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Esta es una extraña experiencia de inmovilidad. Los días se miden grano a grano en un reloj de paciente arena, tan lentos que se pierden en el calendario, me parece que he estado siempre en esta ciudad invernal entre iglesias, estatuas y avenidas imperiales.

Los recursos de magia resultan inútiles; son mensajes lanzados en una botella al mar con la ilusión de que sean encontrados en otra orilla y alguien venga a rescatarnos, pero hasta ahora no hay respuesta. He pasado cuarenta y nueve años a la carrera, en la acción y la lucha, tras metas que no recuerdo, persiguiendo algo sin nombre que siempre estaba más allá. Ahora estoy obligada a permanecer quieta y callada; por mucho que corra no llego a ninguna parte, si grito nadie me oye. Me has dado silencio para examinar mi paso por este mundo, Paula, para retornar al pasado verdadero y al pasado fantástico, recuperar las memorias que otros han olvidado, recordar lo que nunca sucedió y lo que tal vez sucederá. Ausente, muda y paralizada, tú eres mi guía. El tiempo transcurre muy lento. O tal vez el tiempo no pasa, sino que nosotros pasamos a través del tiempo. Me sobran los días para reflexionar, nada que hacer, sólo esperar, mientras tú existes en este misterioso estado de insecto en capullo. Me pregunto qué clase de mariposa emergerá cuando despiertes… Se me van las horas escribiendo a tu lado. El marido de Elvira me trae café y me pregunta para qué me afano tanto con esta carta sin fin que no puedes leer. La leerás algún día, estoy segura, y te burlarás de mí con esa socarronería que sueles emplear para demoler mis sentimentalismos. Observo hacia atrás la totalidad de mi destino y con un poco de suerte encontraré sentido a la persona que soy. Con un esfuerzo brutal he ido toda mi vida remando río arriba; estoy cansada, quiero dar media vuelta, soltar los remos y dejar que la corriente me lleve suavemente hacia el mar. Mi abuela escribía en sus cuadernos para salvar los fragmentos evasivos de los días y engañar a la mala memoria. Yo intento distraer a la muerte. Mis pensamientos giran en un infatigable remolino, en cambio tú estás fija en un presente estático, ajena por completo a las pérdidas del pasado o los presagios del futuro. Estoy asustada. Algunas veces antes tuve mucho miedo, pero siempre había una salida de escape, incluso en el terror del Golpe Militar existía la salvación del exilio. Ahora estoy en un callejón ciego, no hay puertas a la esperanza y no sé qué hacer con tanto miedo.

Imagino que deseas oír de la época más feliz de tu infancia, cuando la Granny estaba viva, tus padres aún se amaban y Chile era tu país, pero este cuaderno va llegando a los años setenta, cuando las cosas comenzaron a cambiar. No me di cuenta que la historia había dado un vuelco hasta muy tarde. En septiembre de 1970 Salvador Allende fue elegido Presidente por una coalición de marxistas, socialistas, comunistas, grupos de la clase media desilusionados, cristianos radicales y millares de hombres y mujeres pobres agrupados bajo el emblema de la Unidad Popular y decididos a embarcarse en un programa de transición al socialismo, pero sin alterar la larga tradición burguesa y democrática del país. A pesar de las contradicciones evidentes del proyecto, una oleada de esperanza irracional movilizó a buena parte de la sociedad que esperaba ver emerger de ese proceso al hombre nuevo, motivado por altos ideales, más generoso, compasivo y justo. En el mismo instante en que se anunció el triunfo de Allende, sus adversarios comenzaron el sabotaje y la rueda de la fortuna viró en una dirección trágica. La noche de la elección no salí a la calle a celebrar con sus partidarios para no ofender a mis suegros y mi abuelo, que temían ver surgir en Chile a un nuevo Stalin.

Allende había sido candidato tres veces y triunfó a la cuarta, a pesar de la creencia generalizada de que había quemado su suerte en las fracasadas campañas anteriores. Hasta la Unidad Popular dudaba de él y estuvo a punto de escoger como su representante a Pablo Neruda. El poeta no tenía ninguna ambición política, se sentía viejo y fatigado, sólo le interesaba su novia, la poesía; sin embargo, como miembro disciplinado del Partido Comunista, se dispuso a acatar órdenes. Cuando finalmente Salvador Allende fue designado candidato oficial, después de muchas discusiones internas entre los partidos, Neruda fue el primero en sonreír aliviado y correr a felicitarlo. La herida profunda que partió al país en fracciones irreconciliables comenzó durante la campaña, cuando se dividieron familias, se deshicieron parejas y se pelearon amigos. Mi suegro cubrió los muros de su casa con propaganda de la derecha; discutíamos con pasión, pero no llegamos a insultarnos porque el cariño de ambos por la Granny y los niños era más fuerte que nuestras diferencias. En esa época él era todavía un hombre apuesto y sano, pero ya había comenzado el lento deterioro que lo condujo al abismo del olvido. Pasaba la mañana en cama enfrascado en sus matemáticas y seguía con fervor tres telenovelas que ocupaban buena parte de su tarde; a veces no se vestía, circulaba en pijama y zapatillas, atendido por su mujer, quien le llevaba la comida en bandeja. Su obsesión por lavarse las manos se hizo incontrolable, tenía la piel cubierta de llagas y sus manos elegantes acabaron convertidas en garras de cóndor.

Estaba seguro de la victoria de su candidato, pero a ratos sentía el hormigueo de la duda. A medida que se acercaba la elección retrocedía el invierno y aparecían los brotes de la primavera. La Granny, afanada en la cocina haciendo las primeras conservas de la estación y jugando con los nietos, no participaba en las discusiones políticas, pero se inquietaba mucho cuando oía nuestras voces acaloradas. Ese año me di cuenta que mi suegra bebía a escondidas, pero lo hacía con tal discreción, que nadie más lo percibió.

