Cuando renuncié definitivamente a la pasión carnal por un indeciso músico argentino, se extendió ante mis ojos un inacabable desierto de fastidio y soledad. Tenía treinta y siete años y, confundiendo el amor en general con el amante en particular, había decidido curarme para siempre del vicio del enamoramiento, que a fin de cuentas sólo me había traído complicaciones. Por fortuna no lo logré del todo, la inclinación quedó latente, como una semilla aplastada bajo dos metros de hielo polar, que brota testaruda a la primera brisa tibia. Después que volví a Caracas con mi marido, el amante insistió por algún tiempo, más por cumplir que por otro motivo, me parece. Sonaba el teléfono, se oía el clic característico de las llamadas internacionales y yo colgaba sin contestar; con la misma determinación rompí sus cartas sin abrirlas, hasta que el flautista dio por terminados sus intentos de comunicación. Han pasado quince años y si me hubieran dicho entonces que llegaría a olvidarlo, jamás lo habría creído, porque estaba segura de haber compartido uno de esos raros amores heroicos que, por su fin trágico, constituyen material de ópera.
Ahora tengo una visión más modesta y espero simplemente que si en una de las curvas del camino vuelvo a encontrarlo, al menos pueda reconocerlo. Esa relación frustrada fue una herida abierta durante más de dos años; estuve literalmente enferma de amor, pero no lo supo nadie, ni mi madre, que me observaba de cerca. Algunas mañanas no tenía fuerzas para salir de la cama, derrotada por la frustración, y algunas noches me agobiaban recuerdos y deseos hirvientes, que combatía con duchas heladas, como las de mi abuelo. En la fiebre de barrer con el pasado rompí incluso las partituras de sus canciones y mi obra de teatro, de lo cual he tenido ocasión de arrepentirme, porque se me ocurre que tal vez no eran del todo malas. Me curé con el remedio de burro sugerido por Michael: enterré el amor en un arenal de silencio. No comenté lo ocurrido por varios años, hasta que dejó de dolerme, y fui tan drástica en el propósito de eliminar hasta el recuerdo de las mejores caricias, que se me pasó la mano y tengo una laguna alarmante en la memoria donde se ahogaron no sólo las desgracias de ese tiempo, sino también buena parte de las alegrías.
Esa aventura me recordó la primera lección de mi infancia, que no me explico cómo se me había olvidado: no hay libertad sin independencia económica. Durante los años de casada me coloqué sin darme cuenta en la misma situación vulnerable en que estaba mi madre cuando dependía de la caridad de mi abuelo. De niña prometí que eso no me sucedería, estaba decidida a ser fuerte y productiva como el patriarca de la familia para no tener que pedir nada a nadie y cumplí la primera parte, pero en vez de administrar el beneficio de mi trabajo, lo confié por pereza en las manos de un marido cuya reputación de santo consideré garantía suficiente. Ese hombre sensato y práctico, con perfecto control de sus emociones y aparentemente incapaz de cometer un acto injusto o poco honorable, me pareció más adecuado que yo para velar por mis intereses. No sé de dónde saqué tal idea. En el tumulto de la vida en común y de mi propia vocación por el despilfarro, perdí todo. Al volver a su lado decidí que el primer paso para la etapa que comenzaba era conseguir un empleo seguro, ahorrar lo más posible y cambiar las reglas de la economía doméstica para que sus ingresos se destinaran a los gastos cotidianos y los míos a inversiones. No era mi intención juntar dinero para divorciarme, no había necesidad alguna de estrategias cínicas, porque una vez que el trovador desapareció en el horizonte al marido se le pasó la rabia y sin duda habría negociado una separación en términos más justos de los planteados en aquella playa invernal de Montevideo. Me quedé con él durante nueve años en pleno uso de buena fe, pensando que con algo de suerte y mucho empeño podíamos cumplir las promesas de eternidad hechas ante el altar. Sin embargo, se había roto la fibra misma de nuestra pareja por razones que poco tenían que ver con mi infidelidad, y mucho con cuentas más antiguas, tal como descubrí más tarde. En ese reencuentro pesaron en la balanza los dos hijos, la media vida invertida en nuestra relación, el cariño tranquilo y los intereses comunes que nos unían. No tuve en cuenta mis pasiones, que al final resultaron más fuertes que aquellos prudentes propósitos. Durante muchos años sentí un cariño sincero por ese hombre; lamento que la mala calidad de los últimos tiempos desgastara los buenos recuerdos de la juventud.
