mucho enfriamiento.

Señaló dramáticamente una pequeña cubeta, dentro de un recipiente de cristal. La cubeta contenía unos cristales sin brillo, de color paja y similares a una aguja y, en la parte superior, se distinguía una delgada capa de una sustancia amarillenta y opaca.

—¿Para qué sirve el recipiente? —preguntó Taylor.

—Lo he llenado de argón para mantener el amonio (que es la sustancia amarilla de encima de la amonalina) puro. Es tan activo que reacciona con cualquier cosa que no sea un gas similar al helio.

Taylor estaba maravillado y dio unos golpecitos en la espalda de su sonriente amigo.

—Espera, Gene, aún falta lo mejor.

Taylor se vio arrastrado hasta el otro extremo de la habitación y el tembloroso dedo de Sills señaló otro recipiente herméticamente cerrado que contenía una masa de metal de color amarillo brillante, que relucía y centelleaba.

—Esto, amigo mío, es óxido de amonio, formado al pasar aire absolutamente seco sobre metal de amonio libre. Es inerte por completo (el recipiente sellado contiene un poco de cloro, por ejemplo, y sin embargo no hay reacción). Puede ser tan económico como el aluminio, si no menos, y sigue teniendo más aspecto de oro que el mismo oro. ¿Te haces cargo de sus posibilidades?

—¿Y cómo no? —explotó Taylor—. Arrasará el país. Se harán joyas de amonio, vajillas plateadas con amonio, y un millón de cosas más. ¿Quién sabe las innumerables aplicaciones industriales que puede tener? Eres rico, Walt…, ¡eres rico!

Somos ricos —corrigió amablemente Sills. Se dirigió al teléfono—. Los periódicos van a enterarse de esto. Voy a empezar a hacerme famoso en seguida.

Taylor frunció el ceño.

—Quizá sería mejor que guardaras el secreto, Walt.

—Oh, no les diré nada sobre el proceso. No les revelaré más que la idea general. Además, estamos a salvo; la solicitud de la patente ya debe estar en Washington.

¡Pero Sills se equivocaba! El artículo del periódico iba a ocasionarles dos días muy, muy agitados a los dos.

J. Throgmorton Bankhead es a quien comúnmente conocemos como «rey de la industria». Como director de la Sociedad Anónima de Plateados y Cromados no hay duda de que merecía el título; pero para su paciente y resignada esposa, no era más que un marido dispéptico y gruñón, sobre todo a la hora de desayunar… y ahora estaba desayunando.

Estrujando bruscamente el periódico matinal, farfullando entre mordisco y mordisco a una tostada con mantequilla:

—Este hombre arruinará al país —señaló horrorizado los grandes titulares de letra negra—. Ya lo he dicho antes y lo repito ahora, que el hombre está más loco que una cabra. No estará satisfecho…

—Joseph, por favor —rogó su esposa—, tienes la cara congestionada. Acuérdate de tu presión alta. Ya sabes que el médico te dijo que dejaras de leer las noticias de Washington si te trastornan tanto. Ahora escucha, querido, se trata de la cocinera. Está…

—El médico es un tonto de remate y tú también —gritó J. Throgmorton Bankhead—. Leeré todas las noticias que quiera y tendré la cara congestionada, si así me place.

Se llevó la taza de café a la boca y tomó un sorbo. Mientras tanto, sus ojos tropezaron con un titular más insignificante hacia el final de la página: «Un científico descubre un sustituto del oro». La taza de café permaneció en el aire mientras recorría el artículo rápidamente. «Este nuevo metal —leyó— está considerado por su descubridor como superior al cromo, níquel, o plata para joyería económica. “El funcionario que cobre un sueldo de veinte dólares por semana —dice el profesor Sills— comerá en una vajilla de amonio que tendrá un aspecto más impresionante que la vajilla de oro de un nabab indio.” No tiene…»

Pero J. Throgmorton Bankhead había dejado de leer. Visiones de una Sociedad Anónima de Plateados y Cromados arruinada danzaban ante sus ojos; y mientras lo hacían, la taza de café se tambaleó en su mano, y el líquido caliente cayó sobre sus pantalones.

Su esposa se levantó, alarmada

—¿Qué ocurre Joseph? ¿Qué ocurre?

—Nada —gritó Bankhead—. Nada, por el amor de Dios, vete, ¿quieres?

Salió a grandes zancadas de la habitación, mientras su esposa buscaba en el periódico lo que le había perturbado de aquel modo.

La Taberna de Bob de la calle quince suele estar llena a todas horas, pero la mañana a la que nos referimos no había más que cuatro o cinco hombres bastante mal vestidos rodeando la corpulenta y digna figura de Peter Q. Hornswoggle, eminente ex congresista.

Peter Q. Hornswoggle hablaba, como de costumbre, con fluidez. Su tema, también como siempre, era la vida de un congresista.

