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¿Sabrás que soy tu madre cuando despiertes, Paula? La familia y los amigos no fallan, por las tardes vienen tantas visitas que parecemos tribu de indios, algunos llegan de muy lejos, pasan unos días aquí y luego vuelven a sus vidas normales, incluso tu padre, quien tiene un edificio a medio construir en Chile y debió regresar. En estas semanas compartiendo el dolor en el corredor de los pasos perdidos he vuelto a recordar los buenos momentos de nuestra juventud, se han ido borrando los pequeños rencores y he aprendido a estimar a Michael como a un amigo antiguo y leal, siento por él una consideración sin aspavientos, me cuesta imaginar que alguna vez hicimos el amor o que al final de nuestra relación llegué a detestarlo. Un par de amigas y mi hermano Juan vinieron de los Estados Unidos, el tío Ramón de Chile y el padre de Ernesto directamente de la jungla amazónica. Nicolás no puede viajar, su visa no le permite entrar de vuelta a los Estados Unidos y tampoco puede dejar solos a Celia y al niño, es mejor así, prefiero que tu hermano no te vea como estás. Y también Willie, que cruza el mundo cada dos o tres semanas para pasar un domingo conmigo y amarnos como si fuera la última vez. Voy a esperarlo al aeropuerto para no perder ni un minuto con él; lo veo llegar arrastrando el carro con sus maletas, una cabeza más alto que los demás, sus ojos azules buscándome ansiosos en la multitud, su sonrisa luminosa cuando me divisa por allá abajo, corremos para encontrarnos y siento su abrazo apretado que me levanta del suelo, el olor de su chaqueta de cuero, el roce áspero de su barba de veinte horas y sus labios aplastando los míos, y después la carrera en el taxi acurrucada bajo su brazo, sus manos de dedos largos reconociéndome y su voz en mi oído murmurando en inglés Dios mío cómo te he echado de menos, cómo has adelgazado, qué son estos huesos, y de repente se acuerda por qué estamos separados y con otra voz me pregunta por ti, Paula. Llevamos más de cuatro años juntos y todavía siento por él la misma indefinible alquimia del primer día, una atracción poderosa que el tiempo ha matizado con otros sentimientos, pero que sigue siendo la materia primordial de nuestra unión. No sé en qué consiste ni cómo definirla, porque no es sólo sexual, aunque así lo creí al principio; él sostiene que somos dos luchadores impulsados por la misma clase de energía, juntos tenemos la fuerza de un tren en plena marcha, podemos alcanzar cualquier meta, unidos somos invencibles, dice. Ambos confiamos en que el otro nos cuida la espalda, no traiciona, no miente, sostiene en los momentos de flaqueza, ayuda a enderezar el timón cuando se pierde el rumbo.

Creo que también hay un componente espiritual, si creyera en la reencarnación pensaría que nuestro karma es encontrarnos y amarnos en cada vida, pero tampoco te hablaré de eso todavía, Paula, porque voy a confundirte. En estas citas urgentes se mezclan deseo y tristeza, me aferro a su cuerpo buscando placer y consuelo, dos cosas que este hombre sufrido sabe dar, pero tu imagen, hija, sumida en un sueño mortal, se nos atraviesa y los besos se tornan de hielo.

—Paula no estará con su marido por mucho tiempo, quizás nunca más. Ernesto aún no cumple treinta años y su mujer puede quedar inválida para el resto de sus días… ¿Por qué le tocó a ella y no a mí, que ya he vivido y amado de sobra?

—No pienses en esas cosas. Hay muchas maneras de hacer el amor —me dice Willie.

Es cierto, el amor tiene inesperados recursos. En los escasos minutos que pueden pasar juntos, Ernesto te besa y abraza, a pesar del enjambre de tubos que te envuelven. Despierta, Paula, te estoy esperando, te extraño, necesito oír tu voz, estoy tan lleno de amor que voy a estallar, vuelve por favor, te suplica. Lo imagino por las noches, cuando regresa a su casa vacía y se acuesta en esa cama donde dormía contigo y que todavía conserva la huella de tus hombros y tus caderas. Debe sentirte a su lado, tu fresca sonrisa, tu piel cuando te acariciaba, el silencio compartido en armonía, los secretos de enamorados murmurados a media voz.

Recuerda aquellas ocasiones en que salían a bailar hasta quedar borrachos de canciones, tan habituados a los pasos del otro que parecían un solo cuerpo. Te ve moviéndote como un junco, tu largo cabello suelto envolviendo a los dos al ritmo de la música, tus brazos delgados en torno a su cuello, tu boca en su oreja. ¡Ah, la gracia tuya, Paula! Tu aire suave, tu intensidad impredecible, tu feroz disciplina intelectual, tu generosidad, tu alocada ternura.