Michael partió a la provincia remota donde los cocodrilos amanecían en los huecos de las fundaciones, dispuesto a terminar la obra y buscar un trabajo que exigiera menos sacrificio, y yo me quedé con mis hijos, que habían cambiado mucho en mi ausencia, parecían instalados definitivamente en su nuevo país y ya no hablaban de regresar a Chile. En esos tres meses Paula dejó atrás la niñez y se convirtió en una bella joven consumida por la obstinación de aprender: sacaba las mejores notas de su clase, estudiaba guitarra sin la menor aptitud y después que dominó el inglés comenzó a hablar francés e italiano con ayuda de discos y diccionarios. Entretanto Nicolás creció un palmo y apareció un día con los pantalones a media pierna, las mangas a medio brazo y el mismo porte de su abuelo y su padre; tenía un costurón en la cabeza, varias cicatrices y la ambición secreta de escalar sin cuerdas el más alto rascacielos de la ciudad. Lo veía arrastrar grandes tambores metálicos para almacenar excremento de seres humanos y diversos animales, ingrata tarea de su clase de ciencias naturales. Pretendía demostrar que esos gases putrefactos podían servir de combustible, y que mediante un proceso de reciclaje era factible usar heces para cocinar en vez de mandarlas al océano por los alcantarillados. Paula, que había aprendido a manejar, lo llevaba en el automóvil a establos, gallineros, cochineras y baños de amistades a recoger la materia prima del experimento, que guardaba en la casa con peligro de que el calor hiciera estallar los gases y el barrio completo quedara cubierto de caca. La camaradería de la infancia se había transformado en una sólida complicidad, la misma que los unió hasta el último día consciente de Paula. Ese par de espigados adolescentes entendió tácitamente mi intención de enterrar aquel penoso episodio de nuestras vidas; supongo que les dejó graves cicatrices y quién sabe cuánto rencor contra mí por haberlos traicionado, pero ninguno de los dos mencionó lo ocurrido hasta nueve años más tarde, cuando por fin pudimos sentarnos los tres a comentarlo y entonces descubrimos, divertidos, que ninguno se acordaba de los detalles y a todos se nos había olvidado el nombre de aquel amante que estuvo a punto de convertirse en padrastro.
Como casi siempre ocurre cuando uno enfila por el camino señalado en el libro de los destinos, una serie de coincidencias me ayudó a poner en práctica mis planes. Durante tres años no había logrado hacer amigos ni conseguir trabajo en Venezuela, pero apenas enfoqué toda mi energía a la tarea de adaptarme y sobrevivir, lo logré en menos de una semana. Las cartas del Tarot de mi madre, que antes habían predicho la clásica intervención de un hombre moreno de bigotes —supongo que se referían al flautista— volvieron a manifestarse anunciando esta vez a una mujer rubia. En efecto, a los pocos días de regresar a Caracas apareció en mi existencia Marilena, una profesora de áurica melena que me ofreció empleo.
Era dueña de un Instituto donde enseñaba arte y daba clases a niños con problemas de aprendizaje. Mientras su madre, una enérgica dama española, administraba la academia en su papel de secretaria, Marilena enseñaba diez horas al día y dedicaba otras diez a la investigación de unos ambiciosos métodos con los cuales pretendía cambiar la educación en Venezuela y, por qué no, en el mundo. Mi trabajo consistía en ayudarla a supervisar a los maestros y organizar las clases, atraer alumnos con una campaña publicitaria y mantener buenas relaciones con los padres. Nos hicimos muy amigas. Era una mujer tan clara como su pelo de oro, pragmática y directa, que me obligaba a aceptar la áspera realidad cuando yo divagaba en confusiones sentimentales o nostalgias patrióticas, y que liquidaba de raíz cualquier intento de compasión por mí misma. Con ella compartí secretos, aprendí otro oficio y me sacudí la depresión que me mantuvo paralizada por mucho tiempo. Me enseñó los códigos y las sutiles claves de la sociedad caraqueña, que hasta entonces no había logrado entender porque aplicaba mi criterio chileno para analizarla, y un par de años más tarde me había adaptado tan bien, que sólo me faltaba hablar con acento caribeño. Un día encontré en el fondo de una maleta una pequeña bolsa de plástico con un puñado de tierra y recordé que la había traído de Chile con la idea de plantar en ella las mejores semillas de la memoria, pero no lo había hecho porque no tenía intención de establecerme, vivía pendiente de las noticias del sur, esperando que cayera la dictadura para regresar.