—Recuerdo un caso parecido —estaba diciendo— que se presentó a discusión en la Cámara, y sobre el que respondí lo siguiente: «El eminente caballero de Nevada ha descuidado en su informe un aspecto muy importante del problema. No se da cuenta de que, en interés de toda la nación, los mondadores de manzanas del país deben ser atendidos rápidamente; porque, caballeros, de la prosperidad de los mondadores de manzanas depende el futuro de toda la industria frutera y sobre la industria frutera se basa toda la economía de esta gran y gloriosa nación, los Estados Unidos de América.»

Hornswoggle hizo una pausa, bebió media pinta de cerveza de un trago y luego sonrió triunfante.

—No vacilo en decirles, caballeros, que ante dicha declaración, toda la Cámara estalló en entusiásticos y tumultuosos aplausos.

Uno de los oyentes allí congregados sacudió lentamente la cabeza en señal de admiración.

—Debe ser fantástico poder hablar así, senador. Debía causar sensación.

—Sí —convino el camarero—, es una lástima que le derrotaran en las últimas elecciones.

El ex congresista hizo una mueca y en un tono muy digno comenzó:

—He sido informado, por fuentes de toda confianza, de que el uso del soborno en esta campaña alcanzó proporciones in…

Su voz se extinguió súbitamente al distinguir cierto artículo en el periódico de uno de sus oyentes. Se lo arrebató y lo leyó en silencio, mientras sus ojos brillaban con una nueva idea.

—Amigos míos —dijo, volviéndose de nuevo hacia ellos—, creo que debo dejarles. Tengo algo urgente que hacer en el Ayuntamiento. —Se inclinó hacia el camarero para susurrarle—: ¿No tendrías veinticinco centavos por casualidad? Me he olvidado la cartera en el despacho del alcalde. Mañana te los devolveré sin falta.

Agarrando la moneda, entregada de mala gana, Peter Q. Hornswoggle salió.

En una reducida y mal iluminada habitación enclavada en el primer tramo de la Primera Avenida, Michael Maguire, conocido por la policía por el nombre más eufónico de Mike el Bala, limpiaba su fiel revólver y tarareaba una discordante melodía. La puerta se abrió lentamente y Mike levantó la vista.

—¿Eres tú, Slappy?

—Sí —un tipo enjuto y de baja estatura se introdujo en la habitación—. Te traigo el diario de la noche. Los polis siguen creyendo que Bragoni hizo el trabajo.

—¿Sí? Eso es bueno. —Se inclinó despreocupadamente sobre el revólver—. ¿Alguna otra cosa?

—¡No! Una mujer que se ha suicidado, pero nada más.

Lanzó el periódico a Mike y se fue. Mike se recostó y hojeó el diario con aburrimiento.

Un titular le llamó la atención y leyó el corto artículo que seguía. Al acabarlo, tiró el periódico, encendió un cigarrillo y se puso a pensar intensamente. Luego abrió la puerta.

—Eh tú, Slappy, ven aquí. Tenemos que hacer un trabajo.

Walter Sills era feliz, deliciosamente feliz. Recorría su laboratorio como un rey sus dominios, contoneándose como un pavo real, complaciéndose en su recién adquirida gloria. Eugene Taylor estaba sentado y le miraba, casi tan satisfecho como él mismo.

—¿Qué se siente al ser famoso? —quiso saber Taylor.

—Como si tuvieras un millón de dólares; y ésta es la cantidad por la que venderé el secreto del metal de amonio. De ahora en adelante viviré en la opulencia.

—Déjame los detalles prácticos a mí, Walt. Hoy me pondré en contacto con Staples, de Aceros Águila. Te ofrecerá un precio decente.

Sonó el timbre y Sills se levantó de un salto. Corrió a abrir la puerta.

—¿Vive aquí Walter Sills? —El corpulento y ceñudo visitante le contempló con arrogancia.

—Sí, yo soy Sills. ¿Quería verme?

—Sí. Me llamo J. Throgmorton Bankhead y represento a la Sociedad Anónima de Plateados y Cromados. Me gustaría hablar un momento con usted.

—Entre. ¡Entre! Éste es Eugene Taylor, mi socio. Puede hablar con toda libertad delante de él.

—Muy bien. —Bankhead se sentó pesadamente—. Supongo que se imaginan la razón de mi visita.

—Seguramente habrá leído lo del nuevo metal de amonio en los periódicos.

—Así es. He venido para saber si la historia es cierta y comprarle el proceso, si lo hay.

—Puede verlo por sí mismo, señor. —Sills guió al magnate hasta donde se hallaba el recipiente lleno de argón que contenía los pocos gramos de amonio puro—. Ése es el metal. Aquí encima, a la derecha, está el óxido, un óxido que es más metálico que el mismo metal. El óxido es lo que los periódicos llaman «sustituto del oro».