Echa de menos tus bromas, tus risas, tus lágrimas ridículas en el cine y tu llanto serio cuando te conmovía el sufrimiento ajeno. Se acuerda cuando te escondiste en Amsterdam y él corría como un enajenado llamándote a gritos en el mercado de los quesos, ante la mirada atónita de los comerciantes holandeses. Despierta mojado de sudor, se sienta en la cama en la oscuridad, trata de rezar, de concentrarse en su respiración buscando paz, como ha aprendido en el aikido. Tal vez se asoma al balcón a mirar las estrellas en el cielo de Madrid y se repite que no puede perder la esperanza, todo saldrá bien, pronto estarás de nuevo a su lado. Siente la sangre agolpada en las sienes, las venas palpitantes, el calor en el pecho, se sofoca, entonces se pone un pantalón y sale a correr por las calles vacías, pero nada logra apaciguar la inquietud del deseo frustrado. El amor de ustedes está recién estrenado, es la primera página de un cuaderno en blanco. Ernesto es un alma vieja, mamá, me dijiste una vez, pero no ha perdido la inocencia, es capaz de jugar, de asombrarse, de quererme y aceptarme, sin juicios, como quieren los niños; desde que estamos juntos algo se ha abierto dentro de mí, he cambiado, veo el mundo de otra manera y yo misma me quiero más, porque me veo a través de sus ojos. Por su parte Ernesto me ha confesado en los momentos de más terror que no imaginó encontrar el arrebato visceral que siente cuando te abraza, eres su perfecto complemento, te ama y te desea hasta los límites del dolor, se arrepiente de cada hora que estuvieron separados. ¿Cómo iba a saber yo que dispondríamos de tan poco tiempo?, me ha dicho temblando. Sueño con ella, Isabel, sueño incansablemente con estar a su lado otra vez y hacer el amor hasta la inconsciencia, no puedo explicarte estas imágenes que me asaltan, que sólo ella y yo conocemos, esta ausencia suya es una brasa que me quema, no dejo de pensar en ella ni un instante, su recuerdo no me abandona, Paula es la única mujer para mí, mi compañera soñada y encontrada. ¡Qué extraña es la vida, hija!

Hasta hace poco yo era para Ernesto una suegra distante y algo formal, hoy somos confidentes, amigos íntimos.

El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lámparas y el verano en las estufas. Las rutinas se repiten con majadera precisión; es el reino del dolor, aquí se viene a sufrir, así lo comprendemos todos. Las miserias de la enfermedad nos igualan, no hay ricos ni pobres, al cruzar este umbral los privilegios se hacen humo y nos volvemos humildes.

Mi amigo Ildemaro vino en el primer vuelo que consiguió en Caracas durante una interminable huelga de pilotos y se quedó conmigo una semana. Por más de diez años este hombre cultivado y suave ha sido para mí un hermano, mentor intelectual y compañero de ruta en los tiempos en que me consideraba desterrada. Al abrazarlo sentí una certeza absurda, se me ocurrió que su presencia te haría reaccionar, que al oír su voz despertarías.

Hizo valer su condición de médico para interrogar a los especialistas, ver informes, exámenes y radiografías, te revisó de pies a cabeza con ese cuidado que lo distingue y con el cariño especial que siente por ti. Al salir me cogió de la mano y me llevó a caminar por los alrededores del hospital. Hacía mucho frío.

—¿Cómo ves a Paula?

—Muy mal…

—La porfiria es así. Me aseguran que se recuperará por completo.

—Te quiero demasiado para mentirte, Isabel.

—Dime lo que piensas entonces. ¿Crees que puede morir?

—Sí —replicó después de una larga pausa.

—¿Puede quedarse en coma por mucho tiempo?

—Espero que no, pero también esa es una posibilidad.

—¿Y si no despierta más, Ildemaro…?

Nos quedamos en silencio bajo la lluvia.

Trato de no caer en sentimentalismos, que tanto horror te producen, hija, pero deberás disculparme si de repente me quiebro.

¿Me estaré volviendo loca? No reconozco los días, no me interesan las noticias del mundo, las horas se arrastran penosamente en una espera eterna. El momento de verte es muy breve, pero el tiempo se me gasta aguardándolo. Dos veces al día se abre la puerta de Cuidados Intensivos y la enfermera de turno llama por el nombre del paciente. Cuando dice Paula entro temblando, no hay caso, no he podido habituarme a verte siempre dormida, al ronroneo del respirador, a las sondas y agujas, a tus pies vendados y tus brazos manchados de moretones. Mientras camino de prisa hacia tu cama por el corredor blanco que se estira interminable, pido ayuda a la Memé, la Granny, el Tata y tantos otros espíritus amigos, voy rogando que estés mejor, que no tengas fiebre ni el corazón agitado, que respires tranquila y tu presión sea normal. Saludo a las enfermeras y a don Manuel, que empeora día a día, ya apenas habla. Me inclino sobre ti y a veces aplasto algún cable y suena una alarma, te reviso de pies a cabeza, observo los números y líneas en las pantallas, los apuntes en el libro abierto sobre una mesa a los pies de la cama, tareas inútiles porque nada entiendo, pero mediante esas breves ceremonias de la desesperación vuelves a pertenecerme, como cuando eras un bebé y dependías por completo de mí. Pongo mis manos sobre tu cabeza y tu pecho y trato de transmitirte salud y energía; te visualizo dentro de una pirámide de cristal, aislada del mal en un espacio mágico donde puedes sanar. Te llamo por los sobrenombres que te he dado a lo largo de tu vida y te digo mil veces te quiero, Paula, te quiero, y lo repito una y otra vez hasta que alguien me toca el hombro y anuncia que la visita ha terminado, debo salir. Te doy un último beso y luego camino lentamente hacia la salida. Afuera espera mi madre. Le hago un gesto optimista con el pulgar hacia arriba y las dos ensayamos una sonrisa. A veces no la logramos.