Decidí que ya había aguardado bastante y en una discreta ceremonia íntima mezclé la tierra de mi antiguo jardín con otra venezolana, la puse en un macetero y planté un nomeolvides. Brotó una planta raquítica, inadecuada para ese clima, y pronto murió chamuscada; con el tiempo la reemplacé por una exuberante mata tropical que creció con voracidad de pulpo.
También mis hijos se adaptaron. Paula se enamoró de un joven de origen siciliano, inmigrante de primera generación como ella, que aún permanecía fiel a las tradiciones de su tierra. Su padre, que había hecho fortuna con materiales de construcción, esperaba que Paula terminara el colegio —puesto que ella así lo deseaba— y aprendiera a cocinar pasta para celebrar la boda. Me opuse con una ferocidad despiadada, a pesar de que en el fondo sentía una simpatía inevitable por ese bondadoso muchacho y su encantadora parentela, una numerosa familia alegre y sin complicaciones metafísicas o intelectuales, que se juntaba a diario a celebrar la vida con ágapes suculentos de la mejor cocina italiana. El novio era hijo y nieto mayor, un hombronazo alto, rubio y de temperamento polinésico, que gastaba su tiempo en plácidas diversiones en su yate, en la residencia de la playa, en su colección de automóviles y en fiestas inocentes. Mi única objeción era que ese yerno potencial no tenía empleo ni estudiaba, su padre le pasaba una generosa pensión y le había prometido casa amoblada cuando se casara con Paula. Un día me enfrentó, pálido y tembloroso, pero con la voz firme, para decirme que nos dejáramos de indirectas y habláramos claro, estaba cansado de mis preguntas capciosas. Me explicó que a sus ojos el trabajo no era una virtud, sino una necesidad, si podía comer sin trabajar, sólo un imbécil lo haría. No entendía nuestra compulsión por el sacrificio y el esfuerzo, pensaba que si fuéramos «inmensamente ricos», como pregonaba el tío Ramón, igual nos levantaríamos al amanecer y pasaríamos doce horas diarias laborando, porque a nuestros ojos esa era la única medida de integridad. Confieso que hizo trastabillar la estoica escala de valores heredada de mi abuelo y desde entonces encaro el trabajo con espíritu algo más juguetón.
El casamiento se postergó porque al graduarse del colegio Paula anunció que aún no estaba lista para las cacerolas y en cambio pensaba estudiar psicología. El novio acabó por aceptarlo, puesto que ella no lo consultó, y además esa profesión podía servir para criar mejor a la media docena de niños que pensaba tener. Sin embargo, no pudo digerir la idea que ella se inscribiera en un seminario de sexualidad y transitara con una maleta de objetos bochornosos, midiendo penes y orgasmos. A mí tampoco me pareció buena idea, mal que mal no estábamos en Suecia y la gente seguramente no aprobaría esa especialidad, pero no manifesté mi opinión porque Paula me habría destrozado con los mismos argumentos feministas que yo le había inculcado desde su más temprana infancia. Sólo me atreví a sugerirle que fuera discreta, porque si adquiría fama de sexóloga nadie tendría agallas para cortejarla, los hombres temen las comparaciones, pero me fulminó con una mirada profesional y allí terminó la conversación. Hacia el final del seminario, tuve que hacer un viaje a Holanda y ella me encargó cierto material didáctico difícil de conseguir en Venezuela. Así es como me encontré una noche en los barrios más sórdidos de Amsterdam, buscando en comercios indecentes los artefactos de su lista, pirulos telescópicos de goma, muñecas con orificios y videos con imaginativas combinaciones de mujeres con esforzados parapléjicos o con perros libidinosos. El rubor al comprarlos no fue tanto comparado con el que tuve en el aeropuerto de Caracas, cuando me abrieron la maleta y aquellos curiosos objetos pasaron por las manos de las autoridades, ante las miradas burlonas de los demás pasajeros, y tuve que explicar que no eran para mi uso personal, sino para mi hija. Eso marcó el fin del noviazgo de Paula con aquel siciliano de corazón gentil. Con el tiempo él sentó cabeza, terminó el colegio, empezó a trabajar en la firma de su padre, se casó y tuvo un hijo, pero no olvidó su primer amor. Desde que se enteró que Paula está enferma me suele llamar para ofrecerme apoyo, tal como lo hacen media docena de otros hombres que lloran cuando les doy las malas noticias. Ignoro quiénes son esos desconocidos, qué papel cumplieron en la suerte de mi hija, ni qué huellas profundas ella marcó en sus almas.