El rostro de Bankhead no mostró ni una pizca de la consternación que sintió al contemplar el óxido con desánimo.

—Sáquelo de ahí —dijo—, y déjeme verlo.

Sills movió negativamente la cabeza.

—No puedo, señor Bankhead. Éstas son las primeras muestras de amonio y óxido de amonio que se han conseguido. Son piezas de museo. No me cuesta nada hacerle más, si lo desea.

—Tendrá que hacerlo, si espera que invierta mi dinero en esto. Convénzame y estaré dispuesto a comprarle la patente hasta por… digamos, mil dólares.

—¡Mil dólares! —exclamaron al unísono Sills y Taylor.

—Un buen precio, caballeros.

—Un millón sería mejor —gritó Taylor en tono ultrajado—. Este descubrimiento es una mina de oro.

—¡Nada menos que un millón! Ustedes sueñan, caballeros. La cuestión es que mi compañía hace años que está sobre la pista del amonio, y nos hallamos a punto de resolver el problema. Desgraciadamente, usted nos ha vencido por una semana, y yo quiero comprarle la patente para evitar a mi compañía mayores molestias. Naturalmente, comprenderá que si rehúsa mi precio, puedo seguir adelante y fabricar el metal, empleando mi propio proceso.

—Le demandaremos si lo hace —dijo Taylor.

—¿Acaso tienen dinero para un pleito largo, lento y caro? —Bankhead sonrió aviesamente—. Yo sí que lo tengo. No obstante, para demostrarles que soy razonable, fijaré el precio en dos mil dólares.

—Ya ha oído nuestro precio —contestó inflexiblemente Taylor—, y no tenemos nada más que decir.

—De acuerdo, caballeros —Bankhead se dirigió hacia la puerta—, piénsenlo. Estoy seguro de que entrarán en razón.

Abrió la puerta y descubrió la simétrica silueta de Peter Q. Hornswoggle inclinado ante el ojo de la cerradura en extasiada concentración. Bankhead dejó oír una risita despectiva y el ex congresista se puso en pie de un salto, saludando dos o tres veces con la cabeza, a falta de algo mejor que hacer.

El financiero pasó desdeñosamente junto a él y Hornswoggle entró, dio un portazo y se encaró con los dos asombrados amigos.

—Ese hombre, queridos señores, es un malhechor de gran riqueza, un realista económico. Pertenece a ese tipo de personas dominadas por el interés que son la ruina de este país. Han hecho muy bien rechazando su oferta —se puso la mano sobre el amplio pecho y les sonrió con afabilidad.

—¿Quién diablos es usted? —exclamó Taylor, recuperándose súbitamente de su sorpresa inicial.

—¿Yo? —Hornswoggle se sintió desconcertado—. Pues…, soy Peter Quintus Hornswoggle. Seguramente me conocen. Formé parte del Congreso el año pasado.

—Nunca había oído su nombre con anterioridad. ¿Qué es lo que quiere?

—¡Válgame Dios! He leído en los periódicos su magnífico descubrimiento y he venido a ofrecerles mis servicios.

—¿Qué servicios?

—Bueno, al fin y al cabo, ustedes dos no son hombres de mundo. Con su nuevo invento, son una presa fácil para cualquier persona egoísta y con pocos escrúpulos que se presente… como Bankhead, por ejemplo. Por lo tanto, un hombre de negocios práctico, como yo, con experiencia del mundo, sería una inestimable ayuda para ustedes. Podría ocuparme de sus asuntos, cuidar los detalles, procurar que…

—Todo por nada, naturalmente, ¿eh? —preguntó Taylor con sarcasmo.

Hornswoggle sufrió un ataque de tos convulsiva.

—Pues, como es natural, había pensado que podrían asignarme un reducido interés de su descubrimiento.

Sills, que había permanecido silencioso durante toda la conversación, se puso repentinamente en pie.

—¡Váyase de aquí! ¿Me ha oído? Váyase, antes de que llame a la policía.

—Pero, profesor Sills, no se excite. —Hornswoggle retrocedió hacia la puerta que Taylor había abierto. La traspasó, todavía protestando, y murmuró un juramento cuando la puerta se cerró de golpe tras él.

Sills se dejó caer en la silla más cercana con cansancio.

—¿Qué debemos hacer, Gene? No ofrece más que dos mil. Hace una semana eso hubiera superado todas mi esperanzas, pero ahora…

—No pienses más en eso. Este tipo ha pretendido engañarnos. Escucha, voy a llamar a Staples inmediatamente. Se lo venderemos por lo que podamos conseguir (lo más posible), y si entonces hay dificultades con Bankhead… bueno, será asunto de Staples. —Le dio una palmada en la espalda—. Nuestras dificultades prácticamente han terminado.