Silencio, busco silencio. El ruido del hospital y de la ciudad se me ha metido en los huesos, añoro la quietud de la naturaleza, la paz de mi casa en California. El único sitio sin ruido en el hospital es la capilla, allí busco refugio para pensar, leer y escribirte. Acompaño a mi madre a misa, donde por lo general estamos solas, el sacerdote oficia sólo para nosotras. Suspendido sobre el altar y rodeado de mármol negro, un Cristo sangra coronado de espinas, no puedo mirar ese pobre cuerpo torturado. No conozco la liturgia, pero de tanto escuchar las palabras rituales, empieza a conmoverme la fuerza del mito: pan y vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. La capilla queda detrás de la sala de Cuidados Intensivos, para llegar allí debemos dar la vuelta completa al edificio; he calculado que tu cama se encuentra justamente al otro lado del muro, y puedo dirigir el pensamiento en línea recta hacia ti. Mi madre sostiene que no morirás, Paula. Está negociando el asunto directamente con el cielo, dice que has vivido al servicio de los demás y que aún puedes hacer mucho bien en este mundo, tu muerte sería una pérdida absurda. La fe es un regalo, Dios te mira a los ojos y dice tu nombre, así te escoge, pero a mí me apuntó con el dedo para llenarme de dudas. La incertidumbre comenzó a los siete años, el día de mi Primera Comunión cuando avancé por la nave de la iglesia vestida de blanco, con un velo en la cabeza, un rosario en una mano y un cirio adornado con un lazo en la otra. Cincuenta niñas marchábamos en dos filas bajo los acordes del órgano y el coro de las novicias. Lo habíamos ensayado tantas veces, que en el proceso memoricé cada gesto, pero se me perdió el propósito del sacramento. Sabía que masticar la hostia consagrada significaba condena segura en las pailas del infierno, pero ya no recordaba que era a Jesús a quien recibía. Al acercarme al altar mi vela se quebró por la mitad. Se partió sin provocación alguna, la parte superior quedó colgando de la mecha, como el cuello de un cisne muerto, y yo sentí que desde lo alto me habían señalado entre mis compañeras para castigarme por alguna falta que tal vez olvidé confesar el día anterior. En realidad había elaborado una lista de pecados mayores para impresionar al sacerdote, no deseaba aburrirlo con bagatelas y también saqué la cuenta que si cumplía penitencia por pecados mortales, aunque no los hubiera cometido, en el lote quedaban perdonados los veniales. Me confesé de todo lo imaginable, aunque en el algunos casos no sabía el significado: homicidio, fornicación, mentira, adulterio, malos actos contra mis padres, pensamientos impuros, herejía, envidia… El cura escuchó en pasmado silencio, luego se levanto apesadumbrado, le hizo seña a una monja, cuchichearon un rato y enseguida ella me cogió por un brazo, me llevó a la sacristía y con un profundo suspiro me lavó la boca con jabón y me ordenó rezar tres Ave Marías. Por la tarde la capilla del hospital está iluminada apenas por velas votivas.

Ayer sorprendí allí a Ernesto y su padre, las cabezas entre las manos, las anchas espaldas vencidas, y no me atreví a acercarme.

Se parecen mucho, ambos son grandes, morenos y firmes, con rasgos de moros y una manera de moverse que es una rara mezcla de virilidad y gentileza. El padre tiene la piel curtida por el sol, el pelo gris muy corto y arrugas profundas, como cicatrices de cuchillo, que hablan de sus aventuras en la selva y de cuarenta años viviendo en la naturaleza. Parece inquebrantable, por eso me conmovió verlo así de rodillas. Se ha convertido en la sombra de su hijo, no lo deja nunca solo, tal como mi madre no se mueve de mi lado, lo acompaña a clases de aikido y lo saca a caminar por los campos durante horas, hasta que ambos quedan extenuados.

Tienes que quemar energía, si no estallarás, le dice. A mí me lleva al parque cuando el día está despejado, me coloca de cara al sol y me dice que cierre los ojos y sienta el calor en la piel y escuche los sonidos de los pájaros, del agua, del tráfico lejano, a ver si me calmo. Apenas supo de la enfermedad de su nuera voló desde las profundidades amazónicas para acudir al lado de su hijo; no le gustan las ciudades ni las aglomeraciones, se sofoca en el hospital, le molesta la gente, va y viene por el corredor de los pasos perdidos con la impaciencia triste de una bestia enjaulada.