El día de la elección los más sorprendidos con el triunfo fueron los vencedores, porque en el fondo no lo esperaban. Detrás de las puertas y ventanas cerradas del barrio alto los derrotados temblaban, seguros que las turbas se alzarían con odio de clase acumulado por siglos, pero no fue así, sólo hubo manifestaciones pacíficas de alegría popular. Una muchedumbre cantando que el pueblo unido jamás será vencido invadió las calles agitando banderas y estandartes, mientras en la Embajada de los Estados Unidos se reunía el personal en una sesión de emergencia; los norteamericanos habían comenzado a conspirar un año antes, financiando a los extremistas de derecha y tratando de seducir a algunos generales de tendencia golpista. En los cuarteles los militares en estado de alerta esperaban instrucciones. El tío Ramón y mi madre estaban dichosos con el triunfo de Salvador Allende; el Tata reconoció su derrota y fue hidalgamente a saludarlo cuando esa misma noche llegó sorpresivamente de visita a la casa de mis padres. Al día siguiente me presenté como de costumbre a mi trabajo y encontré el edificio hirviendo de rumores contradictorios y al dueño de la editorial empaquetando sigiloso sus cámaras y preparando su avión privado para cruzar la frontera con su familia y buena parte de sus bienes, mientras un guardia privado cuidaba su automóvil italiano de carrera para evitar que el populacho supuestamente enardecido lo rayara. Nosotras seguimos trabajando como si nada pasara, anunció Delia Vergara en el mismo tono empleado años antes en el Líbano por Miss Saint John cuando decidió ignorar la guerra. Así lo hicimos durante los tres años siguientes. Al amanecer del otro día mi suegro fue uno de los primeros en colocarse en fila ante las puertas del banco para retirar su dinero, planeaba escapar al extranjero apenas desembarcaran las hordas cubanas o la dictadura soviética empezara a fusilar ciudadanos. Yo no me voy a ninguna parte, me quedo aquí con los niños, me aseguró la Granny llorando a espaldas de su marido. Los nietos se habían convertido en la razón de su existencia. La decisión de partir fue postergada, los pasajes quedaron sobre la chimenea, siempre listos, pero no se usaron porque las peores predicciones no se cumplieron; nadie tomó el país por asalto, las fronteras permanecieron abiertas, no hubo ejecuciones en un paredón, como mi suegro temía, y la Granny se puso firme en que ningún marxista iba a separarla de sus nietos y mucho menos uno que llevaba el mismo apellido de su nuera.

Como no hubo mayoría absoluta, el Congreso pleno debía decidir la elección. Hasta entonces siempre se había respetado la primera mayoría, se decía que gana quien tenga un solo voto de ventaja, pero la Unidad Popular despertaba demasiados recelos. De todos modos el peso de la tradición pudo más que el temor de los parlamentarios y el poder de la Embajada norteamericana y después de largas deliberaciones el Congreso —dominado por la Democracia Cristiana— redactó un documento exigiendo a Allende respeto por las garantías constitucionales; este lo firmó y dos meses más tarde recibió la banda presidencial en un acto solemne. Por primera vez en la historia un marxista era elegido por votación democrática, los ojos del mundo estaban puestos en Chile. Pablo Neruda partió como embajador a París, donde dos años después recibió la noticia de que había ganado el Premio Nobel de literatura. El anciano rey de Suecia le entregó una medalla de oro, que el poeta dedicó a todos los chilenos, «porque mi poesía es propiedad de mi patria».

El Presidente Allende nombró al tío Ramón Embajador en Argentina y así es como mi madre se convirtió en la administradora de un edificio monumental en la única colina de Buenos Aires, con varios salones, un comedor para cuarenta y ocho comensales, dos bibliotecas, veintitrés baños y un número indeterminado de alfombras y obras de arte provenientes de Gobiernos anteriores, suntuosidad difícil de explicar para la Unidad Popular, que pretendía proyectar una imagen de austeridad y sencillez. Era tanto el personal de servicio —choferes, cocineros, mozos, mucamas y jardineros— que se necesitaba estrategia militar para organizar el trabajo y los turnos de comidas. La cocina funcionaba sin respiro preparando cocteles, almuerzos, tés de damas, banquetes oficiales y dietas para mi madre, que de tanto afanarse pasaba enferma del estómago. Aunque ella apenas probaba bocado, inventaba recetas que dieron fama a la mesa de la Embajada. Era capaz de presentar un pavo intacto con plumas en el trasero y los ojos abiertos, y al quitar cuatro alfileres la piel se desprendía como un vestido revelando la carne jugosa y el interior relleno con pajaritos, que a su vez estaban rellenos con almendras, a mil años luz de los trozos de hígado flotando en agua caliente de mis almuerzos escolares en el Líbano. En uno de esos ágapes conocí a la vidente más célebre de Buenos Aires. Me clavó los ojos desde el lado opuesto de la mesa y no dejó de observarme durante toda la cena. Debe haber tenido unos sesenta años, de porte aristocrático, vestida de negro en un estilo sobrio y algo anticuado. Al salir del comedor se me acercó manifestando que deseaba hablar conmigo en privado, mi madre me la presentó como María Teresa Juárez y nos acompañó a una biblioteca. Sin decir palabra la mujer se sentó en un sofá y me señaló el sitio a su lado, luego tomó mis manos, las retuvo entre las suyas por unos minutos que se me hicieron muy largos porque no sabía qué pretendía, y finalmente me anunció cuatro profecías que apunté en un papel y no he olvidado nunca: habrá un baño de sangre en tu país, estarás inmóvil o paralizada por largo tiempo, tu único camino es la escritura y uno de tus hijos será conocido en muchas partes del mundo. ¿Cuál de ellos?, quiso saber mi madre. Ella pidió ver fotografías, las estudió por unos segundos y te señaló a ti, Paula. Como los otros tres pronósticos se cumplieron, supongo que también será verdad el último, eso me da esperanza de que no morirás, hija, todavía te falta realizar tu destino. Apenas salgamos de este hospital pienso ponerme en contacto con esa dama, si es que todavía vive, para preguntarle qué te espera en el futuro.