Paula pasaba por las vidas ajenas plantando firmes semillas, he visto los frutos en estos eternos meses de agonía. En cada sitio donde estuvo dejó amigos y amores, personas de todas las edades y condiciones se comunican conmigo para preguntar por ella, no pueden creer que le haya caído encima tanta desgracia.
Entretanto Nicolás escalaba los picos más abruptos de los Andes, exploraba cavernas submarinas para fotografiar tiburones, y se rompía los huesos con tanta regularidad, que cada vez que sonaba el teléfono me echaba a temblar. Si no surgían motivos reales para preocuparme, él se encargaba de inventarlos con el mismo ingenio empleado en su experimento de gases naturales. Un día regresé de la oficina por la tarde y encontré la casa a oscuras y aparentemente vacía. Divisé una luz al final del corredor, hacia allá me dirigí llamando, medio distraída, y en el umbral del baño tropecé de súbito con mi hijo colgando de una cuerda al cuello.
Alcancé a distinguir su expresión de ajusticiado, con la lengua asomada y los ojos en blanco, antes de desplomarme en el suelo como una piedra. No perdí el conocimiento, pero no podía moverme, estaba transformada en hielo. Al ver mi reacción, Nicolás se quitó el arnés del cual se había colgado primorosamente, y corrió a socorrerme, me daba besos arrepentidos y juraba que nunca más me haría pasar un susto semejante. Los buenos propósitos le duraban un par de semanas, hasta que descubría la forma de sumergirse en la bañera respirando por un fino tubo de vidrio para que yo lo encontrara ahogado, o bien aparecía con un brazo en cabestrillo y un parche en un ojo. Según los manuales de psicología de Paula, esos accidentes revelaban una solapada tendencia suicida y su afán de torturarme con bromas espantosas estaba motivado por un rencor inconfesable, pero para tranquilidad de todos concluimos que los textos suelen equivocarse. Nicolás era un chiquillo medio bruto, pero no era un loco suicida, y su cariño por mí era tan evidente, que mi madre diagnosticó un complejo de Edipo. El tiempo probó nuestra teoría, a los diecisiete años mi hijo despertó una mañana convertido en hombre, puso sus tambores experimentales, patíbulos, cuerdas de trepar montañas, arpones para matar escualos y su maletín de primeros auxilios en una caja al fondo del garaje y anunció que pensaba dedicarse a la computación. Cuando ahora lo veo aparecer, con su serena expresión de intelectual y un niño en cada brazo, me pregunto si no habré soñado la visión pavorosa de Nicolás balanceándose en una horca casera.
En esos años Michael terminó la obra en la selva y se trasladó a la capital con la idea de armar su propia empresa constructora.
Con cautela fuimos poco a poco parchando el tejido roto de nuestra relación, hasta que llegó a ser tan amable y armoniosa que a los ojos ajenos parecíamos enamorados. Mi empleo nos permitió mantenernos por un tiempo, mientras él buscaba contratos en esa Caracas explosiva, donde a diario echaban abajo árboles, cortaban cerros y demolían casas para levantar en un abrir y cerrar de ojos nuevos rascacielos y autopistas. El negocio de la academia de mi amiga rubia era tan inestable, que a veces debíamos recurrir a la pensión de su madre o a nuestros ahorros para cubrir los gastos a fin de mes. Los alumnos acudían en tropel poco antes de los exámenes finales, cuando sus padres sospechaban que no pasarían de curso, y mediante clases especiales lograban ponerse al día, pero en vez de seguir estudiando para resolver las causas del problema, desaparecían apenas pasaban las pruebas. Durante varios meses los ingresos eran caprichosos y el Instituto sobrevivía a duras penas; con angustia enfrentábamos enero, cuando debían inscribirse los niños en número suficiente para mantener navegando aquel frágil velero. Ese año en diciembre la situación era crítica, la madre de Marilena y yo, que estábamos encargadas de la parte administrativa, repasamos una y otra vez el libro de contabilidad tratando infructuosamente de equilibrar las cifras negativas. En eso estábamos cuando pasó por delante de nuestro escritorio la señora de la limpieza, una colombiana cariñosa que solía festejarnos con un delicioso dulce de quesillo fabricado por su mano. Al vernos sacar cuentas desesperadas preguntó con sincero interés cuál era el problema y le contamos nuestras dificultades.