Eres más valiente que el más macho de los hombres, Isabel, me dice seriamente, y sé que es lo más halagador que puede pensar de mí este hombre acostumbrado a matar serpientes a machetazos.

Vienen médicos de otros hospitales a observarte, nunca habían visto un caso de porfiria tan complicado, te has convertido en una referencia y me temo que ganarás fama en los textos de medicina; la enfermedad te golpeó como un rayo, sin escatimar nada. Tu marido es el único tranquilo, los demás estamos aterrados, pero también él habla de la muerte y de otras posibilidades peores.

—Sin Paula nada tiene sentido, nada vale la pena, desde que ella cerró los ojos se fue la luz del mundo —dice—. Dios no puede arrebatármela ¿para qué nos juntó entonces? ¡Tenemos tanta vida para compartir todavía! Esta es una prueba brutal, pero la pasaremos. Me conozco bien, sé que estoy hecho para Paula y ella para mí, nunca la abandonaré, nunca amaré a otra, la protegeré y la cuidaré siempre.

Pasarán mil cosas, tal vez la enfermedad o la muerte nos separen físicamente, pero estamos destinados a reunirnos y estar juntos en la eternidad. Puedo esperar.

—Se recuperará por completo, Ernesto, pero la convalecencia será larga, prepárate para eso. Te la llevarás a casa, estoy segura.

¿Te imaginas cómo será ese día?

—Pienso en eso a cada rato. Tendré que subir los tres pisos con ella en brazos… Le voy a llenar el apartamento de flores…

Nada lo asusta, se considera tu compañero en espíritu, a salvo de las vicisitudes de la vida o de la muerte, no le alarman tu cuerpo inmóvil ni tu mente ausente, nos dice que está en contacto con tu alma, que puedes oírlo, que sientes, te emocionas y no eres un vegetal, como prueban las máquinas a las cuales estás conectada. Los médicos se encogen de hombros, escépticos, pero las enfermeras se conmueven ante ese amor obstinado y a veces lo dejan visitarte a horas prohibidas porque han comprobado que cuando te toma la mano, varían los signos en las pantallas. Tal vez se puede medir la intensidad de los sentimientos con los mismos aparatos que vigilan las pulsaciones del corazón.

Un día más de espera, uno menos de esperanza. Un día más de silencio, uno menos de vida. La muerte anda suelta por los pasillos y mi tarea es distraerla para que no encuentre tu puerta.

—¡Qué larga y confusa es la vida, mamá!

—Al menos tú puedes escribirla para tratar de entenderla —replicó.

El Líbano en los años cincuenta era un país floreciente, puente entre Europa y los riquísimos emiratos árabes, cruce natural de varias culturas, torre de Babel donde se hablaba una docena de lenguas. El comercio y las transacciones bancarias de toda la región pagaban su tributo a Beirut, donde llegaban por tierra caravanas agobiadas de mercancía, por aire los aviones de Europa con las últimas novedades y por mar los barcos que debían esperar turno para atracar en el puerto. Mujeres cubiertas de velos negros, cargadas con bultos, arrastrando a sus hijos, andaban de prisa por las calles con la mirada siempre baja, mientras los hombres ociosos conversaban en los cafés. Burros, camellos, autobuses repletos de gente, motocicletas y automóviles se detenían simultáneamente en los semáforos, pastores con el mismo atuendo de sus antepasados bíblicos cruzaban las avenidas arreando piños de ovejas camino al matadero. Varias veces al día la voz aguda del muecín llamaba a la oración desde los minaretes de las mezquitas, a coro con las campanas de las iglesias cristianas. En las tiendas de la capital se ofrecía lo mejor del mundo, pero más atractivo para nosotros era recorrer los zocos, laberintos de callejuelas estrechas orilladas por un sinfín de comercios donde era posible comprar desde huevos frescos hasta reliquias faraónicas. ¡Ah, el olor de los zocos! Todos los aromas del planeta se paseaban por esas calles torcidas, tufo de exóticos comistrajos, frituras en grasa de cordero, pasteles de hojaldre, nueces y miel, alcantarillas abiertas donde flotaban basura y excrementos, sudor de animales, tinturas de cueros, atosigantes perfumes de incienso y pachulí, café recién hervido con semillas de cardamomo, especias de Oriente: canela, comino, pimienta, azafrán… Por fuera los bazares parecían insignificantes, pero cada uno se extendía hacia el interior en una serie de recintos cerrados donde relucían lámparas, bandejas y ánforas de ricos metales con intrincados dibujos caligráficos. Los tapices cubrían el suelo en varias capas, colgaban de las paredes y se amontonaban enrollados en los rincones; muebles de madera tallada con incrustaciones de nácar, marfil y bronce desaparecían bajo pilas de manteles y babuchas bordadas. Los comerciantes salían al encuentro de los clientes y los conducían casi a la rastra al interior de esas cuevas de Alí Babá atiborradas de tesoros, ponían a su disposición jofainas para enjuagarse los dedos con agua de rosas y les servían un café retinto y azucarado, el mejor del mundo. El regateo era parte esencial de la compra, así lo entendió mi madre desde el primer día. Al precio de apertura ella replicaba con una exclamación horrorizada, levantaba las manos al cielo y se dirigía a la puerta con paso decidido. El vendedor la cogía por un brazo y la halaba hacia adentro alegando que esta era la primera venta del día, que ella era su hermana, que le traería suerte y por eso estaba dispuesto a escuchar su proposición, aunque en verdad el objeto era único y el precio más que justo. Mi madre impasible ofrecía la mitad, mientras el resto de la familia salíamos a tropezones, rojos de vergüenza. El dueño de la tienda se golpeaba las sienes con los puños poniendo a Alá por testigo.