El tío Ramón, entusiasmado con su misión en Argentina, abrió las puertas de la Embajada a políticos, intelectuales, prensa y todo aquel que contribuyera al proyecto de Salvador Allende. Secundado por mi madre, quien en esos tres años dio muestras de gran fortaleza, organización y valentía, se empeñó en normalizar las difíciles relaciones entre Chile y Argentina, dos vecinos que habían tenido muchos roces en el pasado y ahora debían superar el recelo provocado por el experimento socialista chileno. En horas robadas al sueño revisó el inventario y las engorrosas cuentas de la Embajada para evitar que en la abundancia y el desorden se distrajeran fondos. La gestión de la Unidad Popular era examinada con lupa por sus enemigos políticos, siempre a la caza del menor pretexto para denigrarla. Su primera sorpresa fue el presupuesto de seguridad, preguntó a sus colegas del Cuerpo Diplomático y descubrió que los guardaespaldas privados se habían convertido en un problema en Buenos Aires. Comenzaron como protección contra secuestros y atentados, pero pronto no hubo forma de controlarlos y para esa época ya había más de treinta mil y su número seguía aumentando. Constituían un verdadero ejército armado hasta los dientes, sin ética, jefes, normas ni reglamentos, que se encargaba de promover el terror para justificar su existencia. También se sospechaba que era muy sencillo secuestrar o asesinar a alguien, bastaba ponerse de acuerdo en la suma con sus propios guardias y ellos se encargaban del trabajo. El tío Ramón decidió correr el riesgo y despidió a los suyos porque le pareció que el representante de un Gobierno del pueblo no podía rodearse de matones a sueldo. Poco después estalló una bomba en el edificio, que redujo las lámparas y ventanas a una montaña de polvo de cristal y destrozó para siempre los nervios de la perra suiza de mi madre, pero nadie resultó herido. Para acallar el escándalo se anunció a la prensa que había sido una explosión de gas en una cañería deficiente. Ese fue el primer atentado terrorista que enfrentaron mis padres en esa ciudad. Cuatro años más tarde tendrían que huir entre gallos y medianoche para salvar sus vidas.

Cuando aceptaron el puesto no imaginaron cuánto trabajo significaba esa Embajada, la más importante para Chile después de Washington, pero se dispusieron a cumplir su misión con la experiencia acumulada en muchos años de oficio diplomático. Lo hicieron con tanto brillo, que después debieron pagarlo con muchos años de exilio.

En los tres años siguientes el Gobierno de la Unidad Popular nacionalizó los recursos naturales del país —cobre, hierro, nitratos, carbón— que desde siempre habían estado en manos extranjeras, negándose a pagar ni un dólar simbólico de compensación; expandió dramáticamente la reforma agraria, repartiendo entre los campesinos latifundios de antiguas y poderosas familias, lo cual desató una odiosidad sin precedentes; desarmó los monopolios que por décadas habían impedido la competencia en el mercado y los obligó a vender a un precio conveniente para la mayoría de los chilenos. Los niños recibían leche en la escuela, se organizaron clínicas en las poblaciones marginales y los ingresos de los más pobres subieron a un nivel razonable. Estos cambios iban acompañados de alegres demostraciones populares de apoyo al Gobierno, sin embargo los mismos partidarios de Allende se negaban a admitir que había que pagar las reformas y que la solución no estaba en imprimir más billetes. Pronto empezó el caos económico y la violencia política.

Afuera se seguía el proceso con curiosidad, se trataba de un pequeño país latinoamericano que había escogido el camino de una revolución pacífica. En el extranjero Allende tenía la imagen de un líder progresista empeñado en mejorar la situación de los trabajadores y superar las injusticias económicas y sociales, pero dentro de Chile la mitad de la población lo detestaba y el país estaba dividido en fuerzas irreconciliables. Los Estados Unidos, en ascuas ante la posibilidad de que sus ideas tuvieran éxito y el socialismo se extendiera irremisiblemente por el resto del continente, eliminó los créditos y estableció un bloqueo económico. El sabotaje de la derecha y los errores de la Unidad Popular produjeron una crisis de proporciones nunca vistas, la inflación alcanzó límites tan increíbles que no se sabía en la mañana cuánto costaría un litro de leche por la tarde, sobraban billetes pero había muy poco para comprar, empezaron las colas para conseguir productos esenciales, aceite, pasta de dientes, azúcar, cauchos para los vehículos. No pudo evitarse el mercado negro. Para mi cumpleaños mis compañeras de trabajo me regalaron dos rollos de papel para el baño y un tarro de leche condensada, los más preciosos artículos del momento. Como todos los demás, fuimos víctimas de la angustia del abastecimiento, a veces nos parábamos en cola para no perder una oportunidad, aunque la recompensa fuera betún de zapatos amarillo. Surgieron profesionales que guardaban los puestos o adquirían productos al precio oficial para revenderlos al doble. Nicolás se especializó en conseguir cigarrillos para la Granny. Desde Buenos Aires mi madre me enviaba por misteriosos conductos cajones de alimentos, pero se confundían sus instrucciones y a veces recibíamos un galón de salsa de soya o veinticuatro frascos de cebollitas en vinagre.

A cambio nosotros le mandábamos sus nietos de visita cada dos o tres meses; viajaban solos con sus nombres y datos en un letrero colgado al cuello. El tío Ramón los convenció que el magnífico edificio de la Embajada era su casa de veraneo, de modo que si alguna duda tenían los niños sobre su origen principesco, allí se disiparon. Para que no se aburrieran les daba empleo en su oficina, el primer sueldo de sus vidas lo recibieron de manos de ese abuelo formidable por servicios prestados como subsecretarios de las secretarias del Consulado. Allí pasaron también las paperas y la peste cristal, escondiéndose en los veintitrés baños para que no les tomaran una muestra de heces para un examen médico.