—Por las tardes yo trabajo en una funeraria y cuando la clientela se nos pone floja, lavamos el local con Quitalapava —dijo.
—¿Cómo es eso?
—Un conjuro, pues. Hay que hacer una buena limpieza. Primero se lavan los suelos desde el fondo hacia la puerta, para sacar la mala suerte, y después desde la puerta hacia adentro, para llamar a los espíritus de la luz y el consentimiento.
—¿Y entonces?
—Entonces empiezan a llegar los muertos.
—Aquí no necesitamos muertos, sino niños.
—Es lo mismo, Quitalapava sirve para mejorar cualquier negocio.
Le dimos algo de dinero y al día siguiente trajo un bidón con un líquido maloliente de aspecto sospechoso: al fondo se aconchaba una leche amarillenta, luego había una capa de caldo con gorgoritos y encima otra de un aceite verdoso. Debíamos batirlo antes de usarlo y protegernos la nariz con un pañuelo, porque el olor era capaz de aturdirnos. Que mi hija no se entere de esta barbaridad, suspiró la madre de Marilena, que iba para los setenta años, pero no había perdido nada de la vitalidad y el buen humor que la indujo a dejar su Valencia nativa treinta años antes para seguir a un marido infiel hasta el Nuevo Mundo, enfrentarlo cuando vivía con una concubina, exigirle el divorcio y enseguida olvidarlo de prisa. Prendada de ese país exuberante, donde por primera vez en su vida se sentía libre, se quedó con su hija y ambas salieron adelante con tenacidad e ingenio. Esta buena señora y yo lavamos a gatas el suelo con unos estropajos, murmurando las palabras rituales y conteniendo la risa, porque si nos burlábamos abiertamente se iba todo al carajo, las brujerías sólo funcionan con seriedad y fe. Echamos un par de días en esa labor, quedamos con las espaldas torcidas y las rodillas en carne viva y por más que ventilamos no pudimos quitar el tufo del local, pero valió la pena, la primera semana de enero había en la puerta una larga fila de padres con sus hijos de la mano. En vista de tan espectacular resultado se me ocurrió usar las sobras del bidón para mejorar la suerte de Michael y me trasladé sigilosamente a su oficina durante la noche para lavarla de arriba abajo, tal como habíamos hecho con la academia. No tuve noticias por varios días, salvo algunos comentarios sobre el extraño olor de la oficina. Consulté a la señora de la limpieza, quien me aseguró que el empavado era mi marido, todo se resolvería llevándolo a la Montaña Sagrada para contratar un ensalmo profesional, pero ese consejo estaba muy lejos de mis posibilidades. Un hombre como él, producto acabado de la educación británica, los estudios de ingeniería y el vicio del ajedrez, no se prestaría jamás para ceremonias mágicas, pero me quedé pensando en la lógica de la hechicería y deduje que si ese líquido prodigioso servía para fregar pisos, no había razón alguna para que no pudiera usarse para dar un remojón a un ser humano. A la mañana siguiente, cuando Michael estaba en la ducha, me aproximé por detrás y le lancé encima los restos del bidón. Dio un alarido de sorpresa y al poco rato tenía la piel color de cangrejo y se le cayeron algunos mechones de pelo, pero exactamente dos semanas más tarde había conseguido un socio venezolano y un contrato fabuloso.
Mi amiga Marilena nunca supo la causa de la extraordinaria bonanza de ese año, pero no creyó que fuera durable; estaba cansada de luchar con el presupuesto y contemplaba la posibilidad de un cambio de rumbo. Discutiendo el asunto, surgió la idea —inspirada por los efluvios del conjuro que aún perduraba en las ranuras del suelo— de transformar el Instituto en una escuela donde sería posible aplicar sus estupendas teorías educacionales para resolver en serio los problemas de aprendizaje y de paso eliminar los sobresaltos de nuestro libro de contabilidad. Ese fue el comienzo de una sólida empresa que se transformó en pocos años en uno de los más respetables colegios de esa ciudad.