¿Quieres arruinarme, hermana? Tengo hijos, soy un hombre honesto… Después de tres tazas de café y casi una hora de regateo, el objeto cambiaba de dueño. El mercader sonreía satisfecho y mi madre se reunía con nosotros en la calle segura de haber adquirido una ganga. A veces encontraba un par de tiendas más allá lo mismo por mucho menos de lo que había pagado, eso le arruinaba el día, pero no la curaba de la tentación de volver a comprar. Fue así como en un viaje a Damasco negoció la tela para mi vestido de novia. Yo acababa de cumplir catorce años y no mantenía relación con persona alguna del sexo opuesto, salvo mis hermanos, mi padrastro y el hijo de un opulento comerciante libanés que solía visitarme de vez en cuando bajo la vigilancia de sus padres y los míos. Era tan rico que tenía una motoneta con chofer. En plena fiebre de las Vespas italianas fastidió a su padre hasta que le compró una, pero no quiso correr el riesgo de que su primogénito se estrellara en ese vehículo suicida y puso un chofer para acarrear al chiquillo montado atrás. En todo caso, yo contemplaba la idea de meterme a monja para disimular que no conseguiría marido y así se lo hice ver a mi madre en el mercado de Damasco, pero ella insistió: tonterías, dijo, esta es una oportunidad única. Salimos del bazar con metros y metros de organza blanca bordada con hilos de seda, además de varios manteles para el futuro ajuar y un biombo que han durado tres décadas, innumerables viajes y exilio.

El aliciente de estas gangas no bastaba para que mi madre se sintiera a gusto en el Líbano, vivía con la sensación de estar prisionera en su propia piel. Las mujeres no debían andar solas, en cualquier tumulto una irrespetuosa mano de varón podía surgir para ofenderlas y si intentaban defenderse se encontraban con un coro de burlas agresivas. A diez minutos de la casa había una playa interminable de arenas blancas y mar tibio, que invitaba a refrescarse en la canícula de las tardes de agosto. Debíamos bañarnos en familia, en un grupo cerrado para protegernos de los manotazos de otros nadadores; era imposible echarse en la arena, equivalía a llamar la desgracia, apenas asomábamos la cabeza fuera del agua corríamos a refugiarnos a una cabaña que alquilábamos para ese fin. El clima, las diferencias culturales, el esfuerzo de hablar francés y mascullar árabe, los malabarismos para estirar el presupuesto, la falta de amigas y de su familia agobiaban a mi madre.

El Líbano se las había arreglado para sobrevivir en paz y prosperidad, a pesar de las luchas religiosas que desgarraban la región desde hacía siglos, sin embargo, después de la crisis del Canal de Suez, el creciente nacionalismo árabe dividió profundamente a los políticos y las rivalidades se tornaron irreconciliables. Se produjeron desórdenes muy violentos que culminaron en junio de 1958 con el desembarco de la VI Flota de los Estados Unidos. Nosotros, instalados en el tercer piso de un edificio ubicado en la confluencia de los barrios cristiano, musulmán y druso, gozábamos de una posición privilegiada para observar las escaramuzas. El tío Ramón nos hizo colocar los colchones en las ventanas para atajar balas perdidas y nos prohibió atisbar por el balcón, mientras mi madre se las arreglaba con gran dificultad para mantener la bañera llena de agua y conseguir alimentos frescos. En las peores semanas de la crisis se impuso toque de queda al ponerse el sol, sólo personal militar estaba autorizado para transitar por las calles, pero en realidad esa era la hora del relajo en que las dueñas de casa regateaban en el mercado negro y los hombres hacían sus negocios. Desde nuestra terraza presenciamos feroces balaceras entre grupos antagónicos, que duraban buena parte del día, pero que apenas oscurecía cesaban como por encantamiento y al amparo de la noche figuras furtivas se escabullían a comerciar con el enemigo y misteriosos paquetes pasaban de mano en mano. En esos días vimos azotar prisioneros en el patio de la Gendarmería, atados a unos maderos con el torso desnudo; divisamos el cadáver cubierto de moscas de un hombre con el cuello cercenado, a quien dejaron expuesto en la calle durante dos días para atemorizar a los drusos, y presenciamos también la venganza, cuando dos mujeres veladas abandonaron en la calle un burro cargado con quesos y aceitunas. Tal como estaba previsto, los soldados lo confiscaron y poco después escuchamos una explosión que redujo a polvo los vidrios de las ventanas y dejó el patio del cuartel encharcado de sangre y trozos humanos. A pesar de estas violencias, tengo la impresión de que los árabes no tomaron realmente en serio el desembarco norteamericano. El tío Ramón consiguió un salvoconducto y nos llevó a ver los buques de guerra cuando entraron a la bahía con los cañones preparados.