Sin embargo, por desgracia, Taylor estaba en un error; sus dificultades no habían hecho más que comenzar.

Al otro lado de la calle, una figura furtiva, de ojos pequeños y brillantes que asomaban tras el cuello levantado del abrigo, vigilaba cuidadosamente la casa. Un policía curioso lo hubiera identificado como Slappy Egan si se hubiera molestado en mirarle, pero ninguno lo hizo y Slappy continuó vigilando.

—¡Caracoles! —murmuró para sí—, eso va a estar chupado. Está en el piso de abajo, la ventana de atrás puede abrirse con un pico cualquiera, no hay alarma, ni nada —emitió una risita entre dientes y se alejó.

Slappy no era el único que tenía un plan. Peter Q. Hornswoggle, mientras se alejaba, maduraba las extrañas ideas que producía su macizo cráneo…, ideas que implicaban cierta cantidad de acciones poco ortodoxas.

Y J. Throgmorton Bankhead desarrollaba igual actividad. Como miembro de esa clase de personas imperiosas conocidas como «trafagonas» y carente por completo de escrúpulos sobre el medio de conseguir lo que quería, sin la menor intención de pagar un millón de dólares por el secreto del amonio, consideró necesario recurrir a uno de sus conocidos.

Éste, aunque muy útil, era un poco desagradable, y Bankhead creyó conveniente tener mucho cuidado y prudencia a lo largo de su entrevista. Sin embargo, la conversación que sobrevino concluyó de forma muy agradable para ambos.

Walter Sills despertó de un sueño intranquilo con sorprendente brusquedad. Escuchó ansiosamente un momento y luego se inclinó para sacudir a Taylor. No recibió más respuesta que unos sonidos incoherentes.

—Gene, Gene, ¡despiértate! ¡Vamos, levántate!

—¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Por qué me molestas…?

—¡Calla! Escucha, ¿lo oyes?

—No oigo nada. Déjame en paz, ¿quieres?

Sills se puso un dedo sobre los labios y Taylor calló. Se oía un ruido de pisadas abajo, en el laboratorio.

Los ojos de Taylor aumentaron de tamaño y el sueño los abandonó completamente.

—¡Ladrones! —susurró.

Los dos se deslizaron fuera de la cama, se pusieron la bata y las zapatillas, y avanzaron de puntillas hacia la puerta. Taylor llevaba un revólver y abrió la marcha escaleras abajo.

Quizá se hallaban a mitad del tramo, cuando oyeron un repentino grito de sorpresa, seguido por una serie de ruidos estridentes. Esto duró unos momentos y después se oyó un gran estrépito de cristales.

—¡Mi amonio! —gritó Sills con voz alarmada, y se precipitó escaleras abajo, evitando los brazos de Taylor, que trataba de detenerle.

El químico irrumpió en el laboratorio, seguido de cerca por su iracundo socio y encendió la luz. Dos personas que estaban luchando parpadearon, cegadas por la súbita iluminación, y se separaron.

Taylor las apuntó con el revólver.

—Bueno, es un bonito espectáculo —dijo.

Uno de los dos se puso tambaleantemente en pie en medio de un montón de cubetas y frascos rotos, y, apretándose un corte que tenía en la muñeca, inclinó su grueso cuerpo en un saludo todavía digno. Era Peter Q. Hornswoggle.

—No hay duda —dijo, mirando con nerviosismo el arma de fuego— de que las circunstancias parecen sospechosas, pero puedo explicarlo todo fácilmente. Verán, a pesar del rudo trato que he recibido tras formular mi razonable proposición, sentía un gran interés por ustedes dos.

»Por lo tanto, como hombre de mundo, y conociendo la maldad del género humano, decidí vigilar su casa esta noche, ya que vi que no habían tomado precauciones contra los ladrones. Juzguen mi sorpresa al ver a esa sospechosa criatura —señaló al matón de nariz aplastada que aún continuaba en el suelo, completamente aturdido— introduciéndose en la casa por la ventana posterior.

»Inmediatamente, he arriesgado vida y miembros en seguir al criminal, intentando salvar su gran descubrimiento por todos los medios. Realmente creo que lo que he hecho tiene mucho mérito. Estoy seguro de que verán que soy una persona útil y que reconsiderarán sus respuestas a mis proposiciones.

Taylor escuchó todo esto con una sonrisa cínica.

—No hay duda de que miente con mucha facilidad, ¿verdad, P. Q.?

Hubiera proseguido largo rato y con mayor energía si el otro ladrón no hubiese levantado súbitamente la voz en una decidida protesta:

—Caracoles, jefe, ese gordo patán sólo intenta meterme en un lío. Yo no hago más que obedecer órdenes, jefe. Un tipo me ha contratado para venir a robar la caja fuerte y sólo estoy ganando un dinero honrado.