Tengo mucho tiempo para meditar en este otoño de California. Debo acostumbrarme a mi hija y no recordarla como la joven graciosa y alegre de antes, ni perderme tampoco en visiones pesimistas del futuro, sino tomar cada día como venga, sin esperar milagros.
Paula depende de mí para sobrevivir, ha vuelto a pertenecerme, está otra vez en mis brazos como un recién nacido, terminaron para ella las celebraciones y los esfuerzos de la vida. La instalo en la terraza arropada en chales, frente a la bahía de San Francisco y los rosales de Willie, cargados de flores desde que salieron de los barriles y echaron raíces en tierra firme. A veces mi hija abre los ojos y mira fijamente la superficie iridiscente del agua, me coloco en la línea de su mirada, pero no me ve, sus pupilas son como pozos sin fondo. Sólo puedo comunicarme con ella de noche, cuando viene a visitarme en sueños. Duermo a sobresaltos y a menudo despierto con la certeza de que me llama, me levanto apurada y corro a su pieza, donde casi siempre algo falla: su temperatura o su presión se han disparado, está transpirando o tiene frío, está mal colocada y tiene calambres. La mujer que la cuida de noche suele dormirse cuando terminan los programas de televisión en español. En esas ocasiones me tiendo en la cama con Paula y la sostengo contra mi pecho acomodándola lo mejor posible porque es más grande que yo, mientras pido paz para ella, pido que descanse en la serenidad de los místicos, que habite un paraíso de armonía y silencio, que encuentre a ese Dios que tanto buscó en su corta trayectoria. Pido inspiración para adivinar sus necesidades y ayuda para mantenerla cómoda, así su espíritu puede viajar sin perturbaciones hacia el lugar de los encuentros. ¿Qué sentirá?
Suele estar asustada, temblorosa, con los ojos desorbitados, como si viera visiones de infierno, en cambio otras veces permanece ausente e inmóvil, como si ya se hubiera alejado de todo. La vida es un milagro y para ella terminó de súbito, sin darle tiempo de despedirse o de sacar sus cuentas, cuando iba lanzada hacia adelante en el vértigo de la juventud. Se le truncó el impulso cuando comenzaba a preguntarse por el sentido de las cosas y me dejó el encargo de encontrar la respuesta. A veces paso la noche deambulando por la casa, como los misteriosos zorrillos del sótano que suben a comerse el alimento de la gata, o el fantasma de mi abuela que escapa de su espejo para charlar conmigo. Cuando ella se duerme vuelvo a mi cama y me abrazo a la espalda de Willie con los ojos fijos en los números verdes del reloj, las horas pasan inexorables, agotando el presente, ya es futuro. Debiera tomar las pastillas de la doctora Forrester, no sé para qué las acumulo como un tesoro, escondidas en el canasto de las cartas de mi madre.
Algunas madrugadas veo salir el sol en los grandes ventanales de la pieza de Paula; en cada amanecer el mundo se crea de nuevo, se tiñe el cielo en tonos de naranja y se levanta sobre el agua el vapor de la noche, envolviendo el paisaje en encajes brumosos, como una delicada pintura japonesa. Soy una balsa sin rumbo navegando en un mar de pena. En estos largos meses me he ido pelando como una cebolla, velo a velo, cambiando, ya no soy la misma mujer, mi hija me ha dado la oportunidad de mirar dentro de mí y descubrir esos espacios interiores, vacíos, oscuros y extrañamente apacibles, donde nunca antes había explorado. Son lugares sagrados y para llegar a ellos debo recorrer un camino angosto y lleno de obstáculos, vencer las fieras de la imaginación que me salen al paso. Cuando el terror me paraliza, cierro los ojos y me abandono con la sensación de sumergirme en aguas revueltas, entre los golpes furiosos del oleaje. Por unos instantes que son en verdad eternos, creo que me estoy muriendo, pero poco a poco comprendo que sigo viva a pesar de todo, porque en el feroz torbellino hay un resquicio misericordioso que me permite respirar. Me dejo arrastrar sin oponer resistencia y poco a poco el miedo retrocede. Flotando entro en una caverna submarina y allí me quedo un rato en reposo, a salvo de los dragones de la desgracia. Lloro sin sollozos, desgarrada por dentro, como tal vez lloran los animales, pero entonces termina de salir el sol y llega la gata a pedir su desayuno y escucho los pasos de Willie en la cocina y el olor del café invade la casa. Empieza otro día, como todos los días.