Había una multitud de curiosos en los muelles, esperando a los invasores para comerciar con ellos y conseguir pases para subir a los portaaviones. Aquellos monstruos de acero abrieron sus fauces y vomitaron lanchones repletos de marines armados hasta los dientes, que fueron recibidos con una salva de aplausos en la playa, y apenas los aguerridos soldados pisaron tierra firme, se vieron rodeados por una alegre turbamulta tratando de venderles toda suerte de mercaderías, desde sombrillas hasta hachís y condones japoneses en forma de peces multicolores. Imagino que no fue fácil para los oficiales mantener la moral de la tropa e impedir que fraternizaran con el enemigo. Al día siguiente, en la cancha artificial de patinaje en hielo tuve mi primer contacto con la fuerza bélica más poderosa del mundo. Patiné toda la tarde en compañía de centenares de muchachones en uniforme, con el pelo rapado y tatuajes en los músculos, que bebían cerveza y hablaban una jerga gutural muy diferente a la que intentaba enseñarme Miss Saint John en el colegio británico. Pude comunicarme poco con ellos, pero aunque hubiéramos compartido la misma lengua no teníamos mucho que decirnos. Aquel día memorable recibí mi primer beso en la boca, fue como morder un sapo con olor a goma de mascar, cerveza y tabaco. No recuerdo quién me besó porque no podía distinguirlo entre los demás, me parecieron todos iguales, pero sí recuerdo que a partir de ese momento decidí explorar el asunto de los besos. Por desgracia debí esperar bastante para ampliar mis conocimientos al respecto, porque apenas el tío Ramón descubrió que la ciudad estaba invadida de marines ávidos de muchachas, dobló su vigilancia y quedé recluida en la casa, como una flor de harén.

Tuve la suerte de que mi colegio fue el único que no cerró sus puertas cuando empezó la crisis, en cambio mis hermanos dejaron de ir a clases y pasaron meses de mortal aburrimiento encerrados en el apartamento. Miss Saint John consideró una vulgaridad esa guerra en la cual no participaban los ingleses, de modo que prefirió ignorarla. La calle frente al colegio se dividió en dos bandos separados por pilas de sacos de arena, tras los cuales acechaban los contrincantes. En las fotos de los periódicos tenían un aspecto patibulario y sus armas resultaban aterradoras, pero vistos detrás de sus barricadas desde lo alto del edificio, parecían veraneantes en un picnic. Entre los sacos de arena escuchaban radio, cocinaban y recibían visitas de sus mujeres y niños, mataban las horas jugando a los naipes o a las damas y durmiendo la siesta. A veces se ponían de acuerdo con los enemigos para ir en busca de agua o cigarrillos. La impasible Miss Saint John se caló su sombrero verde de las grandes ocasiones y salió a parlamentar en su pésimo árabe con aquellos sujetos que obstaculizaban las calles para pedirles que permitieran el paso del autobús escolar, mientras las pocas niñas que aún quedaban y las asustadas profesoras la observábamos desde el techo. No sé qué argumentos esgrimió, pero el caso es que el vehículo siguió funcionando puntualmente hasta que se quedó sin alumnas, sólo yo lo usaba. Me guardé bien de contar en la casa que otros padres habían retirado a sus hijas del colegio y nunca mencioné las negociaciones diarias del chofer con los hombres de las barricadas para que nos dejaran pasar. Asistí a clases hasta que se vació el establecimiento y Miss Saint John me solicitó cortésmente que no regresara por unos días, hasta que se resolviera ese desagradable incidente y la gente volviera a sus cabales. Para entonces la situación se había tornado muy violenta y un vocero del Gobierno libanés aconsejó a los diplomáticos sacar a sus familias del país porque no se podía garantizar su seguridad. Después de secretos conciliábulos el tío Ramón me puso junto a mis hermanos en uno de los últimos vuelos comerciales de esos días. El aeropuerto era un hervidero de hombres luchando por salir; algunos pretendían llevar a sus mujeres e hijas como carga, no las consideraban del todo humanas y no podían comprender la necesidad de comprarles un pasaje. Apenas despegamos de la pista una señora cubierta de pies a cabeza con un manto oscuro se dispuso a cocinar en el pasillo del avión sobre un quemador a queroseno, ante la alarma de la azafata francesa. Mi madre se quedó en Beirut con el tío Ramón donde permanecieron unos meses hasta que fueron trasladados a Turquía. Entretanto los marines norteamericanos volvieron a sus portaaviones y desaparecieron sin dejar huella, llevándose con ellos la prueba de mi primer beso. Fue así como emprendimos viaje de regreso al otro extremo del mundo, a la casa de mi abuelo en Chile. Yo tenía quince años y era la segunda vez que estaba lejos de mi madre, la primera había sido cuando ella se juntó con el tío Ramón en esa cita clandestina al norte de Chile, que consagró sus amores. No sabía entonces que estaríamos separadas la mayor parte de nuestras vidas. Comencé a escribirle mi primera carta en el avión, he continuado haciéndolo casi a diario a lo largo de muchos años y ella hace otro tanto. Juntamos esa correspondencia en un canasto y al final del año la atamos con una cinta de color y la guardamos en lo alto de un closet, así hemos coleccionado montañas de páginas. Nunca las hemos releído, pero sabemos que el registro de nuestras vidas está a salvo de la mala memoria.