Nada más que un pequeño robo de dinero, jefe, no pensaba hacer daño a nadie.

»Entonces, justo cuando iba a ponerme a trabajar… entrando en calor, por así decirlo… entra ese tipejo con un cincel y un soplete y va hacia la caja. Bueno, naturalmente, no me gusta tener competencia, así que me lanzo sobre él y luego…

Pero Hornswoggle se había erguido con helada arrogancia.

—Veremos si la palabra de un gángster vale más que la de alguien que, puedo decirlo sinceramente, fue, en su tiempo, uno de los miembros más eminentes del gran…

—Callen los dos —gritó Taylor, moviendo amenazadoramente la pistola—. Voy a llamar a la policía y podrán molestarlos a ellos con sus historias. Dime, Walt, ¿está todo en orden?

—Creo que sí. —Sills regresó de su inspección por el laboratorio—. Sólo han destrozado cubetas vacías. Todo lo demás está intacto.

—Perfectamente —empezó Taylor, y entonces se interrumpió, consternado.

Desde el pasillo, entró un individuo tranquilo, con el sombrero muy tirado sobre los ojos. Un revólver, sostenido con experiencia, cambió considerablemente la situación.

—O. K. —gruñó a Taylor—, ¡tira la pistola!

El arma de este último resbaló por sus dedos recios y golpeó el suelo con un ruido seco.

El nuevo intruso examinó a los otros cuatro con una mirada sardónica.

—¡Bueno! Así que había otros dos tratando de adelantárseme. Este lugar parece muy concurrido.

Sills y Taylor permanecieron inmovilizados por la sorpresa, mientras los dientes de Hornswoggle castañeteaban enérgicamente. El primer gángster retrocedió unos pasos con intranquilidad, mientras murmuraba:

—Por todos los diablos, es Mike el Bala.

—Sí —gruñó Mike—, el mismo. Hay muchos tipos que me conocen y saben que no me asusta apretar el gatillo siempre que tengo ganas. Vamos, calvo, empieza a trabajar. Ya sabes… el material sobre tu oro falso. Vamos, antes de que cuente cinco.

Sills se dirigió lentamente hacia la antigua caja fuerte que había en un rincón. Mike retrocedió con negligencia para dejarle paso y, al hacerlo, la manga de su abrigo rozó un estante. Una botellita de solución de sulfato de sodio se tambaleó y cayó.

Súbitamente inspirado, Sills gritó:

—¡Dios mío, cuidado! ¡Es nitroglicerina!

La botella golpeó el suelo con un gran tintineo de cristales rotos, e, involuntariamente, Mike dio un grito y saltó a un lado con violenta consternación. Y al hacerlo, Taylor se abalanzó sobre él con un rápido movimiento. Al mismo tiempo, Sills se apresuró a recuperar la caída arma de Taylor para apuntar a los otros dos. Sin embargo, ya no era necesario. Al iniciarse la confusión, ambos habían desaparecido apresuradamente en la oscuridad de la noche de donde habían venido.

Taylor y Mike el Bala rodaron por el suelo del laboratorio, abrazados en una lucha desesperada mientras Sills les seguía, rogando por un momento de relativa quietud que le permitiera poner el revólver en súbito y agudo contacto con el cráneo del gángster.

Pero tal momento no llegó. De repente Mike se abalanzó, agarró por sorpresa a Taylor por debajo de la barbilla, y se liberó. Sills gritó con consternación y apretó el gatillo en dirección a la figura que huía. El disparo no dio en el blanco y Mike escapó ileso. Sills no intentó seguirle.

Un chorro de agua fría devolvió el conocimiento a Taylor. Sacudió la cabeza con aturdimiento al contemplar el desorden reinante.

—¡Caramba! —dijo—. ¡Vaya noche!

Sills gruñó:

—¿Qué vamos a hacer ahora, Gene? Nuestras mismas vidas están en peligro. Nunca pensé en la posibilidad de unos ladrones, si no, no hubiera comunicado el descubrimiento a los periódicos.

—Oh, bueno, el mal ya está hecho. No sirve de nada lamentarse. Ahora, escucha, lo primero que tenemos que hacer es acostarnos otra vez. No volverán a molestarnos esta noche. Mañana ve al banco y pon los papeles que esbozan los detalles del proceso en la cámara acorazada (cosa que ya tendrías que haber hecho). Staples vendrá a las tres de la tarde; cerraremos el trato, y después, por fin, viviremos felizmente para siempre.

El químico movió la cabeza con tristeza.

—Hasta ahora el amonio nos ha causado muchos trastornos. Casi me gustaría no haber conocido su existencia. Preferiría seguir haciendo análisis minerales.