Los chilenos nos enorgullecíamos de que los Jefes de Estado circularan sin guardaespaldas y que el patio del Palacio de La Moneda era una calle pública, sin embargo con Salvador Allende eso terminó; el odio se había exacerbado y se temía por su vida. Sus enemigos acumulaban material para atacarlo. El Presidente socialista se movilizaba con veinte hombres armados en una flotilla de automóviles azules sin distintivos, todos iguales, para que nunca se supiera en cuál iba él. Hasta entonces los mandatarios vivían en sus propias casas, pero la suya era pequeña y no se prestaba para el cargo. En medio de una batahola de críticas odiosas, el Gobierno adquirió una mansión en el barrio alto para la Presidencia y la familia se trasladó con las cerámicas precolombinas, cuadros coleccionados a lo largo de los años, obras de arte regaladas por los propios artistas, primeras ediciones de libros dedicados por los autores y fotografías que testimoniaban momentos importantes de la carrera política de Allende. En la nueva residencia me tocó asistir a un par de reuniones, donde el único tema de conversación seguía siendo la política. Cuando mis padres venían de Argentina, el Presidente nos invitaba a una casona de campo encaramada en los cerros cercanos a la capital, donde solía pasar los fines de semanas. Después del almuerzo veíamos absurdas películas de vaqueros, que a él lo relajaban. En unos dormitorios que daban al patio vivían guardaespaldas voluntarios, que Allende llamaba su grupo de amigos personales y sus opositores calificaban de guerrilleros terroristas y asesinos. Andaban siempre rondando alertas, armados y dispuestos a protegerlo con sus propios cuerpos. En uno de esos días campestres Allende intentó enseñarnos a disparar al blanco con un fusil que le había regalado Fidel Castro, el mismo que encontraron junto a su cadáver el día del Golpe Militar. Yo, que nunca había tenido un arma en mis manos y me había criado con el dicho del Tata que a las armas de fuego las carga el Diablo, agarré el fusil como si fuera un paraguas, lo moví torpemente y sin fijarme lo apunté a su cabeza, de inmediato se materializó en el aire uno de esos guardias, me saltó encima y rodamos por el suelo. Es uno de los pocos recuerdos que tengo de él durante los tres años de su Gobierno. Lo vi menos que antes, no participé en política y seguí trabajando en la editorial que él consideraba su peor enemigo, sin comprender realmente lo que sucedía en el país.

¿Quién era Salvador Allende? No lo sé y sería pretencioso de mi parte intentar describirlo, se requieren muchos volúmenes para dar una idea de su compleja personalidad, su difícil gestión y el papel que ocupa en la historia. Por años lo consideré un tío más en una familia numerosa, único representante de mi padre; fue después de su muerte, al salir de Chile, cuando comprendí su dimensión legendaria. En privado fue buen amigo de sus amigos, leal hasta la imprudencia, no podía concebir una traición y le costó mucho darse cuenta cuando fue traicionado. Recuerdo la rapidez de sus respuestas y su sentido del humor. Había sido derrotado en un par de campañas y era todavía joven cuando una periodista le preguntó qué le gustaría ver en su epitafio y él replicó al instante: aquí yace el futuro presidente de Chile. Me parece que sus rasgos más notorios fueron integridad, intuición, valentía y carisma; seguía sus corazonadas, que rara vez le fallaban, no retrocedía ante el riesgo y era capaz de seducir tanto a las masas como a los individuos. Se comentaba que podía manipular cualquier situación a su favor, por eso el día del Golpe Militar los generales no se atrevieron a enfrentarlo en persona y prefirieron comunicarse con él por teléfono y a través de mensajeros. Asumió el cargo de Presidente con tal dignidad que parecía arrogante, tenía gestos ampulosos de tribuno y una manera de caminar característica, muy erguido, sacando pecho y casi en la punta de los pies, como un gallo de pelea. Descansaba muy poco por la noche, sólo tres o cuatro horas, solía ver el amanecer leyendo o jugando al ajedrez con sus más fieles amigos, pero podía dormir durante pocos minutos, por lo general en el automóvil, y despertaba fresco. Era un hombre refinado, amante de perros de raza, objetos de arte, ropa elegante y mujeres fuertes. Cuidaba mucho su salud, era prudente con la comida y el alcohol. Sus enemigos lo acusaban de rajadiablo y llevaban minuciosa cuenta de sus gustos burgueses, amoríos, chaquetas de gamuza y corbatas de seda. La mitad de la población temía que llevara al país a una dictadura comunista y se dispuso a impedirlo a toda costa, mientras la otra mitad celebraba el experimento socialista con murales de flores y palomas.

Entretanto yo andaba en la luna, escribiendo frivolidades y haciendo locuras en televisión, sin sospechar las verdaderas proporciones de la violencia que se gestaba en la sombra y que finalmente nos caería encima. Cuando el país estaba en plena crisis, la directora de la revista me mandó a entrevistar a Salvador Allende para averiguar qué pensaba de la Navidad.

Preparábamos el número de diciembre con mucha anticipación y no era fácil acercarse en octubre al Presidente, que tenía en la mente urgentes asuntos de Estado, pero aproveché una visita en casa de mis padres para abordarlo con timidez. No me preguntes huevadas, hija, fue su escueta respuesta. Así empezó y terminó mi carrera como periodista política. Seguí garrapateando horóscopos de factura doméstica, decoración, jardín y crianza de hijos, realizando entrevistas con personajes estrambóticos, el Correo del Amor, crónicas de cultura, arte y viajes. Delia desconfiaba de mí, me acusaba de inventar reportajes sin moverme de mi casa y de poner mis opiniones en boca de los entrevistados, por eso rara vez me asignaba temas importantes.