Hasta entonces mi educación había sido caótica, había aprendido algo de inglés y francés, buena parte de la Biblia de memoria y las lecciones de defensa personal del tío Ramón, pero ignoraba lo más elemental para funcionar en este mundo. Cuando llegué a Chile a mi abuelo se le ocurrió que con un poco de ayuda yo podía terminar la escolaridad en un año y decidió enseñarme personalmente historia y geografía. Después averiguó que tampoco sabía sumar y me envió a clases privadas de matemáticas. La profesora era una viejuca de pelos teñidos color azabache y varios dientes sueltos, que vivía muy lejos en una casa modesta decorada con los regalos de sus alumnos a lo largo de cincuenta años de vocación docente, donde flotaba imperturbable el olor de coliflores cocidas. Para llegar hasta allá era necesario encaramarse en dos autobuses, pero valía la pena, porque esa mujer fue capaz de meterme en el cerebro suficientes números como para pasar el examen, después de lo cual se me borraron para siempre.

Subir a un bus en Santiago podía ser una aventura peligrosa que requería temperamento decidido y agilidad de saltimbanqui, el vehículo jamás pasaba a tiempo, había que esperarlo por horas, y siempre venía tan repleto que avanzaba ladeado, con pasajeros colgando de las puertas. Mi formación estoica y mis articulaciones dobles me ayudaron a sobrevivir a esas batallas cotidianas.

Compartía la clase con cinco estudiantes, uno de los cuales se sentaba siempre a mi lado, me prestaba sus apuntes y me acompañaba hasta el paradero del bus. Mientras aguardábamos con paciencia bajo el sol o la lluvia, él escuchaba callado mis cuentos exagerados sobre viajes a sitios que yo no sabía ubicar en el mapa, pero cuyos nombres investigaba en la Enciclopedia Británica de mi abuelo. Al llegar el autobús me ayudaba a trepar sobre el racimo humano que colgaba de la pisadera, empujándome con ambas manos por el trasero. Un día me invitó al cine. Le dije al Tata que debía quedarme estudiando con la profesora y partí con el galán a un teatro de barrio, donde nos calamos una película de terror. Cuando el monstruo de la Laguna Verde asomó su horrenda cabeza de lagarto milenario a escasos centímetros de la doncella que nadaba distraída, yo lancé un grito y él aprovechó para tomarme la mano. Me refiero al muchacho, no al lagarto, por supuesto. El resto de la película transcurrió en una nebulosa, no me importaron los colmillos del gigantesco reptil ni la suerte de la rubia tonta que se bañaba en esas aguas, mi atención estaba concentrada en el calor y la humedad de esa mano ajena acariciando la mía, casi tan sensual como el mordisco en la oreja de mi amado en La Paz y mil veces más que el beso robado del soldado norteamericano en la cancha de patinaje en hielo de Beirut. Llegué a casa de mi abuelo levitando, convencida de haber encontrado al hombre de mi vida y que esas manos entrelazadas eran un compromiso formal. Había oído decir a mi amiga Elizabeth en el colegio del Líbano que se puede quedar embarazada por chapotear en la misma piscina con un muchacho y sospeché lógicamente que una hora completa intercambiando sudores manuales podía tener el mismo efecto. Pasé la noche despierta, imaginando mi vida futura casada con él y esperando con ansias la próxima clase de matemáticas, pero al día siguiente mi amigo no llegó a casa de la profesora.

Durante toda la clase estuve observando la puerta, angustiada, pero no vino ese día ni el resto de la semana ni nunca más, simplemente se hizo humo. Con el tiempo me repuse de ese humillante abandono y por muchos años no pensé en ese joven. Creí volver a verlo doce años más tarde, el día en que me llamaron de la morgue para identificar el cuerpo de mi padre. Me pregunté muchas veces por qué desapareció tan de súbito y de tanto darle vueltas en la cabeza llegué a una conclusión truculenta, pero prefiero no seguir especulando, porque sólo en las telenovelas los enamorados descubren un día que son hermanos.