Mientras Walter Sills atravesaba traqueteando la ciudad hacia su banco, no encontraba ninguna razón para cambiar su anhelo. Ni siquiera el consolador y agradable bamboleo de su antiguo y abollado automóvil logró alegrarle. De una vida caracterizada por una pacífica monotonía, había entrado en un periodo de agitación, y no estaba nada satisfecho con este cambio.

«Los ricos, igual que los pobres, tienen sus propios problemas específicos», se dijo sentenciosamente a sí mismo mientras detenía el coche ante el edificio de mármol de dos pisos que era el banco. Salió con cuidado, alargó sus piernas entumecidas, y se dirigió a la puerta giratoria.

Sin embargo, no llegó a ella. Dos corpulentos ejemplares de la raza humana aparecieron de repente junto a él, uno a cada lado, y Sills sintió que un objeto pesado le apretaba las costillas con dolorosa intensidad. Abrió involuntariamente la boca, y fue retribuido con una voz helada junto a su oído:

—Quieto, calvo, o recibirás lo que te mereces por el sucio truco que me jugaste anoche.

Sills se estremeció y guardó silencio. Reconoció fácilmente la voz de Mike el Bala.

—¿Dónde está la fórmula? —preguntó Mike—, y contesta deprisa.

—En el bolsillo de la americana —murmuró Sills con voz trémula.

El compañero de Mike metió diestramente la mano en el bolsillo indicado y sacó tres o cuatro hojas dobladas.

—¿Es esto, Mike?

Éste lanzó una rápida mirada e hizo un gesto de asentimiento.

—Sí, ya son nuestros. De acuerdo, calvo, ¡sigue tu camino!

Después de propinarle un inesperado empujón, los dos gángsters subieron a su coche y se alejaron rápidamente, mientras el químico caía tendido en la acera. Unas manos amables le levantaron.

—Estoy bien —logró articular—. Sólo he tropezado, nada más. No me he hecho daño.

Volvió a encontrarse solo, entró en el banco y se desplomó en el sillón más próximo, a punto de desmayarse. No existía ninguna duda: la nueva vida no era para él.

Pero debería habérselo imaginado. Taylor había entrevisto la posibilidad de que ocurriera una cosa así. Incluso a él mismo le pareció que un coche le seguía. Sin embargo, con la sorpresa y el susto, había estado a punto de echarlo todo a perder.

Se encogió de hombros y, quitándose el sombrero, extrajo unas cuantas hojas de papel dobladas de la tira de tafilete. No se requerían más de cinco minutos para depositarlas en la cámara acorazada, y ver cómo se cerraba la resistente puerta de acero. Se sintió aliviado.

«Me pregunto lo que harán —se dijo cuando regresaba a su casa— cuando intenten seguir las instrucciones del papel que tienen. —Frunció los labios y movió la cabeza—. Si lo hacen, habrá una explosión tremenda.»

Cuando Sills llegó a su casa, encontró a tres policías paseando arriba y abajo de la acera frente a la casa.

—Protección policíaca —explicó luego Taylor—, para que no se repita lo de anoche.

El químico relató los acontecimientos ocurridos en el banco y Taylor asintió severamente.

—Bueno, ahora les hemos hecho jaque mate. Staples vendrá dentro de dos horas, y la policía cuidará de todo hasta entonces. Después —se encogió de hombros—, será asunto de Staples.

—Escucha, Gene —intervino repentinamente el químico—, estoy preocupado por el amonio. No he comprobado su facultad para dorar y ya sabes que esto es lo más importante. ¿Y si viene Staples y vemos que no sirve para nada?

—Humm —Taylor se acarició la barbilla—, en esto tienes razón. Pero te diré lo que podemos hacer. Antes de que llegue Staples, doremos algo, una cuchara, por ejemplo, para que te convenzas.

—Es muy desagradable —se quejó Sills, de mal humor—. Si no fuera por esos molestos matones, no hubiéramos tenido que proceder de esta manera tan descuidada y poco científica.

—Bueno, comamos primero.

Comenzaron en cuanto hubieron terminado de comer. Dispusieron los aparatos con febril apresuramiento. En un tanque cúbico, de unos treinta centímetros de lado, se vertió una solución saturada de amonalina. Una cuchara vieja y abollada sirvió de cátodo y una masa de aleación de amonio (separada del resto de la solución por una división de cristal perforado) sirvió de ánodo. Tres baterías en serie proporcionaron la corriente.

Sills explicó animadamente:

—Funciona sobre el mismo principio del dorado ordinario por medio de cobre. El ion de amonio, una vez ha pasado la corriente eléctrica, es atraído hacia el cátodo, que está en la cuchara. En caso normal se disolvería, pues no es estable, pero esto no sucede cuando se ha disuelto en amonalina. Esta amonalina está ionizada muy ligeramente y el oxígeno se evapora en el ánodo.

»Todo esto lo sé por la teoría. Veamos lo que sucede en la práctica.