A medida que el abastecimiento empeoraba, la tensión se hizo insoportable y la Granny comenzó a beber más. Siguiendo las instrucciones de su marido, salía a menudo a la calle con las vecinas para protestar contra la escasez de alimentos del modo usual, golpeando cacerolas. Los hombres permanecían invisibles mientras las mujeres desfilaban con sartenes y cucharones en una sonajera de fin de mundo. El ruido es inolvidable, empezaba como un gong solitario, se sumaba el martilleo en los patios de las casas hasta que el bullicio se contagiaba y se repartía exaltando los ánimos, pronto las mujeres salían a la calle y una algarabía ensordecedora convertía media ciudad en un infierno. La Granny lograba ponerse a la cabeza de la manifestación y la desviaba para evitar que pasara frente a nuestra casa, donde se sabía que vivía alguien de la familia Allende. De todos modos, en la eventualidad de que las agresivas señoras nos atacaran, la manguera estaba siempre preparada para disuadirlas con chorros de agua fría. Las diferencias ideológicas no alteraron la camaradería con mi suegra, compartíamos los niños, las cargas de la vida cotidiana, planes y esperanzas, en el fondo ambas pensábamos que nada podría separarnos. Para darle cierta independencia le abrí una cuenta en el banco, pero al cabo de tres meses debí cerrarla porque ella nunca entendió el mecanismo, creía que mientras le quedaran cheques en el libreto había dinero en la cuenta, no anotaba los gastos y en menos de una semana consumió los fondos en regalos para los nietos. La política tampoco alteró la paz entre Michael y yo, nos amábamos y éramos buenos compañeros.

En esa época comenzó mi pasión por el teatro. El tío Ramón fue nombrado Embajador justo cuando en América Latina se ponían de moda los secuestros de personajes públicos. La posibilidad de que eso le sucediera me inspiró una obra de teatro: un grupo de guerrilleros rapta a un diplomático para canjearlo por presos políticos. La escribí a gran velocidad, me senté a la máquina y no pude dormir ni comer hasta que puse la palabra fin tres días más tarde. Una prestigiosa compañía aceptó ponerla en escena y así fue como me encontré una noche leyéndola con los actores en torno a una mesa en un escenario desnudo, a media luz, entre ráfagas de corrientes de aire, con los abrigos puestos y provistos de termos con té. Cada actor leyó y analizó su parte poniendo en evidencia los garrafales errores del texto. A medida que avanzaba la lectura me sumía en la silla hasta que desaparecí bajo la mesa, por último recogí los libretos avergonzada, partí a casa y los rehice desde la primera línea, estudiando cada personaje por separado para darles coherencia. La segunda versión estaba algo mejor, pero faltaba más tensión y un desenlace dramático. Asistí a todos los ensayos e incorporé la mayor parte de las modificaciones que me señalaron, así aprendí algunos trucos que más tarde resultaron útiles para las novelas. Diez años después, al escribir La casa de los espíritus, recordé esas sesiones en torno a una mesa en el teatro y procuré que cada personaje tuviera una biografía completa, un carácter definido y una voz propia, aunque en el caso de ese libro los desafueros de la historia y la tenaz indisciplina de los espíritus malograron mis intenciones. La obra se llamó lógicamente El embajador y la dediqué al tío Ramón, quien no pudo verla porque estaba en Buenos Aires. Se estrenó con buena crítica, pero no puedo atribuirme el mérito porque fueron el director y los actores quienes realmente hicieron el trabajo, de mi idea original sólo quedaron unas hilachas. Se me ocurre que salvó a mi padrastro de ser raptado, porque de acuerdo con la ley de probabilidades era imposible que le ocurriera en la vida real lo que yo había puesto sobre un escenario, sin embargo no protegió a otro diplomático que fue secuestrado en Uruguay y sufrió las pruebas que imaginé en la seguridad de mi casa en Santiago. Ahora tengo más cuidado con lo que escribo porque he comprobado que si algo no es cierto ahora, mañana puede serlo. Otra compañía me pidió un guión y terminé haciendo un par de comedias musicales que llamamos café-concierto a falta de un nombre para definir su género y que se estrenaron con éxito inesperado. La segunda resultó memorable porque contaba con un coro de damas gordas para animar el espectáculo con cantos y bailes. No fue fácil conseguir mujeres obesas y atractivas dispuestas a hacer el ridículo sobre un escenario; con el director nos colocamos en una esquina concurrida del centro y a cada señora rubicunda que veíamos pasar la deteníamos para preguntarle si deseaba ser actriz. Muchas aceptaban con entusiasmo, pero apenas comprendían las exigencias del trabajo partían en estampida, nos costó varias semanas conseguir seis aspirantes. Como el teatro estaba ocupado con otra producción, los ensayos se llevaban a cabo en la exigua sala de nuestra casa, que debíamos vaciar de muebles.

Contábamos con un piano desafinado, al que en un arranque fantasioso yo había pintado de verde limón y decorado con una cortesana recostada en un diván. La casa entera retumbaba con estremecimientos telúricos cuando ese coro monumental danzaba como vestales griegas, brincaban al ritmo de un rock’n roll, lucían las enaguas en un frenético cancán y saltaban en punta de pies bajo los acordes levísimos de un Lago de los cisnes que hubiera liquidado a Tchaikovsky de un síncope. Michael debió reforzar el piso del escenario y el de nuestra casa para que no se hundieran con aquellas embestidas de paquidermos. Esas mujeres, que nunca habían hecho ejercicio físico, comenzaron a adelgazar de modo alarmante y para evitar que sus carnes sensuales se derritieran, la Granny las alimentaba con grandes ollas de tallarines con crema y tartas de manzana. Para el estreno de la obra pusimos un letrero en el foyer pidiendo que en vez de ofrecer a las coristas ramos de flores, por favor les mandaran pizza. Así mantuvieron las colinas redondas y hondanadas profundas de sus vastos territorios carnales a lo largo de dos años de arduo trabajo, incluyendo giras por el resto del país. Michael, entusiasmado con esas aventuras artísticas, pasaba seguido al teatro y vio esos espectáculos tantas veces que los conocía de memoria y en una emergencia hubiera podido reemplazar a cualquiera de los actores, incluyendo a las voluminosas vestales del coro. También Nicolás y tú se aprendieron las canciones y diez años más tarde, cuando yo no recordaba ni los títulos de las obras, ustedes todavía podían representarlas enteras. Mi abuelo asistió varias veces, primero por sentido de familia y luego por darse un gusto, y en cada oportunidad al caer el telón aplaudía y gritaba de pie, enarbolando su bastón. Se enamoró de las coristas y me daba largas disertaciones sobre la gordura como parte de la hermosura y el horror contra natura que significaban las modelos desnutridas de las revistas de moda. Su ideal de belleza era la dueña de la licorería con su pechuga de valkiria, su trasero epopéyico y su buena disposición para venderle ginebra disimulada en botellas de agua mineral, con ella soñaba a hurtadillas para que no lo sorprendiera el fantasma vigilante de la Memé.