Una de las razones para olvidar aquel amor fugaz fue que conocí a otro muchacho, y aquí, Paula, entra tu padre en la historia.

Michael tiene raíces inglesas, es producto de una de esas familias de inmigrantes que han nacido y vivido en Chile por generaciones y todavía se refieren a Inglaterra como home, leen periódicos británicos con semanas de atraso y mantienen un estilo de vida y un código social decimonónico, cuando eran los arrogantes súbditos de un gran imperio, pero que hoy ya no se usan ni en el corazón de Londres. Tu abuelo paterno trabajaba para una compañía norteamericana del cobre, en un pueblo al norte de Chile, tan insignificante, que escasamente figura en los mapas. El campamento de los gringos consistía en una veintena de casas cercadas por alambres de púas, donde sus habitantes intentaban reproducir lo más fielmente posible el modo de vida de sus ciudades de origen, con aire acondicionado, agua en botellas y profusión de catálogos para encargar a los Estados Unidos desde leche condensada hasta muebles de terraza. Cada familia cultivaba porfiadamente su jardín, a pesar de las inclemencias del sol y la sequía; los hombres jugaban al golf en los arenales y las señoras competían en concursos de rosas y tortas. Al otro lado de la alambrada subsistían los trabajadores chilenos en hileras de casuchas con baños comunes, sin otras diversiones que una cancha de fútbol trazada con un palo sobre la tierra dura del desierto y un bar en las afueras del campamento donde se embriagaban los fines de semana. Dicen que también había un prostíbulo, pero no di con él cuando salí a buscarlo, tal vez porque yo esperaba por lo menos un farol rojo, pero debe haber sido un rancho igual a los otros.

Michael nació y vivió los primeros años de su existencia en ese lugar, protegido de todo mal, en una inocencia edénica, hasta que lo enviaron interno a un colegio británico en el centro del país.

Creo que no tuvo idea cabal de que estaba en Chile hasta que alcanzó la edad de los pantalones largos. Su madre, a quien todos recordamos como Granny, tenía grandes ojos azules y un corazón virgen de mezquindades. Su vida transcurrió entre la cocina y el jardín, olía a pan recién horneado, a mantequilla, a dulce de ciruelas. Años después, cuando renunció a sus sueños, olía a alcohol, pero pocos llegaron a saberlo, porque se mantenía a prudente distancia y se tapaba la boca con un pañuelo al hablar, y también porque tú, Paula, que entonces tenías ocho o nueve años, escondías las botellas vacías para que nadie descubriera su secreto. El padre de Michael era buenmozo y moreno, con aspecto de andaluz, pero por sus venas corría sangre alemana de la cual se enorgullecía, cultivó en su carácter las virtudes que él consideraba teutónicas y llegó a ser un ejemplo de hombre honesto, responsable y puntual, aunque también se mostraba inflexible, autoritario y seco. Jamás tocaba a su mujer en público, pero la llamaba young lady y le brillaban los ojos cuando la miraba. Pasó treinta años en el campamento norteamericano ganando buenos dólares, se jubiló a los cincuenta y ocho años y se trasladó a la capital, donde construyó una casa junto a la cancha de golf de un club. Michael creció entre los muros de un colegio para muchachos, dedicado al estudio y a deportes viriles, lejos de su madre, el único ser que pudo enseñarle a expresar sus sentimientos. Con su padre sólo compartía frases de buena educación y partidas de ajedrez en las vacaciones. Cuando lo conocí acababa de cumplir veinte años, estudiaba el primer semestre de Ingeniería Civil, manejaba una motocicleta y vivía en un apartamento con una empleada que lo atendía como a un señorito, nunca tuvo que lavar sus calcetines o cocinar un huevo. Era un muchacho alto, apuesto, muy delgado, con grandes ojos color caramelo, que se sonrojaba cuando estaba nervioso. Una amiga nos presentó, vino a verme un día con el pretexto de enseñarme química y enseguida pidió permiso formal a mi abuelo para llevarme a la ópera. Fuimos a ver Madame Butterfly y yo, que carecía por completo de formación musical, pensé que se trataba de un espectáculo humorístico y me reí a carcajadas cuando vi caer del techo una lluvia de flores de plástico sobre una gorda que cantaba a pleno pulmón mientras se abría la barriga a cuchillazos delante de su hijo, una pobre criatura con los ojos vendados y con un par de banderas en las manos. Así comenzaron unos amores muy lentos y dulces, destinados a durar muchos años antes de consumarse, porque a Michael le faltaban como seis años de universidad y yo aún no terminaba la escuela. Pasaron varios meses antes que nos tomáramos de las manos en el concierto de los miércoles y casi un año antes del primer beso.

—Me gusta este joven, viene a mejorar la raza —se rio mi abuelo cuando finalmente admití que estábamos enamorados.