Cerró el interruptor mientras Taylor observaba con inmenso interés. Durante un momento, no se distinguió ningún efecto. Taylor pareció decepcionado.

Entonces Sills le agarró por la manga.

—¡Mira! —siseó—. ¡Observa el ánodo!

Burbujas de gas se formaban lentamente sobre la esponjosa aleación de amonio. Centraron su atención en la cuchara.

Gradualmente, percibieron un cambio. El aspecto metálico se tornó opaco, al perder su blancura el color plateado. Se estaba formando una capa amarilla que, aunque opaca, era muy precisa. La corriente pasó durante quince minutos y entonces Sills rompió el circuito con un suspiro de satisfacción.

—Dora perfectamente —dijo.

—¡Estupendo! ¡Sácala! ¡Veámosla bien!

—¿Qué? —Sills estaba horrorizado—. ¡Sacarla! Pero si esto es amonio puro. Si lo expusiera al aire normal, el vapor del agua lo disolvería en NH4 OH antes de que nos diéramos cuenta. No podemos hacer tal cosa.

Arrastró un pesado aparato hasta la mesa.

—Esto —dijo— es un recipiente lleno de aire comprimido.

Lo pasó por secadores de cloruro de calcio y después mezcló directamente el oxígeno seco por completo (diluido con cuatro veces su propio volumen de nitrógeno) con el disolvente.

Introdujo la boquilla en la solución justo por debajo de la cuchara y dejó pasar un lento chorro de aire. Fue algo mágico. Con la rapidez del relámpago, la capa amarilla empezó a brillar y relucir, a centellear con una belleza casi etérea.

Los dos hombres lo contemplaban sin aliento, con el corazón latiendo rápidamente. Sills cerró el paso del aire, y permanecieron contemplando la cuchara y sin decir nada durante un rato.

Luego Taylor susurró con voz ronca:

—Sácala. ¡Déjame tocarla! ¡Dios mío! ¡Es preciosa!

Con reverente admiración, Sills se acercó a la cuchara, la cogió con unos fórceps, y la extrajo del liquido circundante.

Lo que ocurrió entonces no puede llegar a describirse. Más tarde, cuando excitados periodistas de diversos periódicos les apremiaban cruelmente, ni Taylor ni Sills recordaron en absoluto los hechos que ocurrieron durante los siguientes minutos.

¡Lo que sucedió fue que cuando la cuchara dorada con amonio fue expuesta al aire libre, el olor más horrible que pueda concebirse atacó sus fosas nasales! Un olor que no puede describirse, una terrible pestilencia que convirtió la habitación en una horrible pesadilla.

Con un estrangulado jadeo, Sills dejó caer la cuchara. ¡Ambos tosían y sentían náuseas; les acometió un tremendo dolor en la garganta y la boca, y gritaron, se lamentaron, estornudaron!

Taylor se abalanzó sobre la cuchara y miró desesperadamente a su alrededor. El olor se hacía cada vez más fuerte y lo único que sus violentos esfuerzos por escapar lograron fue destruir el laboratorio y volcar el tanque de amonalina. Sólo había una cosa por hacer, y Sills la hizo. La cuchara atravesó volando la ventana abierta y cayó en medio de la Duodécima Avenida. Golpeó contra la acera justo a los pies de uno de los policías, pero a Taylor no le importó.

—Quítate la ropa. Tenemos que quemarla —estaba balbuceando Sills—. Después pulveriza alguna cosa por el laboratorio… cualquier cosa que huela fuerte. Quema azufre. Busca un poco de bromo liquido.

Ambos estaban concentrados en la tarea de arrancarse la ropa, cuando se dieron cuenta de que alguien había entrado por la puerta sin cerrar. Había sonado el timbre, pero ninguno lo había oído. Era Staples, hombre de un metro noventa de estatura, al que llamaban el Rey del Acero.

Un sólo paso en dirección al vestíbulo arruinó completamente su dignidad. Se vino abajo con un sollozo desgarrador y la Duodécima Avenida presenció el espectáculo de un caballero anciano, ricamente vestido, dirigiéndose hacia el norte de la ciudad con toda la velocidad que le permitían sus pies, quitándose toda la ropa que pudo por el camino.

La cuchara prosiguió su trabajo mortífero. Los tres policías ya hacía rato que se habían retirado en una poco digna huida, y ahora llegó a los sentidos aturdidos y torturados de los dos inocentes y sufrida causa de todo el desastre un bramido confuso procedente de la calle.

Hombres y mujeres salían de las casas vecinas, los caballos se desbocaban. Camiones de incendios se acercaban con estrépito, sólo para ser abandonados por sus conductores. Escuadrones de policías llegaron… y se fueron.

Por último, Sills y Taylor no resistieron más, y sólo con sus pantalones, corrieron atropelladamente hacia el Hudson. No se detuvieron hasta que el agua les cubrió el cuello, con el bendito aire puro encima de ellos.