Los bailes de Aurelia, la poetisa epiléptica de tu sala, con sus boas de plumas despelucadas y sus vestidos de lunares, me recuerdan aquellas obesas bailarinas y también una aventura personal. Ataviada con sus ropajes de zarzuela, Aurelia se contonea en la madurez de su vida con mucha más gracia de la que yo tenía en mi juventud. Un día apareció un aviso en el periódico ofreciendo trabajo en un teatro frívolo a muchachas jóvenes, altas y bonitas. La directora de la revista me ordenó conseguir el empleo, introducirme tras las bambalinas y escribir un reportaje sobre las vidas de esas pobres mujeres, como las definió con su máximo rigor feminista. Yo estaba lejos de cumplir los requisitos que exigía el aviso, pero se trataba de uno de esos reportajes que nadie más quería hacer. No me atreví a ir sola y le pedí a una buena amiga que me acompañara. Nos vestimos con las ropas vistosas que suponíamos usan las bataclanas en la calle y le pusimos un broche de brillantes falsos en el copete a mi perro, un bastardo de mal carácter a quien bautizamos Fifí para la ocasión. Su verdadero nombre era Drácula. Al vernos así ataviadas, Michael decidió que no podíamos salir de la casa sin protección y como no teníamos con quién dejar a los niños, fuimos todos. El teatro quedaba en pleno centro de la ciudad, fue imposible estacionar el automóvil cerca y debimos caminar varias cuadras. Adelante marchábamos mi amiga y yo con Drácula en brazos y en la retaguardia Michael a la defensiva con sus dos hijos de la mano.

El trayecto fue como una corrida de toros, los varones nos embestían con entusiasmo lanzándonos cornadas y gritando olé; eso nos dio confianza. Una larga fila aguardaba ante la boletería para comprar entradas, sólo hombres, por supuesto, la mayoría viejos, algunos conscriptos en su día libre y un curso de adolescentes bulliciosos en uniforme escolar, que naturalmente enmudecieron al vernos. El portero, tan decrépito como el resto del lugar, nos condujo por una vetusta escalera hacia un segundo piso. Como en las películas, esperábamos encontrarnos ante un pandillero gordo con anillo de rubí y un cigarro masticado, pero en un enorme desván en penumbra, cubierto de polvo y sin muebles, nos recibió una señora con aspecto de tía de provincia arropada en un abrigo parduzco, con gorro de lana y guantes de dedos recortados. Cosía un vestido de lentejuelas bajo una lámpara, a sus pies ardía un brasero a carbón como única fuente de calor, y en otra silla descansaba un gato gordo, quien al ver a Drácula se erizó como un puercoespín. En una esquina se alzaba un triple espejo de cuerpo entero con un marco desportillado y del techo colgaban en grandes bolsas de plástico los vestidos del espectáculo, incongruentes pájaros de plumas iridiscentes en aquel lúgubre lugar.

—Venimos por el aviso —dijo mi amiga, con forzado acento de barrio del puerto.

La buena mujer nos miró de pies a cabeza con expresión de duda, algo no calzaba en sus esquemas. Nos preguntó si teníamos experiencia en el oficio y mi amiga se lanzó en un resumen de su biografía: se llamaba Gladys, era peluquera de día y cantante nocturna, tenía buena voz, pero no sabía bailar, aunque estaba dispuesta a aprender, seguro no era tan difícil. Antes de que yo alcanzara a proferir palabra me señaló con un dedo y agregó que su compañera se llamaba Salomé y era estrella frívola con larga trayectoria en Brasil, donde tenía un espectáculo de gran éxito, en el cual aparecía desnuda en escena, Fifí, el can amaestrado, traía la ropa en el hocico y un mulato grandote me la ponía. El artista de color no se había presentado por hallarse en el hospital recién operado de apendicitis, dijo. Cuando mi amiga terminó su perorata, la mujer había dejado de coser y nos observaba con la boca abierta.

—Desnúdense —nos ordenó. Creo que sospechaba algo.

Con esa falta de pudor de las personas delgadas, mi compañera se quitó la ropa, se colocó unos zapatos dorados de tacones altos y desfiló ante la señora del abrigo color musgo. Hacía un frío glacial.

—Está bien, no tiene senos, pero aquí rellenamos todo. Ahora le toca a Salomé —me apuntó la tía con un índice perentorio.

No había anticipado ese detalle, pero no me atreví a negarme. Me desnudé tiritando, me sonaban los dientes, y descubrí con horror que llevaba calzones de lana tejidos por la Abuela Hilda. Sin soltar al perro, que le gruñía al gato, me encaramé en los zapatos dorados, demasiado grandes para mí, y eché a andar arrastrando los pies con aire de pato herido. De súbito mis ojos dieron con el espejo y me vi en esa facha, por triplicado y desde todos los ángulos. Aún no me repongo de aquella humillación.

—A usted le falta estatura, pero no está mal. Le pondremos plumas más largas en la cabeza y bailará adelante, para que no se note. El perro y el negro están de más, aquí tenemos nuestro propio espectáculo. Vengan mañana para comenzar los ensayos. El sueldo no es mucho, pero si son gentiles con los caballeros, hay buenas propinas.

Eufóricas, nos reunimos en la calle con Michael y los niños, sin poder creer el tremendo honor de haber sido aceptadas al primer intento. No sabíamos que había una crisis permanente de coristas y en su desesperación los empresarios del teatro estaban dispuestos a contratar hasta un chimpancé. Pocos días después me encontré vestida con los verdaderos atuendos de una bataclana, es decir, un rectángulo de lentejuelas brillantes en el pubis, una esmeralda en el ombligo, pompones luminosos en los pezones y sobre la cabeza un casco de plumas de avestruz pesado como un saco de cemento. Por detrás nada. Me miré en el espejo y comprendí que el público me recibiría con una lluvia de tomates, los espectadores pagaban por ver carnes firmes y profesionales, no las de una madre de familia sin atributos naturales para aquel oficio. Para colmo se había presentado un equipo de la Televisión Nacional a filmar el espectáculo de esa noche, estaban instalando sus cámaras mientras el coreógrafo intentaba enseñarme a bajar por una escalera, entre doble fila de mozos musculosos, pintados de dorado y vestidos de gladiadores, que sostenían antorchas encendidas.