Taylor volvió unos ojos perplejos hacia Sills.

—Pero ¿por qué emitía ese olor tan espantoso? Dijiste que era estable y los sólidos estables no huelen.

—¿Has olido almizcle alguna vez? —gruñó Sills—. Despide un aroma durante un periodo indefinido sin perder un peso apreciable. Nosotros nos hemos enfrentado con algo parecido.

Los dos reflexionaron un rato en silencio, sobresaltándose cada vez que el viento les llevaba una nueva corriente de vapor de amonio, y luego Taylor dijo en voz baja:

—Cuando logren averiguar lo que sucede con la cuchara, y sepan quién lo hizo, es posible que nos procesen… o nos encierren en prisión.

El rostro de Sills mostró la pesadumbre que sentía.

—¡Me gustaría no haber visto nunca ese maldito producto! No nos ha proporcionado nada más que problemas —se dejó llevar por su torturado espíritu y prorrumpió en sollozos.

Taylor le dio tristemente unas palmadas en la espalda.

—No es tan malo como todo eso, desde luego. El descubrimiento te hará famoso y podrás exigir tu propio precio, trabajando en cualquier laboratorio industrial del país. Además, no hay duda de que ganarás el premio Nobel.

—Tienes razón —Sills volvía a sonreír— y también es posible que encuentre una manera de contrarrestar el olor. Así lo espero.

—Yo también lo espero —dijo fervorosamente Taylor—. Regresemos. Creo que a estas horas ya habrán retirado la cuchara.

Para cualquiera que lea La magnífica posesión será evidente que, en aquella época, me estaba especializando en química en la Universidad. Como relato supuestamente humorístico, es mucho más embarazoso de volver a leer que Un anillo alrededor del sol. Imagínense a un diputado llamado Hornswoggle[5] y a unos gángsters que hablan una versión ridícula de la jerga de Brooklyn.

La magnífica posesión fue el único de los primeros nueve relatos que escribí que Campbell no vio nunca, y me alegro de ello.

A finales de año escribí un relato llamado Ad Astra, y el 21 de diciembre de 1938 (el día que mi padre cumplía cuarenta y dos años, aunque no recuerdo haberlo considerado como un augurio, ni en uno ni en otro sentido) fui a enseñárselo a Campbell. Era mi séptima visita a su oficina, pues aún no había faltado ningún mes, y era el noveno relato que le presentaba.

Ad Astra es el primer relato que escribí sobre el que recuerdo, incluso después de todo este tiempo, las circunstancias exactas de la naciente inspiración. Perdida ésta, solicité y recibí un empleo de la National Youth Administration (NYA), con vistas a costearme mis estudios en la Universidad. Ganaba quince dólares al mes, si la memoria no me falla, a cambio de pasar unos escritos a máquina durante varias horas. Trabajé para un sociólogo que estaba escribiendo un libro sobre el tema de la resistencia social a las innovaciones tecnológicas. Esto incluía desde la resistencia del clero de Mesopotamia a la propagación de la lectura y la escritura entre la población general, hasta las objeciones hechas al aeroplano por los que decían que el vuelo de un cuerpo más pesado que el aire era imposible.

Naturalmente se me ocurrió escribir un cuento relativo a la resistencia social a los vuelos espaciales. Por esa razón utilicé el título de Ad Astra. Provenía del proverbio latino Per aspera ad astra («A través de las dificultades, hasta las estrellas»).

Por vez primera, Campbell hizo más que limitarse a enviar un rechazo. El 29 de diciembre, recibí una carta suya en la que me pedía que acudiera a verle para discutir la teoría con todo detalle.

El 5 de enero de 1939, fui a ver a Campbell por octava vez, y por primera a solicitud suya. Resultó que lo que le gustaba del relato era la resistencia social ante los vuelos espaciales…; los vuelos espaciales requerían, naturalmente, una corrección a fondo.

Bastante atemorizado, pues hasta entonces nunca había tenido que revisar un relato según las normas editoriales, me puse a trabajar. El 24 de enero le llevé el relato corregido y el 31 de enero descubrí el sistema que empleaba Campbell para aceptar relatos. Mientras sus rechazos solían ir acompañados de largas y útiles cartas, sus aceptaciones no consistían más que en un cheque, sin una sola palabra de acompañamiento. Seguramente pensaba que el cheque era lo bastante elocuente. En este caso era de sesenta y nueve dólares puesto que el relato constaba de 6.900 palabras y Campbell pagaba, en aquel tiempo, un centavo por palabra.

Fue mi primera venta a Campbell, después de siete meses de tentativas y ocho rechazos consecutivos. El relato se publicó medio año después, y entonces vi que Campbell había cambiado el título (algo muy justificable, me parece) por el de Opinión pública.