—Levanta la cabeza, baja los hombros, sonríe mujer, no mires el suelo, camina cruzando las piernas lentamente una delante de la otra. ¡Te repito que sonrías! No aletees con los brazos porque con tantas plumas pareces una gallina clueca. ¡Cuidado con las antorchas, no me vayas a quemar las plumas, mira que cuestan carísimas! Ondula las caderas, hunde la barriga, respira. Si no respiras te mueres.

Procuré seguir sus órdenes, pero él suspiraba y se tapaba los ojos con una mano lánguida, mientras las antorchas se consumían rápidamente y los romanos dirigían la vista hacia el techo con expresión de fastidio. En un descuido me asomé por la cortina y eché una mirada al público, una bulliciosa masa de hombres impacientes porque llevábamos quince minutos de atraso. No me alcanzó el valor para enfrentarlos, decidí que la muerte era preferible y escapé hacia la salida. La cámara de televisión me había filmado de frente durante el ensayo, descendiendo por la escalera alumbrada por las antorchas olímpicas de los atletas de oro, después registró la imagen por atrás de una corista verdadera bajando la misma escalera con las cortinas abiertas y los aullidos de la muchedumbre. Editaron la película en el Canal y aparecí en el programa con mi cara y mis hombros, pero con el cuerpo perfecto de la estrella máxima del teatro frívolo del país. Los chismes cruzaron la cordillera y alcanzaron a mis padres en Buenos Aires.

El señor Embajador debió explicar a la prensa amarilla que la sobrina del Presidente Allende no bailaba desnuda en un espectáculo pornográfico, se trataba de un lamentable alcance de nombre. Mi suegro esperaba su telenovela favorita cuando me vio aparecer sin ropa y el susto le cortó el aire en los pulmones. Mis compañeras de la revista celebraron mi reportaje sobre el mundo del bataclán, pero el gerente de la editorial, católico observante y padre de cinco hijos, lo consideró una afrenta grave. Entre tantas actividades yo dirigía la única revista para niños del mercado y ese escándalo constituía un pésimo ejemplo para la juventud. Me llamó a su oficina para preguntarme cómo me atrevía a exhibir el trasero prácticamente desnudo ante todo el país y debí confesar que por desgracia no era el mío, se trataba de un truco de televisión. Me miró de arriba abajo y me creyó al instante. Por lo demás, el asunto no tuvo mayores consecuencias. Nicolás y tú llegaron desafiantes al colegio contando a quien quisiera oír que la señora de las plumas era su mamá, eso cortó las burlas en seco y hasta me tocó firmar algunos autógrafos. Michael se encogió de hombros divertido y no dio explicaciones a los amigos que comentaron envidiosos el cuerpo espectacular de su mujer. Más de uno me quedaba mirando con expresión desconcertada, sin imaginar cómo ni por qué yo ocultaba bajo mis largos vestidos hippies los formidables atributos físicos que había mostrado tan generosamente en la pantalla. Por prudencia no aparecí delante del Tata en un par de días, hasta que me llamó muerto de la risa para decirme que el programa le había parecido casi tan bueno como la lucha libre en el Teatro Caupolicán, y que era una maravilla cómo en la televisión todo se veía mucho mejor que en la vida real. A diferencia de su marido, quien se negó a salir a la calle durante un par de semanas, la Granny se vanagloriaba de mi hazaña. En privado me confesó que cuando me vio descender por aquella escalera entre doble fila de áureos gladiadores, se sintió plenamente realizada porque esa había sido siempre su fantasía más secreta. Para entonces mi suegra ya había empezado a cambiar, se veía agitada y a veces abrazaba a los niños con los ojos llenos de lágrimas, como si tuviera la intuición de que una sombra terrible amenazaba su precaria felicidad. Las tensiones en el país habían alcanzado proporciones violentas y ella, con esa sensibilidad profunda de los más inocentes, presentía algo grave. Bebía pisco ordinario y ocultaba los envases en sitios estratégicos. Tú, Paula, que la amabas con una compasión infinita, descubrías uno a uno los escondites y sin decir palabra te llevabas las botellas vacías y las enterrabas entre las dalias del jardín.

Entretanto mi madre, agotada por las presiones y el trabajo de la Embajada, había partido a una clínica en Rumania, donde la famosa doctora Aslan hacía milagros con pildoritas geriátricas. Pasó un mes en una celda conventual curándose de males reales e imaginarios y revisando en su memoria las viejas cicatrices del pasado. La habitación del lado estaba ocupada por un venezolano encantador que se conmovió al oír su llanto y un día se atrevió a golpear su puerta. ¿Qué es lo que te pasa, chica? No hay nada que no pueda curarse con un poco de música y un trago de ron, dijo al presentarse. Durante las siguientes semanas ambos se instalaban en sus sillas de reposo bajo los cielos nublados de Bucarest, vestidos con sus batas reglamentarias y chancletas como dos viejos plañideros, a contarse las vidas sin pudor porque suponían que jamás volverían a verse. Mi madre compartió su pasado y a cambio él le confió sus secretos; ella le mostró algunas de mis cartas y él las fotografías de su mujer y sus hijas, únicas pasiones verdaderas de su existencia. Al término del tratamiento se encontraron en la puerta del hospital para despedirse, mi madre en su elegante atuendo de viaje, con los ojos verdes lavados por el llanto y rejuvenecida por el prodigioso arte de la doctora Aslan, y el caballero venezolano con su traje de viaje y su ancha sonrisa de dientes impecables, y casi no se reconocieron. Conmovido, él intentó besar la mano de esa amiga que había escuchado sus confesiones, pero antes que alcanzara a terminar el gesto ella lo abrazó. Nunca te olvidaré, le dijo. Si alguna vez me necesitas, estaré siempre a tus órdenes, replicó él. Se llamaba Valentín Hernández, era un político poderoso en su país y fue fundamental en el futuro de nuestra familia pocos años más tarde, cuando los vientos de la violencia nos lanzaron en diferentes direcciones.

Los reportajes en la revista y los programas de televisión me dieron una cierta visibilidad; tanto me felicitaba o me insultaba la gente en la calle, que terminé por pensar que era una especie de celebridad. En el invierno de 1973 Pablo Neruda me invitó a visitarlo en Isla Negra. El poeta estaba enfermo, dejó su puesto de la Embajada en París y se instaló en Chile en su casa de la costa, donde dictaba sus memorias y escribía sus últimos versos mirando el mar. Me preparé mucho para esa cita, compré una grabadora nueva, hice listas de preguntas, releí parte de su obra y un par de biografías, también hice revisar el motor de mi viejo Citroën, para que no me fallara en tan delicada misión. El viento silbaba entre pinos y eucaliptos, el mar estaba gris y lloviznaba en el pueblo de casas cerradas y calles vacías. El poeta vivía en un laberinto de madera y piedra, criatura caprichosa formada de construcciones añadidas y parches. En el patio había una campana marinera, esculturas, maderos de naufragios rescatados del mar y por un acantilado de rocas se divisaba la playa, donde se estrellaba infatigable el Pacífico. La vista se perdía en la extensión sin límites del agua oscura contra un cielo de plomo. El paisaje, de una pureza de acero, gris sobre gris, palpitaba. Pablo Neruda, con un poncho en los hombros y una gorra coronando su gran cabeza de gárgola, me recibió sin formalidades, diciendo que le divertían mis artículos de humor, a veces les sacaba fotocopia y se los enviaba a los amigos. Estaba débil, pero le alcanzó la fuerza para conducirme por los maravillosos vericuetos de esa cueva atiborrada de modestos tesoros, mostrándome sus colecciones de conchas, de botellas, de muñecas, de libros y cuadros. Era un comprador infatigable de objetos: Amo todas las cosas, no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas, el dedal, las espuelas, los platos, los floreros… También gozaba la comida. Nos sirvieron de almuerzo congrio al horno, ese pez de carne blanca y firme, rey de los mares chilenos, con vino blanco seco y frío.

Habló de las memorias que intentaba escribir antes que se las birlara la muerte, de mis artículos de humor —sugirió que los recopilara en un libro— y de cómo había descubierto en diversos lugares del mundo sus mascarones de proa, esas enormes tallas de madera con rostro y senos de sirena, que presidían las naves antiguas. Estas bellas muchachas nacieron para vivir entre las olas, dijo, se sienten desgraciadas en tierra firme, por eso las rescato y las coloco mirando hacia el mar. Se refirió largamente a la situación política, que lo llenaba de angustia, y se le quebró la voz al hablar de su país dividido en extremos violentos. Los diarios de la derecha publicaban titulares a seis columnas:

¡Chilenos, junten odio!, e incitaban a los militares a tomar el poder y a Allende a renunciar a la Presidencia o cometer suicidio, como había hecho el Presidente Balmaceda el siglo pasado para evitar una guerra civil.

—Debieran tener más cuidado con lo que piden, no vaya a ser que lo consigan —suspiró el poeta.

—En Chile nunca habrá un golpe militar, don Pablo. Nuestras Fuerzas Armadas respetan la democracia —traté de tranquilizarlo con los clichés tantas veces repetidos.

Después del almuerzo empezó a llover, la habitación se llenó de sombras y la mujer portentosa de un mascarón de proa cobró vida, se desprendió del madero y nos saludó con un estremecimiento de sus senos desnudos. Comprendí entonces que el poeta estaba cansado, a mí se me había ido el vino a la cabeza y debía apresurarme.

—Si le parece, hacemos la entrevista… —le sugerí.

—¿Qué entrevista?

—Bueno… a eso vine ¿no?

—¿A mí? ¡Jamás permitiría que me sometiera a semejante prueba! —se rio—. Usted debe ser la peor periodista de este país, hija. Es incapaz de ser objetiva, se pone al centro de todo, y sospecho que miente bastante y cuando no tiene una noticia, la inventa. ¿Por qué no se dedica a escribir novelas mejor? En la literatura esos defectos son virtudes.

Mientras te cuento esto, Aurelia se prepara para recitar una poesía compuesta especialmente para ti, Paula. Le pedí que no lo hiciera porque sus versos me desmoralizan, pero ella insiste. No tiene confianza en los médicos, cree que no te recuperarás.

—¿Usted cree que se pusieron todos de acuerdo para mentirme, Aurelia?

—¡Ay, mujer, qué inocente es usted! ¿No ve que entre ellos siempre se protegen? Nunca admitirán que fregaron a su niña, son unos bribones con poder sobre la vida y la muerte. Se lo digo yo, que he vivido de hospital en hospital. Si supiera las cosas que me ha tocado ver…

Su extraño poema es sobre un pájaro con las alas petrificadas.

Dice que ya estás muerta, que quieres irte, pero no puedes hacerlo porque yo te retengo, te peso como un ancla en los pies.

—No se afane tanto por ella, Isabel. ¿No ve que en realidad está luchando contra ella? Paula ya no está aquí, mírele los ojos, son como agua negra. Si no conoce a su madre es que ya se fue, acéptelo de una vez.

—Cállese, Aurelia…

—Déjela que hable, los locos no mienten —suspira el marido de Elvira.

¿Qué hay al otro lado de la vida? ¿Es sólo noche silenciosa y soledad? ¿Qué queda cuando no hay deseos, recuerdos ni esperanzas?

¿Qué hay en la muerte? Si pudiera permanecer inmóvil, sin hablar ni pensar, sin suplicar, llorar, recordar o esperar, si pudiera sumergirme en el silencio más completo, tal vez entonces podría oírte, hija.